1. El nuevo linaje

El último carolingio.

En el mes de mayo del año 987, un joven cayó de su caballo durante una animada partida de caza en lo que es hoy la Francia del noreste. Quedó seriamente lesionado, sangrando de la nariz y la garganta. El 21 de mayo murió.

El joven tenía escasa importancia en sí mismo. Su nombre era Luis y era rey, pero esto era todo lo que podía decirse de él. Tenía veinte años de edad, había remado durante un año y su única preocupación verdadera era pasarlo bien. Entró en la historia con el nombre de Luis V, el Holgazán.

En un aspecto, sin embargo, su muerte tenía una melancólica significación. Era el descendiente en séptima generación de Carlomagno, el más poderoso monarca de la Edad Media. Esto hacía de él un «carolingio», y Luis el Holgazán fue el último carolingio que llevó el título de rey. Carlomagno, en 800, había gobernado firmemente un Imperio Franco, vasto para la época, un imperio que se extendía por las naciones que ahora llamamos Francia, Holanda, Bélgica, Suiza, Austria, Alemania Occidental y la mitad norte de Italia[1]. Después de su muerte, ocurrida en 814, el Imperio se desmembró.

La decadencia fue causada, en parte, por las querellas entre sus descendientes, en parte, por las destructivas correrías de los piratas nórdicos (los vikingos) en todas sus costas y, en parte, por la mera dificultad de mantener unido un dominio tan vasto en las primitivas condiciones del transporte y las comunicaciones en aquellos días. La capacidad, la fuerza y la personalidad de Carlomagno le permitieron conseguirlo, apenas, pero ninguno de sus descendientes fue más que una sombra de él. Ellos no lo lograron.

En 911, la mitad oriental del Imperio vio morir a su último gobernante carolingio. Le sucedieron gobernantes de otras familias. La región ya no era franca, en el viejo sentido del término, y puede ser llamada más exactamente, en términos modernos, Alemania, aunque aún se consideraba un Imperio y veía a sus gobernantes como sucesores de Carlomagno, ya que no sus descendientes.

La mitad occidental del Reino de Carlomagno conservó gobernantes del linaje carolingio por tres cuartos de siglo más. Aún era franca, en este sentido, y podemos llamarla, con su nombre latinizado, «Francia». El nombre subsiste hasta hoy, porque de esa mitad occidental del Imperio de Carlomagno desciende la Francia moderna.

Pero todo el Imperio, fuese el rey carolingio o no, estaba fragmentado. Bajo el terrible ataque de los vikingos, cada uno debía velar por sí mismo. La gente se agrupaba para defenderse bajo el mando de cualquier jefe local fuerte que estuviese dispuesto a combatir y prestase poca atención al rey distante, quien, de todos modos, era impotente. El rey carecía de un ejército central y no había manera alguna de que pudiese viajar rápidamente de un extremo al otro de las grandes regiones que se hallaban teóricamente bajo su gobierno.

Ciertamente, una de las razones de que Luis V fuese un «Holgazán» era que no había mucho que él pudiese hacer. Por la época en que murió el último carolingio, el título de rey no tenía ningún valor en sus dominios. El rey tenía prestigio social, la gente le hacía reverencias y se dirigía a él en términos altisonantes, pero no tenía ningún poder, y cada noble dictaba sus propias leyes.

La prosperidad del Reino disminuyó junto con el poder del rey. Las transacciones y el comercio quedaron reducidos casi a la nada, y cada propiedad tuvo que bastarse a sí misma de manera escasa y miserable. Las ciudades quedaron reducidas a aldeas, la población fue mucho menor que en tiempos romanos, y sólo unos pocos sacerdotes podían aprender lo suficiente como para leer los pocos libros religiosos que quedaban.

Sin embargo, se logró un cambio decisivo. El ingenio del hombre no había muerto. Se inventó un nuevo tipo de arado particularmente bien adaptado al suelo pesado y húmedo del norte de Europa. Entraron en uso las colleras y las herraduras, que facilitaron la utilización de la energía del caballo. La collera aumentó la eficacia de los arneses del cuello y permitió al caballo tirar con una fuerza cinco veces mayor de lo que permitían los antiguos arneses. Las herraduras clavadas en sus pezuñas las protegían y lo hacían menos vulnerable al daño físico. Cuando los caballos reemplazaron a los lentos y torpes bueyes como principal animal de trabajo en las granjas, la provisión de alimentos empezó a aumentar. Esto, junto con el nuevo arado, hicieron de las regiones que bordean el Canal de La Mancha una importante zona agrícola, por primera vez.

Al aumentar la provisión de alimentos, empezó a aumentar también lentamente, por vez primera desde la caída del Imperio Romano, la población de la zona. Los hombres siguieron muriendo como moscas por las enfermedades, pero la mortandad por hambre, aunque en modo alguno fue suprimida, empezó a decrecer.

También empezó a difundirse el uso del molino de agua. Éste era un sistema por el cual la corriente de un curso de agua en movimiento rápido hacía girar una rueda que hacía mover una pesada muela. Esta podía ser usada para moler cereales o accionar herramientas simples, como sierras y martillos. Aumentó la disponibilidad de harina y madera.

El molino de agua fue una invención de tiempos romanos, en verdad, pero sólo por entonces, cuando se extinguió el linaje carolingio, alcanzó difusión. Allí donde había habido docenas de ellos en tiempos romanos, surgieron centenares y pronto millares.

Las agitadas corrientes del norte de Europa eran más adecuadas a tal fin que los tranquilos y superficiales arroyos de la región mediterránea. Además la escasez general de mano de obra (que era peor en la Francia primitiva de las Edades Oscuras que en el próspero Imperio Romano de ocho siglos antes) acuciaba la búsqueda de una fuente no viva de energía.

El molino de agua fue la primera «fuerza motriz» (cualquier mecanismo para convertir energía natural en trabajo útil) importante distinta del músculo vivo, humano o animal. Aquéllos que construían y mantenían los molinos (los «constructores de molinos») fueron los primeros mecánicos modernos. El molino de agua, en efecto, no sería superado como fuerza motriz durante ocho siglos, hasta el advenimiento de la máquina de vapor.

Sin embargo, este viraje decisivo, esta gradual disipación de la oscuridad, aunque clara para nosotros, mil años después, cuando la contemplamos retrospectivamente, no podía ser visible para la gente de la época. No podían haber adivinado que lo peor ya había pasado, que ahora el progreso material, lentamente, llevaría de nuevo la Tierra, después de la larga decadencia, a una economía mejor, una mayor riqueza, una población creciente y una intensificación del saber y la cultura.

¡Muy por el contrario! En 987, la gente miraba el futuro con pesimismo. El año mismo parecía amenazante.

En el místico libro bíblico del Apocalipsis, en el capítulo 20, se habla de un período de mil años después del cual habría un enfrentamiento final con las fuerzas del mal, un juicio final, y el fin de la vieja Tierra. Algunos creían que los mil años debían ser contados desde el nacimiento de Jesús, y en tal caso, ¿no señalaría el año 1000 el fin del mundo? ¿Y acaso no llegaría apenas trece años después?

Era posible argumentar que todas las calamidades que se habían abatido sobre la Tierra desde la caída del Imperio Romano eran parte del largo deslizamiento hacia tal fin. Y ahora, a pocos años del místico año 1000, llegó el fin del linaje de Carlomagno, el único gobernante bajo el cual pareció —sólo por un momento— que podrían revivir de algún modo las glorias de Roma. Sin duda, ése era el último signo.

No sabemos cuántas personas creían realmente en el juicio del año 1000; tal vez, sólo unos pocos místicos. Pero seguramente incluso quienes no creían realmente deben de haberse sentido intranquilos y desalentados.

Pero, cualquiera que fuese la melancolía y la depresión, la vida (aunque sólo fuese por el momento) tenía que seguir. Alguien tenía que ser rey, y correspondía a los grandes nobles, a los señores del Reino, elegir a ese alguien.

Sin duda, aún existían carolingios. El difunto Luis Xv tenía un tío, Carlos de Lorena. Pero ese tío reconoció al monarca alemán como soberano de sus propias tierras de Lorena. Los señores franceses no admitían tener como rey al subordinado de un extranjero y, además, Carlos era impopular por otras razones. Los señores no querían saber nada de él.

Pero, si no era Carlos, ¿quién, entonces? Los señores alemanes habían sentado el precedente de elegir a uno de ellos como gobernante cuando murió su último rey carolingio, y parecía que los señores franceses no tenían más opción que imitarlos.

El primer Capeto.

El más poderoso de los señores del norte de Francia era Hugo Capeto. «Capeto» no era un apellido, sino un apodo derivado de una capa particular que acostumbraba usar cuando desempeñaba ciertas funciones como abad. Pero el apodo ganó carácter de apellido, y Hugo y sus descendientes son generalmente conocidos como los «Capetos».

Las tierras de Hugo Capeto se centraban alrededor de París, la ciudad más importante de Francia ya entonces, y se extendían por trece kilómetros al noreste, hasta Laon, y a ciento treinta kilómetros al sudoeste, hasta Orleáns. También poseía trozos dispersos de tierras fuera del conjunto principal de sus dominios. No era un ámbito compacto, pero incluía zonas que eran, para los patrones de la época, populosas y ricas.

Era suficientemente poderoso como para haber podido arrebatar el trono por la fuerza a cualquiera del último par de carolingios, y también lo había sido su padre antes que él. De hecho, su abuelo Roberto había hecho el intento y había gobernado con el nombre de Roberto I durante un año, aproximadamente, más de medio siglo antes. Pero este gobierno fue desafortunado y se había disipado enteramente en el intento, y el fracaso, de Roberto de obtener la aceptación de los otros señores.

Hugo y su padre juzgaron más conveniente ser los poderes que estaban detrás del trono. Esta posición tenía menos status y quizá fuese desagradable ver a un carolingio incapaz llevar la corona, el manto real y tener el título de rey, pero también era más tranquilo.

Tampoco significaba la renuncia permanente a las ambiciones. Podía llegar el momento en que las condiciones hiciesen posible que un no carolingio accediese a la realeza, y cuando esto ocurriese, Hugo y su padre estarían preparados.

El padre de Hugo murió antes de que llegase el momento, pero Hugo Capeto siguió esperando y haciendo planes. La jugada más astuta que hizo fue aliarse con Adalbero, arzobispo de Reims y el más alto prelado de Francia. Juntos, el más grande de los señores y el más grande de los obispos del Reino trabajaron calladamente para formar un partido favorable a ellos, y esperaron. Cuando murió Luis el Holgazán sin hijos y con sólo un tío impopular que llevaba el nombre de carolingio, se presentó la oportunidad.

Cuando el carolingio Carlos de Lorena proclamó que el trono era suyo por derecho, como descendiente del gran Carlomagno, Adalbero sacudió su cabeza firmemente. Era Adalbero quien, como arzobispo de Reims, tenía la tarea de coronar al rey. Si se negaba a hacerlo, Carlos de Lorena no podía convertirse en rey, al menos no hasta que dispusiese de una fuerza suficientemente grande e intrépida como para imponer su voluntad a la Iglesia.

Carlos estaba dispuesto a hacer el intento, pero ello llevaba tiempo, y mientras el carolingio buscaba afanosamente los medios para apoderarse del trono, Adalbero declaró que los señores de Francia tenían derecho a elegir a quien deseasen como rey, carolingio o no, y luego movió cielo y tierra para persuadirlos a que eligiesen a Hugo Capeto. En esto, recibió gran ayuda de su secretario, Gerberto, quien preparó los argumentos eruditos necesarios para demostrar que debía elegirse un rey y que éste debía ser Hugo Capeto.

En efecto, Hugo era el hombre adecuado. Los señores se reunieron a mediados del verano de 987 y se dispusieron a deliberar. No les llevó mucho tiempo. Gracias a los cuidadosos preparativos políticos de Hugo y a la mera falta de un candidato alternativo sobre el cual pudieran ponerse de acuerdo, fue elegido unánimemente.

Hugo estaba un poco mejor materialmente que los carolingios que lo precedieron. Éstos habían gobernado directamente sobre pocas tierras o ninguna, pero habían conservado el título de rey, junto con el prestigio social de ser considerados de rango superior al de otros nobles. Esto significaba que no tenían ingresos ni soldados, excepto los que les concediera algún señor que los tenía y que optase por ponerse del lado del rey para sus propios fines.

Hugo Capeto, en cambio, poseía considerables tierras y, por tanto, podía disponer de soldados y dinero sin tener que pedírselos a nadie. Pero no era el único terrateniente del norte de Francia. Al oeste de sus dominios reales centrados en París, estaba el Condado de Blois, por ejemplo, y al noroeste el Ducado de Normandía. Al sur de Normandía, estaban el Condado de Maine y el Condado de Anjou, mientras al oeste de éstos se hallaba el Condado de Bretaña. Al este, estaban el Condado de Champaña y el Ducado de Borgoña. Al sudoeste estaba el Condado de Poitou, etc.

Estos condados y ducados eran un importante escollo para Hugo. La desintegración del Reino desde la época de Carlomagno había dado origen a un sistema de mosaico en forma de pirámide, que regía la economía, el derecho y la política de Francia. Por él, el ámbito del rey se dividía en los gobiernos de varios grandes «vasallos» (de una vieja palabra céltica que significa «sirviente»), quienes debían fidelidad al rey como su «ligio». La tierra de cada vasallo era dividida entre vasallos menores, cada uno de los cuales dividían sus porciones entre vasallos aún menores, hasta llegar a la base de la pirámide, los campesinos sin tierras.

En teoría, cada vasallo tenía un solo ligio a quien debía ciertas obligaciones claramente determinadas y de quien recibía ciertos privilegios específicos. Si este sistema «feudal» (de una vieja palabra teutónica que significa «propiedad», pues se basaba en la propiedad de la tierra) se hubiese ajustado a la teoría, podía haber funcionado bien, pero no fue así. Los deberes que un vasallo debía a su ligio habitualmente sólo eran prestados cuando el ligio poseía claramente una fuerza superior, cosa que a veces no sucedía. Debido a los accidentes del nacimiento y la guerra, un vasallo podía poseer más tierra y tener más poder que su ligio; y podía tener varios ligios sobre las diversas partes de su territorio.

Como consecuencia de ello, los condes y duques luchaban incesantemente entre sí y con sus vasallos; y si llegaban a unirse, era sólo en una obstinada resistencia contra el rey.

Sin duda, los señores habían votado a Hugo para la realeza, pero esto era todo, en lo que a ellos concernía. No estaban particularmente interesados en dejarle algo más que el titulo. Por ello, Hugo tuvo que mantenerse firme en su realeza, una vez que la obtuvo, sin mucha ayuda.

Por ejemplo, tuvo que combatir todavía con Carlos de Lorena. Carlos no había aceptado en modo alguno la decisión de Adalbero y los señores reunidos. Era un carolingio y pretendía ser rey. Reunió un ejército y logró apoderarse de las importantes ciudades de Laon y Reims, en la misma frontera de los territorios de Hugo. La gente tendió a adherirse a Carlos, por sus antepasados, y Hugo se halló en una posición delicada.

De acuerdo con la teoría feudal, Hugo podía haber apelado a sus vasallos para que se uniesen a él contra Carlos, pero todos ellos tenían otros intereses. Por ello, Hugo recurrió al clero. Persuadió al arzobispo de Laon a que organizase una conspiración contra Carlos. El carolingio fue cogido en su lecho y entregado a Hugo. Sin un jefe, las fuerzas de Carlos pronto se esfumaron.

Hugo lo metió en prisión, y puesto que en aquellos días los prisioneros no vivían, por lo común, mucho tiempo (particularmente si su vida era un inconveniente para sus carceleros), Carlos murió en 992.

También, según la teoría feudal, Hugo tenía el derecho de ser juez en las disputas entre sus vasallos e impedir, de este modo, la guerra. De hecho, los poderosos señores de Francia desdeñaron el juicio de Hugo y prefirieron dirimir sus cuestiones en el tribunal de la guerra. A veces, al tratar de mantener a raya a sus poderosos vasallos, Hugo no tuvo más remedio que ponerse del lado de uno de ellos contra el otro.

Así, Blois y Anjou estaban combatiendo constantemente, ambos igualmente equivocados e igualmente hostiles de Hugo. Pero Blois colindaba directamente con el territorio de Hugo. Por ello, Blois era el peligro inmediato y Hugo combatió del lado de Anjou.

Ocasionalmente, exasperaba a Hugo el tener que luchar con sus propios vasallos, cuando éstos estaban, en teoría, sometidos a él. Se cuenta que, en cierta ocasión, le gritó al conde de Angulema, un territorio del sudoeste de Francia, que lo enfrentó en el campo de batalla: «¿Quién te hizo conde a ti?».

Según la teoría feudal, desde luego, los vasallos debían sus títulos al rey, pues era un rey quien (en teoría) se los había conferido. Pero ésta no era en absoluto la idea que el conde de Angulema tenía de la cuestión. Y respondió altaneramente: «El mismo derecho que te hizo rey a ti».

Y, por supuesto, éste era el punto débil de Hugo. Había sido elegido; no había heredado su título. No era él quien había hecho condes, a fin de cuentas, sino que todos los condes Juntos lo habían elegido rey a él.

En cuanto a él, esto no podía evitarse, pero estaba obligado a preocuparse por la sucesión, y empezó a hacerlo tan pronto como se convirtió en rey.

¿Sería rey su hijo, en su lugar? ¿O habría otra elección? El orgullo de familia le hacía desear que el título real continuase en su familia y él mismo fuese el fundador de una nueva dinastía de reyes. Su preocupación por la nación le hacía desear lo mismo. Si la muerte de cada rey era seguida por una elección, los anales del país sólo estarían llenos de guerras civiles.

La solución que halló fue hacer coronar rey a su hijo Roberto mientras Hugo aún vivía. Medio año después de u ascenso al trono Hugo hizo coronar a Roberto por el arzobispo de Reims, consagrándolo en una cabal ceremonia religiosa en presencia de los señores del Reino, quienes, a la fuerza, juraron fidelidad de la manera más solemne.

Esto convirtió a Roberto en rey, aunque en un papel subordinado, claro está. Luego, cuando llegase para Hugo el momento de la muerte, Francia ya tendría un rey, totalmente coronado y consagrado, y los señores no podrían hacer nada, pues ya habían jurado lealtad. Tampoco podían discutir su legalidad, pues había muchos precedentes de este género en la historia pasada. El mismo Carlomagno había hecho coronar a su hijo mientras aún vivía.

Los Capetos mantuvieron esta costumbre de coronar al hijo en vida del padre durante dos siglos. En tiempo de Hugo Capeto, pocos habrían considerado probable, siquiera, que la nueva dinastía perdurase por largo tiempo, pero esta costumbre, sumada al hecho afortunado de que cada rey tuvo un hijo que pudo ser coronado y luego sobrevivió a su padre, mantuvo viva la dinastía.

Otros factores que ayudaron a los Capetos fueron que cada rey de la dinastía llevó una suave y no muy ostentosa lucha para aumentar sus posesiones y, de este modo, hacer más fuerte su posición. También todos ellos siguieron la cautelosa política de Hugo Capeto de trabajar en colaboración con el clero. Siguieron dando una aureola profundamente religiosa a la coronación y fueron deferentes con los grandes arzobispos. En retribución, el clero ejerció su influencia, siempre poderosa, sobre la opinión pública. Hasta un señor hostil, indiferente a la Iglesia y a los eclesiásticos, debía ser cauteloso para atacar a alguien de quien se proclamaba que Dios estaba de su lado. Pues si el señor mismo era insensible a tales cosas, sus soldados podían no serlo.

Así ocurrió que Hugo Capeto, cuya posición en el trono fue durante toda su vida tan frágil como una tela de araña, dio origen a una larga y renombrada dinastía de reyes. Durante ocho siglos, de 987 a 1792, Francia fue gobernada sin interrupción por ese linaje, que incluyó treinta y dos reyes en total. Otros tres Capetos reinaron de 1815 a 1848. Y bajo esos Capetos, Francia pasó por períodos en que fue el mayor poder militar de Europa y, lo que es más importante aún, estuvo culturalmente a la cabeza de Europa.

La corona y el clero.

Hugo Capeto murió en 996 y su hijo se convirtió en rey con el nombre de Roberto II. Fue un gobernante suave y culto, pues de joven fue educado por Gerberto, quien había sido tan útil a Hugo en su ascenso al trono.

Roberto también era piadoso; en verdad, pasó a la historia con el apelativo de «Roberto el Piadoso». Uno de sus placeres era componer y cantar himnos, y hasta donó un himno de su propia composición a un monasterio durante una peregrinación a Roma. (Se cuenta que lo dejó en un paquete sellado, y los monjes, que esperaban una generosa donación de dinero, se sintieron, muy humanamente, desengañados de hallar dentro nada más que el elogio de Dios).

La piedad de Roberto lo llevó a apoyar las reformas en el seno de la Iglesia.

Aparentemente, hay una suerte de ritmo en la historia del monaquisino. Se fundaban monasterios de acuerdo con reglas estrictas y virtuosas, pero, a medida que pasaban las generaciones, las costumbres se relajaban y aparecían abusos. Entonces surgía un movimiento reformista en el que se establecían nuevas reglas y se iniciaba otro período de rígida virtud, que, a su vez, gradualmente se relajaba y requería nuevas reformas.

En los oscuros días del siglo IX, cuando las correrías vikingas redujeron a Francia al caos, también los monasterios cayeron en la decadencia y la corrupción. Pero, en 911, en Cluny (ciudad del Ducado de Borgoña, a unos 320 kilómetros al sudeste de París) se estableció un monasterio reformista. Bajo una serie de abades capaces, floreció, a la par que se difundía su reputación. En tiempo de Roberto II, estaba a su frente el tercer abad, Odilón, y bajo su conducción y con ayuda de Roberto se crearon otros monasterios que seguían las mismas reglas. Estos monasterios «cluniacenses» se difundieron por toda Francia y Alemania, dando nueva vida al movimiento monástico.

Roberto y la Iglesia también sumaron sus fuerzas en apoyo de otra reforma, apasionadamente deseada por el primero y la segunda.

La mejora de las condiciones económicas permitieron a los señores mantener más hombres y caballos que los que necesitaban para la producción de alimentos. También pudieron obtener más y mejores armaduras. En esa época de escasez cultural, cuando pocos hombres fuera de la Iglesia sabían leer y escribir, había poco que un señor pudiera hacer para divertirse excepto cazar, animales si tenía que hacerlo, pero también hombres, si podía. Con más hombres, caballos y armaduras a su disposición, los señores se hicieron más sensibles a los desaires y más belicosos en sus respuestas.

Las interminables guerras privadas, que se hicieron peores a medida que los tiempos mejoraban, ponían a la Iglesia en un constante peligro. En teoría, los eclesiásticos creían en la paz, pero en la práctica también, pues la furia de las batallas no perdonaban a iglesias y monasterios, y los clérigos podían ser heridos y aun matados.

En 990, varias reuniones de obispos en el sur de Francia trataron de establecer la «Tregua de Dios», una sujeción de la guerra a ciertas reglas. La principal regla era convertir a todas las propiedades y personas eclesiásticas en una especie de territorio neutral que no podía ser tocado. Con el tiempo, se extendió hasta la total prohibición de la guerra desde el miércoles al atardecer hasta el lunes por la mañana de cada semana, y lo mismo durante muchos días de ayuno y de fiesta. Finalmente, se pusieron límites a las luchas durante las tres cuartas partes del año.

Naturalmente, el poder de la Iglesia era insuficiente para aplicar de manera cabal la Tregua de Dios, pero siempre había señores que se sentían inhibidos para hacer algo que estaba solemnemente prohibido por los sacerdotes, de modo que la Tregua hizo algún bien.

Impedir luchar a sus señores redundaba en beneficio del rey, de modo que Hugo primero y Roberto el Piadoso luego apoyaron firmemente la Tregua de Dios. Esto hizo más deseable para el clero la formación de un gobierno central fuerte que redujera al orden a los señores pendencieros. El peligro común de los ejércitos alborotadores mantuvo unidos a la corona y al clero, y también esto contribuyó a reforzar la dinastía capeta.

La piedad de Roberto no le impidió tener algunos problemas personales con la Iglesia (lo cual, sin embargo, no afectó, afortunadamente para él y su linaje, a la alianza general de la corona y el clero).

Se había casado por amor con la viuda de un señor vecino de Blois, pero ella era su prima. Ésta, en realidad, era una situación bastante común, ya que los señores sólo podían casarse con alguien de su misma clase social; y puesto que todas las familias nobles de Francia estaban relacionadas unas con otras, era difícil casarse con alguien que no fuese un primo.

Ahora bien, en teoría tales casamientos estaban prohibidos por la Iglesia, y se necesitaban dispensas especiales para que pudieran efectuarse. En general, estas dispensas no eran difíciles de obtener. Pero a veces había interferencias políticas. Si un matrimonio particular originaba la incorporación de un territorio a otro y al fortalecimiento del novio, un señor rival podía tratar de influir en la Iglesia para que no otorgase la dispensa. También, la Iglesia optaba a veces por negar la dispensa, como recurso para someter a un enemigo perturbador o simple mente para demostrar su poder sobre los gobernantes seculares. En el caso de Roberto, la Iglesia objetó.

A menudo, los gobernantes se resistían, especialmente cuando sentían gran afecto por sus prometidas, como hizo en este caso Roberto. Resistió por cuatro o cinco años, soportando hasta la excomunión (por la cual se le prohibía tomar parte en ritos religiosos, una condena terrible para un rey piadoso). Finalmente, se dio por vencido y terminó con su esposa en septiembre de 1001.

Por entonces, su viejo maestro, Gerberto, era papa, con el nombre de Silvestre II, y no podemos por menos de preguntarnos si Roberto no habría sido escuchado con simpatía por el papa. Mas por entonces su amada esposa no le había dado hijos, y esto era aún más serio que la excomunión. Un rey tiene que tener un heredero.

Roberto se casó nuevamente, con un suspiro, y descubrió que su segunda esposa, Constancia de Tolosa, era una temible arpía. Se ocultó de ella cuando pudo, pero en los intervalos en que no lo hizo, se las arregló para engendrar cuatro hijos y una hija.

El mayor enemigo de Roberto era Eudes de Blois. Eudes gobernaba Blois, contiguo, al oeste, del territorio real, y sobre Champaña, contiguo también, al este. Roberto tuvo la humillación de ver su tierra rodeada por un hombre que nominalmente era su vasallo, pero que en realidad era un gobernante más poderoso que él.

Roberto tenía que buscar aliados, y halló uno poderoso en Normandía. Este ducado había sido creado en 912 por Rollón el Caminante, un vikingo que había obligado al débil rey carolingio que por entonces ocupaba el trono a cederle el rico territorio de la desembocadura del Sena[2]. Sus descendientes se asimilaron totalmente a la lengua y las costumbres francesas y habían creado un fuerte gobierno centralizado. Los duques normandos lograron mantener a raya a sus propios vasallos.

Los enemigos peligrosos de los duques normandos eran los señores de las tierras adyacentes del sur, el Condado de Anjou y el de Blois. Puesto que Blois era el enemigo común de Normandía y del rey, estos últimos se unieron. Con ayuda normanda, Roberto pudo rechazar a Blois.

Roberto tuvo suerte en el plano territorial. El duque de Borgoña murió en 1002 sin dejar herederos. En tales circunstancias, el rey automáticamente heredaba la tierra, si podía conservarla. (Esta era una de las ventajas de ser rey). Pero, naturalmente, había un pretendiente, que logró adueñarse del ducado. Roberto tuvo que luchar contra él durante doce años antes de hacer valer, finalmente, su propia pretensión, pero lo consiguió.

Cuando murió el hijo mayor de Roberto, Hugo, el rey no perdió tiempo e hizo coronar a su segundo hijo, Enrique. Así, cuando Roberto murió, en 1031, después de un reinado de treinta y cinco años durante el cual conservó el poder real con perseverancia, si no con brillo, y durante el cual también pasó el místico año 1000, aún había un rey en Francia: Enrique I.

O debía haberlo. Su madre, la temible arpía, Constancia de Tolosa, favorecía a un hijo menor, Roberto. (Las madres tienen sus favoritos, después de todo). Podía haber triunfado, pero, en la guerra civil que estalló, Enrique tuvo la ayuda del duque de Normandía.

Por entonces, la alianza entre el duque normando y el rey francés era casi una tradición. Además, el duque normando de ese momento era Roberto el Diablo (así llamado por su torva crueldad y su disposición a la cólera), y éste necesitaba un favor.

Roberto el Diablo no tenía hijos legítimos, pero tenía un hijo ilegítimo de una muchacha de bajo nacimiento, y era su propósito que este niño (que sólo tenía cuatro años cuando murió el rey Roberto II) le sucediese. El apoyo real haría mucho para que tal sucesión fuese legal. Estaba en el interés de Roberto el Diablo, pues, hallar algún modo de que el rey Enrique estuviese en deuda con él.

Por ello, el duque acudió enérgicamente en ayuda de Enrique, y en 1032 Enrique se afirmó en el trono. El hermano menor de Enrique, Roberto, recibió un premio de consolación en la forma del Ducado de Borgoña, y este ducado permaneció en la familia de ese hermano durante más de tres siglos.

Éste es otro ejemplo de las dificultades de la época. Aunque un señor lograse ampliar sus dominios, era fácil desmembrarlos nuevamente por razones familiares: para mantener tranquilo a un hermano o recompensar a un hijo menor. Esto hizo que el mapa de Europa Occidental fuese un complicado tablero de ajedrez de tierras durante toda la Edad Media.

Rey y duque.

Roberto el Diablo hizo bien en contar con la buena voluntad del rey Enrique. Roberto se marchó para hacer una peregrinación a Tierra Santa y murió en 1035 en el viaje de vuelta, dejando a su hijo ilegítimo Guillermo como único heredero de Normandía.

Sin duda, antes de partir en peregrinación, Roberto hizo que todos sus vasallos jurasen fidelidad a Guillermo, de la manera habitual, sobre reliquias sagradas. Romper tal juramento implicaba la condenación, pero un sorprendente número de señores estaban dispuestos a correr tal riesgo cuando existía la perspectiva de obtener más poder y más acres de tierra. A fin de cuentas, siempre podían hacer penitencia después.

Durante años, pues, el joven Guillermo fue mantenido prácticamente escondido, para evitar que alguno de los señores rebeldes lo capturase y lo quitase de en medio. Si el rey Enrique no hubiera hecho todo lo posible para apoyar al muchacho, los señores podían haber tenido éxito.

Afortunadamente para él, Guillermo tenía una personalidad vigorosa y considerables aptitudes militares. Por la época en que estaba en la mitad de la adolescencia, entró en campaña contra los señores revoltosos, y en esto siguió teniendo la fiel ayuda del rey Enrique.

Por el 1047, Guillermo estaba firmemente instalado como duque y se dispuso a reforzar aún más su ducado. Aunque sus señores le juraron fidelidad, Guillermo sabía lo que ésta valía por dura experiencia y siguió tras ellos duramente, castigando la menor infracción con la pronta réplica del fuego y la muerte. Normandía llegó rápidamente al apogeo de su poder bajo el duque Guillermo el Bastardo (como era llamado comúnmente, aunque probablemente no en su rostro).

A medida que pasaron los años, el rey Enrique lamentó haber ayudado a Guillermo, pues una Normandía demasiado fuerte era un vecino demasiado cercano. La capital del rey, París, y la capital del duque, Rúan, estaban ambas a orillas del río Sena, y Rúan se hallaba a unos ciento treinta kilómetros aguas abajo de París.

Enrique, aunque fuese rey, era mucho más débil que el duque, militar y económicamente. Sólo de manera indirecta podía oponerse a Normandía, y un modo de hacerlo era aliándose con Anjou, vecino meridional de Normandía y su eterno enemigo.

Como su primera mujer no le dio hijos, Enrique hizo un segundo e interesante matrimonio. Recordando los problemas de su padre, estaba decidido a no correr ningún riesgo casándose con una prima o cualquier tipo de pariente. Por ello, se volvió hacia el otro extremo de Europa en busca de una mujer que no tuviese ningún parentesco con él, por remoto que fuera. A la sazón, las vastas llanuras de Rusia meridional estaban gobernadas por un poderoso príncipe, Yaroslav I, cuya capital era Kiev. Tenía una hija llamada Ana y con ella casó Enrique.

Enrique tuvo de ella tres hijos. Puesto que todos los reyes posteriores de Francia descendían del matrimonio de Enrique y Ana, se sigue que todos ellos tienen una lejana ascendencia rusa. Enrique I apoyó, naturalmente, la Tregua de Dios, pero fue más bien frío con respecto a la reforma cluniacense. Ésta se había difundido y hecho poderosa; sus concepciones idealistas, aunque estaban muy bien cuando ponían obstáculos a la conducta inescrupulosa de los señores y vasallos de Francia, se hizo fastidiosa cuando fue dirigida contra el rey.

Pero era demasiado tarde para impedirlo. La reforma cluniacense, como el duque de Normandía, había sido apoyada por el rey cuando era débil, y luego se había vuelto peligrosa tan rápidamente que no había tiempo para detenerla antes de que se hiciese demasiado fuerte para ello. La reforma se había convertido ahora en una fuerza internacional, y el gran poder del papado estaba sólidamente detrás de ella.

El verdadero poder que estaba detrás de la nueva actitud papal era un brillante y enérgico monje llamado Hildebrando, quien prefirió permanecer en la oscuridad pero dominó a todos los papas durante un período de casi treinta años. Cuando el papa León IX fue elegido en 1049, Hildebrando le hizo convocar solemnes concilios en tres diferentes lugares, uno en Alemania, otro en Francia y otro en Italia, para dar impulso a la reforma.

Había razones para esto. Durante el siglo X, el papado había llegado a un punto muy bajo. Se había convertido en la presa de la pequeña nobleza romana y los papas eran, en algunos casos, hombres de ningún valor, y, en otros casos, hasta niños. El papado había logrado emerger del pantano, pero necesitaba restablecer su prestigio, ¿y qué mejor modo de hacerlo que asumiendo el liderazgo del movimiento de la reforma monástica y haciendo oír su atronadora voz en defensa de la virtud?

El rey Enrique, por su parte, se contentaba con ocuparse de su propio clero y no deseaba un papado fuerte, pues éste sería una fuerza externa que le disputaría el control de la Iglesia francesa. Hizo lo que pudo para anular el concilio que se reunió en Reims, en su propio territorio. Pero fracasó, y esto fue un signo notable de la rapidez con que el papado estaba recuperando su fuerza.

Aunque Enrique se dejó aventajar por Normandía y por el papado, su mayor fracaso no fue realmente culpa suya. Murió demasiado pronto. Su muerte se produjo en 1060, cuando había reinado veintinueve años, pero esa muerte creó un problema en la sucesión.

Un año antes, siguió la costumbre capeta de hacer coronar a su hijo mayor, Felipe, de modo que le sucediese con el nombre de Felipe I, pero Enrique no vivió lo suficiente para permitir a Felipe llegar a la edad adulta. Por primera vez en la historia de los Capetos, la corona recayó sobre un niño, pues Felipe I sólo tenía ocho años cuando sucedió a su padre.

Naturalmente, un niño de ocho años no puede gobernar realmente, de modo que, aunque lleve el título de rey, algún adulto debe tomar por él las decisiones necesarias, es decir, debe hacer las veces de un «regente». En este caso, el regente fue el conde Balduino V de Flandes.

Aunque un regente capaz puede evitar que un país caiga en la anarquía, raramente puede hacer tanto como un rey capaz. El regente carece del título real y del prestigio asociado a él. Su mandato es limitado, pues pronto el rey llegará a la edad adulta, y los señores intrigarán contra él, retrasando las acciones, esperando que llegue ese día.

Así, los primeros Capetos tuvieron poco poder, pero Felipe I y su regente tuvieron aún menos. Éste fue un duro golpe para Francia, pues este período de poder inferior al normal llegó en un momento en que el duque Guillermo de Normandía estaba haciendo planes de alto vuelo, y no había nadie que se opusiese o interfiriese en su acción.

El duque Guillermo aspiraba nada menos que a la conquista de Inglaterra, por entonces bajo el cetro de Eduardo el Confesor, que era débil y pronormando. (Su madre era normanda y él había sido criado en Normandía). Más aún, el país estaba convulsionado por las enconadas rivalidades de sus señores. Aun así, la tarea era difícil para Guillermo y podía haber, sido frenado bastante fácilmente si un rey francés siquiera tan vigoroso como el difunto Enrique se le hubiera opuesto resueltamente. Pero en 1066, cuando se estaba preparando la invasión, el rey francés tenía solamente catorce años, y en cuanto al regente, era nada menos que el suegro de Guillermo. En realidad, acompañó a Guillermo en la invasión, dejando que el joven Felipe se hiciera cargo de los deberes reales.

Por la época en que Felipe pudo realmente afirmarse en el trono, Guillermo había logrado ganar una dramática batalla en Hastings, sobre la costa meridional de Inglaterra, y conquistar todo el país, con lo que su nombre de Guillermo el Bastardo se cambió por el nombre con que se lo conoce en la historia: Guillermo el Conquistador.

Guillermo había continuado la política ducal de mantener a sus vasallos bajo control, de modo que Normandía, con su nueva colonia inglesa, era con mucho la parte más eficientemente gobernada, aunque más duramente también, de Europa Occidental. Los normandos, además, hicieron avanzar el arte de la guerra —en el cual se destacaban— mediante el desarrollo del castillo.

Los castillos surgieron durante el período de las incursiones vikingas. Los gobernantes de territorios vulnerables fortificaban sus hogares de modo que, en caso de necesidad, pudieran retirarse allí hasta que pasase la furia vikinga. Los normandos ahora ampliaron y mejoraron su esquema.

Ubicaban el castillo en una altura que fuese difícil de escalar por los atacantes, y lo rodeaban de una empalizada y una zanja o foso lleno de agua. El foso sólo podía ser atravesado por un puente levadizo, que podía ser alzado cuando se quería negar el acceso al castillo. También tenía una fortaleza central, que pudiese servir como defensa de último recurso, almacén de armas y alimentos y lugar de refugio para animales y campesinos.

Fue mediante castillos estratégicamente ubicados y con guarniciones leales como un pequeño grupo de normandos pudo establecer un firme control sobre el vasto territorio inglés. Y fue mediante castillos estratégicamente ubicados en la misma Normandía como Guillermo se hizo invulnerable a los ataques. Finalmente, Guillermo no tuvo nada que temer de Francia; en verdad, fue Francia la que, durante siglos, sería puesta en peligro por Guillermo y sus sucesores.

Felipe I se percató del peligro, por supuesto, e hizo todo lo que pudo para contrarrestar la potencia de Normandía. Aunque engordó con los años, tenía la tenacidad de los Capetos. Desarrolló la técnica de estimular a sus vasallos a luchar unos contra otros, mientras dejaban que el rey recogiera los pedazos. Cuando dos hermanos, pretendientes ambos al señorío de Anjou, llegaron a los golpes, Felipe no hizo nada para detenerlos. Mantuvo una estricta neutralidad, y como recompensa terminó adueñándose de un trozo del territorio de Anjou que rodeaba a sus propios dominios.

Análogamente, alentó al hijo mayor de Guillermo, Roberto Curthose («Pantalones Cortos», así llamado por sus piernas cortas), a rebelarse contra su padre, y luego lo apoyó cuando lo hizo. Guillermo derrotó a su hijo, pero la guerra lo mantuvo ocupado y disminuyó sus posibilidades de luchar contra el rey.

Como su padre, Felipe apoyó la Tregua de Dios pero se opuso a la reforma de la Iglesia. En verdad, la creciente fuerza del papado empezó a hacer peligrar su bienestar económico. Las escasas tierras del rey no podían dar apoyo adecuado a los gastos de su política y su posición, y tuvo que obtener dinero donde pudo. Cuando un nuevo obispo accedía a su cargo, era necesario que el rey aprobase la elección, hecha en teoría por el papa. Por supuesto, el rey cobraba una buena suma por su aprobación.

Esto suponía un constante flujo de dinero de la Iglesia al Estado, y el papado, cuando era fuerte, se oponía enérgicamente a esta práctica. En verdad, bajo Hildebrando y sus sucesores, el papado inició un movimiento contra esa costumbre que iba a llenar de dramatismo el siglo XII, no solo en Francia, sino también en Inglaterra y Alemania, cuando los gobernantes seculares y los religiosos lucharían por el control de la investidura de los obispos.

La persistencia de Felipe en hacer dinero con las investiduras contribuyó a hacerlo impopular entre el clero, y esta impopularidad, en aquellos días, era un asunto serio. En una época religiosa, cuando los sacerdotes son escuchados por el pueblo, ellos desempeñan algunas de las funciones de los periódicos de nuestro tiempo. Si los sacerdotes dicen que un rey es malvado, la gente está dispuesta a creerlo, y el rey recibe el equivalente de una «mala prensa».

De hecho, la mala prensa continúa después de la muerte, pues las crónicas medievales eran llevadas por sacerdotes, y si ellos desaprobaban a alguien, lo decían y describían con detalle su maldad (o supuesta maldad). A menudo ésta es la única información detallada que tenemos de la vida privada de un rey, y puede ser exagerada.

Por ello, podemos preguntarnos hasta qué punto debemos confiar en el relato de la más notoria acción privada de Felipe. Ese relato dice que, en 1092, Felipe se enamoró de la esposa del conde Fulco IV de Anjou. Felipe estaba casado desde hacía veinte años. Tenía dos hijos de ese matrimonio y uno de ellos era su hijo Luis, a quien había hecho coronar y que era su heredero.

Pero Felipe no tenía intención de mantener su nuevo amor en un plano puramente platónico. Raptó a la esposa del conde y pudo hallar algunos obispos que convinieron en otorgarle los dos anulamientos de sus respectivos cónyuges con algún pretexto, dejándoles en libertad de casarse.

Pero esto era un adulterio para la mayoría de la gente, adulterio en flagrante desprecio de las leyes de Dios y del hombre; y el papa Urbano II excomulgó a Felipe en 1094.

Ésta, pues, era la situación de Francia al llegar a su fin el siglo XI. Los cuatro reyes de la dinastía capeta habían gobernado a Francia durante un poco más de un siglo y habían logrado mantenerse. Esto no era enteramente satisfactorio; los señores aún hacían lo que querían, esencialmente incontrolados, y la Iglesia era independiente. Francia seguía siendo un ente irregular y desordenado, sin ningún verdadero poder central en ninguna parte.

Sin embargo, los Capetos se habían mantenido. No se habían debilitado, al menos, y habían conservado el poder real en existencia durante un tiempo suficientemente largo como para que su linaje recibiera la sanción de la tradición. Y eran ahora suficientemente fuertes como para mantener unida a Francia en un momento en que iba a ser conmovida profundamente por noticias llegadas del Este; de ese oscuro Este del que no sabía prácticamente nada, excepto lo que había aprendido, hasta cierto punto, de la Biblia.

Pasemos, entonces, al Este y veamos qué estaba ocurriendo allí.