VEINTE
Félix y Gotrek miraron a derecha e izquierda, buscando el infernal instrumento en medio de aquel caos. Y entonces, Félix lo encontró. Parpadeó, confundido, porque parecía estar flotando a más o menos un metro por encima del agua, como si levitara. Miró con más detenimiento y vio que el arpa estaba enganchada en una alabarda, y que ésta estaba sujeta con correas al lomo de un skaven que nadaba estilo perro directamente hacia ellos, a la cabeza de un grupo de skavens. El agua espumaba en torno a ellos.
Gotrek sacó el hacha de la funda que llevaba a la espalda y la agitó por encima de la cabeza.
—¡Vamos, alimañas! —rugió.
Pero daba la impresión de que podría no ser el primero que diera alcance a los hombres rata. Una falange de caballeros de dragones marinos los perseguía, con la suma hechicera Heshor montada detrás del comandante Tarlkhir, sobre la primera de las bestias. Heshor parecía completamente curada de la herida que le había infligido el demonio. Tarlkhir espoleó la montura y la serpiente recogió un skaven del agua y se lo tragó de un solo bocado.
—¡Hooogh!
—¡Inmundas serpientes! —gritó Félix, al desenvainar la espada.
Las runas de Karaghul relumbraban en presencia de tantos dragones marinos, y Jaeger sintió aumentar en su interior el impulso de nadar hacia ellos. Los músculos se le contraían y le hormigueaban de violencia apenas contenida. Reprimió la furia con mucha dificultad. Ya había luchado contra un dragón marino en medio del mar, y no le había gustado mucho. Hacerlo mientras flotaba precariamente dentro de un barril de cerveza inundado de agua, y con una muchacha medio desvanecida a su lado, difícilmente sería mejor. Tal vez el condenado reptil se atragantaría con el barril y moriría, pensó.
Pero entonces, sin previo aviso, el barril ascendió como si lo levantara una mano. Félix se tambaleó y se aferró al borde del tonel. En torno a ellos, el mar estaba hinchándose para formar una colina de agua.
—¡En el nombre de Sigmar, ¿qué…?! —dijo.
Gotrek y Max, junto con su barril, bajaron girando por la colina de agua que continuaba creciendo, y el tonel de Félix y Claudia cayó de lado con ellos dentro y comenzó a girar, sumergiéndolos una vez más en el mar. Félix se impulsó y pateó para salir del barril, y luego cogió a Claudia por los brazos para remolcarla consigo. ¿Acaso el arca volvía a salir a la superficie? ¿Iban a tener que hacerlo todo de nuevo, desde el principio?
Salieron jadeando a la superficie y se cogieron a objetos que flotaban en medio de deshechos, junto con Gotrek y Max, mientras una enorme torreta herrumbrosa salía bruscamente de la colina de agua, erizada de tubos, tanques y cañones de latón. Luego, un bulto enorme salió a la superficie en la base de la torre: una monstruosidad cubierta de óxido verde grisáceo que parecía una ballena hecha de retazos metálicos, más larga que una galera druchii, provista de una cubierta metálica corroída y de extrañas armas que sobresalían de una proa que parecía un hocico de rata. Era más alta que una casa de dos pisos, como un acantilado de latón cubierto de percebes que chorreaba agua, siseaba y resoplaba como un ser vivo.
Los reptiles se alzaron de manos por miedo al ver aquello, resistiendo las espuelas de los jinetes mientras, más lejos, resonaban los gritos de los druchii de los barcos, alarmados ante la aparición de esa voluminosa amenaza en medio de ellos. Félix vio que algunas galeras se volvían hacia ellos, y las hileras de remos se alzaban y descendían a un mismo tiempo.
—¿Qué clase de máquina es ésa? —preguntó Max.
—Es la cosa que se tragó a Félix y a herr Gurnisson —dijo Claudia, con desdicha—. La cosa que yo permití que se los llevara.
—Un sumergible skaven —explicó Gotrek, y escupió.
Max hizo una mueca.
—Apesta a piedra de disformidad.
Los skavens que iban nadando treparon por uno de los altos flancos del sumergible, mientras el dragón marino de Tarlkhir les lanzaba dentelladas, pillaba a dos y los partía por la mitad. Los otros reptiles se lanzaron tras el primero y sus cabezas ondularon sinuosamente hacia los ladrones skavens. Hombres rata armados con oxidadas espadas mugrientas salieron por una escotilla y corrieron a defender a sus hermanos, y luego se acobardaron cuando el sumergible comenzó a vibrar como un gong en el momento en que el skaven vestido de negro que llevaba la resonante arpa puso los pies sobre la cubierta. El agua saltaba y chapoteaba en torno a los bordes de la nave como si estuviera hirviendo.
—El arpa va a sacudir el sumergible hasta hacerlo pedazos —dijo Max.
—Mejor —sentenció Gotrek.
El siguiente en salir por la escotilla fue el anciano hechicero skaven, que cojeó por la cubierta con ayuda de su báculo, rodeado por un séquito de alimañas de negra armadura, y seguido por su rata ogro albina y el criado de paso tambaleante, carente de rabo.
Félix descubrió que se ponía a gruñir al observar cómo el ladrón vestido de negro corría hacia el vidente gris. Estaba libre, tenía la espada, y la alimaña que le había hecho daño a su padre estaba ante él.
—Él —tronó la voz de Gotrek—. Vamos, humano. Me debe muchas.
—No si yo llego primero —dijo Félix, y pataleó hacia el flanco del sumergible skaven. Gotrek lo siguió, y Max hizo lo mismo.
Félix se volvió a mirar atrás.
—Tal vez deberías quedarte, Max.
—Allí hay demasiada magia —dijo el magíster—. No venceréis sin mí.
A Félix le preocupaba más la suerte de Max. El magíster parecía más muerto que vivo.
—Yo también os acompaño —dijo Claudia, pataleando tras ellos.
—Claudia… —dijo Félix, pero ella negó con la cabeza.
—Tengo que enmendar mi delito —insistió.
Félix iba a protestar más, pero luego se encogió de hombros. ¿Estaría realmente más a salvo cogida a un barril en medio de un mar lleno de dragones marinos que con ellos?
* * *
El skaven vestido de negro hincó una rodilla ante el vidente gris, y la alabarda que llevaba sujeta a la espalda descendió por encima de su cabeza hasta poner el arpa al alcance del hechicero. Los otros ladrones se arrodillaron tras él.
—Hemos hecho exactamente lo que él quería —dijo Félix, colérico, cuando llegaron al flanco del submarino, cerca de la popa—. Les creamos problemas a los elfos oscuros, y permitimos que sus ladrones se apoderaran del arpa en medio de la confusión. Ha estado controlándonos como a marionetas desde que nos puso en libertad.
—Yo no soy la marioneta de nadie —gruñó Gotrek, y comenzó a trepar por el lateral del sumergible.
—Ni yo —dijo Félix, mientras él, Max y Claudia trepaban tras el enano por las extrañas tuberías, rebordes y placas mal sujetas que conformaban la piel del monstruo metálico. Vibraba tanto que sujetarse a él hacía que les dolieran las manos.
El anciano skaven contemplaba fijamente el arpa, al parecer desgarrado entre el horror y el deseo, mientras sus seguidores se apartaban de ella poco a poco. La rata ogro gemía, descontenta, y se tapaba los oídos. El vidente extendió una vacilante zarpa hacia el instrumento, pero, antes de que pudiera tocarlo, en torno a él estalló una nube de fuego negro. Los ladrones skavens se lanzaron lejos de las negras llamas con una rapidez extraordinaria, mientras el skaven sin cola retrocedía con torpeza y la rata ogro aullaba; pero muchos de los guerreros skavens que rodeaban al vidente chillaron y murieron en el fuego de ébano, consumidos hasta transformarse en esqueletos carbonizados dentro de la armadura. El vidente chilló de dolor y rabia, pero pareció absorber el fuego sin sufrir daño alguno. Se volvió hacia la parte delantera del sumergible, donde Heshor y Tarlkhir se encontraban muy arriba, sobre su dragón marino, rodeados por otros jinetes de reptiles.
El hechicero skaven trazó un círculo con el báculo y el aire onduló ante él, para luego desplazarse en un arco hacia los druchii. Los dragones marinos se volvieron locos. Rugieron y se debatieron como si los atacaran avispas. Desarzonaban a sus jinetes y se atacaban a sí mismos y unos a otros, arrancándose la escamosa piel con los dientes. Heshor y Tarlkhir fueron lanzados al agua mientras los caballeros gritaban e intentaban recuperar el control de las monturas.
Karaghul parecía aullar exigiendo que Félix corriera, se zambullera y las matara a todas. Jaeger apretó los dientes para obligarse a no hacer caso de la insistente llamada, y subió con Gotrek, Claudia y Max a la vibrante cubierta del sumergible. Ya habría tiempo de dejar en libertad la furia de la espada, pero ahora no era el momento y los dragones marinos no eran su objetivo. Él quería matar al hechicero skaven.
Avanzaron sigilosamente hacia la torreta central, mientras las planchas sueltas del sumergible golpeteaban en ensordecedora armonía con el alarido del arpa.
El vidente skaven devolvió la atención al arpa que el ladrón presentaba otra vez ante él en el extremo de la alabarda. Abrió los brazos, chilló un encantamiento malsonante, y el aire comenzó a espesarse en torno al arpa, deformando la luz y ensordeciendo el sonido. Entonces, el viejo skaven acercó más los brazos entre sí, sin dejar de chillar en ningún momento, y el aire que mediaba entre sus patas se volvió aún más denso hasta el punto de parecer gelatina, y el sonido del arpa disminuyó aún más. El vidente gris temblaba a causa del esfuerzo.
El metal que golpeteaba en torno a Félix y los otros se aquietó, y las vibraciones cesaron.
—¡Qué poder! —dijo Max, asombrado, mientras observaban a la sombra de la torreta central—. ¡Detener algo tan poderoso!
—Aun así lo mataré —gruñó Félix.
El vidente gris unió las patas, y el arpa dejó de sonar por completo. Entonces extendió un brazo y la cogió con tanta facilidad como si fuera un libro.
El repentino silencio resultaba inquietante. Félix se sintió como si durante toda la vida hubiera estado oyendo el arpa, y con su silencio se le hubiera quitado de encima un peso que había llevado sobre la espalda desde la infancia. Los gritos de los agonizantes y el chapoteo de las olas, los ruidos del interior del sumergible, los rugidos de los dragones marinos, eran todos sonidos claros y próximos, y los chillidos de los skavens y los gritos de los caballeros druchii sonaban con fuerza en los oídos de Félix.
También se oían gritos más distantes, y Félix vio que dos galeras de los elfos oscuros bogaban hacia ellos y sus proas abrían sendas entre los pecios flotantes mientras los remos ascendían y descendían.
El vidente gris regresó apresuradamente hacia la escotilla por la que había salido, triunfante, rodeado por los guardias supervivientes, seguido por la pesada rata ogro y el sirviente sin rabo. Gotrek desenfundó el hacha y se dispuso a cargar. Félix, inflamado por el odio que Karaghul sentía hacia los dragones marinos y el que sentía él por el hechicero skaven, reprimió el impulso de salir corriendo por delante del Matador.
—¿Ahora? —preguntó, ansioso.
Justo en ese momento, la escotilla se estremeció y se cerró de golpe, cortando por la mitad a un skaven que estaba saliendo por ella.
Los otros skavens retrocedieron, asustados. El vidente gris se volvió rápidamente. Detrás de él, en la proa del sumergible, Heshor salió del mar levitando, con los brazos aún extendidos tras haber lanzado el hechizo que había cerrado la escotilla, mientras Tarlkhir y sus caballeros trepaban de un modo más prosaico y la rodeaban.
Con el arpa aún sujeta con la pata derecha, el hechicero skaven gruñó y con la izquierda disparó lanzas de luz verde hacia Heshor. La hechicera alzó las manos, y ante ella apareció un escudo de aire oscuro en el que rebotaron las lanzas verdes. Envió ondulantes serpientes de humo hacia el vidente, y la batalla comenzó. Los espadachines rata vestidos de cuero cargaron contra Tarlkhir y sus caballeros. La rata ogro albina y los guerreros skavens de negra armadura permanecieron junto al vidente.
—¡Ahora, humano! —rugió Gotrek.
—Esperad —dijo Max—. Dejad que os proporcione algo de protección…
Pero Gotrek y Félix ya cargaban directamente hacia la espalda del hechicero skaven, rugiendo jubilosos gritos de guerra. Félix dejó que Karaghul se hiciera con el control. Y lo consumió una furia roja.
Los skavens de armadura negra se volvieron al oír el rugido, pero no con la rapidez suficiente. El hacha de Gotrek decapitó a uno, abrió un tremendo tajo en el pecho de un segundo y le cercenó las piernas a un tercero. Félix mató a otros dos. El Matador le gritó a la enorme rata ogro que fuera a luchar con él. Ella aceptó el desafío, rugió y alzó unos puños como arietes mientras corría a su encuentro. Félix saltó hacia tres skavens de negra armadura con la intención de embestirlos para llegar hasta el vidente gris.
El viejo skaven giró a medio hechizo y chilló al ver la carnicería que tenía detrás. Alzó una mano y comenzó un nuevo hechizo, esta vez dirigido contra ellos. Félix sintió un cosquilleo, y por un momento temió lo peor, pero luego los envolvió una esfera de luz dorada y se dio cuenta de que Max había acabado su hechizo.
Mientras Gotrek descargaba hachazos contra la monstruosidad albina, y Félix luchaba contra los skavens acorazados, un destello de no-luz cegadora salió disparado de las manos de Heshor, y el hechicero skaven siseó y se contrajo mientras la negrura se arrastraba por su cuerpo y le invadía todos los orificios. El vidente gris dio un traspié y, a pesar de tener los dientes apretados, intentó pronunciar un hechizo que contrarrestara al de la suma hechicera.
Félix mató a dos de los corpulentos skavens. A su izquierda, Gotrek estaba atrapado en las zarpas de la rata ogro, que lo alzaba por encima de la cabeza. Félix se agachó para esquivar un tajo y paró otro. Cuando se volvió a mirar, la rata ogro caía de espaldas, con la hoja del hacha de Gotrek hundida en la cabeza. Impactó contra la cubierta metálica con una detonación hueca, y Gotrek le arrancó el hacha para continuar embistiéndolo todo en dirección al vidente gris, que aún luchaba contra la red de poder de Heshor. Cuando Gotrek lo acometió con un tajo, el skaven viejo chilló y se lanzó hacia atrás. El hacha le cortó la muñeca derecha y provocó una fuente de sangre negra.
El vidente gris gritó cuando el arpa se alejó rebotando por la cubierta hacia los elfos oscuros, con la garra derecha aún aferrada a ella. Cayó, chillando y aferrándose su sangrante muñón, mientras volvía negros ojos aterrorizados hacia Gotrek.
—¡Lo siguiente es tu cabeza, alimaña! —rugió el Matador.
Un grupo de skavens acudió a defender al vidente gris. Gotrek cargó contra ellos.
—¡No, Gotrek! —gritó Félix—. Es mío. ¡Él le hizo daño a mi padre!
Jaeger comenzó a abrirse paso a tajos entre los skavens de negra armadura para intentar llegar hasta el vidente caído, pero justo en ese momento saltó hacia él el skaven vestido de negro, armado con guanteletes provistos de largas garras metálicas.
Félix destripó al asesino cuando chocó contra él y le dejó sangrantes arañazos en la espalda y el pecho, lo arrojó a un lado y se reunió con Gotrek en el preciso momento en que éste decapitaba al último guardia del vidente, y se detenía ante la figura que se retorcía al borde del sumergible.
—Tendría que matarte una docena de veces para saldar la deuda que tienes conmigo, alimaña —dijo Félix.
—Tendrás que conformarte con una —gruñó Gotrek.
Ambos alzaron las armas sobre el acobardado vidente gris, pero, de repente, con un chillido agudo, el pequeño sirviente sin rabo saltó hacia su señor y lo arrastró por encima de la borda del sumergible, al agua.
—¡Vuelve aquí! —gritó Félix.
Gotrek rugió de furia.
—¡Enfréntate con la muerte, cobarde!
—¡Gotrek! ¡Félix! —gritó Max, desde donde se había puesto a cubierto—. ¡El arpa! ¡Los druchii! ¡Se acercan los barcos!
Gotrek y Félix se volvieron a regañadientes. El arpa, con la pata cortada del viejo skaven aún aferrada a ella, había despertado otra vez y estaba danzando y temblando en medio de una enloquecida refriega, mientras el sumergible comenzaba a sacudirse una vez más con su resonancia. Tarlkhir y sus caballeros luchaban por su posesión con una horda de skavens armados con espadas, mientras por babor y estribor se acercaban cada vez más los dos barcos de guerra druchii. A Félix se le hizo un nudo en la garganta. Si no se apoderaban ahora del instrumento, ya no podrían hacerlo.
El y Gotrek se encaminaron hacia el arpa, abriéndose camino a tajos entre skavens y elfos oscuros, pero Heshor no estaba dispuesta a permitir que se le acercaran. Gritó una frase inmunda, y hacia ellos salieron disparados rayos de no-luz. La esfera dorada de Max absorbió algunos de ellos antes de reventar como una pompa de jabón. Los rayos continuaron adelante.
El Matador maldijo y alzó el hacha. Los rayos se dividieron para pasar en torno a ella, rebotaron en la hoja y ensartaron a los skavens que había en torno a ellos, los cuales se desplomaron sobre la cubierta entre chillidos, y sangrando por la boca, la nariz y los ojos. Félix estaba acuclillado detrás del Matador, a pesar de lo cual unos horribles dolores lacerantes le atravesaron los pulmones y las articulaciones, y estuvieron a punto de hacerlo caer de rodillas.
Luego, un brillante rayo pasó junto a ellos, procedente de detrás, e impactó contra Heshor. La suma hechicera gruñó y se volvió para disparar sus rayos negros hacia la torreta tras la que se ocultaban Max y Claudia.
Félix le envió un silencioso agradecimiento a la vidente, mientras el dolor disminuía un poco. Continuó avanzando a tropezones, con Gotrek, abriéndose paso a tajos través de la demente refriega de elfos oscuros y skavens que peleaban por el arpa. Era algo terrible intentar apoderarse de ella, porque las vibraciones hacían que resultara imposible recogerla. Los skavens que intentaban hacerse con ella retiraban las manos de inmediato a causa del dolor, sólo para morir pollas armas de los druchii, que tampoco podían sostenerla, así que resbalaba y patinaba de un lado a otro por la cubierta al intentar apoderarse de ella cada uno de los bandos.
Al fin, Gotrek y Félix atravesaron la muchedumbre de skavens y se encontraron con el arpa delante. Gotrek avanzó hacia ella mientras Félix le protegía los flancos.
—No, enano —gruñó una voz.
Gotrek y Félix alzaron la mirada. Tarlkhir y un puñado de caballeros de dragones marinos avanzaban hacia ellos.
—Habéis hundido nuestra ciudad —gritó Tarlkhir por encima del ruido del arpa—. La venganza exige que nosotros enterremos las vuestras.
—Vosotros hundisteis vuestra propia maldita ciudad —contestó Gotrek—. Al invocar demonios y jugar con magia.
El Matador cargó contra el comandante druchii, con el hacha sujeta a un lado. Félix bramó y corrió tras él, mientras Karaghul le cantaba dulces canciones de matanza. Sabía que los caballeros pertenecían a la élite druchii. Sabía que lo matarían, pero a Karaghul no le importaba, así que a él tampoco.
Por fortuna, la espada pareció conferirle una parte de su furia arcana, y se encontró luchando con un vigor y una velocidad sobrenaturales. A pesar de todo no podía atravesar la guardia perfecta de los dos elfos oscuros de duros ojos con los que se enfrentaba, pero ellos tampoco podían atravesar la de él. Gotrek se encontraba con ciertas dificultades. En un combate singular con Tarlkhir sin duda habría triunfado, pero otros tres caballeros druchii también luchaban contra él, y su destellante hacha sólo podía parar las espadas druchii, que lo acometían por todos lados.
—Malditos elfos tramposos —jadeó Gotrek.
Félix apenas podía oírlo por encima del infernal alarido del arpa, que estaba haciendo pedazos el sumergible. Manaba vapor caliente a través de placas metálicas rajadas. Félix retrocedió ante una de estas fugas, escaldado. Sintió que se debilitaba. La energía que fluía de Karaghul no disminuía, pero tenía el cuerpo tan agotado que estaba costándole mantener el ritmo. Sus músculos parecían pedir a gritos que los dejara descansar, y se sentía como si tuviera los pulmones llenos de arena caliente.
Detrás de los caballeros, Heshor preparaba otro hechizo. Félix sabía que eso sería el fin, al menos para él. Ahora no se encontraba detrás del hacha de Gotrek, y los hechizos protectores de Max habían caído. Esta vez, la negra energía penetraría en él sin diluir, y le haría pedazos las entrañas.
Al menos, pensó, sería un buen final. Al menos él y el Matador iban a morir como debían, en pleno combate, rodeados de enemigos, luchando por la suerte del mundo después de haber enviado al fondo del mar un infierno flotante de depravación y opresión. Al menos sería un final tan grandioso y épico como hubiera podido desear el Matador. Gotrek había hecho todo lo que había profetizado Claudia. Había luchado dentro de las entrañas de una montaña negra, había luchado contra enemigos sin cuenta, había luchado contra una gigantesca abominación, y ahora iba a morir. Estaba bien. Era adecuado. Estaba contento. Si al menos hubiera podido averiguar, antes de morir, qué le había sucedido a su padre…
Un tremendo impacto los lanzó hacia la derecha a él y a todos los que estaban en cubierta. Luego otro choque los envió hacia la izquierda. Los combatientes se tambalearon y se volvieron a mirar. Habían llegado los barcos druchii. A la izquierda, una galera negra raspó contra el casco del sumergible y arrancó corroídas chapas metálicas hasta detenerse. A la derecha, otra galera había chocado de proa contra la nave skaven, le había abierto una gran brecha y destrozado la torreta del centro. El sumergible gemía y se estremecía como un elefante moribundo.
De las galeras cayeron pasarelas, y decenas de corsarios druchii bajaron a la cubierta para ir hacia el combate.
Tarlkhir les rugió una orden mientras se ponía de pie y se tambaleaba, y ellos se detuvieron a regañadientes.
Con los ojos encendidos, Tarlkhir se encaró con Gotrek mientras el Arpa de Destrucción se sacudía como loca sobre la cubierta, entre ellos.
—Esto no es para los de su naturaleza —dijo—. Tu muerte será sólo mía.
Gotrek se encogió de hombros.
—Como quieras.
El Matador acometió a Tarlkhir con un barrido alto. El comandante druchii interpuso la espada con rapidez, y el hacha de Gotrek resbaló a lo largo de la hoja provocando una lluvia de chispas. El enano volvió a atacar, y Tarlkhir se desplazó hacia la izquierda del Matador, el lado por donde éste no veía. Gotrek tuvo que volverse con rapidez para no perderlo de vista.
Tarlkhir le dirigió una estocada cuando Gotrek cambiaba el peso de pie, y éste tuvo que agacharse. Uno de los caballeros de Tarlkhir alzó la espada, pero el comandante le gritó que retrocediera. Félix se levantó y se puso en guardia por si a otro de los caballeros se le ocurría hacer algo.
Gotrek volvió a la carga y su hacha se convirtió en un borrón de acero que hizo retroceder a Tarlkhir. La ferocidad del ataque pasmó al elfo oscuro, que comenzó a perder pie. Empezó a hacer paradas desesperadamente y tambalearse al ceder terreno.
En torno a ellos, los corsarios avanzaban poco a poco. Félix tragó saliva, aterrorizado.
—Ya has fracasado, enano —se burló Tarlkhir, mientras retrocedía ante el ataque de Gotrek—. Tanto si me matas como si no, nos llevaremos el arpa.
—Como mínimo, habrá un elfo menos en el mundo —dijo Gotrek, que volvió a saltar hacia él, rugiendo.
Tarlkhir levantó la espada para detener el ataque, pero el hacha de Gotrek atravesó limpiamente el negro metal y continuó adelante, hendió el peto del comandante por el centro y se le clavó en el pecho. La sangre manó a través de la armadura azulada y los ojos de Tarlkhir se pusieron en blanco.
Heshor lanzó un lamento desde la proa del sumergible. Los corsarios también gritaron, y luego se lanzaron a vengar la muerte de su comandante. Félix estaba tan exhausto que casi agradeció que llegara el fin.
Gotrek ni siquiera los miró, sino que rio y alzó el hacha por encima de la aullante arpa.
—¡Ahora morirán todos! —rugió.
El lamento de Heshor se transformó en un alarido aterrorizado.
—¡No! —gritó.
Gotrek descargó la pesada hacha sobre el infernal instrumento con un golpe ensordecedor. El arpa se rajó y se alejó danzando, con la mano del viejo skaven aún aferrada, mientras una luz púrpura manaba de unas fisuras finas como cabellos que habían aparecido en el marco. Gotrek retrocedió con paso tambaleante y cubriéndose su único ojo, y Félix, los elfos oscuros y los skavens fueron derribados. La discordante nota ascendió rápidamente hasta convertirse en un alarido demoníaco. Los corsarios y los caballeros retrocedieron atropelladamente a pesar del miedo. Detrás de ellos, Heshor chilló con el rostro convertido en una blanca máscara de terror, dio media vuelta y saltó al mar.
—¡Félix! ¡Gotrek! —los llamó Max desde la torreta del sumergible—. ¡Al agua! —Y luego, siguiendo su propia sugerencia, dio media vuelta y echó a correr, arrastrando consigo a Claudia.
—¡Vamos, Gotrek! —gritó Félix, y arrancó a correr tras el magíster y la vidente.
Aterrorizados corsarios y skavens se unieron a la huida para ponerse a salvo del arpa, que giraba y escupía energía púrpura.
Félix corrió hacia la popa del sumergible, saltó al agua por detrás de la galera y salió a la superficie cerca de Max y Claudia, y de los barriles flotantes. Sacudió la cabeza para quitarse el agua de los ojos y miró a todos lados. Gotrek no estaba con ellos.
—¿Gotrek?
Volvió los ojos hacia el sumergible. El Matador se encontraba a solas en el centro de la cubierta, iluminado desde debajo por una terrible luz púrpura, con el hacha en alto, los pies bien separados a ambos lados de la danzante arpa, mientras druchii y skavens se arrojaban al mar por todas partes para escapar de ella. Entonces, con un rugido, Gotrek descargó el hacha otra vez y cortó el arpa por la mitad.
—¡Abajo! —gritó Max, y hundió la cabeza de Claudia al tiempo que se sumergía.
Félix también descendió, con la imagen de Gotrek desvaneciéndose en un destello de brillantísima luz púrpura que le quedó grabada en las retinas mientras el agua se cerraba sobre su cabeza. Sintió que una ola de calor y presión recorría el agua, y oyó una sacudida ensordecedora, como el restallar de un enorme rayo, justo encima de su cabeza.
Segundos después salió jadeando a la superficie y miró hacia la cubierta. Estaba desierta, salvo por un violento fuego púrpura que ardía donde había estado el arpa, y por los restallantes arcos de energía que serpenteaban y saltaban por el metal rajado, del que manaba vapor. No se veía a Gotrek por ninguna parte.
—¿Ha logrado… escapar? —preguntó Félix, pasmado—. No puede haber muerto.
—Ha muerto —dijo Max, que miraba con terror la danzante energía púrpura—. Tiene que haber muerto. Y también nos ha matado a todos. La explosión ha agitado la piedra de disformidad que hay dentro de la nave skaven.
—Los vientos de la magia están aumentando —dijo Claudia, que también la miraba fijamente—. No aguantará.
Entonces, desde arriba, les llegó un gemido que les resultó familiar.
Félix alzó la mirada.
—¿Gotrek?
La galera druchii se alzaba a gran altura por encima de ellos, y el gemido de Gotrek procedía de su cubierta.
—¡Gotrek! —El alivio inundó el corazón de Félix, que comenzó a nadar hacia el barco druchii.
—¡Félix! —lo llamó Max—. ¡Tenemos que alejarnos! ¡El sumergible va a explotar!
Félix continuó nadando sin hacerle caso. De todos modos, ¿cómo iban a alejarse? ¿Volando? No había nada que pudieran hacer, pero si el Matador aún estaba vivo, Félix sabía que tenía que estar con él hasta el final. Era lo más apropiado. Se aferró a la pasarela y se izó sobre ella, ya que no se atrevía a tocar la superficie del relumbrante sumergible.
Subió corriendo hasta la cubierta de la galera negra, con la espada desnuda, convencido de que moriría luchando contra una muchedumbre de corsarios mientras intentaba llegar hasta Gotrek; pero los pocos druchii que habían vuelto a bordo yacían retorciéndose, con los ojos enloquecidos y ciegos, y la blanca piel roja a causa de las quemaduras.
Avanzó entre ellos hasta el castillo de popa, mientras el retronar y los siseos del sumergible se hacían más sonoros y violentos. Al fin encontró a Gotrek junto a la borda de popa; yacía inmóvil, de costado, y sujetaba aún el hacha con ambas manos con una presa agónica. El aspecto del Matador era espantoso. Tenía su único ojo en blanco, la barba, la cresta y las cejas ennegrecidas y humeantes, y la parte delantera de su cuerpo estaba roja como una langosta y humeaba ligeramente. Pero lo más extraordinario de todo era el hacha. Brillaba con un color rojo vivo desde la hoja al mango, y estaba tan caliente como si apenas segundos antes la hubieran sacado de la forja. Manaba humo de la zona del mango que aferraban las manos de Gotrek, y se oían siseos y pequeñas detonaciones, como de grasa al fuego. Félix percibió olor a carne asada.
—¿Gotrek? ¿Aún estás vivo? ¿Puedes levantarte?
Se volvió a mirar hacia la nave skaven, y luego se arrodilló junto al Matador para escuchar su respiración. Se detuvo al oír unos pasos que ascendían por la escalera de la cubierta de popa, y entonces se puso de pie. Apareció un druchii de poderosa constitución, con un alfanje de marinero y un látigo.
Félix corrió hacia él, con la esperanza de matarlo antes de que llegara a la cubierta, pero el druchii le dio un latigazo en los muslos. La cota de malla paró el golpe, pero a pesar de todo le dolió y le hizo tambalear, con lo que estuvo a punto de ensartarse en el alfanje del elfo oscuro. Félix desvió el arma del enemigo, y lo que había sido una carga se transformó rápidamente en retirada cuando el druchii llegó a la cubierta y lo obligó a retroceder.
Entonces, un alarido y un repentino estallido de luz hicieron que ambos se encogieran. Félix se lanzó hacia un lado y miró en dirección a la nave skaven, seguro de que la vería estallar. Pero no se trataba del sumergible, sino de Max, que subía con paso tambaleante por la pasarela, con Claudia, y disparaba un chorro de luz hacia el marinero druchii. Éste se protegió los ojos y acometió a Félix a ciegas, deslumbrado por la luz mágica.
Jaeger cargó contra él y lo mató con dos tajos rápidos cuando aún estaba indefenso, para luego desplomarse, exhausto, sobre él.
—¡Vete bajo cubierta! —jadeó Max—. Va a estallar.
—¿Eso nos salvará? —preguntó Félix.
—Lo dudo —dijo Max, mientras atravesaba la cubierta con Claudia—. Pero es nuestra única posibilidad.
La vidente lo seguía, aturdida, murmurando hacia el cielo y arañando el aire.
«Esta vez se ha vuelto loca de verdad —pensó Félix, mientras regresaba apresuradamente junto a Gotrek—. Los hechizos de Heshor tienen que haberle destrozado la mente». Metió las manos bajo los brazos del Matador y tiró de él, pero era como intentar mover un toro. Félix estaba demasiado débil, y el Matador pesaba demasiado. Tiró otra vez y logró moverlo unos treinta centímetros. La relumbrante hacha dejó un rastro marcado a fuego en la cubierta. Tardaría una hora en llevarlo hasta la puerta de las cubiertas inferiores.
Corrió a la barandilla que daba a la cubierta.
—¡Max! —llamó—. Ayúdame a mover al Matador.
Su voz fue ahogada por un estruendo terrible, y una vez más se encogió y miró hacia la nave skaven, esperando lo peor. Vio que las pasarelas se retorcían y eran arrancadas de la galera al pasar el sumergible de largo, aún relumbrando y estremeciéndose, recorrido por rayos púrpura.
Max también se lo quedó mirando y fue hasta la barandilla.
—¡Se marchan! —gritó Félix, encantado.
—No —replicó Max—. Somos nosotros.
El magíster se volvió a mirar a Claudia. Félix siguió su mirada. La vidente continuaba murmurando hacia el cielo, pero ahora sus brazos estaban abiertos hacia la vela latina de la galera, que estaba hinchada y tensa a causa de un viento que no existía en ninguna otra parte. Era verdad que se movían, aún lentamente, pero acelerando cada vez más, golpeando contra los numerosos pecios que cubrían el mar.
Félix corrió de vuelta hacia el Matador y volvió a tirar de él. Un momento después se le unió Max, aunque en su estado de debilidad no era de mucha ayuda. Sin embargo, tenían que intentarlo. Con cada metro que avanzaba la nave aumentaban sus esperanzas de supervivencia, y si podía llevar al Matador bajo cubierta, las posibilidades de éste podrían ser aún mejores.
Al fin, lo llevaron hasta lo alto de la escalera. Max recorrió los escalones con la mirada y luego se volvió hacia la nave skaven.
—No hay manera —dijo jadeando.
Con una maldición, Félix tiró de Gotrek para subirlo al primer escalón y arrojarlo escaleras abajo. El Matador, laxo, bajó rebotando y quedó tendido al pie de la escalera. Félix se apresuró a seguirlo, con Max detrás, y comenzó a arrastrarlo hacia la puerta.
Ahora la galera había dejado atrás la zona atestada de basura flotante, y pasaba ante las otras naves druchii que continuaban en torno a la zona de la catástrofe. Ante ellos no había más que mar abierto, y Félix comenzaba a abrigar la esperanza de que tal vez lo lograrían, cuando de repente, con el cuerpo de Gotrek aún a dos metros de la puerta por la que se accedía bajo cubierta, una enorme detonación golpeó los oídos de Félix y una cegadora luz verde destelló hacia popa, a cierta distancia.
Max maldijo y derribó a Claudia sobre la cubierta, mientras Félix se lanzaba al suelo para tenderse junto a Gotrek. El magíster gritó un breve encantamiento, y surgió una frágil burbuja de luz dorada que los envolvió. Justo a tiempo, porque, con un impacto como un martillazo, un viento caliente se estrelló contra el barco, haciéndolo rotar y escorándolo.
Félix miró hacia atrás y vio que una descomunal nube de humo destellante iba hacia ellos a una velocidad superior a la de una bala de cañón. Y de inmediato la tuvieron encima, espesa como fango, impulsada por un aullante viento recalentado y llena de girantes trozos de metal, madera y carne. Cuerpos, vergas y retorcidas planchas metálicas se estrellaron contra la cubierta, hicieron agujeros en las velas y arrancaron aparejos.
La dorada burbuja de Max mantuvo fuera el humo y la lluvia de destellante polvo que aullaban por la cubierta, pero los objetos más pesados la atravesaban. La cercenada mano de un druchii abofeteó a Félix y casi le dislocó la mandíbula. Una palmatoria de plata pasó volando y se estrelló contra el mamparo que tenían detrás.
—¡Vamos dentro! —gritó Max—. ¡Deprisa! —Gateó hacia la puerta, y la burbuja de puro aire se desplazó con él.
Claudia se arrastró tras el magíster. Félix volvió a coger el cuerpo de Gotrek por debajo de los brazos y tiró de él.
Max llegó a la puerta y la abrió, y luego metió a Claudia dentro. Con una fuerza nacida de la desesperación, Félix pasó al Matador por encima del umbral, y luego se desplomó junto a él. Max empujó la puerta con un hombro para cerrarla a pesar del horrible viento caliente, corrió el cerrojo y se desplomó contra ella.
—¿Estamos a salvo? —preguntó Félix, que alzó la cabeza.
Antes de que Max pudiera responder, el barco ascendió como si fuera el Espíritu de Grungni, y por un momento Félix se sintió casi ingrávido. Luego volvieron a bajar con un impacto colosal que los lanzó a todos de un lado a otro por el corredor como si fueran muñecas de trapo. Félix se estrelló de cabeza contra la puerta de un camarote, y volvió a caer mientras entraba agua por debajo de la puerta de la cubierta y desde el techo.
Lo último que vio antes de perder el conocimiento fue el sólido pecho de Gotrek, que subía y bajaba. «Ah —pensó—. Eso está bien».
Y luego todo se volvió negro.
* * *
Cuando despertó, Félix aún se encontraba en el estrecho corredor forrado de ébano de la galera de guerra de los elfos oscuros, y los demás aún yacían en torno a él como habían estado cuando se desmayó, pero algo había cambiado. El barco estaba quieto. Ya no entraba agua por debajo de la puerta, ni aullaba el viento en torno a ellos. De hecho, apenas si se oía nada.
Félix intentó sentarse, pero su cuerpo se negó; le dolía espantosamente cada músculo, y la cabeza le palpitaba de dolor y le daba vueltas. Después de varios intentos más, por fin lo logró, y luego se concentró en el proceso todavía más complicado de ponerse de pie.
Un minuto más tarde y con ayuda de las paredes, ya se había levantado y se tambaleaba lenta y dolorosamente hacia la puerta, pasando con cuidado por encima de los inconscientes Max y Claudia. La abrió y salió cautelosamente a la cubierta, que ofrecía un espectáculo digno de observarse: estaba ennegrecida, destrozada y sembrada de cuerpos y pecios lanzados allí por la explosión del sumergible. El mástil estaba partido por la mitad, y el extremo roto colgaba sobre la borda de babor, con la vela caída dentro del agua.
Fue un poco más allá y miró hacia el mar. Salvo por la capa de humo que ascendía y ocultaba la mayor parte del horizonte septentrional, era una hermosa tarde de finales de otoño. El sol se ponía en el oeste, soplaba una suave brisa desde el sudeste, y el océano estaba azul y desierto hasta donde llegaba la vista.
Sacudió la cabeza. Increíblemente, habían sobrevivido, algo que había parecido imposible casi desde el momento en que salieron de Marienburgo, hacía mil años. Y no sólo habían sobrevivido; gracias a la suerte, la estrategia y la firme determinación de Gotrek de obtener una buena muerte, habían logrado evitar el desastre predicho por Claudia. El Arpa de Destrucción había sido destruida, y se habían frustrado los planes que los druchii y los skavens tenían. Marienburgo no sería arrasada. Altdorf no se inundaría. El Imperio y el Viejo Mundo no caerían… al menos por esa causa.
Por supuesto, aunque habían sobrevivido y vencido, también habían muerto muchos. En la cubierta que lo rodeaba, en medio de los retorcidos pecios, yacían docenas de contorsionados cadáveres —corsarios, esclavos y flacos cuerpos peludos de skavens—, todos con la carne medio devorada por el destellante veneno que había llovido desde el humo generado por la explosión del sumergible.
Y éstos eran sólo unos pocos de los muertos. Aethenir, Rion y los guardias elfos de su casa, la escolta de la Guardia del Reik que había acompañado a Max, Farnir, su padre Birgi, y miles más. Había perecido toda una ciudad, y no sólo de malvados druchii, sino también esclavos y prisioneros humanos, elfos y enanos, no todos los cuales habían entregado voluntariamente sus vidas por la causa. Félix intentó no sentirse culpable por esa legión de fantasmas. Ciertamente, no había sido él quien los había esclavizado, ni quien había despertado el mortífero instrumento que había sacudido la isla flotante hasta hacerla pedazos, pero, una vez más, si él y Gotrek no hubiesen estado presentes, no habrían muerto. Por otro lado, si él y Gotrek no hubieran estado presentes, habría perecido Marienburgo, y Altdorf habría sido anegada, y habrían muerto cientos de miles.
Y podría haber un muerto más.
En el momento en que lo pensó, su corazón latió con fuerza y quiso hallarse instantáneamente en casa. Su padre. Tenía que averiguar qué le habían hecho los viles skavens a su padre. Tenía que descubrir si el anciano estaba vivo o muerto.
El pensamiento lo arrancó de la ensoñación y miró en torno. La galera iba silenciosamente a la deriva, con el mástil roto y las velas flojas y desgarradas. La mayor parte de los aparejos colgaban, enredados y rotos. Fue hasta la borda. No vio tierra en ninguna dirección. Habían sobrevivido, sí, pero ¿cómo iban a volver a casa? ¿Cómo iban a hacer dos hombres, un enano y una muchacha que no era particularmente hábil con las manos para llevar una galera de elfos oscuros de vuelta al Viejo Mundo? Aunque cualquiera de ellos supiera navegar, sería imposible. Había que hacer demasiadas cosas al mismo tiempo. Necesitarían toda una tripulación.
El pensamiento lo hizo detenerse. Tal vez la tenían. Dio media vuelta y subió, dolorido, hasta el castillo de popa. Allí encontró al druchii del látigo y el alfanje, o lo que quedaba de él. Le quitó un aro con llaves de hierro que llevaba al cinturón —el cuero corroído se rasgó como si fuera papel—, y luego volvió a bajar la escalera y se adentró en las entrañas del barco a la máxima velocidad que le permitía su vapuleado cuerpo.
Los encontró en el infierno húmedo y mugriento de sudor de la cubierta de remeros, y, por un milagro, la mayoría aún estaban vivos; los únicos muertos eran lo que se encontraban más cerca de los agujeros de los remos, por los que debía haber entrado la nube venenosa. Los que aún vivían alzaron la mirada de los remos cuando abrió la reja de hierro que los aprisionaba, y se quedaron mirándolo fijamente al ver que era humano. Componían un conjunto macilento y flaco, hombres y enanos con piel ennegrecida por la mugre y cubierta de cicatrices de látigo, con la barba y el pelo sumamente enredados, todos encadenados por un tobillo a los bancos de dura madera dispuestos en hileras.
—Os saludo, amigos —dijo Félix, mientras iba hasta el primer candado de hierro y lo abría con la llave—. ¿Sabe alguno de vosotros cómo gobernar un barco?
* * *
El vidente gris Thanquol se encontraba sentado, con el agua hasta el pecho, en el fondo de un barril de cerveza que flotaba en medio del mar del Caos, contemplando las locuras de la ambición mientras su sirviente, Issfet Colamocha, achicaba agua usando un casco druchii.
Durante casi veinte años, Thanquol sólo había anhelado una cosa: vengarse del alto humano de pelaje amarillo y del demente enano de pelaje rojo. Durante casi veinte años había alimentado su odio hacia aquellos dos, y soñado con modos nuevos y más creativos de destrozarles el cuerpo y el alma. Y después de veinte años los había tenido por fin en sus manos. Habían estado a su merced. Habría podido hacer con ellos lo que le hubiera venido en gana.
Pero, entonces, las palabras del vanaglorioso orejas-punta, el cuento del Arpa de Destrucción y lo que podía hacer, habían orientado su mente hacia pensamientos de posesión, de poder, y hacia su legítimo regreso a la posición y privilegios de que se había visto privado. Y, al igual que un humano que está dentro de un laberinto que deja caer un trozo de carne para coger otro más grande y los acaba perdiendo a ambos, había dejado en libertad a sus Némesis, los había usado para sembrar la confusión entre los druchii, a quienes les había robado el arpa… Y justo cuando todo parecía suceder según lo planeado, lo había perdido todo.
El humano y el enano se le habían escapado, el arpa había sido destruida, el sumergible, sin duda el más glorioso invento de la historia de la innovación skaven —y que había alquilado a un muy elevado precio y haciéndole muchas promesas de favor político a Riskin, del clan Skryre—, había estallado en pedazos, y… y…
Se miró la muñeca derecha, en la que llevaba una ligadura, y cuyo muñón ya se curaba gracias a sus atenciones mágicas. El enano pagaría por aquella dolorosa y humillante mutilación. Nunca acabaría de pagar. Aunque Thanquol no tenía nada, ahora, porque había gastado todo su dinero e influencias en alquilar el sumergible y contratar al corredor nocturno Colmillo Umbrío, volvería a rehacerse. Amasaría riqueza, poder e influencia, y cuando los tuviera extendería la zarpa que le quedaba y aplastaría al malvado enano de negro corazón hasta reducirlo a pulpa, pero no antes de arrancarle una a una las repugnantes extremidades rosadas, como si fuera una mosca.
—¿Y ahora qué, oh, el más despojado de los señores? —preguntó Issfet, mientras vertía fuera del barril el último casco de agua y se apoyaba, jadeando, contra el borde.
—¿Ahora qué? —le espetó Thanquol, quejumbroso—. ¿Qué otra cosa hay, necio? ¡Comienza a remar con las patas, rápido-rápido!