DIECIOCHO

DIECIOCHO

—Ya era hora —dijo Gotrek, pero con voz enronquecida—. ¡Vamos, humano!

Les volvió la espalda a los Matadores de nuevo cuño, y avanzó hacia la cámara de invocación. Mientras lo seguía, Félix vio que las hechiceras se habían levantado y se unían a Heshor en una nueva salmodia, todas entonando una frase infinitamente repetida, con los brazos extendidos hacia el arpa para enviar hacia ella palpitante energía. También el demonio tendía las manos ante sí para alimentar el arpa con su poder, y el instrumento relumbraba dentro de un aura rosada y purpúrea. Dos de los otros apéndices de la abominación estaban extendidos hacia Max y Claudia, de cuyos cuerpos ascendían espirales de vapor blanco y azul que iban hacia el demonio.

—Está matándolos —dijo Félix.

—Peor —dijo Aethenir, que apareció detrás de ellos—. Mucho peor. —Temblaba cuando echó a andar junto a ambos, pero no vaciló. Llevaba una espada druchii en una mano.

Ninguna de las hechiceras, aún desnudas, miraba en dirección a Gotrek, Félix y Aethenir, que avanzaban por la cámara, ya que concentraban toda su atención y energías en el arpa. El demonio también estaba concentrado en el arpa, pero Félix sentía que su atención estaba fija en todas partes al mismo tiempo, como un faro que carbonizaba todo lo que iluminaba.

—Vuestros guerreros os han fallado, hijas mías —dijo, cuando Félix, Aethenir y el Matador bajaron corriendo por los escalones hacia el interior del círculo—. Vuestros enemigos se acercan.

Heshor no se volvió ni disminuyó el flujo de energía con que estaba alimentando el arpa, pero sí lo hicieron dos de las hechiceras, al recibir alguna silenciosa orden de ella. Una era Belryeth, la Némesis de Aethenir, que rio al verlo.

—¡Amado mío, vuelves a mí! —dijo, mientras hacía sus encantamientos—. El amor, al parecer, todo lo puede.

—El honor sí lo puede todo —siseó el alto elfo, que saltó sobre la plataforma directamente hacia ella, con la espada en alto.

La druchii y su hermana dispararon chorros de niebla negra hacia él, Gotrek y Félix. Aethenir gritó y soltó la espada cuando lo envolvió, pero se lanzó de cabeza hacia Belryeth y los dos cayeron sobre la plataforma. El Matador se encogió de hombros y continuó adelante, pero Félix se tambaleó cuando llegó hasta él, porque sintió un terrible dolor en cada centímetro de la piel, como si lo estuvieran congelando y cocinando al mismo tiempo. Los músculos se le tensaron hasta casi rompérsele, y cayó al suelo, ante la plataforma.

Gotrek subió a ella de un salto, y al pasar le dirigió un tajo a la segunda hechicera, sin que su ojo se apartara del demonio en ningún momento. Ella gritó y cayó cuando le hirió un costado.

Con su muerte se disipó la nube negra, pero los efectos del hechizo perduraron como agujas de fuego y hielo que se clavaban en el cuerpo de Félix, así que sólo pudo mirar cómo Gotrek atravesaba la plataforma directamente hacia el demonio.

Heshor y las otras hechiceras interrumpieron la salmodia y chillaron ante la interrupción, pero el demonio sonrió mirando hacia abajo cuando Gotrek saltó por encima de la línea protectora que lo retenía dentro de su círculo.

—Ah, pequeño —ronroneó—. Vienes a salvarme del aburrimiento. Excelente.

Acometió a Gotrek con un brazo rematado por una pinza de cangrejo que no poseía un segundo antes. El enano bloqueó el golpe con el plano de la hoja del hacha, y fue lanzado hacia atrás como un erizo golpeado por una pala. Rebotó dos veces antes de caer de la plataforma, girando, y estrellarse contra el suelo de la cámara.

—Ven a probar otra vez —rio el demonio—. Hace milenios que no sufro una herida.

Félix se puso trabajosamente de pie. Sobre la plataforma, Aethenir y Belryeth rodaban de un lado a otro en una parodia de éxtasis, mientras luchaban por el control de la daga de ella, y Heshor con las brujas de aquelarre atacaban al Matador, que se ponía de rodillas y sacudía la cabeza. Los hechizos parecían sólo enfurecer a Gotrek, que rugió al ponerse de pie.

Félix vio una oportunidad. Aunque cada sensata partícula de su cerebro le decía que diera media vuelta y corriera en sentido contrario, subió a la plataforma de un salto, corrió esquivando a las coléricas hechiceras, entró en el círculo del demonio —con cuidado de no romper la línea protectora que parecía haber sido trazada con algún tipo de polvo púrpura—, y se dirigió hacia la mesa a la que estaban atados Max y Claudia.

Pero no llegó. El demonio volvió toda su atención hacia él cuando cruzó la línea púrpura, y él se detuvo como si hubiera chocado contra un muro, retenido por el poder de su mirada.

—¿Has venido a robarme las víctimas de sacrificio, amado mío? —murmuró el demonio, que tendió hacia él garras engarfiadas—. ¿O a unirte a ellas?

A Félix se le aflojó la mandíbula, abrumado por la majestuosidad del demonio. Avanzó hacia él dando traspiés y abrió los brazos para recibir su cruel abrazo. Nunca había anhelado nada tanto como ansiaba ser hecho pedazos por esas hermosas garras brillantes.

De repente, el demonio gritó y Félix se desplomó cuando, al propagarse por toda la cámara el dolor que sintió aquel ser del vacío, olas de lacerante agonía recorrieron su mente. Cayó al suelo entre alaridos, retorciéndose, y vio que a Aethenir y a las hechiceras les sucedía lo mismo. Incluso Max y Claudia se debatían y sufrían espasmos sobre la mesa. Sólo Heshor permaneció de pie, temblando, tirándose del pelo y arañándose la cara con las uñas.

El demonio retrocedía ante el Matador, que había logrado trepar de nuevo a la plataforma. A la bestia le manaba sangre púrpura de una herida profunda que tenía en una pierna, y cuyos bordes burbujeaban y siseaban como si les hubieran echado ácido.

—Exquisito —tronó la hermosa voz de la aparición, mientras le dirigía un golpe a Gotrek con una enorme espada negra que había sacado de la nada. El Matador se agachó para esquivarla y le dirigió un tajo a la otra pierna. Una nueva zarpa lo paró, y una maza que apareció de repente descendió para aplastarlo.

Las olas de dolor de Félix cedieron al concentrarse la atención del demonio en la lucha con Gotrek, y descubrió que podía volver a moverse. Fue a gatas hasta la mesa de piedra, y se subió a ella. De cerca, Max y Claudia tenían un aspecto aún peor que desde lejos. Sus mejillas estaban hundidas, y la piel les colgaba y estaba mugrienta. Arañazos, cardenales y cortes rituales los cubrían de pies a cabeza, y tenían las uñas rotas y ensangrentadas, como si hubieran intentado abrirse paso con ellas a través de la piedra. Max tenía un ojo negro y Claudia un labio partido. La vidente estaba sin conocimiento, y Max apenas si se encontraba mejor. Sus ojos giraron enloquecidamente al ver a Félix, y el hechicero masculló algo con la mordaza puesta.

Félix extendió hacia él manos temblorosas para cortar las cuerdas de seda que sujetaban la mordaza, y luego se la retiró de los labios.

—Las manos —dijo el hechicero, cuya voz crujió como papel—. Entonces podré defenderos.

Félix casi rio al oír esto. Max no parecía capaz de defenderse a sí mismo contra un viento fuerte, mucho menos contra demonios y hechiceras. No obstante, se puso a cortar las trenzas de cuero que le sujetaban las manos. No avanzó mucho, porque el demonio volvió a gritar, y el dolor desplazó todo pensamiento y capacidad de la cabeza de Félix. Los alaridos de las hechiceras le indicaron que también les afectaba a ellas.

Uno de los brazos del demonio retrocedía, burbujeando, y la abominación reculaba con paso tambaleante hasta el límite de su círculo mientras se defendía del Matador con las tres extremidades restantes.

—Esa hacha —gimió—. Ahora la reconozco. —Desplazó la atención hacia Heshor—. Devuélveme al vacío, mortal. Yo codicio las sensaciones, no la destrucción.

—¡No! —chilló la suma hechicera, y alguna resonancia con la consciencia del demonio permitió a Félix entender lo que decía, aunque hablaba en idioma druchii—. ¡Debes cumplir con el trato! ¡Mata al enano y continúa!

—Lamentarás retenerme, bruja —tronó la voz del demonio en el momento en que Gotrek volvía a atacarlo.

Félix se recuperó y acabó de cortar las ligaduras de las muñecas de Max, para luego pasar a las de Claudia. Miró hacia atrás. Las hechiceras volvían a ponerse de pie.

—¡Matad al humano! —gritó Heshor, señalándolo con un dedo de uña negra—. ¡No debe molestar a las víctimas de sacrificio!

Ella y las tres hechiceras que continuaban en pie se volvieron hacia Félix para vomitar viles encantamientos, mientras Max murmuraba una protección, moviendo débilmente las manos de acuerdo con los gestos rituales.

Pero entonces, antes de que cualquiera de los ataques o contraataques mágicos pudieran concluir, el demonio golpeó a Gotrek en el pecho con un puño acorazado del tamaño de una roca, y volvió a lanzarlo de espaldas. Esta vez, el Matador cayó sobre la plataforma con un hombro por delante y continuó resbalando hacia el borde, atravesó en línea recta el círculo protector de polvo púrpura, y un segmento quedó borrado. Cuando el Matador se detuvo, le manaba mucha sangre por la nariz y la boca. No se movió.

Heshor y las hechiceras lanzaron exclamaciones ahogadas y vacilaron en sus encantamientos ante este grave accidente. El demonio rio.

—¿No os lo dije? —rio entre dientes, y luego salió del círculo para ir directamente hacia Heshor—. Ven, hija. Serás huésped de mi reino, ya que me has dado la bienvenida al tuyo.

La hechicera gritó y retrocedió al tiempo que recogía el arpa, mientras sus restantes hermanas se situaban ante ella para protegerle la retirada y atacaban al demonio con su magia negra.

El demonio parecía disfrutar con el ataque; gemía de placer pero no frenaba su ritmo. Acarició a las tres hechiceras con sus indagadores tentáculos, y ellas se desplomaron en un paroxismo de éxtasis tan intenso que se partieron el espinazo.

Heshor dio media vuelta y salió corriendo con el arpa, pero entonces se alzó una figura ensangrentada que se arrojó sobre ella y la hirió con una daga. Félix quedó asombrado al ver que se trataba de Aethenir.

—¡Por Ulthuan y por los azur! —gritó mientras ambos se estrellaban contra el suelo, con el arpa entre ellos—. ¡Por Rion y por la senda del honor!

—No, erudito —chilló Belryeth, al levantarse y saltar a defender a su maestra—. No lograrás la redención. —Arrastró a Aethenir de encima de Heshor, mientras el demonio se aproximaba.

La suma hechicera se puso de pie mientras el alto elfo y la joven volvían a luchar, y corrió hacia la puerta.

El demonio fue tras ella, riendo melodiosamente.

—¿Me abandonas ahora, adorada mía? ¿Acaso no me habías jurado amor eterno?

Al seguirla, pisó a Aethenir y Belryeth, que gritaron, aunque resultaba difícil saber si de dolor o de deleite. Continuaron forcejeando y luchando mientras el demonio descargaba sobre Heshor un brazo como una guadaña de hueso.

Heshor se apartó de un salto, pero la punta de un apéndice del demonio le hirió una pierna y ella cayó sobre los escalones que conducían a la cámara exterior. El demonio se detuvo junto a ella y alzó nuevos brazos, pero entonces, justo cuando la suerte parecía echada, una figura de cresta roja salió de las sombras con paso tambaleante, dio un brinco y clavó el hacha en la base de la columna del demonio.

—¡Muere, engendro del abismo! —rugió el Matador, de cuya boca salían burbujas de sangre con cada palabra.

El demonio chilló con un millar de voces torturadas, y la vastedad de su agonía volvió a derribar a Félix. Giró y retrocedió ante el Matador, y comenzaron a desaparecerle y aparecerle partes del cuerpo mientras sangraba niebla rosada. Cuando Félix lo observaba, compartiendo su agonía, la herida de la parte inferior de la espalda se fue haciendo más grande, los bordes consumiéndose como pergamino atacado por el fuego.

El demonio posó una mirada feroz en Gotrek, mientras el Matador avanzaba tenazmente tras él.

—No, pequeño. No lucharé contigo. Uno más grande que yo está destinado a morir al matarte. En el entretanto, me complaceré con tu decepción.

Y entonces, entre parpadeos, desapareció y la cámara quedó en silencio, y el repentino vacío dejado por su desaparición fue casi tan doloroso como lo había sido su presencia. Por un momento, pareció que todo el deleite, el color y la emoción habían sido arrancados del mundo, como si la vida no mereciera la pena de ser vivida. Félix casi se puso a llorar.

Gotrek, por otro lado, rugió de furia y descargó con el hacha un golpe descendente que destrozó el mármol del suelo.

—¡Cobarde engendro infernal! —bramó—. ¡Basura del vacío! ¿Me robarás mi muerte? ¿Me arrebatarás la gloria? ¡Vuelve y enfréntate conmigo!

Félix alzó la mirada, aterrorizado, pero el demonio no reapareció. Gotrek se dobló por la cintura, tosió y salpicó de sangre todo el suelo, mientras el resplandor de las runas de su hacha volvía a apagarse.

Tras recobrarse, Félix giró la cabeza en busca de la sacerdotisa. Había desaparecido… junto con el Arpa de Destrucción.

—El arpa —dijo, mientras se esforzaba por levantarse—. Tenemos…

—Félix —dijo Max con un débil susurro—. Las ligaduras de Claudia.

Félix volvió a la mesa de piedra y acabó de cortar las trenzas de cuero. Ella no se movió ni abrió los ojos.

Félix le buscó el pulso.

—Habíamos esperado salvaros antes de esto —dijo. Percibió un latido muy suave debajo de los dedos—. Pero os trasladaron.

Max se irgió como si estuviera hecho de ramitas secas.

—Estoy francamente sorprendido de veros, siquiera. La última vez que os vimos…

—Amigos —dijo una voz débil, detrás de ellos—. Ayudadme. Ha sucedido algo.

Max y Félix se volvieron. Aethenir yacía en el sitio en que el demonio los había pisado a él y Belryeth. Él se encontraba debajo de la hechicera y la empujaba.

—Suéltame, maldito azur —gimoteaba Belryeth, pataleando en la presa de él.

Max y Félix cojearon con precaución hacia los dos elfos pero, al acercarse, Félix dio un traspié y estuvo a punto de vomitar. Max se atragantó.

Algo había sucedido, en efecto. Desde lejos había parecido que Belryeth yacía encima de Aethenir, pero no era así. En realidad, se habían convertido en uno sólo. El toque del demonio los había fusionado en un permanente abrazo de amantes. Sus cuerpos estaban fundidos entre sí por el torso, con la cabeza de Belryeth mirando por encima de un hombro de Aethenir, y los brazos y piernas de ambos entrelazados.

—Por los dioses —dijo Félix, presa de arcadas.

—Horrible —convino Max.

—Por favor, amigos —dijo Aethenir, que los miraba desde el suelo con ojos asustados—. Haced algo.

—Quitádmelo —gimoteó Belryeth.

Gotrek se acercó, bajó la mirada hacia ellos y soltó un bufido.

—Adecuado castigo por causar todo esto —dijo.

Félix le lanzó una mirada colérica.

—No seas cruel, Matador —intervino Max.

—Siguiendo tu ejemplo, Matador —dijo Aethenir—, tenía la esperanza de morir para purgar mi pecado, pero esto… esto no puede soportarse.

Félix miró a Max.

—¿No se puede hacer nada?

Max negó con la cabeza.

—Deshacer esto está fuera de las capacidades de los más grandes entre los magísteres.

—¿Aún deseas la muerte, elfo? —preguntó Gotrek.

Aethenir tragó saliva y luego asintió.

—Sí, enano.

—En ese caso, reza y muere bien.

Aethenir los miró a todos, y habló:

—Que se cuente que, aunque me desvié de ella, muero en la senda del honor. —Luego cerró los ojos y murmuró una plegaria mientras Gotrek levantaba el hacha.

Cuando la plegaria del erudito concluyó, el Matador dejó caer el hacha y lo decapitó. La cara de Aethenir era plácida cuando su cabeza se detuvo tras volar unos metros.

En silencio, Félix le deseó buen viaje al alto elfo. Puede que hubiese sido un estúpido, y tal vez no era el más valiente de su raza, pero, como él mismo había dicho, al final no había retrocedido a la hora de hacer todo lo posible por rectificar su estupidez.

—Vamos —dijo Gotrek, y echó a andar hacia la cámara exterior—. Aún queda la hechicera.

—Esperad —gritó Belryeth—. ¡No podéis dejarme así! Matadme como lo habéis matado a él.

Todos bajaron los ojos hacia ella, y luego se miraron entre sí.

—Sería mucho más apropiado dejaros con vida —dijo Max.

—¡Bárbaros! —gritó ella—. ¡Pagaréis por esta indignidad!

No le hicieron el más mínimo caso. Félix envolvió a Claudia con uno de los ropones negros que se habían quitado las hechiceras, la recogió, se la echó sobre un hombro, y salió a paso rápido tras el Matador. Max se puso la sobrevesta de uno de los Infinitos, y se unió a ellos.

En la cámara exterior, los Infinitos estaban muertos, aunque también lo estaban los esclavos enanos cuyos cuerpos yacían por toda la habitación, con grandes heridas hechas por las largas espadas de los elfos oscuros. Por su parte, los Infinitos habían sido arrastrados al suelo y muertos a golpes. Ninguno de ellos tenía ya cara. El suelo de mosaico era un lago de sangre.

Arrodillado en medio del lago estaba Farnir, con la cabeza de su padre sobre el regazo. El joven enano estaba casi muerto, con una herida en el pecho de la que salían burbujas rojas cada vez que respiraba. Birgi había muerto, con una herida en un costado que le llegaba hasta la espina dorsal.

Farnir alzó la mirada. Había lágrimas en sus ojos.

—¿Hemos salvado el Viejo Mundo? —preguntó.

Gotrek lo miró, y luego desvió la vista hacia la puerta que conducía a la escalera.

—Lo haremos, barbanueva. Descansa en paz.

—Sí —dijo el esclavo—. Sí, qué bien… —Cerró los ojos, se desplomó sobre el cuerpo de su padre y murió.

Gotrek inclinó la cabeza.

—Que Grungni os dé la bienvenida a sus salones.

Continuaron a paso rápido. Chapoteando por el lago de sangre hasta la escalera. A Félix le resultaba imposible apartar de la mente la cara de Farnir mientras subían los interminables tramos de escalones. El joven enano había pasado casi toda su vida como esclavo de los druchii. No había visto nada del mundo, salvo el interior del arca negra y, sin embargo, había estado encantado de morir por su patria y por una idea del honor que sólo conocía a través de unas pocas viejas historias que le había contado su padre. Había muerto para proteger la libertad de toda una raza, una cosa que él mismo no había conocido.

Para cuando llegaron a lo alto de la escalera siguiendo el rastro de manchas de sangre dejado por Heshor, Max gateaba, Félix tenía las piernas como si fueran de gelatina, e incluso Gotrek, que sufría las consecuencias del último golpe descomunal que el demonio le había dado en el pecho, resollaba y se enjugaba sangre de la boca con el dorso de una mano.

Unos pocos escalones antes del final, el Matador se detuvo. De la habitación de arriba les llegaron voces gorjeantes y sonido de movimientos apresurados.

—Deja a la muchacha y prepara la espada, humano.

Félix hizo lo que le ordenaba y dejó a Claudia al cuidado de Max, para después inspirar profundamente varias veces con el fin de cobrar ánimo. Luego, cuando Gotrek asintió, ambos salieron corriendo y entraron en el dormitorio druchii.

Una multitud de esclavos, rameras y guardias de la casa de placer se arremolinaban en torno a lo que parecía una camilla situada en el centro de la habitación. Varios de ellos se volvieron ante la irrupción de Gotrek y Félix, y Jaeger vio que la camilla era, de hecho, un diván bajo, y que en él yacía Heshor, con el Arpa de Destrucción aferrada contra sí, mientras un esclavo intentaba vendarle la herida de la pierna.

Los guardias gritaron y cargaron contra Gotrek y Félix, mientras un mayordomo vociferaba órdenes y cuatro fornidos esclavos humanos alzaban el diván por las cuatro esquinas y corrían hacia la puerta, con las putas y los esclavos chillando tras ellos.

Gotrek segó la vida de los guardias como si fueran altos pastos. Incluso Félix mató a uno; no podía decirse que fueran los luchadores de élite que habían sido los Infinitos. A pesar de todo, el combate los retrasó, y para cuando el último guardia cayó bajo el hacha de Gotrek, con la cabeza colgando de un jirón de piel del cuello, la improvisada camilla de Heshor ya había salido por la puerta.

Gotrek fue tras ella con paso decidido. Félix miró detrás de sí. Max estaba saliendo por la abertura de la plataforma del lecho. Claudia le rodeaba los hombros con un brazo, pero caminaba por sus propios medios.

—Ve —le dijo Max—. Ya os alcanzaremos.

Félix asintió y partió apresuradamente tras Gotrek. Salieron corriendo al pasillo, justo a tiempo de ver a los esclavos y el diván desaparecer por la escalera de hierro del otro lado.

Cargaron tras ellos, aunque Gotrek resollaba y Félix se sentía como si tuviera un yunque sobre el pecho. En lo alto de la escalera vieron a los porteadores de Heshor corriendo por el largo corredor hacia el vestíbulo, y se lanzaron a perseguirlos, pero estaba claro que la hechicera escaparía de la casa de placer antes de que le dieran alcance.

Gotrek frenó en seco, echó atrás el brazo del hacha, y la lanzó. El arma recorrió el pasillo girando sobre los extremos y se clavó con un golpe horrendo en la espalda del esclavo que llevaba la esquina posterior izquierda del diván. El esclavo gritó y se desplomó. Su esquina del diván cayó y Heshor chilló y soltó el arpa para sujetarse. El instrumento rebotó por el suelo de mármol, sonoramente.

Los otros esclavos gritaron de miedo y continuaron corriendo, al tiempo que estabilizaban el diván. Heshor gritó órdenes y señaló el arpa que quedaba atrás, pero no le hicieron caso y salieron corriendo por la puerta abierta.

Segundos después, Gotrek y Félix salían con estrépito al vestíbulo octogonal. Gotrek arrancó el hacha de la espalda del esclavo muerto y corrió con Félix hacia la puerta, pero cuando salieron como una tromba al pequeño porche delantero, se detuvieron en seco. La calle estaba ocupada por lo que parecía ser todas las compañías de lanceros del arca negra, formadas en ordenadas filas y todas mirando hacia la fachada de la casa de placer. En el centro, junto a un druchii imperioso que llevaba una elaborada armadura y que Félix dedujo que era el señor Tarlkhir, comandante del arca, Heshor se encontraba sentada en el diván y señalaba a Gotrek con un dedo tembloroso.

Gotrek rio entre dientes y preparó la goteante hacha.

—Enemigos sin cuenta… —dijo con una sonrisa salvaje.

A una orden de Tarlkhir, los druchii bajaron las lanzas y comenzaron a avanzar.

Félix se volvió a mirar, a través de la puerta, el arpa que aún sonaba sobre el suelo de mármol, cerca del vestíbulo, y ese sonido parecía, extrañamente, estar aumentando en lugar de disminuir.

—Gotrek —dijo—. Espera. Tal vez debamos destruir primero el arpa, por si logran pasar.

Gotrek gruñó, pero dado que veía la lógica de la sugerencia, retrocedió de un salto, giró sobre sí y avanzó hacia el arpa.

—Cierra con llave, humano.

Félix cerró y echó la llave a la puerta justo cuando los primeros druchii comenzaban a subir los escalones de la casa, y luego fue hacia el Matador; estaba mirando el arpa, que ahora sonaba aún con más fuerza y danzaba sobre las baldosas del suelo. Félix percibía las vibraciones en los pies. El vestíbulo resonaba con tales armónicos que hacían que Félix tuviera ganas de reventarse los oídos.

—Qué cosa más inmunda —dijo Gotrek, en el momento en que las astas de las lanzas golpeaban la puerta, detrás de ellos.

Félix estaba de acuerdo. La nota que iba en aumento era un aullido discordante que hería los oídos, y su retorcido cuerpo negro en forma de «U» vibraba tanto ahora que los bordes se veían borrosos. Las cuerdas translúcidas temblaban como hilos de saliva.

Félix retrocedió cuando Gotrek alzó el hacha por encima de la cabeza para descargar un tremendo golpe sobre ella.

Desde el corredor púrpura les llegó una voz débil.

—¡Matador, no!

Gotrek y Félix volvieron la cabeza. Max avanzaba cojeando por el corredor, con Claudia tambaleándose junto a él.

—¡Si la rompes, las energías que quedarán en libertad podrían matarnos a todos! —dijo Max.

Gotrek alzó una ceja.

—¿De verdad? —En su fea cara apareció una sonrisa malévola—. Qué bien.

Se inclinó para intentar coger el arpa, pero tenía problemas para alcanzarla. Sus gruesos dedos se detenían a centímetros de ella, como si una pared invisible les impidiera continuar, y le temblaban la mano y el brazo. Maldijo. Comenzó a caer polvo del techo de la cámara, desprendido por las vibraciones del arpa, y los braseros que rodeaban la estancia se zarandeaban golpeteando dentro de los nichos y escupían chispas.

—Magia inmunda.

Max miró el arpa con miedo.

—Han pulsado las cuerdas. Está dejando en libertad su poder.

Gotrek enseñó los dientes y obligó a su brazo a descender, con los músculos hinchados y las venas sobresaliéndole en el cuello y los antebrazos, y luego cerró la mano sobre el vibrante marco del arpa, que continuó vibrando y los dedos se le volvieron borrosos al volverse él hacia la puerta, que se sacudía a causa de los golpes de las lanzas de los druchii.

—Ábrela, humano —dijo con los dientes apretados.

Félix miraba fijamente el arpa. Ahora repiqueteaban guijarros y mortero junto con el polvo que caía, y ya podía sentir las vibraciones en el pecho y el corazón como si se encontrara junto a una compañía de timbales. Las rodillas le temblaban. No podía ni imaginar qué se debía sentir al tenerla en la mano.

—¡Humano!

Félix reaccionó y corrió hacia la puerta. Quitó el cerrojo, abrió y se apartó de un salto. Una ola de lanceros druchii entró dando traspiés al perder el equilibrio, y Gotrek se estrelló contra ellos, lanzando tajos con el hacha en una mano, mientras en la otra sujetaba la rugiente arpa.

Los soldados druchii retrocedieron ante el brutal ataque sediento de sangre de Gotrek y el horrible ruido del instrumento, recularon hasta el pie de la escalera con las manos en los oídos, y dejaron muertos a diez de sus compañeros en igual número de segundos. Gotrek salió y volvió la vista hacia Heshor, que lo miraba fijamente desde el diván situado al otro lado de la calle, junto al comandante Tarlkhir.

—¡Aquí tienes tu arpa, bruja! —bramó, alzándola. Daba la impresión de que aquella cosa estaba haciéndole caer la carne del brazo a fuerza de sacudidas—. Ven a buscarla.

La arrojó al suelo del porche, ante sí.

Posiblemente no fue una de las mejores ideas del Matador.

El arpa rebotó con estrépito sobre las losas del suelo, y una onda expansiva como la de un impacto de mortero sacudió el edificio y los derribó a todos al suelo. Los globos de luz bruja de la araña del vestíbulo estallaron y los rociaron de esquirlas de cristal. Por las paredes enlucidas se abrieron grietas, y el humeante crisol que era el símbolo de la casa saltó de los ganchos de los que colgaba y se estrelló en el suelo, derramando por los adoquines sangre hirviendo. La calle fue bombardeada por trozos de piedra y tejas de pizarra negra. Las piedras derribaron numerosos lanceros. El suelo sobre el que yacía Félix se partió y se sacudió. El arpa le resonaba en los oídos como cien campanas. Su espada sonaba como si la estuvieran golpeando con una maza, y se sacudía con tal fuerza que apenas podía sujetarla. Tenía el estómago revuelto. El corazón le latía con una fuerza tremenda dentro del pecho.

—¡Estúpido enano! —gritó Heshor en reikspiel—. Entrégala antes de que te sepulte en escombros. Sólo yo puedo detenerla. Sólo yo puedo salvarte.

Gotrek se levantó, riendo, mientras a su alrededor continuaban cayendo piedras.

—¿Salvar a un Matador? ¡Os arrastraré a todos conmigo! —Recogió el hacha y comenzó a alzarla. Heshor chilló. Los soldados druchii retrocedieron para intentar alejarse. Un bloque de piedra del tamaño de una vaca cayó de lo alto y aplastó a tres de ellos.

Gotrek rio como un maníaco y alzó el hacha por encima de la cabeza, pero justo cuando comenzaba a descargar el golpe, pasó junto a él algo brillante que cayó desde lo alto, y desplazó el arpa a un lado. El hacha de Gotrek le erró al arpa e hizo pedazos el mármol negro del porche.

Gotrek arrancó el hacha de la piedra, maldiciendo, y le dirigió otro tajo al arpa, pero ésta saltó al aire como una marioneta a la que tiran de los hilos, y el hacha le pasó silbando por debajo. Félix se quedó boquiabierto al ver que el instrumento continuaba ascendiendo. Estaba enganchado por una saeta de ballesta provista de garfios, y se mecía al extremo de un cordel de seda gris.

Félix y Gotrek siguieron al arpa, que subió a toda velocidad hacia el tejado. Heshor y el comandante Tarlkhir gritaron y señalaron. Cuando estaba a medio camino, golpeó contra la pared de la casa, y esta vez el impacto sacudió toda el arca y la hizo resonar como un tambor gigante. La calle ascendió bruscamente y descendió, derribándolos a todos sobre el empedrado, y el rugiente latido que inundó el aire ahogó incluso los sonidos de las rocas de media tonelada que se desprendían del techo y reducían a pulpa a los druchii que estaban en la calle. Desde las profundidades del arca les llegaban sonidos como de truenos sordos, y un profundo rugido tectónico.

Félix miró hacia arriba a través de la lluvia de escombros que caían del techo de la cueva, en busca del arpa. Entonces la vio: una destellante chispa colgada de la flecha con garfios que se la había llevado, arrastrándose, rebotando y golpeando contra los tejados de las casas de placer que se estremecían y desmoronaban, detrás de unas negras siluetas flacas que huían.