DIECISIETE
Una voz druchii formuló una pregunta detrás de ellos, y se volvieron. Un joven elfo oscuro se encontraba en la escalera, con una antorcha de luz bruja en una mano.
Aethenir le respondió y lo llamó con un gesto para que se acercara, pero el joven, al verlos a todos con sus armas, percibió algo raro y corrió escaleras arriba, dando la alarma.
Félix maldijo y salió a la carrera tras él, escaleras arriba y hasta el corredor. Se abrió una puerta a medio camino, y el joven, que miraba hacia atrás, se estrelló contra ella y cayó al suelo, tambaleándose. Un esclavo se asomó por la puerta abierta, y entonces chilló, retrocedió a toda prisa y cerró de golpe.
Félix saltó sobre el joven druchii antes de que pudiera recuperarse, lo inmovilizó contra el suelo y le apoyó la espada en la garganta.
—¡Los magos! —siseó—. ¿Dónde están? ¿Adonde los habéis llevado?
El joven balbuceó en idioma druchii. Félix lo zarandeó.
—¡En reikspiel, maldito!
Se oyeron pasos a sus espaldas; Gotrek y Aethenir se reunieron con él, seguidos de cerca por los piratas.
Aethenir preguntó algo en idioma élfico, y el joven lo miró fijamente y luego le escupió a las botas. Aethenir le dio una patada en las costillas. Félix presionó más con la espada contra el cuello del druchii. Gotrek avanzó y alzó el hacha por encima de él, con una mirada fría e inexpresiva en su único ojo.
El joven se puso blanco al ver a Gotrek y barbotó algo. Aethenir formuló unas cuantas preguntas más y obtuvo respuestas breves.
Suspiró y miró a Gotrek y Félix.
—La hechicera vino a buscarlos hace varias horas. Los Infinitos se marcharon con ellos.
—¿Adonde? —preguntó Félix—. ¿Adonde han ido?
—Lo ignora —respondió el alto elfo—. Sólo sabe que entraron en la escalera del final de esta avenida, que solamente desciende.
—¿Más abajo? —preguntó Jochen, inquieto—. Renunciemos a esos hechiceros.
—¿Qué hay por debajo de nosotros? —quiso saber Gotrek, sin hacerle caso.
—La casa de los señores de las bestias —dijo Farnir—, y las casas de placer reservadas para los oficiales y la nobleza.
Félix parpadeó.
—¿Van a echárselos como comida a las bestias salvajes? ¿Van a…? —No pudo completar la frase.
El esclavo enano palideció y sus ojos se abrieron más.
—Entre los esclavos corre el rumor de que en las profundidades del arca hay un templo secreto, cuya entrada se encuentra dentro de una de las casas de placer. Dicen que a muchos los llevan allí, y que no regresan nunca.
—¿Qué clase de templo? —gruñó Gotrek.
—Nadie se atreve a decirlo —contestó el enano.
—Un templo que tiene la entrada en semejante establecimiento sólo puede servir a un dios —susurró Aethenir, que parecía enfermo de miedo.
—¿En qué casa de placer está la entrada? —preguntó Félix a Farnir.
El joven enano negó con la cabeza.
—No lo sé.
—En ese caso, tendremos que registrarlas todas —decidió Gotrek.
—Hay más guardias ante la escalera —informó Farnir—. Vais a necesitar los disfraces otra vez.
—Necesitaremos un disfraz nuevo —dijo Gotrek, pensativo. Se volvió a mirar a Aethenir—. Cámbiate esa armadura por los pertrechos de un Infinito, elfo. Y date prisa.
—¿Qué hacemos con este estúpido? —preguntó Jochen, señalando al joven druchii que aún temblaba bajo la espada de Félix.
Gotrek dejó caer el hacha, que se clavó en la cara del joven elfo oscuro, le partió la cabeza y lo salpicó todo de sangre.
—Esto —dijo, y dio media vuelta.
* * *
Pocos minutos más tarde, una vez más engrilletados a la cadena y con las armas nuevamente dentro del saco, arrastraron los pies por el largo pasillo que corría entre los barracones hacia la escalera de la casa de fieras, tras la temblorosa figura de Aethenir, que ahora iba vestido como oficial de los Infinitos y llevaba puesta una máscara de plata en forma de cráneo.
Esta vez no hicieron falta sobornos. Los guardias de la entrada parecieron sentir pasmo ante el uniforme del Infinito, e hicieron entrar a Aethenir con una reverencia, sin formular preguntas. El alto elfo los llevó hasta una estrecha escalera que bajaba zigzagueando por la roca y, tras doce tramos, acababa en un ancho corredor de techo bajo que olía a excremento de animales y carne podrida.
Los rugidos de bestias feroces y el restallar de látigos resonaban por todas partes cuando echaron a andar por él. Los sonidos y el hedor salían por una amplia arcada que había en la pared de la izquierda, cerrada por rejas de hierro de elaborada forja, y vigilada por druchii uniformados, tocados con gorras de piel de leopardo y armados con largas lanzas rematadas por malignas puntas de flecha.
Aethenir hizo caso omiso de ellos y continuó adelante, como le había dicho Farnir que hiciera, y al cabo de poco llegaron a una arcada mucho más pequeña que no tenía rejas ni guardias. Los sonidos y olores que salían por ella eran de un tipo de vida salvaje completamente distinto. Félix olió vino y perfume, incienso y humo de loto negro, así como sudor, sexo y muerte. Hasta sus oídos llegaron risas escandalosas y extraños cantos discordantes, mezclados con lejanos alaridos de dolor.
Atravesaron la arcada y se detuvieron en seco al ver la escena que se desplegaba ante ellos. La calle, o túnel —resultaba difícil establecer la diferencia—, era estrecha y alta, con las casas talladas en la roca viva y de tres plantas de altura a ambos lados. El alto techo abovedado del túnel había sido excavado hasta tal punto que las casas tenían jardines en terrazas con verandas. Las luces brujas proyectaban luz púrpura y roja dentro de linternas de hierro que colgaban de las barrocas fachadas, y las vistas iluminadas por estas luces de color sangre bastaban para revolver el estómago de Félix. Había estado en los distritos de farolillos rojos de ciudades de Kislev o Arabia, pero nunca había visto un lugar tan dedicado al placer, el dolor y la perversión. Por lo general, incluso en las ciudades de moral más relajada, las casas de la vida alegre mantenían una fachada más o menos respetable. Al parecer, esta apariencia era innecesaria allí.
Frisos y estatuas que representaban los actos más lascivos y viles decoraban la fachada de cada establecimiento. Algunos sitios tenían jaulas de hierro colgadas encima de la puerta, dentro de las cuales se flagelaban unos a otros esclavos humanos de ojos apagados, o realizaban indiferentes coitos. Ante cada casa había guardias armados, con llamativas armaduras que parecían tener más que ver con la seducción que con la protección.
Entre una casa y otra deambulaba la flor y nata de la sociedad druchii: señores altos y cruelmente apuestos, provocativas damas que balanceaban las caderas, oficiales que se pavoneaban, cortesanos desnudos con máscara de plata, personas exquisitas cuyo sexo era imposible determinar, y, abriéndose paso a través de la multitud al son de restallantes látigos, palanquines cubiertos en los que encorvados esclavos humanos marcados por cicatrices transportaban a quienes deseaban mantener en secreto su identidad.
—Que Asuryan me proteja —murmuró Aethenir—. Este lugar es una abominación.
—Por una vez, estamos de acuerdo —dijo Gotrek—. Esto es repugnante hasta para los elfos.
Félix también coincidía con ellos, pero más que la vileza del lugar, lo preocupaba su vastedad. Ante ellos la curvada calle se perdía en la humosa distancia, de ella partían otras vías a ambos lados, y todas las casas que veían eran burdeles.
Podrían estar buscando durante tres días sin encontrar la casa que ocultaba la entrada del templo secreto.
Sin embargo, sus temores eran infundados porque, mientras todos miraban en torno, boquiabiertos, Farnir llamó a una esclava que se exhibía lascivamente en una jaula de ventana.
—Hermana —dijo—. ¿Han pasado por aquí un destacamento de Infinitos y un grupo de hechiceras?
—Sí —contestó la mujer, sin dejar de contonearse.
—¿En qué casa han entrado?
La mujer no lo sabía, pero les dijo que la procesión había girado a la izquierda en la esquina, hacía pocas horas.
Y en esa dirección continuaron: Aethenir a paso de marcha, como si supiera adónde iba, mientras Farnir les susurraba preguntas a los esclavos junto a los que pasaban —y eran legión—, para averiguar adónde debían ir. Al final, tras otros varios giros a derecha e izquierda, les indicaron una casa conocida como El Crisol de los Deleites.
Justo antes de llegar, Aethenir los llevó a un callejón oscuro que había entre dos casas, y comenzó a quitarles los grilletes.
—¿Qué debo decir? —gimoteó—. ¿Y si no nos dejan entrar?
—Entonces, lucharemos por fin —dijo Gotrek.
—¿Y si no es el sitio correcto, después de todo?
—También lucharemos —replicó Gotrek.
—Diles… —comenzó Félix, mientras intentaba pensar—. Diles: «Ella aguarda». Si es el sitio correcto, nos llevarán ante la hechicera. Si no lo es, no nos habremos comprometido.
Se dejaron los grilletes abiertos puestos en torno a las muñecas, y siguieron a Aethenir fuera del callejón para encaminarse hacia los guardias que había ante la puerta de El Crisol de los Deleites. Por fuera, al menos, se diferenciaba poco de cualquier otra de las casas de placer. El cartel, si se lo podía llamar así, era un burbujeante crisol que colgaba sobre un fuego, dentro de un nicho tallado en la pared delantera, del que salpicaba algo cuyo aspecto y olor se parecían mucho a los de la sangre. Los guardias eran enormes mujeres druchii vestidas sólo con manchados delantales de cuero de herrero, grebas y guanteletes dorados, y cascos con cresta de plumas púrpuras y rosadas que parecían llamas. Se pusieron firmes cuando Aethenir se detuvo ante ellas.
Tampoco en esta ocasión entendió Félix lo que se decían unos a otros, pero los guardias parecían tratarlo con la máxima deferencia. Le hicieron una reverencia, y luego una de ellas fue hasta la puerta y habló con alguien del interior. Pasado un momento, salió un esclavo humano ataviado sólo con un taparrabos púrpura, se inclinó casi hasta el suelo y les hizo un gesto para que lo siguieran.
El interior era todo lo que Félix había temido, y peor. El motivo del fuego continuaba en todo el vestíbulo hexagonal, donde ardían braseros con llama púrpura. Una mujer druchii que llevaba los pechos desnudos pero se ocultaba tras un velo, se inclinó ante Aethenir cuando el esclavo los hizo entrar en un corredor pintado con llamas negras y púrpura. Procedentes de arriba, de abajo y de todo el entorno, Félix oía sonidos de éxtasis y de tormento: gemidos, alaridos y susurros de miedo. Una muchacha imploraba misericordia de modo desgarrador en bretoniano. Una voz masculina reía o gritaba, Félix no pudo determinar cuál de las dos cosas.
A través de arcadas cerradas sólo parcialmente por cortinas, Félix captó atisbos de fuego, carne y asesinatos. Se encogió ante los hierros de marcar, las atroces heridas y los cuchillos que relumbraban al rojo vivo. A su mente volvieron, sin que los invitara, recuerdos de la lucha dentro de las bodegas de la Llama Purificadora y de los fuegos con que los había atacado Lichtmann, y lo hicieron estremecer. En una sala vio un círculo de hombres y mujeres druchii que se pasaban una pipa esmaltada de unos a otros mientras miraban cómo vertían el oro fundido de un crisol, gota a gota, sobre la cara de una mujer que estaba atada. Reían soñadoramente ante cada alarido y convulsión.
Félix oyó que Gotrek gruñía junto a él, y se dio cuenta de que también él estaba gruñendo.
El esclavo de la casa los condujo hacia abajo por una escalera de caracol hecha de hierro que estaba caliente al tacto. Tres tramos más abajo, les hizo una reverencia para que entraran en una sala cuadrada de mármol negro que tenía una puerta en cada pared, y en lo alto de la cual colgaba una araña de antorchas de llama color púrpura. Las vetas del mármol destellaban en color rosa en la oscilante luz. La puerta de la pared opuesta era más lujosa que las otras, enmarcada en columnas ahusadas y rematada por un arco decorativo donde habían incrustado un rostro frío y de inmaculada belleza, hecho de piedra blanca. Había tres Infinitos ante esta puerta, rígidamente firmes.
Aethenir aminoró el paso al verlos.
—Continúa, elfo —murmuró Gotrek.
—Pero ellos seguro que sabrán que no soy uno de sus compañeros —dijo el alto elfo.
—Lo sabrán si os quedáis aquí, acobardado —intervino Félix—. Tenéis que ser intrépido.
El elfo bufó con enojo al oír esto, pero pareció surtir algún efecto. Cuadró los hombros y avanzó hacia los guardias. Félix contuvo la respiración y aflojó la boca del saco que contenía las armas. Los guardias observaron, inmóviles e impasibles tras las máscaras de plata, cómo Aethenir se acercaba. Luego habló el del centro.
Aethenir replicó, pero al parecer la respuesta no fue del agrado del Infinito. Formuló una segunda pregunta, y esta vez Aethenir vaciló al responder.
Las manos de los guardias bajaron hacia la empuñadura de las espadas, y el del centro hizo un gesto a Aethenir para que se quitara la máscara.
—Bueno —dijo Gotrek, que se deshizo de la cadena y dejó caer el saco con estrépito—. Se acabó.
Los Infinitos lo miraron y desenvainaron las espadas mientras Gotrek y Félix sacaban las armas de dentro del saco. Gotrek rugió y cargó contra ellos, empujando hacia su espalda al paralizado Aethenir. Félix siguió al Matador, aunque por pasadas experiencias sabía que era inútil. El esclavo del taparrabos corrió, chillando, escaleras arriba, mientras Farnir, Jochen y los piratas cogían sus armas y se unían a la refriega.
Él Infinito del centro murió al primer barrido del hacha, que paró a la perfección pero sin tener la más remota idea de la fuerza del Matador. La velocísima arma le lanzó la espada contra el casco y lo hizo dar un traspié, y Gotrek le asestó un tajo en un costado, que atravesó armadura y costillas como si fueran de frágil esquisto.
El primer intercambio de golpes entre Félix y el druchii con que se enfrentó fue casi exactamente lo contrario. Le dirigió un tajo de espada, pero se encontró con que el druchii se había desplazado y le lanzaba una estocada al pecho con un movimiento alto. Félix se hizo a un lado y la espada le rozó las costillas. Retrocedió mientras trazaba desesperadamente un ocho en el aire con la espada. El druchii lo siguió y Félix pensó que era hombre muerto, pero entonces Farnir, Jochen y los piratas acudieron en su ayuda con tajos, estocadas y bramidos.
El druchii ni siquiera parpadeó. Paró cada salvaje ataque y respondió con una estocada que atravesó el cuello de un pirata. Félix volvió a acometerlo, pero su espada fue desviada con precisión al pasar, mientras el druchii le hacía un tajo en la muñeca a un pirata y giraba para encararse otra vez con Félix.
Jaeger retrocedió, y entonces sintió que lo apartaban a un lado, y apareció Gotrek, trazando un arco ascendente con el hacha. El druchii lo vio y giró para parar el golpe, pero Gotrek fue más rápido. La hoja del hacha cortó al elfo oscuro desde la entrepierna al pecho, y sus entrañas cayeron de golpe sobre el pulimentado suelo. El guardia se desplomó sobre ellas.
Félix y los piratas se apartaron para buscar al último druchii. Ya estaba muerto; le faltaba la cabeza. Había caído también otro pirata, con el corazón atravesado.
—Bien hecho, amigos —dijo Aethenir, que avanzó un paso.
—Podríais haber ayudado —dijo Jochen, mientras miraba a sus camaradas muertos y heridos.
—Mejor que no lo haya hecho —replicó Gotrek con una mueca de desprecio.
El pirata registró a los elfos oscuros muertos en busca de la llave de la puerta, mientras Félix sacaba la cota de malla del saco y se la ponía. No había llave. Quienquiera que hubiese entrado, había echado el cerrojo por dentro.
Gotrek se encogió de hombros y avanzó hasta la puerta.
—Preparaos —dijo.
Félix, Aethenir y los piratas que quedaban formaron detrás de él. Farnir se armó con una de las espadas druchii y se unió a ellos. Félix inspiró profundamente y sujetó a Karaghul con firmeza.
La puerta era de pesada madera intrincadamente tallada. La cerradura estaba protegida por una sólida placa de hierro negro. Gotrek la atravesó con tres golpes de hacha, luego pateó el panel rajado y entró, en guardia.
Al otro lado había un dormitorio espacioso, y completamente desierto.
Félix miró en torno de sí, confundido. Eso no era el templo secreto de algún dios inmundo que él había estado esperando. Era —al menos según las pautas de las casas de placer druchii— un dormitorio perfectamente corriente. En las cuatro paredes, por encima de los paneles de madera de intrincada talla, había un mural de pesadilla que mostraba atrocidades carnales. Grilletes, látigos e instrumentos de tortura aparecían expuestos en colgadores a derecha e izquierda. Contra la pared que tenían delante se alzaba un enorme lecho en forma de plataforma, con montones de pieles y cojines, todos desordenados, y tan alto que se llegaba a él por un par de escalones bajos de mármol negro. En las cuatro esquinas pendían cortinas de terciopelo rojo, y a ambos lados había antorchas colocadas en piezas de hierro sujetas a la pared. Todo muy lujoso y horrendo. Pero no se podía avanzar.
—Éste no puede ser el sitio —comentó Jochen.
—Nos han dado mal las indicaciones —dijo Aethenir.
Gotrek bufó.
—Los hombres y los elfos sois ciegos.
Atravesó la habitación hasta la antorcha de la izquierda del lecho, y empujó el panel de madera de debajo de ella. Se oyó un chasquido, y todos retrocedieron con precaución.
Félix observó la pared de al lado de la antorcha, esperando ver abrirse una puerta secreta, pero entonces le llamó la atención otro movimiento, y giró la cabeza. Toda la plataforma del lecho estaba ascendiendo lentamente como la tapa de un cofre de tesoros, y levantándose para quedar contra la pared. Se vio que la parte inferior del lecho era una gran losa de mármol que tenía tallado un bajorrelieve de una grácil figura que parecía ser tanto masculina como femenina, y que danzaba sobre una montaña de cuerpos desnudos que copulaban, todos ellos mutilados del modo más horrible. En la oscilante luz de la estancia, casi parecía que la figura y los cuerpos que pisaba se retorcían y contoneaban lascivamente.
En la plataforma había un agujero, con una escalera de mármol que descendía hacia la oscuridad.
—Que Sigmar y Manann nos protejan —dijo Jochen.
Félix tuvo la terrible sensación de que en breve necesitarían la ayuda de todos los dioses a los que conocieran.
La escalera era tan larga que Félix temió que acabaran saliendo por el fondo de la isla frotante y volvieran a encontrarse dentro del mar. No había antorchas en las paredes. Avanzaron a tientas en la oscuridad más absoluta, salvo por un resplandor rojo que se veía allá en el fondo y que oscilaba a cada paso. Cuando más descendían, más viciado estaba el aire: una sofocante sopa de incienso, humo de loto y algo penetrante y acre.
Entonces, otro resplandor más cercano comenzó a alumbrar sus pasos. Félix vio que las runas del hacha de Gotrek palpitaban como si por su interior corriera fuego.
—Gotrek… —dijo.
—Sí, humano.
Al descender más, el resplandor rojo se reveló como el reflejo de una luz carmesí sobre el suelo de mármol negro que se extendía al pie de la escalera. Gotrek y Félix bajaron cautelosamente hasta él y miraron hacia el fondo del corto corredor que acababa en un par de puertas entreabiertas y sin guardias, por las que salía la luz roja, acompañada por el sonido de voces que se alzaban en una gimiente salmodia que a Félix le dio dentera.
Con los otros avanzando poco a poco detrás de sí, Gotrek y Félix fueron cautelosamente hasta las puertas, un par de pesados paneles de oro incrustados de rubíes, amatistas y lapislázulis que dibujaban miles de cuerpos desnudos enredados de modos imposibles y dolorosos. Félix miró a través de la abertura que quedaba entre ambas, y echó la cabeza atrás con brusquedad, sobresaltado, porque una cara los miraba directamente.
—Es sólo una estatua, humano —dijo Gotrek.
Félix volvió a mirar. El aire del interior estaba tan enturbiado por un humo violeta que resultaba difícil distinguir detalles, pero justo delante de ellos, en medio de una cámara circular iluminada por braseros, había la estatua de una serpiente de seis cabezas que se alzaba hasta el doble de la estatura de un hombre. Cada una de las cabezas de la serpiente tenía un hermoso rostro druchii hecho de mármol blanco, de sexo indeterminado, y uno de ellos miraba directamente hacia la puerta con ojos que titilaban como ónice vivo. Semioculta tras la estatua, al otro lado de la estancia, había una arcada con columnas que daba a otra sala en la que Félix vio sombras de movimientos sinuosos que parecían seguir el ritmo de la salmodia.
Gotrek atravesó las obscenas puertas y entró. Félix intentó seguirlo, pero, al poner una mano sobre la puerta, la mente se le transformó en un torbellino de emociones que le eran ajenas. En un instante deseó llorar y enfurecerse, reír y matar, amar y torturar. Se le metió furtivamente en la cabeza una imagen en la que escribía la historia del Matador con la sangre del Matador sobre pergamino hecho con la piel del Matador, y se encontró con que no podía apartarla de sí.
—Éste es un lugar maligno —dijo Aethenir, detrás de él.
Las palabras le devolvieron a Félix el control de sí mismo. Obligó a las horrendas visiones a descender otra vez a su subconsciente, y luego siguió al Matador al interior de la cámara. Aethenir, Farnir, jochen y los piratas entraron aún más a regañadientes. Los piratas se apiñaban como reses asustadas, y Farnir se aferraba a la espada robada como si fuera un pasamanos. Debajo del casco druchii, Aethenir tenía los ojos desorbitados y murmuraba constantes plegarias élficas.
La cámara era perfectamente circular. Las paredes de piedra rosada destellaban como mica, y el ambiente reverberaba con gemidos bajos de dolor y éxtasis, contrapunto de la salmodia de lamentos que continuaba hiriendo los oídos de Félix. En braseros de oro colocados a intervalos regulares contra las paredes ardían llamas, y el suelo era un mosaico de baldosas doradas, con un gran círculo deprimido de baldosas de color púrpura en medio, rodeado por extrañas runas. La serpiente de seis cabezas estaba en el centro de la estancia, y su pedestal tocaba el arco del círculo deprimido.
Mientras avanzaban sigilosamente por el suelo dorado hacia la arcada del otro lado, pasaron cerca de la estatua y Félix vio que en torno a la base había ofrendas de vino, sangre, tinta y otros líquidos más íntimos que brillaban en pequeños platillos de oro en medio de velas rosadas, púrpuras y rojas. Los piratas rodearon la estatua con desconfianza, escupiendo y haciendo señales protectoras.
Al otro lado de la arcada había una segunda cámara. El espeso humo púrpura hacía que resultara difícil saber qué tamaño tenía, exactamente, pero si tenía pared posterior, Félix no la veía. No obstante, parecía ser también circular, con columnas en una hundida área central sobre la que había una amplia plataforma redonda. Entre las columnas había braseros grandes como escudos, de los cuales se alzaban columnas de humo del incienso que ardía sin llama, y que parecían adoptar formas semihumanas si Félix las miraba durante demasiado tiempo.
Detrás de los velos de humo flotante, la suma hechicera Heshor se encontraba de espaldas a ellos en el centro de un círculo trazado sobre la superficie de mármol de la plataforma, con los brazos alzados en gesto suplicante. El Arpa de Destrucción descansaba sobre una alta mesa de hierro negro, delante de ella. Un círculo mucho más grande limitaba con el de ella. Dentro del círculo más grande había una tosca mesa de piedra sobre la que descansaba una cosa, o más bien dos, que el denso humo no permitía distinguir.
Extrañas formas de múltiples extremidades se contoneaban a ambos lados de Heshor, y Félix tardó un momento en ver que se trataba de las cinco hechiceras de Heshor que yacían a lo largo del borde de la plataforma y copulaban salvajemente con cinco de los Infinitos, que estaban desnudos salvo por las máscaras en forma de cráneo, y empapados en sudor. Los amantes se arañaban constantemente con afiladas uñas, y todos sangraban por profundas heridas que se entrecruzaban sobre sus cuerpos, a pesar de lo cual gemían en un coro de éxtasis creciente. Parecía que llevaban horas copulando. Félix se estremeció de asco ante el espectáculo, y, sin embargo, le resultó imposible negar que también experimentaba una horrible excitación sexual.
Los participantes en la extraña ceremonia estaban protegidos por Siete Infinitos con corazas que se hallaban en los escalones que descendían hacia el centro, y observaban los rituales en posición de firmes, con las espadas desnudas y apuntadas hacia el suelo.
—El Magíster Schrieber —jadeó Aethenir—. Y fraulein Pallenberger.
Félix frunció el entrecejo porque no tenía ni idea de qué quería decir el alto elfo, pero luego siguió la dirección de su mirada y vio que los bultos que yacían sobre la mesa de piedra del interior del círculo más grande eran, en efecto, Max y Claudia, cruelmente atados con trenzas de cuero, y amordazados. Se atragantó al verlos. Eran casi irreconocibles. Estaban desnudos y demacrados, y a ambos los habían afeitado completamente, incluso las cejas. Les habían pintado volutas púrpuras y rojas en el cuerpo y la cara, y les habían labrado runas en la piel con un cuchillo. Max parecía tener cien años, las costillas de Claudia resaltaban bajo la piel lacerada, y ambos tenían los ojos cerrados con fuerza, como si sintieran dolor.
Gotrek escupió, asqueado ante el espectáculo.
—¡Por Sigmar! —murmuró Félix—. ¿Están vivos?
—Están vivos —replicó Aethenir con voz apagada—. Son las víctimas del sacrificio para el Gran Profanador.
—¡Víctimas del sacrificio! —dijo Félix, horrorizado.
Aethenir se estremeció.
—Parece que ella intenta invocar a un demonio, aunque no sé de qué servirá eso para el uso del arpa.
Los ojos de Gotrek se animaron.
—¡Un demonio!
—Controlad vuestra ansia de gloria, enano —dijo Aethenir—. Si Heshor logra invocar a algún morador del vacío, vuestros amigos morirán. —Tembló—. Aunque sin duda significará nuestra muerte, debemos atacar antes de que acabe la ceremonia.
Los gemidos de placer que salían por la arcada se hacían más sonoros y urgentes, al igual que la salmodia de Heshor.
—Eso podría suceder muy pronto —dijo Félix, y tragó.
—Dejad para mí los de cara de cráneo —dijo Gotrek. Se volvió a mirar a Félix y los otros—. Matad a las brujas y salvad a Max y a la muchacha.
Jochen y sus hombres lo miraron como si hubiera sugerido que entraran corriendo en un edificio en llamas, pero asintieron. Félix también lo hizo, aunque se preguntó si las cosas saldrían tan ordenadamente como las presentaba el enano.
Félix, Farnir y los piratas formaron a ambos lados de la arcada, con las armas a punto. Aethenir se situó más atrás, donde se puso a preparar hechizos de sanación y protección. A Félix estaba costándole concentrarse. Los gritos de éxtasis se hacían más salvajes y sonoros, y por mucho que se resistía estaban despertando pensamientos y deseos oscuros en las profundidades de su ser. Vio que también afectaban a los piratas, que se removían, gruñían y sacudían la cabeza como toros acosados por las moscas.
Gotrek avanzó hasta el centro de la arcada, y pasó un pulgar por el filo del hacha hasta que manó sangre. Las runas de la hoja brillaban como el fuego de un alto horno. Gotrek la alzó por encima de la cabeza y abrió la boca para rugir un desafío, pero, antes de que pudiera hacerlo, los druchii que copulaban llegaron juntos al orgasmo con simultáneos alaridos, y en el mismo instante Heshor chilló las últimas palabras de la invocación.
Se oyó un restallar de trueno y la estancia se estremeció y estuvo a punto de hacerlos caer. De repente el aire se impregnó de los sofocantes aromas de las rosas, el ámbar gris y la leche, y Félix percibió la presencia de una inteligencia aterrorizadora flotando dentro de su cerebro. El vago despertar del deseo se convirtió de pronto en una lujuria excluyente. Tenía ganas de correr hacia la sala de invocación, pero no para matar sino para arrancarse la ropa y unirse a la orgía de los druchii. Sólo las pasadas experiencias con pensamientos ajenos que le habían invadido la mente le permitieron resistirse a los impulsos y comprender que no le pertenecían. Se estremeció como un álamo temblón al concentrarse en detener las emociones intrusas y expulsarlas.
Los piratas, por desgracia, no se habían encontrado antes con unos ataques tan violentos contra sus consciencias, y no sabían cómo resistirlos. Chillaron y comenzaron a tironearse de la ropa y el cuerpo. Algunos se manoseaban mutuamente como amantes, mientras que otros atravesaron la arcada con paso tambaleante hacia el interior de la cámara, con los pantalones caídos hasta los tobillos.
—¡Volved! —gritó Jochen, aunque estaba claro que estaba en un tris de seguirlos.
Félix extendió una mano para arrastrar a uno de vuelta, y miró hacia el interior de la cámara, cosa que lamentó al instante.
De pie dentro del círculo más grande, ante Heshor, y envuelto en niebla color de rosas, se encontraba el ser más hermoso que Félix hubiese visto jamás. Ella… ¿él?… ¿ello?… era de más del doble de la estatura de un hombre y no parecía ser macho ni hembra sino, cosa inquietante, ambas cosas: un voluptuoso icono de lujuria que lo miraba directamente a él y lo llamaba hacia sí, con ojos de color violeta y labios suculentos.
—¿Qué deseas de mí? —preguntó con una voz como de meloso trueno.
La suma hechicera Heshor respondió en idioma druchii, con los brazos abiertos. Félix la maldijo. ¡Estaba hablándole a él, no a ella! Avanzó un paso para intentar ver a la belleza con mayor claridad. Captó atisbos de sinuosos tentáculos, o tal vez serpientes, gráciles extremidades y manos rematadas por garras que parecían aparecer y desaparecer. No lograba determinar si la belleza tenía dos brazos o cuatro, si tenía mamas o un pecho musculoso, si sus piernas eran las de una mujer bien formada o las de una cabra.
—Atrás, humano —dijo Gotrek.
Sintió que tiraban de él bruscamente hacia atrás. Se volvió, gruñendo ante aquella intromisión en su lascivo sueño, y entonces parpadeó. Gotrek lo había hecho retroceder de un tirón hasta situarlo detrás de sí. Casi había entrado en la sala de invocación, aunque no recordaba haber avanzado. Una docena de Infinitos ascendían por el curvo escalón para dirigirse hacia ellos, la mitad aún desnudos, con las espadas en alto, y mataban a los embelesados piratas al pasar junto a ellos.
Gotrek bramó un reto y barrió el aire con el hacha cuando tres Infinitos llegaron hasta él. El primero bloqueó el golpe, pero la fuerza de éste lo lanzó contra otro de sus compañeros y ambos tropezaron. Félix ensartó a uno antes de que se recobrara, pero ésa fue la última sangre que hizo manar. El resto de los Infinitos se apiñó en torno a él, Gotrek, Farnir, Jochen y los piratas, blandiendo las espadas con tal rapidez que el ojo no podía seguirlas.
Aethenir se acurrucaba a la sombra de la arcada y movía las manos, aunque Félix no sabía si estaba haciendo hechizos o simplemente agitándolas a causa del miedo.
—¡Fuera de mi camino! —rugía Gotrek a los Infinitos—. ¡Tengo que matar un demonio!
EÍMatador lanzaba tajos alrededor con el hacha, transformada en un borrón de acero, y el resplandor de las runas dejaba tras de sí un rastro como la cola de un cometa; pero era el único lo bastante rápido como para responder a los ataques de los elfos oscuros. La mitad de los piratas murieron en cuestión de segundos, y Jochen tenía en la frente un tajo a través del cual se le veía el hueso. Aun con la cabeza clara y en el mejor estado físico, no habrían sido rivales para los Infinitos. Mal alimentados con gachas y distraídos por una lujuria antinatural, caían como trigo ante la guadaña.
Otro Infinito cayó ante Gotrek, pero el final parecía inevitable. Eran demasiados. Ahora sólo quedaban Félix, Farnir, Jochen y el Matador. Entonces murió Jochen, con treinta centímetros de acero asomándole por la espalda. Félix sufrió un tajo salvaje en el antebrazo izquierdo, y de repente su espada se volvió pesada como el plomo. Dos Infinitos le lanzaban estocadas al mismo tiempo. No podía bloquearlas. Luchó para levantar la espada, sabedor de que iba a morir.
De repente, los dos druchii dieron un traspié y sus espadas le erraron. De hecho, en torno a él todos los druchii se volvían, caían y gritaban, confundidos. Félix parpadeó con sorpresa, pero no dejó de aprovechar la situación. Le atravesó el cuello a uno, y se volvió a mirar qué los había hecho tambalear. Quedó boquiabierto. De repente, la sala estaba plagada de enanos, todos los cuales atacaban a los Infinitos.
Gotrek se volvió mientras mataba a otro druchii enmascarado.
—Vosotros —dijo.
—¡Da! —gritó Farnir.
Birgi los saludó con una pala ensangrentada. Skalf alzó una pesada maza. Tenían la cabeza afeitada y con docenas de pequeños cortes sangrantes. Daba la impresión de que se las habían afeitado con cuchillas de carnicero. Félix miró en torno de sí. Todos los enanos de la estancia se habían afeitado la cabeza y empuñaban las armas improvisadas que habían podido hallar: picos, martillos, atizadores de chimenea, sartenes, horcas y espetones, y golpeaban a los Infinitos con ellas con una furia aterradora. Félix se sintió maravillado y aliviado.
—Hemos hecho caso de tus palabras, Matador —dijo Birgi—. Ve en busca de tu muerte. Esta es la nuestra.