DIECISÉIS

DIECISÉIS

Félix retrocedió y alzó la espada con desesperación, logrando desviar justo a tiempo el arma de Euler. Junto a él, Gotrek rugió cuando una espada le pasó de través por la espalda, luego giró en círculo con la barra de hierro e hizo retroceder a los piratas. A un lado, Aethenir se encogió contra la pared.

—¡Euler! —gritó Félix, mientras rechazaba otro ataque—. ¿Qué es esto?

—Después de todo lo que me habéis hecho —gruñó Euler—, ¿pensáis que dejaré para los orejas largas la satisfacción de mataros? —Rio, con voz ronca y sin aliento—. Tenía intención de esperar hasta teneros en mi barco, pero como habéis escogido el suicidio, es ahora o nunca.

Avanzó mientras lo atacaba febrilmente, la respiración trabajosa, los ojos desorbitados. Mientras bloqueaba las enloquecidas estocadas, Félix vio que uno de los hombres de Euler retrocedía ante Gotrek, gritando y con un brazo doblado en un ángulo antinatural. Otros dos estaban en el suelo y se cogían las espinillas.

—Esto es una locura, Euler —dijo Félix, mientras los tambores de alarma continuaban sonando—. Estáis estropeando vuestra oportunidad de escapar. Los druchii vienen hacia aquí. ¡Abandonad y marchaos!

—¡No hasta que haya acabado con vos! —Euler apartó de un golpe la espada de Félix y corrió para clavarle una estocada directamente en el pecho desprotegido, pero el pirata estaba sin aliento y debilitado por el cautiverio, y el ataque fue lento. Félix lo apartó de un golpe y lo empujó cuando pasó de largo.

Euler giró, rugiendo y blandiendo la espada, y descargó un salvaje tajo descendente. Félix estocó por encima de su brazo y le atravesó el corazón. Euler profirió una exclamación ahogada y sus ojos se desorbitaron.

Su espada cayó a un lado, y miró a Félix a los ojos.

—Sois realmente una maldición, Jaeger.

Cayó de rodillas, luego de espaldas y se desplomó, deslizándose de la hoja de la espada de Félix, que lo miró con lástima durante instante. Macilento y con la barba sucia, su cadáver no se parecía en nada al orgulloso hombre rechoncho que Félix había conocido en el estudio de la próspera casa de Marienburgo.

Luego se volvió para ayudar a Gotrek, pero se encontró con que los piratas retrocedían ante él con las manos levantadas. Cinco yacían en el suelo, en torno al Matador, con brazos y piernas rotos.

Gotrek le gruñó al resto y los llamó con un gesto.

—Vamos, cobardes. Acabad lo que habéis comenzado.

Una Oreja retrocedió al tiempo que negaba con la cabeza.

—Era el capitán quien quería esto. Ahora que está muerto, sólo queremos marcharnos.

—Entonces, marchaos —gruñó Gotrek—. Y buen viento.

Los piratas soltaron suspiros de alivio, dieron media vuelta y corrieron hacia el puerto, o al menos lo hizo la mayoría. Alrededor de una docena de ellos vacilaron, mirando con incertidumbre a los camaradas que se marchaban, y luego a Gotrek, Félix y Aethenir. Nariz Rota estaba entre ellos.

Uno de los otros piratas lo empujó para que avanzara.

—Pregúntaselo, Jochen.

Nariz Rota se volvió a mirar a Félix.

—¿Es verdad lo que dijisteis acerca de Marienburgo?

—Es verdad —replicó Félix, que entonces alzó la mirada y se le heló la sangre. A lo lejos oyó los pasos regulares de pies en marcha. Los druchii respondían finalmente al toque de alarma. Los otros también los oyeron. Aethenir gimoteó. Gotrek gruñó.

—Tengo allí esposa y dos hijos —dijo Jochen—. ¿Morirán?

Félix asintió, ansioso por alejarse de allí. Los pies en marcha se acercaban más a cada segundo. Ahora estaban muy próximos.

—Morirán si no detenemos a la hechicera.

Jochen miró a los otros piratas que habían vacilado, y todos asintieron. Volvió a mirar a Félix.

—Somos piratas, pero somos piratas de Marienburgo. Iremos con vosotros.

—Entonces, daos prisa —dijo Gotrek—. Por aquí. —Giró a la derecha.

—Maestro Matador, no —dijo el joven esclavo enano—. Ahora no lo lograríais si fuerais por allí. —Avanzó hasta una puerta pequeña que se abría en la pared, donde aguardaban los otros dos enanos—. Los corredores para esclavos. Ningún druchii entra en ellos.

Gotrek dudó, con la frente arrugada, pero luego dio media vuelta y siguió a los esclavos a través de la puerta. Félix, Aethenir y los piratas fueron tras ellos.

Los corredores para esclavos contrastaban mucho con todo lo demás que Félix había visto en el arca negra. Incluso en la zona de detención de esclavos, a pesar de la mugre que había, la piedra estaba limpiamente cortada y bien acabada, y los corredores eran amplios. Allí no sucedía lo mismo. Estos pasadizos eran poco más que túneles excavados con las uñas, estrechos, bajos y sofocantes a causa del humo de las antorchas que se usaban para iluminarlos. No había luz bruja para los esclavos. Los suelos eran desiguales y húmedos, sembrados de desperdicios y tocones de teas. Se ramificaban y serpenteaban hacia aquí y allá en un laberinto desconcertante, con escaleras y rampas situadas en sitios inesperados, y puertas por todas partes detrás de las cuales se oían sonidos de una cocina o lavandería, o se percibía olor a serrín, estiércol de caballo, comida o perfume.

Félix, Gotrek, Aethenir y la docena de piratas que Jochen había llevado consigo siguieron con inquietud a los esclavos enanos a través de los túneles. Félix no podía dejar de mirar tras de sí, esperando oír en cualquier momento gritos y estruendo de botas que corrían, pero no llegó a oírlos. Cualquiera que fuese la consternación que la huida de los prisioñeros estuviera generando en los corredores principales, no había penetrado allí. Lo único que indicaba que había sucedido algo inusitado era el débil batir de los tambores de alarma que reverberaba a través de las paredes de piedra, pero los esclavos que pasaban, casi todos humanos, no les hacían ningún caso. Se encaminaban apresuradamente a cumplir diversas tareas: transportaban cestas de comida o ropa, empujaban carretillas cargadas de basura, cargaban con pesados libros o cofres, o arrastraban los pies en cuadrillas de trabajo, armados con fregonas, escobas y palas, los ojos bajos y los brazos pegados a los costados.

Mientras avanzaban apresuradamente, Farnir disminuyó el paso para situarse junto a Gotrek, y le hizo una respetuosa reverencia.

—¿Podéis decirme, maestro Matador, cuál es esa amenaza que pende sobre las fortalezas? ¿Es la misma que decís que destruirá la ciudad de Marienburgo?

—No hablaré contigo, cobarde —dijo Gotrek, con la mirada fija ante sí—. Eres una ignominia. Deberías haber muerto antes de permitir que te capturaran.

El joven enano se sonrojó.

—Perdóname, Matador —dijo—, pero fui capturado cuando era un bebé. Me criaron aquí.

Félix jamás había visto a Gotrek tan impresionado en todo el tiempo que llevaba viajando con él. Se volvió hacia el esclavo, con el ojo desorbitado.

—¿Qué?

Farnir se encogió ante aquella mirada.

—Pero mi padre me ha enseñado muchas de las viejas costumbres, y sobre nuestros nobles ancestros. El código de las minas, el libro de…

Gotrek lo interrumpió con una maldición.

—¡¿Tu padre?! ¿Tu padre es un…? —Se tragó lo que había comenzado a decir y volvió a fijar la vista al frente, con los puños apretados y una gruesa vena latiéndole en la frente mientras continuaban avanzando.

* * *

Sin ninguna excepción, los esclavos que habían visto al pasar eran seres pálidos y miserables, de pelo muy corto y ojos bajos, flacos a causa de la desnutrición y encorvados como si esperaran que los azotaran en cualquier momento.

A Félix le dolía el corazón sólo de verlos. Muchas veces en su vida había visto hombres y mujeres que se encontraban en situaciones mucho más miserables —encadenados, hambrientos, enfermos, heridos, locos o con horribles mutaciones—, pero la expresión de desesperanza de los ojos de los esclavos, la aturdida aceptación de que su vida no cambiaría jamás, que nunca les llegaría la salvación, era casi más de lo que podía soportar. Esta gente se había hundido hasta más abajo de la desesperación, en una negrura vacía que los hacía parecerse más a los no muertos que a cualquier ser vivo. Allí estaban, en una parte del arca que los druchii no visitaban nunca y, sin embargo, no hablaban entre sí ni se permitían relajarse. Continuaban caminando apresuradamente, con los ojos fijos en el suelo, ante sí, sin mirar a derecha ni a izquierda. Apenas si les dedicaban a Gotrek y Félix una segunda mirada.

En la intersección con un corredor ligeramente más amplio, Farnir se detuvo y miró a sus compañeros enanos. Les susurró al oído y los envió en diferentes direcciones; luego se volvió e hizo un gesto a los fugitivos para que continuaran.

Pasados unos minutos más, llegaron a un estrecho corredor que a la izquierda tenía puertas regularmente espaciadas.

Farnir se detuvo ante la tercera y se volvió a mirarlos.

—La casa del capitán Landryol —dijo—. Ésta es la cocina.

Gotrek avanzó, con la barra de hierro en alto.

—Espera, maestro enano —dijo el esclavo—. No es necesario. —Les hizo un gesto para que se apartaran de la vista.

—Traicionarnos será lo último que hagas —dijo Gotrek.

Farnir asintió, acobardado, luego avanzó hasta la puerta y llamó mientras Félix, Gotrek y los piratas se situaban contra la pared.

Pasado un momento, en la puerta se abrió un ventanuco.

El esclavo enano hizo una reverencia.

—Una entrega para el amo Landryol. Vino de Bretonia. Tres barriles.

—Un momento —contestó una voz inexpresiva.

Se cerró el ventanuco, se oyó el chasquido de una aldaba, y se abrió la puerta.

—¿Quién lo envía? —preguntó un cocinero humano, ataviado con delantal, que salió—. No recuerdo…

El esclavo enano forcejeó con el cocinero para hacerle soltar la puerta, y la abrió de par en par. Gotrek, Félix, Aethenir y los piratas pasaron con rapidez junto a ellos y entraron en la oscura cocina de techo bajo.

—¡Eh! ¿Qué estáis…? —dijo el cocinero, pero el joven enano le tapó la boca con una de sus manazas y lo empujó al interior. Félix cerró la puerta tras ellos.

La cocina estaba iluminada por antorchas y por los fuegos que ardían en hornos y chimeneas. Esclavos boquiabiertos los miraban fijamente desde largas mesas de trabajo, donde estaban preparando comidas y bebidas. Un camarero casi dejó caer una bandeja con cubiertos. Pero todos estos detalles quedaron desplazados y borrados por el delicioso, imponente aroma de la comida preparada que hizo rugir y gruñir el estómago de Félix como un león enjaulado.

—¿Quiénes sois? —preguntó el cocinero, que los miraba con ojos desorbitados a ellos y sus armas—. ¿Qué queréis?

—De vos, nada —dijo Félix, reprimiendo el hambre para concentrarse en los asuntos que tenían entre manos—. Sólo queremos hablar una palabra con vuestro amo.

Al oírlo, el camarero gritó y corrió hacia una escalera, pero Jochen saltó tras él y lo hizo bajar de un tirón, para luego situarse ante los escalones, con la espada desnuda en la mano.

—Preferiría que no se nos anunciara —dijo Félix, y se volvió a mirar al cocinero—. ¿Está en casa el capitán?

El cocinero no dijo nada, sino que se limitó a mirarlo de hito en hito, temblando, hasta que Gotrek lo aferró por la pechera de la camisa y tiró de él hacia abajo para poder hablarle al oído.

—Respóndele —dijo, en voz baja.

—S… sí —dijo el cocinero—. Está en casa.

—¿Vive solo? —preguntó Félix.

—Sí, solo.

—¿Guardias?

—Dos hombres de su tripulación. Viven arriba.

Gotrek volvió a sacudirlo.

—¿Dónde?

—En la parte trasera. Al llegar a lo alto de la escalera, a la izquierda.

—¿Algún otro esclavo? —continuó Félix.

—Las esclavas sexuales del amo. Cuatro muchachas.

—¿Dónde están? —exigió saber Gotrek.

—Por lo general, en su dormitorio.

—Bien —dijo Gotrek, y se volvió a mirar a Jochen—. Os quedaréis aquí y mantendréis a estos callados. —Miró a Aethenir—. También tú, elfo. El humano y yo nos ocuparemos de este corsario.

Los piratas asintieron.

—Pero antes —dijo Gotrek, que se volvió hacia las mesas en las que estaban preparando la comida—, comeremos.

El corazón de Félix se alegró ante la perspectiva. Los piratas rieron y avanzaron como lobos hacia un ciervo derribado.

—¡No debéis tocar eso! —dijo el cocinero—. Es la comida del amo Landryol. Nos azotarán.

—Él no la necesitará —le aseguró Gotrek, y le arrancó una pata a un pollo asado—. Y traed más.

Félix y los otros atacaron las bandejas con voracidad, mientras los sirvientes retrocedían para obedecer la orden de Gotrek. Incluso Aethenir devoraba como un animal, metiéndose comida en la boca con ambas manos y tragando grandes sorbos de vino y cerveza como todos los demás.

—¡Vais a matarlo! —dijo el camarero—. ¡Debemos dar la alarma! ¡Matan a los esclavos que no protegen a sus amos!

—Y nosotros matamos a los esclavos que los ponen sobre aviso —replicó Jochen.

Después de eso, los sirvientes observaron en silencio cómo los intrusos devoraban la comida de su amo, y luego saqueaban su despensa.

Félix gemía de placer mientras engullía pan, carne y fruta, y lo hacía bajar con algo que sospechaba que era vino de Averland. Nunca en su vida la comida le había sabido tan bien. Le parecía que era ambrosía, después de los días de gachas podridas y agua inmunda. Prácticamente lloró cuando el aroma y el sabor le colmaron la boca, y tuvo que obligarse a recordar que debía masticar y no engullir sin más, como una serpiente.

Luego, apenas un minuto después de haber comenzado, Gotrek retrocedió y se limpió la boca con el dorso de una mano.

—Ya es suficiente —dijo—. No podemos perder tiempo.

Félix gimió. Apenas había empezado. No quería acabar nunca. Su estómago aún aullaba que le diera más. Con dolorosa reticencia, se metió en la boca un último trozo de jamón, se apartó de la mesa limpiándose las manos en los calzones mugrientos, y recogió la curva espada mientras Aethenir y los piratas continuaban con el festín.

—Voy —dijo, con un suspiro.

Gotrek cogió al camarero por la pechera del justillo y lo empujó escalera arriba.

—Tú nos conducirás —dijo—. Y nada de trucos.

El esclavo gimoteó y comenzó a ascender. Gotrek y Félix lo siguieron, con las armas preparadas. Llegaron a un oscuro corredor que tenía a un lado un comedor revestido con paneles de madera y lleno de pequeñas mesas redondas y divanes bajos a un lado, y al otro lo que parecía ser una especie de estudio. Las paredes estaban cubiertas de mapas, y en el centro había un gran escritorio sobre el que se veían rollos de pergamino y libros. En esa planta podían oír mejor los tambores de alarma, que continuaban sonando débilmente a lo lejos.

El esclavo los condujo hasta el otro extremo del corredor, que desembocaba en un vestíbulo de alto techo con una puerta de roble con herrajes en la parte delantera, y una escalera recta con barandilla de hierro que ascendía hasta el primer piso.

Ascendieron por ella, pasaron ante puertas cerradas, y luego subieron por otra escalera hacia un segundo piso, pero antes de llegar al final oyeron una explosión terrible, lejana pero muy potente.

Félix intercambió una mirada con Gotrek.

—Los hombres de Euler libran combate —dijo.

—Sí.

El segundo piso consistía en un solo corredor con puertas a ambos lados.

El esclavo fue hasta una que había a la izquierda, y vaciló, temblando. Se volvió a mirar a Gotrek y Félix, con los ojos muy abiertos de miedo.

—Tened piedad, señores —murmuró—. Si lo matáis, nosotros moriremos. Ellos nos matarán.

—Apártate, cobarde —dijo Gotrek con una mueca de desprecio.

Pasó ante el tembloroso esclavo e hizo girar el picaporte de la puerta. No tenía echada la llave. Preparó el arma y miró tras de sí. Félix empuñaba la espada robada, y le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza. Abrió.

—¿Eres tú, Mechlin? —dijo una voz que habló en reikspiel sibilante desde el interior de la oscura estancia—. En el nombre de la Madre Oscura, ¿dónde está nuestra cena? ¿Y qué ha sido ese condenado ruido? —Félix reconoció la voz como si perteneciera a un sueño.

La entrada estaba aislada del resto de la estancia mediante pesadas cortinas de brocado, pero a través de una rendija Félix captó atisbos de paredes forradas de madera y muebles oscuros que destellaban en rojo a la luz de un fuego del que sólo quedaban brasas.

Gotrek apartó la cortina apenas unos centímetros para conocer la disposición del terreno, y vieron que la presa yacía extendida y desnuda sobre una plataforma cubierta de pieles, con la cabeza apoyada sobre un almohadón adornado con borlas, y que rodeaba con los brazos a las formas dormidas de cuatro hermosas muchachas humanas, completamente calvas, y que sólo llevaban delicadas gargantillas y brazaletes de plata en torno a las muñecas y los tobillos. Estaban acurrucadas en torno a él como gatas. El aroma del humo del loto negro flotaba pesadamente en el aire, y Félix vio pipas esmaltadas y braseros que relumbraban junto a la cama.

—Deja de encogerte ahí como un cobarde y entra, Mechlin —dijo Landryol, arrastrando las palabras—. No voy a morderte. —Rio entre dientes y miró a sus compañeras de lecho—. A ti no, al menos.

—¡Quieren mataros, amo! —chilló el esclavo desde el corredor—. ¡Protegeos!

Gotrek maldijo y apartó bruscamente la cortina a un lado, para luego cargar a través de la alcoba, con Félix a su lado, mientras Landryol se esforzaba por sentarse y las cuatro bellezas alzaban cabezas soñolientas.

Gotrek saltó sobre la plataforma y aferró al capitán druchii por el cuello con una de sus manos enormes. Félix se situó a su lado y apoyó la punta de la espada en el pecho de Landryol. Las esclavas de placer chillaron y cayeron de la cama en todas direcciones.

Gotrek alzó la barra de hierro por encima de la cabeza.

—¿Dónde está mi hacha?

—Y mi espada —añadió Félix.

—¿Cómo habéis llegado hasta aquí? —preguntó Landryol, que parpadeó con sus ojos enturbiados por la droga, mientras miraba al uno y al otro—. Nadie escapa de las celdas para esclavos.

Gotrek lo zarandeó como si fuera una muñeca.

—¡Mi hacha!

El druchii alzó una mano temblorosa y señaló un nicho cubierto con una cortina que había al otro lado del dormitorio.

—Debajo del suelo.

Gotrek derribó a Landryol de un empujón y saltó de la cama, al tiempo que se volvía a mirar a Félix.

—Vigílalo.

Jaeger desplazó la punta de la espada hasta la garganta del druchii, mientras el Matador desaparecía detrás de la cortina.

En alguna parte situada por debajo de ellos, se oyeron pesados pasos, y Félix miró hacia la puerta.

—¡Vienen guardias! —gritó.

—Qué bien —replicó Gotrek desde detrás de la cortina.

—Jamás saldréis de aquí con vida —sentenció Landryol.

—Eso ya lo sabemos —replicó Félix, que volvió a mirar hacia la puerta. Ahora los pasos subían pesadamente por la escalera.

Del nicho llegó un ruido de madera que se partía, y un gruñido de satisfacción. La cortina se apartó y Gotrek salió, blandiendo su hacha con una mano, mientras en la otra llevaba la espada envainada de Félix.

—Mi brazo ya está completo —declaró el Matador.

En medio de un estruendo de tacones de botas, dos corsarios druchii entraron corriendo, con las espadas en la mano, y frenaron en seco ante la escena que hallaron.

—¡Matadlos! —dijo Landryol.

Los corsarios no necesitaron que se lo repitiera. Uno cargó contra Gotrek, mientras el otro saltaba sobre la cama y acometía a Félix. Jaeger apartó velozmente la espada del cuello de Landryol y paró la hoja del arma dirigida directamente hacia su cara, pero el capitán le dio una patada detrás de una rodilla y lo hizo caer sobre la cama. El corsario descargó la espada hacia él, cosa que hizo que una de las esclavas huyera hacia un rincón. Félix rodó al suelo, de donde se levantó en el momento en que el corsario iba tras él.

—Humano —lo llamó Gotrek.

Félix alzó la mirada justo a tiempo de ver que su espada describía un arco en el aire en dirección a él, lanzada por el Matador mientras paraba los ataques del otro druchii.

El oponente de Félix desvió Karaghul de un golpe cuando aún estaba en el aire, y le dirigió contra él otra estocada. Félix maldijo y saltó hacia atrás, y luego empujó hacia el elfo oscuro la mesa sobre la que descansaban la pipa y el brasero. El corsario retrocedió con paso tambaleante al intentar evitar el contacto con las ascuas encendidas, y Félix le arrojó la espada robada para luego lanzarse hacia Karaghul y desenfundarla mientras rodaba para ponerse de pie. El corsario cargó y volvieron a trabarse en combate.

Al otro lado de la cama, Gotrek bloqueó otro golpe del segundo druchii, y luego le dio una patada en el estómago. El elfo oscuro se dobló por la cintura, presa de arcadas, y dejó el cuello expuesto, pero Gotrek sólo le dio un potente golpe en la cara con la parte roma del hacha, y retrocedió.

—No morirás aún —dijo.

Se volvió hacia Landryol, que había cogido una espada enjoyada y se encontraba erguido a los pies de la cama, completamente desnudo.

—Juré que tú serías el primero en morir cuando recuperara mi hacha —le informó el Matador, al avanzar hacia él con paso decidido.

El labio superior de Landryol se contrajo en una mueca de desprecio al ponerse en guardia y extender la espada.

—Puedes intentarlo, enano. Pero me considero bastante formidable como…

El hacha de Gotrek cortó en dos la delgada hoja de la espada y se clavó en el esternón del elfo oscuro, y el resto de la jactanciosa frase no fue pronunciado.

El corsario que se enfrentaba con Félix quedó boquiabierto ante la súbita muerte de su señor. Félix lo ensartó antes de que se recobrara.

Gotrek arrancó el hacha del pecho de Landryol, y luego se volvió hacia el corsario al que había golpeado en la cabeza. El druchii aún se esforzaba por ponerse de pie.

—Ahora sí que morirás —dijo Gotrek, y lo decapitó con un tajo de revés.

La habitación quedó repentinamente silenciosa; los únicos sonidos que se oían eran las respiraciones de Félix y Gotrek, y el suave llanto de las esclavas de tálamo. Félix limpió la espada en las pieles del lecho, y la devolvió a la vaina. Tenerla otra vez le causaba una buena sensación, pero esto era sólo la primera parte de lo que tenían que hacer.

Se volvió a mirar a Gotrek.

—¿Estás listo?

—Un momento, humano.

El Matador se encaminó otra vez hacia el nicho y desapareció, para regresar con un cofre de madera abierto. El contenido destellaba en la mortecina luz del fuego. Sacó una pesada cota de malla y se la tendió a Félix. ¡Era la suya!

Debajo de ella había una profusión de brazaletes de oro, bandas para los brazos y cadenas.

—Tu oro —dijo Félix.

—Sí —asintió Gotrek, obviamente complacido—. Manchado por manos de elfos, pero está todo aquí, alabado sea Grungni.

Gotrek volvió a ponérselo todo en torno a las carnosas muñecas mientras Félix se pasaba la cota de malla por la cabeza, y luego ambos salieron otra vez al corredor. El esclavo que los había llevado hasta allí continuaba encogido junto a la puerta. Gotrek le dirigió una mirada iracunda durante un segundo, como si considerara la posibilidad de matarlo por su traición, pero luego soltó un bufido y continuó hacia la escalera.

—Los druchii le harán cosas peores —dijo.

Los esclavos de la cocina, todos reunidos en un rincón por los piratas, contemplaron con horror a Gotrek y Félix cuando bajaron por la escalera hasta la cocina, con sus armas.

—Lo habéis matado —dijo el cocinero.

Félix asintió.

Los esclavos gimieron. Una fregona joven estalló en lágrimas.

—¡Ahora nos venderán! ¡Quién sabe a quién! ¿Cómo podéis ser tan crueles?

Otra le dio palmaditas en un hombro para consolarla. Félix los miraba con ferocidad, enfadado, aunque no sabía con quién. ¿Acaso no deberían alegrarse los esclavos de que hubieran matado a su amo?

Jochen avanzó hasta ellos, con expresión ceñuda.

—Parece que hemos hecho bien al acompañaros. Los otros no han logrado salir del puerto. Los han hecho volar con su propia pólvora.

—¿Dónde has oído decir eso? —preguntó Gotrek.

Jochen inclinó la cabeza hacia el extremo oscuro de la sala, donde estaba la mesa de comedor de los esclavos. Farnir se encontraba sentado ante ella con los dos enanos a los que un rato antes había enviado en diferentes direcciones, así como con otros dos enanos, un veterano canoso con el pelo gris cortado a cepillo, y un joven que mantenía los ojos bajos, medio calvo, con una herradura de pelo color jengibre en la cabeza. La barba de los recién llegados era poco más que pelo de pocos días. Se levantaron con silenciosa reverencia cuando el Matador se volvió a mirarlos.

—¿Qué es esto? —preguntó Gotrek.

Farnir abrió la boca para hablar, pero el enano de pelo gris habló primero, al tiempo que avanzaba un paso.

—Farnir nos ha enviado mensaje para decirnos que habéis escapado de las celdas de esclavos, y hemos venido a verlo con nuestros propios ojos.

—Jamás lo habría creído —dijo el enano calvo, sacudiendo la cabeza.

—Jamás lo habrías intentado —gruñó Gotrek.

El enano de más edad inclinó respetuosamente la cabeza ante Gotrek.

—Soy Birgi, el padre de Farnir. Y éste es Skalf. Es un honor conocer a un verdadero seguidor de Grimnir.

Gotrek lo miró con frío desprecio.

—Tu vergüenza es el doble de grande que la de los otros. Vives como un esclavo y crías a tu hijo en la esclavitud. Eres más bajo que un grobi.

Birgi bajó la cabeza.

—Sí, Matador. Sabemos lo que piensas de nosotros, pero ahora mismo estarías hundido hasta la cresta en druchii, de no ser porque Farnir te trajo hasta aquí por los corredores para esclavos, y fuimos nosotros quienes le dijimos cómo llegar hasta esta casa y hasta el lugar en que retienen a los hechiceros, cuando lo preguntaste, así que podrías mostrarte cortés.

Gotrek soltó un bufido y pareció a punto de contestar, pero entonces Jochen avanzó.

—Los enanos dicen que el magíster y la vidente están abajo, en los alojamientos de los druchii —dijo—. ¿Es verdad?

Gotrek asintió. Félix suspiró al oír esa noticia.

—Yo quiero salvar Marienburgo —continuó Jochen—, pero ¿es necesario meterse en medio de todo el maldito ejército de elfos oscuros? ¿No podemos dejarlos?

—Sin ellos, no tendremos la más mínima posibilidad frente a la hechicera —dijo Aethenir, que alzó la cabeza del sitio en que estaba aseándose remilgadamente ante la bomba de agua de la cocina.

—Podemos conduciros hasta allí —dijo Birgi—. Hay túneles de servicio hasta el nivel de las esos alojamientos, pero no se puede entrar en ellos sin pasar por una puerta vigilada.

—No necesitamos guía —le espetó Gotrek.

Todos lo miraron.

—No quiero estar en deuda con enanos carentes de honor —gruñó.

—Matador, quieren ayudar —intervino Félix—, y necesitamos ayuda.

Birgi asintió.

—Haremos todo lo que podamos —dijo.

—Salvo poner en peligro vuestra vida —gruñó Gotrek.

El enano calvo alzó la cabeza al oír eso, enfadado, pero Birgi posó una mano sobre uno de sus brazos.

—Tranquilo, Skalf —dijo, antes de volver a mirar a Gotrek—. Si nuestras muertes pudieran cambiar las cosas, Matador, moriríamos. Pero si nos rebeláramos, si todos los enanos de esta arca se alzaran, los druchii simplemente nos matarían y reemplazarían por esclavos nuevos. Son demasiado fuertes.

Gotrek bufó al oír eso.

—La muerte de un solo elfo ya sería cambio suficiente.

El esclavo veterano continuó sin desanimarse.

—Te ayudaremos encantados a detener esa amenaza contra nuestras antiguas fortalezas, porque es allí donde residen nuestros corazones; pero aunque logres el éxito, esta arca continuará existiendo, y los pocos druchii a los que matéis serán olvidados cuando la siguiente flota de corsarios hakseer venga a reforzarla. Nada cambiará. Nada ha cambiado durante cuatro mil años.

—¿Dónde están retenidos los hechiceros, dentro del área de los alojamientos druchii? —preguntó Félix, antes de que Gotrek pudiera responder. No había tiempo para discusiones.

Birgi tosió y se volvió a mirarlo.

—Eh… bueno, Son retenidos por los Infinitos, los fríos bastardos que la suma hechicera ha traído consigo. Tuvimos que preparar un par de antiguos barracones para ellos. Arreglamos uno para que fuera el alojamiento de los nuevos oficiales, cavamos habitaciones nuevas, les pusimos bellos muebles… sólo lo mejor para nuestros huéspedes de tierra firme.

—¿Por qué los retienen? ¿Por qué no los han encerrado con el resto de nosotros? —preguntó Félix.

Birgi se encogió de hombros.

—Eso no lo sé; sólo sé que el templo de Khaine no permite que los hechiceros sean esclavos. Los matan en cuanto los capturan. Así que supongo que los Infinitos se los ocultan a las brujas, aunque ignoro el porqué.

Félix no acababa de entender todo eso. ¿Acaso las hechiceras no eran brujas? ¿Qué diferencia había? Ahora no importaba. Lo que importaba era cómo iban a esquivar a los guardias.

—¿Esta Heshor tiene mucho poder aquí? —preguntó.

Birgi y los otros enanos rieron.

—Ha puesto el arca patas arriba desde su llegada —dijo Skalf, el enano calvo—. Nos ha hecho navegar hacia aquí y hacia allá como si fuera la propietaria de todo. Maneja al viejo Tarlkhir con un dedo, como si fuera un títere.

—Órdenes de Naggarond —explicó Birgi—. Lo que quiera que la haya traído aquí, lo está haciendo con la autoridad del mismísimo Rey Brujo.

—¿Así que las cosas hechas en su nombre tienen peso? —preguntó Félix.

—Sí, pero… —balbució el viejo enano.

Félix se volvió a mirar a Aethenir y Gotrek.

—Si vestimos al alto elfo como druchii y fingimos ser sus prisioneros, y si él dice que les lleva a los Infinitos, por orden de Heshor, esclavos capturados durante el ataque pirata contra puerto…

—No funcionará —lo interrumpió Aethenir—. ¡No me parezco en nada a un druchii!

Los otros le echaron una mirada.

Él gimió.

—Bueno, no hablo ni remotamente como los druchii. Mi acento…

—En ese caso, será mejor que comiences a practicar —dijo Gotrek—. Y vete a buscar algo de ropa.

Aethenir suspiró, pero se marchó a regañadientes al piso superior para mirar en los armarios del druchii muerto, mientras Gotrek y Félix caían sobre la comida restante.

* * *

No mucho después volvían a serpentear por los túneles detrás de Aethenir, que llevaba puestos la armadura, el yelmo y la capa de dragón marino de Landryol, mientras Birgi iba a paso ligero a su lado informándolo del nombre del capitán de los Infinitos, y de otros nombres importantes que un corsario conocería. Félix se preguntaba si no sería todo para nada. El arca se había detenido hacía horas —al menos dos horas antes de que escaparan de la celda—, y parecía que hacía varias horas que habían luchado contra los piratas de Euler, aunque, de hecho, probablemente no había pasado más de media hora. ¿Sería posible que Heshor no hubiera pulsado aún ninguna cuerda del arpa? ¿Acaso dominar su terrible poder requería algo más que el simple acto de tocarla? ¿Había implicada alguna ceremonia? A cada paso esperaba sentir que el arca se sacudía o mecía, y oír el lejano retumbar de la tierra que salía de debajo de las olas. Pero tal vez no habría percibido nada. ¡Tal vez Heshor ya lo había hecho!

Suspiró para sí. Si ya había sucedido, tomarían la venganza que pudieran, aunque nunca sería suficiente.

Al fin se aproximaron a la puerta que Birgi decía que desembocaba cerca de la puerta principal de los barracones de los druchii. Se detuvieron a una cierta distancia de ella para realizar los últimos preparativos; metieron las armas y la cota de malla dentro de un saco que Félix y Gotrek llevarían entre ambos, y se engrilletaron a una larga cadena para esclavos que habían encontrado entre las pertenencias de Landryol. Esta medida no gustaba ni a Félix ni a los piratas, pero Gotrek la odiaba porque significaba que no podría coger el hacha con la rapidez suficiente si algo salía mal, y también que estaba depositando toda su confianza en Aethenir que, como su «captor», tenía la única llave que abría los grilletes. Pero era una medida necesaria, dado que no se permitiría que ningún prisionero capturado conservara las armas, y si querían atravesar la puerta tenían que hallarse en condiciones de superar una inspección de los guardias. No serviría que sólo se enrollaran las cadenas en torno a las muñecas y fingieran que los sujetaban.

Mientras Aethenir luchaba para poner un par de grilletes en torno a las enormes muñecas de Gotrek, Birgi les daba detalladas instrucciones para que hallaran el camino a través del área de los barracones hasta los alojamientos de los Infinitos, y luego él y los otros les brindaron un saludo de enanos.

—Buena suerte, Matador —dijo el enano viejo—. Buena suerte a todos.

Gotrek hizo una mueca despectiva y no respondió.

De repente, Farnir avanzó hasta Birgi.

—Padre, voy a ir con ellos. —Se volvió y le presentó las muñecas a Aethenir.

Birgi parpadeó, pasmado.

—Farnir, ya has arriesgado mucho. No seas…

—¿Es que no significaban nada las historias que me contabas sobre los valientes héroes enanos de la antigüedad? —preguntó Farnir.

—Por supuesto que sí —replicó Birgi—, pero…

—Esto lo hago por las fortalezas de nuestra tierra natal —dijo el joven enano, retrocediendo—. Lo hago por el honor que me dijiste que habíamos tenido en otro tiempo.

—Pero… pero esto fracasará, Farnir —lo llamó Birgi, con el rostro preso de desesperación—. No cambiará nada.

—Lo siento, padre. Debo hacerlo. —Farnir le volvió la espalda, con expresión pétrea, y dejó que Aethenir lo sumara a la fila de «prisioneros».

Gotrek rio por encima del hombro, despreciativo.

—¡Ja! Un barbanueva los avergüenza. Todos deberían afeitarse la cabeza, todos ellos. —Apartó la mirada cuando Aethenir se situó en cabeza de la fila—. Llévanos fuera, elfo. Aquí huele mal.

Aethenir inspiró profundamente, avanzó hasta la puerta y la abrió. Cuando Félix salió arrastrando los pies con los otros, se volvió a echarles una última mirada a los cuatro enanos que se habían quedado atrás. Tenían la cabeza gacha, incapaces de mirar a Gotrek ni de mirarse los unos a los otros. Sintió lástima por ellos. Si le hubieran ofrecido la alternativa de sufrir tortura y muerte o servir como esclavo, no estaba seguro de cuál habrían escogido.

Al aproximarse a la puerta, Aethenir se volvió a mirar a Félix y los demás «prisioneros».

—Bajad la cabeza, malditos —siseó—. Adoptad un aspecto derrotado.

Félix hizo lo que le decía, a pesar de que le resultaba difícil luchar contra la tentación de mirar hacia delante para ver qué se cocía. Por el temblor de la voz del alto elfo se daba cuenta de que estaba aterrorizado, cosa que lo aterrorizaba a él porque si Aethenir delataba su miedo ante los guardias, quedarían al descubierto, y eso sería el fin. Los matarían allí mismo, sin que pudieran defenderse, y no llegarían a encontrar a Max y Claudia ni a detener a la hechicera.

Estaban atravesando una amplia plaza situada ante el área de los barracones. Compañías de lanceros y espadachines druchii iban apresuradamente hacia la entrada, algunas de ellas con heridos tras de sí, tendidos en camillas: las bajas de la lucha contra los piratas, pensó Félix. Otras compañías salían a paso ligero detrás de sus capitanes… ¿a buscarlos a ellos, tal vez?

La entrada de los barracones era un amplio portal con rastrillo y torres defensivas a ambos lados. Parecía la fachada de un castillo construido en el fondo de una cueva. En el exterior hacía guardia una doble fila de soldados bien acorazados cuyo capitán autorizaba la salida y entrada de las compañías, y una docena de arqueros se paseaban por la plataforma de artillería de lo alto. Al aproximarse Aethenir y su fila de esclavos, el capitán alzó una mano y formuló una pregunta en idioma druchii.

Aethenir respondió, manteniendo una voz seca y dura y, por suerte, notablemente firme. Félix no entendió ni una palabra de las frases intercambiadas, pero oyó que el alto elfo mencionaba los nombres que le había proporcionado el viejo enano —suma hechicera Heshor, e Istultair, capitán de los Infinitos—, y parecía plantear exigencias en nombre de ellos. Félix había esperado que la magia de sus exaltados nombres los hiciera pasar por la puerta sin problemas, pero no fue así. El capitán de la guardia no parecía impresionado, y recorrió la fila con las manos cogidas a la espalda, para examinarlos de uno en uno. Le prestó particular atención a Gotrek, y volvió a detenerse ante él cuando desanduvo sus pasos a lo largo de la fila. Gotrek apretó los puños ante aquella atención, y Félix contuvo el aliento.

El capitán de la guardia le volvió la espalda y le dijo algo a Aethenir con tono socarrón. Aethenir respondió con altanería, pero Félix percibió un ligero temblor en la voz. «Todo está saliendo mal», pensó, y comenzó a correrle el sudor por los costados. El capitán le dio una réplica jovial, aunque amenazadora. Aethenir repitió la negativa y el guardia se limitó a encogerse de hombros y despedirlo con un gesto.

Aethenir se detuvo con lo que pareció furiosa indecisión, y finalmente fue hasta Gotrek.

—No me matéis, enano —murmuró—. Exige un soborno.

Extendió las manos y comenzó a tirar de dos de los brazaletes de oro más finos de Gotrek, pero el Matador gruñó y se apartó con brusquedad. Aethenir maldijo en idioma druchii y le dio una fuerte bofetada en un oído a Gotrek.

—Perro insolente —gritó en reikspiel—. ¿Te atreves a resistirte? ¡No tienes posesión ninguna! ¡Todo lo que eres y posees pertenece ahora a la suma hechicera Heshor!

Félix estuvo a punto de desmayarse. El Matador iba a asesinar al alto elfo, y luego serían hechos pedazos por los guardias. Pero, asombrosamente, Gotrek controló su genio y sólo apretó los dientes y los puños mientras el alto elfo le quitaba los brazaletes de las muñecas. Félix se daba cuenta de que el autocontrol necesario para mantenerse quieto casi estaba matando a Gotrek. Una vena le latía peligrosamente en la frente y tenía la cara rojo sangre.

Aethenir le arrojó los brazaletes al capitán de la guardia como si no valieran nada para él, y el druchii les hizo una reverencia para indicarles que podían pasar.

—Me cobraré el precio de ese oro con tu pellejo, elfo —gruñó Gotrek, cuando estuvieron fuera del alcance auditivo.

—No tenía elección —gimoteó el alto elfo—. Estoy seguro de que os dais cuenta.

—Podrías haber negociado mejor —dijo Gotrek.

Ya al otro lado de la puerta, llegaron a una amplia plaza de desfiles, con alto techo e hileras de puertas y ventanas abiertas en las paredes de piedra de ambos lados, así como pasillos que partían en todas direcciones. El lugar era un torbellino de actividad, con compañías que formaban en la plaza bajo las órdenes vociferadas por capitanes que blandían bastones, y otras compañías que llegaban y tendían a los heridos en ordenadas hileras a lo largo de un lado, mientras cirujanos, sanadores y esclavos se movían entre ellos. A Félix le recordó lo que se veía cuando uno removía la tierra de un hormiguero, aunque más ordenado.

Birgi les había dicho que los barracones que él y su cuadrilla habían acondicionado para uso de los Infinitos se encontraban en un pasillo de la izquierda que partía del otro lado del terreno de desfiles. Félix tragó nerviosamente ante la idea de pasar engrilletado y desarmado entre tantos enemigos, pero, afortunadamente, los druchii no les prestaron ni la más mínima atención, como no fuera para empujarlos a un lado si se interponían en su camino. Félix volvió a contener el aliento, temeroso de que Gotrek pudiera estallar violentamente ante tal tratamiento, pero el enano mantuvo la cabeza baja y murmuró maldiciones en khazalid durante todo el tiempo.

Al final de la plaza, Aethenir encontró el pasadizo de la izquierda, y entraron. Estaba desierto, y los sonidos del terreno de desfiles quedaron atrás al girar en el segundo recodo, hacia otra hilera de barracones. Aethenir los hizo detener en la sombra del pasadizo, y se asomaron para examinar el largo corredor. La mayoría de los barracones parecían estar desocupadas, con las ventanas tapiadas con tablones, y los escalones que subían hasta las puertas cubiertos de polvo. Sin embargo, las primeras dos de la derecha estaban acabadas de limpiar, tenían puertas nuevas y ventanas abiertas, pero, cosa inquietante, no se veía en ellas ninguna señal de actividad.

—Extraño —dijo Aethenir—. Esperaba ver guardias, o al menos esclavos.

—Tal vez estén todos dentro —sugirió Jochen.

—Echemos un vistazo —propuso Félix.

Aethenir se puso a trabajar con la llave y todos se libraron de los grilletes. Gotrek abrió el saco lleno de armas que llevaban, y sacó su hacha de dentro mientras Félix se ponía la cota de malla y se sujetaba a Karaghul en torno a la cintura. Los piratas siguieron su ejemplo, y luego todos avanzaron con cautela, aunque esta vez Aethenir ocupó la retaguardia.

Félix y Jochen alzaron la cabeza y miraron por la primera ventana a la que llegaron. En el interior había una habitación de barracón típico, salvo por el hecho de que las paredes estaban formadas por roca sólida en la que se había excavado. Contra cada pared se alineaban camastros, todos con un pequeño arcón con herrajes a los pies. Había una puerta al fondo de la habitación, y otra en una pared lateral. Unos cuantos esclavos limpiaban el suelo, y algunos druchii jóvenes se encontraban sentados en los camastros y lustraban armaduras, botas y cinturones. Los Infinitos no se encontraban allí.

—Los hechiceros podrían estar detrás de una de esas puertas —dijo Jochen, cuando volvieron a agacharse.

—Primero echemos un vistazo al otro barracón —dijo Félix.

Fueron hasta el otro barracón y miraron por las ventanas. Eran, claramente, las dependencias de oficiales. Había un vestíbulo de entrada bien amueblado, con las paredes de piedra recubiertas de madera de ébano y con apliques de luz bruja, y un corredor central que se adentraba en la oscuridad. No había nadie a la vista.

—Primero ésta —dijo Félix.

Gotrek avanzó hasta la puerta. No estaba cerrada con llave. La abrió y entró. Félix, Aethenir, Farnir y los piratas de Jochen lo siguieron. Avanzaron en silencio por el corredor. Tenía dos puertas profusamente talladas a cada lado, y una lisa al fondo. Félix y Aethenir escucharon ante cada una de las puertas talladas, pero no oyeron nada, así que continuaron.

Gotrek escuchó ante la puerta del fondo del corredor, y luego intentó abrirla. Tampoco le habían echado llave. Una sensación de inquietud se apoderó de Félix. A esas alturas, ya deberían haber encontrado oposición, alguna resistencia.

Al otro lado de la puerta había una estrecha escalera que descendía hacia la oscuridad. Aethenir creó una pequeña bola de luz con un chasquido de los dedos, y Gotrek comenzó a bajar. Félix y los otros lo siguieron.

Llegaron a una habitación de suministros a lo largo de cuyas paredes se apilaban ropa de cama, velas y géneros diversos dentro de cajones. Al otro lado de la habitación había una pesada puerta, ante la que se veían una silla y una mesa, y los restos de una comida que atraían moscas.

—Es ahí —dijo Gotrek, y echó a andar.

Félix y los demás lo siguieron cautelosamente, con las armas preparadas. Félix contuvo la respiración, esperando a cada paso que saltaran de las sombras druchii ocultos. No se produjo ataque ninguno.

Gotrek apoyó una mano sobre el picaporte y lo hizo girar. La puerta se abrió fácilmente. Abrió de par en par y dejó a la vista la negrura del otro lado.

Aethenir envió la luz por delante. La habitación era pequeña, desnuda salvo por dos camastros de paja mugrienta. Gotrek y Félix entraron con cautela. Olía a orines, sudor y comida podrida. En el suelo había harapos mugrientos y manchados de sangre. Puede que algunos hubiesen sido azul oscuro en otros tiempos, otros dorados y blancos, pero de Max y Claudia no había ni rastro.