QUINCE

QUINCE

—Tenemos que destruir el arpa —dijo Félix, con el corazón acelerado—. Ya no se trata de abrirnos paso con las armas y mantener la esperanza. Tenemos que encontrarla como sea.

—Sí —se sumó Gotrek.

—¡Con qué rapidez cambia la actitud de uno cuando su propia patria se encuentra en peligro! —comentó Aethenir.

—Eso no tiene importancia —contestó Félix con impaciencia—. ¿Cómo lo hacemos? —Alzó la mirada hacia el techo de la celda—. Sin duda, la suma hechicera debe conservarla en su poder, en algún lugar situado por encima de nosotros, pero ¿dónde?

—Vivirá entre los más altos de los altos, porque en la jerarquía de la sociedad druchii su rango está incluso por encima del rango del comandante de esta arca.

—¿Y cómo llegamos hasta ella, entonces? —preguntó Félix.

—No podemos —replicó Aethenir—. Es imposible.

—Nada es imposible —gruñó Gotrek.

—Ciertamente, es algo que podría lograr un ejército —dijo Aethenir—, pero no nosotros. A menudo, los druchii están en guerra entre sí tanto como con el mundo exterior, por lo que sus casas y palacios están protegidos contra los asedios e intentos de asesinato de todo tipo. Habrá un centenar de puertas vigiladas entre este sitio y ella, así como miles de druchii dedicados a sus asuntos por las calles, cada uno de los cuales nos reconocería como intrusos. Nunca lo lograríamos.

Félix le lanzó una mirada.

—Pensaba que erais vos quien nos instaba a ir a buscar el arpa.

—Debe intentarse, si yo quiero continuar en la senda del honor, pero no tenemos ninguna probabilidad de lograrlo —argumentó Aethenir.

—No es de extrañar que seáis una raza agonizante —murmuró Gotrek.

Félix tuvo que mostrar su acuerdo.

—Tal vez tendríamos mejores probabilidades si pusierais vuestra mente de erudito a trabajar en la búsqueda de una solución, en lugar de lamentaros de nuestra suerte.

El elfo sorbió por la nariz.

—Pensaré en ello.

—Bueno, no tardéis mucho —le advirtió Félix—. ¿Quién sabe a qué distancia estamos del mar de Manaan?

Guardaron silencio mientras le daban vueltas al problema en la cabeza. A Félix se le ocurrían ideas descabelladas, planes sacados de los melodramas de peor calidad.

Esperarían hasta que regresara el esclavista, y entonces matarían a todos los guardias, vestirían a Aethenir con el uniforme de uno de ellos, y se presentarían así ante la suma hechicera. No. Ni siquiera Gotrek podría matar a ocho guardias con las manos desnudas. Y aunque pudiera, ¿qué probabilidades había de que el esclavista regresara antes de que el arca llegara al mar de Manaanspoort?

Fingirían su muerte tan bien que el capataz no se molestaría en degollarlos, y escaparían cuando los hubiesen sacado al exterior con los otros cuerpos. No. El capataz degollaba a todos los cadáveres, sin excepción.

Le dirían al capataz que Aethenir era un maestro de la sabiduría de Hoeth que le podría contar a la suma hechicera secretos sobre las defensas de Ulthuan, si lo llevaban ante ella. No. Aunque los creyeran, el capataz se llevaría a Aethenir y dejaría a Gotrek y Félix en la celda.

Dejó caer la cabeza con desesperación. No se le ocurría nada. Aethenir tenía razón. Era imposible. Tenían demasiado poco conocimiento de qué había en el exterior de la celda. No había manera de hacer planes realistas. Ni siquiera sabían si podrían atravesar las primeras tres puertas.

Miró a Aethenir y Gotrek. No parecían estar teniendo más éxito que él. Aethenir permanecía sentado sin más, pasándose los dedos por el pelo y murmurando la misma frase una y otra vez:

—Tengo que permanecer en la senda. Tengo que permanecer en la senda.

Gotrek tenía la mirada fija ante sí, con su único ojo inexpresivo y remoto, y hacía crujir sus nudillos con aire ausente.

Félix suspiró, se recostó contra la pared y cerró los ojos, decidido a repasarlo todo una vez más. Tenía que haber algún modo. Tenía que haberlo.

* * *

Félix despertó cuando Gotrek gruñó y se sentó. Abrió los ojos y miró en torno. No parecía haber cambiado nada. Los prisioneros yacían tosiendo, gimiendo o roncando en el suelo, como de costumbre. No se oía ningún sonido extraño en el exterior de la celda. La llave no giraba en la cerradura y, sin embargo, Gotrek miraba en torno, alerta y despierto.

—¿Qué sucede? —masculló Félix, soñoliento.

—El arca se ha detenido —dijo Gotrek.

—¿Detenido? —preguntó Félix—. ¿Cómo lo sabes?

—Créeme, humano —dijo Gotrek—. El estómago de un enano sabe cuándo un barco navega… y cuándo no.

A Félix se le cayó el alma a los pies.

—Hemos llegado al mar de Manann —susurró—. ¡Nos hemos quedado sin tiempo!

Al otro lado de Félix, Aethenir alzó la cabeza.

—¿Qué decís? ¿El arca se ha detenido?

Gotrek asintió, mientras se ponía de pie.

—Debemos actuar ya.

Félix gimió, resignado. No tenían elección.

Aethenir se sentó más erguido y se apartó el pelo de los ojos.

—Dais mucho por supuesto, enano. ¿Podemos estar seguros de que es ése el motivo por el cual nos hemos detenido? Podría ser por otra razón.

—Podría ser —concedió Félix, mientras se ponía de pie junto a Gotrek—, pero ¿podemos correr el riesgo de que sea por otra razón? La hechicera podría tocar el arpa en cualquier momento. Puede que ya sea demasiado tarde.

—Pero continuamos sin tener un plan —objetó el alto elfo—. No funcionará.

—En ese caso, moriremos gloriosamente —replicó Gotrek, al tiempo que cogía las cadenas con las manos—. Faltan dos horas para la comida de la noche. Saldremos entonces, y lucharemos hasta que nos maten.

Félix lo miró.

—¿Esperarás dos horas?

Gotrek miró la puerta de la celda.

—Pasar por esa puerta sin herramientas me llevaría más de dos horas, y me detendrían en dos minutos. Tenemos que esperar. —Se irguió de golpe, y la cadena que unía sus muñecas con sus tobillos se rompió como si estuviera hecha de bizcocho seco.

Aethenir suspiró.

—Yo había esperado tener una oportunidad de rectificar mi pecado. Esta muerte será sin sentido.

Gotrek le lanzó una mirada feroz mientras se esforzaba por romper las cadenas que le unían las muñecas.

—Es mejor una muerte sin sentido que una vida de vergüenza. —Las cadenas se rompieron con un agudo tintineo. Se volvió hacia Félix y le rompió las cadenas en cuestión de segundos—. Dile a Euler que traiga a sus hombres y haré lo mismo con sus cadenas.

Félix asintió, pero antes se irguió en toda su estatura y se desperezó, levantando los brazos por encima de la cabeza. ¡La sensación fue gloriosa! Luego atravesó la muchedumbre y le dio la vuelta al comedero hasta el otro lado de la celda. Dar largas zancadas constituía otro gran placer. Se sentía como si durante los últimos días hubiera vivido como un anciano, encorvado y comiendo gachas. Ya se sentía más optimista.

Euler y algunos de sus hombres estaban jugando a un juego con guijarros y un círculo trazado en el suelo. Los otros dormían o miraban fijamente las paredes.

El pirata medio calvo alzó los ojos al aproximarse él y reparó en las cadenas colgantes.

—¿Así que ha llegado el momento, herr Jaeger?

—Sí —contestó Félix—. Saldremos cuando vuelva el carro. Id a ver a Gotrek para que rompa vuestras cadenas.

Los hombres de Euler profirieron exclamaciones de alegría al oír esto, y comenzaron a levantarse. Félix estaba a punto de dar media vuelta para volver junto a Gotrek, cuando se detuvo y se encaró otra vez con Euler.

—Eh, Euler.

—¿Sí? —preguntó el comerciante, mientras se ponía trabajosamente de pie.

—Escuchadme un momento —dijo Félix—. Las hechiceras druchii contra las que luchasteis tienen un arma, el Arpa de Destrucción, un instrumento mágico que puede levantar o hundir montañas. Tienen intención de usarla para cerrar el mar de Manaanspoort.

—¿Eh? —dijo Euler—. ¿Qué habéis dicho?

Algunos de sus hombres estaban girándose para escuchar.

—Van a hacer ascender el fondo del mar para bloquear la entrada del mar —explicó Félix—. Eso provocará una marea que destruirá Marienburgo y posiblemente Altdorf, por no mencionar que impedirá todo comercio por mar.

—¿Es una broma, Jaeger? —preguntó Euler—. Porque no me parece divertido.

Félix negó con la cabeza.

—No es una broma. Es la razón por la que os engañamos para que fuerais tras las hechiceras. Queríamos intentar arrebatársela antes de que pudieran usarla. —Miró a Euler a los ojos—. Van a usarla ahora, a menos que se lo impidamos. ¿Nos ayudaréis? ¿Lucharéis con nosotros hasta llegar la superficie del arca para buscar a la hechicera y el arpa?

—¿Qué? —bufó Euler—. Eso sería un suicidio.

—Sí —reconoció Félix.

Euler alzó una mano y le volvió la espalda.

—Lo lamento, herr Jaeger. Aquí no hay héroes. Nos separaremos en el puerto, como estaba planeado.

—¿De verdad que podéis quedaros al margen y observar cómo destruyen Marienburgo? —preguntó Félix con enfado—. Es lo que sucederá si la hechicera libera el poder del arpa. Vuestra ciudad será barrida de la faz de la tierra. Vuestro precioso imperio comercial dejará de existir.

Euler se encogió de hombros.

—¿Qué me importará eso si muero ayudándoos?

—¿No tenéis familia allí? ¿Permitiréis que mueran por vuestra cobardía?

El pirata alzó hacia él una mirada de ferocidad, y sus cadenas tintinearon al cerrar los puños.

—Me engañasteis una vez con vuestras mentiras, desgraciado, pero no me dejaré engañar otra vez. Si queréis ir a la superficie en busca de tesoros o lo que sea que perseguís, es asunto vuestro, pero no volveréis a arrastrarme a mí también. No voy a sacrificar mi vida y la de mis hombres por vuestra codicia. —Rio con sequedad y enojo—. Un arpa que eleva montañas… ¿No se os ha ocurrido una mentira mejor?

Empujó a Félix con un hombro al pasar, y comenzó a rodear el comedero hacia Gotrek, seguido por sus hombres, aunque algunos se volvieron a mirar atrás, con el ceño fruncido.

Félix suspiró mientras se preguntaba si debería intentar una vez más convencer a Euler. No parecía tener sentido. Poseía un corazón tan mezquino que era incapaz de creer que el resto de las personas no fueran ladrones.

Desanduvo sus pasos tras los piratas. El Matador había roto las cadenas de Aethenir, y ahora estaba rodeado por un apiñamiento de prisioneros asombrados por aquella demostración de fuerza. Intentaban llegar hasta él desde todas partes, hombres y mujeres le tendían las muñecas. Gotrek rompía las cadenas según iban llegando, sin cansarse: tres tirones secos los dejaban en libertad.

Entonces, los hombres de Euler se abrieron paso a través de los prisioneros más débiles y se acercaron a Gotrek, con una ancha sonrisa. Gotrek también rompió sus cadenas, sin alzar siquiera los ojos para mirar a quién liberaba.

Félix miró la multitud de prisioneros que avanzaban. La mayoría de ellos estaban tan desnutridos y débiles que apenas podían tenerse en pie. Sólo unos pocos eran algo más que cadáveres animados. No servirían prácticamente para nada en un combate. No obstante, sin Euler y sus hombres, Félix, Aethenir y Gotrek eran sólo tres, y tres no llegarían muy lejos si estaban solos.

Félix atravesó la multitud y se detuvo junto a Gotrek para dirigirles la palabra.

—Los elfos oscuros tienen intención de destruir Marienburgo y el Imperio —dijo—. Si podéis blandir una espada, necesitamos voluntarios que nos ayuden a impedírselo. Equivaldrá a la muerte, pero salvaréis a vuestras familias.

Sólo unos pocos se ofrecieron. La mayoría parecían estar demasiado aturdidos para entender lo que decía, y sólo quería poder mover los brazos y las piernas.

Félix suspiró y abandonó el asunto. Lo había intentado.

* * *

La llave giró en la cerradura y entraron los cuatro guardias con las espadas desenvainadas. Félix miró con nerviosismo a sus compañeros de cautiverio, con la esperanza de que no saltaran demasiado pronto. Pero, en todo caso, vacilaron durante demasiado tiempo mientras observaban, nerviosos, a los esclavos humanos que comenzaban a avanzar por la celda en busca de cuerpos, y los esclavos enanos entraban caminando trabajosamente, cargados con la barra de hierro de la que pendía el pesado caldero. Gotrek, Félix y Aethenir se pusieron en marcha hacia el comedero, arrastrando los pies y con las muñecas unidas para ocultar que las cadenas estaban rotas, mientras, al otro lado del comedero, Euler y sus más corpulentos hombres hacían lo mismo y ocupaban posiciones lo más cerca posible del caldero. El resto de los prisioneros avanzaron tras ellos, y la mayoría recordó no separar demasiado ni los tobillos ni las muñecas.

Félix intercambió nerviosos asentimientos de cabeza con Euler y Aethenir, mientras los esclavos enanos avanzaban hasta el comedero y comenzaban a inclinar el caldero. Y entonces sucedió. No pudieron esperar para comer, por mucho que a él le habría gustado que lo hicieran. El engaño sería descubierto en cuanto intentaran hundir las manos en las gachas.

Con un rugido animal, Gotrek dio un salto y empujó al enano más joven hacia atrás. Éste retrocedió con paso tambaleante, la barra de hierro se le deslizó del hombro y el caldero cayó al suelo, donde lo salpicó todo de gachas. Antes de que el capataz o los guardias entendieran qué sucedía, Gotrek cogió la enorme olla por las cadenas y comenzó a hacerla girar, mientras los enanos se lanzaban fuera de su alcance, alarmados. El capataz gritó y entró corriendo, sólo para ser derribado al suelo por el caldero.

Los guardias lanzaron gritos y alzaron las espadas, pero Félix, Euler y los otros ya avanzaban, y atacaron a dos de ellos, a los que derribaron al suelo, y les reventaron la cabeza contra las losas de piedra.

Los otros dos fueron tan necios como para meterse dentro del arco de giro del caldero de Gotrek, y fueron derribados, con los brazos y las costillas rotos. Las gachas lo salpicaban todo. También los recolectores de cadáveres se volvieron y gritaron de sorpresa, pero los prisioneros les saltaron encima y los derribaron.

Aethenir fue lo bastante prudente como para no ponerse en medio.

Félix volvió a erguirse y vio que el capataz intentaba incorporarse y manoteaba en busca de su espada. Le saltó encima y lo hizo caer otra vez con todo su peso, a continuación le quitó la daga que llevaba al cinturón y se la clavó en el estómago, para luego hundírsela por debajo de las costillas.

—Esto es por el latigazo —le susurró al oído, mientras moría.

Cogió la espada del capataz, y le arrancó la anilla de llaves que llevaba al cinturón para arrojársela a otro de los prisioneros.

—Abre las otras celdas cuando salgamos.

Miró en torno. Euler y los otros estaban acabando con los dos guardias que habían derribado, y Gotrek estaba alzando el caldero para dejarlo caer sobre la cabeza del segundo guardia al que había golpeado. El cráneo del druchii se rajó con un repugnante crujido. Los sesos del otro ya se derramaban sobre las losas de piedra. Los prisioneros habían matado a los recolectores de cadáveres.

Félix sacudió la cabeza, asombrado. ¡Lo habían logrado! No habían pasado más de treinta segundos, y los guardias y el capataz estaban muertos. Pero los cuatro guardias que estaban fuera de la celda hacían preguntas a voz en grito. Félix se volvió hacia la puerta mientras Euler, Una Oreja, Nariz Rota y uno de los otros tripulantes se armaban con las espadas de los guardias muertos. Gotrek recogió la barra de hierro que los esclavos habían usado para transportar el caldero. Félix tragó saliva, temiendo lo que vendría a continuación. Esta lucha había sido sólo el principio, y las extremidades ya le temblaban de agotamiento y hambre. Se sentía demasiado débil para levantar la espada.

—Matador —dijo el joven esclavo enano, que fue a detenerse ante Gotrek y le hizo una reverencia—. Permíteme que te acompañe. Puedo ayudarte a encontrar el camino.

—¡Farnir, pedazo de necio! —dijo el enano más viejo—. ¡Los amos te matarán!

Gotrek apartó a un lado al joven enano.

—Ya me has indicado el camino, perjuro —dijo, luego reunió las cadenas del caldero en la mano izquierda y echó a andar hacia la puerta, con la barra de hierro en la derecha y arrastrando la pesada olla tras de sí con la otra, como si se tratara de la cabeza de un mayal gigantesco.

Félix y Euler salieron a la sala principal detrás de él, seguidos de cerca por la tripulación pirata, y Aethenir se situó tímidamente en último lugar. Los cuatro guardias de reserva estaban avanzando cautelosamente hacia la celda abierta, con las espadas desnudas, mientras otros tres guardias y el funcionario observaban y gritaban preguntas desde dentro de la jaula. Los dos enormes carros se encontraban detenidos cerca de las puertas de las celdas, cada uno cargado con calderos gigantes. Junto a uno había dos esclavos enanos muy musculosos que los observaban con asombro.

Los cuatro guardias gritaron y cargaron con las espadas en alto. Gotrek rugió a modo de respuesta y volvió a hacer girar en gran caldero en torno de sí, para luego soltar las cadenas. Voló hacia los guardias, derribando a uno y haciendo que los otros saltaran por encima de las vallas de madera bajas que dividían la habitación. Félix, Euler y los otros se lanzaron al ataque antes de que se hubieran recuperado.

Félix le asestó un tajo en el cuello a uno de ellos cuando intentaba levantarse, y paró un golpe salvaje de otro. Tenía el brazo tan débil que el siguiente ataque del druchii casi le lanzó su propia espada contra la cara. Retrocedió y paró otro golpe, aún más potente, por un pelo. Soltó un juramento. Al parecer, incluso los inferiores guardias de prisión druchii eran espadachines mejores y más rápidos que él. Dirigió un tajo desesperado contra la destellante arma del guardia, y supo que no bastaría, pero entonces cayó una barra de hierro que partió la cabeza del druchii como si fuera un huevo.

Félix volvió la cabeza y vio que Gotrek pasaba rugiendo hacia donde Euler y tres de sus hombres intentaban derribar al último guardia, que luchaba furiosamente contra ellos.

Uno de los piratas retrocedió con paso tambaleante, gritando, mientras las entrañas se le derramaban a través de un tajo que tenía en el vientre. Gotrek lo apartó de un empujón y descargó la barra de hierro sobre el brazo con que empuñaba la espada, que se partió, y el druchii dejó caer el arma al suelo. Los piratas ensartaron al druchii y luego lo cortaron en pedazos para descargar su furia contenida.

Detrás de la refriega, los prisioneros salían de la celda con paso vacilante y parpadeaban al mirarlo todo con asombro de sonámbulo. El prisionero al que Félix le había dado la anilla de llaves abrió otra puerta y agitó un brazo para llamar a los de dentro.

—¡Libres! ¡Sois libres! —gritó.

Por un breve segundo, Félix se preguntó si estaría haciéndoles algún favor a aquellos pobres desdichados medio muertos de hambre al ponerlos en libertad. Probablemente, los guardias los matarían. No había tiempo para pensar en el asunto.

Los piratas les quitaron las espadas y las dagas a los guardias muertos, y avanzaron hacia la jaula. Gotrek y Félix se reunieron con ellos y se abrieron paso hasta la vanguardia, justo a tiempo de ver que los tres carceleros salían de la sala de guardia armados con ballestas de extraño aspecto. El funcionario había desaparecido dentro de la otra habitación, y Félix oyó el metálico repique de una campana de alarma.

Gotrek, Félix y los otros se lanzaron contra los barrotes de la jaula e intentaron pinchar a través de ellos a los guardias, que retrocedieron de un salto para ponerse fuera de su alcance, y dispararon. Uno le erró a Félix por un pelo, y uno de los piratas cayó entre alaridos, al tiempo que se llevaba las manos a la cara. A Félix se le hizo un nudo en el estómago al ver que en la ranura de cada ballesta aparecía una flecha nueva y la cuerda se tensaba por sí sola. ¡Los masacrarían!

Félix y los piratas intentaban herir a los guardias con las espadas, pero sólo Gotrek, armado con la larga barra de hierro, podía llegar hasta ellos. De un golpe le arrebató la ballesta de las manos a uno de los druchii, y golpeó a otro en un hombro, haciéndole errar el disparo.

El guardia que llevaba las llaves al cinturón le disparó al Matador, pero Gotrek se agachó y la saeta hirió a un prisionero. El Matador volvió a atacar al guardia de las llaves, pero falló. El druchii retrocedió para esquivarlo, y giró para regresar a la sala de guardia con sus compañeros, que, demasiado tarde, comenzaban a darse cuenta de que deberían haberse mantenido fuera de la vista. Gotrek lo persiguió agitando la barra de hierro tras él, pero le dio a otro al que derribó al suelo.

Maldiciendo, Félix se abrió paso a empujones hasta los barrotes, cogió por la hoja la daga del capataz y la lanzó. El pomo del arma golpeó al guardia de las llaves en la nuca, y el druchii fue a caer junto al otro guardia derribado.

—Buen trabajo, humano —dijo Gotrek.

Por desgracia, los golpes no habían bastado para hacer perder el conocimiento a ninguno de los guardias que comenzaron a levantarse instantáneamente, pero habían caído demasiado cerca de los barrotes y los piratas los atravesaron cuando se ponían de pie. El guardia de las llaves volvió a desplomarse, con el pie izquierdo tentadoramente al alcance.

Félix pasó rápidamente un brazo a través de los barrotes para intentar coger al druchii por el tobillo, en el momento en que el carcelero restante lo cogía por debajo de los brazos e intentaba arrastrarlo hacia la sala de guardia. Félix tiró en sentido contrario, gruñendo a causa del esfuerzo, mientras el tobillo se le escapaba de la mano. Entonces la barra de hierro de Gotrek avanzó de repente y golpeó en el pecho al último guardia, que cayó, inspirando con dificultad.

Félix tiró con toda su alma —que en ese momento no era gran cosa—, y arrastró al guardia muerto casi un metro hacia los barrotes. Lo soltó y desplazó la mano hacia las llaves. Quedaban a unos centímetros de sus dedos.

El guardia superviviente se sentó, respirando trabajosamente, y gateó para volver a coger por los brazos al camarada muerto, pero, con un impacto que le hizo zumbar los oídos a Félix, la barra de hierro de Gotrek descendió sobre los hombros del druchii, que se desplomó.

Félix volvió a tirar del tobillo del guardia muerto y lo aproximó un poco más. Pasó la otra mano por los barrotes, y esta vez cerró los dedos en torno al llavero, que contenía dos llaves. Lo arrancó del cinturón del guardia, lo sacó a través de los barrotes y luego se lo arrojó a Aethenir, que daba vueltas ansiosamente detrás de los piratas.

El alto elfo avanzó hacia la puerta de la jaula mientras Félix, Gotrek y los piratas vigilaban las puertas. Probó con una llave. No giró. Euler soltó una maldición.

Probó con la otra y se oyó un satisfactorio chasquido. Euler y Félix pasaron junto a él, abrieron la puerta de un golpe y volvieron a clavarles estocadas a todos los guardias caídos, sólo para asegurarse.

Mientras los piratas despojaban a los guardias muertos de sus espadas y ballestas, y continuaban adelante, Gotrek avanzó pesadamente hasta la puerta de salida, un enrejado de pesadas tiras de hierro, y la sacudió. Apenas logró estremecerla. A través de ella, Félix veía movimientos preocupantes en el extremo opuesto del corto corredor.

—Vamos, enano —le espetó Euler, intranquilo—. No me digáis que estamos acabados antes de haber empezado. Pensaba que teníais un plan.

Sin hacerle el menor caso, Gotrek examinó con cuidado los bordes de la puerta. Tanto la cerradura como los goznes estaban ocultos detrás de la piedra del marco.

—Los malditos esclavos enanos construyeron demasiado bien para sus amos —gruñó el Matador—. Puede que resulte más difícil de lo que yo pensaba.

Una flecha de asta negra rebotó contra una de las tiras de hierro y cayó dentro de la habitación. Unas cuantas más rebotaron contra la rejilla, pero no la atravesaron. Félix retrocedió y volvió a mirar a través de la puerta. Al fondo del corto corredor había formado media docena de guardias que los apuntaban con ballestas de repetición.

—¡Por las profundidades de Manann! —gimió Euler—. Estamos acabados.

—Todavía no. Venid. —Gotrek dio media vuelta y regresó a paso ligero a la zona más amplia de la habitación, donde se abrió paso hacia los enormes carros de los calderos por entre el gentío de prisioneros que daban vueltas con paso vacilante—. ¡Apartaos todos de la puerta! —gritó.

Félix, Euler y los piratas corrieron tras Gotrek, curiosos. Gotrek examinó ambos carros. Cada uno era más alto que un hombre y llevaba doce calderos encima —seis arriba y seis abajo—, todos colgados mediante cadenas de fuertes trípodes de madera integrados en la pesada estructura. En el primer carro —el que llevaba las ollas para la celda de ellos—, estaban vacías todas las ollas menos dos, pero las del segundo estaban todas llenas.

—Éste —dijo el Matador, al tiempo que le daba una palmada—. Démosle la vuelta.

Félix y algunos de los piratas hicieron girar poco a poco el carro cargado hasta dejarlo encarado con la puerta, mientras Gotrek iba hasta el otro carro y cogía uno de los calderos vacíos. Lo llevó hasta el carro cargado y usó las cadenas para engancharlo en la parte frontal como si fuera la cabeza de un ariete, y luego fue a reunirse con los demás ante la barra de empuje de la parte posterior.

Farnir, el joven esclavo enano, y los dos enanos que habían empujado el carro se les acercaron.

—Déjanos ayudar —pidió Farnir—. Por favor.

Gotrek les volvió la espalda sin pronunciar palabra.

—¡No! —les gritó el viejo esclavo enano a los otros, desde la puerta de la celda—. ¡Quedaos aquí! ¡Esperad a los amos!

—¡Despejar el camino! —gritó Félix, al tiempo que agitaba una mano para llamar la atención de los prisioneros que daban vueltas sin objeto.

—¡Ahora! —dijo Gotrek, y empujó. Félix y los piratas se unieron a él. El carro comenzó a rodar y acelerar con rapidez sobre las losas de piedra. Los hombres y el enano echaron a correr, y los calderos se balancearon un poco atrás y adelante, entre crujidos, y comenzaron a salpicar.

«Si la puerta no se abre —pensó Félix—, esto va a doler».

El carro pasó a toda velocidad por la puerta de la jaula, con apenas centímetros de margen a cada lado, y se estrelló contra la puerta exterior con un estruendo como el que harían dos acorazados de los enanos al colisionar. Los doce calderos llenos se fueron hacia delante, añadiendo un segundo impacto y salpicándolo todo de gachas y agua.

Los trípodes se rajaron y partieron, y algunas de las grandes ollas saltaron de los ganchos y se estrellaron contra el suelo.

La puerta de reja, por desgracia, no se abrió, y Félix se estrelló contra la parte posterior del carro, junto con los otros. Se golpeó una mejilla contra la estructura de madera, se le aflojó un diente, y su espalda chocó con la barra de empuje cuando los piratas que tenía detrás se le fueron encima. Había estado en lo cierto. Dolía.

Gimiendo y maldiciendo, Gotrek, Félix y los piratas salieron de detrás del carro para examinar el daño causado a la puerta. El enrejado de tiras de hierro estaba hundido en el centro, donde el caldero que hacía las veces de cabeza de ariete se había estrellado contra él, y el marco de hierro de la puerta estaba combado hacia dentro, pero los goznes aún resistían y el gatillo de la cerradura no se había zafado del todo de su alojamiento.

—¡Otra vez! —gritó Gotrek, y comenzó a tirar de la barra de empuje.

Al retirar el carro hacia la zona más amplia de la sala, se hizo evidente que había perdido buena parte de su integridad estructural. Las ruedas oscilaban y algunos de los calderos pendían en ángulo extraño, pero continuaba rodando. Cuando lo tuvieron en posición, Gotrek le colocó otro caldero en la parte frontal —el primero se había rajado y aplastado hasta quedar casi plano—, y volvieron a empujar.

Esta vez traqueteó y se estremeció al ir rebotando por el suelo, y tuvieron que esforzarse para evitar que se desviara. Uno de los calderos golpeó contra un lateral de la puerta de la jaula al pasar por ella, pero lograron atravesarla y estrellaron el carro otra vez contra la puerta de salida. Esta vez el estruendo fue aún peor, y los calderos y trozos de madera salieron volando hacia todas partes, pero, con una detonación metálica ensordecedora, la puerta exterior se abrió y, se encontraron dando traspiés por el ancho corredor del otro lado, tras el carro que se desintegraba con rapidez.

—¡Continuad! —gritó Gotrek.

Félix y los demás obedecieron la orden y aceleraron por el corredor hacia la formación de arqueros, mientras las flechas rebotaban en los calderos que se balanceaban y se clavaban en los maderos rajados. El resto de los piratas los seguían, agachados en una desordenada doble fila detrás del carro, algunos con calderos que sujetaban ante sí como escudos, otros respondiendo a los disparos con ballestas arrebatadas a los carceleros o saqueadas de la sala de guardia.

Félix oyó que alguien gritaba una orden y los ballesteros retrocedieron ante ellos para desaparecer por la izquierda. Luego, a unos diez pasos del fondo del corredor, una de las ruedas delanteras del carro se soltó y se alejó rodando, mientras el carro caía sobre el extremo del eje y dejaba un profundo arañazo en las losas de piedra del suelo. Por desgracia, Gotrek, Félix y los otros que empujaban no dejaron de hacerlo a tiempo, y el carro se desvió bruscamente al pivotar sobre el extremo del eje que arrastraba por el suelo, para luego inclinarse lentamente y caer de costado. Resbaló ruidosamente hasta detenerse, mientras calderos y trozos de madera se alejaban rebotando, y ante él se derramaba una ola de agua y gachas mohosas.

Los fugitivos se detuvieron justo antes del final del corredor porque no querían meterse de cabeza bajo una lluvia de saetas, y avanzaron con precaución. Félix se asomó a mirar a izquierda y derecha, para hacerse una idea de la disposición de la zona.

La sala era grande y octogonal —una confluencia de cuatro corredores—, todos idénticos a aquel en el que se encontraban. Los ballesteros se habían retirado hasta la entrada del corredor que tenían a la izquierda. En la pared que partía en ángulo hacia la derecha había otra reja de hierro, ésta ante una ancha escalinata que ascendía hacia la oscuridad. Detrás de ella había seis guardias preparados, armados con espadas y ballestas.

—Un fuego cruzado —dijo Félix, y se le cayó el alma a los pies.

—Y otra reja para la que no tenemos llave —dijo Aethenir.

—No creo que el carro pueda servirnos de mucho esta vez —comentó Euler.

Gotrek clavaba en la puerta una feroz mirada con su único ojo, asomándose más allá de lo que Félix consideraba seguro. Ésta vez no se trataba de un entramado, sino de barrotes que iban del suelo al techo, con poca separación entre sí, y que tenían una ancha puerta de barrotes verticales en el centro.

«Era mucho más fácil disparar a través de ella», pensó Félix, que tragó con nerviosismo.

Pero Gotrek no pareció desanimarse.

—Fácil —dijo al fin, y se volvió a mirar a Euler—. Quiero calderos que actúen como escudos en torno a mí, y ballestas en el centro.

Euler llamó con un silbido a cuatro de sus piratas. Cogieron cuatro calderos, cuyas cadenas envolvieron en torno a un brazo para sujetarlos como escudos, y empuñaron una ballesta con la otra mano. Félix cogió un quinto caldero y gimió bajo su peso. Aquellas cosas eran asombrosamente pesadas incluso cuando estaban vacías y, sin embargo, Gotrek había hecho girar una como si fuera una maza. Entonces, Félix y los cuatro piratas formaron en apretado círculo alrededor de Gotrek, mientras que los otros piratas y prisioneros se disponían a correr hacia la puerta en el instante en que se abriera. Félix reparó en que los tres esclavos enanos se habían unido al resto.

—Ahora —dijo Gotrek.

Félix y los otros salieron corriendo hacia la derecha, en dirección a la reja. De inmediato comenzaron a rebotar saetas de ballesta sobre los calderos, y a pasar rasando el suelo junto a sus pies, y Félix tuvo que realizar un esfuerzo para ralentizar el paso de acuerdo con la velocidad de Gotrek. La tentación de huir de los disparos era casi abrumadora.

Cuando llegaron a la reja, los piratas dispararon las ballestas a través de los barrotes contra los guardias del otro lado, y los obligaron a retroceder hacia la escalera. Gotrek los acometía con la barra de hierro. El marco de la puerta no era más que cuatro barras de hierro forjadas en forma de rectángulo, y el espacio que mediaba entre él y la puerta era del ancho de dos dedos. Espacio de sobras para que Gotrek metiera un extremo de la barra de hierro y tirara, cosa que hizo. La encajó justo por encima de la placa cuadrada que ocultaba el pestillo, y comenzó a hacer palanca hacia el lado con la intención de deformar el marco lo bastante como para que el pestillo saltara del alojamiento y la puerta se abriera.

Gotrek se acuclilló y empujó con todas sus fuerzas. El marco rechinó. Félix y los otros portadores de escudos se acuclillaron con el Matador para ocultarse al máximo detrás de los calderos mientras disparaban contra los ballesteros druchii del otro lado de la reja. Los arqueros retrocedían escaleras arriba y respondían con otros disparos. Más saetas rebotaron contra el caldero de Félix. La punta de una atravesó la olla. Uno de los piratas bramó cuando una saeta se le clavó en un pie descalzo y estuvo a punto de caer.

Gotrek continuaba tirando. El marco de la puerta estaba curvándose hacia fuera, pero no lo suficiente, porque la barra se curvaba más que la puerta. Félix temía que fuera a partirse.

—Pensaba que habías dicho que ésta sería más fácil —dijo Félix.

—Cállate, humano —le respondió Gotrek con voz ronca.

Un guardia cayó rodando por la escalera hasta el suelo, con una saeta clavada en el pecho. Otro dio media vuelta y subió corriendo los escalones, agotadas sus flechas, pero los otros cuatro continuaron disparando. Una línea de ardiente dolor recorrió una espinilla de Félix cuando una saeta le hizo un corte al pasar rozándola. Otra rebotó contra el suelo de piedra y se clavó en una pantorrilla de Gotrek. El enano gruñó, pero continuó tirando.

—Deprisa, enano —dijo uno de los piratas con los dientes apretados.

Félix oyó el golpeteo de pies descalzos detrás de sí, pero, antes de que pudiera volverse a mirar, alguien se abrió paso empujando entre dos de los calderos. Félix estuvo a punto de atacar con la espada, pero se contuvo al ver que era el joven enano Farnir. Llevaba una flecha clavada en la espalda.

Sin pronunciar palabra, el esclavo aferró la barra de hierro aproximadamente por la mitad para sumar su fuerza a la de Gotrek. El marco de la puerta rechinó. Félix preparó la espada, expectante. Los piratas dispararon sus últimas saetas hacia los guardias.

—¡Uno, dos, TRES! —dijo la ronca y forzada voz de Gotrek, y él y Farnir tiraron a la vez. El metal rechinó sonoramente, y, de repente, los dos enanos salieron despedidos hacia un lado, dando traspiés, mientras se abría la puerta.

Los guardias de la escalera dejaron caer las ballestas y bajaron corriendo para mantenerla cerrada, pero llegaron demasiado tarde. Félix y los piratas irrumpieron a través de ella detrás de los calderos-escudo, los derribaron y los mataron antes de que pudieran desenvainar las espadas. Gotrek y los otros cargaron tras ellos. El matador golpeó las piernas de dos guardias con la barra de hierro y los hizo caer, y Félix derribó a otro con un golpe de caldero. Al pasar por encima del elfo oscuro le clavó la espada en la garganta, y luego se volvió para encararse con otro. No quedaba ninguno. Los piratas habían acabado con todos.

Félix arrojó el caldero a un lado con un suspiro de alivio. Tenía la sensación de que se le había roto el hombro por llevarlo. Se oyó un estruendo de pies que corrían.

Al volverse, Félix vio que Aethenir, Euler y el resto de los piratas, así como una turba de prisioneros, salían al descubierto y corrían hacia ellos. Un puñado cayó herido por las flechas de los druchii del otro corredor, pero el resto continuó adelante.

Gotrek se arrancó la saeta que se le había clavado en la pantorrilla, mientras los primeros piratas atravesaban la puerta y recogían las armas de los guardias muertos. Aethenir escogió una ballesta.

—Bien hecho, enano —gritó Euler.

El Matador se encogió de hombros y se volvió hacia la escalera.

—Esto es sólo el comienzo.

Félix y Aethenir se reunieron con él y comenzaron a subir la escalera hacia la oscuridad, con Euler, los piratas y el resto detrás.

Félix temía que encontrarían a toda la guarnición del arca esperándolos al final de la escalera, pero aunque oían tambores de alarma que sonaban en todas direcciones, al parecer los refuerzos aún iban de camino. Se alegró de ello. Habían ascendido seis tramos de escalera que lo habían dejado empapado de sudor y con las piernas como de gelatina.

Aethenir se recostó contra la pared, con los ojos entornados. Junto a él, Euler jadeaba con las manos en las rodillas, mientras los piratas se recuperaban en torno a ellos y miraban ansiosamente a un lado y a otro del amplio corredor de alto techo.

Pasado un momento, Euler se rehizo e irguió.

—Bueno —dijo—. ¿En qué dirección está el puerto?

—¿Estáis seguro de que no cambiaréis de opinión, Euler? —preguntó Félix.

Euler rio.

—Mucho.

Gotrek señaló hacia la izquierda, por el pasillo.

Euler le hizo una reverencia.

—Gracias, herr enano. Nos habéis rendido un gran servicio. —Se volvió a mirar a Félix, sonriente—. Bueno, herr Jaeger, parece que esto es un adiós.

Félix asintió, nada dispuesto a imitar la falsa bonhomía del pirata.

—Adiós, Euler. Buena suerte, supongo.

La sonrisa de Euler se ensanchó.

—No lo habéis entendido, herr Jaeger. ¡Esto es un ADIÓS!

Y con esto, Euler y sus piratas atacaron.