CATORCE
La sorpresa se abrió paso a través de la indiferencia inducida en Félix por la droga.
—¿Herr Euler?
—¡Sí, mentiroso embaucador! —replicó Euler, mientras los restos de su tripulación se ponían de pie en torno a él—. Primero vinieron a buscarnos las condenadas ratas, y luego toda una flota de elfos oscuros. ¡Por los abismos de Manann, maldigo el día en que entrasteis en mi casa, desgraciado!
Los hombres miraron amenazadoramente a Félix, que vio a Nariz Rota y a Una Oreja entre ellos. No sabía cuánto daño podían causar con las muñecas y los tobillos engrilletados, pero no quería averiguarlo. Le lanzó una mirada a Gotrek. El Matador continuaba con los ojos fijos ante sí, al parecer sin darse cuenta de nada de lo que sucedía.
Félix levantó las manos tanto como se lo permitió la cadena.
—Herr Euler, por favor, yo no os mentí. Lo único que sucedió fue que no conocía todos los hechos. Pensaba que la nave de exploración estaba sola.
—Una historia muy verosímil —se burló Euler.
—Pero ¿qué os ha sucedido? —quiso saber Félix—. ¿El magíster Schrieber y fraulein Pallenberger están con vosotros? ¿Sobrevivieron?
—¿Y mi guardia, Celorael, está vivo? —preguntó Aethenir.
Euler se encogió de hombros.
—El elfo murió luchando contra las ratas. Los hechiceros estaban vivos cuando los trajeron aquí, pero se los llevaron.
A Félix se le cayó el alma a los pies al oír esto último. ¿Adónde los habían llevado? ¿Qué les habían hecho? ¿Estarían vivos todavía?
—Al menos, ellos se portaron bien con nosotros —prosiguió Euler—. No se escabulleron cuando las cosas se pusieron feas, como algunos a quienes podría mencionar. Aunque la pequeña vidente está como una auténtica cabra, debo añadir.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Félix.
—Cuando descubrió que vos habíais desaparecido en la lucha contra las ratas, saltó al mar. Pensó que se os habían llevado.
Félix parpadeó.
—¿Saltó al agua?
—Sí —dijo Euler—. Expulsamos a esas ratas y descubrimos que habíais desaparecido. El magíster Schrieber insistió en que diéramos media vuelta y os buscáramos, convencido de que habíais caído por la borda, pero la vidente dijo que os tenían las ratas y que debíamos bucear hasta su nave para salvaros. —Sacudió la cabeza—. No se veía ninguna nave, pero ella dijo que estaba bajo el agua y que era todo culpa suya. Se zambulló con toda la ropa puesta, y tuvimos que echarle un garfio para que no se ahogara.
Félix volvió a parpadear.
—Eso… sí que parece algo peculiar. —¿Qué podía haber querido decir Claudia con eso de que era culpa suya? Ella no había llamado a los skavens. Habían ido tras él y Gotrek desde el principio.
—Pero se portó muy bien cuando encontramos a los elfos oscuros. Ella y el magíster los atacaron con luz y rayos como si fueran el sol y la tormenta, aunque no bastó. —Negó con la cabeza—. Casi habíamos alcanzado vuestro pequeño barco de exploración, cuando salieron cinco galeras negras de la niebla. Dimos media vuelta para huir, pero no podíamos competir con su velocidad. El magíster y la muchacha lanzaron sus hechizos desde la popa, mientras los bombardeábamos con los cañones de balas de cuatro kilos. Los rayos de ella prendieron fuego a una de las galeras, que chocó contra otra, pero entonces la nave de exploración se situó en vanguardia y seis mujeres aparecieron en la proa. —Escupió—. Ése fue el fin de vuestros amigos, y luego el fin de nosotros. Unas extrañas nubes negras los golpearon y derribaron sobre la cubierta, se atragantaron y vomitaron, y al quedar ellos fuera de combate no tuvimos ni la más mínima posibilidad.
Aethenir murmuró algo al oír esto, pero Félix no lo entendió.
—Lo lamento, herr Euler —dijo Jaeger—. No tenía ni idea de que fuera a acabar así. —Por muy mal que le cayera aquel hombre, no le desearía esa suerte a nadie. Por supuesto, si el estúpido no hubiera salido a perseguirlos en busca de tesoros, estaría en su casa, mordisqueando pastelitos en su acogedora casa.
—Me importa un bledo que lo «lamentéis» —respondió Euler—. Ya arreglaremos las cosas entre nosotros, si logramos salir de este pozo. —Volvió a sentarse y recostarse contra el muro—. Hasta entonces, simplemente manteneos apartado de mí y de los míos. Traéis mala suerte.
Félix asintió, y luego avanzó con dificultad entre los cuerpos apiñados de los demás prisioneros, hacia la pared opuesta, donde buscó un sitio en el que sentarse. Gotrek y Aethenir fueron tras él, con rostro inexpresivo.
* * *
Félix despertó pasado un tiempo indeterminado, con mal sabor en la boca, seca, y dolor de cabeza, pero al fin libre de la soñolienta letargía causada por el humo negro. Miró en torno con ojos legañosos. Dentro de la celda, la oscuridad teñida por la luz de antorcha no había cambiado, así que resultaba imposible saber durante cuánto tiempo había dormido. Los cuerpos mugrientos de los otros prisioneros se apretaban contra él por todas partes. La mayoría yacían acurrucados y dormidos, aunque otros gemían de dolor, permanecían sentados con los ojos fijos ante sí, o temblaban y se retorcían presas de la enfermedad, mientras nubes de moscas ascendían y descendían sobre ellos, y las formas negras de intrépidas ratas se movían entre el gentío. Junto a él, Aethenir tenía la cabeza apoyada en las rodillas, y las engrilletadas manos cogidas sobre el regazo. Gotrek medio yacía de costado. Nadie hablaba. Nadie despotricaba. Nadie intentaba quitarse los grilletes.
¿Y por qué iban a hacerlo? Antes, Félix no había captado la realidad de su situación. La lasitud provocada por la droga, la sorpresa de ver allí a Euler, la historia que les había contado… todo esto había desplazado momentáneamente la realidad. Pero ahora, al despertar entre los perdidos y los condenados dentro de un corral de esclavos situada en las profundidades de una flotante isla de elfos oscuros que, sin duda, navegaba hacia las remotas orillas de Naggaroth con innumerables guerreros y hechiceras de los elfos oscuros interpuestos entre ellos y la dudosa escapatoria que ofrecía el mar, comprendía la desesperanza de quienes lo rodeaban. No había esperanza. Ni la más remota. Morirían allí, o como esclavos en alguna ciudad de los elfos oscuros. Pensó que ojalá tuviera más humo negro. Todo sería mejor con unas cuantas inspiraciones de placentero olvido.
A su derecha, Aethenir se movió, luego alzó la cabeza y abrió los ojos.
Volvió a cerrarlos con un gemido.
—Así que no era un sueño.
—¿No estáis contento? —preguntó Félix con acritud—. ¿No queríais encontrar a los elfos oscuros para recuperar el arpa?
—No hagáis bromas, herr Jaeger —dijo el alto elfo—. Ya no hay esperanza para nosotros. Habría sido mejor que nos mataran los dientes del dragón, ya que la muerte que los druchii dan a los esclavos es cruel en comparación. —Se estremeció.
Extrañamente, aunque él había estado pensando más o menos lo mismo segundos antes, el hecho de oír a Aethenir decirlo en voz alta despertó el espíritu de contradicción de Félix.
—Mientras hay vida, hay esperanza —dijo, intentando hablar como si lo dijera en serio.
—No estamos vivos —replicó Aethenir—. Morimos en el momento en que la red de los druchii cayó sobre nuestras cabezas. Nuestros cadáveres aún sufren espasmos, eso es todo.
Gotrek despertó con un bufido, a la izquierda de Félix. Parpadeó y miró alrededor; entonces, por instinto, intentó pasar una mano por encima del hombro para coger el hacha. Las cadenas se lo impidieron, y él tironeó con más fuerza.
—No la tienes, Gotrek —dijo Félix.
—¿Dónde está?
—Se la llevaron los elfos oscuros.
Gotrek se esforzó para sentarse, luchando contra los grilletes. Se detuvo al posar los ojos sobre los brazos recubiertos de sangre seca.
—¿Dónde está mi oro?
—Eso también se lo llevaron.
Gotrek quedó inmóvil, con las manos cerradas con tal fuerza que las muñecas, al hincharse, hicieron crujir los grilletes.
—Mataré hasta el último elfo de este lugar.
Se puso de pie, gruñendo, y aferró la cadena que unía los grilletes de las muñecas con los que le rodeaban los tobillos, dispuesto a arrancarla.
—Espera, Gotrek —dijo Félix. Si iba a fingir estar esperanzado, debía fingir también que hacía todo lo posible para convertir esa esperanza en realidad—. Necesitamos un plan.
—Al infierno con todos los planes —dijo Gotrek, y se enrolló la cadena en tomo a las muñecas engrilletadas—. No me quedaré encadenado.
Los otros prisioneros se volvían a mirar al Matador con ojos soñolientos.
—Cállate, ¿quieres? —dijo una voz cansada.
—Gotrek —susurró Félix con urgencia—. Si les das a conocer ahora tu fuerza, los druchii te matarán antes de que tengas oportunidad de actuar. Ocúltala hasta que puedas hacer algo útil con ella.
—¿Qué es más útil que matar druchii?
—¿A cuántos matarás desarmado? —preguntó Félix—. ¿A unos pocos carceleros? ¿Basta con eso? ¿No te gustaría morir con tu hacha en las manos?
Gotrek se detuvo y miró a Félix con su único ojo encendido.
—Sí, ya lo creo.
—En ese caso, espera. Podríamos hallar un modo de escapar de esta celda para ir a buscarla.
—¿Y si no? —quiso saber Gotrek.
—En ese caso, me parecerá muy bien que te libres de las cadenas y mates a tantos como puedas.
Gotrek gruñó y soltó las cadenas.
—¿Y tienes algún plan, humano?
Félix se encogió de hombros.
—De momento, no.
Aethenir alzó la cabeza.
—Sé dónde están vuestras armas —dijo—. Y vuestro oro.
Ambos se volvieron a mirarlo.
—¿Dónde? —preguntaron, los dos a la vez.
El alto elfo se encogió ante tanta atención.
—Eh… quiero decir que sé quién los tiene. El capitán corsario que os las quitó. Se llama Landryol Alaveloz. Le oí decir que pensaba vender vuestras cosas a un coleccionista, en Karond Kar.
—¿Y de qué nos sirve eso? —gruñó Gotrek.
Aethenir se encogió de hombros.
—Sabiendo su nombre, podríamos averiguar dónde está su alojamiento, y entonces… —Calló para recorrer otra vez con la mirada la húmeda celda atestada, y luego dirigir los ojos hacia la sólida puerta de hierro—. Y entonces… —Suspiró y volvió a apoyar la frente en las rodillas—. Es igual.
—Landryol —gruñó Gotrek, mientras volvía a sentarse—. Será el primero que muera cuando recupere mi hacha.
De repente, Aethenir volvió a alzar la cabeza.
—¡Por Asuryan! ¡Lo había olvidado!
—¿Qué sucede, alto señor? —preguntó Félix, que esperaba, contra toda probabilidad, que el elfo acabara de recordar algún hechizo que milagrosamente pudiera sacarlos de la situación en que se encontraban.
—¡La suma hechicera! —exclamó, al tiempo que volvía la cabeza para mirarlos—. ¡La vi cuando nos traían hacia este lugar!
—También yo la vi —recordó Félix.
—¡Si ella está aquí, también está aquí el arpa! —dijo Aethenir. Miró a Félix—. Tal vez sí que podamos recuperarla.
—Moriríamos mucho antes de llegar hasta ella —intervino Gotrek—. Entre ella y nosotros hay enemigos sin cuenta —murmuró con la mirada perdida.
—¡En ese caso, debemos esquivarlos! —gritó Aethenir—. Lo único que importa es el arpa. ¡Si no la recuperamos, Ulthuan estará condenada!
Gotrek hizo una mueca a causa del tono agudo de la voz del elfo.
—Buen viento y buena vela —murmuró.
Aethenir se puso de pie con enojo, y dio un traspié al detenerlo en seco las cadenas cuando intentaba erguirse en toda su estatura.
—¡Enano! Vuestra estupidez me asombra. Si los druchii nos destruyen, vosotros seréis los siguientes, y, armados con el arpa, aplastarán vuestras fortalezas una por una hasta que de vuestra raza no quede nada más que cadáveres podridos enterrados bajo ruinas. Tenéis que prometerme que…
Gotrek efectuó un barrido con las manos encadenadas, golpeó las piernas de Aethenir para derribarlo, y luego cerró los dedos en torno al cuello del alto elfo.
—Un enano no hace promesas que no pueda cumplir, elfo. Buscaré el arpa, pero no haré ninguna promesa. En alguna parte de esta arca me aguarda la muerte. Si ella me encuentra primero, los defensores de Ulthuan tendrán que librar sus propias batallas, por una vez.
Empujó al alto elfo lejos de sí con un gruñido de enfado. Los prisioneros que lo rodeaban lo miraban con temor a causa del violento estallido.
—¿Y qué hacemos con Max y Claudia? —preguntó Félix, procurando que las cosas volvieran a la calma—. ¿Intentamos salvarlos, o sólo tratamos de hacernos con el arpa?
Aethenir tosió y se sentó, mientras se masajeaba la garganta y miraba con furia a Gotrek.
—No tenemos ninguna esperanza de llegar hasta el arpa sin ellos. Su magia nos ayudará inmensamente.
Félix negó con la cabeza. Todo parecía complicado e imposible.
—Bien, a ver si lo he entendido correctamente. Escapamos de la celda, vamos a buscar las armas, luego a Max y Claudia, y a continuación localizamos el arpa y luchamos hasta recuperarla o morir en el intento. ¿Es eso?
Aethenir asintió.
Gotrek se encogió de hombros.
—Si podemos escapar de la celda.
Félix cabeceó en señal de conformidad. Era bonito tener un plan.
Todos se recostaron contra el muro a esperar que se presentara una oportunidad de huir.
* * *
Dicha oportunidad no surgió en las horas siguientes, y Félix osciló entre el sueño y la vigilia hasta el punto de que le resultaba casi imposible distinguir entre ambas. La monotonía de estar allí sentado, sin nada más que hacer que respirar el inmundo aire húmedo y espantar las moscas, era la misma en ambos estados. Pasado un rato, Félix tuvo que orinar y descubrió que a lo largo de la base de la pared había una estrecha canaleta por la que corría un fino hilo de agua.
Se detuvo al verlo, porque toda la sed que lo había atormentado a bordo del bote volvió a él, ahora más intensa que nunca. Quería beber un trago, más de lo que había deseado nunca nada en el mundo, y, sin embargo, era agua que corría por el fondo de una canaleta para orinar. Se le revolvía el estómago de sólo pensar en bebería. No obstante, si querían estar preparados para luchar cuando llegara el momento —si llegaba alguna vez—, necesitaría disponer de todas sus fuerzas. Tal vez esa agua no sería tan mala.
Acabó de orinar y dejó que el agua corriera durante un momento, para luego inclinarse y tender una mano vacilante hacia el hilo de agua.
—No lo hagas —murmuró una voz, a su lado.
Félix miró. Una mujer de mediana edad, horriblemente demacrada, yacía de lado y lo observaba.
—Es salada —le dijo—. Todos los nuevos cometen el mismo error.
Félix apartó la mano de la canaleta y le hizo un agradecido gesto con la cabeza.
—Gracias. —Suspiró. Agua salada. Los druchii eran verdaderamente tan crueles como se decía.
La mujer cerró los ojos y volvió a acurrucarse.
—Dentro de poco vendrán a traernos la comida y el agua.
Félix se dispuso a esperar.
Pasado un rato que era incapaz de calcular, se oyeron voces y un estruendo de pesadas ruedas al otro lado de la puerta. En ese momento todos alzaron la mirada o despertaron, y se acercaron al banco que corría por el centro de la larga sala, a empujones y tirones para situarse más cerca de él. Los que estaban demasiado débiles o heridos como para moverse, permanecieron medio tendidos detrás de los demás, alzando manos temblorosas y pidiendo con voz gimiente que los ayudaran a avanzar. Algunos ni siquiera se movían. Félix no entendía a qué se debía todo aquello, y permaneció con Gotrek y Aethenir contra la pared.
La llave giró en la cerradura y la puerta se abrió. Cuatro guardias druchii con las espadas desenvainadas, entraron y se situaron a ambos lados de la entrada. Tras ellos apareció un capataz armado con un látigo que conducía a seis esclavos de aspecto fuerte. Dos de ellos eran enanos, uno arrugado y de pelo gris, el otro muy joven, que llevaban entre ambos un descomunal caldero de metal colgado de cadenas enhebradas en una larga barra metálica que se apoyaba sobre sus anchos hombros. Los otros cuatro esclavos eran humanos que se separaron en dos parejas y recorrieron toda la celda, pertrechados con antorchas, para tocar con un pie a cualquier prisionero que no se moviera.
Gotrek gruñó con voz grave. Félix se volvió a mirar qué sucedía, y vio que el Matador miraba fijamente a los enanos.
—¿Qué pasa? —susurró Félix.
—Esclavos enanos —murmuró Gotrek—. Las criaturas más despreciables del mundo. No tienen honor.
Al oír esto, Aethenir alzó la cabeza.
—Estoy seguro de que ni siquiera un enano puede reprocharle a alguien el hecho de haber sido capturado por esclavistas. —Sonrió con tristeza—. Nosotros mismos somos culpables de eso.
—Un enano debería morir antes de que lo capturaran —gruñó Gotrek—. Y ningún enano de verdad debería vivir como esclavo. Antes, debería suicidarse.
Escupió, y luego se sentó con las rodillas flexionadas, mirando ferozmente a los enanos, con su único ojo destellando de forma inquietante. Félix decidió que lo más prudente era guardar silencio al respecto, y también se puso a observarlos.
Los enanos llevaron el caldero hasta el banco, donde lo volcaron para que el contenido cayera sobre él. Félix retrocedió al darse cuenta de qué sucedía. El banco era, en realidad, un comedero. Los alimentaban como si fueran cerdos.
Unas gachas líquidas de color gris corrieron por el hueco del comedero, de donde los prisioneros las recogían con las manos ahuecadas al pasar y se las metían en la boca con ansia. Incluso el orgulloso Euler y sus tripulantes comían como el resto, apartando a codazos a los hombres y mujeres más débiles. No parecía suficiente para alimentarlos a todos, y no lo era. Cuando los enanos hubieron vaciado la primera olla, salieron y regresaron con una segunda que también vaciaron en el comedero.
Félix sabía que llegaría el momento en que él lucharía por un puñado de aquella porquería, como todos los demás, pero en ese momento le revolvía el estómago, así que se quedó donde estaba. Gotrek y Aethenir parecían igualmente reacios a probarla.
Mientras los esclavos enanos acababan de verter las gachas en el comedero, los esclavos humanos continuaban con el examen. Si un prisionero no reaccionaba al tocarlo con la punta del pie, lo pateaban. Si continuaba sin haber reacción, lo cogían por las muñecas y lo arrastraban hacia la puerta.
A Félix le dio un salto el corazón al ver esto. ¡He ahí el modo de escapar! ¡Sólo tendrían que hacerse los muertos y los llevarían fuera de la celda! Pero se le cayó el alma a los pies cuando vio que el capataz sacaba una daga y degollaba a todos los prisioneros que le llevaban, antes de permitir que sacaran el cuerpo por la puerta. Así que ya habían previsto eso. Suspiró.
Los esclavos enanos salieron otra vez y regresaron con un tercer caldero, pero éste no lo vaciaron de inmediato. Por el contrario, aguardaron en el extremo del comedero, y Félix aprovechó el tiempo para estudiarlos. Ambos eran fuertes, y ambos llevaban el pelo muy corto, con zonas calvas en el cuero cabelludo. Tenían barba, aunque apenas, ya que también se la habían cortado mucho. Desde que había conocido al pobre Barbadecuero, Félix no había visto enanos de aspecto más desnudo. Llevaban calzones y mugrientos delantales, pero ni camisa ni zapatos, y sus ojos estaban tan muertos y carentes de emoción como los ojos de los zombis.
Pasado un momento, el capataz hizo restallar el látigo por encima de su propia cabeza.
—¡Deprisa, asqueroso ganado! —gritó el reikspiel—. ¡Tenemos otras doce celdas que alimentar! —Los prisioneros que estaban ante el comedero dieron un respingo y se pusieron a comer más aprisa.
Medio minuto más tarde, el capataz decidió que ya había esperado bastante y chasqueó los dedos. Los dos esclavos enanos alzaron el caldero y lo volcaron dentro del comedero. Esta vez fue agua lo que corrió por el canal, y los prisioneros metieron la cara dentro y bebieron con desesperación.
La sed pudo con Félix, que avanzó a empujones. Aún no podía ni pensar siquiera en comer las gachas, pero necesitaba el agua con desesperación. Gotrek y Aethenir lo siguieron y se abrieron paso hasta el comedero. Otros prisioneros gimotearon y protestaron cuando los empujó al pasar, pero tenía demasiada sed para que le importara. Metió la cabeza dentro del comedero y se puso a sorber el fino hilo de agua que corría por el fondo. Nunca en la vida había saboreado nada tan bueno. Gotrek y Aethenir sorbían a ambos lados de él. El ruido que hacían parecía el de los cerdos. Pero era igual. Lo único que importaba era el agua.
Vaciado el último caldero y retirado de la celda el último cadáver, los esclavos y el capataz volvieron a salir por la puerta, seguidos por los guardias con las espadas desnudas. Entonces la puerta se cerró con un golpe metálico, y Félix oyó que la llave giraba en la cerradura.
Gotrek sacó la cabeza del comedero y le lanzó una mirada furiosa a la puerta, y Félix se preguntó si estaría pensando hasta qué punto sería difícil derribarla, o a cuántos guardias podría matar antes de que dieran la alarma.
—¡Basura! —gritó Gotrek—. Lamedores de culos pálidos. Que vuestros ancestros os repudien.
Cuando los prisioneros hubieron acabado de beber y limpiar el comedero con la lengua, regresaron a sus sitios y Félix le preguntó a la mujer que lo había advertido respecto al agua salada con qué frecuencia los alimentaban.
—Dos veces al día —murmuró ella—. Al menos, eso creo. Ya no hay manera de saberlo.
Félix le dio las gracias y se volvió hacia sus compañeros.
—Tenemos que hablar con los esclavos —dijo.
—¿Los enanos? Nunca —gruñó Gotrek.
—Los enanos o los humanos —insistió Félix—. Representan el único medio que tenemos de averiguar qué sucede al otro lado de la puerta. Tal vez puedan decirnos dónde vive el capitán corsario. Dónde están Max y fraulein Pallenberger.
—Y dónde está el Arpa de Destrucción —añadió Aethenir.
—Preferiría besar a un troll —replicó Gotrek.
Félix suspiró.
—Bueno, hablaré yo con ellos.
* * *
Algunas horas más tarde, Félix comenzó a arrepentirse de no haber comido. Y no es que en la celda hubiera algo capaz de despertarle el apetito. El hedor a cuerpos sucios y porquería humana era nauseabundo, el frío aire húmedo lo hacía temblar y sudar al mismo tiempo, y el constante acoso de las moscas era capaz de volverlo loco. Se sentía como afiebrado y a punto de vomitar y, sin embargo, su estómago reclamaba que lo llenara. Intentó recordar cuándo había comido por última vez. Había sido antes de que los capturaran los skavens. ¿Dos días antes? ¿Tres? El cuerpo le temblaba de debilidad. Varias veces había despertado con un sobresalto, pues no se había dado cuenta de que se quedaba dormido.
Al fin, cuando Félix ya había renunciado a la esperanza de que el capataz fuera a regresar, el sonido de unas pesadas ruedas despertó a los prisioneros, que corrieron hacia el comedero. Esta vez, Félix, Gotrek y Aethenir se unieron a ellos. Félix avanzó a empujones para acercarse a los esclavos que servían la comida. No resultó fácil. Por débil que estuviera, aún era más fuerte que los demás prisioneros a quienes habían consumido el confinamiento y la mala alimentación, pero éstos eran más numerosos y estaban tan desesperados como él, cosa que los transformaba en una masa frenética. Mientras avanzaba, Félix recibió golpes de codos en la cara y de rodillas en las costillas. Pasaban en torno y por debajo de él como lobos enfermos.
Luego, de repente, el paso quedó despejado. Una mujer con cardenales en los brazos fue apartada de un tirón. Un hombre vestido con el uniforme de la guardia costera de Marienburgo fue arrastrado hacia atrás. Félix miró en derredor. Gotrek, que había entrado en la refriega, cogía a los prisioneros con firmeza y los apartaba. El Matador no miraba a Félix, pero parecía estar asegurándose de que tuviera la oportunidad de hablar con los esclavos. Félix no dijo nada. Hablar del asunto podría enfadar a Gotrek y hacer que cambiara de opinión.
Con ayuda del Matador, se abrió paso hasta el extremo del comedero situado más cerca de la puerta, cosechando una buena cantidad de malas miradas. Gotrek y Aethenir iban justo a su lado. Euler y sus tripulantes, los hombres más fuertes del lado izquierdo de la celda, estaban justo al otro lado del comedero.
Euler le sonrió maliciosamente.
—Habéis decidido reuniros con nosotros para cenar ¿eh?
Félix abrió la boca para hablar, pero justo entonces la llave giró en la cerradura y entraron los guardias y el capataz, seguidos por los esclavos humanos y enanos.
Aguardó ansiosamente mientras los esclavos se acercaban con el primer caldero que, al mecerse, hacía rechinar las cadenas mediante las cuales colgaba de la barra que los enanos llevaban al hombro. Para su alivio, eran los mismos enanos de la vez anterior. Avanzaron y vertieron el contenido de la gran olla en el comedero. Félix se detuvo cuando bajaba una mano ahuecada para recoger el primer bocado. A pesar de estar hambriento, casi retrocedió.
Se trataba de unas gachas de avena muy líquidas, más agua que cereal, pero, de haber sido éste su único defecto, Félix se habría puesto a comer a conciencia. Por desgracia, también estaban podridas, hechas con cereal mohoso, y de ellas ascendía un fuerte olor a moho. Además, vio gordos gorgojos y excrementos de rata flotando en ellas.
Oyó que Aethenir sufría una arcada, pero Gotrek comenzó a meterse aquello en la boca con ambas manos. Hizo lo que pudo para seguir el ejemplo del enano, aunque meterse aquello en la boca requería mucha fuerza de voluntad y lamentó no poder evitar que le tocara la lengua. Más de una vez tuvo que luchar contra el impulso de vomitar.
No intentó comunicarse hasta que los enanos hubieron vaciado el segundo caldero, y vuelto para aguardar junto al comedero con la gran olla de agua. Félix le lanzó una rápida mirada al capataz, que se paseaba con impaciencia cerca de la puerta, como había hecho la vez anterior, y mientras se inclinaba y fingía rebañar los últimos restos del fondo del comedero, les habló en voz baja.
—Amigos, necesitamos vuestra ayuda. Está en juego la suerte de vuestras patrias y fortalezas. Buscamos el emplazamiento de la residencia del capitán corsario Landryol Alaveloz. —Félix se arriesgó a alzar los ojos hacia los esclavos. Tenían la mirada fija ante sí, como si no lo hubieran oído. Volvió a bajar la cabeza y continuó—: Y también nos iría bien saber dónde retienen a dos hechiceros humanos capturados recientemente, un hombre y una muchacha. Si sentís algún cariño por vuestras viejas patrias, os lo imploro, dadnos esta información y…
Un dolor como de fuego líquido estalló sobre la espalda de Félix y él se irguió, gritando.
El capataz estaba echando atrás el látigo para volver a golpearlo.
—¡Nada de charlas, alimaña! ¡Te haré cortar la lengua!
Los prisioneros se apartaron de Félix como ratas aterrorizadas. Euler y sus hombres lo miraron fijamente y retrocedieron.
El capataz volvió a golpear. Félix alzó una mano, pero la punta del látigo pasó junto a ella y le golpeó el hombro y el cuello. El dolor le hizo saltar lágrimas, y él extendió una mano por instinto para aferrar la correa de cuero y arrancarla de la mano del capataz.
Gotrek le dio un fuerte golpe con un hombro y lo hizo fallar.
El druchii rio.
—Eso es, perro humano. Aprende la lección. Si luchas contra el látigo, mueres. Si obedeces, vives. —Hizo restallar el látigo por encima de sus cabezas—. ¡Ahora, atrás! Ya habéis comido bastante. Para hoy y para mañana. Ninguno de vosotros comerá nada en las próximas dos comidas.
Félix apretó los puños de dolor y furia, pero se obligó a bajar la cabeza y apartarse del comedero. Gotrek y Aethenir lo siguieron. Al sentarse, Félix les lanzó otra mirada a los esclavos del caldero. Ninguno de ellos había mostrado reacción ninguna cuando Félix había sido azotado, y ahora continuaban con el rostro pétreo y la mirada fija ante sí, mientras vertían el caldero de agua dentro del comedero. ¿Lo habrían oído? ¿Habrían entendido? ¿Les importaba? ¿Harían algo? ¿O estarían demasiado asustados o demasiado embrutecidos por los años de cautiverio para intentarlo?
Los dos enanos acabaron de vaciar el caldero y se volvieron hacia la puerta sin mirar atrás. Félix esperó hasta que el capataz y los guardias los hubieron seguido y cerrado la puerta con llave, antes de dejar escapar la respiración largamente contenida.
Desde el otro lado de la celda le llegó una risa que parecía un cacareo.
—¡Os está bien empleado, Jaeger! ¿A qué estabais jugando, estúpido?
Félix miró y vio que Euler y sus hombres les dedicaban salvajes sonrisas. Gruñó y les giró la cara, mientras se tocaba con suavidad el corte que el látigo le había hecho en el cuello.
—Espero que haya valido la pena.
Aethenir negó con la cabeza.
—Los esclavos no harán nada. Están demasiado acobardados. Han vivido demasiado tiempo bajo el látigo.
—Y tendremos que esperar a que pasen dos comidas para confirmar si es así o no —añadió Félix, con amargura. Miró al alto elfo—. Al menos, tú comerás mañana.
Aethenir hizo una mueca.
—Es un placer discutible —replicó.
El Matador se encogió de hombros y les hizo un gesto para que volvieran al comedero.
—El agua es más importante que la comida. Bebed.
Félix se preguntaba cómo iba a sobrevivir sin volver a comer durante todo un día. Sólo había logrado tragar unos pocos bocados de aquellas miserables gachas, y volvía a tener hambre casi inmediatamente después. Y tenía una sed atroz. La cabeza le palpitaba a causa de ella. Ese dolor era un sordo contrapunto de la fuerte agonía que le hacían sufrir las heridas del látigo, y que le impedían recostarse contra la pared o tenderse de espaldas.
* * *
Cuando volvió a oír el estruendo de las ruedas, casi no pudo soportarlo. Luchó contra el impulso de cargar hacia el comedero y tragar tantas gachas como pudiera antes de que lo apartaran. No podía hacer eso. Si querían tener alguna esperanza de conseguir información de los esclavos, debía hacer que el capataz olvidara su existencia.
Se preguntó si eso sería posible. El druchii miró hacia donde estaba él en cuanto atravesó la puerta, y luego rio al ver que él y Gotrek se mantenían apartados del comedero.
—Buenos perros —dijo—. Un esclavo que aprende con rapidez puede ascender con nosotros. Preguntádselo a éstos. —Se volvió para dar una palmada en un hombro del esclavo enano más joven que estaba vertiendo gachas en el comedero, cosa que hizo que se le cayera un poco al suelo a causa de la sorpresa.
El druchii siseó y le dio al enano un golpe en la nuca con el pomo de latón del látigo.
—¡Perro torpe! ¿Te atreves a desperdiciar comida?
El enano bajó la cabeza, sin decir nada, y continuó sujetando el caldero con firmeza mientras vertía el contenido, aunque le manaba sangre de la parte posterior de la cabeza y le caía por el cuello. Félix oyó que Gotrek gruñía al ver esto, y apretaba los puños, pero permanecía donde estaba.
Después, el enojo del capataz pareció haberse saciado, porque volvió a pasearse con impaciencia mientras los esclavos salían a buscar el segundo caldero y los prisioneros engullían y sorbían ruidosamente las gachas. Félix se sintió asqueado consigo mismo al darse cuenta de que les tenía envidia.
Mientras los esclavos enanos aguardaban con el caldero de agua y los esclavos humanos se llevaban los cadáveres de la mañana, Gotrek hizo algo extraño. No se había movido ni dicho nada desde que el capataz había golpeado al joven enano, pero ahora se inclinó hacia delante y, sin alzar la mirada, dio tres palmadas en el mugriento suelo, y luego dos más.
Las palmadas apenas fueron lo bastante fuertes como para que se las oyera por encima del ruido que hacían los prisioneros al comer, y nadie pareció reparar en ellas. Félix estaba a punto de preguntarle qué hacía, cuando el Matador negó con la cabeza. Pasados unos segundos, volvió a dar palmadas en el suelo, no más fuertes que las anteriores, y agrupadas del mismo modo. Y repitió la operación unos pocos segundos más tarde.
La tercera vez, durante el más breve de los instantes, los ojos de los enanos se alzaron bruscamente, muy abiertos, y volvieron a bajar al instante. El enano de más edad frunció el entrecejo y clavó la mirada en el comedero, pero los ojos del más joven, de repente, parecían vivos. La mirada de Félix fue desde los dos enanos a Gotrek, sin saber muy bien qué acababa de pasar. Entonces vio que el enano más joven daba silenciosos golpecitos en el borde del caldero. ¿Era el mismo ritmo, o sólo un acto ocioso? Félix miró nerviosamente al capataz. El druchii no parecía haberse dado cuenta de la conversación.
—No mires, humano —murmuró Gotrek en voz muy baja.
Félix apartó los ojos, aunque la curiosidad estaba matándolo. Gotrek volvió a dar palmadas en el suelo, mucho más suaves que antes, y agrupadas de formas nuevas y diferentes. A Félix le recordaron algo, pero no acababa de precisar qué era.
Un momento después, el capataz chasqueó los dedos y los esclavos vertieron el agua en el comedero y se marcharon, seguidos por el capataz y los guardias. Félix aguardó con impaciencia hasta oír que giraba la llave en la cerradura y el estruendo de las ruedas se desvanecía a lo lejos, y luego se volvió a mirar a Gotrek.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó—. ¿Qué ha pasado entre vosotros?
Gotrek se puso de pie y comenzó a abrirse paso hacia el comedero.
—Primero agua —dijo.
Félix gruñó de fastidio pero lo siguió. Aethenir los imitó, y todos bebieron tanto como pudieron, además de rebañar unos pocos granos de avena que habían dejado los demás.
Cuando hubieron acabado, Gotrek volvió a sentarse cerca de la pared.
—El código minero —dijo—. Para hablar a través de las paredes con picos y martillos.
Félix se dio una palmada en la frente.
—¡Sí! Ahora lo recuerdo. Hamnir lo usó para comunicarse con los enanos del interior de la fortaleza… perdida… —Calló cuando Gotrek posó sobre él su ojo frío y enojado, y Félix se dio cuenta de que era la primera vez que había mencionado al antiguo amigo de Gotrek desde que habían salido de Karak Hirn. Al parecer, la herida aún estaba abierta. El miedo y el azoramiento lo hicieron sonrojar—. Lo siento —se apresuró a decir—. No pretendía interrumpirte. ¿Qué les has dicho?
Gotrek soltó un bufido de enojo.
—Les he dicho que eran cobardes perjuros que deberían haberse quitado la vida antes que convertirse en esclavos de los elfos. Luego les pedí que me dijeran dónde están las armas, Max, la muchacha y el arpa, la próxima vez que vengan, o volveré a sus fortalezas y pondré en conocimiento de sus clanes qué ha sido de ellos.
Aethenir sorbió por la nariz, con desdén.
—Seguro que obtendréis resultados así.
—¿Les dijiste todo eso con unas pocas palmadas? —preguntó Félix, incrédulo.
Gotrek se encogió de hombros.
—Más o menos. —Se tumbó de lado y cerró los ojos—. Ahora esperaremos a ver qué pasa.
* * *
A Félix le resultaba difícil mantenerse tan tranquilo como el enano. Estaba inquieto y tenso, el hambre le roía las tripas mientras la impaciencia le mordisqueaba la mente. Comenzaba a preguntarse qué harían con esa información si la obtenían. ¿Podrían salir siquiera de la celda? Con la fuerza y destreza combativa de Gotrek, no lo dudaba, pero ¿hasta dónde llegarían después? No recordaba el camino desde el puerto hasta las celdas de esclavos, ni cuántos guardias había al otro lado de la puerta. Al llegar, había tenido el cerebro demasiado turbio por el humo del loto negro, y todos los recuerdos carecían de coherencia.
La inquietud y el dolor de los latigazos no lo dejaban dormir, así que se levantó y fue hasta la puerta tan sigilosamente como pudo. Había un ventanuco de observación de aproximadamente el tamaño de un naipe. La cadena que le unía las muñecas y los tobillos era tan corta que apenas podía levantar la cabeza lo bastante, y tuvo que inclinarla en un ángulo incómodo para ver la zona del exterior de la celda.
Se trataba de una sala cuadrada, flanqueada por puertas de celdas. Al otro lado había un área más estrecha separada del resto por una jaula de hierro que protegía la puerta que daba al corredor, y otras dos puertas más pequeñas. El área principal estaba dividida por paredes de madera bajas destinadas a canalizar a los prisioneros desde la puerta de la jaula hasta las puertas de las diversas celdas. La puerta del corredor era un enrejado de barras a través del cual podía ver un corredor corto que desembocaba en una zona amplia iluminada por antorchas, al fondo. Hasta allí podía ver, pero recordaba vagamente que habían llegado a la zona iluminada por antorchas tras haber bajado por una escalera.
Suspiró. Esa escalera muy bien podría haber estado en Morrslieb, ya que lo separaban de ella al menos tres puertas cerradas con llave —la de la celda, la de la jaula y la del corredor—, y también había guardias con los que tendrían que encararse. Vio que la habitación de la izquierda del interior de la jaula era la oficina del funcionario que iba ataviado con ropón, mientras que en la habitación de la derecha vio a media docena de guardias que descansaban. Sólo los dioses sabían cuántos más guardarían la entrada.
Estuvo a punto de renunciar y volver junto al muro para sentarse con Gotrek y Aethenir, pero si iban a intentar algo, era imperativo saber todo lo posible sobre el exterior, así que se quedó a observar un poco más, aunque la postura le estaba provocando una contractura terrible en el cuello. No sucedió nada. Los guardias reían, y de vez en cuando atravesaban la zona de la jaula para hablar con el funcionario de la otra habitación, pero nada más.
Félix bajó la cabeza y se acuclilló junto a la puerta. No había sacado mucha información de aquello. Necesitaba ver qué sucedía cuando llegaba la comida, qué guardias tenían llaves, qué puertas abrían y cuándo. Suspiró y se sentó a esperar.
Se encontró con que todos los otros prisioneros estaban mirándolo, preguntándose qué hacía. Euler y su pandilla lo miraban con ferocidad y susurraban entre sí. No obstante, pasado un rato, cuando él no hizo más que permanecer sentado, perdieron el interés y volvieron a dormir o clavar los ojos en el vacío.
También Félix cumplió con su cuota de sueño y de mirar fijamente a la nada, pero finalmente, después de lo que a su mente torturada le parecieron semanas, oyó el estrépito de ruedas lejanas y de movimiento entre los guardias. Volvió a ponerse de pie, gimiendo a causa del entumecimiento de los brazos y las piernas engrilletados, y volvió a estirarse para asomar cautelosamente un ojo por el ventanuco.
Estaba abriéndose hacia fuera la puerta del corredor, y uno de los guardias hacía girar una llave en la cerradura de la puerta de la jaula. Otros ocho guardias salieron al área principal, y luego giraron y observaron mientras el capataz y una procesión de carros entraban desde el corredor. Eran tres vehículos, los dos primeros enormes, más altos que un elfo oscuro y consistentes en robustas estructuras de madera de las que colgaban los pesados calderos de hierro que contenían las gachas y el agua. Los empujaban esclavos enanos que empeñaban en ello todas sus fuerzas. El tercer carro era una caja vacía con ruedas, empujada por humanos, y a Félix no se le ocurrió para qué sería hasta que recordó que los esclavos humanos se llevaban de las celdas los cuerpos de los muertos.
Cuando los ocho guardias, el capataz y los carros estuvieron dentro de la estancia, un guardia cerró tras ellos la puerta de la jaula. Cuatro de los guardias permanecieron cerca de la puerta, observando, mientras que los otros cuatro se unieron al capataz y a los carros que comenzaron a ir de una celda a otra. Félix observó con desánimo todo el proceso. Los druchii no corrían ningún riesgo. Habían cerrado las puertas del corredor y la jaula antes de abrir ninguna de las celdas, el guardia que tenía la llave de la jaula permanecía dentro de ella, y Félix ignoraba quién tenía la llave de la puerta de salida y cómo se la abría.
Suspiró y regresó junto a Gotrek y Aethenir. Sería mejor que el capataz no lo encontrara acuclillado junto a la puerta.
—¿Qué has visto, humano? —preguntó Gotrek.
Con toda la brevedad posible, Félix describió la disposición de la cámara central, y a los guardias que se interponían entre ellos y la salida.
—Es imposible —gimió Aethenir.
Gotrek se acarició la barba con aire pensativo.
Entonces se acercó el estruendo de las ruedas de los carros, y los prisioneros se precipitaron hacia el comedero. Pareció que Aethenir tenía intención de quedarse con Gotrek y Félix, que continuaban castigados sin comer, pero Gotrek lo empujó hacia delante.
—Ve —le dijo—. No puedo permitir que estés más débil de lo que ya eres.
Aethenir hizo una mueca, pero obedeció.
Félix aguardó con ansiosa expectación mientras la llave giraba en la cerradura. Si Gotrek había logrado convencer a los esclavos enanos, tal vez les traerían información. Sin embargo, cuando los miró, gimió de decepción. Ninguno de ellos los miró, ni dieron señal alguna de nerviosismo. No daban golpecitos con los dedos ni con los pies. No hacían nada más que su trabajo. Vaciaron las aguadas gachas de la primera olla y fueron a buscar la segunda.
—Los ojos bajos, humano —murmuró Gotrek.
Félix se obligó a mirar al suelo, aunque se moría de curiosidad. Quería saber.
Junto a él, Gotrek dio palmadas en el suelo como había hecho antes, y luego esperó. Félix aguzó el oído. ¿Había oído un débil golpeteo de respuesta? Con la habitación inundada de los ruidos que hacían los prisioneros al arrastrar los pies y sorber, resultaba difícil estar seguro. Varias veces se sorprendió en el acto de alzar la mirada, y volvió a bajar bruscamente la cabeza.
Finalmente, todo acabó y los esclavos y los guardias se marcharon. Gotrek gruñó de satisfacción al cerrarse la puerta de golpe, y Félix lo miró.
—¿Y bien? —quiso saber.
Gotrek asintió.
—Sé cómo llegar hasta nuestras armas, y hasta Max y la muchacha.
—¿Sabes cómo llegar? —preguntó Aethenir—. ¿Quieres decir que puedes conducirnos?
—Sí —respondió Gotrek.
El alto elfo parecía asombrado.
—¿Cómo es posible?
—Ése es el propósito del código —dijo Gotrek—. Guiar a los enanos a través de las minas, desde lejos.
—Pero ¿qué hay del Arpa de Destrucción? —inquirió Aethenir—. ¿Sabéis dónde está?
Gotrek negó con la cabeza.
—No lo sabían. No habían oído hablar de ella.
Aethenir dejó caer la cabeza.
—Claro que no. A fin de cuentas, son sólo esclavos —suspiró—. Bueno, es un comienzo. Tal vez podamos interrogar a algunos druchii por el camino.
Gotrek rio malévolamente entre dientes.
—Sí. Buena idea.
Todos alzaron la mirada al oír el tintineo de cadenas que se les aproximaba. Euler arrastraba los pies hacia ellos, con Una Oreja y Nariz Rota tras de sí. Se detuvo ante ellos y bajó la mirada, con una expresión suspicaz en su mofletuda cara sin afeitar.
—¿Qué os traéis entre manos, Jaeger? —preguntó.
Félix hizo todo lo posible para aparentar que no entendía la pregunta.
—¿Qué queréis decir?
—No penséis que no me he dado cuenta —dijo Euler, despectivo—. Intentáis hablar con los esclavos. Miráis por el ventanuco. Susurráis entre vosotros. Estáis pensando en intentar huir.
—¿Acaso no lo hacen todos los prisioneros? —preguntó Félix.
—Es imposible —le aseguró Euler, con un bufido—. También nosotros echamos un vistazo, el primer día. No lograríais llegar más allá de la jaula. Y aunque lo hicierais, la segunda puerta os detendría en seco. ¿Sabéis cómo se abre?
—No tengo ni idea —replicó Félix, con un tono que pretendía ser desinteresado, aunque en realidad le habría encantado saberlo.
—No hay llave, sino sólo una palanca dentro de la oficina del funcionario —explicó Euler—. La vimos cuando nos trajeron aquí. Mira hacia el corredor a través de un ventanuco, y sólo la acciona si todo está en orden. No tenéis ni la más remota posibilidad.
—Si no pensarais que tenemos una posibilidad —gruñó Gotrek—, no estaríais fastidiándonos.
Euler sonrió con expresión astuta.
—Ah, así que estáis pensando en eso.
Gotrek alzó los ojos hacia él, con rostro inexpresivo.
—¿Y qué, si fuera así?
Euler intercambió una mirada con sus hombres, luego se volvió hacia él y se inclinó.
—Si vosotros podéis hacernos llegar hasta el puerto, nosotros podemos sacaros de aquí.
El corazón de Félix dio un salto. Había estado dispuesto a morir cuando no parecía haber ninguna opción, pero si Euler podía sacarlos del arca…
—¿Cómo? —preguntó, quizá demasiado ansiosamente.
Euler volvió a mirar a sus hombres, y luego se encogió de hombros.
—Supongo que no hay ningún mal en decíroslo, visto que no podríais hacerlo sin nosotros. —Se acuclilló y comenzó a dibujar con una uña en la mugre del suelo—. Ese túnel que conduce al puerto subterráneo —prosiguió— es algo muy astuto. Difícil de encontrar, y también protegido de los elementos. Pero… —dio unos golpecitos sobre el dibujo—, es muy estrecho. Si uno hundiera un barco en él, todos los demás quedarían atrapados dentro. —Levantó la cabeza para sonreírle a Félix—. Si nos ayudáis a llegar hasta un barco, os llevaremos a casa, herr Jaeger.
«Podría funcionar —pensó Félix—. ¡Puede que tal vez logremos marcharnos, después de todo!». Luego se detuvo.
—¿Dijisteis que arreglaríais las cuentas entre nosotros si escapábamos?
Euler pareció azorado al oír eso, y luego se encogió de hombros.
—Estoy dispuesto a dejar eso a un lado, si vos también lo estáis, herr Jaeger. ¿Qué son esos insignificantes agravios en una situación como ésta? Nos necesitamos el uno al otro.
—Bueno, en ese caso, yo… —Félix calló y miró a Gotrek. ¿Qué pensaría el Matador de que él se marchara? ¿Lo consideraría una traición? ¿Una cobardía?
El Matador no pareció reparar en su vacilación y se volvió a mirar a Euler.
—¿Estás dispuesto a luchar cuando llegue el momento?
—Ya lo creo —replicó Euler—. Si podéis hacer que atravesemos esas puertas, lucharemos contra cada orejas largas que encontremos entre aquí y la libertad.
—En ese caso, trato hecho —repuso Gotrek.
Euler sonrió.
—Excelente. Simplemente hacednos la señal cuando estéis preparados. —Inclinó la cabeza ante Gotrek y Félix, y luego dio media vuelta y se alejó arrastrando los pies, flanqueado por sus hombres.
—No podemos fiarnos de él —dijo Félix, cuando Euler hubo regresado a su lado de la celda—. Continúa queriendo vengarse, a pesar de todas sus sonrisas.
—Podemos confiar en él hasta que lleguemos al puerto —dijo Gotrek—. Y no lo necesitaremos más que hasta allí, a menos que tengas intención de marcharte con él.
Félix se sonrojó.
—No… no lo he decidido.
—Juraste dejar constancia de mi muerte, humano —dijo Gotrek—, no morir conmigo. No te lo impediré.
Félix se mordió el labio inferior. La parte más sensata de su cerebro le decía que se marchara con Euler, pero su lealtad para con Gotrek y el deseo de ver cómo acababa aquella historia hicieron, una vez más, que lo pensara mejor.
Justo en ese momento, la llave giró en la cerradura. Todos alzaron la mirada porque había pasado un lapso de tiempo excesivamente corto como para que fuera otra comida, y no habían oído el estruendo de los carros de los calderos. La puerta se abrió y entró una doble fila de druchii uniformados, con las largas espadas desnudas. Eran ocho, cada uno con una runa élfica cosida al pecho de la sobrevesta. Se movían con gracilidad y precisión, erguidos y alerta. Félix los catalogó varios grados por encima de los guardias que habitualmente visitaban la celda.
Fueron seguidos por dos druchii ricamente ataviados que sujetaban bajo su nariz bolas perfumadas. Los acompañaban un puñado de esclavos, algunos con antorchas de luz bruja, y otros con escobas. El varón druchii era más bajo que la mayoría de los elfos que Félix había visto hasta entonces, y con un mentón más débil. Vestía un abrigo de grueso brocado negro sobre un jubón de terciopelo rojo oscuro, y en los dedos llevaba tantos anillos que a Félix le sorprendía que pudiera alzar las manos hasta la cara. La runa que distinguía a los guardias también estaba cosida en su jubón. La mujer poseía una belleza soñolienta y de párpados pesados, y vestía un descomunal abrigo de marta cibelina sobre una combinación de seda verde mar que se le ajustaba al voluptuoso cuerpo y parecía más adecuada para la alcoba que para una celda de esclavos. Llevaba el pelo recogido en lo alto de la cabeza y sujeto por lo que parecía media docena de estiletes en miniatura.
El hombre le hizo una reverencia a la mujer para que entrara en la celda, y luego chasqueó los dedos. Dos de los esclavos avanzaron con rapidez para barrer y raspar el suelo de piedra hasta dejarlo limpio de porquería ante ellos, y luego salpicaron las losas de piedra desnudas con algo que olía a agua de rosas. La pareja se adentró con remilgos en el área que acababan de limpiar, y entonces el hombre volvió a chasquear los dedos y dos esclavos más corpulentos se internaron en la masa de prisioneros acurrucados, alumbrando los rincones oscuros de la celda con antorchas de luz bruja.
Mientras esperaban, los dos druchii charlaban entre sí en su propio idioma, riendo y sacudiendo la cabeza de vez en cuando por algo que había dicho el otro. Félix miró a Aethenir y vio que el alto elfo estaba concentrando toda su atención en lo que decían.
Pasado un momento, los dos esclavos corpulentos arrastraron a un puñado de niños y niñas fuera de la multitud, haciendo retroceder a empujones a las madres y los padres que proferían lamentos, y los llevaron ante los druchii. El hombre comenzó a hacer gestos hacia los chiquillos como un traficante de caballos que intenta vender un animal, aparentemente señalando altura, constitución y otras cualidades. La mujer hizo caso omiso de las palabras del hombre y examinó minuciosamente a cada niño, separándoles los labios para verles los dientes, chasqueando los dedos ante sus ojos y mirando cómo parpadeaban. Luego les hizo un gesto a los esclavos, que les quitaron la ropa a los niños, uno a uno, y los hicieron girar ante ella. Un murmullo de enojo recorrió la celda.
Félix cerró los puños, mientras el corazón le latía aceleradamente. Oyó que Gotrek gruñía a su lado como un oso colérico.
Félix se inclinó hacia Aethenir.
—¿Está comprándolos? —preguntó.
El alto elfo asintió con la cabeza.
—Es de un burdel. El otro druchii es nuestro propietario.
—¡Un burdel! —Félix tuvo ganas de atravesar la celda de un salto y estrangularlos a ambos, y sin duda había cedido al impulso porque, de repente, Gotrek estaba sujetándolo.
—Tranquilo, humano —murmuró—. No es el momento.
—Pero se están llevando a los niños —susurró Félix.
—Y se los llevarán de todos modos después de matarte —dijo Gotrek—. «Reserva tus fuerzas hasta que puedan servir de algo», me dijiste.
Félix volvió a sentarse, reacio. ¿Cómo era posible permanecer sentado cuando sabía lo que les harían a esos niños? Y sin embargo, Gotrek tenía razón: atacar en ese momento sería inútil. A él lo matarían, y luego se llevarían a los niños de todos modos. Observó el hosco silencio mientras la mujer druchii los examinaba uno por uno de pies a cabeza, y rechazaba a más de la mitad de ellos, los afortunados, por diversos defectos: cicatrices, enfermedad, deformidad o belleza insuficiente.
Cuando acabó con el primer lote, le llevaron unos pocos más, y luego otros, hasta que los esclavos hubieron recorrido toda la celda y la mujer tuvo a diecisiete niños y niñas formados detrás de sí.
Hombres y mujeres gritaron y se lanzaron hacia la puerta cuando los esclavos del esclavista comenzaron a conducir a los niños al exterior.
—¡No os llevaréis a mi hija! —rugió un hombre.
—¡Animales! —gritó una mujer—. ¡Bestias! ¿Qué vais a hacerles?
Los guardias del esclavista, que no se molestaron en usar las espadas contra unos enemigos tan débiles, hicieron retroceder a patadas a los prisioneros y los derribaron a golpes. Los padres retrocedieron, llorando y maldiciendo, mientras los esclavos humanos sacaban a los niños de la celda, seguidos por los dos druchii y sus guardias.
Félix se estremeció de horror y repugnancia al cerrarse la puerta una vez más. Debería haber hecho algo, pero no se le ocurría qué.
Aethenir suspiró y se pasó los dedos rotos por el sucio cabello.
—Es de lo más perturbador.
Félix estuvo a punto de golpearlo.
—¿Venden niños para prostituirlos, y lo único que sois capaz de decir es «de lo más perturbador»?
El alto elfo sacudió la cabeza.
—No estaba hablando de eso. Hablaba de lo que han dicho esos druchii.
Félix gruñó.
—¿Y qué podrían haber dicho que sea más perturbador que eso?
Aethenir alzó la cabeza y lo miró.
—Están enfadados con el señor Tarlkhir, el comandante de esta arca, porque ha cedido a los deseos de la suma hechicera Heshor —la jefa de las hechiceras que conocimos en la ciudad hundida—, y está llevando el arca hacia el mar de Manann en lugar de regresar a Naggaroth. Temen que la demora haga que se queden atascados en el hielo del mar Frío, y no puedan volver a casa hasta la primavera, algo que hará que ambos pierdan mucho dinero.
Félix alzó una ceja.
—¿Navegamos de vuelta al mar de Manann? ¿Por qué?
Aethenir se encogió de hombros.
—El esclavista no lo sabía, pero la puta había oído de boca de uno de sus clientes el rumor de que la suma hechicera Heshor tiene intención de cerrar ese mar, de alguna manera. No sabía cómo lo haría, pero yo creo poder adivinarlo. Parece que quiere probar su nuevo juguete.
Los ojos de Félix se desorbitaron de horror.
—¡Va a usar el arpa para hacer ascender la tierra en la entrada del mar! Por Sigmar, es… —Sintió vértigo al pensar en las consecuencias de un acto semejante. Bloquear el mar de Manann aislaría Marienburgo de todo posible comercio, lo que a su vez interrumpiría todo el comercio del Imperio. El país quedaría sin salida al mar—. Habrá destruido la economía de Imperio de un solo golpe —dijo, cuando pudo hablar otra vez—. ¡Causará más daño del que incluso ha causado Archaon!
—Y no destruirá sólo el comercio —dijo Aethenir—. La marea y los terremotos creados cuando una porción de tierra tan grande salga repentinamente del mar inundarán y destruirán Marienburgo, sin duda, y esa tempestuosa marea podría ascender por el Reik hasta la propia Altdorf y más allá, inundándolo todo a su paso.
Félix lo miró fijamente.
—La profecía de fraulein Pallenberger.
—En efecto —dijo el elfo.