TRECE
Félix se volvió hacia Aethenir, confundido.
—¿Qué queréis decir? Ya lo creo que es una isla. Miradla.
El alto elfo negó con la cabeza.
—Es un arca negra, una ciudad flotante, un trozo de la hundida Nagarythe que mantiene a flote la magia profana de los druchii. Es una fortaleza móvil desde la que parten los corsarios para saquear y esclavizar. Y viene hacia nosotros.
Félix parpadeó sin dejar de mirarlo, horrorizado, y volvió la vista hacia la isla. El miedo le comprimió el corazón. Ahora estaba más cerca, mucho más cerca, y repentinamente comprendió el tamaño que tenía. Se alzaba a centenares de metros por encima del mar, y debía de tener casi un kilómetro y medio de ancho. Los altos peñascos estaban erizados de torres y fortificaciones, palacios, templos y ciudadelas ascendían en escarpada pendiente hacia el centro, donde una fortaleza descomunal dominaba severamente el resto de la isla como un negro dragón que vigilara los dominios que había escogido para sí.
Félix giró en redondo dentro del agua, en busca de una escapatoria. No había ninguna.
—Esto es una locura —dijo—. ¡Nosotros íbamos tras una nave pequeña! ¡Los malditos skavens nos han situado en el camino de los druchii equivocados! —Volvió a hundirse hasta que sólo su cabeza quedó por encima del agua—. Tal vez no nos verán. Quizá piensen que estamos muertos y pasen de largo.
—No, humano —dijo Gotrek—. No será así.
Félix lo miró. El único ojo del Matador echaba chispas.
—Esto es lo que yo he estado esperando —dijo Gotrek, sin apartar el ojo del arca en ningún momento—. Esta es la montaña negra que me prometió la vidente. Ésta es mi muerte.
«Y también la mía», pensó Félix. Porque si Gotrek hallaba su muerte sobre aquella roca flotante, no habría manera de que Félix pudiera salir de ella con vida.
Mientras observaban, un trozo de negrura se separó de la peñascosa isla para convertirse en una nave negra con vela latina.
—¿Nos están buscando? —preguntó Félix, y tragó.
—Están buscando al jinete —replicó Aethenir—. Habrán oído los gritos de guerra de la bestia, y vienen a investigar.
Y así parecía, porque la esbelta nave remaba directamente hacia ellos mientras Gotrek reía entre dientes.
—Cuando matemos a éstos —dijo—, iremos con la nave hasta la isla. Entonces comenzará la verdadera matanza.
Félix miró a Gotrek con ansiedad. El Matador hablaba en serio.
—Dejando a un lado que podría resultar difícil matar a toda la tripulación de un barco druchii, por no hablar de la isla —dijo—, tres no seremos suficientes para hacer navegar el barco.
—Los esclavos galeotes nos llevarán de vuelta —dijo Gotrek.
—¿Y por qué iban a hacer eso? —quiso saber Aethenir.
—Por ver morir a sus amos.
La nave se aproximaba cada vez más, ralentizando y describiendo un arco en dirección a los pecios. Gotrek la contemplaba como un lobo observaría acercarse a una oveja, al parecer sin darse cuenta de que era él la presa y el barco, el depredador.
—Más cerca —murmuraba—. Más cerca.
Aethenir, por otro lado, parecía estar rezando, y Félix se unió a él.
La nave se puso al pairo a considerable distancia de ellos, donde permaneció moviéndose lentamente. Era una embarcación baja y de aspecto maligno, con una vela latina rojo sangre, e hileras de grandes remos y gigantescos lanzadores de virotes en forma de arco alineados en cada borda. Félix vio un destello en la cubierta. Alguien los observaba con un catalejo.
Una orden apagada resonó sobre el agua, y un lanzador de virotes giró hacia ellos.
—¡Van a disparar! —gritó Aethenir.
—¡Sumergios! —dijo Gotrek, que desapareció bajo el agua.
Aethenir se sumergió, pero antes de que Félix pudiera seguirlo se oyó un chasquido seco y algo salió disparado del arma. No era un proyectil. Cuando comenzaba a sumergirse, se detuvo a observar la extraña forma amorfa que volaba hacia ellos, girando y abriéndose por el aire. ¡Una red!
Aterrado, soltó el tablón flotante y se sumergió, para volver a aterrarse al recordar que llevaba una cota de malla y ver que comenzaba a hundirse. Pataleó y agitó desesperadamente los brazos para volver a la superficie, y finalmente logró asir algo, pero no era el tablón. Era la red. De todos modos se sujetó a ella con agradecimiento y sacó la cabeza fuera del agua a través de las cuerdas entretejidas.
Gotrek y Aethenir también habían salido, y también ellos se sujetaban a la red.
—Hacia el borde —dijo Gotrek—. Antes de que la recojan.
Pero al intentar moverse a lo largo de la parte inferior de la red, descubrieron que tenían las manos sólidamente pegadas a las primeras cuerdas que habían tocado. Tiraron y tiraron, pero de nada sirvió. Era peor que el alquitrán, y no sólo tenían atrapadas las manos. Las cuerdas que tocaban los hombros de Félix se le habían pegado a la cota de malla. Una que había quedado sobre la cabeza de Gotrek se le había pegado al cuero cabelludo y la cresta. El largo cabello rubio de Aethenir estaba adherido a la red, al igual que las mangas de su ropón.
Gotrek gruñó una maldición mientras intentaba apartar las manos de la pegajosa red. No pudo. Alzó un pie que trabó en la cuerda para darse apoyo, y luego tiró con todas sus fuerzas. Tras muchos esfuerzos y gruñidos logró arrancar la mano, que se dejó un trozo de piel pegada a la cuerda, pero entonces la bota quedó atrapada.
—¡Que Grimnir se lleve a todos los tramposos elfos! —maldijo mientras intentaba liberar el pie. Sin pensarlo, cogió la red para darse apoyo y volvió a hallarse donde había empezado. Rugió de frustración.
De repente, el negro casco del barco corsario se alzó junto a ellos, momento en que cuerdas con garfios cayeron desde la cubierta al agua. Los garfios engancharon la red y los tornos la alzaron lentamente.
Félix, Gotrek y Aethenir subieron con ella, suspendidos en ángulos incómodos y enredándose cada vez más al tocarles el cuerpo y la ropa otras cuerdas de la red. Gotrek era el más enredado porque era el que más había luchado, y para cuando la red fue izada hasta el barco se encontraba cubierto de cuerdas pegajosas de pies a cabeza.
En el momento en que los tornos comenzaron a bajarlos hacia la cubierta, unas figuras harapientas extendieron una lona impermeabilizada que brillaba de grasa, y sobre ella los dejaron caer —no demasiado suavemente—, de cara.
Estalló un coro de carcajadas cuando se estrellaron, y al volver la cabeza Félix vio que estaban rodeados de altos elfos oscuros ataviados con ajustadas sobrevestas grises sobre las que llevaban pesadas capas que parecían haber sido hechas con la piel del dragón marino con el que acababan de luchar. Los corsarios los miraban con sonrisas burlonas en sus largos rostros flacos.
—Cuando recupere la libertad, reiréis con el cuello —gruñó Gotrek, tendido donde estaba.
Un par de botas con tacón rojo atravesaron el apiñamiento de piernas y se detuvieron ante ellos. Félix alzó la mirada. Un alto druchii con una afectada sonrisa en los labios lo miraba desde arriba. Llevaba un fajín rojo por encima de la sobrevesta, y el largo cabello trenzado y recogido detrás de una coleta atada con hilo de plata.
—¡Qué peces tan extraños ha atrapado mi red! —dijo en un reikspiel con fuerte acento—. Una platija del Viejo Mundo, un pez roca cavernícola y una carpa de Ulthuan, y ninguno lo bastante fresco como para venderlo en el mercado, por como huelen.
—Déjame en libertad y enfréntate conmigo, cobarde con cara de cadáver —dijo Gotrek.
Los ojos del elfo oscuro se agrandaron de burlón asombro.
—¡Por la Madre Oscura, un pez que habla! Y con una lengua tan sucia… —Avanzó delicadamente hasta el borde de la lona aceitada y le propinó a Gotrek una salvaje patada en una mejilla.
Gotrek gruñó y se lanzó hacia delante, sangrando por un profundo corte, pero, enredado como estaba, no pudo hacer nada.
El druchii retrocedió.
—Casi siento la suficiente curiosidad como para preguntar cómo han llegado tres compañeros semejantes a aparecer flotando en medio del mar, a solas. Con independencia del lugar del que procedáis, iréis todos a parar al mismo sitio. —Les volvió la espalda y les dijo algo a sus lugartenientes, al tiempo que agitaba una mano con indiferencia.
Uno de los lugartenientes hizo una reverencia y, a su vez, dio órdenes a los harapientos esclavos humanos que habían extendido la lona, pero entonces otro corsario señaló a Gotrek y dijo algo que hizo que el capitán druchii se girara para volver a mirarlo.
Los encorvados humanos avanzaban hacia los humanos con objetos que parecían lámparas de aceite, pero el capitán los hizo retroceder nuevamente con un gesto. Se retiraron, acobardados, cuando él comenzó a caminar en círculo en torno a la red, para contemplar atentamente a Gotrek. Félix no tenía ni idea de qué había atraído su atención, pero Aethenir entendió las frases murmuradas que intercambiaban los druchii.
—Está interesado en vuestra hacha, enano —susurró el alto elfo—. Y en vuestra espada, herr Jaeger. Las reconoce como armas poderosas y sabe que los coleccionistas pagarán bien por ellas.
Gotrek gruñó.
—Nadie toca mi hacha. Nadie.
Pero, de momento, no parecía haber mucho que él pudiera hacer al respecto. Llevaba el hacha a la espalda, y tenía los brazos tan enredados en las pegajosas cuerdas que no podía alcanzarla.
Tras dar dos vueltas en torno a la red, el elfo oscuro retrocedió y les hizo un gesto a los esclavos para que volvieran a avanzar. Félix pensó que nunca en su vida había visto hombres de aspecto tan lastimoso: criaturas demacradas, de ojos muertos, con cabeza de pelo muy corto y zonas calvas, y hombros permanentemente caídos. Fueron a acuclillarse junto a Félix, Gotrek y Aethenir, evitando diestramente el contacto con las pegajosas cuerdas; alzaron las extrañas lámparas y comenzaron a remover una pasta negra dentro de un pequeño depósito metálico colocado sobre la llama.
—Hermanos —susurró Félix—, ayudadnos. Dejadnos en libertad y nosotros os pondremos en libertad a vosotros. Mataremos a estos esclavistas y os devolveremos al Viejo Mundo.
Los hombres ni siquiera volvieron la cabeza; continuaron con su tarea como si no hubiera hablado. Comenzó a alzarse humo de la pasta negra al calentarse el pequeño depósito que la contenía.
Félix volvió a intentarlo con las pocas palabras tileanas que conocía, y luego en vacilante bretoniano. Los hombres no reaccionaron.
—Malditos seáis, ¿estáis sordos? —les espetó Félix—. ¿No queréis ser libres?
—Dejadlos en paz, herr Jaeger —dijo Aethenir—. Hace tanto tiempo que están bajo el yugo druchii que han olvidado qué es la libertad.
El humo que se alzaba ahora de la pasta negra era denso, y Félix percibió un aroma dulce y sofocante. Le comenzaron a llorar los ojos. Los esclavos cubrieron rápidamente las lámparas con cuencos de cerámica que parecían pipas de doble caña. Félix no tenía ni idea de para qué servían aquellos extraños objetos, hasta que el esclavo que estaba arrodillado junto a él se llevó una de las cañas en los labios y apuntó la otra hacia su rostro.
Un chorro de humo dulce salió disparado por la caña, directamente hacia la nariz de Félix. Se echó hacia atrás e intentó volver la cabeza, pero las cuerdas lo retenían demasiado firmemente. No pudo apartarse.
—Es loto negro —dijo Aethenir, atragantado—. ¡Intentan drogamos!
Félix contuvo el aliento, pero un segundo esclavo, un niño de no más de nueve o diez años, le pinzó la nariz mientras el primero le daba un puñetazo en el estómago. Félix exhaló y, al inspirar, inhaló una bocanada de humo. Se atragantó y tosió cuando el resinoso veneno le llenó los pulmones, pero luego tuvo que volver a inhalar sólo para respirar, y le entró más humo. Oía que Aethenir y Gotrek también tosían y maldecían.
La tercera bocanada fue más fácil, y la cuarta incluso le resultó agradable cuando el humo se deslizó sedosamente por su garganta y propagó una dulce languidez por sus venas. El frío y la incomodidad causada por las cuerdas se alejaron, amortiguados por una deliciosa calidez que sintió como un sol estival que le radiara de los pulmones. A la quinta bocanada ya se esforzaba por adelantar la cabeza con el fin de inspirar todo el humo posible.
También se acallaron las ahogadas protestas de Aethenir. Sólo Gotrek continuaba tosiendo y maldiciendo. Félix deseó que dejara de hacerlo. La lucha del Matador alteraba su adorable letargo.
Un momento más tarde, el esclavo que tenía la pipa de Félix se marchó a soplarle humo a la cara a Gotrek, igual que hizo el de Aethenir. A Félix lo entristeció que el humo se hubiera marchado, y se sintió enfadado con Gotrek por ser tan codicioso, pero se requería demasiada energía para mantener la tristeza y el enojo, así que los abandonó con rapidez, satisfecho de relajarse en la lenta corriente de contento que fluía por sus venas.
Pasado un rato, incluso la lucha de Gotrek cesó, y entonces acudieron más esclavos, éstos con cubos de una sustancia grasienta de olor repulsivo con la que impregnaron las cuerdas para que perdieran la capacidad de adherencia. Félix observó con ocioso interés cómo se llevaban su espada, seguida por el hacha de Gotrek. En este caso se produjo una sísmica convulsión detrás de él, y otra cuando otros esclavos se llevaron los brazaletes de oro del Matador, pero ambas erupciones disminuyeron hasta un suave tronar de maldiciones chapurreadas.
Entonces impregnaron con grasa el resto de las cuerdas, y Félix, Gotrek y Aethenir fueron sacados de la red. Otros esclavos ayudaron a Félix a ponerse de pie y le quitaron la armadura, el justillo y la camisa, y luego le pusieron en muñecas y tobillos unos grilletes unidos por una cadena tan corta que no le permitía erguirse. Pensó que los grilletes eran una necedad.
No quería ir a ninguna parte. Sólo quería volver a tumbarse. Por desgracia, no se lo permitieron. Sujetaron la cadena a una anilla que había en el palo mayor, y allí lo dejaron con Gotrek y Aethenir. No estaba cómodo, pero era demasiado feliz como para que le importara. Se limitó a mirar hacia proa mientras los altos peñascos de la isla negra se acercaban cada vez más. Al cabo de poco ocupó todo su campo visual. Debía tener el tamaño de Nuln, pensó, soñador. Se preguntó si también tendrían un colegio de ingeniería. Eso sería bonito.
Pasado un rato, pudo diferenciar entre los escabrosos acantilados de granito gris de la isla y las altísimas murallas de basalto negro que los remataban. En cada curva de la muralla se alzaban almenadas atalayas, cada una coronada por un halo de fuego batido por el viento. Por un momento, Félix pensó que iban a estrellarse de pleno contra los acantilados de granito, y soltó una risilla tonta ante la necedad de los druchii. Destrozarían su bonita embarcación. Pero luego vio que lo que había tomado por una sombra oscura cercana a un afloramiento rocoso era, de hecho, la boca de una caverna. Félix echó la cabeza más y más atrás a medida que el techo de la cueva se acercaba, para luego tragárselos completamente. Durante un rato estuvo todo a oscuras, y eso le resultó tranquilizador, pero luego apareció ante la nave un resplandor anaranjado, una luz oscilante que se reflejaba en las paredes de áspera piedra y en la barroca filigrana de estalactitas que colgaban del techo, muy en lo alto.
A continuación, el oscuro canal desembocó en una vasta bahía subterránea, al final de la cual ardían grandes fuegos en braseros gigantescos montados sobre torres que se alzaban por encima de una larga línea de muelles y amarraderos. A Félix le recordó Barak Varr, ni con mucho tan grande ni tan brillantemente iluminada, pero igualmente llena de barcos. Debía haber más de treinta galeras de borda baja atracadas en el puerto, así como muchos barcos más pequeños, botes, e incluso algunos que parecían buques mercantes del Viejo Mundo. Félix pensó que la luz de las llamas que danzaban sobre las negras aguas mientras los remos impulsaban al barco hacia los braseros era lo más fascinante que había visto jamás.
* * *
El skaven del clan Skryre que estaba ante el periscopio se volvió y le hizo una reverencia a Thanquol, que se encontraba de pie en el centro del puente del poderoso sumergible skaven, temblando de emoción.
—Han sido llevados al interior del arca, vidente gris —dijo el marinero.
Issfet alzó la cara para sonreírle aduladoramente a Thanquol.
—Ha sucedido exactamente como tú deseabas, oh, el más geriátrico de los amos —dijo con agudos chilliditos.
—Sí-sí —asintió Thanquol, frotándose las patas delanteras—. Ahora sólo tenemos que ser pacientes, porque, allá a donde van mis Némesis, la destrucción y la confusión los siguen.
Sería mejor que fuera así, pensó. Porque había pagado una enormidad por el sumergible, tanto en juramentos de alianza y en promesas de piedra de disformidad, como en juramentos de rendir futuros servicios, y no estaba en posición de cumplir ninguna de estas cosas. Si fracasaba en la recuperación del Arpa de Destrucción, él mismo él mismo sería destruido.
* * *
Cuando atracó el barco de los elfos oscuros y druchii armados con lanzas hicieron bajar a Félix, Gotrek y Aethenir por la pasarela hasta un muelle de piedra, la dulce euforia del loto negro se había agriado y desvanecido. La calidez que había inundado las venas de Félix se había transformado en entumecimiento, y su mirada fascinada se había convertido en inexpresiva. Le resultaba difícil pensar, le costaba recordar que debía moverse hasta que el asta de una lanza le golpeaba la espalda. Al arrastrar los pies por las concurridas calles del puerto le parecía caminar sobre barro, y a menudo tropezaba con la cadena demasiado corta que tintineaba entre ellos. Cuando sus captores se detuvieron para hablar con unos guardias que había a ambos lados de una gran arcada abierta en la pared de roca, él se detuvo y permaneció allí, con la vista fija ante sí, hasta que lo empujaron para que avanzara otra vez, demasiado aletargado para fijarse en el entorno.
Pasó sin ver nada por los amplios y concurridos corredores, sin mirar a derecha ni a izquierda. Sólo una vez alzó los ojos, al oír que Aethenir murmuraba un galimatías, y vio que el elfo tenía la vista fija ante sí. Giró torpemente la cabeza y vio que por el amplio pasadizo por el que ellos bajaban subía un alto druchii que lucía cicatrices, noble con su hermosa armadura negra y plateada, acompañado por una orgullosa mujer druchii de ojos fríos, vestida con holgados ropones negros y un elaborado peinado. Los escoltaba una doble fila de guerreros con máscara de plata que empujaban hacia los lados a cualquiera que no se apartara del camino.
Félix parpadeó al mirar a la mujer. La conocía. Su cerebro entorpecido por el loto daba vueltas mientras él se preguntaba cómo era posible. Entonces lo recordó. Era la hechicera que hacía girar la anilla de plata en torno a la varita de metal. La que había dejado que el océano se cerrara sobre ellos. El miedo intentó abrirse paso a través de la letargia, trató de decirle que mirara hacia otro lado para que ella no lo reconociera al verlo, pero la advertencia le llegó demasiado tarde y él no bajó la cabeza hasta que la hechicera y su noble acompañante ya habían pasado de largo. No importó. No les habían dedicado ni una sola mirada a los esclavos encadenados. Ni siquiera habían reparado en su existencia.
Los guardias los hicieron bajar por una larga escalera zigzagueante hacia las profundidades de la isla flotante, que a medida que descendían se hacía más fría y húmeda, hasta que atravesaron un portal y penetraron en una cámara iluminada por antorchas que desprendían espeso humo, luego pasaron por otro portal, y, finalmente, entraron en una cámara baja con puertas de hierro. Una serie de barandillas de madera dividían el suelo en senderos que conducían hacia las puertas. Félix no supo a qué le recordaban, hasta que se formó en su mente un recuerdo de cuando su padre lo había llevado al lugar donde se seleccionaba el ganado. Había visto cómo obligaban a las vacas a entrar en corredores iguales a aquéllos para separarlas en lotes.
De una habitación situada a un lado salieron unos guardias druchii con armadura de cuero, seguidos por otro con ropón; éste hacía avanzar ante sí a un esclavo encorvado que llevaba sujeto a la espalda lo que parecía un libro enorme. El druchii del ropón habló brevemente con sus captores, examinó a Félix, Gotrek y Aethenir desde todos los ángulos posibles, luego avanzó hacia el esclavo y abrió el libro que llevaba sobre la espalda. Hizo algunas anotaciones, y luego les entregó a los captores una especie de recibo. Los esclavistas se marcharon por donde habían llegado, mientras los guardias conducían a Félix, Gotrek y Aethenir hacia una de las puertas de hierro, la abrían con una llave y los empujaban al interior de una celda donde reinaba la más negra oscuridad, para luego cerrar la puerta tras ellos y echar la llave.
Al principio, Félix no pudo ver nada, y no oyó nada más que susurros y un constante zumbido. Su nariz no tuvo tanta suerte. El hedor de la porquería humana lo golpeó como una sólida pared, se abrió paso a la fuerza a través de sus sentidos embotados por la droga y le provocó arcadas. Luego sus ojos se adaptaron a la mortecina luz reflejada de las antorchas del exterior, y vio dónde se originaba el olor.
La habitación era como un túnel —largo, bajo y oscuro—, con lo que parecía ser un banco que corría por el centro, a la altura de la rodilla, sobre el que se apiñaba más gente de la que Félix había visto jamás en un sitio tan pequeño. Hombres, mujeres y niños demacrados cubrían como una alfombra el suelo mugriento de porquería, sentados, acuclillados o tumbados lo mejor posible. Centenares de ojos inexpresivos se volvieron a mirarlos a él, Gotrek y Aethenir, y parpadearon con vacua desdicha.
Félix, Gotrek y Aethenir los miraron fijamente. Eran desdichados, de aspecto horrible, ataviados con andrajos, cubiertos de porquería y macilentos por la inanición. Muchos presentaban heridas abiertas, sin tratar, y temblaban de fiebre, y Félix se dio cuenta de que el zumbido que había oído era el sonido de los miles y miles de moscas que pululaban por encima de ellos y comían.
Un hombre que se encontraba a medio camino del fondo de la sala, se puso de pie y los miró con ferocidad.
—¡Un tesoro, dijisteis! —declaró, con voz ronca, sacudiendo las cadenas que lo retenían—. ¡Un pequeño barco druchii, dijisteis!
Félix necesitó un momento para darse cuenta de que el desgraciado macilento que tan venenosamente le escupía estas palabras era Euler.