DOCE

DOCE

Gotrek se echó hacia delante, gruñendo salvajemente, y la violencia del movimiento hizo que crujieran las junturas de la tubería.

Félix también tiró hacia delante, la furia hervía dentro de él.

—¿Qué le has hecho a mi padre, basura?

El skaven viejo se apartó de un salto de ellos, chillando alarmado, y la rata ogro se puso de pie, gruñendo peligrosamente y mirando a su alrededor. El vidente se volvió hacia sus secuaces y les chilló en su propio idioma, señalando a Gotrek con un tembloroso dedo.

—¡Respóndeme! —gritó Félix—. ¿Qué le has hecho a mi padre?

Uno de los guardias acorazados le dio un revés a Félix con una mano enfundada en un guantelete de malla, mientras el asesino vestido de negro se acercaba presurosamente a Gotrek y sacaba del cinturón un rollo de fina cuerda gris. El golpe le giró la cara a Félix e hizo que dentro su cabeza estallara un terrible dolor. Sintió que le goteaba sangre desde más arriba de la oreja. Decidió que esperaría hasta tener al viejo skaven ante la punta de la espada antes de formularle más preguntas acerca de su padre.

—¡Suéltame, saco de palos con cara de calavera! —gruñó Gotrek.

Le lanzó mordiscos al asesino que le apretaba la cuerda en torno a su pecho y hombros, mientras el viejo skaven chillaba órdenes desde una distancia prudencial. Aethenir contemplaba todo esto como si pudiera tratarse de una extraña pesadilla.

El asesino tiró de las finas cuerdas hasta que Félix vio que se hundían profundamente en la carne del Matador y hacían manar sangre en algunos sitios, para luego atarlas y retroceder. Gotrek forcejeaba pero no podía moverse ni un centímetro. Con un gruñido, pareció resignarse a la situación y decidió conservar sus fuerzas.

El viejo skaven lanzó un suspiro de alivio y volvió a avanzar mientras posaba sobre ellos una mirada triunfante.

—Mis dos Némesis —suspiró—. Al fin os tengo en mis zarpas. Al fin pagaréis por todas las indignidades que me habéis hecho sufrir. —Siseó, como el vapor que escapa de una tetera—. Horriblemente moriréis, sí-sí, pero lento-lento. Primero sufriréis por todos los largos años durante los que yo he sufrido por culpa de vuestras crueles intrigas. —Los ojos del demente hombre rata brillaron de júbilo—. Por cada derrota, un cortecito. Por cada contratiempo, un cardenal. Por cada desdicha, un hueso roto. —Se acercó más, con la cola y las frágiles extremidades temblando de febril emoción, hasta que Félix pudo oler su acre aliento—. Imploraréis-imploraréis misericordia, mis Némesis… pero de nada servirá.

—Pero… —dijo Félix, completamente perdido—. Pero ¿quién eres?

El viejo skaven se detuvo. Parpadeó y retrocedió un paso.

—¿No… no me conoces?

Le dirigió a Gotrek una mirada interrogativa.

El Matador se encogió de hombros.

—A mí todos me parecen iguales.

Félix volvió a mirar al skaven y negó con la cabeza.

El hombre rata retrocedió con paso tambaleante y ojos desorbitados, y chocó con el sirviente sin cola. Este chilló y el viejo se volvió contra él, lo golpeó con el báculo y lo insultó brutalmente. El sirviente se encogió, y luego salió tambaleándose de la cámara mientras el viejo skaven continuaba chillándole. La rata ogro gruñó ansiosamente y pateó la cubierta con sus enormes patas.

El skaven se volvió otra vez hacia los cautivos, tembloroso de furia y tirándose de los pocos pelos que le quedaban en la esquelética cabeza.

—¡Qué locura! ¡Qué locura! ¿Es posible que no me recordéis? ¿Es posible que hayáis dirigido mi fracaso-caída por accidente? ¿No destruísteis mis obras en las madrigueras de Nuln, hace, ay, tantos años? ¿Matando-asesinando a mis sacerdotes de plaga, quemando-aplastando a mis corredores de alcantarillas y a mis ingenieros, matando incluso a mi primer regalo del clan Moldeador? —Cerró las patas de rabia—. Cerca-cerca estuve de mataros entonces, en la madriguera de la reina de cría. ¡De no haber sido por ese maldito mago-hombre, mi tormento habría acabado antes de empezar!

Félix jadeó, con los ojos muy abiertos al recordar. ¿Este skaven era aquél? ¿El brujo del pueblo de ratas que los había atacado durante el baile de disfraces de la condesa Emmanuelle, hacía veinte años? ¿El skaven del que los había salvado el doctor Drexler? ¡Era imposible! Seguro que los skaven no vivían tanto tiempo. Ya era viejo entonces. ¿Qué edad debía tener ahora? ¿Y qué lo mantenía con vida?

Félix desvió los ojos hacia Gotrek. El Matador miraba ferozmente al skaven con nueva aversión, y luchaba con mayor fuerza contra las cuerdas que lo herían.

El skaven no le prestaba atención a ninguno de los dos. Continuaba desvariando, paseándose de un lado a otro ante ellos, con las patas y la cola temblando, perdido en sus recuerdos.

—Entonces ¿no me seguisteis hasta el norte para desbaratar todos mis intentos de capturar la máquina voladora de los excavadores de la tierra? ¿No retorcisteis-contaminasteis a mi sirviente-esclavo y lo volvisteis contra mí cuando volasteis hasta los desiertos del Caos? ¿No me arrebatasteis-quitasteis la máquina cuando mi magia la había capturado? —La criatura se apretaba la frente con ambas patas delanteras—. ¡Imposible! ¡Imposible que no me conozcáis! ¡Imposible que sea todo casualidad! ¡Toda mi vida! ¡Toda mi vida!

Con un lamento sollozante, el viejo skaven comenzó a rebuscar furiosamente dentro de su ropón, registrando bolsillos y mangas, y finalmente levantó un pequeño frasco de piedra, con manos temblorosas. Le quitó el tapón, vertió un montoncito de destellante polvo en la cavidad formada entre el pulgar y el primer dedo de una de las patas delanteras, y luego lo inhaló a través del desigual agujero húmedo que le hacía las veces de nariz.

Tras ingerir la sustancia, el skaven tembló aún con más fuerza que antes, y los escoltas de negra armadura retrocedieron un paso, nerviosos, pero luego, con una última sacudida, los temblores cesaron, el viejo se irguió y realizó una inspiración profunda, aunque irregular.

Se volvió a mirarlos, sereno y compuesto, con un hilo de sangre y moco cayéndole de la nariz sin que se diera cuenta, mientras los contemplaba ferozmente con ojos de fuego verde.

—Si ése es el caso, entonces mi vergüenza-furia es aún mayor, y por tanto también lo serán vuestros sufrimientos. Conoceréis agonía-miedo como jamás ha soportado ningún morador de la superficie y, sin embargo, mediante mi magia, seréis curados para volver-volver a torturaros, hasta que compartáis toda mi tortura-desesperación…

—Eh… os pido perdón, hombre rata —intervino Aethenir, con voz temblorosa—, pero ¿significa eso que me habéis capturado por acci…?

—¿Os atrevéis a interrumpir? —le chilló el skaven, que se volvió bruscamente—. ¡Estoy hablar-hablando, miserable orejas-punta!

—En efecto —respondió Aethenir—. Pero, eh… dado que vuestro odio parece estar dirigido hacia mis compañeros y no hacia mí, tal vez podríais ser tan magnánimo como para permitirme regresar a la nave en la que…

—¿Qué me importan a mí tus deseos? —le chilló el vidente—. ¡Eres mío-mío y puedo hacer contigo lo que me plazca! —Fue cojeando hasta el elfo y lo miró de arriba abajo mientras se acariciaba el canceroso mentón—. Ha sido un accidente que te atraparan, sí-sí. Tu desgracia es tener pelaje amarillo como el más alto. Pero yo nunca-nunca he experimentado con un orejas-punta. Nunca he hecho pasar a uno por mis laberintos ni le he dado venenos. Nunca he cortado-tijereteado su carne para examinar sus órganos. —Se inclinó hacia el elfo, y su destrozada nariz casi tocó la de alto caballete del elfo—. Serás el primero.

Aethenir se encogió, entre arcadas, cuando el skaven se apartó de él y le habló a la escolta con furiosos chilliditos.

—Típico de un elfo —gruñó Gotrek por un lado de la boca—. Sólo piensa en sí mismo.

—Yo no pienso en mí mismo —discutió Aethenir, mientras uno de los guardias salía a toda velocidad de la habitación por orden del skaven viejo—. Sino en mi deber. ¿Acaso no le prometí a Rion que no permitiría que nada me impidiera corregir el daño que había causado? —Rechinó los dientes—. Debo recuperar esa terrible arma, o la destrucción de Ulthuan caerá sobre mi cabeza. Seguro que un enano no se resentirá conmigo porque haga todo lo posible para restablecer mi honor.

—Los elfos no tienen honor que restablecer —gruñó Gotrek.

Justo en ese momento, el viejo skaven se volvió a mirar a Aethenir.

—¿Qué-qué? ¿Terrible arma? ¿Qué es?

Al elfo se le desorbitaron los ojos cuando el hombre rata avanzó hacia él.

—No… no sé a qué os referís. No he dicho nada de ningún arma. Habéis oído mal.

—No he oído mal —dijo el skaven—. No-no. He oído perfectamente.

En ese preciso momento regresó el guardia con la coraza; debajo de un brazo llevaba una caja que parecía enteramente hecha de hueso, con toda la superficie cubierta de glifos toscamente tallados. El guardia corrió hacia el viejo, le hizo una reverencia y le tendió la caja de hueso.

El viejo skaven abrió el cierre de la caja que parecía haber sido hecho con un hueso de dedo humano, y abrió la tapa. En el interior, Félix vio que había una aterrorizadora colección de instrumentos de acero y latón, ninguno muy limpio. El viejo los acarició con una mano, luego escogió uno y lo alzó. Parecía un escalpelo, pero con filo dentado, y el óxido lo teñía de color naranja. El skaven se volvió hacia el alto elfo y le enseñó los dientes en una parodia de sonrisa.

—Ahora, orejas-punta —siseó—, ahora vas a decir-decir lo que he oído mal.

* * *

Félix tuvo que admitir que Aethenir aguantó mucho más de lo que él había esperado, pero al final se quebrantó, como Félix temía. Se mantuvo fuerte ante los cuchillos, sierras y llamas, e incluso cuando le pusieron en un dedo una anilla que aumentaba la presión mediante un tornillo hasta que se lo partía. Incluso continuó callado cuando le pusieron en la cabeza una jaula llena de ratas enfermas, y sólo murmuraba un interminable encantamiento élfico que le permitía retirarse a una cámara interior de la mente donde no lo alcanzaban los atroces dolores de la carne.

Félix apartó la mirada cuando comenzaron las torturas, aunque oír los sonidos era casi tan malo como mirar. El listo skaven servía a dos propósitos con el tratamiento que estaba dando al elfo: extraerle información mientras, al mismo tiempo, intentaba engendrar el terror en los corazones que se enfrentarían después con sus atenciones. Félix no podía hablar por Gotrek, pero con él sí que estaba funcionando. Con cada gemido y alarido del elfo, un terror helado se filtraba dentro de su corazón. Sentía cada corte, preveía cada vuelta de tornillo.

«¡Decídselo! ¡Decídselo!», tenía ganas de gritar, para hacer que aquello acabara.

Por supuesto, sería peor cuando el skaven se pusiera a trabajar con él y Gotrek, porque el vidente no quería información ninguna de ellos. No habría nada que pudieran decirle para hacer que se detuviera. La tortura en sí sería la meta de la criatura, y a Félix no se le ocurría ninguna manera para escapar de ella.

Fue cuando el arrugado hombre rata atacó directamente la mente de Aethenir, untándole una relumbrante pasta verde de piedra de disformidad en los ojos que le mantenía abiertos, y atacándolo luego con hechizos que lo hicieron salir entre alaridos de su fortaleza mental, el pobre elfo se quebró finalmente, susurrando y sollozando palabras en idioma élfico que Félix se alegró de no entender.

—Haced que se detengan —le sollozó, al fin, al hechicero skaven—. Haced que se marchen. Están comiéndose mi conocimiento… comiéndoselo.

—Haré que se marchen si hablas-hablas —dijo el skaven.

Y, finalmente, Aethenir habló, llorando.

—Se llama Arpa de Destrucción —gimió, mientras Gotrek le gruñía maldiciones—. Un arma que puede causar terremotos… olas de marea… elevar valles y hacer descender montañas. Los druchii tienen intención de usarla contra la bella Ulthuan.

El viejo skaven miró más allá del elfo mientras digería la información, rascándose distraídamente una zona de piel escamosa del cuello, meditando.

—Un arma grandiosa en verdad —dijo, al fin—. ¡Qué no podrían hacer los skavens con un arma semejante! ¡Qué no podría hacer yo con un arma semejante! ¡Las madrigueras de los moradores de la superficie se hundirían, y en su lugar ascenderían-subirían ciudades skaven! ¡Eso le demostraría al consejo la grandiosidad de mi poder! ¡Se inclinarían-humillarían ante mí! ¡Al fin me alzaría-regresaría a mi verdadero nivel!

Sus ojos enfocaron a Aethenir.

—¿Dónde está esa arpa? —le espetó—. ¡Rápido-rápido! ¡Tengo que conseguirla!

Dio la impresión de que el alto elfo iba a resistir otra vez, pero el viejo skaven sólo tuvo que alzar la mano que relumbraba con fuego verde para que volviera a hablar, balbuceando de miedo:

—Una nave druchii la lleva hacia el norte. La custodian seis poderosas hechiceras. Su destino podría ser Naggaroth, o la propia Ulthuan.

El skaven asintió y comenzó a pasearse.

—La nave que vimos sin que nos viera. Pequeña-pequeña, fácil tomarla. Pero seis hechiceras. —Pareció vacilante—. Los orejas-punta son grandiosos en los caminos de la magia. Casi iguales que los skavens. El remolino… ¿Podría yo, siendo quien soy, haber creado semejante…? —Sacudió la cabeza como para borrar el pensamiento—. Tiene que haber alguna arma-truco que yo pueda desplegar y que… —Sus ojos cayeron repentinamente sobre Gotrek y Félix. Calló mientras los medía con la mirada, y luego les volvía otra vez la espalda, enfadado.

—No —dijo—. ¡Nunca-nunca! No cuando por fin los tengo. He esperado esto durante demasiado tiempo. Son míos, míos para hacer con ellos lo que me plazca. —Miró a Aethenir—. Y sin embargo… y sin embargo, ¿lograré poder con la venganza? ¿No es mejor usarlos como instrumentos para reclamar mi antigua posición? Es mejor, ¿verdad?, volverlos contra mis enemigos, como mis enemigos los volvieron contra mí en otros tiempos. ¡Sí-sí! ¡Es el estilo skaven! Ellos aplastarán-matarán a los contaminados orejas-punta, y yo recogeré-sacaré el arpa de los restos del naufragio. —Miró a los cautivos y se le escapó una risilla sibilante—. ¡Seréis el queso de la trampa!

Se volvió a mirar a los guardias y les habló con los chilliditos propios de su idioma. Ellos hicieron una reverencia y fueron hasta un armario metálico que había en un rincón de la estancia.

* * *

Cuando regresaron junto a los prisioneros, llevaban sacos de cuero que tenían los bordes incrustados de porquería verde.

Félix abrió los ojos, y entonces parpadeó de asombro. Por encima de él navegaban nubes blancas por un cielo azul. Sintió una fresca brisa en una mejilla, y un balanceo suave como si se encontrara tendido en una hamaca. Esto era una clara mejoría respecto a la húmeda cámara de tortura en la que había despertado la vez anterior. ¿Estaban libres? ¿Se había producido algún increíble milagro? ¿Había sido todo un sueño?

De súbito volvió el dolor, peor que nunca, cegándolo con su salvaje intensidad, y estuvo a punto de desmayarse. Cuando lo hubo controlado, levantó la cabeza con el cuidado con que un hombre alzaría una jarra llena hasta el borde, temeroso de que el más ligero movimiento derramara parte del contenido. Volvía a tener la visión distorsionada, como si mirara el mundo en un espejo imperfecto; la náusea y el vértigo amenazaban con abrumarlo cada vez que movía la cabeza.

Intentó sentarse y se dio cuenta de que aún tenía atados pies y manos. Con muchos gruñidos y maldiciones logró por fin incorporarse sobre un codo y mirar alrededor. Se le cayó el alma a los pies.

Estaban, en efecto, libres. El suave balanceo que percibía eran las olas chapoteando contra el casco de un pequeño bote de remos, hecho de madera. No había skavens a la vista. Lo único que podía ver, en cualquier dirección, era el infinito océano de un gris frío. Aethenir estaba tendido en el fondo del bote, boca abajo, atado igual que Félix, pero con Gotrek los skaven no habían corrido ningún riesgo. Aún estaba sujeto a la tubería como antes, al despertar. Pero ahora yacía atravesada sobre el banco del remero. El Matador pendía de ella como un carnoso, y feo pollo en un espetón.

—El cuchillo —dijo el Matador, con voz enronquecida.

—¿Eh? —preguntó Félix, mirando en torno—. ¿Qué cuchillo?

Una daga curva, oxidada y mugrienta, había sido clavada en el borde del bote para fijar un trozo de vitela a la madera.

—No la dejes caer —dijo Gotrek.

—No lo haré —dijo Félix, y se le cayó. Por suerte, repiqueteó dentro del bote en lugar de caer al agua. El trozo de vitela plegado se posó junto a ella. Félix lo recogió y desdobló. Frunció el ceño.

—¿Qué es? —preguntó Gotrek.

—Una nota. —Félix tenía problemas para leer aquellos garabatos—. Druchii… vienen. Luchad… bien.

Félix gimió, luego recogió la daga y comenzó a avanzar hacia el enano. Arrastrarse en postura encorvada por un bote que se bamboleaba, con las muñecas y los tobillos atados y una daga en las manos, no era tarea fácil, y en más de una ocasión se fue hacia delante y estuvo a punto de ensartarse antes de llegar hasta Gotrek y comenzar a cortarle las cuerdas.

—Cobardes —dijo, mientras las vueltas de cuerda comenzaban a caer—. No se atrevieron a soltarnos aunque estábamos inconscientes.

—Sí —convino Gotrek—. Éstos luchan desde retaguardia.

—Desde debajo del agua.

Tras un minuto más de cortar, las pesadas cuerdas acabaron por romperse y Félix pasó al fino cordel gris. Lo cortó con mayor rapidez, y al cabo de poco Gotrek cayó pesadamente sobre el fondo del bote. Gruñó, luego cerró los ojos y se quedó tendido en el sitio, masajeándose los brazos, en los que tenía crueles abrasiones, y flexionando los dedos de las manos para restablecer la circulación.

Félix se volvió hacia Aethenir y comenzó a cortar las cuerdas que le rodeaban las muñecas. Hizo una mueca de dolor al mirar las heridas del elfo. Por su aspecto, Aethenir parecía que tenía que estar muerto. El viejo skaven lo había despojado de su belleza y le había hecho cosas terribles. Su cara era una masa de tajos, tenía la nariz partida y ambos ojos ennegrecidos, la piel del antebrazo derecho estaba negra y cubierta de ampollas de quemaduras, los dedos meñiques y anulares doblados en ángulos antinaturales, y Félix sabía que bajo los ropones manchados de sangre del elfo se ocultaban más atrocidades.

Aethenir dio un respingo y sollozó al caer la última de las cuerdas, y luego abrió los ojos.

—El demonio me ha matado —gimió.

—Lo habría hecho si tú tuvieras el más leve rastro de honor —respondió Gotrek, tendido en el fondo del bote—. Pero, por el contrario, hablaste.

Félix frunció el ceño al oír eso. Las palabras de Gotrek parecían un poco injustas. El elfo había resistido durante mucho tiempo, mucho más de lo que habría resistido Félix. Él no estaba seguro de haber podido soportar la mitad de lo que había aguantado el elfo, pero no se atrevió a decir nada. Gotrek lo consideraría un débil.

Aunque estaba libre, Aethenir continuó tendido y sumido en un estupor, así que Félix sujetó el cuchillo entre las rodillas e intentó cortar las cuerdas que le sujetaban las muñecas a él.

—Yo lo haré, humano —dijo Gotrek.

Félix volvió la cabeza. El Matador estaba sentándose y flexionando los hombros. Las marcas que las cuerdas le habían dejado en los brazos, el pecho y las muñecas parecían profundas cicatrices, pero volvía a tener color en las manos.

Gotrek gateó hasta Félix, se apoderó del cuchillo y cortó con rapidez las ataduras. Félix aspiró entre los dientes a causa del dolor cuando la sangre volvió a fluirle libremente por los dedos. Los pinchazos parecían puñaladas. No podía ni imaginar el dolor que tenía que haber sentido Gotrek cuando se había visto sin todas las cuerdas que lo constreñían y, sin embargo, el Matador no había manifestado ninguna emoción ni malestar.

—¿Dónde estamos? —murmuró Aethenir, parpadeando al mirar hacia el cielo.

—Vuestro deseo se ha hecho realidad, alto señor —dijo Félix—. Estamos libres.

Aethenir alzó la cabeza y miró a un lado y otro. Gimió y volvió a tumbarse.

—Pero ¿dónde están los druchii? ¿Y los skavens?

Félix extendió hacia la vitela una mano en la que sentía un cosquilleo, y se la entregó al elfo. Aethenir la cogió con los tres dedos sanos de una mano, y la leyó. Suspiró, asqueado.

—¿Y creen que vamos a ganar la batalla por ellos en estas condiciones? —preguntó—. ¿Nos han dado armas, como mínimo?

—Tú estás tendido sobre ellas —replicó Gotrek.

Aethenir y Félix miraron. Debajo del elfo había un saco de lona lleno de bultos.

—No corrieron ningún riesgo, ¿verdad? —comentó Félix.

Le cogió el cuchillo a Gotrek y abrió un tajo en el saco. Dentro estaban Karaghul, la cota de malla de Félix y el hacha rúnica de Gotrek, además de todos los cinturones, ropa y mochilas de los tres. También había una delgada daga élfica que Félix no le había visto desenfundar a Aethenir en ningún momento.

Después de eso, les quedó poco por hacer como no fuera prepararse para la llegada de los druchii. Aethenir invocó su magia e hizo todo lo que pudo para limpiar y sanar sus heridas y las de Félix. Luego se quitó el ropón para ocuparse de las heridas que el vidente skaven le había hecho durante el interrogatorio. Félix tuvo que apartar la mirada, y se encontró con que, una vez más, tenía que cambiar su opinión sobre la fortaleza del elfo.

Los hechizos de curación de Aethenir no eran tan potentes como antes, pero cerraron la mayoría de las heridas abiertas y las quemaduras que tenía en la cara y el torso, y calmaron considerablemente los dolores de Félix. Los cuatro dedos destrozados del elfo, no obstante, tenían fracturas demasiado graves como para que pudiera sanarlas con hechizos, así que Félix lo ayudó a reducirlas y vendarlas con tiras de lona del saco que había contenido las armas. El elfo aguantó la manipulación de sus huesos con los ojos cerrados y los dientes apretados, pero no maldijo ni sollozó. Gotrek se negó a que lo curaran con magia, y simplemente se lavó los tajos y contusiones con agua de mar.

Félix se lavó la cara del mismo modo, aspirando de dolor entre los dientes cuando el agua salada le escocía las heridas. También enjuagó el jubón y la capa, que estaban empapados en la inmundicia de la nave skaven, y luego se puso la cota de malla encima, y a continuación la capa, para estar preparado cuando llegaran los druchii.

Luego se pusieron a esperar.

Y esperar.

Pasada una hora sin que sucediera nada, descubrieron que los skavens no les habían proporcionado ni agua ni comida, ni tampoco remos. Félix tenía un poco de agua en el pellejo que llevaba cuando los habían capturado las alimañas, pero eso era todo.

—Así que —dijo Aethenir, suspirando—, iremos a la batalla hambrientos y sedientos, y si los druchii no nos ven y pasan de largo, no habrá batalla y nos quedaremos flotando aquí hasta morir de inanición.

—Te mataré mucho antes de eso —murmuró Gotrek, y luego se volvió de espaldas y miró mar adentro, mientras el alto elfo clavaba una mirada de indignación en su espalda.

Félix no tenía nada que añadir, así que se puso a mirar en la dirección contraria y fingió no tener sed.

* * *

Era media tarde cuando habían recobrado el conocimiento en el bote, y ningún barco había aparecido por ninguna parte cuando vieron ponerse el sol en el oeste y llegar una espesa niebla desde el norte, a lomos de una brisa fría. Una hora más tarde, cuando la luz se tornaba púrpura, la niebla los rodeó con sus húmedos brazos fríos y ya no pudieron ver a más de seis metros del bote. Luego la oscuridad se cerró completamente y ya no pudieron ver nada. La nave druchii podría haber pasado a la distancia de un escupitajo de ellos, y no se habrían enterado.

Gotrek se ocupó del primer turno de guardia, y Félix y Aethenir se enroscaron para dormir lo mejor que pudieran en el fondo del bote.

Tras un sueño sorprendentemente profundo, Félix despertó cuando Gotrek le tocó un hombro.

—Tu guardia, humano —dijo.

Jaeger respondió con un gruñido y se levantó trabajosamente, jadeando por el dolor que le causaba la rigidez de sus extremidades. Se sentía fatal. Le dolía cada centímetro del cuerpo. Tenía agujetas en los músculos debido a la lucha, a haber nadado y a permanecer atado durante tanto tiempo; aún le dolía la cabeza por culpa de la horrible droga somnífera de los skavens; tenía los labios partidos y sangrantes, y la lengua hinchada a causa de la falta de agua; y, además de todo esto, se moría de hambre.

Le quitó el corcho al pellejo de agua y bebió un sorbo, pero pequeño. Quedaban menos de dos tazas, y tal vez tendría que durarle… bueno, eternamente.

Miró alrededor mientras Gotrek se tumbaba en la parte posterior del bote. La niebla se había hecho menos densa hasta transformarse en una bruma que permitía ver hasta casi doce metros de distancia, con jirones más espesos que pasaban lentamente, con un resplandor verde enfermizo en la mortecina luz de Morrslieb que, casi llena, brillaba en lo alto. En el mar reinaba una calma mortal, como si la niebla lo hubiese aplanado, y el silencio parecía sobrenatural, con sólo el suave chapoteo de las olitas contra el casco del bote y, pasados unos momentos, los ronquidos de Gotrek.

Félix se sentó en el banco del remero, colocó la espada de través sobre su regazo, preparada, e intentó no pensar en lo hambriento que estaba. Le resultó imposible. Su mente no dejaba de desviarse hacia chuletas a la brasa en tabernas, faisanes en casas nobles, conejo estofado y verduras silvestres, róbalo a la brasa en Barak Varr, platos extrañamente especiados de los territorios orientales…

Sólo había pasado un día desde que había comido por última vez. Había estado sin comer durante más tiempo, en otras ocasiones. Mucho más tiempo. Y también más tiempo sin beber agua. Entonces, su mente retrocedió hasta un momento menos agradable: el brutal sol implacable, el mar de arena, ocultándose a la sombra de estatuas antiguas en espera del fresco de la noche.

Volvió a maldecir. ¡Quería beber! Sus manos fueron hacia el pellejo de agua. Sólo un sorbo más, sólo para limpiarse de la boca el sabor a arena caliente. Pero, no, no debía hacerlo. Debía guardar el agua para la mañana, cuando el sol volvería a alzarse.

Se inclinó sobre las rodillas y clavó los ojos en la brumosa nada. Los bucles de niebla sugerían la presencia de formas amenazadoras en la oscuridad, pero luego volvían a disolverse hasta desaparecer. Suspiró. Iba a ser una larga noche.

* * *

Félix alzó la cabeza con brusquedad y miró en torno, parpadeando, instantáneamente furioso consigo mismo al darse cuenta de que se había quedado dormido. No podía haber pasado mucho rato. El mar no había cambiado, la niebla no había cambiado y Morrslieb continuaba en el cielo. Pero algo lo había despertado. ¿Qué había sido?

Se volvió en el banco para mirar detrás. Gotrek y Aethenir dormían, y detrás del pequeño bote no se veía ninguna proa.

Entonces volvió a oírlo: un lejano chapoteo quedo, en alguna parte de la niebla. Miró en la dirección de la que pensaba que había llegado el sonido, pero no vio nada, sólo los jirones de niebla. ¿Qué era? Podría haber sido cualquier cosa: una ola, un pez que saltara fuera del agua. Un…

—¡Hooogh!

Quedó petrificado. Eso no había sido un pez. Una foca, tal vez, pero no un pez. Una vez más, trató de localizar con precisión el lejano sonido, pero no lo logró. Parecía haber resonado por todas partes al mismo tiempo. Se puso de pie y sacó la espada de la vaina. Al menos, el ruido parecía venir de lejos. Tal vez, cualquier cosa que fuera pasaría de largo sin verlos, en la niebla.

¡Volvió a oírse el bramido, ahora más cerca! ¡Mucho más cerca! Pasó por encima del banco para llegar hasta Gotrek y Aethenir, a los que sacudió y les habló al oído.

—Gotrek, alto señor, despertad. Algo ha dicho «hooogh».

Gotrek hizo una mueca y bostezó.

—¿Qué has dicho, humano? —Se rascó el mentón.

Aethenir se frotó los ojos con los dedos heridos y gimió.

—¿Que algo ha dicho qué? —murmuró.

—¡Hooogh!

Gotrek y Aethenir se levantaron de un salto al oírlo, y casi volcaron el bote. Gotrek tenía el hacha en las manos. Aethenir aferraba la delicada daga. Félix empuñaba la espada. Clavaron la mirada en la niebla.

El alto elfo tragó saliva, con los ojos muy abiertos.

—Conozco ese sonido —susurró—. Leí una descripción de él en los diarios del capitán Riabbrin, héroe de la Guardia del Mar de Lothern. Es el grito de caza del menlui-sarath, usado como bestia exploradora por los corsarios druchii.

—¿El qué? —preguntó Félix. ¿Se movía algo en la niebla? No estaba seguro. Se esforzó por escuchar, pero los latidos de su corazón eran demasiado ruidosos.

—El menlui-sarath —repitió Aethenir—. El cazador de las profundidades. Un dragón marino. Si esa cosa anda por aquí, las naves negras no pueden estar lejos.

—¡HOOOGH!

Giraron sobre sí. De la niebla salía una silueta gigantesca, un flexible tronco ondulante como el cuello de un cisne, pero tan grueso como un árbol y más alto que una casa.

—Por Sigmar, es enorme —dijo Félix.

—Y sin embargo, aún es un cachorro —jadeó Aethenir—. Los adultos son lo bastante grandes como para remolcar buques.

En lo alto del flexible tronco había una masa angular y asimétrica que Félix, al principio, confundió con una gigantesca cabeza deforme. Luego se acercó más y vio que la silueta no era sólo una bestia, sino una bestia con jinete.

La criatura era una lustrosa serpiente verde con una roma cabeza de reptil del tamaño de un barril de cerveza, y un mentón erizado de tentáculos. La brillante piel estaba compuesta de gruesas placas superpuestas, y ondulantes franjas de aletas le recorrían los flancos.

Félix lo odió a primera vista. El jinete era un elfo oscuro que llevaba armadura negra e iba sentado en una elaborada silla que estaba sujeta, mediante correas, justo detrás de la cabeza del monstruo. En una mano llevaba una larga espada curva, y con la otra sujetaba un extraño escudo cónico, como el puntiagudo tejado de la torre de un castillo, hecho de acero.

El jinete los vio en el mismo momento que ellos lo vieron, y su reacción fue instantánea. Lanzó un grito áspero y clavó las espuelas de las botas en el cuello del dragón marino.

Con otro bramido ensordecedor, la cabeza de la bestia descendió como un puño, directamente hacia el bote. Félix y Aethenir saltaron hacia un lado, con un grito. Gotrek acometió al animal al tiempo que se lanzaba contra el bote. Félix no supo si había dado en el blanco, porque el dragón estrelló el enorme cráneo contra la barca y los lanzó por el aire en una explosión de agua y trozos de madera.

Félix cayó sobre algo duro, rebotó y se fue al agua. La armadura y la pesada ropa lo arrastraron hacia abajo, y manoteó con desesperación. Logró coger el objeto que había golpeado y se sujetó a él. Era el bote —la mitad de él, más bien—, el extremo de proa, que flotaba boca abajo. Inspiró profundamente e intentó subirse encima. Aethenir manoteaba y tosía dentro del agua, a su lado. Félix lo atrapó por el cuello de la ropa y lo subió sobre el resto de bote. El elfo se aferró desesperadamente, jadeando. Pocos metros más allá, Gotrek trepó sobre la mitad de popa.

Del dragón marino y su jinete no se veía más rastro que las ondas concéntricas y cada vez más grandes que indicaban que se habían sumergido.

—¿Dónde está? —gruñó Félix—. ¡Debo matarlo! —Hervía de rabia y furia—. ¡En tierra o en el mar, los dragones son el azote de la humanidad!

Herr Jaeger —dijo Aethenir, que aún jadeaba—. Las runas de vuestra espada están brillando.

Félix bajó la mirada. Aethenir tenía razón. Las runas de enano que había grabadas a lo largo de la hoja de Karaghul, en las que Félix apenas si reparaba durante la mayor parte del tiempo, relumbraban con luz interior. Soltó una maldición. Ése era el origen del repentino odio que sentía hacia el dragón marino. Una vez más, la espada estaba intentando apoderarse de su voluntad, tratando de imponerle su propósito. No era algo que hubiese sucedido a menudo, pero cuando lo hacía lo ponía furioso. Su mente y voluntad le pertenecían, y cualquier intento de arrebatarle el control era una íntima violación de su ser.

Por otro lado, nunca luchaba mejor que cuando la espada despertaba y él le entregaba su voluntad. Con ella había matado a Skjalandir, el dragón retorcido por el Caos, ¿verdad? Casi había muerto durante semejante hazaña, pero eso no parecía que a la espada le importase en lo más mínimo.

El dragón marino aún no había reaparecido. Félix, Gotrek y Aethenir miraban alrededor, precavidos, chorreando gélida agua. ¿El jinete del dragón los habría abandonado para que se ahogaran? ¿Habría decidido que eran demasiado insignificantes para luchar contra ellos?

—Gotrek —llamó Félix—. ¿Estás b…?

Sin previa advertencia, el extremo de bote al que se sujetaban Félix y Aethenir estalló hacia arriba y la cabeza del dragón lo atravesó desde abajo. Félix y Aethenir salieron girando por el aire mientras el largo cuello de la bestia surgía del agua como un géiser. Félix cayó con fuerza, aún aferrado a un tablón rajado, y salió a la superficie, donde inspiró profundamente, a tiempo de ver que el descomunal animal giraba sobre sí para lanzarse contra Gotrek, que estaba en equilibrio sobre la invertida popa del bote, con las piernas flexionadas, y rugía un desafío en idioma enano.

—¡Aquí, maldito! —gritó Félix, imbuido del propósito de la espada, pero no sirvió para nada.

El jinete se ocultó tras el escudo cónico y clavó las espuelas en los costados del cuello del dragón. La cabeza de ariete de la bestia salió disparada hacia el Matador. En el último segundo, Gotrek se lanzó hacia un lado y barrió con el hacha detrás de sí.

Dragón y jinete cayeron sobre la popa, la atravesaron y desaparecieron bajo el agua. Entonces, Félix comprendió para qué servía el escudo cónico. Desplazaba el agua hacia los lados para que el golpe no arrancara al jinete de la silla cada vez que la montura se sumergía bajo las olas.

Y luego se dio cuenta de que el dragón parecía haberse llevado a Gotrek consigo. El Matador había desaparecido.

—¿Gotrek?

El reptil y el jinete volvieron a salir disparados del agua. Gotrek emergió con ellos, con el hacha trabada detrás de una pierna del jinete. El druchii descargó un tajo dirigido al enano con su curva espada, y el Matador lo bloqueó con su brazo cubierto de brazaletes de oro, para luego aferrar la pierna del jinete y liberar el hacha.

Él jinete volvió a dirigir un golpe hacia él, pero el peso del Gotrek en la pierna lo desequilibraba y erró. Gotrek balanceó el hacha por encima de la cabeza, la hoja atravesó la armadura del jinete con un sonoro resonar metálico y se le clavó en el vientre.

El jinete gritó y cayó de la silla. Él y Gotrek se precipitaron girando en un enredo de extremidades que, entre chapoteos, desapareció bajo las olas. El dragón marino se zambulló tras ellos, rugiendo de furia.

Félix blandió la espada hacia él.

—¡Enfréntate conmigo, dragón! —gritó.

El reptil no le hizo ni caso, concentrado en matar a quien había muerto a su amo. Se zambulló en el agua, y luego salió otra vez a la superficie, donde miró en torno. Gotrek emergió detrás de él y rodeó con un brazo los restos del banco del remero.

—¡Aquí abajo, wyrm! —rugió—. ¡Mi hacha tiene sed de sangre!

El dragón marino bramó y se lanzó hacia él con las fauces abiertas. Gotrek pateó hacia un lado al tiempo que soltaba el banco y ejecutaba un barrido a dos manos. Se oyó la detonación de un impacto, y luego tanto el dragón como el Matador desaparecieron bajo el agua en un chapoteo tremendo.

—¡Maldito seas, Matador! —gritó Félix—. ¡El dragón era mío!

Sólo le respondieron los ecos. El mar estaba en silencio. Las ondas provocadas por la inmersión se alejaban cada vez más y desaparecían.

—Tal vez se han matado el uno al otro —dijo Aethenir, que miraba el mar con ojos preocupados.

Pero entonces Félix reparó en que las runas de su espada brillaban con luz más viva.

—¡Ya vuelve!

El dragón marino salió del agua justo detrás de ellos, las escamas convertidas en un borrón debido a su gran velocidad. Sacudió la cabeza de un lado a otro como un terrier que intenta matar a una rata, y Félix temió lo peor, pero cuando echó una buena mirada vio que Gotrek no estaba dentro de las fauces del monstruo, sino que colgaba de la parte posterior, con un pie atrapado en un bucle de las bridas, y volaba de un lado a otro como una bandera en un vendaval. El hacha del Matador estaba clavada en un costado del hocico del dragón marino, y ése era el motivo de que se zarandeara tan violentamente.

Serpenteó hacia Félix y Aethenir, y Jaeger pateó para impulsarse hacia él, aferrado al tablón.

—¡Sí! ¡A mí! —gritó, y le asestó un tajo cuando chocó con él. Karaghul penetró profundamente, atravesando las protectoras escamas del dragón como si estuvieran hechas de queso, y llegó hasta el hueso. De la tremenda herida manaron sangre y negra bilis, y el reptil aulló de dolor al tiempo que se volvía para encararse con el nuevo atacante.

Félix le rugió cuando se encumbró por encima de él, y la bestia lo miró a los ojos por primera vez.

—¡Ven, dragón! ¡Tu muerte aguarda!

Junto a él, Aethenir gritó:

—¡No, lunático! ¡Os matará!

A Félix no le importaba, siempre que su espada tuviera otra oportunidad para golpear. La serpiente se alzó, vertical. Félix vio que Gotrek se cogía a las riendas y comenzaba a izarse.

—¡HOOOGH!

La cabeza descendió hacia Félix como una bala de cañón. Alzó la espada y bramó, expectante. Una mano lo aferró por el cuello de la ropa y tiró de él hacia atrás. La cabeza de la bestia chocó contra el agua a unos tres centímetros de su pecho. A pesar de todo, el impulso del dragón marino lo sumergió e hizo girar en una confusión de agua, burbujas y trozos de madera arremolinados.

La mano aún lo sujetaba cuando salió otra vez a la superficie, escupiendo agua. Al volverse vio que Aethenir lo tenía aferrado a él con una mano y un trozo de bote con la otra.

—¡Elfo entrometido! —le espetó, y el agua le salió dolorosamente por la nariz—. ¡Casi lo tenía!

—Os he salvado la vida —dijo Aethenir.

—¿Acaso os lo he pedido yo?

El elfo negó con la cabeza, asombrado.

—Los dos estáis locos.

Justo en ese momento, con un enfurecido «¡HOOOGH!», el dragón volvió a salir bruscamente a la superficie, contorsionándose y lanzándole dentelladas a algo que tenía en el lomo. Félix y Aethenir vieron que se trataba de Gotrek, quien se sujetaba con sus cortas y poderosas piernas en torno al cuello del reptil, justo detrás de la cabeza, con el hacha en alto y rugiendo un inarticulado grito de guerra mientras le chorreaba agua de la cresta y la barba.

Justo cuando el dragón marino se alzaba en toda su estatura, el Matador descargó el arma cuya hoja se clavó profundamente en el cráneo e hizo saltar sangre en todas direcciones.

Con un último «hooogh» suave, el fuego de los ojos del dragón marino se apagó. Durante un breve instante, mientras Gotrek luchaba por arrancar el hacha, la bestia quedó inmóvil en el aire, para luego desplomarse, con Gotrek aún sujeto, tan lenta e inevitablemente como un árbol talado, directamente hacia Félix y Aethenir.

—¡Huid! ¡Nadad! —gritó el elfo, y pataleó desesperadamente sin soltar el tablón.

Félix pataleó con él. El reptil impactó contra el agua, junto a ellos, con un estruendo ensordecedor, y la ola generada por la caída los desplazó por el agua. El enorme cuerpo se hundió con rapidez bajo la superficie, dejando tras de sí pequeños remolinos. También pareció haberse llevado a Gotrek consigo, ya que no se lo veía por ninguna parte.

Félix giraba en círculo mientras los segundos corrían. ¿Acaso el Matador no había logrado arrancar el hacha? ¿Estaría aún atrapado en las correas de las bridas de la bestia? ¿Habría hallado su muerte, al fin?

Pero entonces, cuando ya parecía que no podía caber esperanza ninguna, una cabeza conocida salió a la superficie, jadeando, atragantándose y sacudiéndose para quitarse la cresta de los ojos.

—¡Gotrek! ¡Estás vivo! —dijo Félix, y le tendió una mano.

—Sí —replicó el enano, al cogerle la mano—. Mala suerte.

Félix tiró de él para llevarlo hasta el tablón flotante, y los tres permanecieron sujetos a él y simplemente respiraron durante un rato. Con la muerte del dragón marino, las runas de Karaghul se habían apagado, y lo mismo había sucedido con el odio absoluto de Félix hacia la especie de los dragones, el cual había sido reemplazado por un miedo cerval ante todos los riesgos suicidas que acababa de correr. ¿Realmente le había gritado al dragón a la cara y aguardado su ataque?

Se volvió hacia Aethenir.

—Gracias, alto señor, por apartarme. Y os pido disculpas por haberos insultado.

Aethenir agitó una mano para quitar importancia al asunto.

—Estabais dominado por la espada. No me sentí ofendido.

En tomo a ellos, la luz gris que anunciaba la aurora comenzaba a desplazar la oscuridad. La niebla continuaba alzándose y el mar permanecía en calma. La penosa noche había concluido. Pero eso no cambiaba nada. Aunque habían sobrevivido a la lucha con el dragón marino, estaban tan muertos como si se los hubiera comido porque, sin el bote, las frías aguas del mar los matarían mucho antes de lo que podrían matarlos la sed o el hambre.

—Tal vez los skavens nos salvarán —dijo Aethenir—. Tal vez han estado observando todo lo ocurrido.

Gotrek escupió al agua.

—Salvado por skavens… Antes prefiero morir.

Entonces, a aproximadamente un kilómetro y medio de distancia, silueteados contra el horizonte gris perla, Félix vio unos puntiagudos peñascos negros que se alzaban del mar.

—¡Una isla! —gritó, señalándolos—. ¡Mirad! ¡Estamos salvados!

Los otros miraron hacia donde señalaba, y entrecerraron los ojos para distinguir mejor en la media luz.

Junto a él, Aethenir gimió.

—No, herr Jaeger, eso no es ninguna isla, y no estamos salvados. —Se estremeció y apoyó la frente en el tablón rajado—. Estamos condenados.