ONCE
—Así que ahora son armas de fuego, ¿eh? —le gruñó Gotrek a Euler—. ¿Los divanes no eran un arma suficientemente cobarde?
Félix fue a situarse rápidamente ante el Matador.
—Herr Euler. ¡Qué sorpresa! —A algunos de los que empuñaban armas los reconoció como los lacayos de Euler, que desde entonces habían cambiado los jubones de terciopelo negro por justillos de cuero y pañuelos en las cabezas.
—Sí, supongo que os lo parecerá —dijo Euler amablemente—, pero es que unos amigos míos de los muelles les oyeron decir a los marineros del barco que alquilasteis que iríais hacia el norte en busca de un tesoro, y decidí venir a ver si era verdad.
—No es un tesoro lo que buscamos —intervino Aethenir—. Es…
Max le pisó un pie.
—Será mejor que se trate de un tesoro, alto señor —dijo Euler—. Herr Jaeger me debe una compensación considerable por los daños que él y su rústico compañero causaron en mi casa. Tengo intención de cobrársela de una forma u otra.
—Bajad aquí —dijo Gotrek—, y os daré más de lo mismo.
—¿Es prudente amenazarme, enano? —preguntó Euler, alzando una ceja—. Muy fácilmente podría dejaros aquí. Ahora hay sangre en el agua. Los tiburones regresarán dentro de poco.
—Herr Euler —dijo Félix—, hay un tesoro, en efecto. Mirad. —Se volvió y recorrió con la mirada la alfombra que tenían bajo los pies. Tal y como esperaba, quedaban algunos objetos preciosos dispersos. Recogió un aguamanil de oro y plata, de diseño élfico, que había cerca del cadáver de Rion, dio media vuelta y se lo lanzó a Hans Euler. El comerciante lo atrapó y examinó con el ojo experto de un conocedor—. Teníamos toda una bóveda de ellos, pero nos los robaron.
—¿Os los robó quién? —preguntó Euler—. ¿Adónde los han llevado?
Aethenir abrió la boca para hablar, pero Max volvió a darle un pisotón. El alto elfo le lanzó una mirada colérica.
—Eso —dijo Félix, cauteloso—, no os lo diré hasta que nos permitáis subir a bordo. Pero no están lejos.
Euler lo pensó, mientras dentro de él la codicia batallaba con la prudencia. Pasó las manos por la delicada filigrana del aguamanil élfico y suspiró.
—Muy bien, herr Jaeger, pero antes quiero que todos los miembros de vuestro grupo juren que si suben a bordo, no me causarán daño, ni a mí, ni a mis propiedades, ni a mi tripulación. En especial el enano —añadió, mirando a Gotrek con ferocidad.
Max, Claudia y los elfos juraron al instante, pero Gotrek gruñó en voz baja. Félix sabía que hacer un juramento no era poca cosa para un enano.
—¿Hacerle un juramento a un mentiroso y chantajista? —preguntó—. No lo haré.
—Gotrek —dijo Félix—. No podemos quedarnos en esta balsa. Debemos ir tras tu profetizada muerte, ¿recuerdas?
Gotrek gruñó, fastidiado.
—Muy bien, humano. —Se volvió para alzar la mirada hacia Euler—. Juraré no causaros daño ni a vos, ni a vuestras propiedades, ni a vuestra tripulación, a menos que se nos cause daño a nosotros primero.
—Yo también lo juro —dijo Félix.
Euler les lanzó una mirada iracunda, pero finalmente suspiró y agitó una mano.
—Bien. Acepto los términos. —Les hizo un gesto a sus hombres—. Echad una escalerilla.
Pocos minutos después estaban todos a bordo, de pie sobre la cubierta y temblando en la fría brisa. Claudia se apoyaba contra Max, temblorosa y con los labios azules, pero Euler aún no les había ofrecido ni comida, ni cobijo, ni ropa seca.
Se encontraba de pie ante ellos, con los brazos cruzados sobre su redonda barriga.
—Bueno —dijo—. ¿Quiénes han robado esos tesoros y adonde han ido?
Félix miró a Max y Aethenir, que asintieron con la cabeza.
—Fueron unos elfos oscuros. Hundieron nuestro barco y se dirigieron a… —De hecho, no podía estar seguro de adonde se habían dirigido, pero Euler había llegado del sur, y los habría visto si se hubieran marchado por ese lado, así que el norte era una apuesta segura—. Se dirigieron al norte. Nuestra vidente puede adivinar dónde se encuentran si —dijo, con voz cargada de intención—, no muere antes por permanecer a la intemperie.
—¿Elfos oscuros? —dijo Hans, dubitativo.
Sus hombres se miraron entre sí con inquietud.
—No era un barco de guerra —se apresuró a decir Félix—. Era uno de exploración, más pequeño que vuestro buque. —Tosió, y luego mintió descaradamente—. Se llevaron el oro suficiente como para compensaros por vuestra casa y comprar otra igual, así como para proporcionarnos una buena suma en el reparto a nosotros y vuestros hombres.
Euler se acarició el mentón con los dedos, pensativo.
—¿Un sólo barco? —preguntó.
—Un sólo barco —asintió Félix.
—¿Algún hechicero?
—Ni uno —replicó Félix. Técnicamente, no era una mentira. Las hechiceras eran diferentes de los hechiceros, ¿verdad?
Pasado un segundo más, Euler asintió.
—Muy bien, herr Jaeger, pero si me habéis engañado, encontraré la manera de hacéroslo pagar. —Se volvió a mirar a sus hombres—. Proporcionadles camarotes y comida. —Dio media vuelta, y luego giró la cabeza para lanzarle a Félix una mirada severa—. Traedme noticias de la vidente en cuando averigüe la localización de los elfos.
Félix le hizo una reverencia.
—Por supuesto, herr Euler.
* * *
Cuando se sirvió la cena, Gotrek, Félix y Claudia fueron con sus platos al camarote de Max y Aethenir para hablar de sus planes. Sólo a los hechiceros y a los elfos les habían dado camarotes privados, probablemente más por miedo que por hospitalidad. Gotrek y Félix habían tenido que buscar un sitio en cubierta donde dormir, ya que ninguno de los hoscos tripulantes de Euler estaba dispuesto a cederles ni un centímetro de hamaca bajo cubierta.
Ahora estaban todos encajados dentro de un pequeño camarote que tenía dos estrechas literas en los laterales. Félix estaba sentado sobre un cubo invertido, junto al mamparo. Gotrek se hallaba de pie cerca de la puerta, con las piernas muy separadas.
—No creo —dijo Max, entre bocados de estofado con guisantes— que herr Euler vaya a estar muy contento cuando se entere de que lo hemos engañado.
También Félix comía con voracidad. Por muchos defectos que Euler tuviera como ser humano, no escatimaba a la hora de dar de comer a su tripulación. La comida estaba entre la mejor que Félix había comido a bordo de un barco.
—¿A quién le importa? —gruñó Gotrek.
—A mí, enano —replicó Aethenir, sorbiendo por la nariz—. Si este hombre es nuestro único medio para volver a casa cuando les hayamos arrebatado el arpa a los druchii, no podemos permitirnos provocar su enojo.
Gotrek sonrió despectivamente mientras se metía un gran trozo de carne en la boca.
—Después de lo que hiciste, debería darte vergüenza regresar a casa. Un enano se habría afeitado la cabeza y jurado morir.
—Estoy dispuesto a morir —replicó Aethenir, que irguió la cabeza e hizo todo lo posible por parecer noble—. Pero también estoy dispuesto a vivir y continuar compensando mi crimen.
—Una vergüenza semejante exige la muerte —dijo Gotrek.
Aethenir meneó la cabeza.
—Por eso cayeron los enanos. Sus mejores guerreros están siempre afeitándose la cabeza y matándose.
Gotrek bajó la cuchara y posó una feroz mirada en el alto elfo.
Max tosió.
—Amigos, por favor, si podemos volver al asunto del capitán Euler… Algunos de nosotros no tenemos ninguna gran vergüenza que purgar, y nos gustaría volver vivos de este viaje. ¿Tenéis alguna sugerencia?
Por un momento no se oyó nada más que el sonido de la masticación.
—No podemos luchar contra su tripulación sin sufrir bajas —dijo Max, al fin—. Y no podemos permitirnos ni una baja más.
—¿Podríamos tomar el barco druchii? —preguntó Félix.
Max negó con la cabeza.
—Somos muy pocos para tripularlo.
Claudia alzó la mirada del cuenco de estofado que sujetaba con ambas manos. Aún tenía los ojos apagados, pero había recobrado el color de las mejillas.
—¿Podríamos… podríamos asegurarnos de que el barco druchii se hundiera? —preguntó—. ¿De modo que el capitán Euler pensara que el tesoro se ha hundido con el barco y no descubriera que le hemos mentido?
Félix asintió para manifestar su aprobación. La muchacha era rápida —loca, por supuesto—, pero rápida.
—Eso sería menos peligroso que enfrentarnos mano a mano con ellos.
Aethenir, no obstante, fruncía el ceño.
—¿Hundir el barco? ¿Y perder el arpa?
—¿No es ésa la idea general? —gruñó Gotrek.
—¿Estáis loco, enano? —gritó Aethenir—. Un tesoro como ése no puede volver a perderse. Podríamos aprender mucho de él.
—Dado que sois estudiante de historia, erudito —dijo Max al alto elfo—, sin duda tenéis que saber que los tesoros como ése tienen tendencia a ser utilizados para cosas terribles, independientemente de las intenciones que tengan quienes los guardan. Tal vez lo mejor sería dejar que se hundiera.
—Pero ¿qué garantía nos da eso? —preguntó el alto elfo—. Los druchii ya lo han sacado una vez del mar. ¿Qué va a impedir que vuelvan a hacerlo?
—Que esta vez tú no les dirás dónde está —replicó Gotrek con sequedad.
—¡Queréis dejarlo ya, enano! —le espetó Aethenir—. Estoy haciendo lo que puedo para enmendar mi falta.
—Pero ¿cómo vamos a hacerlo? —preguntó Max, para atajar la réplica de Gotrek—. Euler sospecharía si viera que alguno de nosotros intenta hundirlo deliberadamente.
—¿Un hechizo, tal vez? —sugirió Félix.
Max arrugó la frente al ponerse a pensar. Claudia frunció los labios, pero al final negaron con la cabeza y los otros se pusieron a cavilar otra vez.
—Bueno —dijo Max cuando nadie propuso idea alguna—. Continuaremos pensando en ello. Marchaos a dormir. Tal vez la respuesta se nos ocurrirá por la mañana.
* * *
Cuando seguía a Gotrek hacia la cubierta, Félix sintió una mano en un brazo y se volvió. Era Claudia, que alzaba los ojos hacia él y se mordía el labio inferior.
—Parece que siempre estoy disculpándome con vos, herr Jaeger —dijo, al fin.
—Eh… no es necesario —dijo Félix, que retrocedió poco a poco.
—Sí que lo es —insistió ella—. Esta mañana he sido vil con vos y me siento terriblemente mal por eso. Os contesté de la peor manera cuando vos sólo estabais interesándoos por mi bienestar.
—Ah, no ha sido nada —le aseguró Félix, que subió otro escalón de espaldas.
—Sí que lo ha sido. Me di cuenta de que os había herido. Y sin embargo… —Se le cerró la garganta—. Y sin embargo, cuando el agua llegó arrasándolo todo, vos me recogisteis y me llevasteis a lugar seguro, a pesar de estar gravemente herido. Un altruismo semejante, un espíritu tan caritativo ante mi grosero comportamiento…
—Bueno, no podía dejar que os ahogarais, ¿verdad? —El tacón de una bota de Félix tropezó con el escalón siguiente. Logró sujetarse en el momento en que Claudia extendía una mano para hacer lo mismo, y acabaron el uno muy cerca del otro.
Ella alzó hacia él sus grandes ojos azules y sonrió con timidez.
—Os he causado considerable enojo, dolor y azotamiento, herr Jaeger, pero creo que estabais comenzando a encariñaros conmigo antes de todo esto. El capitán Euler me ha dado un camarote privado. Si queréis dormir en un lecho más cómodo que la cubierta…
—Ah, la verdad es que no —replicó Félix, y la frente se le empapó de sudor al retroceder hasta el ultimo escalón—. Gracias, de todos modos. Por deliciosa que me resulte vuestra compañía, no creo que la reputación de ninguno de los dos sobreviviera a una repetición de los acontecimientos de anoche. Y ahora, si me excusáis…
—No es algo que suceda cada noche —dijo Claudia, haciendo un puchero.
—Es cierto, pero si sucediera —replicó Félix, sin dejar de recular—, creo que, en conjunto, el riesgo es demasiado grande.
Los ojos de Claudia comenzaron a clavársele.
—No es que no aprecie el honor —continuó él—, pero, eh… creo que es mejor así, ¿no es parece? Buenas noches.
Y con esto último huyó hacia la cubierta principal, sintiendo la colérica mirada de ella en la espalda durante todo el camino.
* * *
Gotrek y Félix se acostaron en la cubierta de proa, donde extendieron los lechos de viaje uno a cada lado de las jaulas que contenían la cabra y los pollos del barco. El hedor a corral era lo bastante fuerte como para hacer que a Félix le lloraran los ojos, pero allí estaban fuera del camino de la tripulación y, lo más importante, al menos para Félix, fuera del alcance de Claudia.
Extendió la capa entre la borda y las jaulas para formar una pequeña tienda sobre el lecho antes de tumbarse, porque la noche estaba nublada y fría, y una gélida llovizna mojaba la cubierta. La cabra lo contempló con expresión de reproche durante un rato, pero luego perdió el interés y se acurrucó en su lecho de heno.
A Félix le costaba dormirse. El día había estado tan preñado de terrores y peligros que no había dispuesto ni de un momento para pensar, pero al tumbarse volvieron a él en torrente todos los pensamientos que habían sido apartados por la necesidad de luchar para salvar la vida, y lo abrumaron. ¿Estaría ileso su padre? ¿Estaría vivo aún? ¿Qué le habían hecho los skavens? Deseaba desesperadamente regresar y averiguar las respuestas a estas preguntas y, sin embargo, en el calor del momento había convencido a Euler de que fuera en sentido contrario para perseguir al barco de los elfos oscuros. Conociendo la escala de lo que tenían intención de hacer las hechiceras druchii, sabía que había hecho lo correcto. Las necesidades de la mayoría se anteponían a su necesidad de conocer la suerte de su padre, pero a pesar de eso le causaba sufrimiento estar navegando en la dirección contraria a Altdorf.
Una parte de su preocupación por su padre era, sin duda, culpabilidad. En muchas ocasiones le había deseado la muerte al viejo, y ahora que era posible que pudiera estar muerto de verdad, Félix se sentía responsable, como si uno de sus despreciables deseos pudiera haberse hecho realidad. Pero no sólo por eso. En verdad, era responsable porque no cabía duda de que los skavens habían visitado a su padre debido a que los perseguían a él y a Gotrek. Gustav Jaeger —si, en efecto, estaba muerto o herido— no era más que otra víctima de las alimañas que había estado siguiendo el rastro de Félix desde Altdorf, y que no era más que una cepa menor de la epidemia de mutilación y derramamiento de sangre que seguía a Gotrek y Félix adondequiera que fuesen. «En verdad —pensó—, probablemente haya sido lo mejor para el Imperio que hayamos permanecido ausentes durante veinte años. Probablemente, el territorio tendría la mitad de su población actual si nos hubiéramos quedado».
Al fin, el agotamiento se impuso a la preocupación y la culpabilidad, y lo arrastró a un sueño oscuro e inquieto.
* * *
Una vez más despertó, como la madrugada anterior, a causa de un roce en las proximidades, y al principio su mente soñolienta pensó que tenía que tratarse otra vez de Claudia.
—Realmente, fraulein Pallenberger —murmuró—, vuestra tenacidad es alarmante.
El roce cesó y oyó un gruñido que no era nada propio de Claudia. Quedó petrificado y abrió los ojos. Aún era de noche, una noche muy oscura, pero hasta él llegaba un débil resplandor amarillo de los faroles que colgaban en la cubierta principal, y que le proporcionaba la luz justa para ver.
Lo primero que vio fue la cabra, cuyos ojos casi tocaban los de él, que volvía a mirarlo fijamente. Félix soltó un suspiro de alivio. Sólo era la cabra. Luego contuvo el aliento otra vez. La cabra no había parpadeado. Y estaba tendida de lado. Y tenía una oxidada estrella de metal clavada en la garganta. Y la sangre empapaba la paja sobre la que yacía. Desde algún lugar cercano le llegó otro gruñido sordo, seguido por ruidos de pataleos y golpes.
—¿Gotrek?
A través de la jaula de la cabra veía destellos de movimiento. Oyó roncos gritos de sorpresa procedentes de la cubierta principal, y miró en esa dirección. Un tripulante estaba desplomado sobre el coronamiento de popa, con tres estrellas metálicas clavadas en la espalda.
—¡Gotrek!
Entonces volvió a oír sonidos susurrantes justo detrás de sí. Se volvió. Una forma negra con destellantes ojos negros estaba acuclillada junto a la borda, con algo sujeto en las huesudas manos. Las manos salieron disparadas hacia él y algo se encajó de repente en torno de su cabeza.
Félix lanzó un grito ahogado e inhaló un olor horrible: el olor de los globos de vidrio usados por los skavens. Todo comenzó a darle vueltas de inmediato y las extremidades empezaron a entumecérsele. Una horrible náusea lo acometió. Gritó y blandió la espada envainada. Se produjo un impacto, y oyó un chillido y un golpe sordo. Se quitó el saco de la cabeza, y, al ponerse de pie en medio de tambaleos, se fue contra la jaula de la cabra. Tenía las manos y la cara pegajosas de la repulsiva pasta narcótica.
También el asesino skaven se había levantado, y tendía hacia él unas garras metálicas en forma de garfios que cubrían sus garras verdaderas.
Félix le asestó una patada que golpeó a la criatura en el pecho. Lanzó un chillido y cayó de espaldas por la borda, pero otros tres skavens ocuparon su sitio, pertrechados con cuerdas que en el extremo tenían lo que parecían ser anzuelos. Las alimañas parecían distorsionarse y estirarse mientras avanzaban. De hecho, todo el barco se contorsionaba y fundía en torno a él como si estuviera hecho de cera caliente.
Félix retrocedía con paso tambaleante, mientras el vómito le subía a la garganta y el mundo se ondulaba a su alrededor. Gotrek se encontraba de pie al otro lado de la jaula de la cabra, con las piernas bien separadas, barriendo el aire en torno de sí con el hacha tinta en sangre, e intentando quitarse un saco de la cabeza, mientras flacas sombras negras hacían cabriolas a su alrededor e intentaban golpearlo con las cuerdas provistas de anzuelos. Por desgracia para el Matador, una de las cuerdas estaba enroscada en torno a su cuello y sujetaba el saco de su cabeza, de él surgían rugidos incoherentes. Tres formas negras yacían muertas a sus pies, con las entrañas derramadas por la cubierta.
Unos agudos dolores en brazos y piernas devolvieron a Félix a su difícil situación. Sus ropas estaban atravesadas por anzuelos. Otro se le clavó en la muñeca desnuda cuando intentó alzar la espada para cortar las cuerdas. Las danzantes formas negras oscilaban y se deslizaban como si estuvieran detrás de un cristal distorsionado, mientras lo envolvían en un capullo de cuerdas.
Félix se lanzó hacia ellas con la lentitud de los sueños, con la nariz inundada por el acre olor de la droga. El dolor colmó todo su cuerpo cuando los anzuelos se le clavaron profundamente en la carne, pero tenía la sensación de que esto estaba sucediéndole a otro. Las sombras se retorcieron para apartarse de su camino, lo envolvieron aún más apretadamente con las cuerdas y lo arrastraron hacia la borda. Luchó débilmente, entrando y saliendo del estado de inconsciencia, viendo el caos que reinaba a su alrededor en una serie de largos parpadeos rodeados por momentos de negrura.
En un parpadeo vio a la tripulación de Euler que huía con pánico ante negras formas que chillaban, grandes como perros. En otro parpadeo vio sombras altas y delgadas que transportaban algo envuelto en una sábana, mientras el último guerrero elfo intentaba abrirse paso hasta ellas a través de una muchedumbre de hombres rata armados con lanzas. En un tercer parpadeo vio que Gotrek caía sobre una rodilla, usando el hacha para apoyarse, con el saco de cuero aún apretado en torno al cuello. En un cuarto parpadeo vio que Claudia salía corriendo a la cubierta, en camisón, con los ojos cargados de angustia, y Max intentaba retenerla.
—¡Yo lo vi! —Se lamentaba, sin dejar de forcejear para soltarse de las manos de él—. ¡Yo lo vi! ¡Ay, dioses, perdonadme!
En el siguiente parpadeo las nubes nocturnas estaban por encima de él, y sintió que perdía pie. La desorientación hizo que se vomitara encima y se ensuciara todo el pecho. Pequeñas manos duras lo estaban levantando por encima de la borda, y vio que otras se alzaban para cogerlo cuando lo bajaban, cabeza abajo, hacia las olas.
Lo último que vio antes de que se lo tragara la inconsciencia fue una centelleante forma verde cuyo lomo se encorvaba y salía del agua como el de una ballena de latón recubierta de óxido verde grisáceo. La bestia tenía un enorme respiradero de color negro en el centro del lomo, por el que los skavens entraban y salían como hormigas.
* * *
A Félix lo despertó un vómito, que, al ascender hasta la irritada garganta, fue tan doloroso que logró arrancarlo de la férrea presa del pesado sueño. Fue el peor despertar de toda su vida.
Lo primero de lo que tuvo consciencia, además del goteo de la baba por la barbilla, fue de un palpitante dolor de cabeza. Era como si alguien estuviera serrándole la parte posterior del cráneo, lenta y metódicamente, con un serrucho de carpintero. Su visión palpitaba al ritmo del dolor, pasando de mortecina a dolorosamente brillante con cada latido del corazón. La boca le sabía a sobaco de orco, y le dolía el cuerpo de la cabeza a los pies, sobre todo los brazos, que parecía tener echados hacia atrás y subidos hasta tal punto que apenas podía respirar. También le palpitaban los tobillos, y no sentía los pies. Todos aquellos dolores hicieron que deseara haber continuado sin sentido.
Cuando la visión se le aclaró un poco, vio un charco de agua mugrienta debajo de sí, sobre el que flotaba lo que parecía una capa de pelo. La visita no mejoró al alzar la cabeza. Se encontraba en una especie de habitación metálica de techo bajo, cuyas paredes y techo estaban cubiertos de mugrientas tuberías y extraños depósitos de latón a los que les brotaban grifos y llaves de paso en todas las superficies. Hasta la última pieza parecía haber sido rescatada del montón de deshechos de un ingeniero enano. Unas ratas peleaban por algo en un rincón.
La habitación estaba casi tan caliente como la sala de colada de la Escuela Imperial de Artillería de Nuln, pero tan húmeda como una selva de las Southlands. Goteaba agua de las tuberías y del techo, y desde todas partes le llegaba un aullante, atronador rugido que hacía que la habitación y la cabeza de Félix vibraran de modo horrible.
Entonces, Félix oyó un gruñido procedente de la izquierda que le resultó familiar. Volvió la cabeza y estuvo a punto de vomitar otra vez, porque el gesto había puesto en marcha lo que parecía una avalancha de rocas dentro de su cabeza. Cuando pudo volver a respirar y pensar, parpadeó para quitarse las lágrimas de los ojos y miró hacia la izquierda.
Gotrek estaba junto a él, con los enormes brazos bien atados en torno a una pesada tubería de latón corroída. También le habían atado los tobillos de tal modo que los pies no tocaban el suelo. El Matador presentaba profundos cortes y arañazos por todo el cuerpo, y su barba estaba apelmazada de sangre y porquería. Tenía la cabeza baja, pero Félix vio que estaba despierto y recorría la habitación con su único ojo.
Una tercera figura laxa estaba atada a otra tubería situada más allá de Gotrek: Aethenir. Parecía menos vapuleado y ensangrentado que Gotrek, pero estaba tan cubierto de porquería como él, y en la mejilla izquierda tenía una contusión que sangraba por el centro.
Ninguno de ellos tenía armas.
—¿Así que estás vivo, humano? —comentó Gotrek.
—Sí —dijo Félix.
Gotrek alzó la mirada hacia él. De la nariz, y por las comisuras de la boca, le corría un moco verde.
—Lamento oírlo.
Al intentar entender por qué el Matador podía decir algo semejante, a Félix le volvieron a la memoria destellos de la lucha librada en el barco de Euler: caras de rata y cuerdas, Max y Claudia gritando, el guerrero elfo luchando contra sombras, garras que pasaban a Félix por encima de la borda.
—¿Y los otros? —preguntó—. ¿Qué les ha sucedido? ¿Están vivos?
Gotrek se encogió de hombros.
—Vivos o muertos, están mejor que nosotros.
—¿Eh? ¿Por qué?
—Porque esto será peor que la muerte.
Aethenir despertó de golpe con un grito de miedo, y luego levantó la cabeza y parpadeó al mirar en torno.
—Por la misericordia de Isha —gimió al ver el entorno—. ¿Qué infierno es éste?
—Es un sumergible skaven —dijo Gotrek.
—¿Un… un qué?
—Una nave que va por debajo del agua —le contestó Gotrek con un bufido de desprecio—. Las malditas alimañas nos robaron la idea a los enanos y, naturalmente, la entendieron mal: lo alimentan con piedra de disformidad en lugar de con agua negra. Me sorprende que no haya explotado ya.
—¿Otra vez los skavens? —dijo Aethenir—. Pero ¿qué quieren?
Antes de que Gotrek y Félix pudieran responder, un chapoteo de pasos los hizo alzar la cabeza. Por una abertura circular que había al otro extremo de la cámara metálica, entró una figura de pesadilla. Era un skaven, el más viejo que Félix hubiera visto jamás, y decrépito más allá de lo imaginable. Félix había visto no muertos que parecían más sanos. Estaba flaco como un esqueleto, con manos engarfiadas y brazos como palillos que surgían de las mangas del sucio ropón gris. Su piel, fina como el papel, estaba tensada sobre la angulosa cabeza en forma de pala, ya que el morro parecía habérsele podrido y desintegrado, y la zona que rodeaba los orificios nasales no era más que un agujero abierto de negra carne corrompida. Quistes y verrugas crecían sobre su arrugada piel, que se había quedado casi completamente lampiña a causa de la sarna. Sólo unos pocos pelos blancos permanecían adheridos aquí y allá a la cabeza y los brazos.
Cojeó hacia ellos con ayuda de un largo báculo metálico rematado por una brillante piedra verde. Lo seguía un séquito de skavens: cuatro brutos enormes con lustrosa armadura de latón, un achaparrado y furtivo hombre rata vestido de negro de pies a cabeza, un skaven de redondos ojos saltones que se balanceaba con escaso equilibrio tras el resto y no parecía tener cola, y, detrás de todos ellos, un descomunal monstruo albino que se agachó para pasar por la redonda abertura, el mismo tipo de bestia contra la que habían luchado Félix y Gotrek cuando los skavens los habían atacado en la playa. Fue a sentarse en un rincón y se puso a rascarse. Aethenir gimió al ver aquella cosa.
El anciano skaven miró al alto elfo y se detuvo. Le murmuró una pregunta al skaven de negro. El asesino le hizo una obsequiosa reverencia y respondió de la misma guisa, haciendo gestos entre Félix y Aethenir, y de vuelta, con patas nerviosas, y señalándoles el pelo.
El viejo skaven alzó la cabeza y soltó una risa sibilante, para luego devolver la mirada a Gotrek y Félix. La risa cesó como si no hubiera existido. Avanzó hasta ellos y los miró de arriba abajo con destellantes ojos que contenían toda la vida de la que parecía haber sido drenado el resto de su cuerpo.
—Tanto tiempo… —canturreó con una voz como de flauta rota, y les sonrió a ambos con unos partidos dientes marrones por la putrefacción—. Tanto tiempo he esperado este día…