DIEZ

DIEZ

Aethenir gritó.

Gotrek maldijo.

Claudia se quedó mirándolo todo fijamente.

Félix se volvió hacia ella y gritó, aunque la tenía justo a su lado.

—¡Vidente! ¡Elévanos! ¡Haznos levitar!

Claudia no parecía oírlo.

Las titánicas olas ya entraban en la ciudad, donde demolían edificios y derribaban torres, y el agua somera de las calles comenzó a subir de nivel con mucha mayor rapidez.

—Volvamos a la bóveda —gritó Gotrek.

—¿Volver a la bóveda? —gritó Félix—. ¡Pero eso es un suicidio! —¡El matador se había vuelto loco! Quedarían atrapados. ¡Morirían!

Gotrek ya atravesaba la estrecha abertura que separaba las puertas.

—Es lo único que no será un suicidio —gritó.

—Seguidlo —dijo Max, y entró apresuradamente con Aethenir y su escolta.

Félix y el elfo que lo ayudaba hicieron que Claudia atravesara las puertas a la máxima velocidad posible, pero a pesar de eso la muchacha iba demasiado lentamente. El agua de la calle ya estaba entrando en el palacio. No conseguiría llegar a la bóveda, y ellos tampoco. Con una maldición, Félix levantó a Claudia, se la echó sobre el hombro sano y cruzó corriendo el vestíbulo de entrada, tras los otros. El dolor continuaba siendo casi más de lo que podía soportar.

—Gracias, Félix —dijo Max, y luego se volvió y extendió las manos hacia las puertas del palacio.

En el momento en que se lanzó por la escalera, Félix oyó que las puertas se cerraban con un sonido de raspar de piedras. Un gesto inútil, pensó. Aunque las puertas resistieran, el palacio estaba lleno de ventanas rotas. Cuando Max le dio alcance, el rugido del agua que se aproximaba ahogó cualquier otro ruido. El grupo chapoteó a toda velocidad al bajar por el último tramo de escalera, resbalando y sujetándose a las paredes mientras el agua los empujaba por detrás y les llovía desde lo alto.

Entonces, justo cuando llegaban al pie de la escalera, un impacto que sacudió el palacio los derribó a todos y precipitó en torno a ellos enormes bloques de piedra. Félix cayó encima de Claudia, con el hombro destrozado de dolor y los oídos a punto de estallarle al golpeárselos una presión terrible.

El remolino se había cerrado.

Gotrek se levantó del agua que le llegaba hasta las rodillas, mientras continuaban cayendo rocas y polvo desde lo alto.

—¡Corred! —rugió.

Félix se puso de pie y tiró de Claudia para levantarla, volvió a echársela sobre el hombro y chapoteó por la antecámara tras el Matador, mareado a causa del dolor y haciendo eses como un borracho. Detrás de ellos rugió un trueno ensordecedor. ¿Las puertas del palacio? Félix no se atrevió a mirar atrás.

Pasados varios segundos interminables, Félix subió con Claudia los tres escalones que llevaban a la bóveda, y pasó dando traspiés entre las puertas entreabiertas. El agua estaba pasando por encima del umbral elevado y formando un charco que se extendía hacia los tesoros.

—¡Hacia un lado! —gritó Gotrek.

Los elfos y los humanos se encaminaron hacia la derecha. Félix se dispuso a seguirlos pero tropezó con el cuerpo de un elfo muerto y dejó caer a Claudia otra vez, antes de impactar contra el suelo; el dolor casi le hizo perder el sentido.

Intentó levantarse, pero todo le daba vueltas. Entonces, los poderosos dedos de Gotrek lo pillaron por el cuello de la ropa y lo arrastraron por el suelo. Rion estaba haciendo lo mismo con Claudia. Toda la estancia se sacudía.

Félix volvió la mirada hacia las puertas de la bóveda, mientras el Matador lo arrastraba hacia un lado. Una espumosa pared de agua salió como una exhalación de la escalera y fluyó hacia la bóveda a mayor velocidad que una estampida de caballos. «Se acabó —pensó, al tiempo que apartaba los ojos del espectáculo—. Esto es el fin».

Pero entonces, justo cuando esperaba que todo el peso del mar irrumpiera en la estancia y los aplastara contra las paredes de la bóveda, las puertas se cerraron de golpe con un ruido ensordecedor a causa de la fuerza del agua, y se hizo el silencio.

Tanto los elfos como los humanos miraron las puertas, mudos de asombro. Habían resistido. Gotrek tenía una expresión ufana en la cara.

—Estamos… estamos vivos —dijo Aethenir, como si no acabara de creérselo.

—Bien pensado, Matador —dijo Max.

—Obra de enanos —gruñó Gotrek, al tiempo que asentía—. Son las únicas puertas que podía tener la seguridad de que no se romperían en este cuchitril de elfos.

Aethenir sorbió por la nariz.

—Eso está muy bien, pero ahora nos habéis dejado atrapados debajo del mar. ¿Cómo voy a cumplir la promesa que le he hecho a Rion y compensar mis delitos, si todos morimos de asfixia aquí abajo?

—No será por asfixia, mi señor —lo corrigió Rion, mirando hacia las puertas—. Será por ahogamiento.

Todos se volvieron. Las puertas habían resistido perfectamente, pero se veía una línea de agua que se colaba por la estrecha rendija que mediaba entre ellas. El charco del suelo continuaba extendiéndose.

—¡Por la misericordia de Shallya! —gimió Claudia, con los inexpresivos ojos fijos en el agua—. Lo habéis empeorado. Podríamos estar ya muertos. Ahora, tendremos que esperar.

Gotrek soltó un bufido.

—Podéis moriros todos aquí abajo, si os apetece, pero esto no será mi fin. Voy a salir.

—¿Cómo? —preguntó Aethenir, con un tono teñido de histeria.

—Todavía estoy en ello —replicó el Matador, que se sentó sobre un cofre y recorrió la bóveda con una mirada pensativa.

Félix lo imitó. Hasta ese momento, había estado demasiado ocupado en luchar o correr como para fijarse en los detalles. Aunque las druchii lo habían revuelto todo cuando buscaban el arpa, continuaba siendo un lugar colmado de belleza.

Debajo de las arañas de luz bruja que pendían de lo alto, había cofres de tesoros bien apilados, hileras de estatuas talladas en mármol, alabastro y obsidiana, armaduras enjoyadas, hermosas espadas, lanzas y hachas, todas tan delicadas y exquisitas que parecía imposible que pudiera usárselas en batalla; cuadros, alfombras y un trono de oro que incluso tenía un dosel azul oscuro; y en una esquina había un carro de guerra dorado… y todo esto tan brillante, limpio y sin desgaste, como si las puertas de la bóveda se hubieran cerrado el día anterior y no hubiera pasado bajo el mar los últimos cuatro mil años. Magia élfica, sin duda.

Aethenir alzó las manos hacia el techo.

—¿Aún estás en ello? ¿Nos ordenaste bajar aquí sin tener un plan?

—¿Habrías preferido quedarte arriba? —gruñó Gotrek.

—Habría preferido que esperarais a que nosotros trazáramos algún tipo de estrategia antes de cargar impetuosamente contra los druchii, enano —le espetó Aethenir.

—Alto señor, por favor —dijo Félix, que intentaba ser la voz de la razón para no sucumbir también él al pánico—. No podemos cambiar el pasado. ¿Tenéis algún hechizo que pueda ayudarnos? ¿Podéis hacer que seamos capaces de respirar agua? ¿Podéis crear una burbuja de aire?

Aethenir parpadeó.

—Yo… yo no puedo hacer ninguna de esas cosas. Mis escasas habilidades, como he dicho antes, son de curación y adivinación.

Félix se volvió a mirar a Max.

—¿Max?

El hechicero negó con la cabeza.

—Esos hechizos existen, pero no entran en la esfera de conocimiento de mi colegio.

Félix miró a Claudia.

—¿Fraulein Pallenberger? Vos podéis hacer que sople el viento. ¿Podéis crear aire?

Ella sacudió la cabeza con desánimo.

—Necesito aire para crear una brisa. No puedo crearlo a partir de la nada.

Félix dejó caer los hombros. Sin aire, estarían condenados. Aunque pudieran salir de la bóveda sellada, les estallarían los pulmones mucho antes de llegar a la superficie. ¡Maldita magia y malditos también todos los magos! Lo único que parecían capaces de hacer era matar gente y predecir desastres. Nunca nada útil.

—¡Ja! —exclamó Gotrek, y se puso de pie.

Todos, incluso el estoico Rion, se volvieron a mirarlo con la ansiosa luz de la esperanza en los ojos.

Gotrek fue a grandes zancadas hacia los tesoros de la bóveda.

—Reunid nueve de los cofres más grandes, la más grande de las alfombras, tanta cuerda como podáis encontrar y las cadenas de esas arañas de luces.

Los otros se quedaron mirándolo fijamente, pasmados.

—Pero, Matador —dijo Max, que luchaba para conservar la calma—. ¿Qué tenéis intención de hacer? ¿Cómo va a llevarnos eso hasta la superficie?

—¡Hacedlo, y ya está! —le espetó Gotrek, mientras volcaba el contenido de un cofre grande como la bañera de un cortesano, del que se derramaban joyas y modelos—. No tenemos mucho tiempo.

* * *

Para cuando Félix, Rion y los elfos hubieron reunido los nueve cofres más grandes que pudieron encontrar, el agua les llegaba hasta los tobillos. Gotrek recogió las cadenas por el sencillo expediente de cortar las cuerdas de los tornos que había en la pared y servían para subir y bajar las arañas de luces. Estas se estrellaron contra el suelo en una explosión de delicada plata y cristal, mientras las luces brujas se dispersaban.

Aethenir lanzó lamentos por esto, y por los incalculables tesoros despreciados.

Mientras Félix, Gotrek y los elfos trabajaban, Aethenir y Max los iban llamando de uno en uno para curarlos con sus artes mágicas. Félix mordió un trozo de cuero para aguantar el dolor mientras Max, con un par de pinzas, le quitaba fragmentos de malla y tela de la herida que le había hecho el espadachín druchii, sin dejar de murmurar hechizos de purificación. Luego lo atendió Aethenir, y aunque a esas alturas Félix era de la opinión de que el elfo necesitaba que le retorcieran el cuello a la primera oportunidad que se presentara, en esto, al menos, demostró ser un miembro útil del grupo. Félix observó con asombro mientras sus largos y finos dedos se entretejían por encima de la herida y parecían coserla sin tocarla. La piel que rodeaba la estocada brillaba desde dentro y la herida comenzó a cerrarse por los extremos para continuar cicatrizando gradualmente hacia el centro hasta que, finalmente, no quedó nada más que una cicatriz rosada y un dolor profundo.

—Aún está débil —dijo el alto elfo, cuando hubo acabado—. Debéis darle descanso durante unos días.

Félix recorrió con los ojos el sitio en que se hallaban.

—No sé si voy a tener oportunidad de hacerlo, alto señor.

No obstante, hizo lo que pudo para no forzar su brazo; les dejó la mayor parte del trabajo de levantar pesos a Gotrek y los elfos, y se dedicó a quitar las cuerdas adornadas con borlas de hilo de oro del dosel del trono, y enrollarlas. Los elfos le quitaron las cuerdas y las correas de cuero al dorado carro de guerra. Claudia, que se recuperaba lentamente del ataque mental de las hechiceras druchii, se sentó con las piernas cruzadas sobre un cofre y desató las cuerdas que sujetaban los antiguos estandartes de guerra a sus astas. Max registró la bóveda y determinó que la alfombra más grande estaba enrollada en el rincón posterior derecho, pero para cuando la encontró estaba empapada hasta la mitad en el agua que iba ascendiendo, e hizo falta el esfuerzo combinado de Gotrek, Félix y los elfos para sacarla del rincón. A Félix le daba vueltas todo a cada paso, pues el hombro le dolía como si se lo golpearan con un martillo.

Cuando todo estuvo reunido, Gotrek extendió en paralelo tres de las cuerdas adornadas con borlas de hilo de oro sobre el suelo, cerca de la puerta, separadas entre sí por un paso largo, aproximadamente. De hecho, flotaban en el agua, pero dado que ya no había ningún sitio seco en el que extenderlas, habría que arreglárselas así. Luego les quitó a los cofres la tapa con un golpe de hacha, y los colocó boca abajo sobre las cuerdas, en tres hileras de tres, tan pegados el uno al otro y tan cerca de la puerta como era posible. Burbujearon y se sacudieron un poco sobre el agua, donde quedaron flotando. Gotrek clavó los extremos de las cuerdas a los laterales de los cofres con clavos de cabeza dorada que había arrancado del trono de oro.

—Ahora, desenrollad la alfombra sobre los cofres —dijo Gotrek.

Félix, Rion y los guerreros elfos hicieron lo que pedía, empujando y alzando la pesada alfombra hasta que cubrió completamente los nueve cofres. Félix aún no estaba seguro de saber qué se traía entre manos Gotrek, pero el hecho de mantenerse ocupado al menos evitaba que se pusiera a pensar en su muerte inminente.

—Ahora, las cadenas. —Gotrek recogió un extremo de una de las cadenas y comenzó a rodear con ella los cofres cubiertos. Félix cogió el otro extremo y los rodeó en sentido contrario. Cuando se encontraron al otro lado les sobraban más de dos metros. Los elfos hicieron lo mismo con la segunda cadena.

—Remeted la alfombra alrededor de los cofres, tan tensa como podáis, mientras yo tiro —dijo Gotrek, y recogió los dos extremos de una de las cadenas.

El resto del grupo se acercó y se dispuso a colocar la alfombra en torno al borde de los cofres, como si quisieran remeter las sábanas de una cama. Durante todo este tiempo, Gotrek tiraba de los extremos de la cadena para dejarla tirante al máximo.

—Creo que comienzo a ver qué estáis intentando hacer, Matador —dijo Max, mientras trabajaban—. Los cofres de madera flotarán, y también retendrán aire, y el hecho de unirlos nos mantendrá unidos a nosotros, hará que resulte más difícil que uno de los cofres se dé la vuelta y pierda el aire.

—Sí —gruñó Gotrek, y dio otro tirón—. Y las cuerdas que pasan por debajo son para que nos sujetemos.

—Pero yo no lo entiendo —dijo Aethenir—. Aunque este absurdo ingenio funcione, no lograremos salir de la bóveda. ¡Hay cientos de miles de kilos de agua que mantienen las puertas cerradas!

Gotrek soltó un bufido.

—Y os dais a vos mismo el nombre de erudito. Cuando la bóveda se llene de agua, se igualará la presión.

—¡Cuando la bóveda se llene de agua, nos ahogaremos! —gritó Aethenir.

Gotrek no le hizo el honor de contestarle, aunque Félix deseó que lo hubiera hecho porque también quería conocer la respuesta.

Cuando la alfombra y la primera cadena quedaron tan apretadas como era posible contra los laterales de los cofres, Gotrek unió una enjoyada ballesta hecha por enanos a un extremo de la cadena y enganchó el otro extremo a la gafa; luego usó la llave para tensar aún más la cadena.

Cuando estaba tan tensa que Félix temió que se partiera un eslabón, Gotrek ató la ballesta donde estaba con un trozo de correa de cuero del carro de guerra, y repitió toda la operación con la segunda cadena y otra ballesta. Al final, los cofres flotaban ya como una balsa, y el enano dio cuerda a la última ballesta sumergido en más de treinta centímetros de agua.

Max miró la balsa con inquietud.

—Matador, preveo un problema. Cuando suba el agua, también subirá esto, y el techo está muy por encima de la parte superior de las puertas. La balsa quedará pegada contra el techo. ¿Cómo vamos a sacarla?

Gotrek no respondió, sino que se limitó a avanzar hasta el cofre de tesoros más cercano, lo cogió como ni no pesara nada, lo llevó hasta una esquina de la balsa y lo colocó sobre ella. La balsa se hundió en el agua por ese extremo.

—¡Ah! —exclamó Max—. Excelente.

—Espaciadlos con regularidad. La balsa tiene que ser apenas más pesada que el aire y la madera.

—¿Cómo pensáis en estas cosas, enano? —preguntó Aethenir, que sacudía la cabeza mientras Rion y los elfos levantaban un solo cofre entre todos, e iban con él hacia la balsa dando traspiés.

—Los enanos somos prácticos —replicó Gotrek—. Miramos al suelo, no al cielo.

—Y por eso raras veces ascienden —se burló el alto elfo.

—Tampoco se ahogan mucho —contestó Gotrek con sequedad.

Félix se rascó la cabeza, pues aún no acababa de entenderlo.

—Supongo que nosotros ascenderemos sobre otros cofres mientras esté subiendo el agua, pero ¿cómo vamos a nadar después hasta la balsa? No estoy seguro de poder bajar hasta tanta profundidad, y dudo que fraulein Pallenberger pueda hacerlo.

—Yo ni siquiera he nadado nunca —aclaró ella, con una vocecilla casi inaudible.

Gotrek sonrió y señaló con un movimiento de cabeza las hileras de hermosas armaduras ceremoniales que había contra la pared de la izquierda.

—Llevaremos armaduras a modo de lastre —dijo—. Aunque tú deberías poner tu propia armadura sobre la balsa, o no serás lo bastante ligero como para flotar cuando ascendamos.

Mientras Félix se quitaba la armadura y la arrojaba sobre la balsa, junto con los tesoros, se maravilló una vez más ante el cambio que se había operado en el Matador. Apenas dos semanas antes había estado cabizbajo en la taberna Las Tres Campanas, incapaz de hilar más de dos palabras, y ahora estaba resolviendo problemas de ingeniería y supervivencia que Félix jamás habría sido capaz de concebir. Era una transformación pasmosa.

La espera fue la parte más dura. Concluido todo el trabajo, no les quedó nada más por hacer que mirar cómo subía el agua. Estaban sentados dentro de cofres vacíos que ascendían lentamente en el agua, hora tras hora, centímetro a centímetro, con las armaduras élficas que Gotrek había insistido en que usaran como lastre sujetas en torno a la cintura para poder echarse al agua rápidamente cuando tuvieran que hacerlo.

—¿Qué sabéis de esa Arpa de Destrucción, señor Aethenir? —preguntó Max, mientras ascendían. Su voz resonó de modo extraño en el espacio cerrado.

Aethenir adoptó un aire culpable.

—Nada más que lo que dijo Belryeth —replicó—. Creo que tal vez leí el nombre en algún texto antiguo, pero no recuerdo nada más. Durante el primer alzamiento del Caos hubo muchas armas creadas por desesperación, que luego se consideró que eran demasiado peligrosas como para usarlas sin correr riesgos, y también que su destrucción entrañaba demasiados peligros. —Recorrió la bóveda inundada con los ojos—. Así que se las guardó bajo llave, y a menudo se las olvidó. —Suspiró—. Era razonable pensar que esa arpa estaba doblemente a salvo, oculta en esta bóveda y enterrada bajo el mar.

—Sí —convino Rion con amargura—. Era razonable pensarlo.

Después de eso la conversación languideció y todos se limitaron a mirar las paredes, sombríos y callados. Llena del agua del mar profundo, la bóveda, que ya antes era fría, se tornó ahora gélida, y todos temblaban y se rodeaban las rodillas con los brazos. Sólo Gotrek, con el torso desnudo como iba, soportaba la temperatura sin dar muestras de incomodidad.

Cuando el frío aumentó casi demasiado como para soportarlo, Max hizo otro hechizo de luz que despedía una suave calidez, pero que aún no era suficiente.

Al fin, el agua subió por encima de las puertas y el ascenso se hizo aún más lento. Pero Gotrek les dijo que debían continuar esperando, ya que la presión debía igualarse completamente o las puertas no se moverían. Ahora que el aire no escapaba a través de la rendija por la que estaba entrando el agua, comenzó a comprimirse y Félix sintió la presión en los tímpanos y el pecho. Un rato más tarde pareció presionarle los ojos. Le dolía terriblemente la cabeza y los otros presentaban síntomas similares. Aethenir sufrió una espontánea hemorragia nasal que le costó detener.

Finalmente, cuando llevaban una hora agachados dentro de los cofres flotantes para no golpearse la cabeza contra las talladas y doradas vigas del techo de la bóveda, y el pulso de Félix había estado latiéndole en las sienes como un tambor de guerra orco, Gotrek asintió.

—Bien —dijo—. Al agua. Cuando lleguéis al suelo, alzad la balsa por encima de la cabeza y apoyáosla en los hombros. Avanzad y empujad las puertas con los cofres. Cuando hayamos salido del palacio, dejad caer las armaduras. Yo quitaré algunos de los cofres de la balsa para que ascendamos. —Los miró a todos—. ¿Preparados?

Todos se mostraron conformes, aunque no parecían particularmente preparados.

—Vamos —dijo Gotrek, que inspiró profundamente y se inclinó hacia un lado, cayó del cofre y se hundió como una piedra.

Rion y sus guardias siguieron instantáneamente el ejemplo del enano, pero Félix, Claudia, Max y Aethenir vacilaron durante un instante mientras se dirigían unos a otros miradas de pesar, aunque luego inspiraron profundamente, hicieron volcar los cofres y se hundieron en la gélida agua.

La repentina sensación de frío fue como un golpe en la cabeza, y Félix luchó contra el desesperado impulso de bracear de vuelta a la superficie. Abrió los ojos. La bola de luz mágica de Max brillaba bajo el agua tan bien como fuera de ella, y bañaba la bóveda sumergida con una sobrenatural luz verde que hacía destellar como diamantes las partículas de sedimentos en suspensión en las aguas oscuras. Gotrek ya se encontraba en el suelo, y los elfos aterrizaban con la lentitud de los sueños en torno a él. Félix vio que Max, Claudia y Aethenir también se hundían, con los ropones ondulando en torno a ellos como flores vivas, y luego ellos también llegaban al suelo y avanzaban con extraños saltos hasta la balsa cargada de tesoros que flotaba a la altura de sus rodillas, aproximadamente.

Félix tocó el suelo un segundo más tarde, y el lento impacto de sus pies alzó una nubecilla de sedimentos. Los pulmones le dolían ya por la falta de aire, y la presión que sentía en el pecho era como si un gigantesco puño lo aplastara. Fue a saltos hasta la parte delantera de la balsa y se inclinó para cogerla por el borde. Una mano de Gotrek lo detuvo, y él alzó la mirada.

El Matador tenía una mano en alto y los miraba; entonces, cuando tuvo la atención de todos, les indicó por gestos que levantaran la balsa todos al mismo tiempo. Aquel enorme invento que ni siquiera Gotrek habría podido levantar en solitario sobre tierra firme, ascendió con facilidad y la alzaron por encima de la cabeza, para luego rotar hasta quedar todos debajo de uno de los cofres invertidos: Félix, Gotrek y Rion en la primera fila, Aethenir y los dos guerreros elfos restantes en la del medio, y Max y Claudia en los cofres de los extremos de la última fila.

A Félix ya le latía la sangre en la garganta y ante sus ojos danzaban puntos negros, así que fue un alivio cuando tiraron de las cuerdas de la parte inferior y bajaron el extraño ingenio sobre sí mismos. Félix inspiró a grandes bocanadas cuando su cabeza rompió la superficie, y luego intentó contener la respiración al darse cuenta del poco aire que había dentro del cofre invertido. Aunque podría salvarle la vida, el reducido espacio era aterrorizadoramente pequeño, y en él se sentía más encerrado que cuando estaba apretado contra el techo de la bóveda. Esperaba que ninguno de los otros sufriera de claustrofobia.

Se oyeron unos sonoros golpecitos en el lado del cofre que miraba hacia Gotrek, y Félix comenzó a avanzar. Miró hacia abajo a través del agua y vio que Rion hacía lo mismo, pero las cortas piernas de Gotrek pataleaban inútilmente por encima del suelo. Oyó una sorda maldición en khazalid a través de la madera.

Un paso más y la balsa chocó con un golpe sordo contra la puerta de la izquierda. Félix apoyó las manos en la cara frontal del cofre y empujó con todas sus fuerzas. Sus pies raspaban y patinaban, mientras él se esforzaba por afianzarse en el resbaladizo suelo de mármol. A través del agua veía que Rion hacía lo mismo, y los cofres crujían al empujar también los que tenían detrás.

Las puertas no se movían. Félix empujó con más fuerza. Aún nada. El pánico comenzó a inundarle el pecho. Oyó otra maldición a la derecha, y luego algo que se sumergía. Al bajar otra vez la mirada vio que Gotrek estaba fuera de su cofre y empujaba la puerta con ambas manos. Pero continuó sin suceder nada, y el pánico de Félix aumentó. ¿Habrían quedado las puertas cerradas mediante algún mecanismo automático? ¿Era la presión demasiado desigual, todavía?, ¿serían las puertas simplemente demasiado pesadas como para que pudieran moverse sin magia?

Entonces, Félix vio que el borde inferior de la puerta avanzaba con agónica lentitud. Dejó escapar la respiración que no se había dado cuenta de que contenía y que produjo un fuerte sonido en los confines del cofre, y empujó con más fuerza aún. Lentamente, pero luego con mayor rapidez, la puerta comenzó a abrirse. Gotrek le dio un empujón final para luego saltar de regreso al cofre, y luego Félix oyó su agitada respiración a través de la madera.

La puerta se abrió del todo con un golpe sordo que reverberó por el agua, y quedaron libres. La balsa salió disparada hacia delante y el impulso casi los arrastró hasta el otro lado de la antecámara, en dirección a la arcada. Se frenaron al llegar a la escalera, y comenzaron a ascender. Después de los primeros pasos, Félix advirtió que la balsa comenzaba a inclinarse hacia arriba, cosa natural, ya que estaban en una escalera, pero al punto se alarmó, porque oyó deslizarse las pilas de tesoros de lo alto, y por debajo del borde frontal de su cofre escapó una sarta de burbujas.

Le llegó otra maldición procedente del cofre de Gotrek, y luego una palmada de enojo.

—¡Acuclíllate, humano! —dijo Gotrek bruscamente—. ¡Gatea! ¡Díselo al elfo!

Félix dio unos golpecitos en el costado izquierdo del cofre.

—¡Acuclillaos! —gritó—. ¡Gatead!

Luego comenzó a tirar de la cuerda que pasaba por debajo de los cofres. Para su alivio, el elfo hizo lo mismo, y lentamente el ángulo de la balsa adoptó la horizontal una vez más. Félix, Gotrek y el elfo se pusieron a gatear escalera arriba como tortugas que compartieran un mismo caparazón.

Al llegar al primer rellano, Félix se irguió nuevamente con cautela. Por suerte, tanto la escalera como los rellanos estaban construidos a gran escala, y no tuvieron problema ninguno para girar y comenzar a gatear por el segundo tramo hacia lo alto.

Para cuando llegaron al vestíbulo de entrada, el aire de dentro del cofre estaba viciado, húmedo y comenzaba a faltarle oxígeno. Félix intentó impedir que el corazón le latiera desbocadamente a causa del pánico. Sería la más cruel de las bromas que, después del genial invento de Gotrek, murieran por asfixia a poca distancia de la superficie.

Atravesaron con rapidez el vestíbulo. Félix experimentó un pánico momentáneo al recordar que Max había cerrado las puertas del palacio, y se agachó para sumergirse en el agua y mirarlas. No tenía por qué preocuparse. Las puertas estaban tiradas sobre el suelo de mármol, rajadas y combadas, arrancadas de los goznes por la muralla de agua que había sacudido el palacio. Félix y los demás pasaron por encima de los deformados restos y salieron a los anchos escalones de entrada, donde Gotrek golpeó los arcones para que se detuvieran.

—¡Soltad las armaduras! —gritó—. ¡Pasad el mensaje!

Félix golpeó el lado izquierdo del cofre, donde estaba el elfo.

—¡Soltad las armaduras! ¡Pasad el mensaje!

Sumergió las manos en el agua y abrió la hebilla del cinturón que sujetaba la elaborada armadura ceremonial élfica en torno a su cintura. Cayó, y Félix sintió que las puntas de sus pies se alzaban del escalón.

Junto a él, las gruesas piernas del Matador habían vuelto a desaparecer, y oyó pesados golpes en lo alto. Miró hacia arriba, y luego hacia abajo cuando algo le cayó sobre una bota. Uno de los cofres llenos de tesoros se posaba de lado en el suelo, dejando escapar burbujas y tesoros dorados.

Un golpe sordo que oyó detrás le indicó que Gotrek estaba poniendo buen cuidado en soltar lastre, de manera que no se alzara un lado de la balsa.

Y la balsa ascendía, efectivamente. Félix estaba ocupado en pensar cuántos tesoros estaban perdiéndose para siempre, así que al principio no se dio cuenta, pero de repente se encontró con que el agua le llegaba al mentón, en lugar de al pecho. Se cogió a la cuerda y se izó de vuelta al interior del cofre, momento en que sus pies quedaron flotando por encima de los escalones. Pasado un segundo más oyó un chapoteo, una brusca inhalación de aire y una presumida risa entre dientes que procedían del cofre de Gotrek. El Matador tenía motivos para estar orgulloso. Todo lo que había planeado parecía estar funcionando.

Félix intentó bajar la mirada hacia la ciudad mientras ascendían, pero no podía ver gran cosa a través de las ondas que se formaban en la superficie del agua, dentro del cofre, así que inspiró profundamente y volvió a sumergirse.

La vista que tenía debajo de sí era de un sobrenatural país de maravillas. Lo que expuesto al aire y la dura luz diurna había tenido el aspecto de triste y ruinosa reliquia de perdida gloria, era, a la luz del resplandeciente globo de Max, un hermoso sueño azul de ruinosas torres y ondulantes algas más altas que cedros. Los corales y plantas submarinas que parecían tan apagados y secos cuando estaban fuera del agua, eran ahora brillantes y de colores vivos. Cosas como joyas destellaban en las sombras con luminiscencia propia. Era una ciudad donde deberían vivir sirenas.

Volvió a entrar en el cofre, jadeando porque le dolían los pulmones, y descubrió que el aire del interior apenas bastaba para aliviarlo. Los puntos continuaban danzando ante sus ojos, y la sangre le palpitaba en el paladar para reclamar que la alimentara con oxígeno.

Se aferró a la cuerda e intentó respirar lo más lentamente posible mientras rezaba para que la balsa ascendiera a mayor velocidad. ¿A qué profundidad estaba la ciudad? ¿A cien brazas? No tenía ni idea. A la profundidad suficiente como para que ningún marinero hubiera visto o sospechado la existencia de las torres élficas del fondo.

Los puntos negros comenzaron a apiñarse ante sus ojos. Los dedos le dolían como si le clavaran alfileres. No sentía la cuerda y tuvo que mirar para asegurarse de que estaba sujeto a ella. Entonces, su corazón dio un salto, esperanzado. El mar que los rodeaba se volvía más luminoso y la luz de Max se tornaba más mortecina. Tenían que estar cerca de la superficie. Sabiendo eso, podía mantenerse sujeto a la cuerda durante un rato más.

Entonces, algo pesado pasó con fuerza junto a sus piernas. Al principio pensó que era Gotrek que se dirigía a la parte posterior de la balsa por alguna razón, pero cuando miró hacia abajo vio un grueso tronco gris y una afilada cola. Su mente carente de oxígeno necesitó un segundo para asociar ambas cosas, y entonces reprimió un grito.

¡Un tiburón!

Justo cuando se daba cuenta de esto, oyó un grito sordo detrás de sí. Metió la cabeza dentro del agua y miró hacia atrás. Al otro lado de las colgantes piernas en movimiento de sus compañeros, un tiburón grande como el bote de mayor tamaño del Orgullo de Skinstaad tenía a un guerrero elfo entre las fauces y lo sacudía violentamente de un lado a otro. Las extremidades del elfo se agitaban como las de una muñeca, y de su cuerpo manaba sangre.

Félix manoteó en busca de la espada, sujeto a la cuerda con una sola mano. Miró hacia Gotrek. El Matador también se había sumergido, y preparaba el hacha mientras pataleaba en dirección al tiburón; Rion y el otro guerrero desenvainaron las espadas para proteger a Aethenir. Max y Claudia parecían estar intentando acurrucarse dentro de sus cofres. Entonces, por debajo y más allá de ellos, Félix vio algo que le paralizó el corazón. Más sombras móviles ascendían de las profundidades hendidas por las torres: toda una bandada de tiburones. «Que Manann nos proteja —pensó—, estamos todos muertos».

Gotrek pilló al tiburón por la cola y barrió el agua con el hacha, que se clavó en un costado color pizarra de la criatura. La sangre tiñó el agua y el tiburón se sacudió y giró, al tiempo que dejaba caer a la destrozada presa para enfrentarse con la nueva amenaza. Acometió a Gotrek con una boca del tamaño de un barril. Gotrek se impulsó con los pies hacia lo alto, intentando apartarse del camino, pero la criatura le estrelló el morro contra el estómago y lo hizo retroceder seis metros. Cuando pasó a toda velocidad, Félix intentó inútilmente asestarle tajos, y vio, para su horror, que de un costado de la cabeza del tiburón estaba brotando un hocico más pequeño, completo con ojos y boca cuyos dientes como agujas se cerraban sobre los brazaletes de oro de la muñeca izquierda del Matador. ¿Es que ni siquiera el mar estaba libre de la contaminación del Caos?

A través de una tormenta de puntos negros, Félix observó cómo el Matador descargaba una lluvia de golpes sobre la cabeza del enorme monstruo gris. Los otros tiburones ya estaban lo bastante cerca como para que Félix les viera los ojos, que brillaban a través de la oscuridad. Rion y su último elfo se mantenían cerca de Aethenir y se volvieron hacia el monstruo en el momento en que su camarada muerto se alejaba girando lentamente, con la sangre roja y la sobrevesta verde y blanca ondulando tras él. Algunos de los tiburones giraron para seguirlo, pero la mayoría continuó en dirección a la balsa.

De repente, Félix sintió que la cuerda se aflojaba en su mano. Alzó la mirada, asustado. La balsa había dejado de ascender. ¿Habrían chocado contra algún obstáculo? Entonces vio los destellos de la luz del sol en el agua. ¡Habían llegado a la superficie!

Cada fibra del cuerpo le pedía a gritos que ascendiera en busca de aire, pero no podía dejar a los otros a merced de los tiburones. Se volvió y vio que Rion y su último Elfo empujaban a Aethenir hacia el borde de la balsa. Max hacía lo mismo con Claudia. Félix se desplazó por la cuerda hacia ellos y cogió a la vidente por el otro brazo. Él y Max llegaron al borde y la alzaron de modo que su cabeza rompiera la superficie. La cara de Félix salió al aire un segundo más tarde. Se llenó los pulmones con una jadeante inspiración gloriosa, vio que Claudia estaba haciendo lo mismo, y entonces volvió a sumergirse y la cogió de la pierna izquierda, mientras Max hacía lo mismo con la derecha. Entre ambos la levantaron hasta que su torso quedó tendido sobre la balsa.

Félix se volvió a mirar hacia donde estaba Gotrek. El Matador le había acertado a algún punto vital del tiburón, que se precipitaba hacia el fondo, sacudiéndose y retorciéndose, con una columna de sangre manándole de un costado, mientras Gotrek se impulsaba como una rana hacia la superficie, con el brazo izquierdo también sangrando.

La mitad de los tiburones que iban hacia ellos giraron en dirección a su primo herido, pero el resto continuó. Félix miró en torno. Lo único que vio fueron las agitadas piernas de los otros que subían a la balsa. Se unió a ellos y pateó para salir del agua al tiempo que se aferraba a la alfombra empapada con dedos desesperados. Al izarse, sintió que la herida que le había curado Aethenir se desgarraba por dentro. Max estaba saliendo del agua a su lado, estorbado por los ropones empapados. Rion y el otro elfo hacían rodar a Aethenir sobre los cofres mediante la fuerza bruta. Félix se dejó caer por fin sobre la balsa, y de inmediato se volvió hacia el agua.

La cabeza de Gotrek salió a la superficie, y el enano inspiró al tiempo que pateaba hacia arriba y clavaba el hacha en la parte superior de la balsa para izarse. Al precipitarse en su ayuda, Félix vio que había cortes profundos en la muñeca izquierda del Matador. La mitad de los brazaletes que la rodeaban habían quedado tan aplastados por el mordisco del tiburón que se le hundían profundamente en la carne. Félix sujetó a Gotrek por el hombro y tiró de él. El Matador salió bruscamente del agua y cayó sobre la alfombra, inspirando profundamente.

—¡Amigos, ayudadme! —llamó Aethenir.

Félix y Max gatearon hasta el lugar en que él y el último guerrero elfo estaban intentando sacar a Rion del agua. Félix o cogió por debajo del brazo derecho, mientras Max hacía lo mismo con el izquierdo.

Pero, de repente, el capitán elfo se hundió en el agua de un tirón que casi lo arrebató de las manos de Jaeger y el mago. Lanzó un grito ahogado, y se le salieron los ojos de las órbitas.

—¡Rion! —gritó Aethenir.

Gotrek se unió a ellos y todos tiraron desesperadamente de Rion, mientras algo intentaba arrastrarlo bajo el agua. Entonces, con un alarido horrible, el capitán elfo salió disparado del agua y todos cayeron unos sobre otros.

—¡Rion! —volvió a gritar Aethenir, mientras se incorporaba precipitadamente—. ¿Estás…? —Las palabras acabaron con un grito de horror, y volvió a desplomarse.

Félix se sentó para ver qué había sucedido. La pierna derecha de Rion estaba cubierta de sangre. La pierna izquierda había… desaparecido. El muñón de bordes desiguales bombeaba sangre sobre la alfombra a grandes borbotones. Max y Gotrek maldijeron. Claudia apartó los ojos.

Aethenir gateó hasta Rion y le tomó la cabeza entre los brazos.

—Rion, lo… lo siento. Nunca…

El capitán agonizante alzó una mano y aferró una manga de Aethenir. Lo miró con dureza a los ojos.

—Seguid… la senda del honor.

—Lo haré —sollozó Aethenir—. Te lo prometo. Por Asuryan y Aenarion, te lo prometo.

Rion asintió, aparentemente satisfecho, y luego cerró los ojos y quedó laxo sobre la alfombra, muerto. Aethenir sollozaba. El último de los guerreros elfos dejó caer la cabeza. Félix descubrió que tenía un nudo en la garganta, y reprimió el indigno pensamiento de que habría preferido que fuera Aethenir el muerto y Rion el vivo, porque el capitán había sido el epítome de virtudes élficas que debería haber sido Aethenir.

El último de los guerreros elfos comenzó a arrastrar el cuerpo de Rion hacia el centro de la alfombra, pero, antes de que pudiera dar un paso, salió bruscamente del agua un morro gris con dientes como púas que chocó contra la pequeña balsa con tal fuerza que la lanzó al aire y los hizo volar a todos. Félix cayó sobre el hombro herido y estuvo a punto de irse rodando al agua. Sólo lo detuvo el cuerpo tendido de Max. El hechicero yacía en el borde, en precario equilibrio. Félix lo aferró y arrastró hacia el centro de la balsa. Cerca de ellos, Gotrek y el guerrero elfo hacían lo mismo con Claudia y Aethenir.

—Gracias, Félix —jadeó Max.

Los supervivientes gatearon hasta el centro de la balsa lastimosamente pequeña, mientras las triangulares aletas de las crueles criaturas describían círculos en torno a ella, y los depredadores ocultos la golpeaban por debajo.

Gotrek se puso bruscamente de pie, agitando el hacha y haciendo gestos hacia el agua.

—¡Vamos, cobardes que os ocultáis bajo el agua! —rugió—. ¡Os mataré a todos!

Pero entonces Claudia vio algo que los otros no habían advertido, ocupados como estaban.

—Un… un barco —jadeó.

Todos miraron. El corazón de Félix latió aceleradamente por miedo de que fuera la negra galera de los elfos oscuros que se les echaba encima para volver a embestirlos, pero era una nave completamente distinta: un barrigón buque mercante que enarbolaba la bandera de Marienburgo a menos de ochocientos metros de ellos, con las blancas velas teñidas de dorado rojizo por el sol de la tarde.

Félix se puso en pie de un salto y comenzó a agitar los brazos.

—¡Eeeeeoooooo! —gritó—. ¡Eeeeeeooooooo! ¡Socorro!

Otro golpe de los tiburones volvió a derribarlo, pero el barco ya viraba hacia ellos.

—Alabados sean Manann y Shallya —susurró Claudia, con lágrimas en los ojos.

Pero, de repente, Félix no tuvo tan claro que el barco significara la salvación. Estaban alzando las portillas de los cañones de proa, y los morros de las armas salían a la luz del sol.

—Pero, bueno —gimoteó Aethenir—. ¡Esto resulta increíble! ¿Es que todo el mundo intenta matarnos?

—Que vengan —dijo Gotrek.

Dos nubecillas gemelas de humo manaron de la proa del barco. Todos se agacharon, menos Gotrek. Un segundo después, les llegó la detonación de los cañones y dos enormes columnas de agua se alzaron a una docena de metros de ellos.

Félix suspiró de alivio.

—Han fallado.

—No —dijo Max, mirando en torno—. Creo que le han acertado a lo que querían.

Félix siguió la dirección de la mirada del hechicero. Las aletas de los tiburones habían desaparecido del agua como si no hubieran existido jamás.

—¿Pensáis que tienen intención de salvarnos? —preguntó Aethenir.

—Eso espero —replicó Max.

Y así parecía, porque el barco no efectuó más disparos y arrió las velas para situarse con suavidad junto a la balsa. Desde lo alto les echaron cuerdas, y Félix, Gotrek y los elfos las cogieron y tiraron de ellas para pegar la balsa al alto casco de la nave.

—¿Tenéis una escalerilla? —gritó Félix, hacia arriba—. Tenemos mujeres y heridos.

Un hombre chaparro se inclinó por encima de la borda y les sonrió, mientras aparecían varias docenas de corpulentos hombres de rostro severo a ambos lados de él, y los apuntaban con una profusión de pistolas y fusiles.

—Buenas tardes, herr Jaeger —dijo Hans Euler—. ¡Qué placer volver a encontrarme con vos!