NUEVE
Max se volvió a mirar al alto elfo y alzó una ceja con expresión interrogativa.
—¿Conocéis a esa elfa oscura?
El capitán Rion miraba a Aethenir con una expresión mucho más fría en la cara.
Aethenir los miró al uno y al otro, y retrocedió.
—No sabía que era una druchii.
Los ojos del capitán Rion se tornaron aún más fríos.
—Creo que eso requiere una explicación, señor Aethenir. —Le hizo al elfo un gesto para que subiera la escalera y se apartara de la vista de la arcada.
—Sí —asintió Max, que los siguió—. Creo que así es.
Los demás subieron sigilosamente con ellos hasta el primer rellano, y todos se encararon con el alto elfo.
—Bien, mi señor —dijo Rion—. Os ruego que continuéis. ¿Cómo es que conocéis a esa druchii?
Aethenir tragó.
—Sí, bueno, veréis, cuando acudió a mí, afirmó ser una doncella atribulada. Dijo llamarse Belryeth Eldendawn, y me dijo…
—¿Confundisteis a una de los caídos con una elfa auténtica? —preguntó Rion con voz gélida.
—¡No tenía el mismo aspecto que ahora! —chilló Aethenir—. Su pelo era rubio y tenía un bello rostro noble, y una voz como la más dulce y triste canción que jamás hayan cantado…
El alto elfo captó la mirada del capitán Rion y vaciló. Félix nunca había visto ruborizarse antes a un elfo. Les llegó un estruendo de cosas que se rompían y eran aplastadas, acompañado de tintineos de cristales rotos. Daba la impresión de que los druchii estaban haciendo pedazos el contenido de la bóveda.
—Continuad, mi señor —dijo el capitán elfo.
Aethenir hizo un gesto de asentimiento.
—Acudió a mí —dijo—, para suplicar ayuda. Dijo que su familia había caído en desgracia y no podía acercarse a la torre, pero que tenía que averiguar algo que estaba oculto en uno de los volúmenes de la biblioteca. Al parecer, su abuelo había perdido un precioso objeto familiar durante la Secesión, cuando estaba destinado en una de las ciudades del Viejo Mundo. Recuperarlo era el único modo que ella tenía de evitar un odioso matrimonio, pues su padre había perdido la fortuna familiar y todo el honor en un desastroso escándalo comercial. Su desdicha me conmovió hasta las lágrimas.
Félix puso los ojos en blanco. Era obvio que aquel pobre elfo sobreprotegido jamás había visto un melodrama de Detlef Sierck.
—Juró que lo único que quería era la información contenida en un libro —continuó Aethenir—. Un libro que hablaba de esa época y esas ciudades.
—¿Os referís al libro que fue robado de la torre? —preguntó Max—. ¿Acaso supo dónde estaba por vos? ¿Es ella la ladrona?
Aethenir dejó caer la cabeza.
—No fue robado de la torre. Como ya he dicho antes, nadie puede encontrar la torre si los maestros del conocimiento no lo desean. —Vaciló, y luego prosiguió—: Yo lo saqué prestado de la torre, y ella me lo robó a mí.
Rion se puso rígido, con los ojos encendidos.
—¿Qué?
Aethenir se encogió ante su terrible mirada.
—¡Juro que no lo he sabido hasta ahora! Ella me prometió que siempre miraríamos el libro juntos, y que nunca se apartaría de mi vista, pero la noche en que le llevé el libro fuimos atacados por unos asesinos enmascarados. ¡Vi cómo la mataban! Luego saltaron hacia mí, y me dejaron sin sentido de un golpe. Cuando me recuperé del desvanecimiento, el cuerpo de ella había desaparecido, y también el libro. —Miró escaleras abajo, hacia la bóveda—. Durante todo este tiempo la creí muerta.
Max tosió.
—Yo siempre he leído que no estaba permitido llevarse libros prestados de la Torre de Hoeth. Que nunca debían abandonar sus confines.
Ni Rion ni Aethenir acusaron recibo de lo que acababa de decir. Parecían haber olvidado que había alguien más con ellos.
—Mi señor —dijo Rion con peligrosa calma—. Vos me dijisteis que habíais descubierto que el libro había desaparecido, y que los maestros del saber os habían enviado a buscarlo como prueba de vuestra valía para recibir enseñanza en las artes de Saphery. Le dijisteis eso a vuestro padre.
Aethenir se cubrió la cara con una mano temblorosa.
—Mentí —susurró, en voz tan baja que Félix casi no pudo oírlo.
—¿Así que los señores del saber de Hoeth no saben nada de la verdad? —preguntó Rion.
Aethenir negó con la cabeza.
—Huí de la torre. Abrigaba la esperanza de que, con vuestra ayuda, podría encontrar el libro y devolverlo a la biblioteca antes de que supieran que había desaparecido.
El capitán Rion agachó la cabeza y apretó los puños.
—Mi señor —dijo—, si mi deber por juramento no fuera proteger vuestra vida, os mataría aquí y ahora.
Aethenir palideció y retrocedió al oír esto, pero Rion no hizo movimiento alguno contra él.
—No sólo habéis comprometido vuestro propio honor —continuó el capitán elfo—, sino que, al pedirle a vuestro padre dinero y ayuda para esta falsa misión, habéis comprometido el honor de él y el de toda la Casa Hojablanca. Por no hablar del peligro en que habéis puesto a nuestra amada patria.
Aethenir bajó la cabeza. Dio la impresión de que sollozaba.
Rion continuó, despiadado:
—La recuperación del libro no hará que la Casa Hojablanca recobre su honor, mi señor. El crimen es demasiado grande. Pero, a pesar de eso, debe ser recuperado porque dejarlo en manos enemigas constituiría un crimen aún mayor.
—Sí —dijo Aethenir, con los ojos aún fijos en el suelo—. Debe hacerse. Es lo mínimo que puedo hacer.
—Me complace que penséis así, mi señor —dijo Rion, al tiempo que se le acercaba—. Porque si os desviáis de la senda del honor, si faltáis al deber para con vuestro padre y vuestra casa —aferró la pechera del ropón de Aethenir con un puño y tiró de ella hacia arriba de modo que el mentón del joven elfo ascendiera y lo obligara a mirar al capitán a los ojos—, os mataré, os lo aseguro.
—No fallaré, Rion —dijo Aethenir, tembloroso—. Te lo prometo.
Rion retrocedió y le hizo una reverencia muy formal.
—Gracias, mi señor. Es cuando pido.
—Esperad un momento —dijo Max—. Quiero que las cosas queden claras. ¿Ulthuan no tiene conocimiento alguno de esta misión? ¿No estáis aquí como representante de la Torre de Hoeth, como habíais dicho? ¿No sois un iniciado?
—No, magíster. Soy el más humilde de los novicios.
—¿Y en esto actuáis completamente en solitario?
—Sí, magíster.
Max suspiró.
—De haber sabido esto, no habría emprendido tan alegremente… —Calló y negó con la cabeza—. Es igual. Lo que está hecho, hecho está. El peligro sigue siendo el mismo y nosotros seguimos teniendo que afrontarlo.
Gotrek gruñó.
—¿Habéis acabado? ¿Podemos matar a unos cuantos elfos?
El capitán Rion se volvió a mirarlo con ferocidad, aparentemente disgustado por la forma de expresarlo, pero luego asintió.
—Sí —dijo—. Cualquier cosa que tengan intención de hacer esos demonios, sólo puede significar días oscuros para Ulthuan si lo logran.
—Bien —declaró Gotrek, que giró sobre los talones y comenzó a bajar otra vez por la escalera.
—Matador —susurró Max, detrás de él—. ¡Debemos ser cautos! Son las hechiceras quienes mantienen el remolino abierto. Si mueren…
Pero Gotrek ya atravesaba la arcada y entraba en la antecámara de la bóveda. Félix y los demás lo siguieron, llamándolo con susurros urgentes, mientras continuaba el estruendo de destrozos dentro de la bóveda.
—Espera, Gotrek —dijo Félix.
—Deteneos, enano —siseó el capitán Rion—. Necesitamos una estrategia.
—Traedlo de vuelta —gritó Aethenir.
—Aquí tenéis vuestra estrategia —tronó la voz de Gotrek—. Los matamos a todos menos a la que lleva el palito con el aro, y luego la obligaremos a que nos saque por el camino que ella usó para entrar.
—Muy bien —dijo Max, que iba a paso ligero junto a él—, pero ¿cómo?
—Así —replicó Gotrek, que subió a grandes zancadas los escalones hasta la puerta medio abierta—. ¡Vamos, espantapájaros con cara de cadáver! —rugió—. ¡Demostradme que tenéis más valentía que vuestros cobardes primos blancos! —Y luego entró a la carga en la bóveda.
Aethenir profirió un grito ahogado. Los caballeros de la Guardia del Reik y los elfos de Rion intercambiaron miradas severas y se prepararon para seguirlo.
—¡Esperad! —siseó Félix. Por una vez, tenía una idea de cómo sacar provecho de la obstinación del Matador—. Escondeos. Dejad que piensen que está solo. Max, Claudia, Aethenir, preparad vuestros hechizos más mortíferos. Capitán Rion, disponeos a atacar. Capitán Oberhoff, proteged a los hechiceros.
Oberhoff y sus hombres obedecieron, al igual que Max y Aethenir. Rion miró a Félix como si fuera un perro que de repente se hubiera puesto a cantar ópera, pero luego les hizo un gesto a los elfos para que se apostaran a la izquierda de la puerta de la bóveda, mientras Félix se asomaba al interior.
—Firandaen —dijo Rion al elfo a quien los skavens habían herido en la pierna—, tú te quedarás con los hechiceros.
Los Infinitos con máscara de cráneo cargaban hacia Gotrek desde todos lados, esquivando cofres de tesoros volcados y montones de riquezas que habían salido de ellos. Más allá, las hechiceras miraban fijamente a Gotrek, conmocionadas. La única que parecía completamente impasible era la que hacía girar el aro de plata en torno a la varita de metal, una belleza alta e intemporal de expresión dura que observaba serenamente mientras Gotrek y los Infinitos chocaban en el centro de la estancia con un estruendo ensordecedor y una furia de acero destellante.
El Matador desapareció al apiñarse en torno a él los enemigos, más altos, que lo acometían con tajos y estocadas de sus espadas largas y delgadas. Uno de ellos retrocedió, con un corte rojo que le hendía la armadura a la altura del pecho, del que manaba un chorro de sangre que lo salpicaba todo.
—¡Hechiceros! ¡Capitán Rion! ¡Ahora! —gritó Félix.
Max y Claudia avanzaron hasta la abertura de las puertas, pasaron las manos a través de ella y lanzaron chorros de luz y crepitantes rayos al interior de la bóveda. Félix, Rion y sus tres guerreros ilesos entraron corriendo justo detrás de los rayos. Los druchii enmascarados lanzaron alaridos y retrocedieron cuando el fuego azul y la luz cegadora les hirieron el cuerpo, y luego Félix y los altos elfos chocaron con ellos y derribaron a cinco más: dos que murieron a manos de Gotrek, otros dos que mataron Rion y los elfos, y uno que murió achicharrado por un rayo de Claudia. ¡La mitad de ellos ya habían muerto! Félix estaba encantado. Aquello podría ser más fácil de lo que había esperado.
Jaeger acometió a un deslumbrado oponente, pero el elfo oscuro se recobró con alarmante rapidez y el arma de Félix sólo arañó la armadura cuando el druchii paró el tajo y respondió con la espada cual si asestara de un latigazo. Félix apenas tuvo tiempo de levantar su arma a tiempo. El ataque siguiente llegó casi antes de que concluyera el primero, dirigido directamente hacia los ojos. Félix reculó desesperadamente, con la piel perlada por un sudor de pánico. En dos segundos, Félix supo que el elfo oscuro era el mejor espadachín con el que se había enfrentado jamás. No tenía la más mínima posibilidad de pasar a la ofensiva. Félix no estaba a su altura. Se consideraba un esgrimista mejor que la media, pero sólo era humano. Únicamente llevaba unos veinticinco años luchando con espada. El elfo oscuro, por su parte, probablemente había estado practicando esgrima durante doscientos años, y, para empezar, pertenecía a una raza más ágil que la humana.
Félix paró otro tajo, pero el druchii se deslizó por debajo de su guardia y le asestó una estocada en el punto donde el hombro se une al pecho. La cota de malla paró la mayor parte, pero a pesar de eso la punta penetró más de un par de centímetros en la carne antes de chocar contra el hueso. Félix cayó hacia atrás con un alarido de dolor, y aterrizó de espaldas. El mundo se oscureció y palpitó ante sus ojos. Blandió la espada débilmente por encima de sí con la otra mano, pero el druchii le había vuelto la espalda y atacaba ahora a los guerreros de Rion.
La arrogancia de aquel acto se abrió camino a través del dolor de Félix. ¿Acaso era una amenaza tan insignificante que el elfo oscuro le volvía la espalda sin haberlo rematado? Nunca se había sentido más despreciado. Félix se esforzó por levantarse y ponerse en guardia, y entonces comprendió por qué el druchii se mostraba tan confiado. El ataque había sido una estocada cuidadosamente calculada para inutilizarle el brazo, al atravesarle el músculo que le permitía levantar la espada. No podía usarla.
Al otro lado de la refriega, la mujer que hacía girar el aro de plata en torno a la varita gritó una orden con voz sinuosa, y dos de sus cinco hechiceras comenzaron a tejer conjuros en el aire. Dos más, la Belryeth de Aethenir y otra, volvieron a la tarea de buscar entre las pilas de cofres de tesoros como habían estado haciendo antes de la irrupción de Gotrek.
Decidido a continuar luchando, aunque sólo fuera para demostrarle al elfo oscuro que aún era una amenaza, Félix cogió la espada con la apenas competente mano izquierda y cargó otra vez contra él. El Infinito ni siquiera se volvió a mirarlo; simplemente dio una patada hacia atrás en medio de una estocada y golpeó a Félix en la herida, con total precisión.
Félix se desplomó en el suelo, sorbiendo entre los dientes y enroscado como una bola. «Por los dioses, soy un inútil», pensó, mientras se esforzaba por no perder el sentido a pesar del dolor.
Sus ojos fueron atraídos por una nube de hirviente negrura que iba rodando hacia el combate desde las dos hechiceras druchii. El dolor de la herida fue instantáneamente eclipsado por uno aún mayor al envolverlo la nube negra, y lo atravesó una quemazón que parecía un hierro al rojo. Gritó y manoteó como si estuviera en llamas, aunque no había fuego. Los altos elfos sufrieron el mismo efecto. Retrocedieron, maldiciendo, entre lamentos, y parando como podían los ataques de los Infinitos, que aprovecharon la situación y se lanzaron a fondo. Sólo Gotrek continuaba luchando, sin efectos aparentes.
Pero casi con la misma rapidez con que la nube negra llegó hasta ellos, una burbuja de luz la hizo retroceder y la disolvió con su resplandor. El dolor desapareció del cuerpo de Félix al expandirse la burbuja. Miró hacia la puerta y vio que Max y Aethenir se encontraban de pie en ella y trabajaban juntos, enviando pulsos de luz blanca y dorada al interior de la habitación, mientras Claudia les lanzaba algunos rayos a las hechiceras.
La burbuja de luz se expandió hasta rodear a los altos elfos, cosa que les permitió recuperarse, pero para uno de ellos ya era demasiado tarde. Se desplomaba, con la sangre corriéndole por la sobrevesta blanca y verde, mientras el capitán Rion y los otros dos elfos luchaban junto a Gotrek, rodeados por cinco Infinitos.
Félix se apartó rodando del camino de los combatientes y se puso trabajosamente de pie, mientras en torno a él forcejeaban y tironeaban las fuerzas invisibles de los hechizos que las brujas druchii por un lado y los dos hechiceros humanos y el alto elfo por el otro. Con un brazo inutilizado no podía abrigar la esperanza de luchar contra los elfos oscuros, pero al menos podría ocupar su puesto habitual y guardarle los flancos a Gotrek. Fue cojeando hasta el Matador, y de inmediato interpuso su arma en el camino de una espada druchii que intentaba asestarle un tajo. Era asombroso ver hasta qué punto el Matador estaba encontrándose con problemas. Él, que había luchado en solitario contra ejércitos de orcos y hordas de skavens, y que se había enfrentado en combate singular con demonios y vampiros, era incapaz de hacerles una sola herida a los tres druchii. Aunque su hacha parecía estar en todas partes y tenía el rostro enrojecido a causa del esfuerzo, no lograba tocarlos, y su pecho y brazos estaban cubiertos de cortes superficiales.
Los tres druchii que luchaban con él tenían el mismo aspecto, ensangrentados y jadeantes. Sus ojos, apenas visibles a través de los orificios de los yelmos en forma de cráneo, estaban muy abiertos de ofendida sorpresa por el hecho de que un enemigo pudiera durar tanto ante ellos.
Rion y los elfos que quedaban estaban empapados en sudor y sangre, y luchaban contra los oponentes con la desesperación de los condenados porque, aunque como elfos podían superar a cualquier hombre vivo en el manejo de la espada, comparados con los Infinitos no eran más que torpes principiantes. No cabía duda de cuál sería el resultado del combate, y Félix se estremeció al pensar en lo que sucedería cuando hubieran muerto y todos los Infinitos pudieran concentrar su atención en Gotrek. Ni siquiera el Matador podía vencer a cinco enemigos semejantes.
De repente, desde lo alto de una pila de cofres que había a la derecha de la puerta, Belryeth lanzó un grito de triunfo y alzó por encima de la cabeza un objeto negro sinuosamente curvado. Las otras hechiceras lanzaron gritos de júbilo. Belryeth se volvió hacia la puerta de la bóveda y le sonrió a Aethenir.
—¡Mira, amado, el Arpa de la Destrucción que tú me has ayudado a encontrar!
Aethenir le gritó una respuesta en idioma élfico, pero ella se rio de él.
—No —le dijo—. Hablaré de modo que estos necios puedan entenderme y conocer tu humillación. Embrujado y hechizado, has entregado en manos de tus enemigos la más grandiosa arma de una era perdida. Una sola vibración de estas cuerdas puede causar terremotos que alcen montañas de los valles o hundan montañas más abajo del lecho del mar. Con esto, los druchii crearemos una ola que barrerá a los azur de Ulthuan. ¡Con esto sacaremos a la superficie a la perdida Nagarythe y volveremos a gobernar el mundo desde nuestra patria verdadera! ¡Tú has condenado a tu pueblo, y todo por un amor que nunca existió!
Metió una mano dentro de su ropón y sacó algo grueso y cuadrado, que luego lanzó de manera que resbalara por el suelo y se detuviera a los pies de Aethenir. Era un libro. Aethenir se quedó mirándolo, y luego se agachó y lo recogió.
—Por favor, dales las gracias a tus maestros por el préstamo —gritó Belryeth, riendo—. Era todo lo que yo ansiaba.
La hechicera que hacía girar el aro de plata en torno a la varita gritó algo que a Félix le sonó sospechosamente parecido a «basta de regodeos», y Belryeth y las otras mujeres empezaron a avanzar hacia la puerta de la bóveda mientras comenzaban un nuevo encantamiento.
Ahora que había cinco hechiceras concentradas en ellos, Max, Aethenir y Claudia se vieron abrumados. Rayos de negrura, como haces de un sol negro, se estrellaron contra la burbuja protectora. Félix vio que Max se tambaleaba y Aethenir caía de espaldas, aferrándose la garganta. Claudia lanzó un lamento y se arañó la cara como si contemplara el abismo. Los caballeros de la Guardia del Reik cayeron al suelo entre alaridos. Firandaen, el elfo herido que se había quedado atrás para proteger a los hechiceros y al que le manaba sangre por la nariz, la boca, los oídos y los ojos, arrastró a Aethenir, Max y Claudia hasta detrás de las puertas de la bóveda.
Gotrek y los guerreros elfos miraron en dirección a las mujeres, pero no podían abandonar el combate con los Infinitos, porque los habrían matado en el instante en que hubieran bajado las armas para correr. Sólo Félix estaba libre. Aunque sabía que significaría la muerte, corrió hacia las mujeres a pesar de que cada paso le causaba un dolor lacerante en el hombro. Belryeth se volvió y agitó hacia él la mano que tenía libre. De sus dedos salió una ondulación de aire frío como la muerte que lo recorrió. Félix cayó, helado hasta los huesos, entrechocando los dientes. No podía moverse. Parecía que la sangre se le había helado. Tenía las pestañas ribeteadas de escarcha.
Belryeth se detuvo, sonriente, mientras sus hermanas salían por las puertas de la bóveda.
—Sois necios que ayudan a un necio en una empresa necia, y por ello tendréis una muerte de necios. —Y con una carcajada, se volvió y siguió a las otras.
Aunque el frío no le permitía volver la cabeza, Félix oyó alaridos y voces delirantes en la antecámara, y supo que los caballeros de la Guardia del Reik estaban intentando impedir que las hechiceras se marcharan, pero sin éxito. Intentó obligar a sus extremidades a moverse porque quería correr en su ayuda, pero no le obedecieron. Las tenía rígidas a causa de la congelación.
Pasado un momento, los gritos se apagaron y lo único que pudo oír fue el chocar de espadas contra espadas y contra un hacha, y las respiraciones agitadas y pasos pesados de la lucha que se libraba detrás de él. Y eso cesaría bastante pronto, pensó, con tristeza.
Pero entonces, para sorpresa de Félix, Max apareció en la abertura que mediaba entre las puertas de la bóveda, sujetándose a ellas y con aspecto de estar casi muerto. Gritó con voz débil por encima del clamor de la batalla.
—Vuestras señoras os han dejado para morir, guerreros. ¿Continuaréis luchando por ellas?
De las profundidades del yelmo en forma de cráneo le respondió la fría voz de uno de los Infinitos.
—Por la destrucción de Ulthuan y el renacimiento de Nagarythe nos enorgullece morir.
—Entonces, moriréis —sentenció Max. Se obligó a erguirse y reunió sus energías mágicas, aunque hacer esto pareció envejecerlo. Con un gruñido de dolor y esfuerzo, les lanzó a los druchii un torrente de arremolinadas luces. Era algo débil comparado con los ataques anteriores, pero bastó. Al haberse marchado las hechiceras, los Infinitos no pudieron defenderse de la acometida. Las luces danzaron ante sus ojos para cegarlos y confundirlos.
Esto fue su fin. Gotrek, Rion y sus guardias les hicieron bajar las espadas de un golpe y les atravesaron la armadura con brutal facilidad. Gotrek descuartizó a los tres que lo habían desafiado, mientras los otros caían ante los elfos.
—Los condenados danzarines no se quedaban quietos ni un momento —gruñó el Matador, cuando él y los tres altos elfos, jadeantes, se detuvieron ante la pila de extremidades y cabezas.
Félix se estiró lentamente al desvanecerse los efectos del frío antinatural, y la herida de estocada del hombro volvió a la vida con dolorosas palpitaciones. Se mordió una mejilla para aguantar el sufrimiento.
Max se desplomó contra las puertas de la bóveda.
—No hay tiempo para descansar —dijo—. Debemos ir tras las hechiceras.
Aethenir apareció detrás de él, oscilando como un álamo temblón.
—Sí, deprisa. En sus manos llevan la perdición de los azur.
—Entonces, dejemos que se marchen —dijo Gotrek, y se encogió de hombros.
—Vil enano —dijo Aethenir—. ¿Seríais capaz de condenar al resto del mundo para dar satisfacción al agravio que tenéis contra los elfos?
—¿Por qué no? —replicó Gotrek—. Vos lo condenasteis por el beso de una druchii.
—Ya os lo he dicho —gritó Aethenir—. Yo no sabía que ella…
—Su jefa tiene la llave para salir con vida de esta trampa mortal —dijo Max, que interrumpió con enojo el intercambio de reproches.
De repente, ni siquiera Gotrek tuvo objeción alguna que poner a ir tras las hechiceras.
* * *
Félix, Gotrek, Rion y sus elfos siguieron a Max y Aethenir al exterior de la bóveda, donde hallaron una masacre. Firandaen estaba muerto, con los ojos muy abiertos y una expresión de horror en el noble rostro. También el capitán Oberhoff y el último de los caballeros de la Guardia del Reik habían muerto, con carámbanos como dagas saliéndoles por la boca y los ojos, y atravesándoles el peto de la armadura de dentro afuera.
Por un momento, Félix pensó que Claudia también estaba muerta, ya que su menudo cuerpo se encontraba acurrucado al pie de los escalones, pero luego la vio dar un respingo. Él y uno de los guerreros de Rion la ayudaron a levantarse y la sujetaron entre ambos cuando el grupo avanzó hacia la escalera. Ella gimoteó y sollozó al tocarla. Vieron que tenía la cara herida porque se había arañado tras el ataque de las hechiceras.
Cuando atravesaban apresuradamente la antecámara, Aethenir se volvió hacia Rion y le tendió el libro robado.
—Ya sé que esto no es suficiente —dijo—. Ya no. Juro que no descansaré hasta recuperar el arpa y desbaratar el plan de las hechiceras.
Rion asintió, pero no se volvió a mirarlo.
—Ésa es la senda del honor, mi señor —dijo con frialdad.
Cuando comenzaron a subir la escalera, Aethenir tenía la vista baja.
Los dos tramos que los separaban del vestíbulo de entrada constituyeron una de las distancias más aterrorizadoras que Félix había recorrido en toda su vida, porque esperaba oír en cualquier momento el rugido de un torrente que les caería encima y los sepultaría en el fondo del mar. También fue una de las más dolorosas, porque con cada paso la herida del hombro le provocaba un dolor indecible. La sangre que manaba por ella le empapaba la camisa y el justillo acolchado, y teñía de rojo los eslabones de la cota de malla. En varias ocasiones estuvo a punto de soltar a Claudia cuando el dolor amenazó con hacerle perder el sentido.
Los otros estaban en unas condiciones igualmente malas. Max tenía la cara pálida y demacrada, como si hubiera envejecido veinte años desde el comienzo de la batalla. Aethenir temblaba como si tuviera fiebre, y el sudor brillaba sobre su pálida piel. Rion y sus dos últimos elfos avanzaban con ceñuda precisión, con los ojos fijos ante sí, mientras las heridas les empapaban de sangre las sobrevestas. Sólo Gotrek parecía estar en forma y preparado para dar batalla. Aunque tenía una veintena de heridas sangrantes, su paso era firme y su único ojo sano tenía una mirada clara y colérica.
Llegaron al vestíbulo cubierto de sedimentos y corrieron hacia las puertas de oro, las atravesaron para salir al amplio porche que había en lo alto de los escalones de mármol, y miraron ansiosamente en torno, buscando a las hechiceras. Félix no las vio, y daba la impresión de que resultaría imposible seguirlas porque las calles de la ciudad estaban inundadas de agua que subía rápidamente de nivel y ya llegaba a la mitad de la regia escalinata de mármol del palacio.
—¡El agua! —gimoteó Aethenir—. ¡Ha dejado en libertad las murallas de agua!
—Si hubiera dejado en libertad las murallas, erudito —contestó Max, con impaciencia apenas disimulada—, ya estaríamos muertos. Están enteras, ¿lo veis? Simplemente está perdiendo la concentración, eso es todo.
—¿Y eso es mejor? —preguntó Aethenir.
Por encima de sus voces, Félix creyó oír el ahora familiar tintineo del aro de plata de la hechicera.
—Shhh —les chistó—. El tintineo. Escuchad.
Todos escucharon, pero resultaba difícil determinar con precisión de dónde procedía el sonido, y se iba debilitando, perdiéndose en el profundo rugido que generaban los lados del remolino al girar.
—¿Dónde está? —preguntó Aethenir.
—Allí —replicó Claudia, que miraba directamente hacia el cielo con ojos inexpresivos.
Todos siguieron la dirección de su mirada. Al principio, Félix no vio nada, sólo el brillante resplandor del cielo que descendía por el pozo verde oscuro del remolino. Pero luego, cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, vio seis puntos negros que levitaban hacia la parte superior del pozo como si los izaran con cuerdas: las hechiceras. Ascendían formando un círculo, con una de ellas en el centro.
—¡Hacedlas bajar! —gritó Aethenir—. ¡Detenedlas!
—Pero entonces moriremos —dijo Félix.
—A pesar de eso, creo que debo hacerlo —dijo Max—. Por la seguridad del mundo. —Inspiró profundamente y comenzó un encantamiento, absorbiendo poder del aire que lo rodeaba con las manos.
Ya era demasiado tarde.
Antes de que llegara a la mitad del hechizo, el agudo tintineo cesó como un cristal reverberante al que se tocara con una mano para acallarlo.
Se produjo una breve pausa durante la cual Félix oyó media docena de ahogadas exclamaciones de miedo —una de ellas la suya—, y entonces, con un estruendo descomunal, el remolino se cerró, las verdes murallas se derrumbaron y una avalancha de agua descendió con un ruido atronador hacia el centro para llenar el antinatural agujero abierto en el mar.