OCHO
—¡Debemos regresar a Altdorf! —gritó Félix, y arrancó el anillo del cordel que rodeaba el cuello del skaven—. ¡De inmediato!
Los otros se volvieron a mirarlo con curiosidad.
Félix alzó el anillo.
—¡Esta vil criatura tenía el anillo de mi padre! Tiene que haber… tiene que haber… —Félix descubrió que no lograba decir en voz alta lo que temía que hubiera hecho el skaven—. No sé lo que ha hecho. ¡Pero tengo que regresar de inmediato a Altdorf para averiguarlo!
Los ojos de Gotrek se entrecerraron al mirar el anillo.
Max avanzó hacia él, preocupado.
—Félix, esto es terrible. ¿Estás seguro de que es el anillo de tu padre?
—Por supuesto que estoy seguro —le espetó Félix, y se lo enseñó—. Míralo. Tiene la «J» de Jaeger. La última vez que lo vi, fue en su mano. ¡Los skaven han estado en su casa! ¡Debo regresar lo antes posible!
—¡No! —gritó Claudia, detrás de ellos—. ¡No lo haréis!
Se volvieron. Ella estaba luchando para ponerse de pie, estorbada por el ropón empapado.
Félix le dirigió una mirada feroz.
—¿Estáis dándome una orden? —preguntó, acalorado.
—No —dijo ella, una vez más, mirando sin ver más allá de él, hacia el mar, con los ojos en blanco—. No nos marcharemos. —Extendió un dedo tembloroso para señalar más allá de la columna de humo negro que era cuanto ahora quedaba del Orgullo de Skinstaad—. ¡Iremos allí! ¡Es allí donde reside el mal!
Félix maldijo por lo bajo. Maldita muchacha y sus inconvenientes visiones. Realmente comenzaba a creer que lo hacía a propósito.
Los demás miraron en la dirección que ella señalaba, al otro lado de las aguas. Félix, a regañadientes, los imitó con la esperanza de que no hubiera nada. Por desgracia, sí lo había.
Más o menos a un kilómetro y medio, una distancia a la que no habían podido ver en el momento más torrencial de la lluvia, se había abierto una brecha en las espesas nubes que cubrían el cielo de uno a otro horizonte, y los bordes desiguales de la brecha estaban girando lentamente como gachas removidas por una cuchara. Por el agujero descendía un recto haz de pálida luz solar. Félix se estremeció ante el antinatural espectáculo. Con toda la niebla y la lluvia, resultaba difícil estar seguro, pero daba la impresión de que el agua que estaba situada debajo de la abertura giraba exactamente del mismo modo que las nubes.
—¡No, maldición! ¡Me niego! —dijo, mientras la sangre le latía con fuerza en las sienes—. ¡Por una vez, los males antiguos del amanecer de los tiempos pueden esperar! Mi padre podría estar… ¡podría estar herido, y tengo intención de regresar de inmediato a su lado!
—No tenemos barco, humano —dijo Gotrek.
—¡No me importa! ¡Iré a pie!
—Ciertamente, caminaremos —dijo Max, con el tono paciente que usaría para hablar con un niño enfurruñado—. Ahora no tenemos elección. Pero dado que estamos aquí, deberíamos hacer lo que hemos venido a hacer. Un día no supondrá ninguna diferencia.
—Podría suponer toda la diferencia del mundo —gritó Félix, mientras los recorría a todos con una mirada feroz. ¿Es que no lo entendían? Su padre podría estar agonizando. Los skaven podrían haberle hecho cualquier cosa.
Gotrek se arrodilló para limpiar la sangre del hacha con un puñado de arena.
—Las ratas ya han hecho lo que han hecho, humano —dijo, sin alzar la mirada—. Por muy rápidamente que regresemos, no podemos hacer retroceder el tiempo.
Félix reprimió una colérica respuesta, mientras intentaba hallar un fallo en la fría lógica del Matador, pero al fin, tras asestarle una última patada al skaven muerto, suspiró.
—Vale, de acuerdo. Vayamos a echar una mirada al lugar en el que reside el mal, pero luego yo regresaré a Altdorf, con o sin ti.
—Gracias, Félix —dijo Max.
Los demás dieron media vuelta y comenzaron a prepararse para remar hacia la brecha abierta en las nubes. Félix fue hasta la rata ogro muerta y se dispuso a arrancarle la espada de entre las costillas.
—Humano —dijo Gotrek.
Al volverse, Félix se encontró con que el Matador tenía fijo en él su único ojo duro.
—La venganza es paciente —dijo Gotrek, luego enfundó el hacha y se alejó.
* * *
Media hora más tarde, después de que Max y Aethenir se hubieran ocupado lo mejor posible de las heridas de los supervivientes, y tras enterrar los cuerpos de los muertos en la arena y marcar las sepulturas con el fin de poder recuperarlos más tarde, el resto del grupo de desembarco partió hacia las arremolinadas nubes en un solo bote. Gotrek, Félix, el capitán Rion, sus tres elfos ilesos y los dos espadachines de la Guardia del Reik que quedaban se ocuparon de los remos, mientras que Aethenir, Max, el elfo herido y el capitán Oberhoff se sentaron en la parte posterior, y Claudia se situó de pie en la proa, con la mirada fija en el viento y la lluvia, como un mascarón de proa viviente. Félix resistió varias veces el impulso de empujarla.
Durante el viaje, en más de un par de ocasiones tuvo la clara sensación de que los observaban, pero cuando miraba hacia tierra no veía a nadie en la orilla ni ningún hocico skaven que asomara del agua, así que decidió que era cosa de su imaginación, aunque continuaba siendo un misterio adónde habían ido los hombres rata que se habían alejado a nado.
Cuando más se acercaban a la abertura de las arremolinadas nubes, más disminuía la lluvia, hasta que, a unos ochocientos metros de distancia, llegaron al ojo de la rara tormenta y se encontraron con un aire claro y límpido donde el sol de otoño penetraba en un haz oblicuo a través de la abertura irregular y brillaba sobre el agua azul oscuro… y sobre algo más.
Dado que se encontraba de pie en la proa, Claudia fue la primera que lo vio.
—Hay… hay un agujero. En el agua.
Félix dejó de remar y se volvió a mirar, junto con los demás.
—¿Un agujero?
Max se puso de pie, se apantalló los ojos y miró hacia delante.
—Un remolino.
—¡Es… es enorme! —dijo el capitán Oberhoff.
Gotrek gruñó, como para decir que era exactamente el tipo de cosas que él esperaba del agua.
Félix se levantó para mirar. En efecto, había un remolino, y era, en efecto, enorme —de casi ochocientos metros de diámetro—, un reflejo exacto del agujero que había en las nubes que giraban en lo alto. En torno a él, el mar giraba y hacía espuma como si cayera por un desagüe, y ahora que habían salido de la lluvia percibieron un ruido como de olas que rompieran interminablemente. Félix tragó saliva, aterrorizado. Era una gran boca abierta en el mar, ansiosa por tragárselos.
—Bueno, ahí lo tenemos —dijo, nervioso—. Ahora que ya lo hemos visto, podemos regresar. Le decimos al Consejo Supremo de Marienburgo que un remolino va hacia ellos, y así podrán… eh… tomar medidas.
—El remolino no es la amenaza —lo contradijo Claudia—, sino lo que hay dentro de él. Puedo percibirlo, pero tenemos que acercarnos más.
Félix maldijo. Las visiones de aquella mujer no dejaban de meterlos en problemas. ¿Acaso las profecías no deberían ser una advertencia destinada a alejar a las personas de los peligros, en lugar de arrastrarlas hacia ellos?
—¡No podéis hablar en serio! ¡Se nos tragará! ¡Moriremos!
—También yo lo percibo —dijo Aethenir—. Aquí hay un gran mal. Continuad remando.
Félix miró a Max en busca de apoyo. El hechicero vacilaba, pero Félix vio en sus ojos el insaciable deseo de conocimiento.
—Yo no puedo protegeros de eso, señor magíster —intervino el capitán Oberhoff—. Será mejor dar media vuelta.
—Sí, señor —le dijo el capitán Rion a Aethenir—. Nuestras espadas son inútiles ante una amenaza semejante.
«Por fin, las voces de la razón», pensó Félix.
—A pesar de todo —replicó Aethenir—, debemos acercarnos más para percibir qué lo provoca. Continuad remando.
Max miró de Félix a Oberhoff y Aethenir.
—Tal vez un poco más cerca —concedió, al fin—. Pero tened cuidado.
El capitán Oberhoff suspiró. Rion apretó los dientes. Intercambiaron una mirada de dolorosa complicidad. Félix y los demás volvieron a coger los remos a regañadientes y se pusieron a remar con lentitud. Había una división visible entre las agitadas olas del mar y la corriente rápida que giraba en torno al gran vórtice. Avanzaban con lentitud hacia la línea divisoria, midiendo cada impulso. Al fin comenzaron a sentir la fatal fuerza de la corriente en la quilla del bote.
—¡Ya nos arrastra! —dijo Félix, en voz más alta de lo que había pretendido.
—Entonces, retroceded ligeramente y manteneos allí —ordenó Aethenir, con calma, y avanzó hacia la proa.
Félix les echó una mirada a sus camaradas, mientras todos juntos remaban en sentido contrario para retroceder y detener la embarcación. Los espadachines parecían nerviosos, Gotrek furioso, y los elfos profundamente serenos. Al fin el bote se detuvo, oscilando sin parar en el agua al arrastrarlo la corriente en una dirección mientras los remos lo impulsaban en sentido contrario. La sensación era que se encontraban en equilibrio sobre rocas que se movían. Un solo resbalón, y caerían todos. Félix se enjugó con un hombro el sudor de la frente, y continuó remando hacia atrás.
Max se reunió con Claudia y Aethenir en la proa del bote, y cerró los ojos mientras murmuraba para sí. En torno a la canosa cabeza de Max comenzó a brillar un resplandor de luz. Unas ondulaciones alteraban el aire en torno a Aethenir. Claudia miraba hacia el trozo de cielo que se veía a través del agujero abierto en las nubes, mientras susurraba con vehemencia.
Félix, Gotrek y los demás continuaban remando lenta pero constantemente para mantener quieto el bote, mientras las voces de los hechiceros se hacían más altas y monótonas. Los tres diferentes hechizos se entretejían y destejían como partes de una melodía ultraterrena, y Félix sentía que extrañas presiones y emociones inesperadas lo acometían desde fuera y desde dentro. Claudia comenzó a mecerse, y Félix temió —o tal vez deseó—, que se cayera del bote.
En medio de todo esto, el capitán Oberhoff gritó:
—¡Un barco!
Max interrumpió el encantamiento al instante; Claudia y Aethenir, más a regañadientes. Gotrek, Félix y los otros se volvieron a mirar en la dirección que señalaba el capitán. Al otro lado del ojo de la tormenta se movía una forma oscura, justo dentro de la cortina de lluvia.
—No dejéis de remar, humano —dijo el capitán Rion.
Félix se apresuró a coger el remo otra vez, pero la rápida mirada le había permitido ver un barco de negro casco, pequeño pero con una proa afilada como un cuchillo, con velas negras y largos remos a ambos lados.
—Que Asuryan salve a sus nobles hijos —dijo Aethenir, cuya pálida piel se volvió aún más blanca—. Es lo que yo temía. Los corsarios de Naggaroth.
—¿Los qué? —preguntó el capitán Oberhoff.
—Los elfos oscuros —replicó Max.
—Será mejor que regresemos a la orilla —dijo Félix.
Max asintió.
—Sería lo más prudente, sí.
—¡Pero el origen de la profecía…! —exclamó Claudia.
Nadie la escuchó. Ni siquiera Aethenir, que ahora contemplaba la negra nave con petrificado terror. Gotrek, Félix y los guerreros humanos y elfos se inclinaron sobre los remos y comenzaron a remar nuevamente, ahora con mayor rapidez. A pesar de eso, apenas si lograban alejarse del vórtice.
—Señor Aethenir, fraulein Pallenberger, sentaos —dijo Max—. Debemos mantenernos tan encogidos como podamos, y abrigar la esperanza de que no nos vean.
Claudia y Aethenir se acuclillaron, ella malhumorada y él como una tienda que se desplomara. El elfo se volvió a mirar a los remeros.
—¿No podemos movernos más aprisa? —preguntó.
—Si queréis ir más rápido —dijo Gotrek—, remad.
El alto elfo miró con horror el último par de remos que yacían en el fondo del bote.
—Imposible. Nunca he…
—Dejadme a mí —dijo el capitán Oberhoff, que avanzó y cogió uno de los remos.
—Y yo cogeré el otro —decidió Max.
El capitán de la Guardia del Reik y el magíster se sentaron en el banco libre, encajaron los remos en los toletes y se pusieron a remar con los demás.
Gotrek bufó mirando a Aethenir con asco.
—Deja que el viejo reme. Miserable de muñecas débiles…
Las murmuradas protestas se apagaron cuando se puso a remar con ganas otra vez. Continuaron afanándose con toda la fuerza posible, mientras la oscura nave continuaba su ruta circular en torno al ojo de la tormenta, pero incluso con la ayuda adicional de Max y Oberhoff, se movían realmente con mucha lentitud.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Claudia, que observaba el barco.
—Mantenerse a una sensata distancia del agujero —replicó Félix, con tono lúgubre.
—Deberíamos haber probado eso —masculló el capitán Oberhoff, para sí.
La nave negra se les acercaba, moviéndose como el segundero de un reloj en torno al borde del círculo. Félix se dio cuenta de que se inclinaba sobre los remos para intentar mantenerse tan abajo como le fuera posible. Al cabo de poco, la nave druchii estaba ya lo bastante cerca como para que pudiera distinguir, incluso a través de la cortina de lluvia, cada una de las cuerdas que ascendían desde las negras velas, y a los elfos que subían por ellas. Vio un destello del bruñido casco de un oficial que se encontraba en la cubierta de popa, y los crueles emblemas de las banderas que ondulaban en los extremos de los mástiles.
La nave estaba ya casi paralela a ellos. Félix contuvo la respiración. «Pasad de largo —pensó, cerrando los ojos—. Pasad de largo. Dejadnos atrás y continuad en torno al círculo. Un impulso más y nos habremos marchado».
Pero ¡ay!, funcionó tan bien como la mayoría de los encantamientos infantiles. Se oyó un áspero grito al otro lado del agua, y Félix volvió a abrir los ojos. Un marinero druchii los estaba señalando desde lo alto de un mástil y les gritaba a los que estaban en cubierta.
—Ya la hemos liado —dijo el capitán Oberhoff, y maldijo.
Con una rapidez que indicaba un capitán decidido y una tripulación bien entrenada, la negra nave se desvió de su curso y se dirigió directamente hacia ellos; las empapadas velas negras brillaron como el caparazón de un escarabajo al entrar en la zona soleada del ojo de la tormenta. Atravesó a una velocidad alarmante el abierto círculo de mar en línea oblicua, hacia ellos, como un cuchillo que atravesara un plato.
—¡Remad! —gritó Aethenir—. ¡Remad más rápido!
—¿Por qué no le das un buen uso a tu aliento? —contestó Gotrek, mientras remaba con todas sus fuerzas.
—¿Ninguno de vosotros tiene ningún hechizo que nos pueda ayudar? —preguntó Félix, antes de que el elfo pudiera devolver el insulto.
—Todos mis hechizos son de sanación y adivinación —dijo Aethenir.
—Remar es más útil que cualquier cosa que fuera capaz de hacer en este momento —contestó Max.
Félix desvió la mirada hacia la vidente.
—¿Claudia?
—No… no sé —replicó ella, impotente.
Félix apretó los dientes mientras él, Gotrek y los demás remaban con toda su alma. A pesar de esto, el pequeño bote se movía muy poco a poco, mientras que la nave druchii se les aproximaba segundo a segundo. Era como una de esas pesadillas en las que uno corre y nunca parece llegar a ninguna parte.
—¡Tiene intención de embestirnos! —gritó Aethenir—. ¿No tiene miedo de ser arrastrado por el remolino?
—Es lo bastante veloz y cuenta con la vela suficiente como para salir —dijo Max—. Nosotros no.
El pequeño bote se movía ahora más velozmente al alejarse del insidioso influjo del remolino, pero no lo bastante. La negra nave se encontraba ya a apenas cincuenta metros de dios. No había manera de que pudieran escapar.
—Es inútil —dijo Aethenir—. Esto es nuestra perdición.
—Qué bien —dijo Gotrek, al tiempo que dejaba caer el remo y sacaba el hacha de la funda que llevaba a la espalda. Avanzó hasta la proa y agitó una mano carnosa para llamar a la nave que se les echaba encima—. ¡Vamos, esqueletos barbilampiños, que convertiré en madera de deriva ese mondadientes flotante!
Todos los demás se prepararon para el impacto. No obstante, el capitán druchii no los atacó directamente. Por el contrario, en el último momento viró bruscamente a babor y pasó a poco más de la distancia de un brazo.
Pero aunque el barco no los tocó, sí que lo hizo la estela de proa, que casi volcó el bote, lo hizo ascender y retroceder sobre una montaña de espuma blanca, y derribó de los bancos a Félix y los demás remeros. Gotrek se fue de cabeza al agua, y si no desapareció bajo las olas, fue porque se aferró a un remo en el momento de caer y se sujetó a él con desesperación. Félix oyó risas altivas procedentes de la negra nave cuando el alto casco pasó susurrando a pocos metros de ellos.
Mientras los demás se recuperaban, Félix se puso de rodillas y cogió al Matador por un brazo para ayudarlo.
—¿De qué estaban riéndose esos villanos? —preguntó el capitán Oberhoff, mientras se incorporaba de vuelta a su sitio en el banco de remero—. Han fallado.
—No —lo contradijo Aethenir, que miraba hacia el remolino—. No han fallado.
Félix y los demás se volvieron para ver qué estaba mirando. A Félix se le cayó el corazón a los pies. El pequeño bote se había adentrado ahora en la franja de veloz corriente que rodeaba el vórtice. Sentía que los atraía como si fuera una amante voraz.
—Mariconazos —dijo el capitán Oberhoff.
—Remad —gritó Max—. ¡Rápido, amigos!
Gotrek, Félix, elfos y hombres volvieron a coger los remos e intentaron bogar al unísono. Era inútil. La corriente los arrastraba cada vez más cerca del centro. Y ellos no conseguían nada más que hacer girar el bote hacia un lado u otro. A Félix se le heló la sangre. No había forma de salir. Morirían allí, no vencidos por algún grandioso monstruo o astuto enemigo, sino por la simple fuerza de gravedad. El vórtice los atraería hacia su garganta, y se ahogarían.
La destellante pendiente se acercaba cada vez más, tan lisa y brillante que casi parecía inmóvil. Félix miró a sus compañeros. Gotrek, el capitán Oberhoff y sus hombres de la Guardia del Reik, Rion y sus guerreros, se inclinaban todos ceñudamente sobre los remos, intentándolo hasta el último momento. Max también remaba, pero sus ojos parecían mirar hacia un sitio remoto, como si buscara una solución. Claudia, acuclillada en la proa y murmurando para sí, tenía los ojos muy abiertos y fijos en el remolino. Aethenir también parecía rezar, con los ojos cerrados y las delicadas manos unidas en un gesto de súplica.
—Sigmar, recíbeme en tu salón —murmuraba el capitán Oberhoff, una y otra vez, con los ojos cerrados, y Félix descubrió que estaba repitiendo la plegaria con él.
Y luego se inclinaron para caer hacia el fondo, deslizándose por la pendiente como un mármol que describiera un espiral descendente dentro de un embudo de vidrio verde. El ángulo de la pendiente se hacía cada vez más pronunciado, y todos se encogieron dentro del bote y se aferraron a la borda. Al final, la pendiente se hizo completamente vertical y se precipitaron en caída libre.
Claudia chilló, y Félix temía haber hecho lo mismo. Los demás maldecían y gritaban; comenzaban a caer a mayor velocidad que el bote, frenado por la fricción del casco contra las paredes de agua. Félix se aferró por instinto a uno de los bancos y se mantuvo dentro de la embarcación, para luego mirar hacia el fondo del pozo verde, aterrorizado pero decidido a enfrentar a la muerte cara a cara. La conmoción causada por lo que vio casi le arrancó el miedo de cuajo. En primer lugar, las pareces del remolino no descendían en línea oblicua para unirse en el fondo, como cabía esperar, sino que lo hacían en línea recta y dejaban un círculo de suelo marino de unos ochocientos metros de diámetro expuesto al cielo. En segundo lugar, alzándose de ese fangoso suelo vio las dispersas torres blancas y ruinosos edificios de una ciudad antigua.
—¡Por la Reina Eterna! —exclamó Aethenir.
—Una ciudad —dijo Max con reverencia.
«Una ciudad que sería su lugar de descanso eterno dentro de unos segundos», pensó Félix.
El murmullo de Claudia se hizo más agudo y sonoro. Félix no sabía a qué dios o diosa le estaba rezando, pero daba la impresión de que quienquiera que fuese, no estaba escuchando.
—Ésta es una mala muerte —dijo Gotrek, mirando con ferocidad el suelo marino, que se aproximaba con rapidez.
—Estoy de acuerdo —convino Félix, en cuya garganta se formó un nudo de impotencia. Ahora ya no podría averiguar jamás qué le había sucedido a su padre. Ya no resolvería las cosas con Ulrika. Ya no acabaría el poema épico de la muerte de Gotrek. De todo ello culpaba directamente a Claudia. Sus condenadas visiones los habían llevado hasta allí. Aquella mujer había parecido decidida a arruinarle la vida y la paz mental desde el primer momento en que le puso los ojos encima. Esta calamidad era exactamente lo que ella merecía por su estupidez. Se habría reído de la muerte de ella de no haber estado a punto de compartirla.
De repente, la vidente se levantó de la postura acuclillada, extendió los brazos y se zambulló desde el bote. Félix se quedó mirándola fijamente. ¿Se había vuelto loca, al fin? ¿Estaba cediendo a lo inevitable?
Pero entonces, la muchacha se elevó por encima de ellos —o, más bien, ellos cayeron más velozmente—, al tiempo que ella giraba y barría el aire con un brazo, hacia ellos. Félix se sintió abofeteado por un viento imposible, un viento procedente de debajo, un viento que le tironeaba de las mangas y la capa e intentaba que se soltara del bote.
—¿Qué sucede? —gritó uno de los caballeros de la Guardia del Reik—. ¿Qué está haciendo la bruja?
—¡Soltaos! —gritó Max—. No puede sostener también el bote.
A Félix se le salieron los ojos de las órbitas mientras la vergüenza le inundaba el corazón. La muchacha estaba intentando salvarlos con algún tipo de hechizo de viento. Luchó contra la natural inclinación a sujetarse, y obligó a sus dedos a soltar el bote.
—¡Apártate! —gritó Max.
Félix se impulsó con los pies contra el fondo del bote, mientras intentaba convencerse de que no importaba cómo cayera. De todos modos acabaría igual. Los otros hicieron lo mismo. Incluso Gotrek se apartó, aunque durante todo el tiempo masculló acerca de la poca habilidad de la magia.
Félix miraba hacia el fondo mientras el viento soplaba hacia él desde abajo, y su corazón cayó más rápidamente que su cuerpo. La vidente había esperado demasiado. El suelo ascendía hacia ellos a una velocidad excesiva. Estaban demasiado cerca. No lograría detener el descenso a tiempo.
Pero entonces el viento procedente del fondo aumentó diez veces su fuerza, con un soplo tan poderoso como el de un alto horno de hielo y bramando en los oídos como un ser vivo. El ruido del aleteo de la ropa en torno de su cuerpo era ensordecedor. ¡Caían con mayor lentitud! ¡La muchacha lo estaba logrando! El viento los detenía. Se encontraban suspendidos en el aire, casi como si llevaran puestos los atrapadores de viento de Makaisson. Claudia flotaba en medio de ellos, con los ojos bien cerrados, los brazos rígidamente desplegados a los lados, y murmuraba frenéticamente.
—Es un milagro —jadeó el capitán Oberhoff, que miraba a un lado y a otro con aterrorizado asombro.
Era, en efecto, un milagro, pero continuaban moviéndose en la dirección equivocada. «Elévanos —tenía ganas de gritar Félix, pero no se atrevía a romper la concentración de Claudia—. ¡Sácanos de este agujero!».
Continuaban descendiendo. ¿Estaba loca? Estaba muy bien evitar que se estrellaran y acabaran convertidos en pulpa en el fondo oceánico, pero aquel remolino antinatural se cerraría en cualquier momento.
Cuando estaban a seis metros por encima del fondo marino, Gotrek cayó como una piedra. Gritó, sorprendido, y se alejó del resto para aterrizar en el fango.
Claudia gimoteó y también cayó Félix. Chilló y agitó los brazos mientras el viento que lo había sostenido se debilitaba hasta desvanecerse, y cayó al fango a pocos metros de Gotrek. Dobló las rodillas al tocar el suelo, y se encontró arrodillado y sumergido hasta la cintura en un lodazal que tenía la consistencia de la escayola fresca. Le vibraba el cuerpo a causa del impacto, pero no pensaba que se hubiera roto ni desgarrado nada. Los demás cayeron en torno a ellos, entre maldiciones y gritos, y la última fue Claudia, que aterrizó desmañadamente sobre las posaderas.
Félix miró alrededor mientras intentaba salir del fango que lo retenía. Habían caído muy cerca de la rielante muralla de agua, en la mismísima periferia de la ciudad en ruinas. Los destrozados restos del bote sobresalían del barro a poca distancia, y a la izquierda veía muros bajos, ahora convertidos en poco más que escombros recubiertos de algas, que en otros tiempos podrían haber formado parte de una fastuosa casa. Al otro lado se alzaba la ciudad, alta, blanca y rota, como una colección de jarrones de porcelana imposiblemente esbeltos y delicados que hubieran aplastado con un azadón. Y más allá de las ruinosas torres se alzaba el gigantesco acantilado verde de agua que conformaba el lado opuesto del remolino, que ascendía y ascendía. El peso de toda aquella agua resultaba palpable. El sólo hecho de mirarla lo aplastaba. No sabía qué la mantenía así, pero estaba seguro de que, lo que fuera, no duraría. En algún momento, aquellas murallas imposibles se derrumbarían y el agua caería con todo su peso para aplastarlos y ahogarlos. Eso hacía que Félix tuviera ganas de acurrucarse y protegerse la cabeza.
En torno a él, los demás luchaban para ponerse de pie, hundidos en el fango hasta las rodillas o más arriba, pero aparentemente ilesos. Sólo Claudia permanecía inmóvil, inclinándose hacia un lado, consciente sólo a medias y hundida en el fango hasta las rodillas. Gotrek era el que estaba peor, enterrado hasta el pecho. Escupió un bocado de barro.
—Magia… —dijo como si fuera una palabrota.
—Estúpida mujer —exclamó Aethenir, mientras intentaba sacar del fango el borde de su ropón—. ¿Por qué no nos sacasteis fuera? ¡Ahora estamos atascados aquí!
Félix tuvo ganas de darle al elfo un puñetazo en la nariz, aunque él mismo había pensado lo mismo segundos antes, pero era diferente decirlo en voz alta.
—¡Alto señor, controlad vuestra lengua! —dijo Max con tono cortante—. Ha hecho todo lo que ha podido.
—Lo lamento. Estaba demasiado débil —dijo Claudia, que se cogió la cabeza al recuperarse del desmayo—. Erais demasiados. Nunca antes había intentado hacer un encantamiento tan complejo. —Se volvió a mirar a Gotrek con el ceño fruncido—. Vos resultasteis, maestro enano, muy difícil de sujetar.
—Los enanos son muy resistentes a la magia —explicó Max—, y yo diría que el Matador lo es más que la mayoría.
Félix logró recobrar al fin la libertad y se acercó a Gotrek para ofrecerle una mano. Dos de los caballeros de la Guardia del Reik se le unieron.
Detrás de ellos, Aethenir inclinó brevemente la cabeza hacia Claudia.
—Os pido disculpas, vidente. Hablé con rudeza debido a la agitación. Ya veo que habéis hecho todo lo que puede hacer un humano. —Se volvió hacia Max mientras ella le clavaba una mirada colérica en la espalda—. Pero ¿ahora qué, magíster? —preguntó—. Aún estamos atascados aquí. Sólo hemos retrasado nuestra muerte.
—Volveré a intentarlo —dijo Claudia, que estaba que echaba humo—. Pero necesitaré algo de tiempo para reunir mis insignificantes energías humanas.
—En ese caso, recemos para que haya tiempo suficiente —dijo el alto elfo, al tiempo que le dedicaba a ella un cortés gesto de asentimiento, y aparentemente sin darse cuenta del sarcasmo.
—Señor magíster —llamó el capitán Oberhoff. Max y los demás se volvieron, y vieron que señalaba el fango, a poca distancia de sí—. Mirad, mi señor. Huellas.
Los ojos de Max y Aethenir se abrieron más.
Max avanzó chapoteando por el barro que le succionaba los pies a cada paso.
—¿Estáis seguro?
—Sí, señor —contestó el capitán.
Gotrek logró al fin salir del lodo con la ayuda de Félix y los caballeros de la Guardia del Reik. Jaeger y él se reunieron con Max y Aethenir, junto al capitán. Los huecos que había en el lodo eran, definitivamente, huellas de pies —numerosos pares de ellas—, y todas se adentraban en la ciudad. Debido a que el lodo había vuelto a caer dentro de las depresiones se habían vuelto a enterrar, resultaba imposible saber quiénes o qué las habían dejado, pero, con independencia de lo que fueran, parecía haber una veintena de ellos.
—Alguien más ha caído dentro de este agujero —dijo el capitán.
—O ha hecho que se creara —matizó Max, con tono ominoso, y se volvió hacia Aethenir—. ¿Sabéis qué lugar es éste, alto señor?
Aethenir miró en torno, contemplando los lejanos edificios con el ceño fruncido.
—Es una de las ciudades élficas que se hundieron durante la Secesión, tal vez Lothlakh, o Ildenfane. Sin mapas ni libros, no puedo saberlo con seguridad. —Volvió a bajar la mirada hacia el lodo—. Pero si de algo puedo estar seguro, es de que quienquiera que la haya dejado así expuesta, quienquiera que haya venido a registrarla, no puede andar tras nada bueno.
Claudia se puso de pie, balanceándose sólo levemente.
—Sí, éste es el sitio. Éste es el corazón. Es allí donde se encuentra el mal que destruirá Marienburgo y Altdorf.
«Por supuesto que lo es», pensó Félix, al tiempo que reprimía un gemido.
Max se acarició la barba enfangada y suspiró.
—En ese caso, supongo que será mejor que vayamos a echar un vistazo, ¿no?
* * *
El avance fue penoso, al menos al principio, ya que cada paso requería un esfuerzo extenuante porque el barro les atrapaba los pies y se les adhería a las capas y los ropones. Se volvió más fácil al aproximarse a la ciudad, cuando encontraron los restos de un camino pavimentado que también estaba cubierto por una capa de sedimentos, pero mucho menos gruesa.
Era uno de los entornos más extraños que Félix había visto en sus viajes, con los delicados muros blancos de los edificios élficos y las esbeltas, puntiagudas torres, ahora desmoronados y recubiertos por una descabellada fantasmagoría de adornos: conchas, estrellas de mar y drapeados de algas, barrocas filigranas de corales de color apagado, algas musgosas, colonias de almejas adheridas a la piedra, y más extraños seres con tentáculos que parecían árboles de los desiertos del Caos en miniatura. Peces muertos y langostas que hacían débiles gestos yacían en el lodo de callejones antiguos, mientras corría agua por cunetas que no habían visto la lluvia en muchos siglos. Y, por encima de todo esto, las imposibles murallas verdes de agua de mar.
Félix no podía evitar volverse a mirarlas con nerviosismo a cada paso, temeroso de que fueran a caer cuando no las miraba. Ante la entrada de la ciudad, una alta arcada blanca cuyas puertas de madera habían desaparecido hacía mucho tiempo, se volvió una última vez y vio algo dentro del agua, una extraña forma negra más grande que una ballena que pasaba lentamente como un pez en su pecera.
—¡Gotrek! ¡Max! —gritó, señalándola, pero cuando se volvieron todos, había desaparecido, retrocediendo hasta desvanecerse en la verde oscuridad que rodeaba el vórtice.
—¿Qué sucede, Félix? —preguntó Max.
—Una forma —replicó—. Dentro del agua. Como una ballena.
Max miró la muralla de agua en espera de que apareciera algo, y luego se encogió de hombros.
—Tal vez fuera una ballena. —Dio media vuelta y atravesó la arcada.
Los otros lo siguieron. Félix frunció el ceño, sintiéndose estúpido, y cerró la retaguardia.
Dentro de las murallas se hizo evidente la gloriosa arquitectura élfica. Aunque una gran parte estaba desmoronada, una parte aún mayor continuaba en pie, y era magnífica. Las puertas y ventanas eran todas altas y estrechas, rematadas por gráciles arcos. Las columnas eran delicadas y ahusadas. Las calles anchas y bien trazadas, de modo que cada esquina ofrecía una vista nueva y pasmosa.
El grupo siguió las huellas hacia el corazón de la ciudad, donde los edificios eran aún más altos y ostentosos. Obviamente, se trataba de templos, palacios y lugares de entretenimiento público, y los que aún se mantenían en pie inspiraban pasmo reverencial por su tamaño y delicadeza… o al menos se lo inspiraban a Félix.
—Endeble basura élfica —refunfuñó Gotrek, al mirar el entorno—. No es de extrañar que se hundiera.
Félix esperaba algún tipo de contestación por parte de Aethenir, pero el joven elfo estaba demasiado ocupado en mirar la ciudad con ojos fijos. Se sentía tan fascinado por lo que veía que parecía haber perdido completamente el miedo.
—Sí —decía, más para sí que otra cosa—. Es exactamente como mis estudios decían que sería. Definitivamente, se trata de Lothlakh. El diario de Selyssin describe la torre de los maestros del conocimiento exactamente así, pero… no, si esto es Lothlakh, el templo de Khaine tiene que estar, sin duda, justo a la izquierda de esos baños. Quizá se trata de Ildenfane, después de todo.
Al fin, las huellas los llevaron hasta un extenso palacio simétrico con altas torres con contrafuertes, y un par de puertas doradas en el centro, flanqueadas por altas estatuas doradas de regios elfos que empuñaban espadas y báculos. Tanto el oro de las puertas como el de las estatuas estaba sucio de lodo e incrustado de percebes y mejillones, pero aún se encontraban todas intactas.
Gotrek asintió con aire aprobador.
—Eso es obra de enanos —dijo—. Hecha antes de que los elfos nos atacaran e insultaran.
Ni siquiera eso provocó una reacción en Aethenir. Caminaba hacia el palacio como un sonámbulo, moviendo vagamente las manos hacia los varios detalles de la arquitectura y el emplazamiento.
—¡Sí que es Lothlakh! —dijo—. Tiene que serlo. Éste es el palacio del señor Galdenaer, gobernante de Lothlakh, descrito con total exactitud en el Libro del este, de Oraine. ¡Pensar que he vivido para ver esto!
—Es en verdad hermoso —dijo Max—, pero tal vez deberíamos acercarnos con mayor cautela. Parece que los que buscamos podrían estar en el interior.
Aethenir bajó los ojos hacia las huellas que llegaban hasta las puertas de oro, y a sus ojos afloró una expresión nerviosa al despertar de la ensoñación de erudito.
—Sí —respondió—. Sí, por supuesto. —Se volvió hacia el capitán de la guardia de su casa—. Rion, encabeza la marcha.
El capitán hizo una reverencia y sus elfos avanzaron hacia los anchos escalones de mármol cubiertos de fango que ascendían hasta las puertas doradas. Los demás los siguieron. Gotrek, Félix y los miembros de la Guardia del Reik ocuparon la retaguardia, mirando con precaución hacia todas partes.
Las puertas habían sido abiertas —Félix no podía ni imaginar por qué medios—, justo lo bastante como para permitirles pasar de uno en uno. El primero de los elfos se deslizó a través de la abertura mientras los otros esperaban. Pasado un momento reapareció, y con un gesto les indicó que podían entrar. El grupo lo siguió al interior de un vestíbulo enorme. Félix y los demás contemplaron, maravillados, las columnas con incrustaciones de oro, las ruinosas estatuas de obsidiana y los altos techos abovedados. Ventanas que en otros tiempos habían estado cerradas por vidrios coloreados, eran ahora agujeros vacíos a través de los cuales entraba una luz solar de un verde acuoso que causaba la impresión de que el palacio aún estaba bajo el mar.
Las misteriosas huellas atravesaban el suelo de mármol cubierto de sedimentos hasta una ancha escalera que descendía hacia la oscuridad. Max creó una pequeña luz —menos brillante que una vela—, que envió por delante de los guerreros elfos para que pudieran seguir las huellas. Allí el fango era más abundante y hacía que la escalera resultase traicionera. Félix se sujetó a la barandilla de mármol para estabilizarse. Cuando ya había descendido un tramo de escalera, el capitán Rion alzó una mano y todos se detuvieron. Desde abajo les llegaban suaves sonidos de movimiento y conversación, y un ruido fuerte de metal contra metal, como si alguien raspara continuamente el interior de una campana con una daga. Félix forzó el oído, pero no pudo captar las palabras ni el idioma. Los altos elfos se miraron entre sí pero no dijeron nada. Continuaron bajando, tan silenciosos como gatos. Félix y los demás intentaron imitarlos.
Al pie de la escalera había una arcada que brillaba con una extraña luz púrpura. Los altos elfos avanzaron sigilosamente hasta un lado de la arcada, manteniéndose fuera de la vista de los que estaban dentro, y luego asomaron la cabeza con cautela. Félix, Max y Gotrek siguieron su ejemplo.
Al otro lado del arco había una habitación bastante espaciosa, con columnas decorativas que cubrían ambos lados y, al otro extremo, en lo alto de tres anchos escalones de mármol, se veía un par de puertas enormes hechas de acero, granito y latón. De pie, en la ancha plataforma de delante de ellas, había varias figuras altas y delgadas, silueteadas por el resplandor de una luz púrpura que flotaba por encima de la cabeza de la que se encontraba más cerca de las puertas: una elfa vestida con largos ropones negros, con negro cabello que le llegaba a la cintura. Tenía las manos alzadas hacia la puerta, y de sus labios salían extrañas palabras salmodiadas. La rodeaban otras cinco mujeres ataviadas con ropón, y en torno a ellas había doce guerreros que llevaban mallas esmaltadas en negro y yelmos de plata en forma de cráneo. La más alta de las mujeres llevaba un elaborado peinado, y sujetaba en alto una varita en torno a la que hacía girar un aro de plata. Eso era el origen del sonido metálico.
Aethenir se encogió detrás del arco.
—¡Druchii! —susurró.
—Hechiceras del culto de Morathi —añadió Rion, cuya mano se cerró de forma refleja sobre la empuñadura de la espada—. Y la Infinita, la guardia personal del Rey Brujo.
—Al fin —refunfuñó Gotrek—, elfos a los que puedo matar.
Rion se volvió a mirar a Aethenir.
—Señor, nosotros, humildes guardias de una casa, no somos rivales para guerreros como éstos. Incluso los maestros de esgrima de Hoeth se encontrarían con dificultades en este caso.
Aethenir devolvió la atención a la sala, mientras se mordía su noble labio.
—No tenemos elección —dijo con voz temblorosa.
Dentro de la estancia, la hecnicera del cabello largo hasta la cintura acabó el encantamiento con una aguda nota sostenida, y retrocedió. Con un estruendo de contrapesos ocultos y raspar de piedra sobre piedra, las enormes puertas comenzaron a abrirse hacia fuera. Se volvió a sonreírles a sus compañeras ataviadas de negro y les hizo un gesto para que entraran.
Al verle la cara, Aethenir reprimió un grito y retrocedió con paso tambaleante.
—¡Belryeth! —susurró—. ¡No puede ser!