SIETE
El capitán Breda echó el ancha allí y en ese preciso momento, pero tenía poco sentido explorar el entorno a oscuras, así que aguardaron hasta la primera luz antes de bajar los botes y remar hasta la costa para ver si podían hallar el origen de la visión de Claudia.
Gotrek y Félix partieron en el bote que llevaba a Max, Claudia y sus ocho caballeros de la Guardia del Reik; Aethenir y sus guerreros fueron llevados en otro, y el capitán Breda envió una partida de marineros a buscar agua dulce para reabastecer las reservas. Cuando se marchaban del barco, Félix vio que los marineros que estaban en la borda lo miraban y se daban lascivos codazos. Se le puso la cara como un tomate. Habían estado riendo a sus espaldas desde que había corrido la voz de cómo los habían descubierto a él y a Claudia. No entendía de qué se reían, ya que la muchacha había ido a su camarote, no al de ellos, después de todo.
Desgraciadamente, la risa de los marineros no era el único problema. Max no le había dirigido la palabra desde entonces. Ni tampoco Claudia. Parecía demasiado azorada para mirarlo siquiera. Por lo tanto, el viaje hasta la orilla fue silencioso e incómodo.
Arrastraron los botes para subirlos a una playa rocosa a la que rodeaban por tres lados altas dunas de arena. Entre las cortaderas que las coronaban silbaba un viento frío, y las nubes pasaban velozmente por el acerado cielo otoñal. Caían algunas gotas de lluvia. Max y Aethenir se volvieron a mirar a Claudia, expectantes, mientras los caballeros de la Guardia del Reik y los guerreros elfos se preparaban para la marcha, y Félix se ponía la cota de malla y se sujetaba el cinturón de la espada.
—¿Habéis tenido más visiones que indiquen dónde reside el mal, vidente? —preguntó Max, que desde la noche anterior había adoptado una actitud muy formal con ella—. ¿O qué puede ser ese mal?
Claudia negó con la cabeza, incapaz de mirarlo a los ojos.
—La visión ha pasado, y no he tenido ninguna otra. Lo siento, magíster. Está cerca de aquí, pero no sé dónde ni qué es, con precisión.
Max asintió.
—Muy bien, en ese caso nos dividiremos para buscarlo. Vos y yo seguiremos la costa hacia el sur, con el capitán Oberhoff y sus hombres. Aethenir, ¿tendríais la amabilidad de llevaros a los vuestros tierra adentro y buscar allí?
—Por supuesto —respondió el alto elfo.
Max se volvió a mirar a Gotrek, haciendo intencionadamente caso omiso de Félix.
—Matador, ¿querréis tú y herr Jaeger seguir la costa hacia el norte? Buscaremos hasta media mañana, para luego regresar aquí e informar a los demás. Y si encontráis algo, dejadlo donde esté hasta que lo hayamos examinado todos juntos.
Gotrek cabeceó para indicar su conformidad.
Félix se puso rígido ante el desaire, pero no dijo nada. Después de todo, prácticamente le había prometido a Max que no tendría nada que ver con Claudia, y había roto esa promesa, aunque fuera contra su voluntad. Con todo, su actitud le parecía un poco despreciable. Tal vez Max estaba celoso porque Claudia había perseguido a Félix en lugar de a él. Ese pensamiento dio vida a otros. ¿Estaba casado, Max? ¿Tendría una amante? ¿Acaso le interesaban aún esos asuntos tan mundanos? Félix no lo sabía.
Mientras sacaban las mochilas y los pellejos de agua de los botes, por un momento Félix se encontró a solas junto a Claudia. Se inclinó hacia ella y bajó la voz:
—Espero que Max no te haya regañado mucho por lo de anoche…
—Podrías haberme cubierto —le espetó ella—. Nunca he sentido tanta vergüenza.
—¡Lo intenté! —replicó Félix, en su defensa, y luego se enfadó. ¿Qué derecho tenía ella a criticar sus acciones?—. ¡Y tú podrías haberte quedado en tu camarote y ahorrarnos a ambos muchísimas molestias!
—¡Ah! —exclamó ella, y le volvió la espalda sin decir una sola palabra más.
La observó alejarse y se encontró con que Max volvía a mirarlo mal. Félix maldijo en silencio y apartó los ojos, mientras se echaba la mochila a la espalda.
* * *
Comenzaba a lloviznar de forma intermitente cuando Félix y Gotrek echaron a andar hacia el norte, sin perder de vista el agua. No era una tarea tan fácil como podría haberse pensado. La costa no estaba toda formada por playas y dunas. De hecho, la mayor parte eran marismas pantanosas y malolientes, un interminable tremedal con algún achaparrado árbol sin hojas que asomaba de él como la garra de una bruja que se alzara de la poza en la que estaba ahogándose. Chapoteaban entre frágiles hojas de hierba afiladas como cuchillos —a Félix le llegaban hasta la cintura y a Gotrek hasta el pecho—, que crecían sobre el esponjoso suelo del que manaba un hedor desagradable, y las huellas que dejaban se llenaban de agua detrás de ellos. Del fango se desprendía una niebla baja y fétida que se les enroscaba en los tobillos, y ascendían constantes nubes de moscas pequeñas y mosquitos que se les metían en los ojos y la nariz y les picaban despiadadamente cada centímetro de piel descubierta. Extraños gritos resonaban a través del húmedo silencio, y en una ocasión algo pesado cayó a un arroyo cercano, pero no vieron qué era.
Gotrek aceptaba las moscas, el fango, el olor y los enervantes ruidos sin manifestar la más mínima incomodidad, pero Félix se dio manotazos, maldijo, tropezó y se metió en enormes telarañas durante todo el camino. Parecía concordar todo con su pésimo humor. No podía superar el injusto enojo de Claudia con él. No era culpa de Félix que la hubieran encontrado desnuda en su camarote. Él había intentado repetidamente convencerla de que se marchara. Era ella la que había acudido sin que la invitara, e intentado seducirlo.
Había sido ella la que había decidido que el mejor momento para tener una visión del futuro era mientras hacían el amor. Y aún más irritante era el hecho de que Max parecía pensar que era él quien la había atraído, que era una especie de libertino que se aprovechaba de las muchachas inexpertas. Hacía que tuviera ganas de volver sobre sus pasos y gritarles la verdad a la cara. Esto hizo que se olvidara de mirar por dónde iba, y se metiera en un charco que le llenó las botas de agua con espuma verde.
Sus maldiciones espantaron a una bandada de patos que pasó volando por encima de sus cabezas, protestando quejumbrosamente, y hacia el este provocó una serie de extraños alaridos que le pusieron los pelos de punta. También los maldijo.
Si al menos tuviera alguna idea de lo que buscaban, puede que el recorrido le hubiese resultado más soportable. También eso era culpa de Claudia. ¿Tenía que ser tan imprecisa? ¿De qué servía una capacidad que sólo proporcionaba medias respuestas? ¿Debían buscar una torre en ruinas? ¿Un círculo de piedras? ¿Un árbol raro que tuviera tentáculos por ramas? ¿Una fisura en la tierra de la que radiara un resplandor maléfico? Sin tener un fin claro en mente, todo aquello parecía una empresa descabellada. Tal vez Claudia no tenía ningún poder de videncia. Él no había visto nada concluyente que demostrara lo contrario. Tal vez se lo había inventado todo con el sólo fin de poder salir de los confines del Colegio Celestial. Era capaz de algo así.
Gotrek descubrió las huellas justo cuando estaban a punto de dar media vuelta y volver sobre sus pasos para informar de que habían fracasado. Habían salido de la marisma y ascendido hasta un montículo que estaba cubierto de zarzas y pinos bajos, y encontrado un estrecho río de corriente limpia que atravesaba la maleza hasta el mar, con altas márgenes socavadas. Debajo de una de esas márgenes había una línea de huellas de botas que corrían en paralelo a la corriente y se adentraban en tierra.
Desenvainaron las armas y siguieron las huellas que entraban y salían del agua a lo largo de unos cuatrocientos metros. Se detuvieron al fin en un sitio donde el río se ensanchaba hasta formar un lago pequeño, y las márgenes retrocedían para dar origen a una pequeña playa fangosa. Allí, a las primeras huellas se unían muchas otras, junto con las marcas dejadas por las quillas de pequeños botes en la orilla, y los círculos hechos por barriles que se habían hundido en el fango. Se veía con claridad que hacía poco que había estado allí un grupo de desembarco que había llenado de agua dulce sus barriles, como hacían en ese momento los hombres del capitán Breda, más al sur. Y la estrechez de las huellas también dejaba claro, al menos para Gotrek, quién había ido a buscar el agua.
—Más elfos —gruñó Gotrek.
Félix asintió con la cabeza, y ambos volvieron sobre sus pasos. Había sido un descubrimiento, pero no parecía ser el signo de la perdición que estaban buscando.
La lluvia escogió ese momento para comenzar a caer como una cascada. Félix suspiró. Por supuesto. Un día como ése no estaría completo si uno no se empapaba hasta los huesos.
Cuando el cielo se tornaba más oscuro y la lluvia se volvía más abundante, se desviaron tierra adentro, en parte por batir terreno nuevo, pero sobre todo para evitar las marismas durante la lluvia. Al parecer, Max, Claudia y los caballeros de la Guardia del Reik habían hecho lo mismo, porque los encontraron dirigiéndose hacia el norte, a unos cuatrocientos metros de la playa en la que habían desembarcado. Los dos hechiceros tenían bastante mal aspecto, con las capas y largos ropones enfangados hasta la cintura, la cara y las manos arañados por zarzas y punteadas por picotazos de insectos. Félix se sintió mejor al pensar que Claudia había compartido su desdicha. Le estaba bien empleado.
—¿Algo que informar? —preguntó Max, que alzó la voz por encima del ruido de la lluvia, mientras se enjugaba la cara con un pañuelo. A pesar del frío y el aguacero, él y Claudia estaban rojos como tomates, acalorados a causa del ejercicio, al igual que los caballeros, que parecían lamentar haberse puesto petos y hombreras para la marcha.
—No mucho —le gritó Félix, para que lo oyera—. Casi al final de la marcha hemos encontrado el rastro de un grupo de elfos que estuvo allí para cargar agua.
—¿Un grupo para cargar agua? —preguntó el capitán Oberhoff—. ¿En este sitio dejado de la mano de los dioses? Tienen que haber estado desesperados.
—O quizá buscaban algo —dijo Max—. Como nosotros.
Un tintineo los hizo alzar la cabeza y vieron que Aethenir y su escolta se aproximaban pasando por encima de una colina situada al este, marchando en una doble fila perfecta. A Félix le fastidió ver que, aunque mojadas, sus sobrevestas estaban inmaculadas, y sus botas limpias. Y ni uno sólo de ellos parecía haber sido picado por los mosquitos.
—Una búsqueda decepcionante —dijo Aethenir, cuando los elfos se reunieron con ellos—. No hemos encontrado nada. —Miró a Max—. Espero que vosotros hayáis tenido más éxito.
Max negó con la cabeza.
—Nada. Gotrek y herr Jaeger han encontrado, al norte, rastros de un grupo de elfos que recientemente estuvo aquí para cargar agua, pero nada más.
—¿Elfos? —dijo Aethenir, con los ojos entrecerrados. Se volvió hacia el capitán Rion y le formuló una pregunta en lengua élfica. El capitán negó con la cabeza y la expresión de Aethenir se tornó preocupada—. Ruego a los dioses que sólo se tratara de elfos —le dijo a Max, y luego se volvió para mirar a Claudia—. ¿Y fraulein Pallenberger no ha tenido ninguna otra revelación relacionada con nuestro objetivo?
—No —replicó Max—. Aún no.
Claudia agachó la cabeza.
—Ojalá pudiera provocar las visiones, alto señor —dijo, taciturna—. Pero se producen cuando se producen.
El elfo sonrió con socarronería.
—Eso he observado.
Claudia se puso roja como un tomate, y los ojos de Max llamearon. Incluso Félix se sintió enfadado. Puede que la muchacha fuera una jovencita necia que necesitara aprender a controlarse, pero no había ninguna necesidad de hacerla sentir peor por la embarazosa situación de la noche anterior.
Aethenir se encaminó hacia la playa, sin darse cuenta del enojo provocado, y su escolta lo siguió. Max abrió la boca para hablar, pero Claudia lo cogió de un brazo y negó con a cabeza, suplicándole en silencio que no dijera nada. Félix la comprendió. Protestar la convertiría en el centro de una atención aún más atroz. Max cedió y todos siguieron a los elfos que ascendían por la ladera bajo el aguacero.
Félix resbalaba y daba traspiés por la vertiente contraria, mientras pensaba que robarle a Euler la carta de su padre podría haber sido una opción mejor, después de todo, cuando de repente Claudia lanzó una exclamación ahogada y cayó hacia él.
La atrapó, pero entonces perdió pie y ambos se fueron al suelo, juntos. Necesitó de toda su fuerza de voluntad para mostrarse cortés.
—¿Os encontráis bien, fraulein? —preguntó—. ¿Habéis tropezado con algo?
Pero los ojos de Claudia estaban muy abiertos aunque no veían lo que la rodeaba, y se aferraba al ropón con espasmódicas manos.
—¡Las llamas! ¡El mar está cubierto de llamas!
—¡Regresemos a los botes! —exclamó Max, y les hizo un gesto a dos de los guardias más fuertes para que recogieran a Claudia de manos de Félix mientras él, Gotrek y el resto del grupo corrían hacia la orilla.
En el gélido aguacero y la creciente oscuridad resultaba difícil ver más allá de veinte pasos. A pesar de eso, todos vieron el oscilante resplandor que silueteaba la última duna que precedía a la playa, y todos ascendieron la resbaladiza pendiente de arena con ansiosa presteza.
Félix fue uno de los primeros que llegaron a lo alto, justo detrás de los elfos de Aethenir, y miró hacia el origen de la luz. En el mar, el Orgullo de Skinstaad era una rugiente pira de llamas verde amarillento, demasiado encendida como para pensar en salvar el barco.
Los demás se reunieron con él en la cresta, Max, Claudia y los hombres jadeando como fuelles a causa de la carrera. Gotrek se limitó a mirar fijamente, mientras el fuego verde se reflejaba en su único ojo.
Claudia lloraba entre hipidos.
—¡No! ¿Por qué no lo vi antes?
Félix estaba preguntándose lo mismo.
Max señaló hacia la playa.
—A nuestros botes. Tenemos que ayudar a los supervivientes.
Félix y los otros asintieron y echaron a correr hacia los botes, llamando a los marineros para que cogieran los remos, pero aunque los botes estaban allí, no se veía por ninguna parte a los remeros que los habían llevado.
—¿Adonde pueden haberse marchado, en el nombre de Sigmar? —gruñó el capitán Oberhoff.
Entonces, uno de los guardias señaló hacia el agua.
—¡Mirad! —dijo—. ¡La tripulación! ¡Están nadando hacia la orilla!
Félix miró hacia donde señalaba. Resultaba difícil ver a través de la lluvia, pero distinguía las redondas formas de las cabezas que flotaban sobre el agua, cada vez más cerca de la playa.
—Alabado sea Manann —dijo otro de los guardias.
Pero Félix frunció el ceño. ¿Había habido tantos tripulantes? Él sólo recordaba a una veintena, como máximo. En el agua parecía haber veinte veces más que eso.
—Esperad —dijo—. ¿No son demasiados?
Los otros volvieron a mirar, parpadeando en el aguacero.
Aethenir retrocedió un paso.
—Ésos no son hombres —dijo—. Son…
Con un feroz siseo, la primera oleada de nadadores se alzó del rompiente y corrió hacia el grupo de la playa: oscuras formas encogidas cuyo apelmazado pelaje y armaduras compuestas de piezas dispares chorreaban agua. Dientes como dagas de hueso destellaron en la penumbra. Ojos rojos relumbraron. Puntas de lanza herrumbrosas brillaron a la verde luz del barco en llamas.
—¡Skavens! —rugió Gotrek. Cargó hacia el rompiente al tiempo que sacaba el hacha de la funda que llevaba a la espalda y barría salvajemente con ella en torno de sí. Cabezas, extremidades y colas de skaven salieron volando por el aire para caer al agua con un chapoteo.
Los hombres y los elfos no siguieron el ejemplo del Matador. Retrocedieron, gritando y desenvainando espadas mientras docenas de aquellas horribles criaturas salían del mar e iban hacia ellos, pasando a prudente distancia en torno a Gotrek y subiendo por la playa como una marea negra. Félix retrocedió para luchar junto con los otros, separado del Matador por una hirviente muralla de pelo, mugre y colmillos. Las puntas de las lanzas salían como rayos de la penumbra, invisibles hasta que ya era casi demasiado tarde. Félix paraba ataques desesperadamente, y respondía con tajos, pero era como golpear sombras. Un ronco chillido de dolor le llegaba desde la izquierda… una maldición a la derecha.
Félix estaba teniendo problemas para orientarse mientras luchaba junto a la Guardia del Reik. ¿Por qué skavens? ¿Por qué ahora? ¿Qué querían? ¿Y de dónde habían salido?
Entonces, al tiempo que gritaba palabras extrañas, Max alzó bruscamente una mano y por encima de su cabeza surgió, con un chasquido, una bola de brillante luz blanca. Los skavens retrocedieron ante la deslumbrante iluminación, chillando de miedo.
Los miembros de la Guardia del Reik, endurecidos veteranos de la reciente invasión del Caos, no se acobardaron ante esta magia, ni tampoco los elfos. Los guardias formaron hombro con hombro y sus espadas y escudos comenzaron a trabajar al unísono, mientras que a su lado los elfos acometían como una furia arremolinada y sus largas espadas cortaban lanzas y peludas extremidades con igual facilidad, al tiempo que otros hechizos de Max pasaban volando junto a ellos y hacían volar por los aires las filas de skavens con centelleantes bolas de luz que los hacían chillar, caer y retorcerse en el suelo. Pero aunque la bola luminosa hacía que resultara más fácil ver y matar a las alimañas, también permitía ver la enorme cantidad de ellas que había. El corazón de Félix se aceleró al pasar la mirada por encima de la hirviente alfombra de hombres rata que cubría la playa, mientras de las olas continuaban saliendo más, y más en una sucesión interminable.
La dura luz iluminaba los más monstruosos atributos de los seres: pelaje sarnoso y escrofuloso, hocico plagado de pústulas, desalmados ojos del color del mármol negro, horrendas bocas que siseaban, nauseabundos trofeos colgados al cuello y el cinturón. La náusea le cerraba la garganta mientras les asestaba salvajes tajos al transformarse en hirviente cólera todo el asco y miedo que le inspiraban las viles criaturas. El primer tajo abrió el estómago de un hombre rata que cayó en medio de una fuente de sangre y visceras, y con el golpe de retorno cercenó un brazo de otro. Clavó la hoja de la espada en el cráneo de un tercero, lo apartó de una patada y se volvió para enfrentarse con más.
Al otro lado de la marea de skavens, Gotrek hacía lo mismo, o al menos eso intentaba. El Matador estaba más iracundo de lo que Félix lo había visto jamás, porque aunque se encontraba rodeado de enemigos, no tenía con quién luchar. Los skavens hacían todo lo posible para huir de él como… bueno, como ratas, y con sus cortas piernas no lograba darles alcance.
—¡Deteneos y luchad, alimañas! —les bramaba, mientras corría de un lado a otro describiendo círculos.
Al cabo de poco, Félix comenzó a encontrarse con el mismo problema. Los skavens se mantenían detrás de las lanzas, lo intentaban pinchar desde lejos, pero no hacían ningún intento de matarlo. Se lanzó hacia un grupo de ellos, pero los hombres rata se limitaron a separarse ante él como agua en torno a una piedra. No entendía ese comportamiento. Los skavens luchaban con furia enloquecida o huían sin más. Según su experiencia, nunca habían hecho nada que estuviera entre ambas cosas.
Rugiendo de frustración, Gotrek renunció a intentar cerrar distancias con los hombres rata que pasaban, y cargó contra la retaguardia de la formación skaven en la que abrió un gran surco con su hacha. Sólo mató a unos pocos porque, al igual que antes, se apartaban de su camino. El Matador se detuvo junto a Félix, agitando el hacha, con la cresta caída y empapada por la torrencial lluvia, mientras les bramaba a los enemigos:
—¡Ratas cobardes! ¡Dadme una pelea como es debido!
Pero no lo hicieron. Los skavens continuaban evitándolos. Gotrek y Félix casi no tenían enemigos ante sí.
Los caballeros de la Guardia del Reik y los altos elfos no tenían tanta suerte. El espadachín que estaba junto a Félix se desplomó, ensartado por una lanza, y había otro que yacía boca abajo sobre la arena. Uno de los altos elfos reculaba hasta situarse detrás de sus camaradas, con la pierna izquierda transformada en una ruina ensangrentada. Aunque hombres y elfos parecían estar matando a diez skavens por cada uno de ellos que caía, las bestias eran tantas que no servía de nada. La tremenda masa de alimañas hacía retroceder a todo el grupo hacia las dunas, un inexorable paso tras otro.
Detrás de la delgada línea de caballeros y guerreros elfos, Max tejió hilos de luz en el aire, los cuales se expandieron para formar una rielante burbuja de energía que los rodeó a él, Claudia y Aethenir. Dentro del círculo, Aethenir le hizo señas al elfo herido para que entrara en la burbuja, y comenzó a hacer gestos en el aire por encima de la pierna herida mientras Claudia, con aspecto aterrorizado pero decidido, pronunciaba un hechizo y hacía manar de sus manos un rayo de luz que provocó que los skavens de la primera línea sufrieran convulsiones y cayeran. «Así que la muchacha sí que tenía una utilidad, después de todo», pensó Félix.
Justo cuando pensaba esto, Claudia gritó. Se volvió otra vez a mirarla, y Gotrek hizo lo mismo. De entre las cortaderas que crecían en la base de la duna salían unas sombras negras que lanzaban estrellas arrojadizas de metal y globos de vidrio. Hombres y elfos gritaron por igual cuando las estrellas les hirieron las extremidades y el torso.
Por instinto, uno de los guerreros elfos derribó con la espada un globo que pasaba volando por el aire, y lo hizo pedazos. Él y otro de los elfos cayeron como fulminados cuando del globo roto manó una niebla verde que los envolvió. Los skavens les asestaron tajos y estocadas salvajes cuando cayeron. El capitán Rion y los demás elfos retrocedieron y se cubrieron la nariz y la boca. La niebla flotó hacia las filas skavens, y se desplomaron media docena de ellos. Dos de los globos cayeron con un blando golpe sordo sobre la arena mojada, a los pies de Félix. Los recogió con una mano y los lanzó hacia el mar. Le dejaron en los dedos un leve olor que le resultó familiar.
Gotrek gruñó y corrió hacia las sombras que lanzaban estrellas arrojadizas.
—Proteged a los hechiceros —les gritó Félix a los espadachines, y a continuación corrió tras el Matador.
Pero justo cuando estaban a punto de encontrarse con las sombrías siluetas, un grave bramido se alzó por encima del ruido de la lluvia. Gotrek se detuvo en seco y volvió la cabeza. Una enorme criatura de pelaje negro y cabeza de rata, casi del doble de la estatura de Félix e hinchada de músculos, bajaba a saltos por la duna hacia Max, Aethenir y Claudia. Max giró sobre sí mismo y dirigió hacia ella un estallido de luz. La criatura aulló pero no frenó su avance. Claudia le lanzó un rayo que la bestia apenas pareció notar.
El alto elfo herido se apartó de las atenciones de Aethenir y avanzó cojeando para interceptarla, con los dientes apretados pero la espada a punto. El capitán Rion y los demás guerreros elfos se volvieron a mirar, pero no podían abandonar el combate en que estaban trabados con la primera línea de skavens.
Gotrek corrió para situarse entre el elfo herido y la rata ogro, echando chispas por su único ojo.
—¡Es mía, ladrón cara de tiza! —rugió—. ¡Déjala!
Félix corría tras el Matador, pero de repente, tras sentir un tirón en el pecho, se encontró con que ya no corría, sino que estaba tendido de espaldas.
Bajó los ojos hacia su cuerpo. Tenía un lazo de fina cuerda gris envuelto en torno al pecho. Se le aceleró el corazón al reconocerlo de repente, mientras aún estaba levantándose y volviéndose a mirar adónde llevaba la cuerda. ¡El ataque de Altdorf! ¡Habían sido los skavens! ¡Y también el ataque de Marienburgo! ¡Los globos olían igual que el gas que había dejado fuera de combate a todos los presentes en la posada! Pero ¿por qué los skavens querían capturarlos?
—¡Soltadme, malditos retorcedores de cuerdas! —bramó Gotrek.
Félix cortó la cuerda con la espada y, al volverse, vio que el Matador estaba igualmente rodeado de lazos. Tenía uno en torno al cuello, otro en torno a la muñeca izquierda, y uno más en torno al tobillo derecho. No lo habían detenido, pero lo obligaban a moverse con mayor lentitud, y el elfo herido fue el primero en llegar hasta la rata ogro, cuyas enormes garras detuvieron la brillante hoja de su espada con un estruendo.
Enfurecido, Gotrek reunió en una mano todas las cuerdas que lo sujetaban, y tiró salvajemente de ellas. Por el otro extremo de las cuerdas, skavens vestidos de negro salieron dando traspiés de entre las sombras. Gotrek rugió y cargó hacia ellos, y entonces desapareció en un pozo que se abrió en la arena, bajo sus pies.
Félix se quedó mirando, pasmado. En un momento el Matador había estado corriendo a toda velocidad, con el hacha en alto, y al siguiente había desaparecido y sido reemplazado por un oscuro agujero abierto en el suelo, por cuyo borde caían regueros de arena mojada.
—¡Gotrek! —Félix corrió hasta el borde y estuvo a punto de caer también. Gotrek arañaba las paredes del pozo, medio enterrado en arena mojada, para intentar trepar, pero la arena se desmoronaba bajo sus dedos y volvía a hundirse.
—¡Aguanta, Gotrek! —gritó Félix—. ¡Te sacaré de ahí!
Justo en ese momento, se oyeron unos chilliditos que le hicieron alzar la cabeza. Los skavens vestidos de negro corrían hacia él con lo que parecía un gran saco de cuero en las manos. Félix aferró la cuerda que rodeaba la muñeca derecha de Gotrek, y tiró de ella con una sola mano mientras atacaba a los skavens con la espada, pero el Matador era demasiado pesado. Los skaven retrocedieron para ponerse fuera de su alcance, y luego avanzaron a toda velocidad y cortaron la cuerda de la que tiraba Jaeger.
Félix cayó de espaldas, y rodó para ponerse de pie, en guardia, mientras el pánico atenazaba su pecho. No tenía manera de sacar a Gotrek del agujero. No menos mientras los skavens intentaran meterlo en el saco. Y con el Matador fuera de combate, las alimañas podrían ganar y se los llevarían a él y a Gotrek como prisioneros. Se estremeció al imaginarlo. Ése era un resultado impensable. Tenía que sacar a Gotrek del pozo, pero ¿cómo?
Entonces vio la manera de lograrlo. Por desgracia, eso significaba situarse en el camino del terrible monstruo. Félix acometió con tajos a los asesinos que lo rodeaban, y cuando se dispersaron corrió a través de la lluvia hacia el elfo herido y la rata ogro. Los skavens corrieron tras él. A un lado, los restantes caballeros de la Guardia del Reik y los guerreros elfos habían rodeado a Max, Claudia y Aethenir, y luchaban desesperadamente para evitar que la horda skaven atravesara el círculo que formaban.
Félix pasó corriendo ante ellos y asestó un tajo en un costado de la enorme bestia que volvía a acometer al elfo con las garras. La rata ogro rugió y se volvió hacia él, y el elfo retrocedió con paso tambaleante, aliviado. Estaba en malas condiciones, apenas era capaz de apoyarse en la pierna herida, y le faltaban tres dedos de la mano izquierda.
—¡Retroceded! —gritó Félix, mientras reculaba un paso y acometía con un tajo a los asesinos que lo seguían—. ¡Dejad que yo la aleje!
El alto elfo asintió y se apartó con paso vacilante, mientras Félix blandía la espada ante la cara de la bestia. Ésta bramó y avanzó pesadamente, barriendo el aire con las enormes garras para golpearlo. Félix se agachó, luego dio media vuelta y echó a correr, mató a dos de los skavens que llevaban el saco y que se le estaban acercando sigilosamente por la espalda, antes de volverse para asegurarse de que el monstruo lo seguía. Y así era… ¡demasiado velozmente! Félix saltó hacia delante justo cuando un puño de la bestia golpeaba la arena a pocos centímetros de sus talones y estuvo a punto de derribarlo. Los asesinos corrían para apartarse del camino de la rata ogro.
Cuando llegó al agujero, Félix se inclinó para recoger el extremo de otro de los lazos que Gotrek tenía en torno a su cuerpo, y luego se lanzó hacia delante cuando las zarpas de la rata ogro pasaron zumbando por encima de su cabeza. Rodó hasta ponerse de pie y se encaró con la enorme rata ogro, que alzó los brazos y atacó. Félix se apartó a un lado sin soltar la cuerda, al tiempo que barría el aire con la espada hacia los emboscados que lo merodeaban para meterlo en el saco. La bestia tropezó con la cuerda. Félix corrió rápidamente para situarse detrás de ella y envolverle la cintura con la cuerda.
—¡Venga, rata de cloaca hiperdesarrollada! —gritó, blandiendo la espada—. ¡Ven a morir!
El monstruo lo complació y avanzó con un bramido salvaje, mientras Félix retrocedía para esquivarlo. La cuerda que rodeaba la cintura de la rata ogro se tensó tras ella, y en medio de una explosión de arena Gotrek fue arrastrado fuera del agujero… ¡por el cuello!
Félix quedó boquiabierto, y casi se vuelve loco por la desesperación. ¡Había cogido la cuerda equivocada! ¡Por Sigmar! ¿Habría ahorcado al Matador?
Félix se lanzó hacia un lado, cosa que obligó a la rata ogro a detenerse y cambiar de dirección. La cuerda quedó floja y, para su gran alivio, Félix vio que Gotrek se levantaba sobre pies tambaleantes, maldiciendo y manoteando el lazo que le había atrapado la barba contra el cuello.
La gigantesca bestia volvió a atacar con las zarpas. Félix retrocedió, luego avanzó corriendo para pasar por debajo de uno de sus descomunales brazos y le clavó una estocada entre las costillas. La punta del arma se hundió profundamente. El monstruo rugió y giró bruscamente, con lo que arrancó la espada de manos de Félix y lo derribó al suelo de un codazo.
La bestia alzó los puños por encima de la cabeza para asestarle el golpe mortal. Félix gateó débilmente de espaldas, desarmado y aturdido, convencido de que había llegado su fin. Pero, de repente, la rata ogro caía hacia un lado al desaparecerle la pierna derecha en medio de una lluvia de sangre. Se desplomó de espaldas, debatiéndose y chillando. Gotrek se encontraba detrás de ella, con el hacha goteando sangre. Levantó el arma en alto y luego la descargó para atravesar el cráneo de la bestia con un repugnante crujido. El cuerpo hinchado de músculos quedó laxo, y Félix suspiró de alivio.
Gotrek arrancó el hacha del cráneo de la rata ogro y corrió hacia los asesinos skavens, que volvían a acercarse sigilosamente.
—Tienes un extraño sentido del humor, humano.
—¡Cogí la cuerda equivocada! —dijo Félix, mientras se ponía de pie, tambaleante, y se unía al enano—. No lo hice a propósito.
No obstante, daba la impresión de que los asesinos habían tenido suficiente. Se dispersaron como cucarachas ante Gotrek y Félix, soltando silbidos agudos mientras corrían.
Al parecer, los silbidos eran una señal, porque la muchedumbre skaven que aún acometía a los caballeros de la Guardia del Reik y al séquito de Aethenir abandonó la batalla y corrió de vuelta hacia la orilla. Los hombres y los elfos los persiguieron, pero los hombres rata se zambulleron en las olas y se pusieron a nadar con fuerza mar adentro, por las oscuras aguas en las que sus hocicos dejaban estelas.
Félix los observaba mientras él y Gotrek bajaban hasta el rompiente.
—¿Adonde van? —preguntó—. ¿Acaso tienen un barco?
Gotrek se encogió de hombros. A la vista no había más barco que el Orgullo de Skinstaad, ahora quemado hasta la línea de flotación y hundiéndose con rapidez.
—Espero que se ahoguen.
Félix elevó una silenciosa plegaria por el capitán Breda y sus tripulantes, mientras echaba una última mirada al barco moribundo, y luego se volvió para valorar las consecuencias de la batalla. La playa estaba sembrada de cuerpos de skavens, mutilados bultos peludos rodeados de sangre roja coagulada. Sin embargo, tendidos entre los horrores había demasiados hombres y elfos. Dos de los altos elfos habían muerto, destripados mientras estaban inconscientes a causa del gas somnífero de los skavens. También habían muerto cuatro de los espadachines de la Guardia del Reik, ensartados por lanzas skaven, y un quinto agonizaba mientras le manaba un río de sangre por un tajo profundo que tenía en el interior de un muslo. Los únicos que quedaban en pie eran el capitán Oberhoff y dos de sus hombres, e incluso ellos presentaban numerosas heridas sangrantes. Estaban arrodillados junto al hombre moribundo, al que le cogían las manos y le decían palabras de consuelo mientras la cara se le ponía cada vez más pálida. El capitán Rion rezaba junto a los dos elfos caídos.
Max, Claudia y Aethenir estaban ilesos. Las guardias de ambos habían cumplido con su misión y pagado por ello. Aethenir hacía hechizos de sanación sobre los elfos heridos, y Max estaba esperando a que los soldados de la Guardia del Reik acabaran de despedirse de su compañero para poder curarlos también con su magia. Claudia se encontraba arrodillada sobre la arena mojada, empapada hasta los huesos, y miraba con ojos fijos la carnicería que la rodeaba, inexpresiva a causa de la conmoción. Félix estuvo a punto de preguntarle si estaba disfrutando de su libertad, pero decidió que eso era demasiado cruel y contuvo la lengua.
Max miró a Gotrek y a Félix cuando se aproximaron.
—Iban tras vosotros —dijo, con amargura—. Debería haber recordado que siempre lleváis problemas adondequiera que vayáis.
Félix negó con la cabeza.
—No lo entiendo. ¿Qué quieren de nosotros? Es cierto que luchamos contra ellos, pero fue hace veinte años. Es imposible que éstos sean los mismos, ¿verdad?
Max se encogió de hombros.
—De todos modos, os quieren, y os quieren vivos. Habéis sido los únicos a los que no han intentado matar. Sólo espero que no vuelvan por vosotros hasta que nos hayamos separado.
Félix asintió mientras reprimía una ola de culpabilidad. Max tenía razón. El ataque skaven les había hecho daño a todos menos a sus objetivos. Estaba a punto de hablarle a Max de los ataques que habían sufrido en Altdorf y Marienburgo, cuando un destello rojo y azul que percibió en el pecho de uno de los asesinos skavens, atrajo su atención. Parecía fuera de lugar en medio de las mugrientas posesiones del resto de los hombres rata.
Se acercó a él y apartó con la punta de un pie el harapiento atuendo negro de la alimaña. En un cordel sucio que le rodeaba el cuello llevaba enhebrada una colección de baratijas diversas: huesos, monedas, una oreja humana, trocitos de ámbar y hojalata y, en medio de todas estas porquerías, un vistoso anillo con zafiros engarzados en torno a la letra «J», resaltada por rubíes.
Félix parpadeó durante varios segundos al verlo, sin comprender. Lo reconoció, pero estaba tan fuera de lugar en ese entorno, que, por un momento, no lo identificó. Luego lo supo, y se le heló el corazón.
Era el anillo de su padre.