SEIS
El Orgullo de Skinstaad era un barco mercante de dos palos, de Marienburgo, que Aethenir había alquilado con oro élfico. Se trataba de una pequeña barca barrigona, lenta pero adecuada para navegar por el mar, con un capitán canoso de nariz aguileña llamado Ülberd Breda, y una tripulación compuesta por hombres de todos los rincones del Viejo Mundo.
Aunque había aceptado de buena gana el dinero de Aethenir, el capitán Breda parecía un poco inquieto respecto al viaje, y Félix no se lo reprochaba. Las instrucciones de Max habían sido que navegara hacia el noroeste a través del mar de Manaanspoort, entrara en el mar del Caos y continuara navegando por él hasta que fraulein Pallenberger ordenara el alto. Si no recibía ninguna visión, podrían continuar navegando hasta el mismísimo mar de Hielo, y un viaje hasta esos climas bárbaros no podía realizarse a la ligera en una nave pequeña, y menos con la proximidad del invierno. Tormentas, bárbaros nórdicos e icebergs eran lo mínimo que podrían esperar si llegaban tan lejos.
Félix se estremeció ante la idea de pasar tantos días en el mar, y no a causa del frío ni del peligro. Encontrarse encerrado en aquella nave pequeña con una mezcla de personalidades tan inestable, sería sin duda una experiencia difícil. De hecho, ya había habido conflictos antes de que abandonaran el muelle. Aethenir había subido a bordo con siete guerreros elfos, echado un vistazo al camarote que tenía asignado y vuelto a salir diciendo que se negaba a permanecer en él hasta que no lo hubiesen limpiado a fondo.
—Está mugriento —dijo con un estremecimiento—. Apesta a orines y alimañas. Había una rata en mi cama.
Los tripulantes soltaron bufidos al oírlo.
—El barco que no tiene ratas es un barco que no navega, venerable señor —dijo el capitán Breda.
—En ese caso, jamás habéis navegado en un barco de Ulthuan —declaró Aethenir, sorbiendo por la nariz.
—No, venerable señor, nunca. Pero si intentáramos ahuyentar a todas las ratas de este barco, jamás soltaríamos amarras. —Se volvió a mirar a uno de los tripulantes, un estaliano, por la apariencia—. Doso, ve a limpiar el camarote del venerable señor.
—Pero si lo he lampaceado esta mañana —protestó Doso.
—Entonces, lampacéalo otra vez —gruñó el capitán—. Y esta vez usa agua limpia.
Doso refunfuñó pero hizo lo que le mandaban.
Después de esta segunda limpieza quedó claro que Aethenir aún seguía insatisfecho, pero Max susurró algunas palabras al oído del alto elfo, y éste dejó el asunto. Por desgracia, el daño ya estaba hecho. El alto elfo se había ganado la mala voluntad de la tripulación, hombres que podrían haberlo tratado con la reverencia y respeto que los humanos generalmente reservan para las razas antiguas, pasaron, de golpe, a burlarse de él a sus espaldas y escupir a su sombra.
A los guerreros les fueron mejor las cosas porque, a diferencia de su señor, parecían veteranos endurecidos: fríos, silenciosos elfos que llevaban cotas de malla marcadas pollas batallas bajo las sobrevestas de colores verde y blanco de la casa de Aethenir, y no pedían ningún favor especial. Encontraron un sitio cerca de la borda de popa, donde se pusieron a hablar quedamente entre sí, y eso fue todo.
Gotrek hizo lo que siempre hacía en cualquier viaje por mar. Se marchó directamente al camarote, y se quedó en él. Félix, esperaba que continuara así, ya que eso disminuiría las probabilidades de que él y Aethenir se encontraran durante el viaje, situación que debía evitarse a toda costa si no querían que se vertiera sangre ni se reavivara la Guerra de la Barba.
Max y Claudia hablaron brevemente con el capitán, y también se retiraron a sus camarotes, pero Félix temía que dentro de poco surgirían problemas por ese lado. Se le erizó el vello de la nuca cuando la vidente, al comenzar a descender la escalera, le lanzó una mirada desde detrás de su dorada cascada de cabello.
Los miembros de la Guardia del Reik que escoltaban a Max encontraron un sitio junto a la borda de babor, y se instalaron allí a charlar, fumar en pipa y escupir por encima de la borda mientras los tripulantes se preparaban para partir.
Al fin, cuando la espesa niebla se transformaba en lluvia ligera, largaron amarras y los botes de la autoridad portuaria de Marienburgo los remolcaron fuera de Brynwater y hasta el centro del Rijksweg. Se izaron las velas y comenzaron a navegar, pasando ante las severas fortificaciones del islote de Rijker, y se adentraron en el mar de Manaanspoort.
Y Félix no podría haber imaginado un comienzo de viaje menos emocionante. El cielo era de un gris apagado y uniforme. El aire, húmedo y gélido; la lluvia ni siquiera era lo bastante fuerte como para llamarla llovizna, y el escenario dejaba mucho que desear. La costa este del mar, que corría casi hacia el norte en dirección al mar del Caos, era conocida como las Marismas Malditas, pero Félix, después de cinco horas observándolas pasar lentamente, estaba dispuesto a rebautizarlas como Marismas Aburridas, ya que nunca en su vida había visto un paisaje tan carente de interés: nada más que cortaderas, espadañas y árboles raquíticos a lo largo de un kilómetro tras otro. De vez en cuando pasaba volando una cigüeña o una bandada de gansos que parloteaban como ruidosos niños, o se oía el rumor y chapoteo de algún oculto morador de los pantanos que se deslizaba dentro de las aguas calmas, pero nada más. «No era de extrañar que el Imperio hubiese permitido que Marienburgo reclamara para sí esas marismas y tierras desoladas», pensó Félix. ¿Quién podría quererlas?
A la hora del almuerzo hubo más problemas con Aethenir —problemas cuyas repercusiones de largo alcance afectaron a la paz mental de Félix—, aunque al principio sólo había sido una discusión sobre comida.
Antes de haber probado siquiera el cuenco de estofado que le llevó uno de sus guerreros, Aethenir lo arrojó por encima de la borda. Ya había salido alterado del camarote —presumiblemente por la falta de limpieza—, y el olor de la comida pareció ser la gota que colmó el vaso.
—¡Esto es inaceptable! —dijo con voz alta y clara—. Puede que me vea obligado a dormir en la inmundicia, pero me niego a comerla.
Félix olió otra vez estofado. Le pareció que olía bien, si bien estaba un poco cargado de ajo.
Con la boca llena, el capitán Breda le dirigió una mirada colérica al alto elfo.
—Os han dado lo que nos han dado a todos —dijo.
—¡Y me maravilla que no os muráis por comerlo! —gritó Aethenir, y se volvió a mirar a Max—. ¿Es demasiado pedir verdura y carne fresca preparadas con higiene?
Max miró en torno, incómodo, pero antes de que pudiera responder asomó de la cocina el cocinero, un tileano con pata de palo, barriga redonda y una barba negra que habría enorgullecido a un enano, y los miró a todos con ferocidad.
—¿Quién dice que mi carne está mala? ¡Yo mismo maté ese cerdo la semana pasada!
—¿La semana pasada? —Aethenir se puso blanco y se llevó una mano a la frente—. ¿Cómo es posible que la humanidad haya ascendido hasta tales alturas cuando los nobles azures han caído? ¿Cómo han sobrevivido, siquiera? Sus barcos son lentos, su conocimiento del mundo despreciable, su higiene espantosa, su comida venenosa…
Max se puso de pie para intentar contener el torrente de palabras.
—Alto señor, por favor, calmaos. Las condiciones podrían ser mejores, lo admito, pero…
El cocinero se volvió a mirar a Aethenir, agitando coléricamente su tenedor de asar.
—No sé qué es esa higiene, pero…
—Por la Reina Eterna, eso es obvio —dijo Aethenir, mientras los guerreros se ponían en guardia detrás de él—. Miraos. ¿Cuándo fue la última vez que os lavasteis las manos? ¿Por qué el sabio Teclis les concedió a semejantes monos afeitados la bendición de…?
—¡Señor Aethenir! —gritó Max, que se interpuso entre él y el mugriento cocinero—. Creo que os resultará más agradable comer en vuestro camarote. —Tomó al elfo suavemente por un codo y lo condujo hacia la puerta que llevaba bajo cubierta—. Os haré preparar otra comida, y yo mismo supervisaré la preparación. La depuración y la pureza forman parte de las enseñanzas de mi colegio. No será necesario que temáis por vuestra salud.
El alto elfo permitió que lo condujera al camarote entre murmullos aplacadores. Todos dejaron escapar la respiración contenida y reanudaron la comida, aunque se oía mascullar mucho a los tripulantes y los miembros de la Guardia del Reik.
—Mira que llamar lento a nuestro barco… —dijo un marinero.
—Ha echado mi comida por la borda —se quejó el cocinero.
—Y uno de mis cuencos —añadió el capitán Breda—. Se lo cargaré en la cuenta.
—¿Nos ha llamado «monos afeitados»? —preguntó el capitán de la Guardia del Reik, un caballero llamado Rudeger Oberhoff—. Espero que no piense que vamos a guardarle las espaldas después de eso.
Sus hombres rieron ante esto, pero Félix no veía nada particularmente gracioso en la situación. Si el elfo se ponía a la tripulación demasiado en contra, podría producirse un motín o una situación de violencia, y los guerreros de Aethenir tenían aspecto de soldados capaces. Sólo se alegraba de que Gotrek hubiera decidido quedarse en el camarote a beber, en lugar de reunirse con los demás para almorzar. Las cosas podrían haber ido mucho peor si hubiera estado en el comedor.
Cuando Max regresó a la cubierta principal para supervisar la preparación de la comida de Aethenir, el capitán Breda se lo llevó aparte y le dijo algo al oído. Félix se encontraba casualmente cerca, y oyó lo que decían, aunque poco sabía cuánto lo afectarían esas palabras más tarde.
—Magíster, señor —dijo el capitán—. Eh… tal vez lo mejor sería, mi señor, que ese alto elfo permaneciera fuera de la cubierta todo lo posible durante el resto del viaje. Ojos que no ven, corazón que no siente, ya sabéis a qué me refiero, señor.
—Perfectamente, capitán —replicó Max—. Y os pido disculpas por el comportamiento del erudito Aethenir. Como elfo, es joven, y nunca antes ha salido de Ulthuan. Me temo que para él ha representado una conmoción bastante grande.
—Puede que sí —dijo el capitán Breda—, pero se expone a una conmoción más fuerte si vuelve a tener una salida de tono como ésa, tanto si es de una raza antigua como si no. Los hombres no lo tolerarán.
—Lo comprendo plenamente, capitán —dijo Max—. Me encargaré personalmente de que permanezca abajo tanto tiempo como me sea posible.
—Gracias, magíster —dijo el capitán, que inclinó la cabeza—. Me tranquilizáis.
* * *
No había sido un intercambio de palabras precisamente cargado de presagios, pero para Félix fueron exactamente eso, porque lo que se necesitaba para mantener a Aethenir en el camarote, era hacerle compañía. Durante el resto del viaje, Max pasó el día y la noche en el camarote de Aethenir, hablando con él de magia, filosofía y ciencias naturales, así como jugando interminables partidas de ajedrez. Y fue en estas atenciones donde se hicieron evidentes las repercusiones de largo alcance del «incidente del estofado», porque al convertirse en niñera de Aethenir, Max ya no podía mantener vigilada a fraulein Pallenberger que, al encontrarse sin escolta, se lanzó en picado hacia el objetivo sobre el que tenía los ojos puestos desde que había subido a bordo del Jilfte Batean: Félix.
La batalla recomenzó en la mañana del segundo día de navegación. Al principio pareció que no iba a ser más que una escaramuza, pero pronto escaló hasta un asalto frontal en el que Félix ejecutó una desesperada acción de retaguardia con el fin de escapar ileso.
La mañana había comenzado muy plácidamente, con los actos que estaban destinados a conformar la rutina cotidiana del viaje: despertar, vestirse, tomar un desayuno de gachas de avena, platija o lucio a la parrilla, y café tileano; a continuación, mirar pasar las Tierras Desoladas hasta la hora del almuerzo, y luego más de lo mismo hasta la puesta de sol. Félix habría agradecido casi cualquier interrupción de la monotonía, menos ésa.
—Parecéis triste, herr Jaeger —dijo Claudia, que apareció a su lado.
Félix dio un respingo.
—¿Triste? —dijo—. En absoluto. —De hecho, había estado sumido en una ensoñación sobre qué podría hacer con la herencia de su padre si lograba recuperar la carta de Euler y entregársela. No es que quisiera el dinero, por supuesto. Pero si heredaba, ¿qué haría con él? Las visiones de volúmenes de su propia poesía exquisitamente encuadernados en cuero se disiparon como humo cuando se volvió a mirar a la vidente—. Sólo reflexionaba.
—Reflexionabais —repitió ella, y se deslizó a lo largo de la borda para acercársele más—. ¿Sobre qué?
—Eh… ah… nada, en realidad. Sólo, bueno, sólo reflexionaba. —Miró en torno buscando una excusa para escapar, pero no vio ninguna.
Ella le tocó un brazo y lo miró con sus profundos ojos azules.
—Ocultáis un pesar secreto, ¿verdad, herr Jaeger?
—¿Eh? Ah, no, realmente, no. No más que cualquier otro, diría yo.
—Yo no lo creo —insistió ella.
Félix no tenía respuesta ninguna para eso, como no fuera el agudo deseo de empujarla por encima de la borda, así que no dijo nada y se limitó a mirar pasar los juncos, con la esperanza de que ella se marchara. Por desgracia, no lo hizo.
—¿Habéis amado alguna vez, herr Jaeger?
Félix se atragantó, y tuvo que taparse la boca al acometerlo una tos repentina.
—Una o dos veces, supongo —dijo cuando se hubo recuperado.
Ella se volvió de cara a él y apoyó la curva de su cadera contra la borda.
—Habladme de esas veces.
—No os interesa oír esas historias.
—Que sí que me interesa —porfió la vidente, sin apartar los ojos de los de él—. Vos me fascináis, herr Jaeger.
—Ah —fue lo único que pudo decir Félix. Y a pesar de sus esfuerzos, se encontró rememorando a las mujeres con las que había compartido la cama durante sus viajes. Había habido un buen número de ellas a lo largo de los años, la mayoría mozas de taberna y rameras de puertos solitarios dispersos entre el Viejo Mundo e Ind, recordadas sólo a medias, y unas pocas que se destacaban del resto; Elissa, la moza de la taberna El Cerdo Ciego, que le había robado el dinero y, durante un tiempo, el corazón; Siobhain de Albion, que había viajado con él y Gotrek por los territorios oscuros del este, y la mujer Velada, espía y asesina del Viejo de la Montaña, cuyo verdadero nombre jamás había conocido. Pero sólo había dos a las que había amado de verdad: Kristen, con quien había pensado en establecerse y formar una familia, que había sido asesinada por el dramaturgo demente Manfred von Diehl en los Reinos Fronterizos, y Ulrika, con quien había pensado recorrer el mundo, peor que asesinada por el vampiro Adolphus Krieger. Los recuerdos, enterrados desde hacía mucho los de una, y aún dolorosos como una herida abierta los de la otra, hicieron que se le formara un nudo en la garganta. Maldita muchacha. ¿Por qué había formulado una pregunta tan vil? Apartó la mirada de ella para que no viera el dolor que había en sus ojos.
—Sólo he amado a dos mujeres en mi vida —dijo al fin—. Y ambas están muertas. ¿Os parece bastante fascinante?
Tal vez no había logrado ocultar muy bien su dolor, después de todo, porque cuando se volvió a mirarla, ella retrocedió un paso, con los ojos muy abiertos, pálida, y se llevó una mano al pecho.
—Lo… lo siento, herr Jaeger —dijo—. No pensé que… Es decir que no quería… —Su cara pasó repentinamente del blanco al rosado, y ella dio media vuelta y se alejó con prisa, casi corriendo hacia la puerta que llevaba a las cubiertas inferiores.
Félix se volvió otra vez hacia la borda, maldiciéndola por excavar tan desconsideradamente en su corazón, pero luego le vino a la mente un pensamiento más alegre. Tal vez esto significaría que iba a dejarlo en paz a partir de ahora.
De repente, el día pareció un poco más brillante.
Pero ¡ay!, no sería así. Nada le dijo a la hora del almuerzo, y se limitó a remover el estofado lentamente con la cuchara y mirarlo con aire de culpabilidad cuando pensaba que él no la veía, pero aquella tarde, justo cuando él estaba regalándose con unas cuantas horas más de observación de marismas, ella reapareció a su lado con la mirada baja y haciendo pucheros.
—Quiero disculparme con vos, herr Jaeger —dijo—. He sido horrible con vos esta mañana, y me siento fatal por eso.
—Olvidadlo —replicó Félix, con la esperanza de que ella lo hiciera realmente, pero, por desgracia, insistió.
Se le acercó un paso más.
—A veces olvido que los hombres no son libros que puedan abrirse y leerse como… eh… como libros. No debería haber fisgoneado, y lo lamento de verdad.
—No importa —dijo Félix, y arrojó al agua una astilla de la borda—. No ha sido nada.
Sintió una suave presión en el brazo y al volverse vio que ella se recostaba contra él. Uno de sus pechos, recubiertos por el ropón azul oscuro, se apoyaba contra su codo.
—Si existe algún modo… —continuó ella, mirándolo por debajo de las largas pestañas—, cualquier medio por el que pueda compensaros, agradeceré la oportunidad de hacerlo.
Félix se irguió, puso los ojos en blanco y se encaró con la muchacha.
—Estoy comenzando a preguntarme, fraulein, si no usasteis vuestra visión para convencer a Gotrek de que os acompañara en este viaje con el sólo objeto de poder atraparme a solas en el barco.
La vidente parpadeó al oír esto, y luego se irguió, altiva, cuando comprendió el pleno significado de lo que él acababa de decir.
—El juramento de la Orden Celestial es muy claro, herr Jaeger —dijo—. ¡No usaremos nuestros poderes para obtener beneficios personales, ni anunciaremos falsas visiones o predicciones por ninguna razón en absoluto!
—Bueno, si hacéis lo contrario, yo no se lo contaré a nadie —dijo Félix, con un poco más de saña de lo que había pretendido.
—¡Ah! —dijo ella. Y luego—: ¡Ah! —otra vez.
Dio media vuelta y se marchó con la misma rapidez que la vez anterior, aunque con mucho más ruido. Félix esperaba que esta vez la cosa fuera más duradera, pero lo dudaba mucho.
* * *
Por la tarde del tercer día se sentó en la cubierta de popa con el diario para anotar los emocionantes acontecimientos del viaje por el mar de Manann. Al parecer, el último desaire había logrado su objetivo, porque consiguió pasar casi toda una hora escribiendo sin interrupciones de fraulein Pallenberger. Fue muy refrescante.
Cuando acabó, cerró el diario, suspiró con satisfacción y se reclinó, pensando que dentro de poco le iría bien cenar algo. Pero entonces lo invadió la sensación de que lo observaban y se volvió, esperando ver a Claudia espiándolo desde detrás de un mástil. En cambio, vio a Max que, apoyado en la borda de enfrente, lo observaba con ceñuda intensidad mientras fumaba en pipa.
Félix alzó una ceja. ¿Qué había hecho esta vez? ¿Acaso no le había vuelto la espalda a Claudia? Sin duda, Max no podía sentirse molesto por eso.
Le hizo un cortés asentimiento con la cabeza y comenzó a tapar el tintero y guardar la pluma. Antes de que acabara, Max había golpeado la pipa contra la borda para vaciarla, y había cruzado la cubierta para sentarse junto a él sobre un cubo vuelto boca abajo. Félix ocultó un suspiro. ¿Iba a darle otro sermón?
—Buenas tardes, Max —dijo, con el tono más agradable del que fue capaz.
Max continuó mirándolo sin decir nada durante el tiempo suficiente como para que Félix comenzara a sentirse incómodo.
Al fin, justo cuando Félix estaba a punto de preguntar qué sucedía, Max habló.
—Es verdad que no has envejecido ni un solo día, Félix.
Félix suspiró.
—Todos me dicen eso. Estoy empezando a cansarme de…
—No lo digo como elogio —dijo Max—. Sólo constato un hecho. Es imposible que puedas tener un aspecto tan joven y vigoroso. —Frunció el ceño y señaló una mejilla de Félix—. Antes tenías una cicatriz, justo allí. ¿Lo recuerdas?
Félix alzó una mano y se tocó la mejilla; la cicatriz del duelo, de la herida sufrida cuando se había batido con aquel compañero de universidad, Krassner, y lo había matado.
—Ha desaparecido —dijo Max.
—Las cicatrices se borran —contestó Félix.
—Las que son como ésa, no. No del todo. Y sin embargo, ha sucedido.
Félix frunció el entrecejo. No le gustaba aquel escrutinio.
—Pero ¿no es algo bueno?
—¿Bueno? —Max se encogió de hombros—. Sí, supongo, pero también es misterioso. Algo antinatural afecta a tu cuerpo… lo mantiene joven, libre de enfermedades, te permite recuperarte de las heridas con mayor rapidez y más completamente de lo que deberías. Conozco a otros curtidos guerreros de tu edad, Félix. Son fuertes y están en forma, pero a pesar de eso les crujen las rodillas y tienen cicatrices en las manos. Tienen la cara con arrugas y profundos surcos. Tú no. Ya no pareces un joven de veinte años, es cierto, pero pareces diez años más joven de lo que eres en realidad, además de bien cuidado.
—Creo que estás exagerando, Max, pero, si lo que dices es verdad, qué… —Félix tragó, pues no sabía si quería conocer la respuesta—. ¿Qué crees que lo ha causado?
Max se echó hacia atrás, y se acarició la pulcra barba mientras pensaba.
—No lo sé, pero se me ocurren varias posibilidades. Notarás —dijo, adoptando un tono profesional—, que Gotrek presenta los mismos efectos. Más pronunciados, de hecho. No existe un enano más fuerte o grande que él. Apostaría a que posee la fuerza de diez enanos. Y también él carece prácticamente de cicatrices, salvo por lo que concierne al ojo que le falta. Tal vez algo con lo que os encontrasteis durante vuestro viaje a los desiertos del Caos ha causado este efecto. O podría tratarse de una consecuencia de haber entrado por el portal a través del cual desaparecisteis cuando os vi por última vez. Quizá sea una propiedad del hacha de Gotrek. Es un arma de grandioso poder. Tal vez lo mantiene a él, y también a ti, en plena forma para algún importante propósito, aunque no tengo ni idea de cuál podría ser. Cualquier cosa que sea, cabe la posibilidad de que pueda manteneros con vida indefinidamente.
—¿Indefinidamente? ¿Quieres decir que yo podría ser… —rio ante la ridiculez de lo que iba a decir—, un inmortal?
—O algo tan próximo como para que no haya diferencia alguna —replicó Max, al tiempo que meneaba con la cabeza—. Pero ten presente que no se trata de una bendición. Las gentes del Imperio no somos tolerantes con lo inusitado o antinatural, Félix. Si continúas teniendo este mismo aspecto durante diez o veinte años más, la gente comenzará a hablar. Podrían acusarte de ser alguna clase de mutante, o un maestro de las artes oscuras, o incluso uno de los no muertos.
Félix palideció. Jamás había pensado que su buena salud pudiera ser considerada una contaminación del Caos. ¿Qué se suponía que tenía que hacer, enfermar?
Max suspiró y se puso de pie.
—Tengo que volver para coger de la mano al erudito Aethenir, pero piensa en lo que te he dicho, Félix. Creo que sería prudente que te encararas con tu verdadera naturaleza, en lugar de fingir que no has cambiado.
—Gracias, Max —dijo Félix, en voz baja—. Lo haré.
Apenas reparó en que Max daba media vuelta y se marchaba, debido a lo confundido que estaba por las palabras del hechicero. No quería creerlo. ¿Cómo podía ser verdad? Si le hubiera sucedido algo, ¿acaso él no lo habría notado? No se sentía en nada diferente de cómo se había sentido siempre. Pero tal vez Max se había referido precisamente a eso. Debería haberse sentido diferente… con dolores, más desgastado, más viejo.
¿Y si era inmortal de verdad? ¿Debía alegrarse de ello? Vivir eternamente era el sueño de todo ser humano, ¿verdad? Pero eso de que una fuerza que no entendía lo hiciera inmortal sin su consentimiento… era algo que resultaba más enervante que atractivo. ¿Y deseaba realmente seguir al Matador hacia el peligro por los siglos de los siglos, indefinidamente? Hasta los viajes más descabellados debían tocar a su fin en algún momento, ¿no?
Un pensamiento repentino acudió a su mente e hizo que el corazón le diera un vuelco. ¿Podría ser algún tipo de vampiro, como había sugerido Max? ¡Eso significaría que él y Ulrika podrían estar juntos, después de todo! Pero, no, decidió con un suspiro; dudaba mucho que fuera un vampiro.
Estaba sentado al sol, ¿verdad? Y, hasta donde podía recordar, nunca había bebido la sangre de nadie. Además, si fuera un vampiro, jamás tendría la oportunidad de estar con Ulrika porque Gotrek lo mataría antes.
—¡Vela a la vista! —gritó una voz desde lo alto—. A popa de nuestro curso.
Félix alzó la mirada. Ese tipo de aviso había sido frecuente durante los primeros dos días del viaje, cuando el Orgullo de Skinstaad se encontraba en la parte estrecha del mar de Manaanspoort, en la principal ruta de navegación, pero al continuar a lo largo de la costa oriental cada vez habían visto menos barcos, ya que la mayoría de los mercantes bordeaban la costa occidental, en dirección a Bretona, Estalia y Tilea.
Se levantó para reunirse con el capitán Breda junto a la borda de popa. A lo lejos, entre el mar color hierro y el cielo color peltre, se veía una afilada mota blanca, como un colmillo que naciera del horizonte.
—¿Qué clase de barco es ése? —preguntó Félix.
El capitán se encogió de hombros.
—Es difícil saberlo a tanta distancia —dijo—. Tres palos, aparejo cuadrado. De Marienburgo, muy probablemente, posiblemente imperial. No sé qué hace navegando en dirección norte. No hay mucho comercio con los nórdicos en un momento tan avanzado del año. Yo mismo no estaría haciéndolo, de no ser por el oro del alto elfo.
El barco continuó en el horizonte durante el resto del día, sin acortar distancias y sin quedarse atrás. El capitán Breda ordenó a la guardia nocturna que mantuvieran vigiladas las luces del navio y lo despertaran si se aproximaba, pero la nave no se acercó.
* * *
El cuarto día amaneció gris y brumoso, con chaparrones intermitentes, y se hizo imposible saber si el barco de vela blanca continuaba o no detrás de ellos.
Justo antes de mediodía, el Orgullo de Skinstaad pasó ante el último promontorio del mar de Manaanspoort y salió a la grandiosa extensión negra del mar del Caos. El viento del norte, que se había suavizado un poco al pasar por las Tierras Desoladas, era allí una fría bofetada en la cara. Todos los marineros llevaban puestos justillos de cuero aceitado y se estremecían en sus puestos. Félix se envolvió mejor en la capa roja y miró en todas direcciones. A pesar de todo lo que había viajado, nunca antes había navegado por esas aguas. Directamente al norte estaba Norsca, tierra de naves largas, montañas coronadas de nieve y piratas cubiertos de pieles. Al este se encontraban Erengard y Kislev, así como el mar de las Garras. Al oeste se hallaba la fabulosa Albión, la isla envuelta en niebla que él y Gotrek habían visitado una vez, pero a la que nunca habían viajado. La aventura aguardaba en todas las direcciones, pero en conjunto todo parecía un poco escalofriante y carente de atractivo.
Fue unas horas más tarde cuando, finalmente, sucedió lo inevitable, y el camino de Gotrek se cruzó con el de Aethenir. Esta confrontación se había evitado hasta ese momento, porque tanto el enano como el elfo habían pasado la mayor parte del tiempo en sus respectivos camarotes y, en general, sólo salían a cubierta para ir al retrete. Así pues, fue en el retrete donde se produjo el encuentro.
El retrete del Orgullo de Skinstaad no era más que un banco con un agujero, colgado fuera de la proa del barco, justo por debajo del bauprés, y separado del resto de la nave por una cortina de cuero. El camino hasta él era muy estrecho, un pequeño espacio en forma de cuña situado entre el alto bauprés y la borda de estribor a la que estaban atadas las velas de recambio y otros objetos náuticos.
Aunque Félix no estaba presente al comienzo de la discusión, ésta se inició, al parecer, cuando Aethenir salió del retrete y se encontró con que Gotrek, impaciente, esperaba para entrar.
La primera noticia que Félix y el resto de la tripulación tuvieron de lo que sucedía, fue cuando la ronca voz de Gotrek se elevó por encima de los sonidos del viento y las olas.
—¡No me apartaré para dejar pasar a un elfo sin honor, adorador de árboles! ¡Apártate tú!
—¿Os atrevéis a venirme a mí con exigencias, enano? Yo he pagado el barco, y vos estáis en él por consentimiento mío. Apartaos, digo.
Félix se levantó de un salto del sitio en que había estado leyendo los relatos sobre sus viajes con Gotrek, y corrió hacia proa. Era lo último que les faltaba. También Max iba apresuradamente hacia ellos. Los guardias de la casa de Aethenir lo seguían de cerca. Cuando todos llegaron al diminuto espacio, encontraron al elfo y al enano enfrentados cara a cara —o cara a pecho, más precisamente—, y ladrándose el uno al otro como perros.
—Yo voy a donde quiero y cuando se me antoja, y ningún pomposo maricón de orejas puntiagudas va a cerrarme el paso. ¡Ahora, apártate antes de que te arroje por la borda!
—Testarudo hijo de la tierra. Yo no te cierro el paso. ¡Me lo cierras tú a mí!
—Gotrek —llamó Félix—. Déjalo ya. ¿Qué sentido tiene esto?
—Sí, Matador —dijo Max—. Déjalo pasar y acaba con el asunto.
—¿Dejar pasar a un elfo? —preguntó Gotrek indignado—. Antes muerto.
—Por Asuryan —dijo Aethenir—. Esta discusión sería innecesaria si os afeitarais esa monstruosa barba mugrienta. Entonces habría espacio suficiente para ambos.
Gotrek quedó petrificado, con su único ojo en llamas. Su mano derecha ascendió lentamente y aferró el mango del hacha.
—¿Qué has dicho?
Félix oyó el raspar de los aceros cuando los guerreros del alto elfo desenvainaron la espada, todos a la vez.
Aethenir alzó los ojos hacia ellos.
—¡Capitán Rion! ¡Hermanos! ¡Defendedme! ¡Salvadme de este demente picapedrero!
Los elfos se abrieron paso entre los otros espectadores.
—Cobarde —gruñó Gotrek, al situar el hacha ante sí y sin hacer caso de los elfos que tenía detrás—. ¿Harás que otros libren tus batallas por ti? ¡Desenvaina la espada!
—Yo no llevo espada —dijo Aethenir, que retrocedió contra la cortina del retrete—. Soy un erudito.
—¡Ja! —le gritó Gotrek—. Un erudito debería ser lo bastante prudente para no comenzar con la boca lo que no puede acabar con las manos. —Avanzó otro paso hacia el elfo.
—Volveos, enano —dijo el capitán Rion, un elfo de aspecto curtido y fríos ojos grises—. No mataré por la espalda ni siquiera a un excavador de túneles.
Gotrek se volvió y sonrió al ver el pequeño bosque de acero afilado con que se enfrentaba.
—De acuerdo —dijo—. Primero vosotros, y luego el «erudito».
Félix se situó junto a él.
—Gotrek, escúchame. No puedes hacer esto.
—Retrocede, humano —gruñó Gotrek—. Me estás apretando el brazo.
Félix se quedó donde estaba.
—Gotrek, por favor. Puede que se lo merezca, pero él ha pagado el barco. Este viaje acabará si los matas a él o a sus amigos. ¿Recuerdas la visión de fraulein Pallenberger? ¿La montaña negra? ¿La marea de sangre? ¿La gigantesca abominación? Si esta discusión acaba en matanza, regresaremos todos a Marienburgo y ese final se desvanecerá como todos los otros. ¿Es lo que quieres?
Gotrek permaneció rígido durante un largo momento, con la respiración agitada. Félix vio contraerse los músculos de su mandíbula bajo la barba, al rechinar los dientes. Al fin, enfundó el hacha, se volvió, y al pasar empujó groseramente con un hombro a Aethenir, que se pegó contra la borda.
El enano apartó la cortina de un manotazo, y luego volvió la cabeza.
—¡Será mejor que se trate de una muerte muy, pero que muy buena!
Dio media vuelta y desapareció dentro del retrete. A continuación se oyó un estruendo como si se hubiera producido una explosión en una planta cervecera.
Todos se apresuraron a alejarse.
* * *
Aquella noche, Félix se retiró muy contento a su camarote. Aunque el altercado de Gotrek con Aethenir había estado a punto de acabar con el viaje antes de que lo hubieran comenzado realmente, después Félix se había sentido animado al pensar en lo enfadado y vivo que había estado el Matador mientras intercambiaba insultos con el elfo y desafiaba a luchar a todo su séquito. Era un gran contraste comparado con el bulto sonámbulo que había permanecido sentado con aire sombrío en la taberna El Grifo, y que apenas tenía la energía suficiente para llevarse la jarra a la boca. La visión de la joven parecía haberle hecho el mismo efecto que un elixir, sacándolo de la muerte en vida impuesta por la depresión, y devolviéndole un propósito.
Mientras se tumbaba en la pequeña cama abatible y se cubría con la pesada colcha, Félix deseó que, por el bien del Matador, la premonición no fuese mentira. Después de eso, sus pensamientos se volvieron dispersos, y dejó que el rumor de las olas y los crujidos de los tablones del barco lo acunaran hasta caer en un profundo sueño sin sueños.
Cuando volvió a despertar, fue a causa de un sonido suave. Los largos años de experiencia de despertares peligrosos le habían enseñado a no hacer ningún ruido o movimiento repentinos. Así pues, movió sólo los ojos, con los que recorrió la pequeña área de camarote que podía abarcar sin mover la cabeza. Nada. ¿Lo habría imaginado? No. El suave ruido se repitió, y fue seguido por movimientos y susurros casi inaudibles. Decididamente, en el camarote había alguien o algo.
Ahora podía distinguir las esquinas y los bordes de las cosas, iluminados por un mortecino resplandor de luz lunar que entraba por el pequeño ojo de buey de grueso cristal. Giró la cabeza unos pocos centímetros, tan sigilosamente como pudo.
Sí, en el camarote había alguien, y estaba completamente desnuda; la pálida luz resaltó sus delgadas curvas jóvenes cuando dejó caer el ropón sobre la cubierta.
—¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó Félix.
—No podía dormir —replicó fraulein Pallenberger.
—Así que decidisteis que yo tampoco debería hacerlo.
Ella suspiró y se sentó en la cama; se estremeció un poco a causa del frío mientras posaba una mano sobre la colcha que cubría las piernas de él.
—Os valéis del humor áspero para ocultar vuestra desdicha, herr Jaeger, pero yo sé que, por debajo de vuestras crueles palabras, anheláis solaz. Me apartáis de vos para no tener que compartir vuestro dolor, pero mentalmente estáis gritando «volved, volved». —Se tendió sobre la colcha y acercó la cara a la de él—. Así que he vuelto.
Cerró los ojos y se acercó para besarlo. Félix volvió la cabeza, de modo que los labios de ella le tocaron torpemente la oreja.
—Fraulein —dijo, y luego luchó con la ropa de cama y se sentó—. Fraulein, no podéis estar aquí.
Ella rodó sobre sí y alzó los ojos hacia él, desperezándose al tiempo que alzaba una ceja con lo que él estaba seguro de que ella pensaba que era una expresión provocativa. Félix tragó. A pesar de la sobreactuación, la verdad es que tenía un aspecto bastante atractivo, tendida de ese modo.
—¿Y por qué no? —preguntó—. Vos lo deseáis. Yo lo deseo. Estoy segura de que no sois un gazmoño…
—¡Yo no lo deseo! —le espetó Félix—. Y en cuanto a vos… Esto tiene más que ver con jugársela al magíster Schrieber y rebelaros contra vuestra orden, que con ninguna atracción que sintáis por mí.
El lánguido aspecto de ella se desvaneció en un furioso destello de sus ojos, y también ella se sentó, ahora sin el más leve rastro de deseo.
—¿Y por qué no iba a serlo? —siseó—. ¿No os dais cuenta de que ésta podría ser mi última oportunidad? ¡Herr Jaeger, soy joven! ¡Joven! ¡Quiero saborear el mundo antes de que me lo arrebaten! ¡Quiero vivir antes de morir! ¡Tengo el don —¡mi maldición!— de predecir el futuro, y predigo que el resto de mi vida será un largo corredor gris lleno de polvo y mapas, telescopios y pálidos ancianos arrugados! —Se cubrió la cara con una mano—. Sé que no puedo abandonar los colegios. El Imperio no permite que una bruja viva. Sé que tengo que regresar y seguir el camino de los demás, pero por ahora… durante estos pocos días… —Alzó hacia Félix unos ojos que ardían con fuego relumbrante—, ¡quiero vivir!
Félix se retrepó, desgarrado entre la pena y la risa.
—Fraulein Pallenberger, todo esto es muy conmovedor, pero la Orden Celestial no es una orden de celibato. Podréis casaros. Podréis disfrutar tanto como queráis.
—No hasta que sea magíster —replicó Claudia, malhumorada—. ¡Y para entonces podría tener ya treinta años! Ya sería vieja. Nadie querrá mirarme. Habré dejado atrás la juventud.
Esta vez, Félix sí que rio entre dientes.
—¿Y qué edad pensáis que tengo yo?
—¡Es diferente en el caso de los hombres! —gritó ella, y luego comenzó a llorar de verdad—. ¡Ay, he cometido un terrible error! —chilló—. ¡Yo no quería ingresar en la orden! ¡No quería ser vidente!
—Shhhs, shhhh —chistó Félix, y le tomó una mano—. Despertaréis a todo el barco —gimió al imaginar qué sucedería si Max los encontraba así—. Por favor, fraulein. Calmaos.
Ella ahogó sus sollozos con las manos, cayó pesadamente contra el pecho de él y apoyó la cabeza en un hombro. Él la rodeó con los brazos y le acarició el pelo —no de un modo romántico, se dijo—, sólo para consolarla y calmarla. Pero cuando las manos de ella se deslizaron en torno a su torso y la joven se apretó contra él, sintió despertar el deseo dentro de sí.
Lo reprimió y se la quitó de encima, pero ella volvió a aferrársele en cuanto la soltó.
—No me echéis, herr Jaeger —le murmuró al oído—. Dejadme vivir. Os lo imploro.
—Fraulein… Claudia —dijo él, mientras intentaba desenredarse—. Realmente exageráis vuestra situación. Treinta años, aun en el caso de una mujer, no es…
Los labios de ella encontraron los de él, y luego su lengua hizo otro tanto. Y él respondió antes de acordarse de no hacerlo.
—Claudia, por favor —dijo, cuando por fin se apartó de ella. Aquello no estaba bien. Él amaba a Ulrika, cuyo recuerdo aún estaba fresco en su corazón. Dudaba que jamás pudiera extinguirse. No quería a nadie más que a ella. Y dado que no podía tenerla, no tendría a nadie en absoluto. Sería un sacrilegio profanar el recuerdo de su amor con un despreciable retozo animal.
Las manos de Claudia bajaron por el torso de él y le aferraron las piernas mientras le besaba el cuello. Félix se estremeció. Por otro lado, había algo que decir a favor de vivir el placer cuando uno podía encontrarlo en este mundo de problemas y dolor. Le volvieron a la cabeza las palabras de Ulrika. «Es necesario que hallemos la felicidad entre los de nuestras respectivas razas». Aún no estaba seguro de que fuera posible la felicidad… pero quizá sí el consuelo.
Con un suspiro y una silenciosa disculpa dirigida a Ulrika, dondequiera que estuviese, bajó la cara hacia Claudia y la besó larga y profundamente. La vidente sollozó y se apretó con más fuerza contra él. Félix se quitó la camisa de dormir por la cabeza, y desplazó los labios hasta la garganta de ella para besarla y darle tiernos mordiscos. Ella tembló y gimió. Félix rio entre dientes. Había pasado bastante tiempo, pero parecía que no había olvidado cómo se hacía. La tendió de espaldas en la cama y le besó una clavícula, para luego descender por entre los pechos. Ella gimió y lo abrazó, temblando como si tuviera fiebre.
—¡Aquí! —dijo—. ¡Aquí!
«Por Taal y Rhya —pensó Félix—, bajando más, no es de extrañar que la muchacha lamente su clausura; parece una gata en celo».
—¡Aquí! —chilló la vidente, y salió a toda velocidad de la cama, dándole un rodillazo en una mejilla a causa de la precipitación.
—Claudia, ¿qué…? —dijo él, y luego se quedó mirándola fijamente.
Ella se encontraba de pie en el centro del diminuto camarote, con los brazos abiertos y los ojos en blanco, temblando como si resistiera a un fuerte viento.
—¡Aquí! —gritó—. ¡Aquí está el origen de las visiones! ¡Puedo sentirlo! ¡Aquí surgirá la destrucción de Marienburgo!
Félix oyó que lo rodeaban de pronto golpes sordos y gritos interrogativos de sus compañeros de viaje. Salió de la cama de un salto y recogió el ropón de ella del sitio en que lo había dejado caer. Tenía que vestirla y devolverla a su camarote. Pero era imposible. Continuaba con los brazos abiertos, rígida como una espada, y no podía pasarle ambos brazos a la vez por las mangas.
—¡Aquí! —le gimió al oído cuando él intentaba envolverle el cuerpo con el ropón—. ¡Aquí hallaremos la perdición de Altdorf!
De esta guisa los encontraron los otros cuando abrieron la puerta de golpe. Max, Aethenir, el capitán Breda, Gotrek y los espadachines, todos mirando fijamente a Félix y Claudia, que luchaban, desnudos, en el centro del camarote, mientras el ropón de la vidente caía, una vez más, sobre la cubierta.
—¿Podrías hacer menos ruido, humano? —refunfuñó Gotrek—. Algunos de nosotros queremos dormir.