CINCO

CINCO

Regresaron a la posada a través de callejas y puentes secundarios para evitar las patrullas de la guardia. Félix se sintió desdichado durante todo el recorrido, mojado y tiritando, con la ropa empapada colgándole del cuerpo como si fuera de plomo, y chapoteando dentro de las botas inundadas. Gotrek, cosa irritante, no parecía molesto en lo más mínimo.

Félix redujo la marcha al llegar a la última esquina antes de la posada, preocupado por la posibilidad de que hubiera una compañía de la guardia esperándolos en la puerta. Asomó la cabeza para echar una mirada, y experimentó un tipo de escalofrío diferente a los anteriores al ver que, en efecto, había Boinas Negras que aguardaban en el exterior de la posada. Se echó atrás por instinto, pero luego volvió a mirar, con el ceño fruncido. Si los guardias estaban allí por ellos, ¿por qué sacaban gente de la posada tendida sobre camillas? ¿Y por qué el posadero y las mozas les estaban hablando?

—Ha sucedido algo —dijo.

Gotrek también echó un vistazo, y se encogió de hombros.

—Mientras aún sirvan.

Echó a andar con determinación, y Félix lo siguió, aunque más precavido y con la cabeza baja, pero los Boinas Negras no parecían ni remotamente interesados en él ni en el Matador. Estaban demasiado ocupados en ayudar a salir a la calle a personas de aspecto enfermo, y entrevistar al dueño de la posada. Había más personas mareadas que tosían y vomitaban sentadas sobre el pavimento de adoquines. Unos pocos lloraban. La gente de las tiendas vecinas se apiñaba en las puertas y hablaba en voz baja.

Al aproximarse a la posada, Félix se tambaleó al golpearlo una ola de olor horrible, como una mezcla de huevos podridos y esencia de rosas. Se tapó la boca y la nariz, y continuó caminando. Gotrek lo imitó. El hedor lo mareaba.

Un Boina Negra que estaba ante la puerta, alzó una mano.

—Será mejor que no entréis, mein herr. —Le lloraban los ojos y se cubría la boca con un pañuelo.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Félix.

—Hay algo en la bodega —replicó el guardia—. Dicen que salió como si fuera humo, y todas las personas que lo respiraron cayeron como muertas.

—¿Murieron? —Félix estaba conmocionado.

—No, señor —dijo el Boina Negra—. Sólo se desmayaron.

—Pero ¿qué era?

—Es lo que el capitán está intentando averiguar.

—¡Gas de cloacas, es lo que era! —declaró un comerciante de aspecto próspero al que parecía que habían sacado precipitadamente de la posada cuando estaba a medio vestir—. Esta condenada ciudad no ha hecho obras en esos canales desde hace décadas. Sólo Manann sabe lo que crece ahí dentro.

—¡Fueron adoradores del Caos! —jadeó un camarero que alzó los ojos inyectados de sangre desde donde estaba sentado. Tenía motas de espuma sanguinolenta en torno a la boca. Félix lo recordaba de cuando los había servido antes, en el salón—. Han abierto un agujero en el suelo de la bodega de los barriles. Yo lo vi. Era como una niebla verde. Entonces llegó hasta mí.

¿Era posible que sólo se tratara de gas de cloacas? Félix miró a Gotrek, cuya expresión decía que no era de la misma opinión.

—¿Cuándo ha sucedido esto? —le preguntó al camarero.

—Justo después del almuerzo, señor —replicó—. De hecho, justo después de marcharos vosotros. Lo recuerdo porque vi el humo cuando bajé a buscar un nuevo barrilete después de que vosotros acabarais con el anterior.

Félix intercambió con Gotrek otra mirada de inquietud. Estaba dispuesto a apostar que habían forzado la puerta de la habitación de ellos, y quería ver si había algún indicio de quién lo había hecho, pero no quería envenenarse por averiguarlo.

—¿Cuánto tiempo pasará antes de que podamos entrar? —preguntó.

El Boina Negra se encogió de hombros.

—No se podrá entrar hasta que el capitán dé «vía libre».

* * *

Fue una espera inquieta, durante la cual Félix vigiló constantemente los extremos de la calle por si aparecían los Boinas Negras de Euler, y Gotrek refunfuñó sin parar que tenía sed, pero, por fortuna, Félix no era el único que quería entrar a coger sus cosas así que, al final, el capitán cedió ante los huéspedes que lo acosaban y voceaban en torno a él en diversos estados de semidesnudez y angustia, y dijo que podían entrar todos a recuperar sus pertenencias, pero que la posada quedaría cerrada inmediatamente después hasta que pudieran registrarla más minuciosamente. El posadero pareció mohíno por esto, pero todos los demás lanzaron gritos de alegría y corrieron al interior.

Gotrek y Félix siguieron la corriente de huéspedes hasta el segundo piso. El interior de la posada aún olía horriblemente, y el hedor era aún peor en los confines de los estrechos corredores de los pisos superiores. Félix se cubrió la boca con un pañuelo, pero a pesar de eso se sentía como si el corredor oscilara en torno a él y tuvo que apoyarse en una pared para no perder el equilibrio mientras caminaban. Redujeron el paso y desenvainaron las armas al aproximarse a la habitación que ocupaban. Luego, Félix se detuvo en seco. La puerta estaba entreabierta. ¿La habrían forzado los Boinas Negras? Desde luego, él no la había dejado así.

Avanzaron sigilosamente hasta ella y escucharon. Félix miró a Gotrek, que negó con la cabeza. La ausencia de sonido no disipó los temores de Félix. Podría significar sólo que sus enemigos estaban acechándolos. Gotrek alzó el hacha y luego asintió.

Ambos se lanzaron al mismo tiempo y abrieron la puerta de una patada. Golpeó contra la pared, y Gotrek saltó al interior al tiempo que dirigía un tajo a derecha y otro a izquierda. La hoja no impactó contra nada. La diminuta habitación estaba vacía, salvo por los muebles que cabía esperar: una cama contra cada pared, una mesita alta con una jofaina y una jarra, y un baúl de ropa. Habían destrozado las camas y derribado la mesita de la jofaina, además de abrir el baúl y desparramar las pocas pertenencias de ambos por la habitación.

Félix entró detrás de Gotrek y cerró la puerta. La situación sería incómoda si aparecía el posadero y veía los destrozos. Miró en torno. La ventana que constituía la única fuente de luz de la habitación estaba abierta, y sobre el alféizar había astillas recientes, como si alguien hubiera entrado y salido por ella. Tenía que haberse tratado de alguien muy menucio y ágil, pues la ventana era pequeña. Por ella podría haber pasado un niño… o una mujer delgada.

Apartó la idea y registró sus pocas prendas de vestir. Todas tenían desgarrones y tajos; temió que le hubieran robado la armadura, pero la encontró tirada en un rincón, aún entera pero con el mismo hedor tóxico que todo lo demás. Tal vez los atacantes no habían podido romperla. También la manta enrollada del enano había sido cortada, pero él no tenía prendas de ropa que le pudieran estropear. No tenía ninguna otra pertenencia que no llevara encima.

—Dardos, redes, gas venenoso —dijo Gotrek—. Sólo los cobardes usan cosas semejantes.

Félix lo miró.

—¿Crees que son los mismos que nos atacaron en Altdorf?

Gotrek asintió.

—Y quienesquiera que sean, nos quieren vivos.

Una vez más apareció en su mente, sin que la conjurara, la imagen de la dama Hermione y de la señora Wither, mirándolo desde arriba, mientras estaba atado e indefenso, y se estremeció convulsivamente.

Félix le pagó al posadero el doble de lo que le debían por la habitación. El dinero pertenecía a su padre, y era lo mínimo que podía hacer por los problemas que habían atraído sobre el establecimiento.

Cuando echaron a andar por la calle, Félix se preguntó si no sería conveniente que durmieran al raso, para no acarrearle una suerte similar a otra posada. Comenzaba a sentirse como si fuera el portador de una plaga mortal y debiera mantenerse apartado de la sociedad hasta que la enfermedad concluyera. Tenían que enfrentarse a esos enemigos y acabar con ellos, pero ni siquiera sabían quiénes eran.

Cuando estaban a una manzana de distancia de la posada, alguien los llamó por su nombre.

—¡Félix! ¡Gotrek!

Ambos se volvieron mientras sus manos se desplazaban hacia las armas. Hacia ellos iba un carruaje, y Max se asomaba por una de las ventanillas.

—Justamente venía a buscaros —dijo, y entonces reparó en que Félix llevaba la armadura—. ¿Habéis dejado la posada?

—Eh… —Félix calló, pues no sabía muy bien cuánta información dar—. Entraron a robar en nuestra habitación —dijo, al fin—. Hemos decidido buscar otro alojamiento.

Max sacudió la cabeza con desconcierto.

—Los problemas os siguen como un perro perdido.

—Más bien como un murciélago —dijo Félix, por lo bajo, y luego, en voz alta—: ¿Por qué querías vernos?

—Tengo un asunto urgente que hablar con vosotros —replicó Max, al tiempo que abría la portezuela del carruaje—. ¿Me acompañáis?

Max no dijo ni una palabra sobre el asunto urgente mientras el carruaje atravesaba los muchos puentes e islas de la ciudad hasta los muelles.

—¿Estamos regresando al Jilfte Batean? —preguntó Félix, cuando las ruedas del carruaje resonaron sobre los tablones de los muelles.

—No —replicó Max—. Nuestro nuevo compañero nos espera en La Pica y Lucio.

—¿Nuevo compañero?

Pero Max no dijo nada más.

* * *

El carruaje se detuvo en un concurrido muelle donde los estibadores descargaban fardos de barcos mercantes que enarbolaban los colores de Bretona, Estalia y Tilea, así como de una docena de navios imperiales y de Marienburgo. Bajaron del carruaje y Max encabezó la marcha hasta una pequeña taberna sobre cuya puerta se veía un lucio ensartado por una lanza. El lugar olía a pescado, cosa nada sorprendente, pero el olor disminuyó al adentrarse en el bullicioso salón y aún más cuando enfilaron una escalera que ascendía hasta un comedor privado, pequeño pero primorosamente amueblado, situado en el primer piso.

Félix le hizo un cortés gesto de asentimiento con la cabeza a Claudia, que se encontraba sentada de lado sobre un banco cubierto de cojines que había junto al fuego, en la pared de la izquierda, con los pies recogidos debajo del cuerpo, y luego se detuvo en seco al ver al otro ocupante de la sala, sentado y tieso como una vara ante la cabecera de la mesa que ocupaba el centro de la habitación. Gotrek gruñó como si hubiera olido algo asqueroso. Era un elfo. De repente, Félix comprendió por qué Max no lo había mencionado. De haberlo hecho, Gotrek no habría subido al carruaje.

—Félix Jaeger —dijo Max—, Gotrek Gurnisson, permitidme que os presente a Aethenir Hojablanca, estudiante de la Torre Blanca de Hoeth e hijo de la bella tierra de Eataine.

El elfo se levantó e inclinó respetuosamente la cabeza. Era alto y tan delgado como una rama de sauce, pero tenía un aire de juventud y nerviosismo que le confería una apariencia más desgarbada que grácil. Presentaba los largos y altivos rasgos de su raza, pero elnerviosismo se le manifestaba también en los ojos azul cobalto, que miraban rápidamente de un lado a otro mientras hablaba.

—Es un honor para mí, amigos. Conoceros me enriquece.

—Un elfo —dijo Gotrek, como si escupiera, y se volvió hacia la puerta—. Nos vamos, humano.

—Espera, Matador —pidió Max—. Si aún persigues tu muerte, escúchalo.

—Iremos hacia el más grave de los peligros, con o sin vosotros —añadió Claudia.

Gotrek se detuvo en la puerta, con los puños cerrados. Félix apartó los ojos de él para dirigirlos hacia Max, el elfo y la vidente, todos los cuales esperaban la decisión del Matador.

Al final, el enano se volvió otra vez hacia ellos.

—Di lo que tengas que decir, cortabarbas.

—Eso es un mito —le espetó el elfo—. Nunca sucedió. Vos…

Max alzó una mano.

—Amigos, por favor. Tal vez éste no sea el momento más adecuado para sacar a relucir viejas discusiones. Contamos con poco tiempo.

—Tenéis razón, magíster —convino Aethenir—. Perdonadme.

Gotrek se limitó a gruñir.

Max les ofreció a Gotrek y Félix asientos en torno a la mesa, y él ocupó otro. Félix se sentó, pero Gotrek se quedó de pie, con los brazos cruzados y mirando al elfo con ferocidad.

—Conocimos al erudito Aethenir anoche —dijo Max—, cuando acudimos a una reunión de los magísteres de Marienburgo, en busca de su conocimiento de la región de las Tierras Desoladas, situadas al noroeste de aquí.

—La región hacia la que me conducen las visiones —añadió Claudia, que se inclinó hacia delante.

—De la Torre de Hoeth fue robado un libro —intervino Aethenir—. Un libro que contiene mapas y descripciones de la zona que llamáis Tierras Desoladas, y de las ciudades álficas que en otros tiempos la agraciaron, como eran antes de que la Secesión asolara tanto la tierra como el mar y cambiara la línea costera para siempre. Debo recuperar ese libro.

—¿Y…? —dijo Gotrek, cuando el elfo no continuó.

—¿Y? —preguntó Aethenir.

—¿Dónde está mi muerte?

—¿No lo veis, Matador? —intervino Claudia—. El libro detalla exactamente la misma zona donde las visiones me han dicho que se originará la destrucción de Marienburgo y Altdorf. Esto no es una coincidencia. Allí está incubándose un gran mal, y allí debemos ir para impedirlo.

—Es mi convicción —dijo Aethenir— que quienes han robado el libro son agentes de los poderes oscuros que buscan algún antiguo objeto élfico que está oculto en una de las ciudades en ruinas. No sé de qué podría tratarse, pero un objeto de gran poder en manos de los peones del Caos sólo puede significar destrucción y desesperación para los pueblos de Ulthuan y el Viejo Mundo.

—No lo entiendo —dijo Félix—. Si esta amenaza es tan grave, ¿por qué los elfos no acuden con un ejército? Sin ánimo de faltaros al respeto a vos, alto señor, ni a herr Schrieber ni a fraulein Pallenberger, pero ¿por qué habéis recurrido a nosotros? ¿Por qué no habéis ido a buscar a la armada de Ulthuan?

Aethenir vaciló, con la mirada fija en la mesa, y luego habló:

—Como les expliqué anoche a los magísteres, la Torre de Hoeth es el centro de la erudición mágica de Ulthuan. Allí se enseña el único arte verdadero a los más grandes magos del mundo. Los libros y pergaminos alojados entre sus blancos muros conforman la biblioteca más completa y peligrosa que existe en el mundo. La torre en sí tiene fama de ser inexpugnable. Nunca antes han robado nada de su interior. —El rubor tiñó las mejillas del alto elfo—. Los maestros eruditos de la torre están orgullosos de esta reputación, y no desean que se sepa el oprobio que ha caído sobre ellos, así que me han enviado a mí, no más que un humilde iniciado, para que recupere el libro en secreto antes de que nadie sepa que ha desaparecido. He llegado sin más escolta que unos pocos miembros de la guardia de la casa de mi padre, todos los cuales han jurado guardar el secreto, con el pretexto de examinar unas ruinas anteriores a la Escisión como parte de mi campo de estudios. Se pensó que un destacamento más numeroso podría llamar la atención.

Gotrek bufó.

—La típica astucia de los elfos.

Félix frunció el ceño.

—¿Con qué prontitud comenzaréis este viaje? —preguntó.

—De inmediato —replicó Max—. El erudito Aethenir ha alquilado un barco, y el capitán está preparado para partir con la marea del anochecer.

Félix se volvió a mirar a Gotrek.

—Matador, aún tengo que recuperar la carta de Euler.

Gotrek meneó la cabeza.

—Sí. Y yo no tengo tiempo para las cacerías de un mocoso elfo. Paso.

Se volvió hacia la puerta. Félix se levantó para seguirlo, y les hizo una reverencia a Max, Aethenir y Claudia.

—Lo siento, pero…

—Soñé con vos, Matador —dijo Claudia, en voz alta, cuando Gotrek abría la puerta—. Os vi dentro de las entrañas de una montaña negra, luchando contra enemigos sin cuenta. Vi que la sangre ascendía como la marea para ahogaros. Vi a una gigantesca abominación que os aplastaba entre sus garras.

Gotrek se detuvo en la entrada. Félix se detuvo detrás de él y le lanzó una mirada furiosa a Claudia. ¿Había visto realmente esas cosas, o estaba tentando al Matador con el único cebo que podía atraerlo?

Gotrek miró a Max.

—¿Avalas tú las visiones de esta muchacha, hechicero?

Max asintió con gravedad.

—Sí, Gotrek. Los señores magísteres de su orden han dictaminado que tiene auténticos poderes de adivinación.

—Gotrek —dijo Félix—. Yo no puedo ir.

Gotrek asintió, pero en su único ojo se había encendido una luz que Félix no había visto desde que había luchado contra el mago Lichtmann y los cañones demonio.

—Haz lo que tengas que hacer, humano —dijo el enano—. No te lo impediré, pero yo debo cumplir mi destino. —Se volvió para encararse con Claudia, Max y Aethenir—. De acuerdo —dijo—. Iré. Pero mantened al elfo apartado de mí.

* * *

Félix luchaba con su conciencia mientras caminaba con Gotrek, Max y los otros hacia el muelle donde estaba amarrado el barco. ¿Qué debía hacer? ¿Les deseaba buen viaje y hacía otro intento con Hans Euler, mañana, o se marchaba con ellos y se olvidaba de recuperar la carta incriminatoria? ¿Con quién estaba más obligado, con Gotrek o con su padre? ¿Qué juramento tenía prioridad? Había seguido a Gotrek durante veinte años, y jamás había hecho otra promesa que se contradijera con el juramento hecho al Matador. Pero Gotrek no pertenecía a su familia. No estaba en su lecho de muerte. Por otro lado, ¿qué pasaría si el Matador hallaba por fin su muerte y él no estaba allí para presenciarla? Eso invalidaría precisamente la razón por la que viajaban juntos. Sería un final terriblemente decepcionante para una aventura tan grandiosa.

Al fin, suspiró y se retrasó un poco para situarse junto a Gotrek, que se había quedado atrás.

—Matador —dijo—, no logro decidir si quedarme o marcharme.

Gotrek se encogió de hombros.

—La primera lealtad de un enano es para con la familia. No me tomaré a mal esto.

Félix asintió, pero continuó meditando. El hecho de que Gotrek le diera permiso para dejarlo, no hacía que la decisión resultara más fácil. Por disparatado que pareciese, preferiría ir con Gotrek hacia su propia perdición. No le importaba realmente lo que sucediera con Euler. Era su padre quien lo había obligado a enfrentarse con él. Al viejo rapaz le estaría bien empleado si Félix se limitaba a permanecer sentado durante los diecisiete días siguientes y dejaba que Euler les enviara la carta a las autoridades. Y, sin embargo, lo había prometido. ¿Acaso no le había dicho a Claudia, hacía muy poco, que un juramento era un juramento, por mucho…?

¡Diecisiete días! El corazón de Félix dio un brinco. ¡Eso era! Ésa era la solución.

Se volvió a mirar a Gotrek.

—He tomado una decisión —dijo—. Tengo diecisiete días para recuperar la carta, así que te acompañaré. No podemos tardar más de una semana en remontar la costa, y otra semana en volver. Así que dispondremos de uno o dos días para recuperar la carta de manos de Euler, cuando regresemos.

—Podríamos no regresar, humano —dijo Gotrek.

—En ese caso, será el destino quien me haya privado de cumplir mi promesa —replicó Félix—, y no la falta de voluntad.

Gotrek alzó una ceja ante esto, pero nada dijo mientras Félix iba a notificarle a Max su decisión.

* * *

La hospitalidad del Jefe de Guerra Riskin Oreja Desgarrada, del Clan Skryre, comandante de las madrigueras skaven del subsuelo de la conejera con olor a pescado que los humanos llamaban Marienburgo, equivalía a una sola habitación húmeda situada al fondo de un túnel en desuso, tan pequeña que casi no cabía Thanquol en ella, mucho menos su séquito y Rompehuesos, ¡y por la que aquel impertinente cachorro joven esperaba que le pagara una fortuna en raciones de piedra de disformidad! La descarada falta de respeto de esto dejaba atónito a Thanquol. ¿Acaso no sabía quién era él? En los viejos tiempos, un simple jefe de guerra se habría inclinado para lamerle las patas posteriores en su ansiedad por servir a un vidente gris de su renombre.

El frío recibimiento no había mejorado precisamente el humor de Thanquol, ya pésimo a causa del penoso y lento viaje que lo había llevado hasta allí. En sus tiempos, los portadores de palanquín eran veloces y sumisos. Sabían qué sitio ocupaban y cómo llevarlo a uno hasta su lugar de destino sin chocar con todos los skaven que iban en dirección contraria. Ahora, avanzar todos en la misma dirección y al mismo tiempo parecía ser más de lo que sabían hacer. Por tanto, escuchó con impaciencia las excusas que le daba el asesino demasiado bien pagado y de escasa efectividad.

—Te presento mis abyectas disculpas, oh, el más magnánimo de los skaven —dijo Colmillo Umbrío desde el suelo, arrodillado ante él—. Pero aunque nuestro humo de dormir no los pilló en el sitio de beber, no todo está perdido.

—¿No? —preguntó Thanquol—. Entonces ¿te las has arreglado para envenenarte tú en el intento?

Issfet soltó una aduladora risilla ante esto, y Thanquol le manifestó su aprobación con un asentimiento. Le gustaba que sus sirvientes fueran serviles y obsequiosos.

—No, vidente gris —dijo Colmillo Umbrío—. Pero hemos seguido-perseguido al par hasta un barco, y hemos torturado a uno de los marineros para que nos revelara la destinación.

—¿Y…?

El asesino se removió con incomodidad.

—No tienen ninguna destinación, oh, sagaz. Cazan-buscan a algo en el pantano-hedor, pero no saben dónde está.

Thanquol rumió esta información. Era una desgracia que Colmillo Umbrío hubiera fracasado una vez más en la captura de sus dos Némesis, pero seguirlos al interior de las Tierras Desoladas, donde no habría nadie que pudiera interferir o acudir a rescatarlos, no sería el más terrible de los planes. Sí, tal vez fuera para mejor. Ahora sólo necesitaba un medio para seguirlos.

Se volvió a mirar a Issfet.

—¿Qué medios de transporte tiene a su disposición ese necio de Riskin? —preguntó—. Rápido-rápido.

El skaven sin cola hizo una reverencia, y una vez más estuvo a punto de perder el equilibrio.

—Lo averiguaré, oh, el más oloroso de los señores.