CUATRO
El viaje acabó, por fin, siete días después, aunque a Félix se le hizo muy largo. Con Claudia saliéndole al encuentro desde cada rincón, y Max mirándolo con expresión ceñuda desde todas las puertas, se sentía como un hombre acosado cuando el barco fluvial llegó a Marienburgo, así que desembarcó con un suspiro de alivio en los muelles, envueltos en la niebla.
Él y Gotrek se alojaron en una posada que le había recomendado su padre, llamada Las Tres Campanas, situada en el bullicioso barrio de Handelaarmarkt, un lugar de oficinas de fletes, locales gremiales y asociaciones de comercio. Félix le envió un mensaje a Hans Euler para decirle que deseaba reunirse con él por un asunto de negocios. Mientras aguardaba la respuesta, continuó leyendo el primer volumen de Mis viajes con Gotrek, que estaba resultando ser mejor de lo que él había temido. De vez en cuando se sorprendía asintiendo ante un determinado giro en una frase, y pensando que de joven era mejor escritor de lo que él había pensado.
Gotrek se había instalado de inmediato en una mesa del fondo del largo y estrecho salón de la posada, y procedido a beber hasta llegar a un estado de estupor, igual que había hecho en la taberna de El Grifo de Altdorf. Félix suspiró al verlo. Era como si al Matador le hubieran drenado completamente la vida, y sólo quedara un cuerpo vacío que nada recordaba de su vida anterior, salvo beber. Repelida la invasión de Archaon, ¿quedaba algo que pudiera sacar a Gotrek de su melancolía? ¿O pasaría el resto de su vida viajando de una taberna a otra, tan desdichado en una como en todas?
Aunque a menudo protestaba cuando se veía obligado a seguir al Matador hacia el peligro, tampoco le gustaba mucho esta perspectiva que, sin duda, no tenía nada de épica.
A la mañana siguiente, cuando Félix bajó de su habitación en busca del desayuno, el posadero le entregó una nota. Era de Hans Euler. Félix la abrió y leyó:
Herr Jaeger:
Os saludo muy cordialmente y os comunico que me sentiré muy complacido de reunirme hoy con vos, dos horas después de mediodía, en mi casa de Kaasveltstraat, en el barrio de Noordmuur.
Vuestro,
Hans Euler
Félix quedó muy satisfecho, si bien un poco sorprendido, ante la rapidez y cortesía de la respuesta. Por lo que su padre había dicho de aquel hombre, había esperado que le diera largas o que lo rechazara sin más. Envió un mensajero para comunicar que estaría allí a las dos, y fue a buscar a Gotrek.
No tuvo que ir muy lejos. El Matador se encontraba ante la misma mesa donde Félix lo había dejado la noche anterior, con la mirada fija en el vacío y una jarra enorme en un puño. Daba la impresión de que, una vez más, no había subido a la habitación que compartían. Félix le pidió a la moza de la taberna que le llevara el desayuno, y a continuación fue a reunirse con el Matador. Gotrek continuó con los ojos clavados ante sí. Félix carraspeó.
—Euler ha accedido a reunirse hoy conmigo —dijo.
—¿Quién? —preguntó Gotrek con su voz tronante, sin volverse.
—Hans Euler. El hombre a quien he venido a ver.
—Ah. —Gotrek vació la jarra y luego hizo una mueca—. Por Grungni, esto es terrible. Sabe a pescado. —Le hizo un gesto a la moza para que le llevara otra.
—Tenía la esperanza de que me acompañaras.
—¿Por qué?
—Bueno, porque Euler podría ponerse difícil. Puede que necesite un poco de ayuda para convencerlo de que me entregue la carta.
El único ojo de Gotrek se alzó hacia Félix, que vio agitarse en él un asomo de interés.
—¿Una pelea?
—Espero que no, pero es posible. Sobre todo, quiero que os vea a ti y a tu hacha mientras hablo con él.
Gotrek lo meditó y se encogió de hombros.
—Me parece demasiada molestia. Me quedaré aquí a beber.
Félix estuvo a punto de atragantarse. ¿El Matador le volvía la espalda a un posible enfrentamiento? Había llegado realmente el fin de los tiempos.
—Pero si no te gusta la cerveza. Sabe a pescado.
—Sigue siendo cerveza —replicó Gotrek, y volvió a fijar la mirada en la pared.
Félix suspiró. Era verdad que quería que Gotrek lo acompañara. Había pocas cosas más intimidantes que un Matador, y Gotrek era un ejemplar de lo más impresionante. Podría suponer la diferencia entre el éxito y el fracaso de sus negociaciones. Se inclinó hacia delante.
—Escucha, Gotrek, no puedo marcharme de Marienburgo hasta que haya resuelto este asunto. Si no me ayudas, podría tardar semanas… semanas de beber cerveza que sabe a pescado. Por otro lado, si me acompañas, podríamos conseguir la carta hoy mismo, y ponernos en camino para regresar a Altdorf donde la cerveza no sabe a pescado. ¿Qué te parece?
Mientras Gotrek meditaba esto, la moza les llevó la siguiente cerveza del enano y el desayuno de Félix. Gotrek cogió la jarra en cuanto se la dejó delante, se la llevó a la boca y se detuvo, con la nariz fruncida. Gruñó, bebió de todos modos, y luego dejó la jarra sobre la mesa mientras tragaba con cierta dificultad.
—De acuerdo, humano. Te acompañaré.
* * *
Kaasveltstraat era una calle de ricas residencias en medio del barrio discretamente próspero de Noordmuur, flanqueada a ambos lados por bellas casas de tres pisos de piedra y ladrillo, todas provistas de una escalinata de mármol blanco que ascendía hasta una sólida puerta de madera; en la fachada se abrían ventanas con cristales en forma de diamante que destellaban bajo el gélido sol de la tarde. La casa de Hans Euler estaba en el lado este de la calle, de espaldas a un canal, y los pisos superiores sobresalían por encima del agua. Todo parecía muy sólido y respetable, muy diferente de la apariencia que Félix había imaginado que tendría la morada del hijo de un pirata.
Gotrek se encontraba detrás de él e intentaba rascarse una zona que le picaba debajo de la escayola; avanzó hasta la puerta para llamar, y vaciló. No anhelaba lo que vendría a continuación. Ese tipo de situación siempre lo hacía sentir mal. ¿Por qué estaba haciendo esto, para empezar? Nunca le habían importado los asuntos empresariales de su padre. No le importaba si su padre perdía una parte de la empresa a favor de otra persona. Por lo que a Félix concernía, podía consumirse en llamas. Estaba medio decidido a regresar a la posada y olvidarlo todo.
Pero no lo hizo. Por el contrario, maldijo por lo bajo y llamó a la puerta. La familia era una trampa más pegajosa que la tela de cualquier araña.
Pasado un momento, un pulcro mayordomo menudo, ataviado con un jubón negro de cuello alto, abrió la puerta. Llevaba un perfecto rizo de aceitoso pelo negro pegado a la frente, y sus labios se fruncieron con desdén mientras miraba a Félix de arriba abajo.
—Oui? —dijo.
—Soy Félix Jaeger, he quedado con Hans Euler —replicó Félix—. Él es mi compañero, Gotrek Gurnisson.
Los ojos del mayordomo se abrieron un poco más al ver a Gotrek, pero luego recobró la compostura, y ejecutó una reverencia que implicó más movimientos que una partida de ajedrez.
—Por favor, entrad, messieurs. Monsieur Euler los espera.
Félix y Gotrek entraron en un vestíbulo forrado con paneles de madera, que tenía una estrecha escalera de caracol a un lado y una puerta por la que se accedía a un amplio salón situado al fondo. Había un mirador que daba sobre el canal.
Félix examinó la casa mientras el mayordomo cerraba la puerta tras ellos. Era pequeña, pero ricamente amueblada. Oscuros cuadros de hombres con apretadas gorgueras atestaban las paredes, y costosas alfombras estalianas cubrían los suelos de madera pulimentada. Todo esto le decía a Félix que Hans Euler no estaba a la altura de su padre, pero a pesar de todo era un hombre rico.
—¿Vuestra espada, señor? —dijo el mayordomo, que entrechocó los talones al tiempo que hacía otra reverencia.
Félix abrió la hebilla del cinturón y se lo entregó con la espada rúnica envainada.
El mayordomo hizo otra reverencia y se volvió hacia Gotrek.
—¿Y el hacha, monsieur enano?
Gotrek se limitó a mirarlo fijamente con su único ojo.
El mayordomo le sostuvo la mirada durante un breve instante. Pareció que estaba a punto de volver a hablar, y luego lo pensó mejor. Hizo una convulsiva reverencia y dio media vuelta, pálido.
—Carece de importancia —tartamudeó—. Con sólo un brazo, ¿cómo ibais a poder usarla?
Félix podría haberlo informado mejor, pero lo dejó correr.
El mayordomo guardó la espada de Félix dentro de un pequeño armario que había junto a la puerta, y luego les hizo una reverencia más al tiempo que les indicaba la escalera.
—¿Los messieurs me acompañarán por aquí?
Lo siguieron hasta el primer piso, donde se detuvo ante una puerta situada justo en lo alto de la escalera de caracol, y llamó con los nudillos. Se oyó una voz apagada, y abrió.
—Félix Jaeger y su acompañante, monsieur —dijo, hacia el interior de la habitación, luego hizo una reverencia y se apartó a un lado para dejar pasar a Félix y Gotrek.
Entraron por el centro de una larga sala que tenía altas ventanas de cristales en forma de diamante a lo largo de una pared. Era una sala mucho más luminosa que la que tenía debajo. Frente a la puerta crepitaba el fuego de un pequeño hogar. A la izquierda había un conjunto de gráciles sillas bretonianas dispuestas en torno a una mesa baja, y a la derecha se veía un lujoso escritorio, detrás del cual, montada sobre un aparador de madera de cerezo, había una caja fuerte de hierro hecha por enanos que desentonaba por su pragmatismo en aquel entorno por lo demás sofisticado.
De pie junto al escritorio y con una expresión de bienvenida en el amable rostro redondo, estaba el hombre de aspecto menos práctico que Félix hubiera visto jamás. Era grueso, bajo y en proceso de quedarse completamente calvo, con una nariz informe y bondadosos ojos azules. Sus ropas de corte conservador eran del más costoso paño fino de Middenland, y con una de sus regordetas manos sujetaba un bastón con empuñadura de plata. Parecía más un comerciante que un pirata.
«Tal vez —pensó Félix—, en estos tiempos modernos no hay mucha diferencia entre ambos».
—Messieurs, herr Euler —dijo el mayordomo.
La cálida sonrisa de herr Euler vaciló al ver las toscas ropas de viaje de Félix, y se borró del todo cuando Gotrek, medio desnudo y tatuado, atravesó la estrecha puerta.
Se volvió a mirar al mayordomo.
—¡Guiot! ¡El enano tiene un hacha!
El mayordomo se puso lúcido e hizo una vigorosa reverencia.
—Os pido disculpas, monsieur, pero no quiso, y yo no pensé… eh, quiero decir que, impedido como está, no puede…
—Eres tú quien está impedido, Guiot —le espetó Euler—. Por la cobardía. —Suspiró y agitó una mano para despedirlo—. Muy bien, haz que Harald y Jochen traigan comida y bebida para nuestros huéspedes. Puedes retirarte.
—Oui, monsieur. Lo siento, monsieur. —El mayordomo volvió a inclinarse y se marchó.
Euler recuperó la sonrisa al volverse hacia Félix.
—Herr Jaeger —dijo, mientras avanzaba y le tendía una mano—. Me alegro de conoceros al fin.
—El placer es mío, herr Euler —repuso Félix, y le estrechó la mano.
—Os pido disculpas por mi estallido de cólera —continuó Euler—. Y a vos, maestro enano. Vuestra presencia me ha sorprendido, eso es todo. Por favor, ¿queréis sentaros?
Hizo un gesto hacia las sillas de frágil aspecto. Félix se sentó con cuidado, asegurándose de que sus botas y hebillas no arañaran nada.
Gotrek se dejó caer en otra como si el exquisito objeto fuera un banco de taberna. Euler se encogió al oírla crujir, pero mantuvo la sonrisa.
—Debo decir, herr Jaeger —dijo—, que me sorprende veros aquí, y antes de tiempo, además. Por las cartas de vuestro padre, esperaba recibir la visita de abogados o asesinos a sueldo, no de un miembro de la familia. —Rio entre dientes—. Bueno, supongo que el anciano caballero acabó por ver que le había hecho una sabia oferta.
—¿Qué le hicisteis una oferta? —Félix frunció el entrecejo—. Disculpad, herr Euler. ¿De qué oferta habláis? Mi padre no dijo nada de una oferta.
La ancha frente de herr Euler se frunció.
—Pues le ofrecí comprar una participación en Jaeger e Hijos y, como está haciéndose mayor, ayudarlo con la dirección de la oficina central, además de hacerme cargo de abrir una nueva oficina en Marienburgo para facilitar los tratos con los comerciantes de allende los mares.
Félix alzó las cejas al oír esto, y volvió la mirada hacia Gotrek. Si las cosas se ponían difíciles, iba a necesitar su apoyo. El Matador clavaba los ojos en el suelo sin prestar la más mínima atención, y descansaba el brazo escayolado sobre el regazo. Félix esperaba que estuviera prestando la atención suficiente como para adoptar un aspecto amenazador cuando llegara el momento.
—Mi padre me contó algo ligeramente distinto —dijo Félix, al cabo—. Lo llamó chantaje, en lugar de oferta. Dijo que vos teníais una carta que pretendíais enseñarles a las autoridades de Altdorf si él no os daba una mayoría de acciones que os permitieran controlar Jaeger e Hijos.
Se oyeron pasos en el corredor y entraron dos hombres, uno con un servicio de café de plata y el otro con una bandeja de tartitas de mermelada. Aunque llevaban jubones y calzones negros con puntillas en los puños y cintas en las rodillas, Félix pensó que jamás había visto dos lacayos menos convincentes. Eran muy corpulentos y ambos medían bastante más de metro ochenta de altura, con abultados músculos que tensaban el terciopelo de los uniformes, el cabello recogido en coletas embreadas, y caras que presentaban las cicatrices de una vida de combates. Las manos del hombre que llevaba el servicio de café eran casi tan grandes como la bandeja que sostenían en equilibrio.
Félix volvió a mirar a Gotrek, que continuaba mirando al suelo y no parecía darse cuenta de la presencia de aquellos dos titanes que avanzaron con extremo cuidado por el laberinto de delicadísimos muebles de la habitación. Éstos depositaron el refrigerio en la mesa que había entre Félix y Euler. Guiot, el mayordomo, se mantenía en la puerta.
—No fue chantaje, herr Jaeger —replicó Euler, paciente, mientras cogía una tartita—. No siento ninguna afición por los sucios asuntos en que una vez se mezclaron nuestros padres, y sólo quiero enderezar las cosas. Lo que yo sugerí fue que si vuestro padre me permitía comprar una parte de Jaeger e Hijos, enmendaríamos, juntos, nuestro mutuo pasado de delincuencia. Pero que si rechazaba mi oferta y continuaba violando la ley imperial, no me quedaría otra alternativa, como ciudadano respetuoso de la ley, que denunciarlo ante las autoridades competentes.
Félix frunció los labios, ya que el tono santurrón de Euler le rechinaba. Al parecer, su primera impresión de aquel hombre había sido correcta, y era un pirata, después de todo.
—Ya veo.
Los dos gigantes retrocedieron hasta ambos lados del hogar, donde permanecieron a disposición de su amo.
—Pero todo esto está fuera de discusión, dado que habéis venido —dijo Euler, sonriente—. ¿Habéis traído los documentos? ¿Habéis decidido el valor de las participaciones?
Félix tosió, y maldijo mentalmente a su padre por ponerlo en una situación semejante. Detestaba ese tipo de confrontación. Su hermano Otto habría sido mucho más adecuado que él para este cometido. Habría sabido con total exactitud el tipo de velada amenaza que debía utilizar.
—Herr Euler, habéis malinterpretado el propósito de mi visita. No he venido a venderos ninguna participación de la empresa de mi padre. He venido a recuperar la carta.
La sonrisa de Euler desapareció como si jamás hubiera existido. Le lanzó una mirada a la caja fuerte que descansaba sobre el aparador de detrás del escritorio, y luego dejó la tartita en el plato con un gesto frío.
Félix continuó.
—Antes de que digáis nada, debo deciros que mi padre me ha autorizado a ofreceros una suma muy generosa a cambio de la carta.
Euler soltó una risa que pareció un ladrido.
—¿Qué es un solo pago comparado con los ingresos constantes que me proporcionaría una participación? No, gracias, herr Jaeger. Vuestro padre tiene sólo un modo de resolver esta dificultad, y es a mi modo. Le quedan diecisiete días. Mientras no esté dispuesto a vender, no tenemos nada más de qué hablar. Podéis marcharos.
Félix suspiró. Era en esta parte del proceso cuando su padre esperaba, sin duda, que él empezara a destrozar cosas hasta que Euler le entregara la carta, pero la verdad era que no le apetecía. El hombre era vil, pero no más que su padre, y Félix nunca había amedrentado a nadie por nada en toda su vida. No era un ladrón, que era como se sentía en este caso. Resultaba embarazoso. Si al menos tuviese algún otro tipo de influencia… Si pudiera hacerle a Euler la misma jugarreta que Euler le había hecho a su padre…
Se detuvo. Bueno, ¿y por qué no?
—Lamento oíros decir eso, herr Euler —dijo, al fin—. Porque esperaba no tener que recurrir también yo al chantaje.
—¿Qué disparate es ése? —preguntó Euler.
Félix tragó y se lanzó.
—Bueno, la correspondencia circula en dos direcciones. También mi padre tiene una carta del vuestro, en la que admite estar implicado en las mismas actividades que mi padre y, además, que os ha introducido a vos también en el negocio.
—¿A qué actividades se refiere? —gritó Euler.
Félix no tenía ni idea.
—Es mejor no mencionarlas en voz alta, ¿no os parece? —dijo—. Aunque hayan pasado tantos años. —Le sonrió a Euler con lo que esperaba que pareciese astucia—. Mi padre quiere aseguraros que, si lo hacéis caer, os encontraréis ahogándoos en la misma cloaca… y vos tenéis mucha más vida que él para perder. Pero, si estáis dispuesto a renunciar a vuestra carta, él está dispuesto a renunciar a la suya. Podemos hacer un intercambio y concluir pacíficamente este asunto.
Los ojos de Euler echaban chispas. Se acarició el redondo mentón con dedos regordetes.
—El astuto viejo cabrón… Creo que estaría dispuesto a morir en el oprobio y la pobreza sólo para poder verme arruinado también a mí. —De repente, pareció ocurrírsele algo. Miró a los corpulentos sirvientes, y luego otra vez a Félix—. ¿Tenéis esa carta aquí?
Félix abrió más los ojos. No se le había pasado por la cabeza que Euler fuera a recurrir a la violencia. A pesar del tamaño de sus sirvientes, continuaba siendo un hombre respetable que vivía en una calle respetable. No iría a intentar nada en su propia casa, ¿verdad?
—Eh… no la llevo encima —replicó—. La dejé en la posada, pues pensaba que os mostraríais razonable y que no la necesitaría. Si llegamos a este extremo, iré a buscarla.
Euler sonrió.
—No necesitáis molestaros. Enviaré a un sirviente a buscarla mientras esperáis aquí.
Félix le lanzó una mirada a Gotrek. Parecía que continuaba sin prestar atención. ¿Acaso no percibía la tensión que se acumulaba en el ambiente?
—No es ninguna molestia, herr Euler —le aseguró, al tiempo que se ponía de pie—. Regresaremos, ¿digamos que en una hora?
—Lo siento, herr Jaeger —dijo Euler, que también se levantó—. Debo insistir en que os quedéis aquí. —Les hizo un gesto con la cabeza a los dos corpulentos hombres, que echaron a andar hacia la puerta.
Félix gruñó, ahora colérico. Estaba a punto de meterse en una pelea por algo con lo que no había querido tener nada que ver desde el principio. Maldijo a Euler y también a su padre.
—Lamentaréis retenernos contra nuestra voluntad, mein herr —dijo—. Mi compañero no es alguien con quien pueda jugarse a la ligera.
Euler miró a Gotrek, y Félix siguió la dirección de su mirada. El Matador era una visión capaz de inspirar miedo y respeto, con aquel corpachón de fibrosos músculos que ocultaba completamente la silla que ocupaba, y la temible cresta y arremolinados tatuajes que emanaban una exótica amenaza. Por supuesto, habría resultado aún más impresionante si no hubiera escogido aquel momento para abrir la boca y roncar como una cadena al pasar por una polea.
Euler rio.
—Aterrorizador. —Apartó de él los ojos y les hizo un gesto a los lacayos—. Llevadlos a la bodega.
Los brutos avanzaron. Félix tocó a Gotrek con un codo. El Matador masculló algo pero no despertó.
—¿Me obligaréis a entregar la carta, herr Euler? —dijo, dándole un codazo más fuerte a Gotrek.
Euler soltó un bufido.
—¿Cómo podréis entregar lo que ya no tenéis?
Los lacayos estaban más cerca.
—Bueno, señores —dijo el de la izquierda, al que le faltaba la oreja derecha—. Acompañadnos sin armar alboroto y no tendremos que romper nada.
—¡Gotrek! —gritó Félix, al tiempo que le daba un fuerte codazo en un hombro.
El Matador despertó sobresaltado, e instintivamente intentó coger el hacha. El repentino movimiento fue demasiado para la delicada silla, que se partió en una docena de sitios, y Gotrek cayó al suelo en medio de un reguero de astillas.
—¡Vándalos! —gritó Euler—. ¡Le enviaré a vuestro padre la factura de los desperfectos!
Gotrek se puso en pie al instante, con los puños cerrados y volviendo la cabeza de un lado a otro como un oso soñoliento.
—¿Quién me ha empujado? —gruñó.
—¡Ellos! —dijo Félix, que retrocedió y señaló a los dos lacayos.
Gotrek se volvió hacia los hombres, parpadeando y mirándolos con ferocidad.
—Ven con nosotros, borrachín —dijo el de la derecha, que tenía la nariz rota—. Duerme la mona en la bodega, ¿te parece? —Posó una mano enorme sobre un hombro de Gotrek.
Gotrek balanceó el brazo escayolado y volvió a romper la nariz del hombre. El lacayo retrocedió con paso tambaleante, bramando y aferrándose la cara, cayó de espaldas por encima de la mesa baja y la hizo astillas.
—¡Oye, aquí! —dijo Una Oreja, que le lanzó un puñetazo al enano.
El golpe le hizo girar la cabeza a Gotrek, pero esto sólo lo puso furioso. Gruñó y le dio al lacayo un puñetazo en el estómago que lo hizo doblarse por la mitad, para luego empujarlo hacia una consola que estalló en pedazos bajo el peso del hombretón.
—¡Saqueadores! —gritó Euler—. ¡Guiot! ¡Llama a Uwe y los otros! ¡Haz venir a los Boinas Negras! ¡Deprisa!
El mayordomo bretoniano hizo una reverencia y se volvió en dirección a la puerta. Félix corrió hacia él. Lo último que necesitaban era que se presentara la guardia. Euler le cerró el paso de un salto, al tiempo que giraba el puño del bastón y sacaba un estoque.
—No, herr Jaeger —dijo, apuntando con el arma al pecho de Félix.
Jaeger retrocedió un paso, y luego arrojó a la cara de Euler un jarrón estaliano que había sobre una mesa. Cuando el otro levantó el estoque para desviarlo, Félix se lanzó hacia él y lo derribó al suelo, donde le inmovilizó el brazo de la espada con una rodilla, mientras le daba puñetazos en la cara. El comerciante se sacudía y retorcía bajo él con sorprendente fuerza.
—¡Harald! ¡Jochen! —llamó Euler, mientras luchaba por recobrar la libertad del brazo con que esgrimía la espada.
Pero los dos lacayos estaban ocupados. Por el rabillo del ojo, Félix vio que Nariz Rota volvía a estar de pie, con la sangre corriéndole por la cara, y acometía a Gotrek con los restos de la mesa baja. Detrás de él, Una Oreja se sujetaba el estómago y vomitaba sobre un juego de ajedrez de mármol.
—Gotrek —gritó, mientras le daba a Euler un codazo en un ojo—. ¡Olvídalos! ¡La caja fuerte! ¡Ábrela! —Si Euler estaba dispuesto a rebajarse a la más pura villanía, él no tendría ningún apuro en robarle.
Gotrek le dio un cabezazo en la nariz a Nariz Rota, y lo apartó a un lado de un empujón. Se volvió a mirar la caja fuerte mientras el hombretón se desplomaba en el suelo, detrás de él.
—No hay manera de forzarla —dijo el Matador, con el ceño fruncido—. Es obra de enanos. Necesitarás una llave.
Euler logró quitar la mano de la espada de debajo de la rodilla de Félix, pero éste volvió a pillársela y la estrelló contra el suelo. Se le abrió la mano y la espada salió despedida, rebotando por la alfombra. Cuando Euler se estiró para recuperarla, Félix vio un llavero que llevaba sujeto al cinturón. Se lo quitó de un tirón y se lo lanzó a Gotrek.
—¡Prueba con éstas!
Gotrek atrapó el llavero pero, cuando comenzaba a rodear el escritorio hacia la caja fuerte, se oyó un atronar de botas en el pasillo y un torrente de hombres corpulentos irrumpió en la habitación.
Gotrek y Félix se volvieron a mirarlos. Eran seis, todos vestidos con el mismo uniforme de lacayo que llevaban Harald y Jochen, y al parecer todos de la misma progenie: corpulentos matones enormes de mandíbula cuadrada y con cicatrices, todos armados con garrotes y cachiporras. Uno tenía un garfio en lugar de una mano. Guiot se asomaba nerviosamente a la habitación, por detrás de ellos.
—Quitadle las manos de encima al capitán —dijo uno que tenía el ojo izquierdo lechoso.
La orden no era necesaria porque, distraído por la entrada, Félix había aflojado la presa. Euler le dio un puñetazo en la mandíbula con una mano de duros nudillos. Jaeger osciló hacia atrás y Euler se lo quitó de encima de un empujón. Y entonces gritó a sus hombres:
—¡Apresadlos! ¡Sujetadlos! ¡Mantenedlos apartados de la caja fuerte!
Los seis lacayos avanzaron como pudieron, apartando de su camino los muebles partidos. Gotrek se llevó una mano a la espalda, por encima de los hombros, en busca del hacha.
—El hacha no —jadeó Félix, desde el suelo—. Nada de asesinatos, Gotrek, por favor.
El Matador gruñó como un tejón fastidiado, bajó la mano, les rugió un desafío inarticulado a los hombres que se aproximaban, y cargó agitando el puño y la escayola. Desapareció en una tormenta de extremidades recubiertas de terciopelo.
Félix sacudió la cabeza para intentar encajarse otra vez la mandíbula, y se puso de pie. Euler ya se había levantado. Recogió el estoque del bastón y se volvió hacia él con el arma en alto. El ojo en el que Félix le había dado el codazo ya estaba amoratando.
—Creo que he cambiado de opinión —dijo, sonriendo con los labios ensangrentados—. Tal vez la guardia debería encontraros muertos cuando llegue. Un hombre tiene que defender su hogar, ¿no es cierto?
Euler se lanzó a fondo, extendiendo el brazo con la gracilidad de un diestro estaliano. Alarmado, Félix se arrojó hacia un lado. A pesar de todas sus comodidades y finas ropas de burgués, el hombre había sido bien entrenado en esgrima. Félix rodó para ponerse de pie, y corrió hacia la puerta, pasando junto a la lucha que se libraba en medio de la estancia. Habían caído dos de los hombretones, uno de ellos con un brazo doblado en un ángulo espantoso, pero el resto continuaba descargando una lluvia de golpes sobre la figura achaparrada que se debatía en medio de ellos. Guiot, el mayordomo, se encontraba de pie en la puerta, con los ojos muy abiertos, y al verlo se lanzó sensatamente fuera de su camino.
Félix bajó a toda velocidad por la escalera, en uno de cuyos muy desgastados escalones resbaló una vez y estuvo a punto de caer de cabeza. Oía que Euler bajaba detrás de él.
Al llegar al último escalón, corrió hacia el armario que había junto a la puerta principal. Cuando lo abrió, Euler se lanzó hacia él con el arma extendida para asestarle una estocada.
Félix cogió con rapidez la vaina y se apartó a un lado de un salto, mientras el arma de Euler atravesaba la puerta del armario. Félix se dirigió hacia el salón de la parte posterior mientras desenvainaba. Euler se lanzó tras él.
Esa habitación estaba más oscura que la otra, y provista de muebles robustos y más adecuados para la vida cotidiana. El techo era bajo, con las recias y muy espaciadas vigas a la vista. Félix se golpeó la cabeza contra una al saltar por encima de un largo diván de brocado rojo. Se volvió para enfrentarse a Euler, con la espada rúnica extendida en una mano, mientras con la otra se frotaba el chichón, grande como media cebolla, que se le estaba formando en la coronilla. Tenía los ojos llorosos.
Euler rodeó cautelosamente el diván, con la espada en alto, mientras sacudía la cabeza y se desabotonaba el jubón para tener mayor movilidad.
—Habéis jugado mal, herr Jaeger. —Félix apenas podía oírlo por encima de los golpes sordos, choques y mamporros procedentes del piso superior, que hacían vibrar el techo—. Si hubierais dejado la carta en Altdorf, me habríais hecho jaque mate; habría sido una amenaza que quedaba fuera de mi alcance. Vuestro padre jamás habría cometido un error semejante.
—Habláis como si lo admirarais —dijo Félix.
—Y así es —replicó Euler—. Él juega muy bien este juego. —Sonrió burlonamente—. Pero esta vez ha escogido un peón muy malo.
Euler extendió el arma con una rapidez vertiginosa para acometerlo con una estocada. Félix la bloqueó, pero la espada del otro, más ligera que la suya, volvió a avanzar al instante. El joven retrocedió de un salto, pensando que ojalá tuviera más espacio para blandir su espada de gran tamaño. En aquella habitación de techo bajo, Éuler le llevaba ventaja.
Entonces, un horrendo golpe sordo y un coro de gritos enloquecidos procedentes de lo alto hicieron que Jaeger alzara la mirada. El estoque de Euler avanzó como una sierpe hacia su garganta, y Félix retrocedió a toda velocidad. Por desgracia, tropezó con un taburete que tenía detrás, y quedó sin aliento al caer de espaldas sobre la costosa alfombra estaliana.
Euler avanzó y se detuvo junto a él, mientras a su alrededor caían trozos de escayola del techo.
—Le enviaré vuestro cuerpo a vuestro padre —dijo Euler, que gritaba para hacerse oír por encima del estruendo procedente de arriba—, como muestra de mi admiración.
Félix se esforzaba por lograr que las extremidades le respondieran, mientras Euler le apoyaba en la garganta la punta del estoque. Entonces, de modo repentino, los gritos de lo alto se transformaron en alaridos y se oyó un estruendo horrible en la escalera.
Euler y Félix miraron en dirección al ruido y vieron un voluminoso objeto cuadrado que salía rebotando de la escalera en medio de una lluvia de madera, escayola y polvo, y caía al suelo del vestíbulo con un impacto que hacía estremecer la casa. Acto seguido cayó una lluvia de lacayos, todos los cuales quedaron tendidos y laxos en torno al objeto cuadrado.
—Mi caja fuerte —dijo Euler, parpadeando.
Detrás de los lacayos llegó Gotrek, dando volteretas. Aterrizó sobre un estómago cubierto de terciopelo que subía y bajaba trabajosamente. Se puso de pie con paso tambaleante y agitó un puño hacia lo alto de la escalera.
—¡Bajad aquí, cobardes! —La parte posterior de la cabeza le sangraba abundantemente.
Félix aprovechó la distracción de Euler para rodar de debajo de la punta de la espada y ponerse de pie.
Euler estaba fuera de sí.
—¡Mi suelo! —gritó—. ¡Mi revestimiento de madera! ¡Por las escamas de Manann, me costará una fortuna! —Se volvió hacia Félix, echando fuego por los ojos—. ¡Le devolveré vuestro cadáver a vuestro padre, junto con una factura por los desperfectos!
Acometió a Félix con una estocada, pero éste la desvió y, de una patada, le lanzó el taburete a Euler.
—¡Gotrek! —llamó—. ¡Aquí!
El Matador giró y echó a andar hacia él. Uno de los hombres caídos intentó levantarse, empuñando una daga. Gotrek le atizó un revés en la cara con la escayola, y continuó caminando. El golpe sonó como un disparo, y por un momento Félix pensó que había partido el cráneo del hombre. Pero era la escayola lo que se había partido a causa de una grieta en zigzag que la recorría en todo su largo. Con un gruñido de satisfacción, Gotrek se la arrancó para luego flexionar y sacudir el brazo.
—Ya era hora —gruñó, mientras entraba en el salón posterior y comenzaba a rodear el diván de brocado rojo, hacia Euler. El comerciante retrocedió con paso elegante para intentar mantener tanto a Félix como a Gotrek delante de sí. Justo en ese instante se oyó un estruendo de botas en la escalera de caracol, y entraron corriendo en la habitación dos hombres que se detuvieron en seco detrás del diván al ver a Gotrek.
—¡Por el martillo de Sigmar, está vivo! —dijo el de la izquierda, que empuñaba un atizador de la chimenea manchado de sangre.
Gotrek soltó un gruñido grave y les hizo un gesto para que avanzaran.
—Vuelve a intentarlo —dijo con voz ronca—. Te desafío.
—¡Matadlos! —chilló Euler, que retrocedió para situarse detrás de un elegante clavicordio tileano.
—¡No voy a acercarme a ése! —dijo el del atizador—. ¡Está loco!
—¡Le arrojó la caja fuerte a Uwe! —añadió el segundo, que no era otro que Una Oreja, aún en pie y armado con un alfanje de marinero.
—¡O los matáis, o podéis olvidaros de vuestros sueldos atrasados! —gritó Euler.
Félix avanzó para situarse junto a Gotrek, mientras los dos lacayos los miraban con cautela.
—¿Puedo usar el hacha ahora? —preguntó Gotrek, malhumorado.
—Ahora sería un buen momento, sí —replicó Félix.
—Qué bien —dijo el Matador, y la sacó de la funda que llevaba a la espalda.
Una Oreja se inclinó hacia su compañero y dijo algo por la comisura de la boca, pero Félix no pudo oírlo.
—¿Qué estáis esperando? —gritó Euler.
Entonces, antes de que Félix lograra entender qué intenciones tenían, los dos gigantes arrojaron las armas, levantaron el enorme diván como si no pesara, y lo lanzaron contra Gotrek y Félix.
Jaeger retrocedió con paso tambaleante, sorprendido, pero Gotrek acometió con el hacha la barrera de brocado que caía sobre ellos. El arma rúnica se clavó profundamente y atravesó la estructura de madera y el grueso relleno de pelo de caballo, pero no llegó a la profundidad suficiente.
El diván golpeó a Félix y al Matador y los empujó hacia la pared posterior. Ellos intentaron resistir el golpe, pero no sirvió de nada porque la alfombra que tenían bajo los pies se deslizaba por el lustroso suelo y no les permitía afianzarse. Los tacones de Félix chocaron contra el zócalo de madera y luego, con una enorme explosión de cristales, él y Gotrek salieron despedidos de espaldas a través de la ventana, seguidos por las cortinas de terciopelo y unos cuantos cojines de brocado.
Hubo un instante de inmovilidad durante el cual Félix reparó en la belleza de las esquirlas de vidrio que volaban y destellaban al sol de la tarde, en los intrincados labrados de la pared posterior de la casa de Euler, y en las algodonosas nubes blancas de lo alto, y luego el canal le golpeó la espalda y el agua se cerró sobre su cabeza, gélida y sucia.
La conmoción lo dejó sin sentido por un momento, y luego comenzó a patalear en dirección a la superficie, luchando para vencer el peso de la ropa empapada. Salió al aire jadeando y pataleando para mantenerse a flote, y vio a Gotrek a la izquierda, con la cresta pegada al cráneo y al ojo sano, agitando el hacha por encima de la cabeza.
—¡Cobardes humanos! —rugió, mientras él y Félix eran arrastrados canal abajo por la corriente—. ¡Un diván es un arma de cobardes!
Félix alzó la mirada. Desde la ventana destrozada, Euler también les gritaba a ellos, flanqueado por los dos lacayos, mirándolos con expresión asesina en los ojos.
—¡Este vandalismo os costará caro, Jaeger! —gritó—. ¡Ya no me conformaré con la mitad de Jaeger e Hijos! ¡Lo quiero todo!
Gotrek guardó el hacha en la funda de la espalda y comenzó a bracear hacia la orilla del canal.
—Vamos, humano, acabemos con esos lanzadores de muebles.
Félix se dispuso a seguirlo, pero justo en ese momento se reunieron con Euler y sus lacayos unos hombres de uniforme y la boina negra que caracterizaba a la guardia de Marienburgo. Euler gritó y señaló a Félix.
—¡Es ese hombre! ¡Él y el enano hicieron todo esto!
Félix suspiró. Casi estaba dispuesto a gritar «basta» y dejar que su padre se hiciera cargo de sus propios sucios negocios, pero había hecho una promesa, y Euler lo había puesto furioso. El hombre había intentado asesinarlo. Bueno, Félix no iba a responder del mismo modo, pero ya encontraría otra manera de recuperar la carta. Ahora era una cuestión de orgullo.
—Volveremos más tarde —dijo—. Necesito pensar.
Gotrek gruñó, pero se mostró conforme.
—En cualquier caso, me vendría bien un trago. —Dio media vuelta, y él y Félix nadaron hacia la otra orilla.