TRES
En una cámara situada debajo de las bodegas más profundas de Altdorf, el Vidente Gris Thanquol le daba de comer en la mano a su rata ogro personal, Rompehuesos, la decimotercera que llevaba ese nombre. Con aquellas bestias era importante asegurarse de que recibían la comida —y los castigos— sólo de su amo. Así se ganaban su humilde devoción y fiera lealtad. De ese modo eran suyas y sólo suyas.
Con cierto esfuerzo sacó una gorda pierna humana de la cesta de restos que le había llevado el sirviente, y la arrojó hacia el rincón donde estaba agachada la descomunal rata ogro, devorando otro selecto bocado. Esta encarnación de Rompehuesos resultaba particularmente impresionante, ya que era blanca como la leche, desde las patas de gruesas garras hasta la deforme cabeza de cuernos romos, y tenía los típicos ojos de los albinos, rosados como visceras. De entre los cachorros de la carnada que el Clan Moldeador le había ofrecido, Thanquol la había escogido especialmente por el color, que era el mismo que el suyo.
Dejó de observar a Rompehuesos, que sorbía el tuétano de un fémur cuando su sirviente sin cola, Issfet Colamocha, apartó la cortina de piel humana de la puerta y, con su eterna sonrisa boba, hizo una reverencia para que entrara un skaven delgado que llevaba el atuendo y máscara negros de un corredor nocturno. El skaven, asesino consumado conocido sólo como Colmillo Umbrío, y que Thanquol había alquilado al Clan Eshin a un elevado precio, se arrodilló ante él, con la cabeza inclinada y la cola baja, sometido. Sólo se estremeció al oír que Rompehuesos partía el fémur con los dientes.
—He regresado, oh, sabio de la oscuridad inferior —susurró el asesino.
—Sí-sí —replicó el vidente, con impaciencia. ¿Acaso no era obvio que había regresado?—. ¡Habla-habla! ¿Los tienes? ¿Son míos al fin?
Colmillo Umbrío vaciló.
—Imploro… imploro tu perdón, vidente gris. El secuestro no ha ido según lo planeado.
Thanquol descargó un huesudo puño sobre la mesa, y casi derribó el tintero. Rompehuesos gruñó ominosamente.
—¡Me prometiste que tendrías éxito! ¡Prometiste que habías previsto todas las contingencias!
—Pensaba que lo había hecho, supremacía —dijo el asesino.
—¿Pensabas? Entonces, pensabas incorrectamente, ¿sí? ¿Qué sucedió? ¡Dime, rápido-rápido! —La cola de Thanquol se agitaba con impaciencia.
—Sí-sí, vidente gris. Comienzo —dijo Colmillo Umbrío, que tocó el suelo con el hocico y le lanzó una nerviosa mirada a la rata ogro—. El de la cresta desvió los dardos de dormir de Mao Shing, que ha sido castigado por su incompetencia, os lo aseguro, y entonces, como yo había previsto, el de la cresta y el de pelaje amarillo salieron corriendo, rápido-rápido, del sitio de bebida para pelear. Allí cayeron en mi segunda trampa y casi logramos el éxito.
—¿Casi? —preguntó Thanquol, burlón.
La cola del asesino tembló ante el devastador desdén.
—¡No es culpa mía, oh, el más benevolente de los videntes! —chilló—. Si hubiera podido contratar a valientes y orgullosos corredores de alcantarillas, en lugar de valerme de hombres esclavos enfermos, los objetivos estarían ahora mismo en vuestras nobles zarpas. Pero en el exterior, a la luz del día y en las madrigueras de lo alto, los skaven podrían haber sido descubiertos, así que tenía que bastar con los esclavos-hombres.
—Pero no bastó —gruñó Thanquol.
—No, vidente gris —dijo Colmillo Umbrío, que tragó saliva—. Fracasaron. El enano y el humano los mataron-mutilaron, a todos y luego escaparon.
—¿Escaparon? —preguntó Thanquol—. ¿Adónde-adónde?
—No… no lo sé.
—¿No lo sabes? —La voz de Thanquol ascendía con rapidez hacia un imperioso chillido. Rompehuesos percibió que estaba alterado y gimió, descontento—. ¿No lo sabes? ¿Tú, de quien me dijeron que podía olfatear, olfatear, la cola de una corneja a través de un pantano siete días después de que hubiera pasado volando? ¿Tú no lo sabes?
—Piedad-piedad, eminencia —gimoteó Colmillo Umbrío—. Efectué… efectué una retirada estratégica después de que murieran los esclavos-hombres, y cuando regresé al lugar de bebida, habían desaparecido.
—Una retirada estratégica —dijo Thanquol, con sequedad—. Huiste-corriste. Echaste el almizcle del miedo.
—No-no, magnificencia —insistió Colmillo Umbrío—. Me desplacé, meramente, a una posición de retaguardia.
Thanquol cerró los ojos para no tener que ver la miserable excusa del asesino que estaba arrodillado ante él. Se sintió tentado de hacer estallar al indigno incompetente con un rayo de fuego brujo, o dárselo de comer a Rompehuesos, pero luego recordó cuántas piedras de disformidad largamente atesoradas había gastado para procurarse los servicios de aquel idiota, y resistió el impulso. Primero haría que lo compensara por el gasto, y luego dejaría que se lo comiera la rata ogro.
—Si me permites hablar, oh, temible…
Thanquol suspiró y abrió los ojos.
—Ah, sí, te ruego que hables, oh, iluminado. Habla-habla. Que tu sabiduría nos alumbre.
Detrás de la máscara, los ojos rojos del asesino parpadearon de confusión. Al parecer, desconocía el sarcasmo.
—Eh… si me hubieras permitido matar-mutilar a los moradores de superficie, en lugar de atraparlos-capturarlos, incluso los inferiores hombres habrían podido lograrlo…
—¡No-no! —chilló Thanquol, cosa que hizo que Rompehuesos bramara, Colmillo Umbrío se envolviera con su propia cola a causa del miedo, e Issfet se encogiera—. ¡No! Tengo que ser yo quien les quite-quite la vida. Tengo que ser yo quien imponga la venganza sobre sus cuerpos indefensos por todo el dolor-vergüenza que me han causado. Sólo yo puedo darme ese gusto. ¡Sólo yo! ¿Lo has oído?
Removió entre las cosas de la mesa hasta encontrar un tarro al que le quitó el corcho antes de metérselo en una cancerosa fosa nasal. Inhaló profundamente y se estremeció hasta la punta de la cola cuando la piedra de disformidad en polvo comenzó a inundarle el cuerpo. Issfet y Colmillo Umbrío retrocedieron un paso más cuando los ojos del vidente se encendieron con un verde maléfico.
—Morirán —dijo Thanquol, cuando al fin pudo controlar el temblor—. Sí-sí, pero sólo cuando yo quiera, y mucho después de que hayan rogado-chillado que les quiten la vida. —Los relumbrantes ojos se volvieron bruscamente hacia el asesino—. ¡Encuéntralos! ¡Encuéntralos! ¡Y esta vez no dejes que se te escapen!
—Sí, vidente gris —dijo Colmillo Umbrío, que volvió a tocar el suelo con el hocico—. De inmediato, vidente gris. Me marcho, vidente gris.
—Señor —dijo Issfet, que se balanceaba con precario equilibrio sobre las patas posteriores—. Un hombre espía me ha dicho que el de la cresta y el de pelaje amarillo han abandonado la madriguera de bebida y se han llevado sus tesoros. Podría ser que viajaran otra vez.
—¿La han abandonado? —dijo Thanquol, que se volvió a mirarlo—. ¿Por qué no me has dicho esto antes?
—Acabo de saberlo, oh, gran malhechor —replicó Issfet—. Venía a decírtelo cuando llegó el señor Colmillo Umbrío.
—Pero ¿cómo voy a encontrarlos? —gimoteó Thanquol—. Podrían volver a desvanecerse durante otros veinte años.
—Enviaré a mis corredores de alcantarillas a todos los rincones de la superficie —dijo Colmillo Umbrío.
—Yo interrogaré a mis hombres espías —añadió Issfet.
—No —los atajó Thanquol, que alzó una zarpa amarilla—. ¡Ya lo tengo! —El polvo de piedra de disformidad le aclaraba la cabeza una vez más, y permitía que floreciera su genio—. El de pelaje amarillo habló con su progenitor hoy, ¿sí-sí?
—Sí-sí, excelencia —respondió Colmillo Umbrío—. Lo seguí desde allí.
—Entonces allí volverás —dijo Thanquol, que enseñó los dientes al permitirse un chillido de triunfo—. Para averiguar lo que sabe ese progenitor sobre su cría.
* * *
Max alzó una copa de vino con una mano adornada de anillos.
—Por las cálidas reuniones —dijo, y bebió un sorbo.
Félix levantó la suya y bebió a su vez.
—Por las cálidas reuniones.
Gotrek bebió sin más.
Se encontraban sentados en el elegante camarote que Max tenía a bordo del Jilfte Bateau, sólo ligeramente más grande que el pequeño camarote de Gotrek y Félix, pero mucho más lujoso, con revestimiento de caoba en las paredes y cristales de colores en las ventanas. Una estufa de hierro que había contra una de las paredes irradiaba un agradable calor. De no haber sido por el balanceo de la embarcación, Félix habría creído que se encontraba en un estudio de lujo.
—Todos os creímos muertos, ¿sabéis? —dijo Max—. Cuando no regresasteis del extraño portal de Silvana, perdimos toda esperanza.
Félix asintió.
—Malakai dijo lo mismo.
Max alzó las cejas entrecanas.
—¿Lo habéis visto?
—Estábamos a bordo de la Espíritu de Grungni cuando se estrelló —explicó Félix—. ¿No te has enterado de eso?
—Sí que oí hablar del asunto —asintió Max—, pero no se mencionaron vuestros nombres.
«Max había envejecido bien», pensó Félix. Aún era apuesto, y las canas grises de la barba pulcramente recortada aumentaban el aire de grave dignidad que siempre había proyectado. Ahora tenía casi completamente gris el cabello, que le caía hasta por debajo de los hombros en una melena regia.
—No he regresado de Middenheim hasta hace muy poco —explicó—. Había mucho que hacer tras la batalla final. Mucha purificación que llevar a cabo.
Ante la mención de Middenheim, Gotrek soltó un gruñido.
—¿Cómo se produjo el accidente de la Espíritu de Grungni? —preguntó Max.
Félix guardó silencio. ¿Por dónde comenzar? Era una historia cuya narración podría requerir toda una velada. Antes de que pudiera empezar, alguien llamó a la puerta.
—Adelante —dijo Max.
Al abrirse, entró la joven vidente, ahora ataviada con un ropón mucho menos ostentoso, de lana azul oscuro, sin bordados. Inclinó la cabeza hacia Max.
—Buenas noches, magíster —saludó, sonriente—. Espero no molestar.
—En absoluto —dijo Max, mientras él y Félix se ponían de pie.
Gotrek ni siquiera alzó la mirada.
—Permitidme hacer las presentaciones que las prisas no permitieron cuando estábamos en cubierta —dijo Max—. Félix, Gotrek, permitidme presentaros a fraulein Claudia Pallenberger, oficial del Colegio Celestial y vidente de gran percepción.
Félix hizo una reverencia. Gotrek gruñó.
—Fraulein Pallenberger —continuó Max—, permitidme que os presente a Félix Jaeger, poeta, aventurero y espadachín de renombre, y Gotrek Gurnisson, matador de trolls, dragones y demonios, y el más peligroso compañero con quien he tenido el honor de viajar.
Gotrek soltó un bufido al oír eso.
Claudia hizo una cortesía y les sonrió a Félix y Gotrek.
—Me complace conoceros, herr Jaeger, y a vos, herr Gurnisson.
—El placer es todo mío —replicó Félix, al tiempo que volvía a inclinarse—. ¿Viajáis hacia Marienburgo?
—Hacia Marienburgo y más allá —replicó Claudia mientras avanzaba hasta una silla que había junto a la estufa y se sentaba. Alzó la barbilla con expresión misteriosa—. He tenido premoniciones.
Max estuvo a punto de dejar caer la copa de vino que estaba sirviendo para ella.
—Ésta es una misión secreta, fraulein —murmuró.
Claudia se sonrojó y su expresión de misterio se vino abajo. De repente pareció estar más cerca de los diecisiete que de los veinte años de edad.
—Lo siento, magíster. No lo he pensado. Yo…
Max sonrió y le entregó la copa a Claudia.
—No os preocupéis, estamos entre amigos. Pero, por favor, intentad ser más cuidadosa en el futuro.
Ella asintió, cohibida.
Max miró a Félix y Gotrek.
—No habléis de esto.
—Por supuesto que no —le aseguró Félix.
Gotrek negó con la cabeza y volvió a beber.
—Gracias. En ese caso, podéis contarles el resto, vidente.
Claudia volvió a asentir, y luego le dirigió a Félix una mirada solemne.
—He visto a Altdorf destruida en medio de fuego y sangre. He visto a Marienburgo arrasada de la faz de la tierra por una ola gigantesca. He visto muerte y ruina en una escala inimaginable, y la llegada de una gran era oscura.
—Ah —dijo Félix—. Ya veo. —No parecía haber nada más que decir.
—Y me siento atraída hacia el norte por la sensación de que la prevención de estos acontecimientos podría encontrarse allí.
—Las visiones de fraulein Pallenberger han sido confirmadas como auténticas por los magísteres de su colegio —intervino Max—. También determinaron que ella está particularmente sintonizada con esas líneas de posibilidad, y la han enviado a seguirlas hasta el origen. Yo la acompaño como mentor y, eh… protector.
Félix frunció el ceño, confundido.
—¿Estás con el Colegio Celestial, Max? Siempre había pensado…
Max sonrió y bebió otro sorbo.
—No, aún pertenezco a la Orden de la Luz. Pero se juzgó que, eh… que un hombre que había visto algo de mundo…
—Los magísteres de mi colegio —lo interrumpió Claudia, con los ojos encendidos— son un atajo de polvorientos ancianos de barba gris que nunca salen de sus habitaciones. Siempre tienen los ojos en el telescopio y la mente en las nubes. Se escondieron detrás de sus puertas como gallinas cuando pregunté quién iba a acompañarme.
Max tosió para ocultar la risa.
—Me escogieron porque, durante mi deambular de juventud, antes de encontrar empleo con el Graf de Middenheim, había pasado algún tiempo en Marienburgo y trabado conocimiento con algunos de los líderes de la fraternidad mágica de la ciudad.
—Y porque habéis lanzado de verdad un hechizo en batalla —añadió Claudia, con vehemencia.
Max asintió.
—También por eso. Aunque espero que esto no será más que una misión de reconocimiento y que no habrá necesidad de violencia.
Félix miró a Max con el ceño fruncido.
—Perdóname, Max, pero ahora estoy confundido. Cuando Makaisson dijo que estabas en los colegios, no lo pensé, pero ¿tú no estabas…? Es decir, ¿cómo se ha producido esto? Creo recordar que me dijiste que, eh… habías roto con ellos. ¿No fue ésa la causa de tu «deambular de juventud»?
Max sonrió con aire melancólico.
—En la vida de un hombre… —al decir esto le lanzó a Félix una penetrante mirada—. Al menos en la vida de algunos hombres… llega un momento en el que se dejan atrás los vagabundeos y se desea una mayor seguridad. —Bebió otro sorbo de vino—. Aquel año, la Zarina me honró por mi participación en la defensa de Praag. Eso me ganó la reacia aceptación de mis colegas, y unos años más tarde, después de muchos carraspeos y vacilaciones, me ofrecieron un puesto de profesor y una oportunidad de continuar con mis estudios… dentro de lo razonable. —Le echó una mirada a Gotrek, que continuaba contemplando el interior de la jarra con ojos inexpresivos—. De todos modos, correr aventuras ya no era lo mismo, después de que vosotros dos desaparecierais, así que acepté la plaza. Y allí he permanecido desde entonces.
Claudia sonrió por encima del borde de la copa.
—Entonces ¿todos vosotros habéis compartido aventuras? ¿Fue así como os conocisteis? ¿Erais valientes amigos en una noble misión?
Félix y Max intercambiaron una mirada de incomodidad. Ciertamente, habían corrido juntos numerosas aventuras, pero no siempre habían sido los mejores amigos.
—Herr jaeger, herr Gurnisson y yo viajamos juntos al interior de los desiertos del Caos —dijo Max—. En una nave aérea.
—Y luchamos contra un dragón —añadió Félix.
—Y contra las hordas del Caos —recordó Max.
—Y derrotamos a… a un vampiro —tartamudeó Félix que, en cuanto lo hubo dicho, deseó no haberlo hecho. Recordó el resultado de aquel episodio de pesadilla y el modo en que Max había reaccionado ante la no muerte de Ulrika. ¿Debería decirle al hechicero que la había visto? ¿Querría Ulrika que él se enterara? ¿Qué haría Max si lo supiera? ¿La buscaría? ¿Volvería ella a enamorarse del hechicero? La amarga bilis de los celos inundó de pronto el corazón de Félix como si hubiera sufrido la herida ayer mismo, en lugar de hacía casi veinte años. Reprimió el sentimiento, enfadado consigo mismo por ser tan ridículo. ¿De qué podía estar celoso? Ulrika había dicho que el amor era imposible entre los vivos y los no vivos. No podía traicionarlo más con Max que con cualquier otro y, sin embargo, la herida le escocía. Se maldijo. Los hombres eran unos estúpidos.
Max lo miraba con curiosidad.
Félix se sonrojó y volvió a mirar a Claudia, con una sonrisa.
—Así que, sí, hemos corrido unas cuantas aventuras juntos, supongo, pero hace muchos, muchos años.
Los carnosos labios de Claudia se curvaron en una sonrisa.
—No parecéis lo bastante mayor como para haber corrido aventuras hace muchos, muchos años, herr Jaeger.
—Sí, bueno, es que…
—Sí —intervino Max, con el ceño fruncido de desconcierto—. Herr Jaeger se conserva notablemente bien.
—Mm, sí —dijo Claudia, que miraba a Félix desde detrás de una cortina de cabellos dorados—. Notablemente.
Félix se sobresaltó como si le hubieran dado un susto. ¡La muchacha lo encontraba atractivo! Eso no era nada bueno. Le lanzó una mirada a Max. El hechicero aún tenía el ceño fruncido. También él se había dado cuenta. Félix tragó saliva. Aquello podía volverse muy incómodo.
—Pienso que tal vez es hora de que nos retiremos —dijo, mientras se ponía rápidamente de pie—. Sin duda, tenéis muchas cosas de las que hablar sobre vuestra misión. ¿Preparado, Gotrek?
—No hay ninguna necesidad —dijo la vidente—. En serio.
—No, no —insistió Félix, y se encaminó hacia la puerta—. El Matador y yo hemos tenido un día extenuante, pero gracias de todos modos. —Inclinó respetuosamente la cabeza en dirección al hechicero—. Max, ha sido un placer volver a verte. —Luego se volvió hacia Claudia—. Fraulein Pallenberger, ha sido un honor conoceros. Os deseo a ambos muy buenas noches.
Gotrek se puso de pie y vació la jarra de un solo trago largo, la dejó sobre la mesa y salió detrás de Félix.
—Gracias por la cerveza —dijo.
* * *
El viaje Reik abajo desde Altdorf a Marienburgo duraba doce días según el piloto de la embarcación, pero al finalizar el segundo día Félix ya estaba convencido de que la cosa rondaba más bien los doce años. Daba la impresión de que no acabaría jamás.
Gotrek, que nunca había sido el más animado de los compañeros de viaje, se había convertido en un bulto monosilábico que permanecía sentado en el camarote a oscuras, mirando la pared, y no salía jamás como no fuera para buscar comida o bebida. Sin la compañía del Matador, a Félix le quedaba poco que hacer, como no fuera pasearse de arriba para abajo por las cubiertas y evitar las atenciones de fraulein Pallenberger, lo cual no resultaba tarea sencilla.
Parecía estar en todas partes: bajaba por las escaleras por las que él subía; salía de su camarote en el mismo momento que él abandonaba el suyo; se paseaba por la cubierta de proa justo cuando él tenía ganas de estirar las piernas, y se la encontraba tomando el té en el salón precisamente cuando a él le apetecía una copa. Y siempre, en algún lugar del fondo, como una vigilante lechuza gris, estaba Max, mirando con ferocidad a Félix, como si fuera él quien estuviera instigando las cosas.
Félix siempre se excusaba con toda la rapidez y cortesía posibles, y Claudia nunca hacía aspavientos, simplemente intercambiaba con él frases superficiales y continuaba adelante, pero en su sonrisa había algo, así como en el brillo de sus danzantes ojos, que sugería que, como un gato que aguarda ante una ratonera, sabía que su paciencia acabaría por vencer los reparos de él.
Al llegar el tercer anochecer, cuando Félix se había escabullido hasta la cubierta de popa después de ver a Claudia en la de proa, sumida en la lectura de un libro, Max fue finalmente en su busca; al llegar, lo encontró apoyado en la borda, contemplando los árboles y campos de cultivo de las orillas. El hechicero llenó de tabaco una larga pipa de terracota, la encendió con una llama que le brotó de un dedo, y luego exhaló una larga columna de humo.
—Harías bien en controlar tus errabundos ojos, Félix —dijo.
Jaeger se erizó. La acusación era injusta. Y de todos modos, ¿quién era Max para decirle lo que debía hacer?
—No tengo intención de permitir que mis ojos vayan a ningún sitio —respondió con tono cortante—. Ni que lo haga ninguna otra parte de mi anatomía, ya que estamos.
—Me alegro de oír eso —dijo Max, y luego suspiró—. Lo siento, Félix. Es una muchacha muy brillante, pero muy protegida. A los once años entró en el colegio, cuyos claustros son todo lo que ha visto del mundo desde entonces. Recientemente, según sus maestros, esto ha comenzado a generarle cierta inquietud.
—Eso no es nada sorprendente, ¿verdad? —dijo Félix—. Una muchacha llena de energía, inquisitiva, que alcanza la madurez en un monasterio de… ¿cómo los llamó?… ¿«polvorientos ancianos de barba gris»? No puedes reprocharle que quiera vivir la vida mientras aún es joven.
—No, no puedo —replicó Max, entristecido—. Ciertamente, yo quería ver mundo cuando tenía su edad. No obstante, su colegio me ha encomendado mantenerla a salvo de complicaciones sentimentales y estorbos mientras realiza este viaje, y si fracaso… bueno, habrá algunas repercusiones desagradables. —Alzó la mirada hacia Félix, con una sonrisa triste—. Así que, ¿como un favor a tu antiguo compañero de viaje…? —Dejó en suspenso el resto de la pregunta.
Félix suspiró y dirigió la mirada corriente abajo por el río y sus meandros, como si quisiera ver.
—Confía en mí, Max. No tengo ningún interés en ella, ni en ninguna otra mujer, de momento. Mi corazón está guardado en una caja de hierro cuya llave perdí.
Max alzó las cejas.
—Tiene que ser una melancolía realmente terrible si te empuja a recurrir a esa metáfora. —Asintió con la cabeza y se puso de pie—. Bueno, con independencia de la causa, agradezco tu comprensión y contención. Yo haré todo lo posible para mantenerla ocupada, pero recuerda lo que acabas de decirme, en caso de que se me escape.
—Lo haré —replicó Félix.
Max le dio golpecitos a la pipa contra la borda para que la ceniza cayera al río, y se volvió para marcharse. Félix lo miró, vacilante, y luego habló:
—Max.
El hechicero giró la cabeza.
—¿Sí?
—Vi a Ulrika.
Max lo miró mientras su rostro se petrificaba, y regresó a la barandilla.
—¿Aún está viva?
Félix asintió.
—Si puede llamarse vida a eso…
—¿Está… está bien?
—Todo lo bien que cabe esperar, supongo. Continúa bajo la protección de la condesa Gabriella. Es su guardaespaldas. En Nuln.
Max le dio vueltas a la pipa entre las manos, con los ojos perdidos en la lejanía.
—A menudo he pensado en buscarla, pero nunca tuve valor para hacerlo.
—Yo desearía no haberla encontrado —dijo Félix con una amargura inesperada.
—¿No? —preguntó Max, que se volvió para mirarlo—. ¿Tan cambiada está?
—Ni de lejos lo suficiente… —replicó Félix. Descubrió que tenía un nudo en la garganta, y luchó para tragárselo—. Ni de lejos lo suficiente…
—Ah —dijo Max—. Ah, ya veo. —Apretó los labios y clavó la mirada en las arremolinadas aguas del río—. En ese caso, creo que no debo buscarla. —Dio media vuelta y luego, tras dar un paso, se volvió a mirar a Félix—. Gracias por decírmelo.
Félix se encogió de hombros.
—No sé si lo he hecho por bondad.
—Ni yo —convino Max—, pero me alegro de saberlo, de todos modos. Que tengas una buena noche, Félix. —A continuación se dio la vuelta y se encaminó hacia la cubierta principal.
* * *
Claudia pilló por fin a Félix durante la tarde del quinto día.
Salvo por los tentempiés del salón, el Jilfie Bateau no servía comidas. En cambio, tenía acuerdos con las posadas de varias poblaciones a lo largo del Reik, que le proporcionaban comida y bebida para los pasajeros. Se detenía sólo dos veces al día, una por la mañana y una por la tarde; así pues, era aconsejable que aquellos a quienes gustara picotear a otras horas del día compraran comida para después. Esa tarde, el barco fluvial había amarrado en la pequeña ciudad de Schilderheim, y los pasajeros habían desembarcado… todos menos Félix.
Como sentía más necesidad de soledad que de alimento, y al ver que Max y fraulein Pallenberger bajaban por la pasarela, había decidido quedarse a bordo y se había instalado en el desierto salón con una pinta de cerveza y el primer volumen de la colección de libros titulados Mis viajes con Gotrek, que había publicado su hermano Otto durante su ausencia. A lo largo de los últimos dos meses, Félix no se había decidido a leerlos por temor a encontrarse con que sus diarios habían sido torpemente mutilados, mal corregidos o, peor aún, con que su propia prosa de juventud le parecía un horror, pero ya no podía aguantar más y al fin abrió la cubierta de cuero con letras doradas y comenzó.
La portadilla con el título no lo tranquilizó, dado que ya en ella había una errata. La fecha de publicación era incorrecta: 2505. Por entonces, ni siquiera le había enviado a su hermano el primero de los diarios. Alguien debía de haber usado la fecha que él había escrito en el interior de la cubierta del manuscrito como fecha de publicación. Pero ni siquiera en ese caso sería la correcta. Lo había escrito algunos años antes de 2505. Resultaba desconcertante. Por curiosidad, sacó del zurrón los otros libros y echó una mirada a las portadillas. ¡La fecha de publicación de todos ellos era la misma! El cajista, quienquiera que fuese, había sido tremendamente perezoso y dejado intacta la portadilla de todas las ediciones. Félix negó con la cabeza, y luego se encogió de hombros. ¿Qué esperaba, de un cicatero como Otto? Él no contrataría una imprenta de primera clase.
Justo acababa de comenzar el primer capítulo y ya se había estremecido al rememorar los horrores de aquella lejana Geheimnisnacht, cuando una sombra se proyectó sobre la página y él alzó la mirada. Fraulein Pallenberger le sonreía desde arriba. Félix dio un respingo.
—Herr Jaeger —lo saludó ella, al tiempo que sonreía ante el nerviosismo de él.
Félix se levantó y le hizo una reverencia.
—Fraulein Pallenberger, es una gran sorpresa encontraros aquí. Creía haberos visto marchar hacia la posada.
—Nada toma por sorpresa a alguien de la Orden Celestial, herr Jaeger —replicó ella, y ocupó el asiento de al lado—. ¿Me permitís?
—Por supuesto —replicó Félix, y se maldijo por no tener la valentía de rechazarla.
Observó a Claudia por el rabillo del ojo mientras ella le indicaba con un gesto al camarero que le trajera un té. La verdad era que deseaba sucumbir a los encantos de ella, aunque sólo fuera para fastidiar a Max, pero también quería hallar alivio para el dolor de su corazón. Habían pasado más de dos meses desde la última visión que había tenido de Ulrika, corriendo hacia la oscuridad de los túneles de los skavens, pero continuaba sin pasar un solo día —¡una hora, siquiera!—, sin que pensara en ella y sintiera cómo lo desgarraba la punzada del pesar.
Una parte de él no quería que eso cambiara jamás. El dolor era lo único que le quedaba de ella, y eso lo convertía en algo precioso, pero otra parte de él quería librarse de ese dolor. Anhelaba ahogarse en el solaz de unos brazos amantes, o al menos lujuriosos. ¿Qué había dicho Ulrika? ¿«Tenemos que encontrar la felicidad entre los de nuestra propia raza»? Parecía imposible.
Claudia era guapa, no podía negarse, y también atractiva, con sus miradas sabias y su lustrosa cascada de cabello color miel, pero aunque intentaba no hacerlo, no podía impedir compararla con Ulrika, y en cada detalle le encontraba carencias. Sus azules ojos eran brillantes y hermosos, pero no tan vivos como los de Ulrika… ni siquiera ahora, cuando era una no muerta. Su sonrisa era seductora, pero no tan franca como la de Ulrika; sus curvas eran adorables, incluso bajo los ropones de vidente, pero a él le parecían aniñadas y a medio formar comparadas con la gracilidad marcial de líneas puras de Ulrika. Su nariz… ¡Bah, era inútil! Por muy hermosa que fuera Claudia, y por muy seductora que le resultara, no deseaba hallar solaz en sus brazos, sino en los de Ulrika, y saber que eso era imposible no impedía que lo ansiara con todo su corazón.
—¿Qué estáis leyendo, herr Jaeger? —preguntó Claudia, que se inclinó para mirar la cubierta del libro.
Félix se ruborizó. La verdad es que no había nada tan embarazoso como que te pillaran leyendo tus propias memorias.
—Eh, mi hermano publicó mis diarios sin que yo lo supiera. Estoy… estoy comprobando que no los haya alterado en exceso.
Ella leyó el título.
—Mis viajes con Gotrek. —Luego lo miró a él—. Parece que vos y herr Gurnisson lleváis mucho tiempo juntos. ¿Cómo comenzasteis a viajar?
Félix gimió mentalmente. Era una larga historia y no le apetecía narrarla en ese preciso momento. Le tendió el libro.
—¿Os gustaría leerlo?
Claudia rio.
—Preferiría oírlo de los labios del hombre que vivió la experiencia.
Félix suspiró.
—Bueno, si insistís…
Así que le habló de su época de estudiante y de los alborotos del impuesto sobre las ventanas, de cómo Gotrek lo había salvado de las espadas de la Guardia del Reik —aunque minimizó un poco la matanza—, de cómo Gotrek y él se habían retirado a la taberna donde habían pillado una borrachera de ordago, y de cómo había jurado seguir a Gotrek y dejar constancia de su muerte en un poema épico.
Cuando acabó, Claudia lo miró de un modo extraño.
—¿Y cuántos años hace que seguís al Matador? —preguntó.
—Más de veinte —repuso él.
—Eso parece mucho tiempo para continuar haciendo honor a un juramento hecho en estado de embriaguez —dijo ella.
Félix asintió.
—Sí, lo es.
—Es asombroso que continuéis.
—Un juramento es un juramento, por mucho tiempo que haga que fue hecho —declaró Félix.
—¡Pero ¿qué me decís de vuestra vida?! —gritó Claudia, repentinamente abrumada por la emoción—. ¿Acaso no teníais planes propios? ¿No teníais sueños? ¿Cómo pudisteis renunciar a vuestra vida para seguir a otro?
Félix frunció el ceño. Era raro que hablara de esas cosas con alguien.
—Sí que tenía planes. Quería ser escritor. Posiblemente dramaturgo. Creía que pasaría la vida entre las posadas y los teatros de Altdorf. Pero, como ya he dicho, un juramento es un juramento.
—¡Pero estabais borracho!
—Aun así fue un juramento.
Ella negó con la cabeza. Parecía realmente alterada.
—Tiene que haber algo más. Estoy segura de que herr Gurnisson os habría disculpado de vuestra obligación si se lo hubierais pedido. No puedo creer que nadie sea capaz de exigirle a alguien que mantenga una promesa hecha cuando uno era demasiado joven o estaba demasiado borracho para saber qué significaba… cuando esa persona no tenía ni idea de todas las maravillas que la vida puede ofrecer. ¿No tenéis pesares? ¿Nunca habéis deseado dejarlo?
Félix no estaba seguro de que Gotrek lo hubiera liberado de su juramento. Como todos los enanos, el Matador era inflexible cuando se trataba de hacer honor a una promesa. No obstante, ella tenía razón: había algo más que la promesa.
—Sí que tengo pesares —dijo él, al fin—. Y sí que quise dejarlo. Muchas veces. En un caso, incluso convine en abandonarlo. —Lo recorrió un estremecimiento al recordar las circunstancias—. Aunque al final no lo hice. Por otro lado, siguiendo al Matador he visto más mundo del que habría visto escribiendo poemas en Altdorf, y aunque a menudo ha sido peligroso, y he estado a punto de perder la vida en más ocasiones de las que puedo contar, no creo que pudiera cambiar eso por una vida más segura. Ya no. Creo que me he vuelto adicto a la emoción.
—Bueno, esa parte, al menos, os la envidio —dijo la vidente—. Aunque no el hecho de que no podáis llamar «vuestra» a la vida que lleváis. No tener la posibilidad de decir «quiero ir por este camino» o «quiero intentar esto» o «quiero hablar con esta persona», porque habéis jurado obligar vuestra vida a la de otro por todos los tiempos me parece… ¡insoportable! ¡No sé cómo podéis sobrellevarlo!
Félix parpadeó mientras la observaba. ¿Estaba hablando aún de él, o de sí misma?
—En efecto, es duro —dijo él—, hacer un juramento que luego se lamenta, pero un hombre de honor… o una mujer de honor, ya que estamos…
—Fraulein Pallenberger —dijo una voz.
Ambos alzaron la mirada.
Max Schrieber se encontraba en la puerta y los miraba con ojos fríos.
—Pensaba que habíais regresado al barco para buscar los guantes.
Claudia le dedicó una brillante sonrisa.
—Y los he encontrado, magíster Schrieber —respondió, al tiempo que alzaba un par de guantes largos de color marrón claro—. Pero luego vi a herr Jaeger aquí, solo, y pensé que podría tomar un té con él.
—Habéis perdido el almuerzo —dijo Max, que hablaba como un director de colegio malhumorado.
—A veces, una conversación puede llenar más que una comida, magíster —replicó ella, mientras se levantaba. Se volvió hacia Félix y le tendió una mano, al tiempo que le dedicaba una afectada sonrisa conspiradora—. Gracias por vuestra compañía, herr Jaeger —dijo—. Resulta muy refrescante hablar de vez en cuando con alguien que aún comprende los anhelos de la juventud debido a sus propios conocimientos y experiencias.
—El placer ha sido todo mío, fraulein. —Al inclinarse para besar la mano, Félix desvió la mirada hacia Max. El hechicero le lanzaba dagas con los ojos. Claudia apretó los dedos de Félix antes de soltarlo.
Jaeger suspiró mientras ella se reunía con Max y ambos daban media vuelta para marcharse. ¿Es que ese viaje no acabaría nunca?
Se sentó y volvió a sus viajes con Gotrek.