DOS

DOS

Gotrek y Félix salieron corriendo de la posada y se adentraron por el umbrío callejón lateral, con las armas desnudas. Gotrek se balanceaba y tropezaba al correr, pero considerando que había estado completamente borracho durante todo un mes, su paso aún era rápido.

Cuando estaban a medio camino del patio del establo del que había procedido el dardo, un movimiento veloz que se produjo en lo alto atrajo la mirada de Félix. Levantó los ojos sin dejar de correr. Algo le pasó ante los ojos y le golpeó en la clavícula. Bajó la mirada. Una delgada cuerda gris descansaba sobre su pecho. Tendió una mano hacia ella.

La cuerda se tensó de repente y se le enrolló en el cuello, momento en que lo detuvo en seco como si fuera un perro sujeto por una cadena; perdió la espada y estuvo a punto de caerse. La cuerda subió y lo obligó a ponerse de puntillas mientras sufría arcadas e intentaba agarrarla. A su lado se oyó una voz pastosa que maldecía, y vio que el Matador caminaba en círculos, dando traspiés, con el brazo escayolado alzado por encima de la cabeza como si saludara, con una cuerda apretada en torno a la muñeca, que tiraba violentamente hacia lo alto.

—¡Cobardes! —gritó Gotrek—. ¡Bajad a luchar!

El Matador intentó cortar la cuerda con el hacha, pero antes de que pudiera asestar el tajo un adoquín impactó en su cara. Gruñó y se volvió, con la frente chorreando sangre.

Félix giró sobre sí mismo, mientras se le oscurecía la visión a causa de la falta de aire. De las sombras salió corriendo un grupo de hombres agachados que empuñaban porras, redes y sacos. Gotrek les dirigió un tajo de hacha, pero un tirón de la cuerda que le sujetaba el brazo escayolado hizo que fallara, y los hombres lo rodearon por todas partes para lanzarle cuerdas y redes.

Una porra le dio a Félix un golpe de soslayo en la parte posterior de la cabeza, mientras se manoteaba el cinturón en busca de la daga. Otra le golpeó un hombro. Les lanzó patadas a los atacantes, pero perdió el equilibrio y se fue hacia un lado, momento en que la totalidad de su peso quedó aguantado por la cuerda. El dolor y la falta de aire hicieron que ante sus ojos danzaran puntos negros. Puños y porras lo golpeaban desde todas partes. Los ojos de los hombres eran salvajes y estaban muy abiertos, con los labios negros y húmedos de saliva. Parecía haberlos a decenas.

Tres hombres que tenían un saco abierto llamaban a otros.

—¡Levantadlo! ¡Rápido!

Félix oyó golpes y chasquidos, y los hombres se apartaron de Gotrek, sangrantes y vapuleados, pero al punto otros se cernieron sobre él para golpearlo y envolverlo. Gotrek tenía el hacha inmovilizada a un lado.

—¡Soltadme, malditos gusanos! —rugía el Matador. En ese momento pateó con ambos pies y cayó sentado sobre la porquería del callejón, al tiempo que lanzaba de espaldas a sus torturadores. Aprovechó la oportunidad para tirar bruscamente de la cuerda que le sujetaba el brazo escayolado. Se oyó un chillido procedente de lo alto, y de los pisos superiores de la posada El Grifo se precipitó una figura que fue a caer con un golpe sordo sobre un tejado más bajo, del otro lado del callejón. La cuerda quedó floja.

Los hombres volvieron a acometer a Gotrek mientras sus compañeros alzaban a Félix y lo llevaban hacia la boca del saco. Pero el Matador tenía ahora una mano libre. La escayola mugrienta salió disparada para estrellarse contra varios hombres. Gotrek se levantó y se quitó las redes que lo atrapaban mientras sus agresores retrocedían con paso tambaleante.

Con todo, intentaron inmovilizarlo antes de que lograra liberar el hacha, pero la hoja rúnica, afilada como una navaja, libre ya de las últimas redes destripó al primer hombre que tuvo al alcance. Este retrocedió, las entrañas se derramaban entre sus manos mientras intentaba sujetarlas, y se estrelló contra los hombres que estaban metiendo a Félix dentro del saco.

El que sujetaba a Jaeger por el brazo izquierdo salió despedido hacia un lado. Félix aprovechó la oportunidad para desenvainar la daga que llevaba al cinturón. Sus captores se acobardaron y gritaron, pero no eran ellos el objetivo de Félix. Hizo con el arma un barrido por encima de la cabeza y cortó la delgada cuerda que lo estrangulaba. Al verse cargados inesperadamente con todo su peso, los hombres lo dejaron caer y se estrelló contra la mugre del callejón.

—¡Lo tengo! —gritó un hombre, cuando consiguió sujetar la mano con que Félix empuñaba la daga.

Pero la otra mano de Félix encontró la espada y le asestó un golpe con ella. El hombre chilló cuando la hoja le abrió un corte en un hombro, y se apartó mientras la sangre le empapaba la ropa harapienta. Los otros acometieron a Félix con palos y porras, pero él respondió con tajos de Karaghul que los hicieron retroceder, con graves heridas.

Félix se alzó sobre sus piernas inseguras, con la visión borrosa y escaso equilibrio. Blandió la espada débilmente ante sí mientras dejaba caer la daga y llevaba la otra mano hasta la cuerda gris que aún se le hundía en el cuello. Al fin logró quitársela y se llenó los pulmones con una pletórica y dolorosa inspiración.

La visión se le aclaró un poco cuando la sangre afluyó, palpitante, al interior de su cabeza. Miró en torno. Por todas partes yacían cadáveres ensangrentados, algunos con manos o brazos de menos. Los atacantes que quedaban corrían hacia ambos extremos del callejón. Gotrek persiguió a la docena aproximada que huía hacia el patio de la posada, y les gritó que dieran media vuelta y lucharan. Félix lo siguió con paso tambaleante, mientras intentaba obligar a sus piernas a obedecer sus órdenes. Era como si fueran de gelatina.

¿Quiénes eran esos hombres? ¿Y qué querían de ellos? Era imposible que se tratara de un ataque casual. ¿Acaso eran miembros de la Llama Purificadora que buscaban venganza? ¿Serían esclavos de las vampiresas Lahmianas que habían jurado vengarse de ellos? De ser así, ¿por qué habían intentado capturarlos en lugar de matarlos? Félix se estremeció al imaginar qué podrían hacerle esas tres arpías si lo tuvieran indefenso. Una muerte sangrienta en un callejón oscuro sería algo infinitamente preferible.

Félix entró trastabillando en el patio de El Grifo, un fangoso trozo de tierra con los establos y retretes a un lado, y un carro de cerveza vacío al otro. Gotrek estaba desapareciendo a través de una puerta trasera, arrastrando aún un trozo de cuerda que le rodeaba el brazo escayolado.

Félix fue a la carrera tras él. Los misteriosos atacantes giraban en una esquina que había más adelante, hacia otro estrecho callejón.

—¡Volved aquí, alimañas! —rugió Gotrek.

Los hombres no le hicieron caso.

—¿Sabes de qué va esto? —preguntó Félix mientras corrían hacia el callejón, tras ellos—. ¿Quiénes son?

—Los que derramaron mi cerveza —jadeó Gotrek.

Persiguieron a los atacantes a través de un laberinto de callejas que, aunque era mediodía, estaban oscuras como si fuera de noche debido a la altura de los edificios que las rodeaban. A Félix le sorprendió descubrir que, a pesar de que a él le faltaba el aire y Gotrek tenía las piernas cortas, mantenían con facilidad la misma velocidad que los hombres. Parecían estar en muy baja forma, débiles y confundidos; daban traspiés, gemían y chocaban unos con otros en la huida.

Por desgracia, no constituían el único peligro. Cuando Félix y Gotrek giraron en otra esquina, otro dardo atravesó la cresta del Matador y rebotó en la pared del callejón. Miraron hacia arriba. Una silueta oscura se trasladó de un tejado a otro a una velocidad vertiginosa y desapareció detrás de una chimenea. Por la mente de Félix pasaron visiones de Ulrika desplazándose por los tejados de Nuln. ¿Sería ella? ¿Otra de las Lahmianas? Eran los únicos enemigos que se le ocurrían que pudieran saltar de ese modo.

Gotrek y Félix salieron bruscamente del estrecho callejón a un concurrido mercado. Félix lo recordaba de su juventud. El Huhnmarkt, un mercado de aves de corral donde el cocinero de su padre compraba pollos y patos. Los atacantes se abrían paso a empujones a través de la masa de sirvientes que compraban y vendedores que gritaban, y dejaban tras de sí una estela de caos. Derribaban jaulas de pollos y gansos, y los hueveros y carniceros agitaban puños y cuchillas amenazadores hacia ellos. Gotrek se lanzó tras los fugitivos sin hacer caso de nada, pisoteando jaulas caídas y derribando más en la tenaz persecución. Félix apretó los dientes y lo siguió, con las orejas ardiendo al oír los furibundos gritos que los seguían.

—¡La guardia! —gritó una mujer—. ¡Que alguien llame a la guardia!

El grito fue repetido por todas partes en torno a ellos.

Cuando estaban en medio de la plaza, los hombres andrajosos ralentizaron la marcha, atrapados entre una muralla de jaulas y un carro que descargaba más. Antes de que pudieran pasar, Gotrek cayó sobre ellos, clavó el hacha en la espalda del último y cogió al siguiente. Acorralados, se volvieron para luchar y los acometieron con sus toscas armas y con todo lo que encontraron a mano.

En su mayor parte, esto último fueron pollos. Pollos en jaulas, pollos fuera de las jaulas, pollos muertos, pollos vivos y pollos cayeron sobre Gotrek y Félix en una tormenta que cacareaba y chocaba con golpes sordos. Félix y el Matador los apartaban a un lado con la espada, el hacha y la escayola, destrozando jaulas y matando aves al intentar llegar hasta sus enemigos. Por todas partes volaba sangre, plumas y astillas de madera.

Félix se agachó para esquivar una jaula de gansos frenéticos y ensartó a un hombre armado con un garrote tachonado de púas de hierro, para luego acometer a otro que se había apoderado de una cuchilla de carnicero y la blandía enloquecidamente hacia él. Desde que el lazo se le había cerrado en torno al cuello, era la primera vez que podía echarles una mirada clara a los atacantes. Y descubrió que eran realmente extraños.

Eran, hasta el último, tan harapientos y degenerados como cualquier mendigo con el que hubiera tropezado Félix, con pelo y barba enredados, piel mugrienta, ropa andrajosa… pero lo que alarmó de verdad a Jaeger fueron las caras. Sus ojos destellaban con un entusiasmo antinatural, y babeaban constantemente, espesos hilos de baba negra que les manchaban los labios, las encías y la ropa.

Aunque eran débiles y flacos como alambres, peleaban con un febril entusiasmo que hacía que sus ataques resultaran difíciles de predecir. ¿Estarían drogados? ¿Serían fanáticos de un dios? ¿Estaban esclavizados por algún amo maligno? Félix habría podido sentir lástima por su miserable estado de no haber sido porque habían estado a punto de estrangularlo, e incluso en ese momento trataban de dejarlo sin sentido de un golpe. Le abrió un corte en los nudillos al hombre de la cuchilla. Aunque la herida llegó hasta el hueso, el hombre apenas pareció sentirla y volvió a acometerlo.

Félix respondió con una estocada que se clavó en un hombro de su contrincante; el hombre gritó y cayó a un lado. Félix miró a Gotrek. El Matador estaba rodeado de cuerpos, y otros dos hombres caían ahora ante él, con calamitosas heridas de las que manaban chorros de sangre. Otros tres hombres enloquecidos saltaron sobre él por detrás, lanzando lamentos como condenados. Gotrek giró sobre sí mismo y abrió en canal a uno, y luego cogió al segundo por el cinturón y lo arrojó hacia otro enemigo. Ambos se estrellaron contra un tenderete, derribaron el techo de lona y cayeron sobre sacos de plumas mientras el carnicero y sus aprendices se apartaban. Una explosión de plumas inundó el aire.

Otros dos hombres cargaron contra Félix a través de la arremolinada nube. Éste cortó fácilmente las porras con la espada rúnica, y con la misma facilidad atravesó músculo y hueso con el golpe de retorno. Sus enemigos cayeron ante él, gritando.

Félix miró en torno, alerta, pero la lucha había concluido. En medio del destrozado tenderete, Gotrek se erguía tras haber decapitado al último de los hombres. Se enjugó la sanguinolenta frente con el dorso de su mano ensangrentada.

—A ver si ahora puedo beber en paz —le gruñó a un cadáver.

El Matador estaba cubierto de sangre, sudor y plumas, de la cabeza a los pies. Estas últimas también se adherían a la sangre colgada en el hacha, en su cara y hombros, y se le pegaban en la barba, la cresta y las cejas. Félix bajó los ojos hacia sus propias manos y se dio cuenta de que debía tener el mismo aspecto. Estaban recubiertos de plumas blancas y marrones. Tenía plumas dentro de la boca y la nariz. Tenía plumas pegadas a las pestañas…

—A ver, ¿qué es todo esto? —dijo una voz detrás de él.

Félix y Gotrek se volvieron. Una patrulla de la guardia de la ciudad atravesaba la nube de plumas que aún no se habían posado en el suelo, encabezada por un alto capitán nervudo que recorría con la mirada el desastre como un director de escuela disgustado.

—¡Por la sangre de Sigmar! —dijo, al encontrar el cuerpo de uno de los extraños hombres—. ¡Se ha cometido un asesinato! ¿Quién es responsable de esto?

Todos los presentes en la plaza señalaron a Gotrek y a Félix.

—¡Han sido ellos! —gritó una mujer voluminosa que llevaba delantal e iba arremangada—. ¡Han perseguido a estos pobres mendigos y los han hecho pedazos!

—¡Esos villanos han destrozado mi tenderete! —gritó un vendedor.

—¡Han matado a mis pollos! —se quejó otro.

—¡Han roto todos mis huevos! —gimoteó un tercero.

—Capitán, puedo explicarlo —dijo Félix, acercándose.

Pero el capitán retrocedió y les hizo un gesto a sus hombres para que se pusieran en guardia. De repente, Félix se encontró ante un haz de espadas.

—Os quedaréis donde estáis, asesino —dijo el capitán, y sacudió la cabeza—. Nueve, diez, once muertos. ¡Por todos los dioses, qué masacre!

—Nos atacaron —dijo Félix—. Nos defendimos.

El capitán no pareció creerlo.

—Podréis presentar vuestros argumentos al comandante Halstig, en el cuartel de la guardia. Ahora entregad las armas y unid las manos a la espalda.

Gotrek bajó la cabeza con aire amenazador.

—Ningún hombre me quita el hacha.

—Gotrek… —dijo Félix.

El capitán sonrió burlonamente.

—La resistencia sólo empeorará las cosas para vos, enano. —Les hizo un gesto a sus hombres para que avanzaran—. Quitádsela.

Gotrek adoptó una postura de lucha mientras los hombres se le aproximaban con cautela.

—Si lo intentáis, moriréis.

—Gotrek —dijo Félix, desesperado—. No puedes luchar contra la guardia. No son nuestros enemigos.

—Si intentan quitarme el hacha, lo son —gruñó el Matador.

Félix se interpuso entre Gotrek y los guardias, con las manos alzadas.

—Caballeros, por favor. Si nos permitís conservar las armas, os acompañaremos pacíficamente. Os lo prometo.

—¿Y qué valor tiene la promesa de un asesino? —preguntó el capitán—. Entregad las armas de inmediato.

Félix retrocedió cuando avanzaron los guardias. Miró por encima de un hombro.

—Gotrek, por favor.

—Hazte a un lado, humano.

Un guardia joven alzó la espada hacia Félix, con ojos nerviosos.

—Vuestra espada. Ahora.

Félix retrocedió otro paso.

—No… no puedo.

Los guardias avanzaron un paso más, acortando la distancia.

—No seáis estúpido… —dijo el guardia joven. De pronto, lanzó un grito ahogado y se llevó la mano al cuello, en el que tenía clavado un dardo negro, justo por encima del borde del peto. Se le pusieron los ojos en blanco y cayó al suelo.

Los otros guardias retrocedieron de un salto, gritando, sin saber qué había sucedido. Félix también retrocedió, se acuclilló y recorrió con la mirada los tejados que rodeaban la plaza. Otro dardo pasó junto a él. Gotrek lo desvió con el hacha. Se estrelló con un golpe sordo contra la lona del tenderete derribado, y la punta destelló, negra y mojada.

—¿Qué está sucediendo? —gritó el capitán.

—¡Allí! —dijo Félix, que señalaba hacia el tejado de una oficina de contratación situada al otro lado de la plaza.

Los guardias siguieron la dirección de su mirada justo a tiempo de ver una silueta oscura que se escabullía por encima del hastial del tejado.

—¡Y allí! —dijo otro de los guardias, que señalaba hacia la izquierda.

Un dardo se le clavó en una mejilla, y se desplomó sobre el camarada caído. Otra forma oscura se agachó para ocultarse tras el tejado de una casa.

—¡Al suelo! —gritó el capitán.

Sus hombres se pusieron a cubierto.

—Vamos, humano —dijo Gotrek, que echó a andar a través de los tenderetes destrozados.

Félix les lanzó una mirada a los guardias y luego lo siguió, encorvado.

—¡Alto! —gritó el capitán—. ¡Tras ellos! —les bramó a sus hombres.

Estos vacilaron y lanzaron miradas precavidas hacia los tejados.

—¡Adelante! —gritó el capitán.

Los guardias echaron a andar tras ellos, pero con lentitud y manteniéndose a cubierto.

Gotrek giraba de un lado a otro entre el laberinto de tenderetes, dejando tras de sí un rastro de plumas y huellas ensangrentadas. Su único ojo no se apartaba ni por un instante del tejado de la casa.

—No lograremos atraparlos —dijo Félix cuando le dio alcance.

Gotrek no dijo nada, atravesó un tenderete lleno de pollos que protestaban, y salió por la parte posterior mientras el dueño permanecía oculto tras el tajo. Ahora estaban en el borde de la plaza. La casa se encontraba a su izquierda. Félix oyó un murmullo de voces detrás de sí; eran los guardias, que los seguían a regañadientes.

Del tejado de la casa asomó una cabeza silueteada. Gotrek barrió el aire con el hacha y derribó otro dardo.

—¡Cobardes! —exclamó con voz tronante.

—Está moviéndose —comentó Félix, y señaló hacia donde la silueta había vuelto a aparecer brevemente.

Gotrek entró corriendo en el callejón que mediaba entre la casa y otro edificio. La silueta negra se transformó en un borrón al saltar de un tejado a otro —un salto imposible—, para luego desaparecer al otro lado de un hastial.

Gotrek gruñó y apresuró el paso.

—¡Gotrek, es inútil! —gritó Félix—. Es demasiado rápido.

El Matador no le hizo caso.

Siete manzanas más adelante, Gotrek se detuvo y paseó una mirada colérica por los tejados. Félix recobró el aliento, aliviado. Estaba acalorado y sudoroso, y las plumas que lo cubrían le causaban un picor horrible.

No habían visto ni rastro del disparador de dardos en las últimas cuatro manzanas, y estaba a punto de sugerirle a Gotrek que abandonaran la persecución cuando el Matador gruñó, asqueado, para luego dar media vuelta y echar a andar lentamente en dirección contraria, arrastrando los pies. Félix lo siguió. Un momento antes había estado enfadado y había sido casi el de siempre, y al siguiente el ojo se le había empañado y adoptado la misma mirada ida del último mes. Era como si alguien le hubiera extirpado el juicio.

—¿Gotrek? ¿Adonde vamos? —preguntó Félix.

—Necesito un trago.

—¿En El Grifo? Pero, eh… la guardia preguntará por ahí. Allí nos encontrarán.

—Que nos encuentren.

Félix carraspeó.

—Escucha, Gotrek, no tengo ningún interés en pelearme con la guardia. Ni tengo ningún deseo de volver a vivir como un forajido. ¿Por qué no vamos a otra posada? De Marienburgo, digamos.

Gotrek no dijo nada y continuó caminando cansinamente.

Justo entonces, tres guardias salieron corriendo de un callejón, por delante de ellos. Vieron a Gotrek y Félix y se detuvieron, sorprendidos.

—¡Alto! —dijo el primero, el mayor de ellos, aunque no tenía más de veinte años a lo sumo. La guardia reclutaba muchachos jóvenes en esos tiempos, pues muchos adultos habían muerto en la guerra.

Los muchachos se pusieron en guardia. Gotrek no aminoró el paso; sólo bajó la cabeza y preparó el hacha. Félix gimió, Era justo lo que les faltaba.

—Gotrek, sólo cumplen con su deber —murmuró.

—Están en mi camino.

—¡Gotrek, por favor!

—Entregad las armas —dijo un guardia. Le tembló la voz, pero se mantuvo firme.

Sin dejar de avanzar, Gotrek alzó la cabeza y miró al guardia a la cara. Félix vio que los ojos del muchacho se abrían más de puro miedo. No se lo reprochaba. Ya había recibido de pleno aquella feroz mirada penetrante de un solo ojo, y cada vez se le habían encogido las entrañas.

—Apartaos —dijo el Matador con calma—. Decidle a vuestro capitán que no nos habéis encontrado.

Los guardias se lanzaron miradas nerviosas, vacilantes.

Gotrek continuaba avanzando. Alzó el hacha, aún incrustada de sangre, plumas y porquería. Félix contuvo la respiración y se negó a mirar.

Los jóvenes huyeron.

Félix suspiró de alivio.

Gotrek gruñó y siguió caminando.

—Marienburgo… —dijo, al tiempo que asentía con la cabeza—. Un sitio es tan bueno como cualquier otro.

* * *

Una hora más tarde, después de asearse en una casa de baños de mala reputación, Félix entró por la puerta posterior de El Grifo mientras Rudgar e Irmele estaban ocupados en servir la cena, se quitó la ropa que llevaba y se puso las prendas viejas y la vapuleada capa roja de Sudenland, recogió las pocas pertenencias que tenían él y Gotrek, volvió a salir por la puerta trasera para encaminarse con el Matador hacia los muelles de la orilla del Reik. Dejó un montoncito de monedas sobre la cómoda para pagar la habitación, así como el jubón gris manchado de sangre, mientras maldecía haber estropeado un nuevo conjunto de buena ropa. Decidió que no volvería a comprarse ropa de buena calidad. Siempre se las arreglaba para destrozarla casi al instante.

Al llegar a los muelles preguntó por los transportes que había hasta Marienburgo, y se enteró de que el Jilfte Batean, barca de pasajeros de esa misma ciudad, partiría dos horas más tarde, así que él y Gotrek se instalaron en la taberna Ancla Rota, a esperar. Aunque estaba lejos de El Grifo y el mercado de Huhnmarkt, y había pocas probabilidades de que la guardia fuera a buscarlos allí, Félix escogió la mesa situada en el rincón más oscuro del salón, desde donde alzaba nerviosamente la mirada cada vez que alguien atravesaba la puerta.

Pasó el resto del tiempo mirando hacia las ventanas de cristales en forma de diamante, esperando que en cualquier momento volaran hacia ellos dardos envenenados a través de los cristales que faltaban. Aún no sabía quiénes habían sido los extraños atacantes. Apostaba por las Lahmianas, pero tampoco podía descartar a la Llama Purificadora. ¿Tenían algún otro enemigo en el Imperio? Habían estado lejos durante tanto tiempo que, ¿cómo podían tenerlos? Quienesquiera que fuesen, ¿volverían a encontrarlos? ¿Los seguirían hasta Marienburgo? Por cosas que habían dicho Ulrika y la condesa, tenía la impresión de que las Lahmianas contaban con agentes en todas partes. Si se trataba de ellas, puede que él y Gotrek jamás lograran escapar a su influencia.

A pesar de la preocupación de Félix, la espera en el Ancla Rota pasó sin incidentes, y recorrieron las calles crepusculares de Altdorf hasta los bulliciosos muelles justo cuando el sobrecargo del jilfte Batean retiraba la cuerda e invitaba a los pasajeros a subir a bordo.

Gotrek refunfuñó y escupió mientras subía por la pasarela hacia la cubierta de proa de la larga embarcación.

—Mira que bambolearse sobre el río dentro de un cubo de madera al que le entra agua —murmuró—. Me pone enfermo. Me voy abajo.

Félix sonrió para sí. Cada vez que viajaban por agua, Gotrek expresaba las mismas quejas, pero eso nunca le impedía subir a bordo.

—Te sentirás mejor si te quedas en cubierta —le dijo—. Me han dicho que ayuda eso de ver cómo pasa la orilla.

—Sabiduría humana —replicó Gotrek, despectivo, y se encaminó hacia la puerta que conducía a los camarotes y otras instalaciones.

Félix sacudió la cabeza, perplejo, y luego se volvió hacia la borda. No pensaba compartir un pequeño camarote con el Matador, cuando estaba de un humor tan deplorable. Era muchísimo mejor observar cómo subían a bordo los demás pasajeros, y disfrutar de la tibieza del sol de finales de otoño.

La gente que ascendía por la pasarela era muy diversa: pobres que obviamente habían pagado con sus últimas monedas un camastro de tercera clase; comerciantes vestidos con paño fino que iban a comerciar en Bretona o Marienburgo, acompañados por sus matones que les llevaban el equipaje; toda una compañía de pistoleros de Hochland a las órdenes de un capitán vocinglero; nobles con sus séquitos, ataviados de seda y terciopelo, conducidos a bordo por lisonjeros camareros; marineros bronceados y barbudos con mochilas a la espalda, y gordos príncipes comerciantes de Marienburgo, vestidos con ropa aún más llamativa que la de los nobles, que volvían a casa tras firmar acuerdos comerciales con mayoristas y distribuidores del Imperio.

Era todo tan normal y mundano que Félix sintió un inusitado anhelo por tener una vida corriente. Estos hombres no eran atacados por extraños asesinos babeantes en las tabernas. Estas gentes no se llamaban por el nombre de pila con las condesas vampiro. No conocían a nadie que hubiera jurado buscar una muerte gloriosa en batalla. Nunca habían luchado contra un troll. Lo más probable era que jamás hubieran visto siquiera un troll.

Quizá su padre tenía razón. Tal vez debería haber seguido el camino que el anciano había trazado para él. Sin duda, las cosas habrían sido más cómodas. Pero también más aburridas. Y no es que el aburrimiento fuera lo peor que le podía suceder a un hombre. Ciertamente, era preferible a encontrarse cubierto de sangre y plumas de pollo y ser perseguido por la guardia.

Un carruaje ricamente decorado se acercó al embarcadero y se detuvo cerca de la pasarela. Aunque no lucía distintivo alguno, resultaba obvio que en su interior había alguien importante. El carruaje iba flanqueado por ocho caballeros de la Guardia del Reik, ataviados con uniforme azul y rojo, y protegidos por petos de acero. El sobrecargo corrió a su encuentro y colocó un escaloncito bajo ante la portezuela, mientras los camareros se apresuraban a recoger el equipaje que les entregaban, desde arriba, el cochero y los lacayos.

Félix observó con interés cómo se abría la puerta del carruaje, mientras se preguntaba quién saldría de él. El primero fue un hombre maduro ataviado con largos ropones color crema sobre los que llevaba una capa de viaje más oscura, con la voluminosa capucha echada sobre la cabeza para ocultarle la cara. Félix lo reconoció como hechicero, no sólo por los ropones y el báculo rematado de ámbar, sino también por el temor y reverencia que les inspiraba al sobrecargo y los camareros que habían acudido a atenderlo. El sobrecargo estaba desgarrado entre la necesidad de manifestarle toda la cortesía posible, y el impulso de saltar como un conejo aterrado. Los camareros cogían el equipaje como si pudiera explotar en cualquier momento.

El hechicero se volvió hacia el carruaje y le ofreció una mano al otro ocupante. Félix alzó la cabeza para mirar mejor, porque la mujer que bajó delicadamente hasta el embarcadero era impresionante, por no decir más.

Iba vestida con ropones de seda de un intenso azul oscuro, como el del cielo de verano justo después de la puesta de sol, todos bordados con estrellas, planetas y lunas —una vidente del Colegio Celestial, entonces—, pero no se trataba de ninguna vieja arrugada y encorvada bajo el peso del conocimiento anticipado que conllevan los años de adivinación. Era una mujer joven, de apenas poco más de veinte años según la estimación de Félix, y tan esbelta y grácil como un gato. El largo cabello lacio color miel le caía por la espalda casi hasta la cintura, y llevaba alta la cabeza de delicadas facciones mientras miraba en torno con despierto interés y los labios ligeramente curvados en una permanente media sonrisa, como si conociera un secreto que todo el mundo ignoraba, cosa que, considerando su colegio, indudablemente era así.

El hechicero de más edad la acompañó hasta la embarcación, con la cabeza inclinada para hablar con ella mientras caminaban; el sobrecargo hacía reverencias torpes ante ellos, y el destacamento de la Guardia del Reik los flanqueaba por ambos lados.

Los compañeros de viaje de Félix murmuraron y susurraron entre sí cuando la pareja comenzó a ascender por la pasarela.

—Que Sigmar nos guarde, no irán a viajar con nosotros, ¿no? —preguntó una matrona de Altdorf.

—¡Bah!, no son tan malos —replicó su esposo—. Pertenecen a los colegios. Los guardias del Reik no viajarían con ellos si no fuera así.

—Pero siguen siendo brujos —dijo otro hombre—. No se puede confiar en ellos.

—E incluso si son de los buenos, ¿qué están haciendo aquí? Nada bueno sucede cerca de los hechiceros —dijo un tercer hombre.

—Sí —confirmó la matrona—. No voy a viajar con ellos. Henrich, habla con el sobrecargo.

—Pero, Hieke, amor mío, no hay otro barco hasta dentro de dos días. Y tenemos que llegar a Carroburgo por Aubentag.

Y así continuaron y continuaron. Félix no se lo reprochaba. A él lo ponía nervioso hasta el mejor de los hechiceros. Como cualquier arma del arsenal del Imperio, podían resultar tan peligrosos para los amigos como para los enemigos, si algo se torcía: la pólvora podía estallar, los cañones podían rajarse, una espada podía ser vuelta contra quien la empuñaba, y los hechiceros podían volverse locos o malignos, como bien sabía por su reciente experiencia personal.

Se volvió con los otros pasajeros cuando los hechiceros llegaron al final de la pasarela y se dejaron conducir hacia la puerta de los camarotes y espacios interiores. Al tener a la joven vidente más cerca, Félix le echó otra mirada. A poca distancia era tan hermosa como desde lejos, con altos pómulos, labios carnosos y ojos brillantes del mismo color azul profundo que el ropón que llevaba.

Le sonrió al pasar, y el hechicero de más edad alzó la cabeza para ver a quién miraba.

Félix parpadeó al reconocerlo en el momento de establecer contacto ocular. Ahora llevaba barba cuando antes había ido completamente afeitado, y tenía el pelo gris cuando antes lo había tenido castaño, pero los ojos que le devolvieron la mirada desde el delgado rostro surcado por líneas de expresión eran los mismos, al igual que la triste, lenta sonrisa que se abrió paso a través de la solemne expresión del hombre.

—Félix Jaeger —dijo Maximilian Schrieber—. No has envejecido ni un solo día.