UNO

UNO

Félix Jaeger se miró en el espejo de marco dorado del señorial vestíbulo de la mansión que su padre tenía en Altdorf, ante el cual se alisó el nuevo jubón gris y se enderezó el cuello de la camisa por décima vez. El profundo tajo, que había sufrido en la frente al explotar la Espíritu de Grungni, era ahora apenas una cicatriz rosada que formaba un arco por encima de su ceja izquierda. Los otros cortes y rasguños menores habían desaparecido. Los médicos que habían cuidado de él estaban atónitos.

Habían pasado menos de dos meses desde el accidente, pero estaba completamente restablecido. Las torceduras que se había hecho en ambos tobillos al caer al suelo con el «fiable» de Makaisson ya no le dolían. La jaqueca y la visión doble habían desaparecido. Ni siquiera le quedaban marcas de las múltiples quemaduras, y el tajo infligido por la espada del adorador del Caos, que le había llegado hasta las costillas, bajo el brazo izquierdo, no era más que una línea que se iba desvaneciendo.

Por supuesto, era muy bueno estar otra vez en forma y sano, pero eso también significaba que ya no le quedaban excusas para no ir a ver a su padre.

Detrás de él se oyó una tos discreta. Se volvió. El mayordomo de su padre se encontraba en la escalera de mármol que ascendía hacia los pisos superiores.

—Os recibirá ahora.

«Bien —pensó Félix—, ha llegado el momento. No puede ser peor que enfrentarse con un demonio, ¿verdad?».

Tragó saliva y ascendió la escalera detrás del mayordomo.

* * *

Gustav Jaeger parecía un maniquí arrugado que se ahogaba en un mar de ropa de cama blanca. Sus marchitas manos descansaban, quietas y rosadas, sobre el edredón de pluma de ganso. Un llamativo anillo de oro engarzado con zafiros que rodeaban la letra «J», formada por rubíes, rodeaba flojamente un dedo encogido. La piel de la cara le colgaba de los huesos como ropa mojada tendida a secar. Parecía ya muerto. Félix apenas lo reconoció, nada quedaba del gigante que había sido. Sólo sus ojos eran como los recordaba: vivos y coléricos, de color azul y capaces de licuarle a Félix las entrañas con una sola mirada acerada.

—Cuarenta y dos años —dijo con un hilo de una voz sibilante—. Cuarenta y dos años, y sin ningún resultado visible. Patético.

—He recorrido todo el mundo, padre —dijo Félix—. He escrito libros…

—Los he leído —le espetó el padre—. O lo he intentado. Basura. Todos. No habrás ganado ni una corona, estoy seguro.

—De hecho, Otto dice…

—¿Tienes ahorros? ¿Propiedades? ¿Esposa? ¿Hijos?

—Eh…

—Ya suponía que no. Doy gracias a los dioses por el crío de Otto. Si lo hubiera dejado en tus manos, no quedaría nadie que llevara el apellido Jaeger. —Gustav alzó su débil cabeza de la almohada y clavó en Félix una mirada cáustica—. Supongo que has vuelto para mendigar tu herencia.

Félix se sintió ofendido. No había ido a buscar dinero. Había ido a hacer las paces.

—No, padre. Yo…

—Pues mendigarás en vano —se burló el anciano—. Mira que desperdiciar todas las ventajas que te ofrecí: una educación, un puesto en el negocio familiar, el dinero que gané con el sudor de mi frente, todo para convertirte en poeta. —Escupió esta última palabra, como si dijera «orco» o «mutante»—. ¡Dime cuándo un poeta ha hecho algo útil por el mundo!

—Bueno, el gran Detlef…

—¡No me vengas con necedades, idiota! ¿Crees que quiero oír tu cháchara de maricón?

—Padre, no te alteres —dijo Félix, alarmado al ver que el rosado rostro de su padre se volvía rojo—. No estás bien. ¿Quieres que vaya a buscar a la enfermera?

Su padre se dejó caer sobre la almohada, con la respiración agitada y sibilante.

—Mantén a esa… gorda envenenadora… lejos de mí. —Volvió la cabeza para mirar otra vez a Félix. Ahora sus ojos estaban turbios… angustiados. Una de sus apergaminadas manos hizo un gesto para que Félix se acercara—. Ven aquí.

Félix adelantó una silla, con el corazón acelerado.

—¿Sí, padre? —Tal vez su progenitor iba a ablandarse finalmente. Tal vez cicatrizarían las viejas heridas de ambos, por fin. Quizá iba a decirle que en lo más profundo de su corazón siempre lo había querido.

—Existe… un medio por el que puedes volver a ganar mi favor y… tu herencia.

—Pero si yo no quiero una herencia. Sólo quiero tu…

—¡No me interrumpas, maldito! ¿No te enseñaron nada en la universidad?

—Perdóname, padre.

Gustav, tendido de espaldas, miró al techo. Permaneció silencioso y quieto durante tanto rato que Félix comenzó a temer que hubiera muerto sin haber pronunciado las palabras de reconciliación porque él lo había interrumpido.

—Estoy… —dijo Gustav con voz casi inaudible.

Félix se inclinó ansiosamente hacia él.

—¿Sí, padre?

—Estoy en peligro de perder Jaeger e Hijos… a manos de un pirata malnacido llamado Hans Euler.

Félix parpadeó. No eran ésas las palabras que había esperado.

—¿Perder…? ¿Quién es ese hombre? ¿Cómo ha sucedido?

—Su padre, Ülfgang, fue socio mío, y Hans, ese pequeño chantajista de negro corazón, se ha hecho con una carta privada que le escribí a su padre hace treinta años y que, según él afirma, demuestra que yo introducía contrabando en el Imperio para no pagar los aranceles. Dice que le enseñará la carta al Emperador y al Gremio de Comerciantes de Altdorf, si no lo hago socio mayoritario de Jaeger e Hijos antes de que acabe el mes próximo.

Félix frunció el ceño.

—¿Introducías contrabando para no pagar los aranceles imperiales?

—¿Qué? Claro que sí. Todos lo hacen. ¿Cómo crees que pagué tu desperdiciada educación, muchacho?

—Ah.

Félix se escandalizó. Siempre había sabido que su padre era un empresario despiadado, pero ignoraba que había llegado a violar la ley.

—¿Y qué sucederá si ese Euler entrega la carta a las autoridades?

Gustav comenzó a ponerse rojo otra vez.

—¿Eres abogado, de repente? ¿Estás sopesando los méritos de mi caso? ¡Soy tu padre, malditos sean tus ojos! Debería bastar el hecho de que yo te lo pidiera.

—Sólo estaba…

—El gremio me expulsaría y el Fisco Imperial se apoderaría de todo lo que tengo, eso sucedería —dijo Gustav—. Esa corrupta puta vieja de Hochsvoll cogería mi contrata de fletes y se la daría a uno de sus compinches. Sería la prisión para mí, y no habría herencia ni para Otto ni para ti. ¿Eso es suficiente para despertar tu compasión?

Félix se sonrojó.

—No quería…

—Euler aguarda mi respuesta en su casa de Marienburgo —continuó el anciano, mientras volvía a dejarse caer de espaldas—. Quiero que vayas allí y le quites la carta por el medio que consideres oportuno. Tráemela y tendrás tu herencia. En caso contrario, ya puedes morirte en la pobreza, como mereces.

Félix frunció el ceño. No estaba seguro de qué esperaba de aquella reunión, pero no era esto.

—¿Quieres que se la robe?

—¡No quiero saber cómo lo harás! ¡Simplemente hazlo!

—Pero…

—¿Qué problema hay? —preguntó Gustav con voz ronca—. He leído tus libros. Recorres el mundo matando a todo quisqui y apoderándote de sus tesoros. ¿Te negarás a hacer lo mismo por tu padre?

Félix vaciló a la hora de responder. ¿Por qué tenía que hacerlo? No quería la herencia, no quería a su hermano Otto lo bastante como para preocuparse porque él recibiera la suya, y dudaba que su padre fuera a vivir durante el tiempo suficiente como para cumplir condena en prisión. Ciertamente, no sentía que le debiera nada al viejo.

Gustav lo había echado a la calle sin un solo pfennig veinte años antes, y desde entonces jamás se había preocupado por saber cómo estaba, y antes de eso había sido un padre duro e indiferente. A lo largo de los años, había habido numerosas ocasiones en las que Félix había deseado que el viejo se atragantara con las gachas del desayuno y muriera, y sin embargo…

Y sin embargo, ¿no había acudido Félix allí para poner fin al antiguo rencor? ¿No había deseado decirle a su padre que por fin había entendido que, al menos a su manera, él lo había intentado? Puede que Gustav hubiera reprendido despiadadamente a sus hijos y les hubiera impuesto metas tan altas que les resultaba imposible alcanzarlas, pero también les había proporcionado una infancia libre de privaciones, les había pagado los mejores colegios y preceptores, había gastado incontables cantidades de dinero para intentar comprarles un título nobiliario, y les había ofrecido un puesto en su floreciente empresa. Puede que no hubiera sido capaz de expresarse más que con maldiciones, bofetadas e insultos, pero había querido que sus hijos tuvieran una buena vida, y Félix había ido a darle las gracias por eso, y dejar atrás el pasado. ¿Cómo, entonces, podía negarle a su padre lo que tal vez fuera una última petición?

No podía.

Félix suspiró y bajó la cabeza.

—Muy bien, padre. Recuperaré la carta.

* * *

Tan ansioso había estado Félix antes del encuentro con su padre que no había mirado ni a izquierda ni a derecha de camino a la casa; ahora, no obstante, mientras desandaba sus pasos camino de la posada El Grifo, bien arropado con la capa para protegerse del helor de la mañana de finales de otoño, sus ojos iban de un lado a otro y las concurridas calles de Altdorf le trajeron toda suerte de recuerdos.

Allí, a la derecha, con los muros verdes del Colegio Jade alzándose por detrás, estaban los apartamentos de herr Klampfert, el preceptor que le había enseñado el alfabeto y la historia, y que olía mucho a agua de rosas. Allí estaba la casa de Mara Gosthoff que, a la tierna edad de catorce años, le había permitido besarla en el baile del Día de Sonnstill. Hacia el oeste, al girar y dirigirse hacia el sur por la muy concurrida calle Austausch, distinguió las torres de la Universidad de Altdorf, donde había estudiado literatura y poesía, y donde se había unido a los alborotadores que predicaban la abolición de las clases gobernantes y la igualdad para todos.

Cuánto más camino recorría, con mayor velocidad acudían a él los recuerdos. Se sucedían precipitadamente, convergiendo en el momento en que su vida había cambiado para siempre, sin posibilidad de volver atrás. Calle adelante se encontraba el patio en el que había librado el duelo con Krassner, y lo había matado cuando su intención era sólo herirlo. Ahora entraba en la plaza Konig, donde él y sus compañeros agitadores habían encendido las hogueras y conducido a las multitudes en una grandiosa manifestación contra la injusticia del impuesto sobre las ventanas. Allí estaba la estatua del Emperador Wilhelm tras la cual lo había arrastrado Gotrek, cuando la caballería de la Guardia del Reik había cargado contra los manifestantes y asestado indiscriminadamente tajos de espada. Ésos eran los adoquines sobre los que media docena de lanceros habían muerto bajo el hacha de Gotrek, y cuya sangre había empapado la mugre y la ceniza de las hogueras. Y allí, justo antes del puente de Reiksbruck, había un diminuto callejón que llevaba a la taberna donde él y Gotrek se habían puesto ciegos de alcohol y donde, a primeras horas de la madrugada, Félix había jurado seguir al Matador y escribir un poema épico que diera fe de la grandiosa búsqueda de la muerte en batalla por parte del enano.

Se detuvo en la boca del callejón y clavó la mirada en sus umbrías profundidades, mientras lo inundaba un torbellino de emociones encontradas. En parte deseaba poder entrar en él y retroceder en el tiempo para tocarle un hombro a la versión más joven de sí mismo y decirle que no hiciera el juramento. Otra parte de él imaginaba la vida que habría tenido en caso de no haberlo hecho —una vida de matrimonio, decoro y responsabilidad—, y pensaba que debería quedarse justo donde estaba.

Apartó de sí la ensoñación y continuó. Era muy extraño encontrarse de vuelta en Altdorf. Estaba llena de fantasmas.

Félix se detuvo y alzó la mirada hacia el bajo dintel de la puerta de la posada El Grifo. De pronto un débil sonido atrajo su atención hacia el tejado, que se encontraba cuatro pisos más arriba. No vio más que postigos echados y nidos de pájaros. Palomas que se peleaban bajo los aleros, sin duda. Entró.

Unos pocos dormilones aún se demoraban con el desayuno en el salón cálido y pavimentado con losas de piedra de la posada. Le hizo un gesto de asentimiento con la cabeza a Irmele, que estaba retirando platos y tazas, y saludó a Rudgar, el posadero, que hacía rodar un barril nuevo de cerveza del Territorio de la Asamblea hasta su sitio, detrás de la barra.

—¿Ha bajado ya? —preguntó Félix.

Rudgar hizo un gesto con la cabeza hacia el fondo del salón.

—No ha llegado a subir. Tuvo a Janse despierto durante toda la noche, llenándole una y otra vez la jarra. Allí estaba cuando os marchasteis esta mañana. ¿No lo visteis?

Félix negó con la cabeza. Había estado demasiado preocupado por la visita a su padre como para fijarse en nada al salir. Ahora espió las sombras del fondo del salón. Medio oculto en un rincón que había detrás del enorme hogar de la posada estaba Gotrek, encorvado y quieto en una silla baja, con el barbudo mentón contra el pecho y una jarra de cerveza flojamente sujeta con su manaza. Félix sacudió la cabeza. El Matador tenía un aspecto terrible.

No eran las heridas de Gotrek lo que inquietaba a Félix. En su mayor parte eran cosa del pasado, ya que habían cicatrizado como lo hacían siempre, limpia y completamente. Salvo por la voluminosa escayola del brazo derecho, estaba como nuevo. Lo que preocupaba a Félix era que el Matador había dejado de cuidarse. En las raíces del pelo de su cresta se le veían más de dos centímetros de color castaño que no se había molestado en teñir. El resto de la cabeza estaba recubierto por una pelusa desigual que comenzaba a ocultarle los tatuajes de color azul, y tenía hinchada la cara. En su barba se veían restos de comida, y la escayola del buzo, antes blanca, estaba recubierta ahora de mugre y manchada de cerveza. El único ojo sano, medio cerrado, estaba fijo en la pared de delante. Félix no sabía si estaba despierto o dormido. Hizo una mueca. Aquello estaba convirtiéndose en algo demasiado frecuente.

—¿Os ha pagado?

—Sí —dijo Rudgar—. Nos dio uno de sus brazaletes de oro. Ha pagado hasta el regreso de Sigmar.

Félix frunció el ceño. Eso era mala señal. Gotrek no disponía de una caja acorazada en la que transportar el tesoro que había amasado a lo largo de sus aventuras, así que lo llevaba en torno a las muñecas. Los brazaletes y las bandas de oro que le rodeaban sus poderosos brazos eran para él tan preciosos como los tesoros de cualquier rey enano. Sólo se separaba de ellos en las más desesperadas situaciones. Félix lo había visto pasar hambre durante semanas en lugar de usar uno de ellos para comprar comida. Ahora había pagado la cuenta de la bebida con un brazalete.

En el pasado, el Matador jamás habría hecho eso, pero en esos días el enano estaba más sombrío de lo que Félix lo había visto jamás, y así había estado desde su llegada a Altdorf, tras la destrucción de la Espíritu de Grungni, cuando no pudieron llegar a tiempo al cerco de Middenheim.

Aquel día en que Félix había abierto los oios tras caer del cielo, había sido el despertar más extraño que una vida cuajada de extraños despertares. Al principio no pudo ver nada más que blanco, y se preguntó si estaría tendido sobre una nube, o si habría muerto e ido a parar a un extraño mundo de niebla. Entonces, tres estudiantes de Malakai le habían quitado de encima el dosel de seda del atrapador de aire de Malakai, y se habían inclinado a mirarlo, con las cabezas silueteadas contra el cielo rojo del atardecer mientras lo examinaban para ver si tenía huesos rotos.

Las cosas continuaron siendo extrañas cuando lo sentaron, porque descubrió que se encontraba en medio de un campo de cultivo, con los enormes bultos de los cañones corruptos que el mago Lichtmann había deseado llevar a Middenheim, inclinados en ángulos extraños sobre los surcos que lo rodeaban, como menhires de hierro de un culto olvidado hacía mucho tiempo. En un campo adyacente, la barquilla de la Espíritu de Grungni yacía medio enterrada y parecía un destrozado leviatán de metal a punto de zambuirse en un mar de tierra.

Y luego, a la izquierda, vio lo más extraño de todo: Gotrek, en lo alto de un árbol, colgando de las cuerdas de seda de su atrapador de aire, mientras otros estudiantes de Malakai trepaban por las ramas para cortarlas y bajarlo.

El propio Malakai se encontraba junto a una valla, donde trataba de convencer a un grupo de granjeros armados con horcas de que él y sus compañeros no eran demonios ni nórdicos ni orcos, pero no tenía demasiada suerte en el intento.

Cuando todo se hubo aclarado, la tripulación de la Espíritu de Grungni descubrió que se había estrellado en el corazón del territorio de Reikland, no lejos de Altdorf. Al no tener cañones normales ni suministro alguno que llevar al frente, ya no había razón para que continuaran hacia Middenheim, y había que hacer algo con los cañones contaminados. No podían dejar aquellos objetos malignos donde estaban. Su influencia corrompería la tierra y a muchas personas en muchos kilómetros a la redonda. Malakai decidió que debía llevarlos de vuelta a Nuln, con el fin de hallar un modo de destruirlos sin peligro. Alquiló unos carros para transportarlos, y otro para que llevara a Gotrek y Félix hasta Altdorf, dado que las heridas de ambos eran demasiado graves como para realizar el largo viaje hasta Nuln.

Aunque Gotrek protestó con toda su alma y dijo que continuaría camino hasta Middenheim, tanto si tenía el brazo roto como si no, al final incluso él tuvo que admitir que no sería de mucha utilidad en una lucha si tenía un hueso asomándole a través de la piel. Así que dos de los estudiantes de Malakai los escoltaron a él y a Félix hasta la capital y usaron fondos de la Escuela de Artillería para pagarles el alojamiento y la atención de los médicos. Malakai había dicho que era lo mínimo que podía hacer la escuela por ellos, después de que impidieran que los cañones malditos llegaran a Middenheim y posiblemente provocaran la caída del Imperio.

—Y habría sido culpa de la escuela, y mía, si eso hubiera sucedido —había dicho el ingeniero, sombrío—. Por no ver que los pobres cañones habían sido maldecidos, para empezar. Me habría tenido que afeitar la cabeza de nuevo.

Así pues, durante los últimos dos meses, Gotrek y Félix habían permanecido inactivos en Altdorf, esperando a que se les curaran las heridas, sin nada más que hacer que sentarse en el salón de la posada El Grifo. La inactividad forzosa no habría sido tan mala de no ser porque, cuando llevaban diez días en la ciudad, había llegado del norte la noticia de que Archaon se había retirado de Middenheim y levantado el cerco.

La guerra había acabado.

Gotrek no había dejado de beber desde entonces.

Félix no podía reprochárselo, realmente. Desde el momento en que habían llegado a Barak Varr aquella primavera y se habían enterado de la invasión, el Matador había puesto el corazón en enfrentarse con un demonio en el campo de batalla, y una vez más se le había negado la muerte. Esto lo había llevado a un estado de ánimo tan sombrío que Félix temía que muriera.

Ya había visto antes a Gotrek sumido en la desesperación, pero nunca de ese modo. En todas las ocasiones anteriores, por muy hundido que estuviera, la rabia o los insultos podían sacarlo a flote. Ahora, ni las pullas de borrachos ni las amenazas de matoncillos chulescos lograban que alzara la cabeza. Continuaba con la vista clavada ante sí, como si en el mundo no hubiera nada más que él mismo y su jarra de cerveza.

A Félix le resultaba tremendamente doloroso ver aquello. De un Matador no podía decirse que hubiera perdido la voluntad de vivir, ya que toda su vida estaba consagrada a la búsqueda de la muerte, pero era algo realmente triste ver a un Matador que había perdido la voluntad de buscar una buena muerte.

—Gotrek.

Gotrek continuó con la mirada fija en la media distancia.

—Gotrek, ¿estás despierto?

Gotrek no volvió la cabeza.

—¿Qué sucede, humano? —dijo al fin—. ¿Por qué no me dejas beber en paz? —Su voz sonaba como si alguien frotara dos piedras dentro de una tumba.

—Quiero… quiero ir a Marienburgo.

Gotrek meditó la noticia durante un largo momento antes de responder:

—Allí, las tabernas son iguales que las de aquí. ¿Por qué molestarse?

—Allí tengo que hacer algo que me ha pedido mi padre. Puedes quedarte aquí, si quieres, aunque un cambio de escenario podría animarte. Sólo me llevará tres semanas, poco más o menos.

Gotrek pensó en eso un poco más, y, por fin, encogió sus enormes hombros.

—Un sitio es tan bueno como el otro. —Alzó la jarra para beber otro sorbo.

Félix aún estaba intentando dilucidar si eso era un sí o un no, cuando algo pasó a gran velocidad ante su nariz e hizo trizas la jarra de Gotrek, regándole de cerveza toda la barba y el regazo.

Gotrek alzó lentamente los ojos mientras Félix se volvía en dirección al lugar del que había llegado el dardo. Algo largo y estrecho asomaba a través de un cristal que faltaba en una ventana con parteluz. Otro dardo salió disparado. Félix se lanzó hacia un lado. Gotrek alzó el brazo derecho y el dardo se clavó en la escayola. Su único ojo miró con fría rabia en dirección a la ventana, mientras tendía una mano hacia el hacha que estaba apoyada contra su silla.

—Menudo desperdicio de cerveza —dijo.