VEINTICUATRO
Max le llevó a Snorri una enorme jarra de cerveza cuando estaba comiéndose el tercer plato de salchichas, y para cuando el ejército de von Uhland se puso en marcha hacia el castillo Reikguard, una hora mas tarde, el viejo matador roncaba sonoramente, con la cabeza apoyada en la mesa y la jarra de cerveza aún sujeta en la mano.
Félix no se atrevió a permitir que su mirada se encontrara con la de Gotrek cuando dejaron al viejo matador atrás y siguieron a Max, el padre Marwalt, el magíster Marhalt Dominic Reiklander y seis caballeros escogidos de la Reiksguard fuera del campamento. Gotrek estaba tan tenso como una trampa para osos, y a Félix no le apetecía que le cortara una pierna al dispararse. Esperaba que los demas fueran lo bastante listos como para percibir también su humor, o con toda probabilidad se produciría una situación de violencia antes de llegar al castillo.
Mientras la fuerza principal de von Uhland se separaba de ellos para marchar hacia el este a lo largo del camino principal, el señor Dominic condujo al grupo de infiltración, a la luz de una lámpara, a través de los árboles hasta los bosques que había al norte de los campos de cultivo que rodeaban el castillo Reikguard, donde dijo que estaba oculta la entrada del túnel secreto. Félix se puso en guardia al aproximarse, porque aquellos eran los bosques de los que había salido la horda de Kemmler. Los murciélagos habían surgido de esos bosques, y las torres de asedio habían sido construidas en su linde. Pero ahora, al parecer, estaban abandonados. No oyó ni vio rastro alguno de no muertos, ni de ningún otro ser. No cantaban pájaros en las ramas de los árboles. Ni conejos, ni zorros ni tejones agitaban el sotobosque al recorrerlo, y dado que las ramas invernales aún no tenían brotes, parecía que se movían por un mundo muerto, como si pudieran ser los últimos hombres vivos del Imperio.
Mientras caminaba con Gotrek al final de la fila, Félix se dio cuenta de que no dejaba de mirar a los hermanos gemelos, el padre Marwalt y el magíster Marhalt, que caminaban lado a lado en el centro de la fila, con las cabezas unidas como si mantuvieran una conversación privada, pero sin pronunciar una sola palabra. Al fin, la curiosidad pudo con él, y se acercó con disimulo a Max, que iba justo delante de él en la fila.
—Max —dijo en voz baja, a la vez que indicaba hacia delante con la cabeza—. El padre y el magíster, ¿son…? ¿Tienen algún tipo de conexión?
Max sonrió con picardía.
—¿Aparte de la obvia? —preguntó—. Sí, pueden hablar sólo con la mente. De hecho, en parte fue así como llegaron a escoger su profesión.
Se rezagó para quedar junto a Félix, y continuó hablando, mientras llenaba la pipa de tabaco.
—Había un tercer hermano, Marnalt, otro gemelo, y los tres podían hablar entre sí de esa manera desde su nacimiento; pero luego Marnalt fue asesinado por un nigromante y utilizado para inmundos experimentos. Sin embargo, después de su muerte, el hermano asesinado visitó a los vivos en sueños, y descubrieron que podían comunicarse entre sí igual que cuando estaban todos vivos. —Max hizo aparecer una llama en la punta del índice para encender la pipa, y luego la extinguió—. Marnalt les imploró a sus hermanos que buscaran una manera de liberarlo de su no vida fantasmal para permitirle entrar en el reino de Morr, y así encontraron los hermanos su vocación. Marwalt buscó la respuesta a la difícil situación de su hermano en las enseñanzas de Morr, mientras Marhalt entraba en el Colegio Amatista para buscar una solución mágica, y en el proceso ambos descubrieron que tenían grandes habilidades naturales, que desde entonces han usado para luchar contra la nigromancia en todas sus formas.
—¿Y lograron liberar a su hermano? —preguntó Félix.
—Sí, desde luego —asintió Max—, y denunciaron, arruinaron y destruyeron al villano que había aprisionado su alma y las almas de un millar de niños mas. —Sonrió y fijó la mirada ante sí—. Desde entonces, han estado muy solicitados.
Un rato mas tarde, con ambas lunas bajas en el cielo, el señor Dominic ralentizó el paso y se detuvo, para luego señalar hacia delante.
—El pasadizo está enfrente de nosotros —dijo—. A unos cincuenta pasos.
Max asintió con la cabeza.
—Continuemos en silencio, entonces —dijo—. Podría haber guardias.
Félix, Gotrek y los caballeros de la Reiksguard desenvainaron las armas, mientras Dominic cerraba la lámpara, y Max y los gemelos murmuraban hechizos y encantamientos. Cuando todos estuvieron preparados, volvieron a avanzar con cautela, y pasado un minuto, llegaron a un pequeño claro. A un lado se veían los restos de la choza de un carbonero que hacía tiempo había ardido hasta los cimientos, y que poco a poco era ganada por el bosque. Las enredaderas cubrían los muros exteriores y la hierba seca se abría paso por entre las tablas del pequeño porche.
—No percibo la presencia de nadie —dijo Max.
—Ni ninguna creación nigromántica —dijo el padre Marwalt.
—Ni hechizo de muerte alguno —añadió el magíster Marhalt.
—En ese caso, adelante —dijo Dominic.
Entraron en el claro, y de inmediato vieron que había sido visitado recientemente. La maleza estaba aplastada y había huellas sobre las hojas medio descompuestas del suelo, unas dejadas por pies descalzos, algunas por pesadas botas y otras por pies formados sólo por huesos.
—La entrada se encuentra en la choza —dijo Dominic—. Estaba oculta, pero…
El capitán de la Reiksguard encabezó la marcha y asomó la cabeza al interior, con cautela. Tras una breve ojeada, les hizo un gesto a los otros para que continuaran.
Félix siguió a Gotrek al interior, y miró a su alrededor. Estaba tan desvencijado como el exterior, sin techo y lleno de malas hierbas, pero en un rincón habían levantado las tablas ennegrecidas para dejar a la vista un agujero cuadrado de piedra tallada que había debajo, con escalones que descendían hacia la oscuridad. A un lado había una puerta de piedra partida en dos. Dominic gruñó al verla.
—No hagáis ruido, amigos —dijo Max—. Podría haber guardias dentro del túnel.
—Yo entraré primero —dijo Gotrek.
Nadie se lo discutió, y el Matador avanzó hacia los escalones, seguido por Félix. Dominic Reiklander se situó a su lado y volvió a abrir la cortinilla de la lámpara, pero el capitán de la Reiksguard tosió.
—Mi señor —dijo—, tal vez deberíamos ir nosotros delante.
Dominic negó con la cabeza, aunque estaba pálido.
—No, capitán Hoetker —dijo—. No aceptaré que me entreguen mi castillo. Lo tomaré yo.
El capitán pareció descontento, pero sólo pudo inclinar la cabeza con respeto, y formar detrás de él. Max y los gemelos cerraron la retaguardia, y la procesión siguió a Gotrek hacia la oscuridad.
El túnel era lo bastante ancho como para que avanzaran dos hombres, lado a lado, y continuaba hacia el sur en línea recta hasta donde llegaba la vista de Félix, cosa que, había que admitirlo, no era mucho. Más allá de la luz de la lámpara estaba todo negro como la brea, pero resultaba evidente que Gotrek podía ver lo bastante como para continuar caminando con despreocupación, mientras el hacha se mecía a su lado.
Escasos momentos mas tarde, algo centelleó en la oscuridad, ante ellos, y Félix distinguió un bulto grande que les cerraba el paso. Gotrek no ralentizó la marcha, aunque lo hicieron todos los demas, poniéndose en guardia y susurrando entre sí mientras continuaban andando. Al cabo de pocos pasos, el centelleo se convirtió en monedas de oro desparramadas, y el bulto se reveló como un cuerpo desplomado contra la pared, con los ojos desorbitados y las manos sobre el pecho.
—¡Von Geldrecht! —exclamó Dominic con voz ahogada.
Era, en efecto, el comisario, con todos los bolsillos llenos de oro, y con mochilas, zurrones y sacos, muy llenos del mismo metal, atados y colgados por toda su persona.
—Y el tesoro de vuestro padre —dijo Félix—. Engañó a vuestra madre para que abriera el escondrijo.
—¡Ladrón! —gruñó el joven señor—. Siempre fue demasiado aficionado al oro.
—Bueno —dijo Max, mientras se acuclillaba junto al cuerpo y lo miraba a los ojos—, entonces, os complacerá saber que murió por eso. El esfuerzo de transportarlo fue excesivo para él.
Gotrek soltó un bufido.
—Patético.
Dominic miró con incertidumbre el tesoro derramado, y luego hizo un gesto para que continuaran.
—Tendremos que dejarlo, por el momento. Ninguno de vosotros hablará de esto hasta que haya sido recuperado, ¿entendido?
Se oyó un murmullo general de asentimiento, aunque algunos de los caballeros miraron por encima del hombro al continuar, y Félix lo miró con el ceño fruncido, intrigado.
—¿Por qué Draeger y sus hombres no lo desplumaron? —preguntó este último—. Esta fue su ruta de huida.
—Entonces es que no llegaron hasta tan lejos —dijo Gotrek.
Y a unos cien pasos mas adelante, la predicción del Matador quedó demostrada. El pasadizo estaba atestado de cuerpos descuartizados y armas rotas, y las paredes aparecían festoneadas con sangre.
—¿Quiénes eran éstos? —preguntó Dominic, mientras pasaba remilgadamente por en medio de la carnicería.
—Un capitán de la milicia y sus hombres —informó Félix—. Intentaron escapar después de que Kemmler y sus esqueletos entraran. —Hizo una mueca de dolor al encontrar a Draeger entre los cuerpos. Estaba en tres partes, y parcialmente devorado—. Parece que se encontraron con algunos rezagados.
Dominic se estremeció, y luego continuó avanzando.
El pasadizo acabó por fin contra una pared de enormes piedras macizas, talladas por enanos, que Félix comprendió que tenían que pertenecer a los cimientos de las murallas exteriores del castillo Reikguard. Había una gruesa puerta de piedra reforzada con bandas de hierro que conformaba la entrada, y estaba abierta de par en par.
—Alto —dijeron el padre Marwalt y el magíster Marhalt cuando Gotrek se acercó a ella—. Aquí hay protecciones.
El Matador se detuvo y aguardó con impaciencia mientras Max y los gemelos murmuraban y sondeaban el aire ante sí con manos cautelosas, conversando durante todo el tiempo. Por último, el padre Marwalt se volvió y desplegó sus manos de largos dedos. Todos los colores parecieron ser drenados del aire que mediaba entre las palmas, y de ellas manó una nube de niebla gris que avanzó, ondulando, hacia el enano y los hombres. Era fría como una sepultura.
Gotrek gruñó y alzó el hacha.
—Maldigo vuestra brujería, sacerdote de muerte —gruñó Gotrek—. ¿Qué es esto?
—¡Qué estáis haciendo! —exclamó Dominic—. ¡Desistid! —El magíster Marhalt alzó una mano, y su hermano continuó con el hechizo.
—No temáis —dijo—. Se trata de una invocación llamada Máscara de Morr. Es inofensiva, aunque desagradable. Ocultará nuestro calor y el latido de nuestros corazones, y hará que a los no muertos les parezcamos muertos. A menudo es usada por los paladines de Morr para acercarse a sus presas.
Un frío húmedo impregnó la ropa de Félix y le dejó en la piel una pegajosa película mojada. Su respiración se condensó en el aire, y luego el frío aumentó demasiado como para que se formara vapor. Se le pusieron azules las puntas de los dedos.
—Estáis convirtiéndonos en cadáveres —dijo Dominic con repugnancia.
—Mi señor, os lo prometo —dijo el magíster Marhalt—. Sólo se trata de una mascara. Con ella deberíamos poder pasar junto a cualquier no muerto, porque nos tomarán por otros iguales a ellos.
Dominic y los caballeros susurraron plegarias e hicieron las señales de diferentes dioses, mientras la nube se posaba en torno a ellos. Gotrek maldijo en khazalid y les lanzó una mirada feroz al sacerdote y al magíster con su único ojo frío, pero no utilizó el hacha.
Un momento mas tarde, el padre Marwalt bajó los brazos, y luego inclinó la cabeza con gesto de disculpa.
—Lo siento —dijo—. Debería haberlo explicado primero. No estoy habituado a luchar junto a aquellos que no pertenecen al templo de Morr. —Hizo un gesto hacia la puerta—. Podéis entrar. Las protecciones ya no nos detectarán.
Gotrek avanzó hasta la puerta y la atravesó sin detenerse. El resto lo siguió con mayor vacilación. Cuando atravesaron la puerta, Félix no pudo sentir nada, salvo la fría niebla del hechizo del sacerdote que se movía con ellos. Al otro lado, el pasadizo giraba a la derecha, para seguir la muralla del castillo hasta acabar en una estrecha escalera de caracol. La escalera era casi demasiado estrecha para que Gotrek entrara en ella, y tuvo que situarse de lado y sujetar el hacha detrás de sí con el fin de poder subir por ella. Félix no lograba imaginar cómo los enormes esqueletos habían logrado pasar por ahí, a menos que se hubieran deformado de algún modo.
La escalera continuó subiendo y subiendo, girando y girando, hasta que Félix pensó que era una horrible pesadilla repetitiva en la que estaba obligado a subir por toda la eternidad sin llegar a ninguna parte. Al fin, sin embargo, mucho rato después de que sus Rodillas estuvieran a punto de ceder y su mente a punto de gritar, los escalones acabaron en un corto corredor que tenía una pared de piedra y la otra de madera. O mas bien debería decirse que el corredor había tenido en el pasado una pared de madera, pero que había sido destrozada como por una explosión, y los paneles de madera y las riostras, junto con los restos de la puerta secreta que había habido en ellos, se encontraban desparramados por el alfombrado suelo de las ruinas de un majestuoso dormitorio.
Una cama con dosel, que era mas grande que la choza del carbonero por la que habían entrado, se alzaba contra una de las paredes, con las iniciales KF resaltadas con oro en la cabecera, y hermosos muebles y gigantescos cuadros de los augustos ancestros del Emperador cubrían las paredes forradas de madera, ahora todos lamentablemente destrozados y llenos de tajos.
Gotrek se puso en guardia con su hacha y atravesó la pared destrozada para entrar en el dormitorio, mirando a su alrededor, y luego les hizo un gesto a los demas para que avanzaran. Se inclinaron para pasar por el agujero y seguirlo, con espadas y hechizos a punto.
—Venid —dijo Dominic, que sacudía la cabeza ante los destrozos, camino de la puerta—. La escalera está por aquí.
Pasaron a través de un pasillo de acceso flanqueado por armaduras, y luego cruzaron una puerta destrozada hasta un rellano que Félix reconoció. Era allí donde se les había aparecido Kemmler, antes de llevarse al graf y la grafina en una nube de sombras. Félix avanzó con cautela hasta la barandilla, y miró hacia abajo. Allí estaba la puerta de los aposentos del graf Reiklander, y la pila de cuerpos de los hombres que habían muerto en ese lugar: el joven lancero, el arcabucero, el artillero, Classen y Bosendorfer. Al menos, pensó mientras le lanzaba una mirada a Dominic, los cadáveres del graf y la grafina no estaban entre ellos.
Más abajo un movimiento atrajo sus ojos, y miró por el pozo de la escalera. Por la planta baja pululaban los zombies arrastrando los pies, deambulando sin rumbo de un lado a otro, tropezando entre sí, ademas de unos cuantos necrófagos cuyas cabezas se movían nerviosamente a un lado y otro, mientras, encorvados sobre cuerpos muertos, sorbían el tuétano de sus huesos. Félix intentó no preguntarse si alguno de esos cuerpos, o alguno de esos zombies, era Kat. Debía concentrarse en la tarea que tenía entre manos.
Apartó la mirada y se dispuso a seguir a Gotrek junto con los demas, pero el Matador se detuvo y alzó el hacha. La runa de la hoja ardía con la máxima brillantez que Félix le había visto jamas, e iluminaba con luz encarnada el único ojo de Gotrek.
—El nigromante está aquí —gruñó.
—Sí —confirmó el magíster Marhalt, con los ojos medio cerrados—. Debajo de nosotros; en la planta baja. Debemos tener cuidado.
El padre Marwalt posó un dedo sobre sus labios.
—Callaos a partir de aquí, y moveos con lentitud —dijo—. Los no muertos no nos detectarán.
—Y recordad —añadió Max, al mismo tiempo que les lanzaba una mirada dura a Gotrek y Félix— que nuestro objetivo es abrirle las puertas a von Uhland, no meternos en luchas innecesarias. Podréis luchar tanto como queráis después de que hayamos dejado entrar al ejército.
Gotrek gruñó, pero no planteó ninguna queja, y todos se volvieron y comenzaron a bajar la escalera con gran lentitud.
«Es como algo de pesadilla», pensó Félix; atravesar una casa llena de muertos vivientes como si fueran invisibles, con el temor constante de encontrarse con un ser querido. Con el corazón acelerado, observaba cada pila de cuerpos ante la que pasaban, buscando, a la vez que rezando para no encontrar, los andrajos de un grueso abrigo de lana, o un arco o un destral rotos, entre los huesos. No vio nada, pero eso no era ninguna garantía de que Kat continuara con vida. Podrían habérsela comido. Podría ser un zombie. Podría haber sido hecha pedazos por Krell y abandonada en lo alto de la muralla.
Cuando llegaron a la planta baja la encontraron atestada de zombies y necrófagos, y a Félix le resultó difícil no ponerse en guardia cuando se les acercaban. Algunos de los caballeros no pudieron evitarlo, y Max y los gemelos tuvieron que detenerles el brazo subrepticiamente para recordarles que bajaran la espada.
Félix apretó los dientes con tanta fuerza que llegaron a dolerle, esperando a cada instante que uno de aquellos horrores alzaría la mirada y los vería como intrusos, y entonces gemiría una advertencia para los demas; pero eso no sucedió. Ni siquiera los necrófagos, que eran seres vivos con una inteligencia casi humana, les dedicaron mas que una mirada al pasar. A pesar de eso, no podía evitar contener la respiración, o apretar con fuerza la empuñadura de la espada.
El magnífico vestíbulo de la torre del homenaje estaba a diez pasos de distancia por un amplio corredor; se trataba de un espacio de alto techo y suelo de mármol, con la puerta del patio de armas a la derecha, y la doble puerta abierta del gran salón a la izquierda, y mientras iban arrastrando los pies hacia él a través de la masa de no muertos, Félix comenzó a oír murmullos graves y susurros que procedían de dentro del comedor.
—Ojos al frente —susurró Max—. Él está allí dentro.
Pero cuando entraron en el vestíbulo y giraron hacia la puerta delantera, Félix no pudo evitar volverse a mirar, como no pudo evitarlo ninguno de los otros, ni Gotrek, ni Dominic, ni siquiera Max, el padre Marwalt y el magíster Marhalt, todos los cuales desviaron los ojos por encima del hombro, mientras caminaban.
Félix había visto brevemente el comedor en una ocasión anterior, cuando había entrado en la torre del homenaje con von Volgen, Classen y los otros, para encontrar a la grafina Avelein, y lo recordaba como una estancia regia con escudos heráldicos y tapices en las paredes, arañas de luces colgando del techo, largas mesas ricamente adornadas, presididas por una plataforma elevada y altas ventanas que daban a un jardín formal.
Ya no era regio.
Los escudos y los tapices habían sido arrancados de las paredes, y en su lugar habían pintado extraños símbolos con sangre sobre los muros de piedra desnuda. Las arañas de luces habían sido reemplazadas por cadáveres colgados boca abajo, sin cabeza, y de cuyo cuello goteaban fluidos negros. Las mesas habían sido hechas pedazos y arrojadas a los rincones para dejar sitio a un círculo mágico que habían trazado quemando y tallando el suelo de madera pulimentada. En torno al círculo, en nueve puntos, había braseros de bronce en los que ardían montones de cabezas, manos y brazos cortados, cuya grasa y carne estallaba y siseaba en las llamas.
Y en el centro de todo aquello había una escena tan extraña que hizo que Félix tropezara a causa de la conmoción. Parecía haber sido dispuesta como una parodia repugnante dé algún antiguo ritual de la cosecha, en la que el señor y la señora del territorio darían su bendición a los cultivos de los campesinos y brindarían por la generosidad de la naturaleza. Dentro del círculo había dos tronos, cada uno de los cuales tenía talladas el águila y la corona de Reikland, y retorciéndose sobre esos tronos estaban los cadáveres no muertos del graf Reiklander y la grafina Avelein, ataviados con los ropajes de los antiguos príncipes de Reikland. Ropones de piel de marta con puños de armiño cubrían sus huesudos hombros, enjoyadas coronas les caían hacia un lado sobre el encogido cráneo, cadenas distintivas les colgaban sobre el hundido pecho, sus manos marchitas sujetaban con torpeza espada y cetro, y en torno a ellos, apilados alrededor de los tronos, había un generoso banquete de hambruna que se pudría mientras Félix miraba.
Gavillas de trigo podrido se cruzaban a los pies de los cadáveres. Cerdos muertos yacían, atados, sobre bandejas, tan flacos que las costillas habían atravesado la piel desmenuzada. Cestas de manzanas, repollos y puerros, negros y marchitos, se aplastaban entre sacos derramados de harina agusanada y grano enmohecido. Los cráneos de vacas y huesos de ovejas, cabras y gansos formaban montones. Y de pie ante todo eso, con los ropones agitados por un viento antinatural y los brazos abiertos como un sacerdote que diera su bendición, estaba Kemmler, con el báculo rematado por una calavera en una mano, mientras chillaba un cacofónico encantamiento.
En torno a él se agitaba un nimbo negro que cuajaba el aire, y parecía estar extrayéndolo del graf y la grafina muertos, y de las inmundas ofrendas que había reunido en torno a ellos. Con cada sílaba de la salmodia, los cadáveres y las ofrendas parecían marchitarse mas, mientras las coronas, espadas y cadenas que llevaban el graf y la grafina se oxidaban, ennegrecían y se desmenuzaban hasta caer en polvo a medida que la ondulante energía que rodeaba al nigromante se hacía mas oscura y tangible.
Félix tuvo la certeza de que era otra vez el encantamiento de plaga, el mismo manto maligno que Kemmler había tendido sobre el castillo para envenenar el agua y estropear la comida, el hechizo que había hecho pasar hambre a los defensores para debilitarlos y hacer que fueran presa fácil para sus secuaces. Ahora estaba haciéndolo otra vez dentro del castillo Reikguard, sobre sus gobernantes, y si era verdad lo que habían dicho el padre Marwalt y el magíster Marhalt, afectaría a todas las tierras que conformaban sus dominios; la peste se propagaría por todo Reikland. Cada pozo quedaría envenenado. Toda la comida se marchitaría, pudriría y moriría. La gente perecería por inanición. El ejército moriría en marcha. Con un solo hechizo, Kemmler derrotaría a las fuerzas del Imperio antes de que su horda de no muertos diera un solo paso.
—¡Madre! —dijo Dominic con voz estrangulada—. ¡Padre!
Félix le tapó con fuerza la boca al muchacho con una mano, y miró a su alrededor, temeroso de que lo hubieran oído, pero un segundo después Gotrek pasó junto a ellos a grandes zancadas, en dirección al gran salón, mientras acariciaba con el dedo pulgar el filo del hacha y hacía manar sangre.
Félix lo miró con la boca abierta y se dispuso a llamarlo. Max se le adelantó.
—¡Gotrek! —exclamó el magíster con un sonoro susurro—. ¿Qué estás haciendo? ¡He dicho que no debíais luchar!
Gotrek apartó la mano sin alterar el paso.
—Nadie le hace eso a un matador —gruñó—. ¡Nadie!
Félix no tenía ni idea de a qué se refería. ¿Matador? ¿Qué matador? ¿Estaba Snorri allí? ¿Acaso había despertado de su sopor y había llegado allí antes que ellos?
Entonces, vio lo que había visto Gotrek, y palideció. Rodi Balkisson estaba de pie junto a uno de los llameantes braseros, echando al fuego una cabeza cortada que había sacado de un cubo lleno de trozos de cuerpos que sujetaba con la mano izquierda. Tenía una terrible herida de hacha en el pecho, y le faltaban la mandíbula inferior y la barba, en cuyo sitio había un costroso agujero rojo. Pero la trenzada cresta y el sólido físico del matador eran inconfundibles. Era Rodi, y estaba muerto y, sin embargo, andaba. Y tampoco era el único. Kemmler también había hecho levantar a otros para que actuaran como sus sirvientes: Tauber, el sargento Leffler y von Volgen también llevaban cubos, y alimentaban macabros fuegos.
Max, el padre Marwalt y el magíster Marhalt avanzaron frenéticamente, de puntillas, detrás de Gotrek, susurrándole que volviera. El Matador no les hizo caso. Entró a grandes zancadas en el comedor y le cortó a Rodi la cabeza de un solo tajo con su hacha relumbrante.
—Ve a reunirte con Grimnir, Rodi Balkisson —dijo Gotrek.