VEINTE

VEINTE

Antes de que nadie pudiera detenerla, la grafina salió corriendo de la alcoba, llamando con voz jubilosa.

—¡Anciano! ¡Gracias a Sigmar que habéis venido! ¡Mi esposo os aguarda!

—¡Grafina! ¡Alto! —gritó von Volgen, y corrió tras ella.

Gotrek salió justo detrás de él mientras sacaba el hacha que llevaba enfundada a la espalda, y Félix, Kat y Classen lo siguieron con rapidez. Los otros jóvenes oficiales partieron tras ellos, arcabuceros y artilleros desenvainando su espada de un solo filo, y el lancero blandiendo su lanza con manos temblorosas. Draeger, sin embargo, se quedó donde estaba mirando al techo con ojos desorbitados mientras sus hombres se apiñaban en torno a él. En su silla, Bosendorfer continuaba mirando al vacío, en tanto el sargento Leffler le susurraba con urgencia al oído.

—El túnel de escape —murmuró Classen cuando salían en masa al vestíbulo de entrada—. ¡La demente los ha dejado entrar por el túnel de escape de Karl Franz!

Cuando Gotrek y von Volgen avanzaban hacia las puertas forzadas, llegó hasta ellos un viento repugnante que transportaba un hedor de sepultura que se impuso al incienso de la habitación e hizo que Kat y Félix se atragantaran y sufrieran arcadas.

—¡Anciano! —se oyó que decía la voz de Avelein en el corredor—. ¡Anciano, por aquí…!

Entonces, de repente, sus gritos de alegría se transformaron en lamentos de terror cerval, que de inmediato fueron ahogados por una aguda risa demente. Félix gimió al oírla, pues se confirmaron todos sus temores. Pero cuando él y los otros siguieron a Gotrek y von Volgen al corredor, no era Hans el Ermitaño quien los estaba esperando, sino una figura infinitamente mas aterradora.

La grafina Avelein yacía al pie de la escalera que subía hasta los aposentos privados de Karl Franz, por la que bajaban con estruendo metálico mas de dos docenas de enormes esqueletos de guerreros bárbaros acorazados que iban hacia ella como una marea gris verdosa, mientras que una figura siniestra que se encontraba en el rellano de arriba reía como un chacal.

La figura no se parecía en nada al viejo ermitaño que los había conducido desde Brasthof hasta las Colinas Desoladas. Su sonrisa no era desdentada, sus hombros no estaban encorvados, ni su ropón y barba se veían negros de mugre. En lugar de eso, desde lo alto les sonreía un alto brujo cadavérico con sombrero de pico y largos ropones grises, que empuñaba en una mano un nudoso báculo rematado por un cráneo. Había desaparecido la carne descolgada y descamada de Hans el Ermitaño. Habían desaparecido sus débiles ojos acuosos. En su lugar había una piel como cuero marcado por cicatrices, tensada sobre huesos afilados como cuchillos, y ojos que eran como negros pozos de odio, de quinientos años de profundidad. Sólo su voz era igual.

—¡Saludos, mis señores! —dijo—. ¿No os complace volver a ver al viejo Hans? ¿No os gustan los trocitos de hueso y bronce que encontré en esas viejas tumbas?

La mitad de los no muertos acorazados pasaron por encima de la grafina Avelein y continuaron descendiendo hacia la planta baja, pero la otra mitad cargaron en línea recta hacia Gotrek y los demas, con las cuencas oculares llenas de llameante fuego verde. Gotrek rugió desafíos inarticulados y saltó a su encuentro, y su primer barrido de hacha hendió la armadura y los huesos del que iba en cabeza como si fueran de yeso y tiza. El segundo les cortó las piernas a otros dos.

Sin embargo, el Matador no podía luchar contra todos, y fueron demasiados los que pasaron de largo junto a él para acometer a von Volgen, Félix, Kat y los oficiales. Félix y Kat recularon al instante, pues los hachazos de los esqueletos no muertos eran tan potentes como una casa que se derrumbara, y los demas también se encontraron con problemas. El joven lancero retrocedía con la punta de la lanza cercenada, y los arcabuceros y artilleros se retiraban con él, ya que sus espadas de un solo filo no eran rival para las corroídas hachas. Von Volgen y Classen luchaban hombro con hombro, pero se tambaleaban a cada impacto. Incluso Gotrek estaba teniendo dificultades para mantenerse firme, y su respiración volvía a ser entrecortada y jadeante.

Félix lanzó una mirada feroz por encima del hombro hacia los aposentos del graf y la grafina, al mismo tiempo que se agachaba para esquivar un terrible barrido.

—¡Draeger! ¡Salid aquí! ¡Luchad por una vez en vuestra miserable vida!

Pero no fueron Draeger y sus milicianos quienes cargaron al exterior a través de la puerta, sino que lo hizo Bosendorfer, del brazo del sargento Leffler, cojeando como si es tuvieran en una carrera de tres piernas. Ambos habían desenvainado —una espada larga en el caso de Bosendorfer, y una maza en el de Leffler—, y se lanzaron a la refriega como posesos. El sargento destrozó el cráneo de un esqueleto no muerto que amenazaba al arcabucero, y Bosendorfer hizo retroceder a otro con un golpe salvaje; pero luego cayo y arrastró a Leffler cuando la pierna herida se dobló bajo su peso.

Maldiciendo, Félix y Kat apartaron de una patada al esqueleto acorazado y pusieron al espadón de pie.

—Retroceded, capitán —dijo Félix—. ¡No podéis luchar con una sola pierna sana!

—Intenté decírselo, mein herr —intervino Leffler, al mismo tiempo que se metía otra vez debajo del brazo de Bosendorfer.

—¡No, debo hacerlo! —gritó el espadón, que volvió a lanzarse al ataque—. ¡Debo hacer el trabajo de los hombres a los que he matado!

Félix y Kat se pusieron a luchar junto a ellos para protegerles los flancos de los enemigos que los acometían por todas partes. Félix tenía un nudo en la garganta. Enfrentado al fin con la inocencia de Tauber, Bosendorfer había acabado por darse cuenta de lo que había hecho al mantener al cirujano apartado de su trabajo, y había decidido que debía morir por ello.

Y Bosendorfer no era el único que sentía remordimientos. En el mismo momento en que él acometía a los no muertos con furia suicida, la grafina Avelein se ponía de pie para gritarle a Kemmler, mientras las lágrimas corrían por sus contusas mejillas.

—¡Vos me lo prometisteis! —gritó—. Me prometisteis que mi esposo se levantaría de la cama. ¡Me prometisteis que volvería a tomarme entre sus brazos!

—Y así lo hará, adorada —respondió Kemmler—. En efecto, en este preciso momento va hacia vos. ¡Mirad!

Avelein se volvió hacia sus aposentos y dejó escapar un lamento que hizo volver la cabeza a todos. Caminando con rigidez a través de la desesperada refriega iba el graf Reiklander, con una manchada camisa de dormir colgando, floja, en torno a sus enflaquecidas extremidades.

Félix y Kat se quedaron mirando al graf, mientras Classen y los jóvenes oficiales retrocedían con supersticioso horror, pero Gotrek y von Volgen no conocían el miedo y le dirigieron tajos al cuello cuando pasó ante ellos.

Los esqueletos bloquearon sus golpes y se apiñaron para obligarlos a retroceder y permitir que el graf continuara adelante, y Avelein voló hacia él, llorando.

—¡Grafina! —gritó Félix—. ¡Cuidado!

—¡Ay, Falken! —sollozó ella; al mismo tiempo que se arrojaba a sus brazos—. Sabía que no estabas muerto. ¡Lo sabía!

El graf Reiklander le arrancó la garganta con los dientes.

Cuando ella quedó floja en los huesudos brazos de él, sangrando en abundancia por la arteria del cuello, Gotrek logró al fin abrirse paso a través de los esqueletos, pero no fue a atacar al graf zombie. Por el contrario, con un rugido de furia cargó directamente escaleras arriba para acometer a Kemmler, con la runa del hacha encendida por una brillante luz.

Kemmler lanzó un grito de miedo al mismo tiempo que levantaba el báculo, y al instante, el rellano quedó inundado de densa niebla y sombras que brotaron como llamas de su capa. El Matador se lanzó de cabeza dentro de la arremolinada negrura, con el hacha en alto, pero un segundo mas tarde la nube volvió a disiparse y se lo vio asestando tajos a la nada, a solas en el rellano.

Al mismo tiempo, mientras Félix y Kat retrocedían un paso mas ante los ataques de los esqueletos acorazados, zarcillos de oscuridad comenzaron a serpentear en torno al graf Reiklander y Avelein, que ya se mantenía de pie por su propia cuenta, con ojos muertos, mientras la sangre corría en abundancia por su cuello. Kemmler surgió del interior de la niebla, detrás de ellos, para luego abrir la capa y envolverlos en los negros pliegues de ésta.

—Venid, hijos míos, tenemos trabajo que hacer —dijo, y luego alzó la voz para hablar a los esqueletos—. Matadlos, y después reuníos con vuestros hermanos ante la puerta.

Gotrek bramó y bajó la escalera con pasos atronadores, pero el graf, la grafina y el nigromante entraron en la nube de humo, y ésta se disipó antes de que el enano llegara al lugar que había ocupado. En ese momento, un trío de esqueletos acorazados giró para rodearlo mientras barrían el aire con sus hachas de bronce.

Félix y Kat intentaron abrirse paso luchando hasta él, pero no pudieron avanzar. Tampoco pudo hacerlo ninguno de los otros. De hecho, estaban haciéndolos retroceder desde todos lados. Von Volgen luchaba ahora con una sola mano, porque tenía la izquierda herida y con dedos de menos; el joven lancero y el joven arcabucero peleaban espalda con espalda sobre el cuerpo destrozado del artillero. Junto a ellos, un esqueleto le saltó al sargento Classen los sesos de un golpe, y el cuerpo se estrelló contra Bosendorfer y Leffler. El capitán dio un traspié a causa del impacto y bajó la guardia, y el hacha manchada de verdete del esqueleto se le clavó profundamente en el abdomen.

Con un grito de rabia y congoja, Leffler le aplastó el cráneo al esqueleto, y arrastró a Bosendorfer hacia atrás para apartarlo del camino.

Félix y Kat se lanzaron a protegerles la retirada y acabaron al lado de von Volgen, que estaba retrocediendo ante otros dos esqueletos.

—¿Oís eso? —preguntó, y de sus labios volaron gotitas de sangre—. Están luchando en la puerta interior. Tenemos que ir. Tenemos que defenderla.

Por encima del estruendo de choques metálicos, Félix lo oyó: un débil ruido de rugidos y lucha procedente del exterior. Soltó una risa tétrica, y estaba a punto de hacer una observación sobre que no eran capaces de defenderse a sí mismos, pero las palabras murieron cuando, de un solo tajo, un esqueleto mató al joven lancero y al joven arcabucero, cortándolos a ambos casi en dos, y Kat tuvo que torcer el cuerpo hacia un lado para evitar que también la mataran. Félix maldijo y avanzó para protegerla, e hizo retroceder al esqueleto con una serie de veloces golpes que convirtieron su espada en un borrón; pero en el momento en que reculaba, Gotrek apareció repentinamente, volando hacia atrás, y lo derribó para luego estrellarse contra el suelo, con un tajo sangrante cruzado en el pecho.

Tres esqueletos avanzaron tras él, al mismo tiempo que alzaban las hachas, y el enano volvió a levantarse y saltó hacia ellos con la misma ferocidad de siempre, pero su respiración era sibilante, como la de un fuelle agujereado, y por el rostro enrojecido le corría el sudor.

«Este será el fin del Matador», pensó Félix, mientras los esqueletos lo acometían desde todas partes, y la cólera comenzó a hervirle en las entrañas. ¡Qué miseria! Quizá fuera mejor que morir a causa de unas esquirlas envenenadas, pero no por mucho. En lugar de la muerte que debería haber tenido, en lugar de tener una muerte grandiosa a manos de Krell el Vencedor de Fortalezas, Señor de los No Muertos —un fin adecuado de verdad para una vida épica—, el Matador iba a ser vencido por anónimos esqueletos en una escaramuza sin sentido, mientras la batalla final por las puertas del castillo Reikguard se libraba a poca distancia. El único consuelo que pudo hallar Félix fue que cuando el Matador muriera, también él moriría, y no tendría que escribir aquel final decepcionante.

Un golpe ensordecedor hirió los oídos de Félix, y el cráneo del esqueleto contra el que luchaban él y Kat explotó en una fuente de esquirlas de hueso. Otra detonación, y apareció un agujero en el peto de uno de los que hacían retroceder a von Volgen.

—¡A por ellos, muchachos! —gritó una voz desde atrás—. ¡Están entre nosotros y el túnel!

Cuando Félix retrocedía dando traspiés ante el esqueleto que se desplomaba, los hombres de Draeger pasaron en masa, asestando tajos a los guerreros antiguos en estado de frenesí, y abriéndose paso hacia Gotrek.

Kat volvió la cabeza, parpadeando de asombro.

—Están luchando.

—Hasta una rata lucha cuando se ve acorralada —gruñó von Volgen.

Draeger pasó a grandes zancadas junto a ellos, con la espada en una mano y un arcabuz humeante en la otra. De los bolsillos le desbordaban collares, y llevaba una espada enjoyada sujeta a la cintura.

—¡Así se hace, muchachos! ¡Pasamos entre ellos y seremos libres!

Félix, Kat, von Volgen y el sargento Leffler se lanzaron tras los hombres de la milicia y se unieron a su formación Con la posibilidad de huir tan al alcance de la mano, los hombres luchaban con un ahínco que Félix no había observado antes en ellos. Aun así, estaban dejando que Gotrek hiciera la mayor parte del trabajo, pero al Matador no parecía importarle. Con los flancos protegidos, asestaba tajos a los esqueletos como un vándalo trocearía estatuas, hendiendo petos antiguos y rompiendo huesos en nubes de polvo y metralla de bronce, mientras los hacía retroceder hasta el rellano. De una patada hizo que uno atravesara de espaldas la barandilla de la escalera y se estrellara contra el suelo de abajo. Lo siguieron media docena mas cuando los hombres de la milicia se apiñaban en torno a ellos, y al fin no quedo ninguno, y Gotrek se detuvo ante la barandilla rota, jadeando y carraspeando ruidosamente.

—¡Abajo! —dijo von Volgen mientras cojeaba hacia la escalera y les hacía un gesto a los otros para que lo siguieran—. Aún no podemos descansar. ¡Hay mas ante la puerta interior!

Pero los hombres de la milicia se detuvieron donde estaban, y Draeger, que durante la lucha no había hecho mucho mas que agitar la espada de un lado a otro, volvió a hacerlo ahora.

—¡Bien hecho, muchachos! —gritó—. ¡Y ahora, arriba y afuera! ¡El túnel de escape de Karl Franz nos espera!

Los hombres de la milicia lo aclamaron, y se volvieron para subir por la escalera en el momento en que von Volgen se dirigía hacia Draeger, furioso.

—¡No podéis marcharos! —le espetó—. ¡Se os necesita en la puerta! ¡Aún podríamos rechazarlos!

Draeger reculó, sonriendo afectadamente.

—Lo siento; mi señor. Como he dicho desde el principio, éste no es nuestro puesto de destino. Os deseo la mejor de las suertes.

Y con eso, dio media vuelta y corrió tras sus hombres. Von Volgen maldijo y fue tras él con paso tambaleante, pero estaba demasiado falto de aliento y herido como para darle alcance.

—Olvidadlos —gruñó Gotrek, mientras se llenaba los pulmones con sibilantes bocanadas de aire—. No necesitáis cobardes. Vamos.

Félix se enjugó la frente y giró hacia la escalera con los otros, pero una voz débil los detuvo.

—Sargento. Jaeger.

Bosendorfer estaba incorporándose sobre un codo. Félix hizo una mueca de dolor cuando, al volverse, vio que las entrañas del hombre se derramaban a través de un agujero que tenía en el peto.

Se le acercó, junto con Leffler, y se arrodilló a su lado.

—No iba a dejaros, capitán —dijo el sargento—. Yo…

Bosendorfer lo acalló con un gesto.

—Debéis hacerlo. Yo voy a los Salones de Sigmar a implorar el perdón de los hombres a quienes mandé allí. —Volvió unos ojos febriles hacia Félix y lo aferró por un brazo—. Jaeger, vos comandasteis a mis hombres mejor que yo. Si… —se interrumpió al sacudirlo una tos sangrante, y luego continuó—. Si ellos os quieren, comandadlos ahora.

Félix tragó saliva, sin saber qué decir. No era un deber que quisiera, pero no podía decirle que no a un hombre agonizante.

—Si ellos me quieren, capitán —replicó.

Bosendorfer asintió con la cabeza, al parecer satisfecho, y luego se tumbó de espaldas y se aferró el pecho con una mano acorazada.

—Sigmar, eso duele.

Fue lo último que dijo. Con un estertor mecánico, el aliento escapó de él y sus brazos cayeron a los costados.

—Que Sigmar os dé la bienvenida, espadón —susurró Kat mientras le cerraba los ojos—. Que Morr os proteja de las zarpas de Kemmler.

Von Volgen tosió desde la escalera.

—Vamos. Más tarde ya habrá tiempo para el duelo —dijo—, si estamos vivos.

* * *

Todo era oscuridad y estruendo cuando Gotrek, Félix, Kat, von Volgen y el sargento Leffler salieron corriendo al patio de armas de la torre del homenaje. Los alaridos y el fragor de la batalla inundaban la noche, y la enfermiza luz verde de Morrslieb, que resplandecía a través de las nubes como piedra de disformidad en el fondo de un cubo de leche agria, brillaba sobre el torbellino de extremidades acorazadas y sobre el rojo lustroso de las ensangrentadas armas.

Los cuatro humanos y el Matador se encaminaron a paso rápido hacia la acción a lo largo de una senda de cuerpos destrozados —lanceros, caballeros, necrófagos y esqueletos acorazados— que atravesaba el patio de armas hasta el cuerpo de guardia interior, donde los últimos hombres de von Volgen y los pocos caballeros del castillo que quedaban defendían las puertas del cuerpo de guardia contra una masa de necrófagos, zombies y enormes esqueletos acorazados que los acometían incansable y salvajemente con tajos y garras.

A la izquierda del cuerpo de guardia, un puñado de espadones defendían la escalera del parapeto contra un torrente de cadáveres que caía sobre ellos, mientras que sobre las murallas de lo alto un exhausto grupo de lanceros y arcabuceros corrían de un lado a otro a lo largo de las almenas, para intentar derribar las escaleras con que zombies y necrófagos subían por una docena de puntos.

Pero aunque todas eran batallas desesperadas, fue la lucha que se libraba en lo alto del cuerpo de guardia, silueteada contra las nubes iluminadas por la luna, la que hizo que a Félix se le formara un nudo en el estómago, y que Gotrek gruñera de cólera. Snorri Muerdenarices, cuya retumbante risa resonaba con fuerza por todo el patio de armas, luchaba cara a cara con Krell, el Señor de los No Muertos.

—¡Maldito seas, Muerdenarices! —gruñó Gotrek, y viró hacia la escalera, corriendo.

Félix estaba a punto de seguirlo, pero se acordó de los espadones, y se volvió a mirar a Leffler.

—Sargento —dijo—, perdonadme. No puedo comandaros. Un juramento me compromete con el Matador y debo seguirlo. Ahora sois vos el jefe.

Pero antes de que el sargento pudiera responder, von Volgen se volvió hacia ambos.

—Llevaos a los espadones, herr Jaeger —dijo—. Pienso que los caballeros y yo podemos defender las puertas, pero no si los muertos no dejan de entrar en torrente por arriba. Contenedlos en las almenas hasta que podamos acabar con los esqueletos, y tal vez tendremos una posibilidad.

—Sí, mi señor —dijo Félix.

Pero mientras corría detrás de Gotrek con Kat y el sargento, y von Volgen se apresuraba hacia la puerta, Félix se preguntó si de verdad tendrían una posibilidad. Los hombres estaban cansados y muertos de hambre, ademas de desesperadamente superados en número, e incluso en el caso de que pudieran contener a los esqueletos y mantener las puertas cerradas, Kemmler ya estaba dentro, en alguna parte. ¿Qué esperanza tenían contra él? El nigromante se había llevado al graf y la grafina, y había dicho que tenían trabajo que hacer. ¿Cuál sería el fruto de esa tarea? Félix se estremeció de terror ante lo que pudiera avecinarse.

—¡Dejad paso, muchachos! —gritó Leffler cuando Gotrek llegó corriendo por detrás de los espadones que defendían el pie de la escalera—. ¡Dejad pasar al Matador!

Los espadones se volvieron a mirar atrás, y luego se separaron mientras Gotrek avanzaba hasta la primera fila de la formación y se estrellaba contra el tapón de no muertos que obstruía el pie de la escalera.

Desde donde estaba Félix, pareció que los golpeaba una bomba con cresta anaranjada. Los recorrió una onda expansiva que derribó zombies y necrófagos que estaban mas arriba de la escalera, y empezaron a volar en todas direcciones extremidades, cabezas y vísceras.

—¡Seguid al Matador! —gritó Félix—. ¡A las murallas!

Los espadones apartaron los ojos de la lucha para mirar atrás, precavidos, mientras él y Kat pasaban entre ellos detrás de Gotrek.

—¿Dónde está el capitán? —preguntó uno de ellos.

—Yo no volveré a ir contra él —añadió otro.

—El capitán cayó ante los esqueletos —gritó Leffler—. Le dijo a herr Jaeger que nos comandara.

—Yo no os daré órdenes —dijo Félix, al mismo tiempo que se volvía a mirarlos—. No me he ganado ese derecho. Pero os aceptaré en mi compañía si queréis venir.

Y dicho esto se volvió con Kat y corrió tras Gotrek, sin mirar atrás para ver si lo seguían.

—¡A las murallas! —rugió el sargento Leffler, y para sorpresa de Félix, el grito se repitió multiplicado por diez.

—¡A las murallas!

Gotrek estaba en mitad de la escalera, donde cadáveres y necrófagos caían ante él en una lluvia de carne destrozada y cuerpos descuartizados. Félix y Kat se situaron detrás del enano, para cortar la cabeza de aquellos a los que Gotrek sólo había herido, y Félix lanzó una fugaz mirada a la muralla.

Krell estaba haciendo retroceder a Snorri hacia el lado del castillo que daba al río, obligándolo a girar de un lado a otro como un oso que abofeteara a un perro de pelea. Cada vez, el viejo matador se levantaba y volvía a la carga, pero Krell simplemente lo derribaba de nuevo y avanzaba un paso mas. Félix intentó ver si Snorri había sufrido algún corte del hacha de Krell, pero estaba cubierto de cortes de pies a cabeza, y no había manera de saber qué le había hecho cada uno.

—¡Humano! —tosió Gotrek mientras continuaban luchando—. ¡Te llevarás a Snorri Muerdenarices al túnel de escape!

—Sí, Gotrek —dijo Félix, que luego recorrió la batalla con una mirada de infelicidad—. Pero…

—El castillo caerá —dijo Gotrek—. Por mucho que nosotros luchemos. Cumple con tu promesa. Lleva a Muerdenarices hasta Karak-Kadrin.

—Sí, Gotrek.

El Matador derribó al cadáver de un hombre bestia del escalón superior, y él, Félix y Kat se lanzaron al parapeto mientras aquella cosa se precipitaba hacia el patio de armas de abajo. Los espadones los siguieron cuando comenzaron a avanzar hacia el lugar en que luchaba Snorri, y todos ellos se desplazaron a lo largo de la muralla como una máquina de matar parecida a un ciempiés. Gotrek, Félix y Kat iban al frente, abriendo una senda entre los muertos que trepaban por encima de las almenas; los espadones marchaban a los lados, segando con sus largas armas todo lo que a ellos se les escapaba.

Entre los acosados lanceros y arcabuceros se alzó una exclamación, y aprovecharon la limpieza que estaban haciendo los espadones para empujar y derribar una docena de escaleras, mientras las murallas estaban despejadas. Pero cuando Félix se volvió a mirar atrás vio que, si no llegaban refuerzos, aquello sólo sería un momentáneo aplazamiento del fin. Ya golpeaban contra la muralla escaleras nuevas, por las que trepaban nuevos zombies.

Félix se volvió hacia los espadones.

—Dejadme —dijo—. Dispersaos a lo largo de las murallas. Contened a los zombies.

Los espadones parecieron descontentos con eso, y permanecieron en formación.

—¡Malditos seáis! —gritó Félix—. ¡Ahora os lo estoy ordenando! ¡El Matador no necesita ninguna ayuda! ¡Defended las murallas!

—¡Ya lo habéis oído! —rugió Leffler—. ¡Girad a la izquierda! ¡Desplegaos! ¡Haced retroceder a esos bastardos! —Y mientras los hombres ralentizaban la marcha y giraban, él le dedicó a Félix una sonrisa y un brusco saludo—. Marchaos, capitán. Os harán sentir orgulloso, lo prometo.

Félix asintió con la cabeza, incómodo.

—Gracias, sargento —dijo, y casi añadió «adiós», pero decidió que era una despedida demasiado pesimista—. Que Sigmar os proteja.

Dio media vuelta y corrió tras Gotrek y Kat, que cargaban hacia la torre que dominaba el río, hasta donde Krell había hecho retroceder a Snorri.

—¡Atrás, Muerdenarices! ¡Es mío! —rugió Gotrek en el momento en que Snorri se levantaba y se lanzaba una vez mas hacia Krell—. ¡Vuélvete carnicero! ¡Es conmigo con quien quieres luchar!

Krell se volvió en el momento en que Gotrek saltaba hacia él. Y el hacha del matador —cuya runa parecía llamear— le hendió el peto y abrió un agujero de bordes desiguales que dejaba ver el hueso de debajo. Krell bramo y reculó, al mismo tiempo que su hacha barría el aire con salvaje desesperación. Gotrek se agachó por debajo del arma y volvió a acometerlo con tajos dirigidos a las piernas del paladín, que tuvo que retroceder.

Snorri lanzó un grito de entusiasmo y también cargó, trazando en el aire un velocísimo arco con su martillo de guerra; pero Gotrek extendió un brazo para impedir que el viejo matador se acercara, y lo hizo retroceder con paso tambaleante.

—¡Basta, Muerdenarices! —gruñó Gotrek—. Tu peregrinación empieza ahora. —Empujó a Snorri hacia Félix y Kat—. Sacadlo de aquí. Marchaos.

—Sí, Gotrek —dijo Félix, conmocionado ante su brusquedad—. Entonces, supongo que esto es un…

Pero el Matador ya cargaba otra vez contra Krell, con el hacha rúnica alzada por encima de la cabeza. El rey de los no muertos rugió y corrió a recibirlo, y saltaron chispas y diminutas esquirlas cuando las hachas chocaron y volvieron a chocar en un huracán de resplandor rúnico y obsidiana.

Félix posó una mano sobre un hombro de Snorri.

—Vamos, Snorri —dijo—. Será mejor que nos marchemos.

El viejo matador apartó la mano de Félix con cortesía, sin dejar de mirar la lucha.

—No, gracias, joven Félix. Si Gotrek Gurnisson va a hallar su fin, Snorri tiene que vengarlo.

Félix apretó los dientes.

—Pero Gotrek no quiere eso, Snorri. Quiere que vayas a Karak-Kadrin.

—Snorri lo sabe —replicó Snorri—. Irá después de esto.

Félix gimió, bajó la mirada hacia el patio de armas, y luego la devolvió otra vez hacia lo alto de la muralla: el camino que tendrían que recorrer para llegar al túnel de escape. Se le helaron las entrañas. La estrategia de von Volgen estaba fracasando No quedaban los defensores suficientes como para lograr que funcionara. Ante la entrada, von Volgen y los últimos caballeros luchaban con la espalda contra las puertas y los esqueletos, necrófagos y zombis los rodeaban en una masa de ocho de profundidad. Sobre las almenas los espadones, lanceros y arcabuceros comenzaban a verse abrumados a medida que aparecían mas y mas escaleras por las que subían mas y mas zombies y necrófagos que pasaban por encima de las almenas y los rodeaban. Si Félix no se llevaba a Snorri en ese mismo momento, ya no podrían marcharse.

—Snorri —dijo Kat tocándole un brazo—. Por favor. ¿Estas dispuesto a renunciar a ir a los Salones de Grimnir por vengar a Gotrek? ¿Quieres vagar para siempre en la vida ultraterrena?

Snorri continuaba observando, mientras Gotrek y Krell se acometían el uno al otro pero su mandíbula se contrajo y su cara adopto la expresión mas dura que Félix le hubiera visto jamas.

—Gotrek Gurnisson es mi amigo.

Kat se mordió el labio inferior, y a Félix se le hizo un nudo en la garganta. Ambos matadores estaban dispuestos a morir el uno por el otro; ¡mas que a morir! Para salvar la vida ultraterrena de Snorri, Gotrek estaba dispuesto a despedir a Félix y permitir que su fin nunca fuera recordado, y para vengar la muerte de Gotrek, Snorri estaba dispuesto a renunciar a su vida ultraterrena. ¿Quién podía atreverse a interferir en un vínculo tan fuerte como ése? Y sin embargo un juramento era un juramento, así que Félix tenía que hacerlo.

Se pregunto si debería intentar dejar a Snorri inconsciente de un golpe, y llevárselo a rastras como había hecho Rodi en la batalla de la Corona de Tarnhalt, pero temía que pudiera no funcionar. Si un matador no podía golpear a Snorri con la fuerza suficiente como para hacerle perder el conocimiento, Félix dudaba de que él pudiera hacerlo.

Un escalofriante alarido de victoria atrajo la atención de Félix de vuelta al patio de armas, y entonces gimió. El último de los caballeros caía bajo la muchedumbre de no muertos, y los necrófagos y esqueletos entraban en masa por las puertas rotas del cuerpo de guardia. Félix vio a von Volgen cortar el cráneo de un esqueleto antiguo acorazado antes de ser corneado y pisoteado por un hombre bestia no muerto con astas de toro.

Un segundo mas tarde se oyó un estruendo de engranajes, y las pesadas puertas de la entrada interior empezaron a girar lentamente para abrirse y dejar entrar una masa de no muertos que arrastraban los pies. El patio de armas interior había sido tomado. El castillo Reikguard había caído de verdad.

Volvió la mirada hacia las murallas. También allí morían los defensores; lanceros, arcabuceros y espadones desaparecían bajo una ola de zombies y necrófagos que pasaba por encima de las murallas. El sargento Leffler era el último que permanecía aún en pie, oscilando y haciendo girar la larga arma en torno a su barba canosa; pero mientras Félix miraba, un necrófago le saltó sobre la espalda y lo derribó, y en ese momento, el resto cayó sobre él como una manada de ratas. Había resistido hasta el final.

El nudo de la garganta de Félix se volvió sólido y pesado como un ladrillo.

—Bueno —dijo Kat, retrocediendo con cautela cuando los zombies empezaron a avanzar hacia ellos con paso tambaleante y los necrófagos se movieron a saltos—. Ya no podemos marcharnos.

Félix se puso en guardia.

—Así parece.

Justo cuando los necrófagos avanzaron, Gotrek bramo con furia detrás de ellos, lo que hizo que Félix y Kat se y volvieran a mirarlo. Mientras habían estado observando cómo caía el castillo Reikguard, Krell le había sacado ventaja al Matador, y estaba haciéndolo retroceder hacia las almenas en medio de una tormenta de golpes.

Snorri soltó un gruñido profundo al observar cómo Gotrek se tambaleaba y oscilaba, y sus manos aferraron convulsivamente el martillo.

—¡Detrás de ti, Snorri! —dijo Félix—. ¡Vuélvete!

Snorri se volvió con rapidez, sin dejar de gruñir, pero sus ojos se desorbitaron al ver a los necrófagos que se acercaban a gran velocidad.

—¡Son de Snorri! —rugió.

Félix y Kat cargaron tras el viejo matador cuando chocó contra los malignos seres, y por un breve momento, dieron buena cuenta de los enemigos. Los destrales de Kat cercenaban dedos y destrozaban rótulas, mientras que la espada de Félix cortaba cabezas y brazos, y la pesada cabeza del martillo de Snorri estaba en todas partes al mismo tiempo, partiendo cráneos, rompiendo piernas y hundiendo pechos en un borroso torbellino, pero no podía negarse que se enfrentaban con demasiados oponentes, y el peso de los zombies que avanzaban con lentitud, imparables, detrás de los necrófagos, los obligó a retroceder a regañadientes, paso a paso, hasta que se encontraron luchando hombro con hombro con Gotrek, a quien Krell acometía por el otro lado.

Félix rió con amargura al ver que los enemigos se cerraban en torno a ellos. Cuando Gotrek lo había liberado del juramento de presenciar su muerte, le había dicho que lo único que tenía que hacer era llevar a Snorri a Karak-Kadrin, y su juramento quedaría cumplido. Félix había pensado que se zafaba con facilidad. Había tenido descabellados sueños de libertad, de futuro, de una vida de paz al lado de Kat. Bueno, pues esos sueños habían muerto ya. En realidad, allí todos perderían lo que mas habían deseado. Snorri moriría sin memoria ni paz; Kat moriría lejos de los bosques que amaba; Félix moriría sin haber tenido la posibilidad de llevar una vida normal, y, con su muerte, la saga de Gotrek nunca sería escrita. El Matador moriría de forma anónima y no sería recordado.

Félix vio que Gotrek se volvía a mirar a Snorri cuando se apiñaron juntos. El Matador no tenía buen aspecto, y su respiración sonaba peor aún. Presentaba una veintena de tajos, su único ojo se había hinchado tanto que estaba casi cerrado, y el sonido de su respiración era como si rasparan dos ladrillos el uno contra el otro. Krell dirigió un tajo hacia su cabeza, y él lo bloqueó como si le levantara los brazos un marionetista borracho.

Un rugido hizo que Félix se volviera a mirar atrás. Un descomunal hombre bestia no muerto embestía a través de la masa de necrófagos, en dirección a Snorri, y blandía un garrote del tamaño de un hombre. El viejo matador se agachó con facilidad para evitar el barrido, subió el martillo con fuerza en un golpe ascendente que hundió la cabeza profundamente en el prodigioso abdomen, pero aunque mató a la bestia, ésta también lo derribó a él, porque cayó hacia delante en un torrente de gelatinosas entrañas negras y estrelló a Snorri contra el parapeto, mientras los necrófagos soltaban chillidos y se apiñaban a su alrededor.

Kat y Félix asestaban desesperados tajos para mantenerlos a distancia, pero sin el inquebrantable martillo de Snorri, los monstruos los hacían retroceder con rapidez. Félix sufrió un tajo en un brazo, y Kat pateó para quitarse de la pierna unas zarpas que intentaban atraparla, mientras otros necrófagos trepaban por encima de la bestia muerta hacia ellos. Pero entonces se sacudió, hizo tambalear a los necrófagos, y cayó hacia un lado.

Snorri se levantó de debajo con un rugido, cubierto de entrañas y materia viscosa, y barriendo el aire con el martillo; y volvió a caer de inmediato, porque la pata de palo se le soltó del muñón. Los necrófagos saltaron sobre él cuando cayó, se le amontonaron encima y le sujetaron los brazos de modo que no pudiera blandir el martillo, mientras otros extendían las garras hacia su cuello y ojos.

Félix y Kat gritaron y avanzaron asestando golpes para proteger al matador caído, pero Félix sabía que no durarían mucho. Uno ya había aferrado a Kat por el pelo, y otro se lanzaba sobre la espada de Félix para que los demas pudieran arrastrarlo al suelo.

Entonces, pasó a empujones algo rojo, ensangrentado y que resoplaba como un alto horno, e hizo retroceder con el impacto a la horda que los sujetaba. Era Gotrek, con la respiración entrecortada, cuya hacha rúnica encendida cortaba necrófagos en todas direcciones.

Los necrófagos retrocedieron entre chillidos, y Gotrek levantó a Snorri para que se apoyara sobre su única pierna. El viejo matador sonrió a través del río rojo que le caía desde el cuero cabelludo, mientras Félix y Kat se situaban a los lados de ambos, y Krell cargaba por la izquierda, con un rugido.

—Bien hallado, Gotrek Gurnisson —dijo Snorri, escupiendo sangre—. Snorri piensa que hemos encontrado nuestra muerte al fin, ¿eh?

—No —jadeó Gotrek, mientras se subía a las almenas y tiraba de Snorri para izarlo a continuación—. No… la hemos encontrado.

Y con eso, empujó a Snorri hacia fuera.

Félix y Kat se quedaron mirando fijamente, mientras el viejo matador caía hacia el río hasta perderse de vista, agitando las extremidades y aullando de sorpresa.

—¡Gotrek! —gritó Félix—. Has…

Gotrek se agachó para evitar el hacha de Krell, y también subió a Félix sobre las almenas.

—Tras… él…, humano —resolló, empujando a Félix hacia el borde—. Pequeña…, también.

El hacha de Krell volvió a hender el aire hacia la cabeza de Gotrek, seguida por su negra nube de polvillo de piedra. Gotrek bloqueó con el hacha rúnica, pero el golpe fue tan potente que empujó el mango del hacha contra el pecho de Gotrek, y éste se estrelló contra Félix.

Durante un breve momento vertiginoso, los dos oscilaron al borde mismo de las almenas, manoteando las piedras, y luego la gravedad ganó la batalla y los dos cayeron de la muralla.

Félix lanzó un grito ahogado mientras la escena del parapeto se alejaba, y la muralla ascendía con rapidez junto a él. Kat apareció sobre las almenas, llamándole y preparándose para saltar, pero Krell la acometió con el hacha, y ella cayó hacia atrás y desapareció de la vista.

—¡Kat! —gritó Félix.

El río le golpeó la espalda como un garrote gigantesco y se sumergió en sus profundidades mientras las frías olas se cerraban por encima, aislándolo de todo lo que significaba algo para él en el mundo.