DIECINUEVE

DIECINUEVE

—Se pierde poco por ese lado —gruñó Gotrek.

—¿Insultáis al comandante? —le espetó Bosendorfer—. ¡Tened cuidado, herr enano!

El espadón parecía muy recuperado, con la herida de la pierna muy bien vendada y los ojos despiertos. Tauber había cumplido con su palabra.

—¿Qué le ha sucedido? —preguntó Félix.

—Nadie lo sabe —replicó Classen—. Y hasta que lo encontremos, necesitamos un nuevo jefe.

—¿Ha ido alguien a hablar con el graf Reiklander? —inquirió von Volgen.

—Pedí para verlo cuando descubrimos que von Geldrecht había desaparecido —dijo Classen—, pero la grafina Avelein me negó el paso. Dijo que el graf está demasiado enfermo como para hablar.

—Nunca está demasiado enfermo como para hablar con von Geldrecht —murmuró el lancero.

—¿Significa eso que nadie ha estado en los aposentos del graf? —preguntó von Volgen—. ¿Podría estar allí dentro von Geldrecht?

—La grafina dijo que no estaba —informó Classen.

Félix recordó, de repente, su último encuentro con el comisario, y una sospecha desazonadora le heló las entrañas.

—¿Cuándo se descubrió que había desaparecido von Geldrecht? —preguntó.

—Nadie lo ha visto desde que fue a comunicarle al graf cuál es nuestra situación —dijo Classen—. Supuse que luego se había retirado a sus aposentos, pero ahora no está allí, y nadie lo ha visto desde que entró en la torre del homenaje.

—Pienso que ha escapado —dijo Félix.

Todas las cabezas se volvieron a mirarlo.

—¿Escapado? —preguntó Bosendorfer.

—¿Cómo? —quiso saber Classen—. Estamos atrapados.

—¿Por qué pensáis eso, herr Jaeger? —preguntó von Volgen—. ¿Acaso habló con vos?

—No…, no fue tanto lo que dijo, sino… —Félix frunció el ceño—. Fue cuando me dio la llave de la celda de Tauber. Dijo que temía haberlo dejado para demasiado tarde, y se disculpó. Luego…, luego dijo: «Buena suerte». —Miró a los demas—. En el momento no se me ocurrió, pero ahora que lo recuerdo, dio la impresión de que estaba diciéndome adiós.

Detrás de ellos se oyó una risa tenebrosa, y se volvieron. Tauber avanzaba hacia el grupo, cojeando, con una sonrisa siniestra en su cara chupada.

—Eso es exactamente lo que estaba diciendo, meinen herren —dijo—. El señor comisario von Geldrecht ha huido, y os ha dejado a todos atrás.

—¿Qué? —le espetó Bosendorfer—. ¿Y cómo podéis vos saber eso, encerrado en vuestra celda?

—Porque me pidió ayuda para hacerlo —dijo Tauber.

—¿Qué queréis decir? —preguntaron todos al unísono.

—¿Por qué iba a querer marcharse el comisario? —preguntó von Volgen.

Tauber volvió a reír.

—¿No queréis marcharos vos, mi señor? Yo, desde luego, sí.

—¡Responded a la pregunta, maldito! —Le espetó Bosendorfer.

—Yo imagino que se ha marchado —dijo Tauber, al mismo tiempo que se encogía de hombros—, porque por fin ha convencido a la grafina para que le diera lo último que quedaba del oro de su esposo.

—¿Estáis diciendo —preguntó von Volgen, mientras los otros murmuraban con sorpresa— que von Geldrecht estaba robándole al graf?

—Desde hace años —replicó Tauber—. Y podría haberlo seguido haciéndolo de manera indefinida, de no ser porque el graf cometió la temeridad de morirse, cosa que lo complicó todo.

Los hombres se quedaron mirándolo, pasmados ante aquella declaración indiferente, pero Bosendorfer se incorporó con brusquedad y comenzó a luchar para levantarse de la cama.

—¿Qué mentira es ésa? —gritó—. ¡El graf no está muerto, villano! ¡El comisario nos ha transmitido sus órdenes cada día desde que regresamos!

—En efecto —asintió Tauber—. ¿Y quién, aparte del comisario, lo ha visto desde entonces?

Los hombres se miraron unos a otros, en espera de que alguien hablara, pero entonces Classen gritó.

—¡Su esposa! —dijo—. ¡La grafina nunca se separa de su lado!

—¡Sí! —dijo Bosendorfer, volviéndose hacia Tauber—. ¡La grafina! Si el graf estuviera muerto, ¿no pensáis que habría dicho algo?

—Sí, la grafina —repitió Tauber, que asintió con tristeza—. Fue por su bien que yo participé en esto.

—¿Participasteis en qué? —quiso saber von Volgen—. Contádnoslo desde el principio.

Tauber asintió con la cabeza; luego acercó un taburete y se sentó con cuidado, sorbiendo entre los dientes y haciendo una mueca de dolor.

—Lo siento, caballeros —dijo—. Es una historia demasiado larga como para referirla de pie.

—Comenzad de una vez —dijo Classen.

Tauber inclinó la cabeza con cortesía, y comenzó.

—Como ya he dicho, von Geldrecht ha malversado el dinero del graf desde hace años, y cuando Archaon invadió, von Geldrecht estuvo encantado de quedarse aquí mientras el graf marchaba al norte, porque, con todo el mundo lejos, sus robos podían ser aún mas descarados. Por desgracia para él, el graf sufrió una terrible herida en Sokh, y aunque hice todo lo posible y lo mantuve con vida durante toda la larga marcha de vuelta desde el norte, murió al cabo de una semana de regresar al castillo Reikguard.

Los hombres gimieron al oír eso, y Bosendorfer maldijo.

—No lo creo —dijo.

Von Volgen lo hizo callar con un gesto, y con otro le pidió al cirujano que continuara.

Tauber suspiró.

—Cuando von Geldrecht encontró al graf muerto en la cama, acudió a verme a mí antes de ir a ver a la grafina. Dijo que la dama estaba casi loca de dolor por el sufrimiento del graf, y que no quería correr el riesgo de que perdiera del todo la razón diciéndole que había muerto. Me suplicó que, en su lugar, le dijera que estaba en estado de coma, y que se recuperaría con descanso y cuidados. —Tauber frunció el ceño—. Pensé que era una tontería, pero acabé por dejarme convencer. Por desgracia, mientras yo le mentía a la grafina, von Geldrecht me estaba mintiendo a mí. La verdadera razón por la que él quería que la dama pensara que su marido aún estaba vivo era la codicia. Con la muerte del graf, el castillo Reikguard pasaría a manos de su hijo, Dominic, un tipo mucho mas suspicaz que su padre, y von Geldrecht temía que se descubriera la malversación.

Tosió, y luego continuó.

—Von Geldrecht, por tanto, decidió marcharse antes de que regresara Dominic, pero como era un codicioso estúpido, no quería marcharse sin llevarse todo lo que pudiera, y el tesoro mas valioso y fácil de transportar, y al que resultaba mas difícil seguirle la pista, de todos los que había en el castillo, era un cofre lleno de oro de los enanos que estaba encerrado en una cámara secreta de los aposentos del graf. La dificultad residía en que von Geldrecht no podía abrirla. Tanto la llave como la cerradura estaban astutamente ocultas, y sólo dos personas conocían el secreto —el graf y la grafina—, y una de ellas, el graf, estaba muerto.

—Así que se puso a trabajar con la grafina —dijo Félix.

—Muy bien, herr Jaeger —dijo Tauber—. Así fue, en efecto. Le dijo que a su marido podía sacarlo del «estado de coma» un gran médico de Altdorf, pero que el hombre cobraba una fortuna para obrar sus milagros. Le dijo que iba a necesitar todo el oro de la cámara secreta para pagarle. —Sonrió—. Me enteré de todo eso cuando von Geldrecht fue a ver me una segunda vez. Su historia había despertado las sospechas de la grafina, así que el comisario me pidió que lo apoyara, y estaba dispuesto a darme una parte del oro a cambio de mi cooperación.

—La cual aceptasteis encantado —dijo Bosendorfer, mirándolo con ferocidad.

Tauber frunció los labios.

—Pues no. El graf era un buen señor y un verdadero noble, y yo no tenía ninguna intención de ayudar a ese gordo villano a robarle, pero él me recordó que ya le había mentido a la grafina con respecto al graf, y amenazó con decirle que yo lo había matado. —El cirujano bajó la mirada—. Debería…, debería haberme negado, de todos modos. Pero temía acabar en la horca. Así pues, al final, consentí en hacer lo que me pedía, pero…

Rió de repente.

—Pero incluso cuando mi erudita opinión apoyó las mentiras, la grafina continuó vacilando. Dijo haber tenido visiones de un amable anciano sabio que le decía que si esperaba y le rezaba a Sigmar, su esposo volvería a levantarse del lecho.

—¿Y ella lo creyó? —quiso saber von Volgen.

Tauber asintió con la cabeza.

—Creo que los miedos por el estado de su marido alteraron su mente. —Rió entre dientes—. ¡Y cómo sacó de quicio a von Geldrecht descubrir que tenía un rival en las visiones de una desequilibrada! Hizo todo lo posible, diciéndole que los sueños eran falsas visiones enviadas por un hechicero maligno, pero ella no se dejaba disuadir, y se negaba a darle el oro.

Se encogió de hombros y los miró a todos.

—Luego, como sabéis, la horda de Kemmler rodeó el castillo, y la partida de von Geldrecht se hizo aún mas complicada. Por fortuna, conocía un túnel de escape construido por el bisabuelo de Karl Franz, pero a pesar de que le hizo a la grafina funestas advertencias de que Kemmler mataría al graf cuando conquistara el castillo, ella continuaba negándose a renunciar a la esperanza de que el amable anciano sabio acudiera a salvarlo.

Tauber le hizo un gesto de asentimiento a Félix.

—Esa es la verdadera razón por la que von Geldrecht me hizo encerrar, mein herr, y por la que no pudisteis convencerlo de que me soltara. Hacía que visitara a la grafina cada día para que le dijera a la pobre lunática que el estado del graf empeoraba, y que él debía partir con rapidez hacia Altdorf, con todo el oro. —Sacudió la cabeza—. La artimaña aún fracasó la última vez que la intentamos, pero parece que al final ha conseguido que ella accediera, o tal vez ha decidido que no podía esperar mas y ha huido sin el oro. En cualquiera de los dos casos, se ha marchado. Y ahora —dijo mientras se ponía de pie con un gemido—, debo volver con mis pacientes. Que tengáis un bien día, caballeros.

Inclinó la cabeza ante ellos, y luego dio media vuelta para ir cojeando hasta el siguiente camastro de la hilera.

Los hombres se miraron unos a otros, pasmados.

—Tienen que ser mentiras —dijo Bosendorfer—. Tienen que serlo.

—¿Y si no lo son? —preguntó el arcabuceros—. Si el comisario ha huido y el graf Reiklander ha muerto, ¿existe alguna razón para quedarse aquí? Busquemos ese pasadizo secreto y vayamos al encuentro de la columna de rescate.

—¡Sí! —convino el joven lancero—. Eso sí que es un plan.

Von Volgen los miró con expresión ceñuda a ambos.

—La razón para quedarse es la misma que ha existo siempre. Nos quedamos con el fin de retener las hordas de Kemmler y permitir así que se reúna un ejército para hacerle frente. Nadie va a marcharse por ese pasadizo.

Gotrek gruñó con aprobación, al igual que Classen.

—Yo propongo al señor von Volgen como comandante —dijo—. De Talabecland o no, es el mas sabio y con mas experiencia entre nosotros.

—Lo secundo —dijo el artillero.

Classen miró al resto. El lancero y el arcabucero asintieron con la cabeza, pero Bosendorfer parecía malhumorado.

—Primero tenemos que ver si el graf Reiklander esta muerto de verdad —dijo—. Yo no entregaré el mando del castillo si nuestro señor aún vive.

Von Volgen asintió con la cabeza.

—En eso estoy de acuerdo —dijo—. Vayamos a los aposentos del graf y descubramos la verdad de la historia del cirujano.

Félix, Gotrek y los oficiales se levantaron con movimientos rígidos, mientras el sargento Leffler avanzaba para ayudar a Bosendorfer a ponerse de pie, y luego le metía un hombro debajo de un brazo. Cuando todos siguieron a von Volgen hacia la puerta, Kat dejó a Snorri roncando y se unió a ellos.

—¿Qué ha sucedido? —susurró.

—Von Geldrecht ha huido —dijo Félix—, y vamos a ver si el graf aún está vivo.

—¿Ha huido? —preguntó ella, sorprendida.

—Sí —dijo Félix—. Había estado esperando durante todo este tiempo, para intentar conseguir que la grafina le diera el oro que tenía. No sabemos si lo ha conseguido o si ha renunciado, pero se ha marchado.

Salieron de la residencia de la Reiksguard y parpadearon bajo la lúgubre luz de la tarde nublada. Sobre las murallas, los pocos lanceros y arcabuceros que quedaban hacían la patrulla arrastrando los pies, mientras un destacamento mixto de caballeros de Reikland y Talabecland apilaba piedras, barriles y cualquier cosa que pudieran encontrar contra las puertas para bloquearlas. Félix se estremeció. Pronto volvería a ser de noche, y entonces llegaría el fin.

* * *

Unos momentos mas tarde, después de subir al piso intermedio de la torre del homenaje, von Volgen golpeó con los nudillos las puertas de roble de los aposentos del graf.

—¡Mi señor! —llamó—. Grafina Avelein, ¿estáis ahí?

No hubo respuesta. Félix, Kat y los otros se miraron unos a otros mientras esperaban. Gotrek se limitaba a mantener la vista fija en las puertas, con los brazos cruzados sobre el enorme pecho.

Von Volgen volvió a llamar con los nudillos.

—Grafina Avelein, si no abrís, nos veremos obligados a derribar las puertas, por temor de vuestra seguridad.

Continuó sin haber respuesta. Von Volgen suspiró y desenvainó la espada, pero Gotrek sacó el hacha que llevaba a la espalda.

—Dejadme a mí —dijo.

Von Volgen se apartó a un lado, y Gotrek destrozó la placa de la cerradura, para luego darle una patada a la puerta doble.

De la habitación que estaba a oscuras salió una bocanada de caliente aire empalagoso, y todos se atragantaron y se taparon la nariz. A Félix empezaron a llorarle los ojos. Había un fuerte olor a canela, clavo e incienso estaliano, pero por debajo de todas las especias había otro olor mas preocupante.

Félix y Kat siguieron a Gotrek, von Volgen y los demas al interior de iluminación mortecina. No había ninguna lámpara encendida, y la única luz entraba por una rendija que quedaba entre las cortinas echadas, y que apenas bastaba para ver.

—¿Mi señora Avelein? —llamó von Volgen al atravesar el vestíbulo—. ¿Estáis ahí?

Desde algún sitio del interior de los aposentos llegó un sollozo. Von Volgen echó a andar hacia él, y los demas lo siguieron; pasaron con inquietud y cautela por una puerta arqueada al interior de una estancia mas espaciosa. Allí el olor a incienso era aún mas fuerte, al igual que el segundo hedor subyacente, que Félix ya no pudo negar que era la fetidez de la carne podrida. Von Volgen se acercó a una ventana y abrió las cortinas para dejar que la luz de la tarde nublada iluminara una extraña y triste escena.

La habitación era un espléndido dormitorio ricamente amueblado, con paredes revestidas de madera y una enorme cama con dosel en el centro, y desplomada junto a la cama con la cabeza baja, se encontraba la grafina Avelein Reiklander, con el vestido bermellón extendido sobre la alfombra de Arabia como un charco de sangre aterciopelada. Su mano derecha, extendida, rodeaba la garra marchita de un cadáver que estaba recostado entre almohadas adornadas con borlas, en la cama. Y no cabía la menor duda de que se trataba de un cadáver. Tenía la cara hundida y demacrada, los labios encogidos y retirados de los dientes, y los ojos resecos dentro de las cuencas vacías. Le habían cosido una herida que tenía en el cuello, pero los bordes se habían retirado de los puntos para dejar a la vista la negra carne seca del interior. Había moscas por todas partes.

Bosendorfer se quedó mirando, pasmado.

—Decía la verdad —murmuró—. Tauber decía la verdad.

Se apartó del hombro de Leffler y se sentó, sin apartar los ojos de la escena, en una silla. A Félix no le extrañó aquella reacción. El espadón había erigido su torre de cólera contra Tauber sobre la creencia de que era un villano y un embustero en todo, pero ahí estaba la prueba de que la historia contada por el cirujano acerca del graf Reiklander era verdad, y si eso era verdad…

Von Volgen se acercó a la grafina y se quedó junto a ella, incómodo.

—Señora…

Ella dio un respingo al oír la voz, pero no hizo ningún otro movimiento.

—Marchaos —sollozó—. ¡Dejadme sola!

—Señora —repitió él—. Os pido disculpas por entrometerme en vuestra congoja, pero dado que vuestro comisario ha huido, al parecer, teníamos que averiguar si el graf Reiklander estaba muerto, con el fin de…

—¡No está muerto! —chilló ella, que alzó la cabeza para mirarlo ferozmente con ojos enrojecidos—. ¡Sólo está enfermo! ¡Muy enfermo! —Tenía una contusión que estaba tornándose púrpura, bajo un ojo.

Von Volgen se volvió a mirar a los otros, con el cuadrado rostro de bulldog convertido en una mascara de desasosiego, pero nadie mas parecía inclinado a hablar. Apretó los dientes, y se volvió otra vez hacia ella.

—Grafina —dijo—, tengo entendido que von Geldrecht y el cirujano Tauber os dijeron que vuestro esposo estaba vivo, pero…, pero os mintieron. Está muerto, señora. Lo lamento.

Avelein se puso de pie, con los ojos encendidos, y le cruzó la cara con una fuerte bofetada.

—¡No está muerto! —gritó—. ¡Me lo han prometido! ¡Se levantará de la cama! ¡Volverá conmigo!

—¿Quién os prometió eso? —preguntó von Volgen—. ¿Von Geldrecht? ¿Os ha…?

Avelein le volvió la espalda.

—¡Von Geldrecht me ha traicionado! —le espetó—. ¡Yo sabía que no debería de haber confiado en él! Sabía que el anciano me decía la verdad.

—¿Von Geldrecht os ha traicionado? —preguntó Classen—. ¿Cómo?

Avelein se llevó una mano a la mejilla contusa y cerró los ojos.

—Dijo que las hordas del nigromante invadirían el castillo antes de que el anciano pudiera revivir a mi señor, y prometió sacarnos de aquí y usar el oro de mi señor para curarlo en Altdorf, pero… —Hizo un gesto hacia una pared—. Pero cuando abrí la cámara secreta, él… me golpeo y lo robó todo.

Los sollozos volvieron a dominarla. Von Volgen se acerco a consolarla y posó manos torpes sobre los hombros de ella.

—Lo lamento, señora —dijo—. Sus engaños nos han perjudicado a todos.

Félix miró hacia el lugar que Avelein había señalado con el gesto. En la pared opuesta había un panel de madera que no quedaba del todo nivelado con los demas. Fue hasta el con Gotrek y Kat, mientras la grafina continuaba llorando.

—No debería haberlo escuchado nunca —dijo ella—. Sabía que estaba mintiendo. Pero me dijo que las murallas exteriores habían caído.

Félix tiró del panel. Era mas pesado de lo que había esperado, y cuando giró pudo ver que estaba fijado a una puerta de piedra de treinta centímetros de grosor. Dentro había un pequeño armario con joyas y armas enjoyadas en anaqueles y en medio se veía un cofre reforzado con bandas de hierro con la tapa abierta y completamente vacío.

—Sólo espero no haber ofendido al anciano al perder fe en él —continuó la grafina, mientras Félix miraba el cofre vacío y parpadeaba—. Sólo espero que venga a pesar de eso, así que he abierto la puerta para que pueda entrar.

Von Volgen y los otros quedaron petrificados al oír eso, y Félix, Kat y Gotrek se volvieron a mirarla. ¿Abierto la puerta? ¿Qué puerta? De repente, la fantasía de un anciano que tenía la grafina pareció mas concreta y mas amenazadora. Por la mente de Félix pasó la imagen de Kemmler encarnando a Hans el Ermitaño. Si el nigromante podía encarnar a un personaje determinado, sin duda podía encarnar a otro. ¿Acaso había estado apareciéndose a la impresionable grafina en sueños?

—Mi señor —dijo Félix mientras volvía a acercarse a la cama con Kat y Gotrek—. Mi señor, me temo que yo podría saber…

Von Volgen lo acalló con un gesto y se inclinó hacia la grafina, al mismo tiempo que se obligaba a sonreír.

—Perdonadme, grafina, pero antes no estaba escuchándoos con toda mi atención. Por favor, contadme mas cosas sobre ese anciano, y la puerta que habéis…

Se interrumpió al oír unos pasos que corrían por el pasillo. Todos se volvieron a la vez que bajaron la mano hacia el arma, pero no se trataba de ningún huésped no muerto que llegaba, sino del capitán Draeger y sus hombres de la milicia, con algunos lanceros y arcabuceros del castillo que los seguían, intentando pasar inadvertidos; eran mas de veinte en total. Sólo Bosendorfer no alzó la mirada cuando entraron, sino que continuó desplomado en la silla, mirando al vacío.

Von Volgen le lanzó a Draeger una mirada colérica.

—¿Qué sucede, capitán?

—Sí —añadió Classen—. ¡A vosotros, escoria, no se os permite entrar aquí!

Draeger soltó un bufido.

—Según lo veo yo, ahora todo está permitido. Es un sálvese quien pueda. —Se tocó el pecho con un pulgar—. Y este hombre quiere poder salvarse, así que ¿dónde está ese túnel de escape?

Félix gimió. Al parecer, la conversación que habían mantenido sobre von Geldrecht la había oído quien no debía.

La cara de von Volgen se tomó dura y fría.

—No hay ningún túnel de escape. Nadie saldrá de este castillo. Lucharemos hasta el fin o hasta que lleguen a rescatamos.

—Muy valiente por vuestra parte, mi señor —dijo Draeger—. Pero creo que me gusta mas la manera de hacer las cosas del comisario. Y ahora…

Uno de sus tenientes lo aferró por un brazo y señaló hacia el armario oculto, cuya puerta aún estaba entreabierta.

—Capitán —gritó—. ¡El pasadizo!

Los ojos de Draeger se iluminaron, y echó a andar hacia él.

—Buen ojo, Mucker. ¡Por aquí, muchachos!

—¡Eso no es un pasadizo! —vociferó von Volgen—. ¡Apartaos de ahí!

El y Classen intentaron cerrarles el paso, pero los hombres de la milicia pasaron de largo, riendo y mofándose de ellos, y Draeger abrió la puerta del armario. Las risas cesaron cuando miraron dentro. Draeger maldijo, y sus hombres refunfuñaron.

—¿Lo veis, estúpido? —dijo von Volgen, mientras se abría paso a empujones hasta él—. Es sólo un armario. Ahora volved a vuestros puestos.

Draeger no le hizo caso y se volvió, riendo, hacia sus hombres.

—No lloréis, muchachos —dijo—. No es una salida pero ahí dentro veo nuestra retribución, ¿eh? —Metió una mano dentro del armario, sonriendo—. Mirad todas esas cosas brillantes.

Von Volgen aferró a Draeger y lo lanzó de espaldas contra sus hombres, para luego situarse ante el panel.

—Volved a vuestros puestos.

Gotrek, Félix, Kat y los jóvenes oficiales se unieron a el y bloquearon el paso hacia el armario. Sólo Bosendorfer y el sargento Leffler se quedaron donde estaban, el capitán inmóvil y sin ver nada, en su silla, y Leffler, arrodillado a su lado.

Draeger gruñó y desenvainó la espada, mientras sus hombres se ponían en guardia. Los oficiales bajaron la mano hacia el arma que llevaban, y Gotrek alzó los puños; pero von Volgen levantó una mano.

—Nada de armas, caballeros —dijo—. Estos hombres tienen que estar en condiciones de luchar cuando acabemos.

—¡Ah!, pero si lo estaremos —dijo Draeger—. Es fácil matar a hombres desarmados.

De lo alto les llegó el horrendo estruendo de un choque que los sacudió e hizo perder la postura de lucha, y todos miraron hacia el techo. Por arriba cruzaron pesados pies envueltos en malla…, docenas de ellos.

—¿Qué es eso? —preguntó Classen.

La grafina Avelein se levantó del lecho mortuorio de su marido y alzó las manos hacia el techo como en un gesto de bienvenida.

—El anciano ha entrado por la puerta.