DIECIOCHO

DIECIOCHO

—¿Cuántos viven aún? —preguntó von Geldrecht, y luego cambió la pregunta al observar el entorno—. ¿Cuántos pueden luchar todavía?

Félix miró a su alrededor. Él, Gotrek y Kat se encontraban de pie, con von Volgen y los restantes oficiales, junto a Bosendorfer, que yacía, haciendo muecas de dolor, sobre un camastro situado en un rincón posterior de una gran sala de la bodega de la torre del homenaje. En tiempos normales, la sala era una capilla que pertenecía al séquito personal de Karl Franz, formado por caballeros de la Reiksguard. Ahora parecía alfombrada de heridos y moribundos, y las oraciones se dirigían a Shallya, no a Sigmar.

Desde que se habían retirado a la torre del homenaje, el propio Félix le había rezado un buen número de oraciones a la Dama de la Misericordia. Kat le había limpiado y vendado lo mejor posible las heridas del antebrazo, pero las garras del murciélago debían estar infectadas, porque tenía el brazo rígido y caliente, y los bordes de los cortes estaban rojos y dolorosos al tacto. A pesar de eso, podía empuñar la espada y caminar, cosa que, en aquella compañía, lo situaba entre los capacitados para la lucha. La mayoría de los oficiales que le quedaban a von Geldrecht no se encontraban en mejores condiciones, y algunos estaban peor, con brazos entablillados, heridas supurantes en la cabeza, dedos y ojos de menos.

Como mínimo, la furia demente que había impulsado a Bosendorfer a retar a duelo a Félix, y que había hecho que von Geldrecht ordenara el arresto de von Volgen, daba la impresión de haberse drenado con la sangre que todos habían perdido. No parecía haber peligro de que el comisario enviara a von Volgen a las mazmorras, y Bosendorfer ni siquiera había mirado a Félix desde que había recuperado el conocimiento. Ahora estaban todos demasiado agotados para tonterías semejantes.

—Seis —replicó el capitán de espadones, que miró hacia donde se encontraban sentados el sargento Leffler y sus hombres, vendándose las heridas unos a otros—. Pero habría siete si alguien quisiera ocuparse de esta pierna. ¿Dónde está esa maldita hermana?

—Ella misma necesita la atención de una hermana —replicó von Geldrecht—. ¿Señor von Volgen?

—Catorce —replicó éste—, aunque incluso el que se encuentra mejor apenas si puede tenerse en pie con la armadura.

—Sólo quedo yo —dijo un artillero al que Félix no conocía—. Pero toda la pólvora está en el subterráneo, y no podemos ir a buscarla; de todos modos, no hay balas para los cañones de arriba.

Al mirarlo, Félix se dio cuenta de que casi todos los oficiales le eran desconocidos, en ese momento. Volk había muerto; Hultz, de los arcabuceros, también había muerto y Félix estaba demasiado aturdido como para acongojarse por su pérdida o recordar si los había visto morir. Incluso el joven lancero que había ocupado el lugar de Abelung, que a su vez había ocupado el sitio de Zeismann, había sido reemplazado por un lancero aún mas joven. El muchacho tenía el mentón cubierto de pelusilla y la mirada perdida. Sólo quedaban Bosendorfer y von Volgen de los que habían estado al mando antes de que empezara la lucha, y la herida que la maza de la reina de los muertos le había hecho a Bosendorfer en una pierna sería su muerte.

El muchacho de los lanceros se limpió una mejilla que tenía incrustada de sangre. Todos los hombres estaban cubiertos de sangre que, al secarse, hacía que parecieran estatuas de hierro oxidadas.

—Once, mi señor —dijo el jovencito—. Once. Once.

—No lo sé —dijo un joven guardia fluvial—. El resto se refugió en el subterráneo. No pude llegar hasta ellos, así que subí aquí. Había…, había quince antes de la batalla.

—Estarán muertos a estas alturas —dijo von Geldrecht, inexpresivo—. ¿Arcabuceros?

—Nueve —respondió éste—, y tampoco nosotros tenemos pólvora ni balas.

A Classen hubo que tocarlo con un codo para que prestara atención.

—¿Eh? —preguntó, volviendo la cabeza.

—¿Cuántos de vuestra compañía pueden luchar aún, sargento de caballería? —preguntó von Geldrecht.

—Nueve —replicó Classen—, pero serán menos por la mañana.

Von Geldrecht giró la cabeza para mirar a Gotrek, Félix y Kat.

—Y hemos perdido a un matador, ¿no? —Sus ojos destellaron con enojo—. Murió en el exterior de la puerta cuando podría haberse retirado aquí dentro y volver a luchar.

—El fin de un matador no es asunto de nadie, salvo de él mismo —replicó Gotrek con voz ronca.

—¿Aun cuando podría habernos condenado al resto de nosotros con ello? —preguntó Bosendorfer—. Podríamos morir esta noche por no contar con su hacha.

—Todos moriremos esta noche —dijo Gotrek—. El hacha de Rodi Balkisson no cambiaría nada.

Von Geldrecht lo miró con amargura.

—Basta de hablar así, enano. ¿Queréis que abandonemos toda esperanza? ¿Queréis que renunciemos a luchar?

Kat soltó un bufido.

—Vos, desde luego, lo hicisteis —murmuró, pero, por suerte, sólo la oyó Félix.

—Yo lucharé —replicó Gotrek—. Los enanos nos habríamos extinguido hace mucho tiempo si sólo hubiésemos luchado cuando hay esperanza.

—Sí —dijo von Volgen—. Tenemos que luchar. Puede ser que no haya esperanza para nosotros, pero aún somos la esperanza del Imperio. Ahora luchamos para retener a Kemmler todo lo que podamos y darle tiempo a Karl Franz de prepararse para lo que se avecina.

—Bien dicho —dijo von Geldrecht, que pareció desear haber sido él quien lo hubiese expresado—. Aunque yo había esperado que pudiéramos sobrevivir al menos una noche mas. —Los miró a todos—. ¿Es imposible eso?

Classen levantó el mentón.

—Lo intentaremos, mi señor. Lucharemos para hacer que…

Una figura que avanzaba hacia ellos hizo que se interrumpiera a media frase. Los otros se volvieron a mirar. La hermana Willentrude caminaba arrastrando los pies entre las filas de heridos, con el improvisado vendaje que le habían puesto en el cuello tan empapado en sangre como su hábito, antes blanco. Contemplaba a von Geldrecht con una expresión de aturdida desesperación en la cara destrozada.

—Hermana —dijo von Geldrecht—, no deberíais levantaros de vuestra cama. ¿Qué sucede? ¿Alguna nueva calamidad?

—Ha venido a mirarme la pierna —dijo Bosendorfer—. Dejadla pasar.

Pero la hermana Willentrude no lo miró; sólo alzó los brazos como si desease que la consolaran, y continuó hacia el comisario, gimiendo.

Von Geldrecht retrocedió al mismo tiempo que sus ojos se desorbitaban, y los otros comenzaron a levantarse.

—¿Hermana? ¿Estáis bien?

—¡Desenvainad la espada, estúpido! —gritó Gotrek al mismo tiempo que avanzaba—. Es…

Antes de que pudiera acabar la frase, la hermana cayó sobre von Geldrecht, arañándole el pecho con las manos y lanzándole dentelladas al cuello. El comisario vociferó de terror y la empujó, momento en que el hacha de Gotrek se le clavó profundamente en un costado, para luego cortarle la cabeza cuando cayó al suelo.

Von Geldrecht y los otros jefes bajaron los ojos hacia el cadáver decapitado, en pasmado silencio, mientras por toda la sala los heridos gritaban e intentaban levantarse.

—¡El enano ha matado a la hermana! —gritó uno.

—¡Matadlo!

—¡Señor comisario, arrestadlo!

Von Geldrecht alzó las manos cuando algunos de los hombres comenzaron a precipitarse hacia ellos, con los puños cerrados.

—Volved a vuestras camas —dijo—. Ya estaba muerta. Se había… transformado.

Las expresiones de enojo se convirtieron en mascaras de congoja e incredulidad. Los puños bajaron.

—La hermana, no —dijo uno—. Ella, no.

Junto a Félix; Kat sollozaba en silencio.

—Pero si la salvamos —murmuraba—. Nosotros la salvamos.

Él la rodeó con un brazo, pero la joven no pareció darse cuenta.

Von Geldrecht se quedó mirando el cuerpo sin cabeza de la hermana, y volvió a suspirar.

—Gracias, caballeros —dijo—. Iré a informar al graf Reiklander de cuántos somos y de nuestras perspectivas. Por favor, comenzad con los preparativos para el ataque de esta noche. Pronto me reuniré con vosotros.

Dio media vuelta y se alejó, cojeando, descargando una gran parte del peso en el bastón, mientras los demas comenzaban a dispersarse. Bosendorfer miraba con fijeza el cadáver de la hermana Willentrude.

—Pero ¿quién va a ocuparse de mi pierna? —preguntó.

Félix le dirigió una mirada feroz y tuvo que contenerse para no levantarse de un salto y estrangularlo. El hombre era responsable de las muertes de los heridos desde el comienzo del asedio, ¿y ahora gimoteaba porque no atendían su pierna? Sería la mas poética de las justicias verlo morir por no contar con la asistencia de un cirujano, pero…, pero él no era el único herido, ¿verdad? Había toda una capilla llena de ellos. Y también el brazo de Félix necesitaba atención.

Félix gruñó al ponerse de pie y echó a andar tras von Geldrecht.

—Mi señor comisario —dijo cuando le dio alcance—. Ya sé que debéis estar harto de que os lo pida, pero con la hermana Willentrude muerta, tengo que intentarlo otra vez. ¿Pondréis en libertad a Tauber y le dejaréis hacer su trabajo?

Von Geldrecht se volvió, y Félix temió que fuera a echarle otro rapapolvo, pero en lugar de eso, el comisario se quedó mirándolo durante un largo momento, y luego asintió con la cabeza.

—Muy bien, herr Jaeger —dijo—. Muy bien.

Se quitó la anilla de llaves que llevaba al cinturón, abrió el cierre y luego seleccionó una llave maestra ennegrecida por el tiempo y la sacó.

—Me temo que lo he dejado para demasiado tarde —dijo al tendérsela—. Y me disculpo por eso. Pero como dice vuestro amigo el enano, el solo hecho de que no haya esperanza no significa que uno no deba luchar.

Dejó caer la llave en la mano tendida de Félix, y después dio media vuelta y continuó su camino.

—Buena suerte, herr Jaeger.

* * *

Félix y Kat siguieron por una estrecha escalera a un viejo sirviente que llevaba en alto un farol.

—El comisario dijo que no debía dejar que nadie bajara aquí —comentó—. Por ningún motivo. Pero como tenéis la llave…

Salió de la escalera a un estrecho corredor que los condujo, a través de una puerta de barrotes, al interior de una habitación rectangular flanqueada por robustas puertas reforzadas con bandas de hierro, cada una con un ventanuco diminuto, y una rendija en la parte inferior, para pasar la comida.

Herr Doktor está en ésta —dijo, señalando una—. Su ayudante, en esa otra.

Félix y Kat se encaminaron hacia la primera puerta indicada, pero entonces un ruido de pies que se arrastraban les hizo volver la cabeza. Se oían ruidos procedentes de otra celda.

—¿Quién anda ahí? —preguntó una voz aguda—. ¿Sois zombies?

Una cara abatida apareció en el ventanuco de una puerta de la pared de enfrente. Otros se apiñaron detrás de él.

—¡Draeger! —dijo Kat.

—El amante de los enanos y su gata, ¿no? —preguntó Draeger—. ¿Qué ha sucedido? Hemos oído que había lucha, pero nadie ha venido a buscarnos, y no es que me queje, os lo advierto.

—El patio de armas inferior se ha perdido —dijo Félix—. Ahora estamos todos dentro de la torre del homenaje. —Se volvió a mirar al sirviente—. ¿Esta llave abrirá esa celda?

—Sí —replicó el sirviente—. Las abre todas.

—¡Esperad! —dijo Draeger—. ¿Quién ha dicho que queramos salir?

Félix se encogió de hombros.

—Quedaos si queréis, pero la próxima vez serán los muertos los que vengan a llamar a la puerta.

Draeger se mordió el labio inferior y se volvió para mantener una conversación en susurros con sus hombres, tras la puerta, antes de volverse otra vez.

—Dejadnos salir, entonces. Caeremos con la espada en la mano, gracias.

Félix asintió con la cabeza y abrió la celda. Draeger y sus soldados de la milicia salieron con tambaleante paso cansado y parpadearon al mirar a su alrededor.

—Muchas gracias, mein herr —dijo Draeger al mismo tiempo que se tocaba la frente, y luego se encaminó hacia la sala de guardia—. Nuestros pertrechos están por aquí, muchachos. Vamos.

Cuando salieron, el sirviente cruzó hasta la celda de Tauber y sostuvo el farol de modo que Félix pudiera meter la llave en la cerradura.

—¡Tenéis visitas, Doktor Tauber! —llamó.

No hubo respuesta desde dentro.

La llave rechinó y se atascó cuando Félix intentó girarla, pero al fin hizo funcionar el mecanismo y descorrió el pestillo. Tiró del picaporte y se asomó al interior, junto con Kat, cuando la puerta se abrió con un rechino. Al fondo de la celda había un camastro bajo y, tendido sobre él, de cara a la pared y rodeándose las rodillas con los brazos, había una figura mugrienta y consumida.

Félix encendió una vela con la llama de la lámpara y le dio la llave al criado.

—Dejad salir a su ayudante, por favor.

—Sí, mein herr.

Cuando el hombre se marchó arrastrando los pies, Félix entró.

—¿Doktor Tauber? —dijo—. Doktor Tauber, ¿estáis despierto? Tengo agua para vos.

Continuaba sin haber respuesta. Kat desenvainó el cuchillo de desollar y avanzó con cautela junto a Félix. Él entendía la precaución de la muchacha. Si Tauber había muerto, muy bien podía levantarse y atacarlos.

Félix extendió un brazo para sacudirlo por un hombro, mientras Kat mantenía el arma a punto.

—¿Doktor Tauber?

El hombre se movió y gruñó, y Kat y Félix retrocedieron, con prevención, pero cuando volvió la cabeza para mirarlos, vieron inteligencia en sus parpadeantes ojos medio cerrados.

—¿Así que —dijo con una voz como papel seco— von Geldrecht ha desaparecido?

Félix sonrió.

—No, herr Doktor, aún vive. Pero ha cedido al fin. Quiere que os ocupéis de los heridos.

Tauber frunció el ceño al oír eso; luego rodó para volver a quedar de cara a la pared, y cerró los ojos otra vez.

—Que se pudran.

Félix suspiró. Había temido eso.

—Doctor, os necesitan.

—¿Para qué podrían necesitar a un brujo? —dijo Tauber, con voz ronca—. ¿Es que ahora imploran veneno?

—Vos no sois un brujo —dijo Félix—. Vos no habéis envenenado a nadie. —Le quitó la tapa a la jarra que había encontrado y que contenía casi dos centímetros de agua—. Tomad. Tengo agua.

Tauber no se volvió a mirar.

—Bosendorfer, desde luego, pensaba que lo había hecho —dijo con una sonrisa burlona—. O deseaba que lo hubiese hecho. Y el resto le creyó. ¿Por qué iba yo a ayudar a los estúpidos que querían que me mataran?

—Por el bien del Imperio —le respondió Félix—. Tenemos que contener al ejército de Kemmler durante tanto tiempo como nos sea posible.

Tauber rodó en la cama y alzó la mirada hacia él, con una tenue sonrisa.

Mein herr, puede ser que me hayan encerrado aquí abajo, pero incluso yo sé que el castillo caerá, por mucho que yo haga…, y pronto. —Rió entre dientes—. ¿Queréis intentarlo otra vez?

Félix abrió la boca, pero no sabía qué otro argumento presentar. Tal vez debería intentarlo amenazando al hombre. Quizá podría obligarlo a trabajar.

Kat posó una mano sobre un hombro de Tauber.

—Porque sois un médico —dijo—, y si vais a morir, debería ser haciendo lo que sabéis hacer.

Tauber la miró durante un largo momento, con el ceño fruncido como si fuera a soltarle un exabrupto, pero luego cerró los ojos.

—¿Habéis…, habéis dicho que había agua?

Félix le tendió la jarra mientras Kat lo ayudaba a sentarse. Parecía haber perdido casi la mitad de su peso y tenía mas que nunca el aspecto de un grajo famélico y malhumorado.

Tomó la jarra con manos agarrotadas y bebió, pero sólo a pequeños sorbos, gimiendo y estremeciéndose de alivio. Félix le dedicó a Kat una mirada de agradecimiento por encima de la cabeza del médico. ¿Por qué no se le había ocurrido a él ese argumento? Ella se encogió de hombros, azorada, y sujetó a Tauber cuando bajó la jarra, con un suspiro, y abrió los ojos.

—Ayudadme a levantarme —dijo—. Estoy preparado.

* * *

Tauber se detuvo justo delante de la capilla de la Reiksguard, lo que hizo que Félix, Kat y su ayudante tuvieran que pararse con brusquedad detrás de él. Se asomó a mirar a los hombres que yacían, gimiendo, en hileras, sobre el suelo de piedra pulida, y cerró las manos con fuerza a los lados.

El odio que afloró a los ojos del médico hizo que Félix tragara saliva y se preguntara si no habría cometido un terrible error. Tal vez Tauber no fuera un envenenador cuando Bosendorfer y los otros lo acusaron de serlo, pero ¿y si su injusto encarcelamiento y el aborrecimiento que había manifestado lo habían convertido en envenenador? ¿Y si Tauber entraba en la capilla y procedía a matar a todos los que tocara?

—No permitáis que os conviertan en lo que ellos piensan que sois, Doktor —dijo.

Tauber le dedicó una desagradable sonrisa.

—No temáis, herr Jaeger. Tengo demasiado orgullo como para eso.

El médico cuadró los hombros e inspiró profundamente, para luego entrar en la sala con algo parecido a su antigua prepotencia. Cuando Félix y Kat lo siguieron, vio que los hombres alzaban la mirada hacia él, e hizo una mueca ante la desconfianza que brillaba en sus ojos. Tauber no hizo el menor caso de sus reacciones.

—¿Quién tiene las heridas de mayor gravedad? —preguntó, alzando la voz—. ¿Quién está cerca de la muerte?

Se oyó un coro de suplicas en respuesta a eso, pero cuando Tauber alzó las manos para imponer orden, el sargento Leffler fue a situarse junto a Félix y le susurró al oído.

—Por favor, mein herr, ya sé que no va a gustarle hacer esto, pero si pudierais pedirle que atendiera al capitán…

Félix gruñó. Era probable que a Tauber no le gustara en absoluto, considerando las circunstancias, pero Leffler tenía razón. Bosendorfer podría morir en una hora si no se atendía su pierna.

—Por aquí, Doktor —dijo, y lo condujo hasta el camastro en que yacía Bosendorfer, mientras Leffler murmuraba palabras de agradecimiento detrás de él.

El espadón se puso pálido al ver acercarse al médico y se aferró a los lados del camastro como si quisiera huir.

Tauber le sonrió como un lobo.

—No os preocupéis, capitán —dijo—. Mi mayor venganza será lograr que os recuperéis.

* * *

Félix se sentó contra la pared de la capilla, intentando permanecer despierto durante el tiempo suficiente como para que Tauber llegara hasta él, pero el esfuerzo era excesivo. A pesar del dolor palpitante del brazo, el sueño tiraba de él como un ancla y hacía que le cayera la cabeza sobre el pecho. Estaba tan cansado después de cinco días de lucha y reconstrucción, y mas lucha y mas reconstrucción, que se sentía como enfundado en plomo. Kat, a su lado, parecía tan agotada como él, con la mirada perdida en el vacío mientras Gotrek y Snorri roncaban atronadoramente junto a ella.

Pocos minutos después, Tauber se sentó ante Félix al mismo tiempo que aspiraba entre los dientes, y le dedicó una sonrisa cansada. Se movía como un hombre del doble de su edad, pero a pesar de eso parecía casi alegre. Al parecer, Kat había tenido razón. No había mejor tónico que permitir a un hombre hacer lo que sabía hacer bien.

—Y ahora, herr Jaeger —dijo—, ¿qué puedo hacer por vos?

Félix se arremangó para enseñarle el vendaje improvisado que Kat le había puesto en torno a las heridas abiertas por las garras. Tauber cortó la tela con un par de tijeras y la retiró. Entonces, se desvaneció su sonrisa.

En el pecho de Félix se formó un nudo frío.

—¿Tan grave es? —preguntó.

Tauber suspiró.

—Si la hermana Willentrude aún estuviese viva, esto entrañaría poca dificultad, porque sus plegarias habrían expulsado la infección, y las heridas habrían acabado curándose por sí solas. Según las cosas, están demasiado avanzadas. Sólo puedo lavar las heridas, vendarlas y aconsejaros que recéis.

—¿No hay nada mas que pueda hacerse? —preguntó Kat. Tauber frunció los labios.

—Si estuvierais lo bastante fuerte, vuestro cuerpo podría vencer la infección, pero en este momento ninguno de nosotros está en el máximo de sus fuerzas, ¿eh? —Miró por encima del hombre hacia las hileras de heridos—. Todos están en el mismo aprieto. Si tuviéramos un hospital de verdad, con agua y plegarias de las hermanas de Shallya y comida, la mayoría de ellos sobrevivirían. Aquí, a pesar de todos mis esfuerzos, muchos morirán en un día…, tal vez antes.

Félix tragó y se le cayó el alma a los pies, y Tauber se dio cuenta.

—Lo lamento, herr Jaeger —dijo—. Mis modales con los pacientes dejan bastante que desear, lo sé. Perdonadme. Tal vez a vos os quede un poco mas de tiempo. Puede ser que incluso logréis superar esto, porque tenéis una buena constitución, pero a menos que recibáis pronto una atención adecuada, vuestras probabilidades son escasas.

Tauber se encogió de hombros, y luego chasqueó los dedos para llamar al ayudante, que permanecía detrás de él con un maletín lleno de vendas e improvisados instrumentos.

—Pero, de momento, hagamos lo que puede hacerse. Incluso un poco de atención podría ayudar, ¿no?

* * *

Cuando Tauber continuó adelante, Kat y Félix permanecieron sentados en silencio durante largo rato, recostados el uno contra el otro, con las manos enlazadas. El atroz agotamiento que había hecho dormir a Félix aún pesaba sobre él, pero ahora el sueño se mostraba esquivo. Las palabras de Tauber lo habían golpeado con demasiada fuerza.

—La verdad es que hasta ahora no había renunciado a la esperanza —dijo Félix, al fin—. Gotrek y yo hemos estado muy a menudo en situaciones desesperadas, y siempre hemos logrado salir de ellas de alguna manera, pero…, pero no se puede luchar contra la enfermedad con hacha y espada.

Kat asintió con la cabeza.

—¿Qué día es hoy? ¿Para cuándo se supone que deben llegar a rescatamos?

Félix intentó recapitular. Resultaba difícil. Todo parecía fundirse en una sola y larga noche miserable.

—¿Cuatro días desde que von Geldrecht envió la paloma? —dijo—. ¿Cinco?

—Y siete días para llegar desde Altdorf hasta aquí —añadió Kat.

Félix asintió con la cabeza.

—Llegarán demasiado tarde.

—Entonces, éste podría ser el último día de nuestra vida —dijo Kat—. Nuestro último día… juntos.

Félix la miró y tragó saliva, pero luego se obligó a sonreír.

—No seas ridícula, Kat. Nosotros estaremos juntos eternamente, marchando lado a lado detrás del estandarte de Kemmler.

Los ojos de ella se abrieron de horror, pero luego rió y rodeó los brazos de él con los suyos.

—Siempre que sea lado a lado, Félix, me conformo.

* * *

Félix parpadeó al despertar de un sueño en el que competía con Gotrek para ver quién podía mantener un brazo dentro de un fuego rugiente durante mas tiempo. Gotrek había estado riendo y burlándose de Félix mientras sostenía una mano con indiferencia dentro de las profundidades de las llamas, en tanto que él había estado sudando y con los dientes rechinándole aunque había mantenido el brazo al borde mismo del fuego.

El sueño se desvaneció al percibir el alboroto de murmullos que sonaba a su alrededor, pero no sucedió lo mismo con el palpitante calor del brazo. Bajó los ojos hacia la herida y vio que el rojo enfermizo de la infección se había extendido ya fuera del vendaje. La cabeza también parecía palpitarle al mismo ritmo, y tenía la visión borrosa ademas de ver doble.

—¿Qué está sucediendo? —murmuró Kat—. ¿Otro ataque?

—No lo sé —replicó Félix.

—No es un ataque —dijo Gotrek, y se sentó junto a Snorri, quien continuó roncando, imperturbable.

Félix cerró los ojos con fuerza y volvió a abrirlos; la visión doble desapareció, aunque seguía viendo borroso. Al otro lado de la habitación, mas allá del lugar en que Draeger y sus milicianos habían establecido el campamento, los oficiales estaban otra vez reunidos en torno al camastro de Bosendorfer, y parecían estar discutiendo.

—¡Pero no puede! —estaba diciendo Bosendorfer—. Es de Talabecland.

—También es un señor —dijo el sargento Classen.

—Vamos, humano —dijo Gotrek, al mismo tiempo que se ponía de pie.

—Quédate aquí, Kat —pidió Félix—. Veremos qué pasa.

Ella asintió con la cabeza, y Félix se levantó y se apartó de la pared, a la que luego tuvo que sujetarse cuando el mundo se puso a dar saltos mortales a su alrededor. Cuando al fin todo dejó de moverse, pasó por encima de Snorri sin pisarlo, y avanzó tras Gotrek con paso tambaleante.

—No habéis preguntado si yo lo quiero —estaba diciendo von Volgen cuando llegaron al círculo que rodeaba a Bosendorfer.

—Bueno, ¿lo queréis? —preguntó el arcabucero.

El noble los miró a todos, uno por uno, y acabó posando los ojos en Bosendorfer.

—Si me lo pedís, lo haré. Pero no lo pediré por mí mismo.

—¿Qué está pasando? —quiso saber Gotrek.

Classen lo miró.

—El señor comisario von Geldrecht ha desaparecido —informó—. No está en ninguna parte de la torre del homenaje.