DIECISIETE

DIECISIETE

Por todo el patio de armas, los hombres que no estaban de guardia sobre la muralla desplegaron una actividad febril para poner en el suelo todos los recipientes que pudieron encontrar. Ademas de cuencos, cazuelas y cubos, colocaban yelmos, vasos para vino, jarras para cerveza, incluso orinales y barriletes de pólvora vacíos. Algunos hacían genuflexiones en dirección al templo de Sigmar para darle las gracias por la bendición. La hermana Willentrude se arrodilló para rezarle a Shallya. Los hombres de von Volgen y von Geldrecht, que apenas momentos antes habían estado dispuestos a matarse unos a otros, reían y se codeaban mientras sacaban al exterior sus recipientes para recoger agua de lluvia.

A Félix, sin embargo, estaba resultándole difícil dejarse contagiar por el ambiente festivo, y continuaba lanzando miradas de inquietud hacia las nubes cada vez mas hinchadas. Sus vientres eran ahora del púrpura amoratado de las ciruelas demasiado maduras, y los rayos que las recorrían continuaban dejando una imagen residual roja en el fondo de sus ojos cuando apartaba la mirada. También se había formado una densa niebla, oleosa y fría, que ascendió contra las murallas del castillo como un mar gris, y luego descendió al interior del patio de armas hasta que resultó difícil ver las murallas de enfrente.

El trueno había despertado a Gotrek, Rodi y Snorri, que se habían reunido con Félix y Kat junto al puerto para mirar con expresión ceñuda y ojos suspicaces hacia el cielo.

—Sucede algo raro —dijo Gotrek.

—¿Podría Kemmler haber envenenado las nubes? —preguntó Kat.

Rodi se encogió de hombros.

—Los nigromantes son taimados.

—Snorri no cree que huela a lluvia —dijo Snorri.

Félix inhaló, pero no pudo oler otra cosa que cuerpos sin lavar, humo y enanos sucios.

—¡Raciones dobles de agua! —gritó uno de los cocineros desde la puerta del subterráneo de la torre del homenaje.

Aquel hombre y el resto de trabajadores de la cocina sacaban al exterior carritos de mano en los que llevaban barriles de agua abiertos.

—¡El comisario von Geldrecht ha ordenado que se distribuyan dos cucharones por persona!

Se oyó una enorme aclamación, y tanto caballeros como soldados de infantería comenzaron a ir en masa hacia los barriles, recogiendo tazas y vasos del suelo al pasar.

Kat se quedó mirándolos.

—Pero…, pero ¿qué pasará si no llueve?

Mientras la inquietud le inundaba el pecho, Félix echó a andar por el patio de armas, con Kat a su lado, en busca de von Geldrecht, a quien encontró en la entrada del subterráneo de la torre del homenaje, observando el apiñamiento que rodeaba los barriles como un noble señor benevolente en un día de festín.

—Mi señor —dijo, bajando la voz al acercarse a él—, éste es un gesto espléndido, pero ¿estáis seguro de que es prudente?

Von Geldrecht lo miró con ojos fríos.

—¿Pensáis que estoy interesado en cualquier cosa que podáis decir, herr Jaeger? Os pusisteis contra mí con von Volgen.

Félix tragó saliva, y luego se encogió de hombros. No podía negarlo.

—Así es —dijo—, pero eso no cambia…

—¿Qué puede tener de malo darles a mis hombres algo que necesitan con desesperación? —le espetó el comisario.

—Nada, mi señor —dijo Kat con los dientes apretados—, a menos que no llueva.

El comisario les dedicó un ceño cómicamente fruncido.

—De verdad, herr Jaeger. Vos y vuestra…

Su voz se apagó cuando un viento gélido recorrió el patio de armas, arremolinando la niebla y haciendo oscilar la llama de las antorchas que había colocadas a ambos lados de la puerta del subterráneo de la torre del homenaje. En el viento se oyó un gemido que parecía formado por los gritos de los heridos después de una batalla, y al hacerse mas sonoro, el último tinte purpúreo del crepúsculo desapareció de las pesadas nubes, y la oscuridad cayó en un instante.

Por todo el patio de armas, los hombres miraron hacia lo alto, estremeciéndose ante esa llegada antinatural de la noche, pero luego, en el segundo siguiente, se produjo un cegador destello de rayo y un enorme restallar de trueno justo encima de sus cabezas, y las nubes descargaron al fin.

Se oyeron gritos de alegría en todos los rincones del castillo cuando cayó sobre ellos un diluvio de gruesas gotas que se les aplastaban sobre la cara y les empapaban la ropa. Los hombres corrían con los brazos extendidos y la cabeza echada hacia atrás, riendo como histéricos. Félix no pudo evitarlo. A pesar de sus preocupaciones, se unió a los demas. Cerró los ojos y extendió los brazos para dejar que se le empapara la ropa, pero cuando abrió la boca para dejar que las gotas le cayeran en la lengua, percibió un extraño pero familiar aroma metálico y frunció la nariz.

—¡Sangre! —gritó alguien—. ¡Que Sigmar tenga piedad de todos nosotros! ¡Está lloviendo sangre!

Por todo el patio de armas, los defensores estaban dándose cuenta de lo que sucedía, y se detenían en seco. Algunos se quedaban mirando las nubes, sin comprender, y dejaban que la lluvia roja les cayera en la cara. Otros se estremecían y vomitaban, con una repulsión absoluta, y se lanzaban al agua del puerto para intentar limpiarse, pero la gran mayoría simplemente se enfurecía y lloraba, ya que sus esperanzas de salvación se habían elevado tanto que el impacto de la decepción era demasiado grande como para poder soportarlo.

Un sirviente que sostenía una cacerola con manos temblorosas miraba la sangre que se acumulaba dentro.

—No está bien. No está bien.

—¿Qué vamos a beber? —preguntó un espadón mientras se enjugaba la cara—. Se ha metido en todas partes.

Entonces, del otro lado de las murallas les llegó el ya familiar retumbar de las torres de asedio de Kemmler y el parloteo de los necrófagos.

—¡Ya llegan! —vociferó un arcabucero desde lo alto de las murallas—. ¡A las murallas! ¡A las murallas!

Kat y los matadores se encaminaron de inmediato hacia la escalera, mientras capitanes y sargentos les gritaban a sus hombres e intentaban calmarlos, haciéndoles soltar a golpes los recipientes y poniéndolos de pie a tirones, pero cuando Félix partió tras sus camaradas, von Volgen pasó junto a él en dirección a von Geldrecht, y saludó.

—Parece que no voy a poder beber agua, mi señor —dijo al mismo tiempo que le tendía la espada—, así que soy vuestro prisionero.

Von Geldrecht apartó los ojos de las hemorrágicas nubes y se quedó mirándolo. La sangre le corría por la cara.

—¿Estáis…, estáis loco? —jadeó—. ¡Subid a las murallas! ¡Tomad el mando de vuestros hombres!

Von Volgen inclinó la cabeza con rostro impasible.

—Muy bien, mi señor. Gracias. ¿Y podría yo sugeriros que hagáis eso mismo?

Von Geldrecht dirigió una mirada iracunda a la espalda de von Volgen, enfurecido otra vez, cuando el de Talabecland dio media vuelta y se apresuró a acudir junto a sus hombres, pero la pulla pareció dar resultado, porque cuando Félix corrió tras Kat y los matadores, oyó que el comisario gritaba detrás de él.

—¡A las murallas, hombres de Reikland! —rugió—. ¡Por el castillo Reikguard! ¡Por el graf!

* * *

Los zombies ya estaban pasando por encima de las almenas cuando Félix, Kat y los matadores llegaron a lo alto de las murallas. Zarpas putrefactas y fauces que escupían gusanos intentaban arañar y morder a los defensores que corrían a rechazar a los muertos y hacer caer sus escaleras. Pero los cadáveres eran sólo la primera oleada. Detrás de ellos, surgiendo de la niebla como fantasmas de gigantes amortajados de movimientos convulsivos, llegaron las torres de asedio de Kemmler, cuyos tiros de cadáveres de hombres bestia desollados marchaban por encima de puentes de muertos, y cuyas plataformas superiores estaban atestadas de necrófagos de ojos rojos que chillaban. Como antes, dos de las torres avanzaban para situarse a ambos lados del cuerpo de guardia, mientras que la tercera se dirigía hacia la esquina mas cercana al dique volado y vuelto a formar, y las tres iban a tocar la muralla antes de que los hombres del castillo Reikguard lograran montar una defensa sólida. No había manera de que pudieran evitar que establecieran una posición firme sobre la muralla.

—Nosotros defenderemos el cuerpo de guardia hasta que los humanos despejen el parapeto —dijo Gotrek, que cargó como un toro hacia la puerta de acceso al piso superior del cuerpo de guardia—. Snorri Muerdenarices, tú y Rodi Balkisson defender esta puerta —añadió—. El humano, la pequeña y yo defenderemos la puerta del otro lado.

—¿Estás dándome órdenes, Gurnisson? —gruñó Rodi, y se irguió.

Gotrek no se volvió a mirarlo.

—Haz lo que te parezca, Balkisson.

—Snorri no necesita ayuda de nadie, Rodi Balkisson —dijo Snorri—. Puede defender la puerta él solo.

Rodi le lanzó una mirada colérica al viejo matador, y luego continuó andando con los otros. Un arcabucero estaba cerrando la puerta en ese preciso momento. Gotrek la detuvo con una mano.

—Dejadnos entrar.

El arcabucero maldijo y se apartó a un lado.

—Deprisa, entonces —les espetó—. Ya están aquí.

Félix se volvió a mirar hacia atrás cuando la muralla se sacudió bajo sus pies. La torre de asedio central había impactado contra las almenas, y los necrófagos se lanzaban bajo el techo de los matacanes para atacar a los defensores con dientes, garras y huesos afilados.

—Adentro —dijo Gotrek.

Félix y Kat atravesaron la puerta tras él, mientras Snorri y Rodi se volvían para defenderla.

—Snorri te verá en los Salones de Grimnir, Gotrek Gurnisson —dijo Snorri por encima de un hombro.

Gotrek se volvió con brusquedad y le dedicó una mirada colérica.

—Tú no irás a los Salones de Grimnir, Snorri Muer…

El arcabucero lo interrumpió al cerrar la puerta de golpe, luego dejó caer una gruesa barra de hierro atravesada ante ella, y los condujo al otro lado de la pequeña habitación mientras Gotrek maldecía. En el centro de la sala se encontraba el mecanismo que subía y bajaba el puente levadizo y el rastrillo, y abría las puertas. Era la razón por la que había que defender el cuerpo de guardia a toda costa. Si los necrófagos lograban entrar allí, no habría nada que pudiera impedirles abrir la puerta principal y dejar entrar en el castillo a la totalidad de los diez mil zombies.

Un segundo impacto hizo temblar la sala cuando llegaban a la otra puerta, y los arcabuceros que estaban acuclillados ante las saeteras alzaron la mirada con inquietud.

—Dejadnos salir —dijo Gotrek.

El arcabucero palideció al mirar por la saetera que había junto a la puerta.

—¡Pero si ya llegan! ¡Están sobre la muralla!

Gotrek fijó en él su único ojo de expresión feroz.

—Dejadnos salir —repitió.

El arcabucero tragó saliva, retiró la barra de la puerta y la abrió.

—¡Marchaos! ¡Marchaos!

Los enemigos estaban llegando, en efecto. Cuando Gotrek, Félix y Kat salieron a la roja lluvia y el arcabucero cerró la puerta tras ellos, una ola blanca de necrófagos que parloteaban se lanzó desde la torre de asedio hacia los muy diezmados caballeros y lanceros que defendían las almenas.

La primera oleada los hizo retroceder de las almenas, y la segunda pasó en masa por la derecha y la izquierda, la mitad hacia los indefensos grupos de artilleros de los cañones, y la otra mitad dando saltos directamente hacia Gotrek, Félix y Kat, chillando como monos dementes.

Fue una lucha enloquecida y miserable. La lluvia de sangre entraba por debajo del techo de los matacanes en torrentes casi horizontales, cegándolos y volviendo las piedras del parapeto resbaladizas e inseguras. Félix acometía a los necrófagos como si pisara hielo, ya que sus pies resbalaban y patinaban, estorbándolo al atacar y bloquear. Su debilidad tampoco lo ayudaba.

Hacía cuatro días que no comía nada mas que una galleta cada tanto, y se sentía vacío. Le daba vueltas la cabeza. La muralla, el matacán y el cielo giraban en torno a él, y se negaban a permanecer en el lugar que les correspondía. A su lado, Kat oscilaba y daba traspiés como si se hubiera bebido todo un barrilete de coñac. La única razón por la que los dos continuaban con vida era que se encontraban en un espacio estrecho, y Gotrek estaba recibiendo la mayor parte de los ataques, pero Félix comenzaba a preguntarse durante cuánto tiempo mas aguantaría el Matador.

Mientras luchaba, reparó en que los resuellos y las toses de Gotrek eran peores que antes, y la cara se le ponía tan encendida como un tizón. A pesar de eso, sus poderosos brazos no paraban de moverse ni por un instante, y su hacha no dejaba de ser una destellante franja de acero incansable que asestaba tajos a la horda que los rodeaba. Los necrófagos caían ante él hechos pedazos —cabezas, brazos y piernas volando en todas direcciones—, y sus cuerpos se desplomaban a diestra y siniestra. Su sangre se mezclaba con la sangre que llovía del cielo, y corría por el canalón que había a lo largo de la muralla, para caer por los desagües pluviales.

Por desgracia, el grupo de artillería del extremo opuesto de la muralla no contaba con Gotrek para que le protegiera y Félix lo vio caer bajo una pululante masa de carne pálida defendiendo el cañón hasta el final, y luego los necrófagos se lanzaron hacia abajo por la escalera y llegaron al patio armas. A Félix se le heló la sangre al seguirlos con la mirada. No eran los únicos no muertos que habían logrado pasar por encima de las murallas.

Los zombies estaban por todas partes, y deambulaban sin oposición por las almenas, mientras los hombres intentaban ocuparse de la mas desesperante amenaza de las torres de asedio y los necrófagos. Pero también los necrófagos se habían abierto paso al interior. Los caballeros de la muralla oriental habían sido vencidos, y los horrores pasaban por encima de sus cadáveres para saltar al tejado de las residencias y bajar al puerto. Otros avanzaban a brincos hacia los caballeros que se habían reunido para defender las puertas inferiores del cuerpo de guardia, y entre ellos flotaban hinchadas formas negras, espectros y doncellas espectrales que hacían retroceder a los defensores con sus alaridos sobrenaturales.

—Gotrek, están dentro —dijo Félix—, y atravesarán las puertas inferiores del cuerpo de guardia antes que éstas.

El Matador asintió con la cabeza y comenzó a avanzar, con el hacha convertida en un borrón.

—Por la escalera, entonces —resolló.

Félix y Kat lo siguieron, asestando tajos y estocadas por encima de los hombros de Gotrek, mientras él acababa con los demonios en un torbellino de sangre y acero. Las garras y dagas de hueso de los necrófagos no podían atravesar la barrera que la veloz hacha trazaba en el aire, ni podían defenderse de ella, y después de que un puñado de ellos quedara reducido a trozos de carne y sesos aplastados, los demas huyeron aterrorizados, aunque el camino no quedó libre. Detrás de los necrófagos ya había zombies que habían salido de las entrañas de las torres de asedio y se apiñaban sobre la muralla en inconsciente masa.

Cuando Gotrek se lanzó hacia ellos como un toro que atravesara un campo de maíz, comenzaron a morir descuartizados, decapitados y pisoteados. Sin embargo, antes de que él, Félix y Kat se hubieran abierto paso hasta la mitad de la muralla, un grito y el estruendo de algo que se hacía pedazos le indicó a Félix que no había servido de nada.

Las doncellas espectrales habían hecho que los caballeros huyeran aterrorizados de las entradas inferiores del cuerpo de guardia, y un enorme cadáver de hombre bestia estaba abriéndose paso a golpes a través de la puerta de la izquierda, usando sus cuernos como si fueran un puño cerrado para romper la madera. Bosendorfer, von Volgen y los demas defensores que quedaban cruzaron corriendo el patio de armas para detenerlos, pero llegaron demasiado tarde. Los necrófagos se apiñaron en torno al hombre bestia zombie cuando la puerta se hundió; y penetraron en masa por la entrada como perros terrier en un agujero de ratas.

Gotrek mató al último de los zombies y llegó a la escalera sólo un segundo después, y él, Kat y Félix se lanzaron otra vez al exterior, bajo el aguacero de sangre, para bajar al patio de armas y unirse a los otros. Un tremendo golpe hueco los sacudió al acercarse, y el rastrillo se levantó con brusquedad en medio de un estruendo rechinante de engranajes y cadenas. Félix maldijo. Los necrófagos lo habían logrado. Habían matado a los arcabuceros y habían llegado al mecanismo. El puente levadizo estaba abajo, y la puerta principal se abría.

—¡Retroceded! —gritó von Geldrecht desde algún sitio del otro lado del patio de armas—. ¡Escaleras arriba! ¡A la torre del homenaje!

—¡Resistid! —contramandó von Volgen, situado mucho mas cerca—. ¡Resistid! ¡Bloquead la puerta!

Ambas órdenes fueron ahogadas por un atronar de cascos que atravesaban el puente levadizo. Félix se volvió a mirar, y vio que los esqueléticos jinetes acorazados que habían perseguido a la columna de von Volgen cuando corrían hacia el castillo Reikguard, cinco días antes, entraban por la puerta en atronadora formación de cuatro en fondo. Tenían un nuevo jefe, una esquelética no muerta sin armadura y con largo pelo rubio sujeto al cráneo mediante una corona de oro, y la pelvis rodeada por la falda medio podrida de una reina bárbara. La reina guerrera muerta cabalgaba sobre un caballo de boca llameante y sostenía en alto una maza de pinchos que ardía con fuego verde azulado.

Ella y sus jinetes atravesaron la línea precipitadamente reunida por von Volgen, como si no existiera, aplastando caballeros bajo los destellantes cascos y desplegándose por el patio de armas para atropellar a los hombres que huían, seguidos por una oleada de terribles lobos que entró tras ellos para arrancarles la garganta a los caídos.

Gotrek fijó su ojo en la reina, y echó a andar a través de la roja lluvia con un gruñido, mientras ella le saltaba los sesos a un lancero con la maza. Félix y Kat siguieron al matador, que hacía pedazos a tajos cualquier cosa que se interpusiera entre él y la reina no muerta: zombies, necrófagos, lobos y los no muertos montados que le dirigían tajos al pasar galopando.

Ante el cuerpo de guardia, von Volgen estaba rindiéndose a lo inevitable mientras se levantaba del suelo y miraba a su alrededor. Su formación había sido desbaratada y ya no podían defenderse las puertas. Los zombies entraron detrás de los lobos en número de un millar y se extendieron como lava gris que avanzara lentamente por el patio de armas.

—¡Retirada! —gritó—. ¡Traed a los heridos! ¡Proteged la puerta interior!

Los caballeros se reunieron en torno a él y se dirigieron, en una buena formación de cuadro, hacia la escalera que subía hasta la torre del homenaje. Los lanceros, caballeros y arcabuceros del castillo, abandonados por von Geldrecht, a quien no se veía por ninguna parte, también se replegaron en torno a von Volgen, y comenzaron a retirarse en orden.

Bosendorfer y sus hombres no se retiraban. En un demente despliegue de valentía, se lanzaban hacia el corazón de las filas de jinetes muertos, moviendo sincronizadamente los espadones ante sí para trazar números ocho en el aire, como si fueran las cuchillas de una segadora gigantesca.

Gotrek se lanzó al centro de los guerreros antiguos desde otro ángulo, destrozando huesos de patas de caballo y atravesando armaduras de bronce con cada barrido del hacha. Kat y Félix daban traspiés y luchaban a ambos lados de él, y al cabo de poco rato, se les unieron Snorri y Rodi, que estaban cubiertos de pies a cabeza por sangre, sesos y bilis.

—Snorri piensa que hemos defendido las puertas equivocadas —dijo Snorri, mientras le cortaba el cuello a un caballo no muerto.

Gotrek decapitó a un jinete con yelmo alado, y avanzó un paso mas hacia la reina de los no muertos, que estaba sembrando muerte roja entre un grupo de lanceros, a pocos pasos de distancia.

—Habrían entrado por cualquier otro sitio donde no hubiéramos estado.

—Sí —asintió Rodi—. Si hubiéramos tenido un matador ante cada puerta, la entrada del castillo aún estaría intacta.

Por debajo de la sangre que lo cubría, el joven matador parecía estar tan pálido como un elfo, y mientras luchaba oscilaba como un borracho. En torno a la cintura llevaba atada la sobrevesta de un caballero, que abultaba, mojada y roja, por encima de su cinturón.

—Rodi —dijo Kat—, estás herido.

Rodi se encogió de hombros.

—Un necrófago que tuvo suerte. Me sacó las tripas con un gancho. Tuve que volver a metérmelas dentro.

Félix y Kat palidecieron ante esa revelación, pero Rodi continuó luchando como si nada.

Gotrek derribó a otro jinete, y la reina antigua quedó al fin ante él, golpeando a su alrededor con la maza, mientras el caballo de boca llameante pateaba cabezas con los cascos, y la roja lluvia volaba del pelo dorado de ella.

—¡Vuélvete, arpía huesuda! —rugió Gotrek—. ¡Vuélvete y muere!

Pero cuando la reina se volvía para encararse con él, Bosendorfer y sus espadones acabaron con los jinetes que ella tenía a la derecha, y chocaron con ella por un lado, mientras sus armas subían y bajaban. La reina guerrera chilló con furia y blandió la maza llameante, destrozando la hoja de unas cuantas espadas largas, y derribando a Bosendorfer al suelo de un golpe. Los jinetes y los lobos se precipitaron a rodearla, y acometieron a Bosendorfer y sus hombres con tajos y dentelladas.

Gotrek rugió y embistió, como encolerizado por el hecho de que lo eclipsaran, y Kat, Félix y los matadores lo siguieron con gran esfuerzo, abriéndose camino a tajos a través de los jinetes, hasta la reina. Ella descargó un golpe de maza dirigido a Gotrek, y él respondió con un tajo ascendente de su hacha rúnica. El arma maléfica se hizo pedazos como si hubiese estado hecha de hielo; los llameantes trozos verdes salieron despedidos en todas direcciones, y ella retrocedió con un alarido sobrenatural.

El siguiente tajo de Gotrek cortó un brazo de la reina a la altura del codo, y ella hizo girar el caballo para intentar huir, pero Snorri y Rodi le cortaron las patas a la bestia, y los tres matadores la hicieron pedazos en el polvo cuando cayó.

Los jinetes aullaron, y cayeron sobre los matadores y los espadones, en estado de frenesí.

—¡Proteged al capitán! —gritó el sargento Leffler, al mismo tiempo que se situaba ante Bosendorfer, que yacía, inconsciente, sobre el rojo suelo mojado, con el peto abollado y una pierna convertida en una masa sanguinolenta.

Félix miró hacia atrás mientras él y Kat se abrían paso en dirección a ellos y los matadores intercambiaban golpes con el círculo de jinetes. Eran casi los últimos hombres que quedaban en el patio de armas. Von Volgen y sus caballeros estaban protegiendo el pie de la escalera que ascendía hasta la torre del homenaje, mientras que Classen y los caballeros del castillo escoltaban fuera del subterráneo de la torre a la hermana Willentrude y una fila de heridos cojos. Casi todos los demas se habían retirado.

—Levantadlo —le dijo Félix a Leffler—. Dirigíos a la torre del homenaje.

—Sí, mein herr —respondió el sargento—. No sé qué se ha apoderado de él, pero ha obrado con valentía. Con una valentía de mil demonios.

Félix se volvió a mirar a Gotrek, Rodi y Snorri.

—Matadores, conducidnos hasta la escalera.

Gotrek asintió con la cabeza, y Rodi sonrió.

—Sí —dijo—. Los contendremos… hasta la muerte.

—¡Hasta la muerte! —repitió Snorri.

Gotrek le lanzó al viejo matador una mirada ceñuda al oírlo, pero no dijo nada, sino que fue a situarse ante los espadones, con Félix y Kat a los lados, y comenzó a abrirse paso a hachazos por entre los jinetes, los lobos y la lluvia, en dirección a la escalera. Snorri y Rodi ocuparon posiciones de retaguardia, y los espadones echaron a andar en doble fila para guardar los flancos, mientras Leffler transportaba entre las hileras al capitán caído.

Allá delante, la hermana Willentrude conducía escalera arriba a los últimos de la fila de heridos, mientras los caballeros de Classen se unían con los de von Volgen para proteger su retirada. Una creciente masa de no muertos se lanzaba contra ellos desde todas partes: zombies extendiendo las zarpas y gimiendo, lobos saltando hacia ellos, necrófagos intentando asestarles cuchilladas, espectros chillando, enormes hombres bestia muertos que agitaban las zarpas con movimiento lento y pesado, mientras los murciélagos se lanzaban a toda velocidad desde lo alto, y los jinetes esqueléticos los acometían con las lanzas bajas, pisoteando a vivos y muertos por igual, en su deseo homicida de llegar hasta los caballeros.

Contra la retaguardia de esa turba asesina chocaron Félix, Kat, los espadones y los matadores, con las hachas, espadas y mandobles destellando y haciendo volar sangre al cercenar columnas dorsales y cuellos, y aplastar cabezas y pechos. Sobre las murallas, dentro de los matacanes, los espadones no habían dado lo mejor de sí, pero allí, en terreno abierto, donde tenían espacio para blandir, su eficacia resultaba pasmosa. Nada podía entrar en los grandes arcos con que sus tajos barrían el aire, y segaban zombies, necrófagos y hombres bestia no muertos por igual, sin perder el paso.

Los caballeros que rodeaban a von Volgen y Classen los aclamaron al verlos llegar, y lucharon con renovado vigor para abrir en la primera línea de no muertos una brecha por la que ellos pudieran pasar.

Von Volgen le dio una palmada a Félix en un hombro cuando Jaeger salió de la refriega dando traspiés, detrás de Gotrek.

—Arriba, mein herr —dijo, sonriendo con dientes ensangrentados—. Creo que sois los últimos.

—Los últimos seremos nosotros —declaró Gotrek, que se volvió hacia la muralla de no muertos, mientras los espadones transportaban a Bosendorfer a través de sus filas, seguidos por Snorri y Rodi—. Decidles a vuestros hombres que se retiren, señor. Nosotros protegeremos la retaguardia.

Von Volgen asintió con la cabeza.

—Muy bien, Matador —dijo—. Que tengáis un buen fin.

Luego, levantó la voz y comenzó a gritar órdenes a los soldados.

Gotrek se volvió a mirar a Félix.

—Ve con ellos, humano, y llévate a Snorri Muerdenarices. Rodi Balkisson y yo los contendremos hasta que la puerta esté cerrada… y después.

Snorri se volvió, con aire confundido.

—Snorri también quiere proteger la puerta.

—Snorri tiene que ir a Karak-Kadrin antes de encontrar su fin, ¿lo recuerdas, padre Cráneo Oxidado? —dijo Rodi.

—Sí —contestó Snorri, malhumorado—. Snorri lo recuerda.

—Vamos, Snorri —dijo Félix, y echó a andar hacia la escalera, con Kat—, guarda la retirada de los espadones.

Snorri frunció el ceño, pero ocupó la retaguardia mientras Félix y Kat conducían a los espadones por la estrecha escalera curva hacia el cuerpo de guardia de la torre del homenaje. Aunque los zombies no podían atacarlos en los escalones, estaban a cielo abierto mientras subían, y los enormes murciélagos descendían en picado para atacarlos en agitadas nubes. Para cuando llegaron al último escalón, Félix debía haber derribado media docena con su arma, y Kat había hecho otro tanto, mientras que dos espadones habían sido arrebatados de los escalones por sus zarpas, y los demas estaban sangrando.

Cuando giraron hacia el cuerpo de guardia, se encontraron con que otros murciélagos estaban atacándolo, y Félix vio que la hermana Willentrude y un puñado de vapuleados lanceros los rechazaban, mientras el final de la columna entraba cojeando, tras ellos.

—¡Bestias inmundas! —gritó la hermana, agitando una lanza rota—. ¡Largaos!

Maldiciendo, Félix y Kat corrieron a ayudarla, pero justo cuando llegaron hasta ella, un murciélago se estrelló contra la espalda de la hermana, lanzándola de cara contra una columna que flanqueaba la entrada, y le mordió el cuello.

—¡No!

Félix le asestó un tajo al ser, y casi le cortó un ala. La bestia no muerta agitó violentamente las extremidades y soltó a la hermana Willentrude para atacarlo a él y arañarle el antebrazo. Félix la empujó hacia atrás, y las garras le arrancaron malla y carne. Estaba demasiado cerca como para golpearla con la espada. Y a continuación, desapareció, con la cabeza hundida por el martillo de Snorri, y cayó al suelo.

Félix dejó escapar un suspiro y se apretó el brazo ensangrentado.

—Gracias, Snorri.

Kat ayudó a la hermana Willentrude a ponerse de rodillas, mientras los espadones las rodeaban. Entre los dedos que la hermana de Shallya tenía apretados contra el cuello, manaba sangre a borbotones.

—¡Llevadla adentro! —les dijo Félix a los lanceros que luchaban para mantener alejados a los murciélagos—. Y llevaos al capitán Bosendorfer. ¡Nosotros defenderemos la puerta! ¡Snorri, espadones, formad una línea!

Los lanceros parecieron aliviados y contentos de llevarse a Bosendorfer y la hermana, mientras los espadones y el viejo matador se volvían para defender la puerta. No fue hasta que él y Kat formaron con ellos y comenzaron a asestar tajos a los murciélagos que Félix se dio cuenta de que era probable que se hubiera extralimitado.

Miró a Leffler, que luchaba junto a él.

—Os pido disculpas. No tenía intención de datos órdenes, sargento.

Leffler le dedicó una ancha sonrisa.

—¿Por qué dejar de hacerlo ahora, mein herr? Cada vez sois mas bueno en ello.

Félix rió con incomodidad y continuó luchando, asestando tajos a los estrepitosos murciélagos, mientras los hombres de von Volgen llegaban al final de la escalera y corrían hacia el refugio que ofrecía la puerta. Las heridas del antebrazo, que Félix apenas había sentido cuando lo había arañado el murciélago, ahora le palpitaban, y el brazo esta poniéndosele rígido como si se lo hubieran golpeado. La sangre le corría por la muñeca y volvía resbaladiza la empuñadura de Karaghul.

Bajó la mirada hacia los escalones. Una doble fila de esqueletos acorazados estaba a media escalera, acometiendo a Gotrek y Rodi, que retrocedían un escalón por vez, protegiendo a los caballeros de Classen en su retirada.

Félix se permitió un pequeño suspiro de alivio mientras mataba otro murciélago. Gracias a von Volgen y los matadores, la retirada al interior de la torre del homenaje estaba llevándose a cabo del mejor modo posible. Se habían producido bajas terribles, por supuesto, pero tras el pánico inicial, las órdenes de von Volgen y la impenetrable defensa de los matadores habían impedido que se convirtiera en una absoluta masacre. Podría haber sido mucho peor.

Un chillido de Kat le hizo volver la cabeza y lo arrancó de su optimista ensoñación. Una sombra enorme pasó por alto, interrumpiendo la lluvia por un segundo, y luego se deslizó lateralmente para girar y descender en línea recta hacia la puerta… en línea recta hacia él.

Félix, Kat y los espadones se lanzaron hacia los lados cuando la serpiente alada de Krell aterrizó con fuerza ante la puerta, abriendo zanjas en las losas de piedra con las garras. Krell se lanzó fuera de la silla de montar para ponerse de pie delante de ellos, asestando tajos con el hacha.

Félix se quedó mirándolo, pasmado. Krell no debería estar allí. Él lo había visto caer dentro del foso justo antes de que explotaran las compuertas, al igual que a su montura. La bola de fuego los había envuelto a ambos y, sin embargo, allí estaban. Krell no parecía tener peor aspecto. En efecto, todos los grandes tajos que Gotrek y Rodi habían abierto en su armadura cuando lo habían derribado dentro del foso habían desaparecido como si no hubiesen existido jamas. Su serpiente alada, no obstante, parecía mas llena de parches que nunca, con las pieles dispares que conformaban su torso unidas por costuras nuevas, y la cabeza y el cuello carbonizados dejaban ver el cráneo y las vértebras a través de la carne quemada.

Dos de los espadones murieron por el hacha de Krell antes de que pudieran levantarse de nuevo, pero el resto atacaron como un solo hombre al enorme rey de los muertos, haciendo girar las armas con la sincronización de costumbre. Snorri encabezó la carga, asestando golpes a las Rodillas de Krell con el martillo, y haciéndolo retroceder hacia su montura.

—¡Apartaos, humanos! —rugió—. ¡Snorri necesita un poco de espacio para golpear!

—¡No, Muerdenarices! ¡Tú no lucharás!

Félix alzó la mirada cuando él y Kat se unían a la formación de espadones. Gotrek y Rodi se abrían paso a codazos por entre los caballeros de Classen hacia lo alto de la escalera, con las hachas en alto.

—¡Déjanoslo a nosotros, padre Cráneo Oxidado! —gritó Rodi.

Se le había caído la sobrevesta que llevaba atada en torno a la cintura, y las entrañas le colgaban fuera del vientre. No parecía darse cuenta de ello.

Krell se apartó de Snorri y los espadones cuando Gotrek saltó sobre la serpiente alada, desde atrás, y le cercenó el largo cuello de un solo tajo, para luego continuar corriendo con Rodi. Krell rugió, y en el momento en que se lanzaban hacia él, barrió el aire con el hacha, que abrió un tajo en un hombro de Rodi y cortó cinco centímetros de la cresta de Gotrek.

Los dos matadores pasaron rodando junto a él para ponerse de pie justo antes de la puerta, mientras los caballeros de Classen avanzaban en masa tras ellos y rodeaban al paladín.

Gotrek les hizo un gesto para que continuaran.

—Entrad —gruñó—. Cerrad la puerta. Este es nuestro fin.

—Sí —dijo Snorri, al mismo tiempo que salía de la formación de espadones para unirse a él y Rodi—. Esto es trabajo para matadores.

Krell los acometió con un tajo y estuvo a punto de cortarle la cabeza a Snorri, pero el viejo matador alzó el martillo a tiempo, y el golpe sólo logró derribarlo.

—¡Maldito seas, Muerdenarices!

Gotrek cargó con Rodi para hacer retroceder a Krell y apartarlo de Snorri, y Classen y sus caballeros aprovecharon para correr hacia la puerta. Félix y Kat vacilaron al verlos pasar. Los espadones esperaron con ellos.

—¿Vas quedarte? —preguntó Kat cuando Snorri se levantó y las puertas de roble y hierro del cuerpo de guardia comenzaron a cerrarse con lentitud.

Félix se mordió el labio. Los muertos acorazados estaban llegando ya al final de la escalera, y se precipitaban a dar apoyo a Krell, en el momento en que Snorri sopesaba su martillo y comenzaba a avanzar otra vez. ¿A qué juramento haría honor Félix? Gotrek le había dicho que mantuviera a Snorri a salvo, pero después de tantos años de luchar juntos a Gotrek le parecía mal volverle la espalda.

—Entra, humano —gritó el Matador, mientras Krell y los no muertos lo hacían retroceder a golpes, y obligaban a Rodi a recular hacia la puerta—. Y llévate a Snorri Muerdenarices.

Snorri continuaba avanzando.

—Snorri no quiere…

—¡No me importa lo que Snorri no quiera! —rugió Gotrek mientras bloqueaba y retrocedía—. ¡Entra!

Snorri soltó un bufido, pero luego se detuvo, con los puños cerrados, y miró cómo Gotrek y Rodi luchaban en medio del grupo formado por Krell y los muertos acorazados.

Félix se volvió a mirar hacia la puerta. La brecha que mediaba entre las dos hojas estaba haciéndose terriblemente estrecha.

Con un bufido de furia, el viejo matador dio media vuelta y atravesó la puerta, mas airado de lo que Félix lo había visto jamas. Félix y Kat soltaron un suspiro de alivio y lo siguieron, seguidos por los espadones. Una vez dentro, Snorri se volvió a mirar con ferocidad a través de las hojas que se cerraban. Félix y Kat se reunieron con él, y se quedaron mirando fijamente cómo Krell y los esqueletos antiguos hacían retroceder inexorablemente a Gotrek y Rodi hacia la puerta con sus golpes.

A Félix lo recorrió un estremecimiento de comprensión al darse plena cuenta de la situación. Eso era. Así era como acabaría la vida de Gotrek, al fin. Se enfrentaba con demasiados oponentes. No había manera de que pudiera sobrevivir. Al menos sería un buen final —sin duda mejor que morir porque unas esquirlas se le clavaran en el corazón—, y si mataba a Krell, la fama del Matador quedaría asegurada. Sería recordado como uno de los mas grandiosos héroes de la historia de los enanos. A Félix se le llenaron los ojos de lágrimas. ¡Y a qué poema daría lugar! Una última resistencia. Una puerta que se cerraba. Dos rivales unidos contra el mal eterno, luchando hombro con hombro.

Pero entonces, cuando la brecha que quedaba entre las hojas de la puerta era casi demasiado estrecha como para que un enano pasara por ella, de repente Rodi bajó un hombro y lo estrelló contra un costado de Gotrek; al pillarlo por sorpresa le hizo perder el equilibrio, y lo lanzó a través de la brecha.

—Lo siento, Gotrek Gurnisson —gritó el joven matador cuando Gotrek cayó pesadamente al otro lado—. ¡No me robarás otra muerte!

Félix, Kat y Snorri se quedaron mirando, conmocionados, mientras Gotrek se levantaba de un salto e intentaba pasar apretadamente a través de la rendija que quedaba; pero ya era demasiado estrecha como para que pudiese deslizarse entre las dos hojas.

—¡Barbanueva traicionero! —rugió Gotrek mientras tironeaba con desesperación—. ¡Los dos habríamos tenido nuestra muerte!

—¡No, Gurnisson, no habría sido así! —gritó Rodi, mientras acometía con tajos a Krell y los esqueletos acorazados—. ¡Incluso aquí, incluso con una herida en el vientre, incluso con la puerta cerrada, habríamos sobrevivido! ¡Tú estás maldito, Gurnisson! ¡Nunca encontrarás tu fin! ¡Ni tampoco lo encontrará nadie que esté cerca de ti! ¡Grimnir se burla de ti, y yo no seré parte de la broma!

Gotrek tironeó de la puerta con toda su fuerza, pero al final tuvo que retirar las manos de la rendija para evitar que se la aplastara. Se volvió hacia Classen cuando las hojas se cerraron con estruendo.

—¡Abridla! —gritó—. ¡Dejadme salir!

El sargento de caballería retrocedió con prudencia ante la furia del Matador, pero negó con la cabeza.

—No, herr enano. No pondré en peligro la torre del homenaje para satisfacer vuestros deseos personales.

Gotrek lo miró con ferocidad durante un largo momento, respirando trabajosamente, luego gruñó y se volvió otra vez hacia la puerta cuando el apagado choque de acero contra acero del otro lado alcanzaba un ritmo febril, acompañado por un grito de feroz júbilo que se elevó por encima del estruendo, y fue interrumpido con brusquedad.

Después de eso, lo único que pudo oírse fue el susurro de la lluvia roja, y los golpes de hachas y espadas contra el roble y el hierro de la puerta. Los hombros de Gotrek cayeron, y se quedó allí, de frente a la entrada, con la cabeza inclinada mientras Classen ordenaba que se apostaran hombres en las buhederas y obligaran a Krell y los esqueletos a retirarse con disparos de arcabuz y piedras.

Kat y Snorri también inclinaron la cabeza, y lo mismo hizo Félix, aunque no estaba seguro de qué sentía. Rodi había sido un compañero de lengua afilada, ademas de irascible. A pesar de eso, a Félix le había caído bien. Había sido rápido, divertido y valiente, pero ahora que le había robado su fin a Gotrek, esos recuerdos comenzaban a agriarse.

—¡Maldito! —dijo el Matador, que dio media vuelta y se adentró en el patio de armas de la torre del homenaje.

Félix y Kat echaron a andar tras él, y Snorri los siguió con su paso cojo, mascullando por lo bajo.