DIECISÉIS
Félix y Volk retrocedieron de un salto, y los matadores miraron hacia arriba. Otro murciélago se sacudió violentamente de lado, en el cielo, y cayó en barrena hacia el suelo, con una flecha clavada en un ojo, pero llegaban mas, chillando y pasando en vuelo rasante, con las alas plegadas. Los habían descubierto.
—¡Ahora, arcabucero! —bramó Gotrek mientras sacaba el hacha, y Rodi y Félix lo imitaban—. ¡Ahora!
—Sí —replicó Volk.
Se volvió para retirar el tubo de vidrio de la lámpara, pero cuando se inclinaba, un murciélago se estrelló contra él y lo lanzó al río en medio de un remolino de brazos y piernas.
—¡Volk! —gritó Félix.
Se puso en pie de un salto, asestando tajos, pero otros dos murciélagos se estrellaron contra él y lo lanzaron por encima de la orilla, y también cayó entre las olas.
El frío del agua lo paralizó durante un segundo, pero luego la corriente lo aproximó a la orilla, y salió a la superficie, jadeando, mientras el agua lo arrastraba y se rascaba las Rodillas contra las rocas que había entre el fango. Antes de que pudiera hacer pie, unas pesadas alas pasaron a toda velocidad por lo alto y se lanzaron hacia los matadores. En ese momento, Félix halló, por fin, apoyo para los pies.
—¡Krell! —chilló, e intentó salir, pero entonces algo lo sujetó por detrás y volvió a meterlo en el agua de un tirón.
Félix se volvió, pateó y alzó la espada, antes de darse cuenta de que era Volk, que se revolvía, presa del pánico. El capitán se le aferró a un brazo, y Félix lo atrajo hacia sí, a la vez que pataleaba para llegar a la orilla. Después de ser de nuevo arrastrado por el lecho fangoso, logró hacer pie y sacó a Volk consigo. Aunque habían estado unos pocos segundos dentro del agua, la fuerza de la corriente los había arrastrado casi hasta el lugar en que habían descendido desde el castillo.
Al ponerse de pie, Félix se volvió a mirar hacia el foso. Gotrek y Rodi estaban rodeados por una nube de murciélagos, y luchaban frente a frente contra Krell y su serpiente alada hecha de remiendos, que se encontraba entre ellos y las mechas, que continuaban apagadas, junto a la lámpara de tormenta. Félix se atragantó y comenzó a correr de vuelta hacia ellos. Aquello era mala cosa. ¡Las cargas tenían que estallar ya, mientras las torres de asedio aún estaban cruzando el foso!
Los murciélagos se volvieron hacia él, chillando e intentando golpearlo con las alas y las garras mientras corría hacia las mechas. Él les asestaba tajos desesperados, pero, al echar una mirada al castillo, supo que iba a llegar demasiado tarde. La torre mas lejana ya casi había acabado de cruzar el foso. La mas cercana estaba a medio cruzar, y el ariete continuaba golpeando.
Gotrek descargó un golpe demoledor sobre el lomo de la serpiente alada de Krell, que levantó el vuelo con una pata colgando de un tendón. El Matador se agachó con Rodi para dejar que pasara por encima e intentar asestarle un tajo a Krell, pero el rey de los muertos los derribó a ambos de espaldas con un barrido de su hacha negra. Tampoco los matadores iban a llegar a tiempo a las mechas.
Un destello de llama descendió a toda velocidad desde lo alto y se clavó detrás de Krell. Por un segundo, Félix pensó que era un nuevo terror de Kemmler, pero luego vio que se trataba de una flecha que estaba clavada junto a la lámpara, y que una llamita situada justo detrás de la punta siseaba y se apagaba con rapidez en el fango.
Félix parpadeó al mismo tiempo que apartaba un murciélago hacia un lado de una patada y destripaba otro.
¿Quién les estaba disparando flechas encendidas? ¿Y por qué? Y de repente, lo supo, y su corazón se animó.
Cayó una segunda flecha, que se clavó en la tierra y quedó vibrando entre las mechas y la lámpara. ¡Muy cerca!
—¡Vamos, Kat! —rugió Félix, asestando tajos a los murciélagos, mientras Gotrek y Rodi intercambiaban golpes con Krell.
Entonces, los murciélagos que lo rodeaban desaparecieron, se alejaron volando y chillando. ¡Sigmar! ¡Iban tras las mechas!
Una tercera flecha cayó a través de la nube de alas, rompió la lámpara de vidrio, cuya reserva de aceite se derramó en todas direcciones, y prendió. Los murciélagos ascendieron, algunos de ellos en llamas, y el pequeño charco de fuego se extendió. Entonces, de repente, se produjo un chisporroteo y una pequeña detonación, y cuatro líneas de fuego comenzaron a reptar con rapidez hacia el dique. ¡Las mechas habían prendido!
—¡Matadores! —gritó Félix al mismo tiempo que reculaba—. ¡Fuego en el agujero!
Los matadores, sin embargo, no parecieron oírlo. Mientras los murciélagos se precipitaban en picado y lanzaban fútiles dentelladas a las mechas, como cuervos que intentaran atrapar ciempiés demasiado veloces, Gotrek y Rodi hacían retroceder a Krell hacia el dique con apasionada determinación, abriendo profundos tajos en su negra armadura y haciendo volar por el aire trozos de ella. Parecía que, al menos durante ese breve momento, ambos habían abandonado toda idea de gloria individual y trabajaban juntos para hacer pedazos al paladín.
Krell retrocedió un paso mas ante la acometida de los matadores, y se tambaleó al llegar al borde. Rodi se agachó y estrelló su hacha contra una Rodilla del rey de los muertos, en medio de una explosión de hierro partido y trozos de hueso. Krell cayó de lado, y Gotrek saltó hacia él y descargó un tajo dirigido al cuello con la relumbrante hacha rúnica. La hoja atravesó el guardapapo de Krell, pero antes de que pudiera cercenar el cuello, el paladín cayó de espaldas dentro del foso y desapareció de la vista de Félix.
Los dos matadores se acercaron al borde, y Félix tuvo la seguridad de que estaban a punto de saltar tras él, pero en el momento en que se tensaban, las cuatro mechas chisporroteantes pasaron entre sus pies y desaparecieron por el borde. Rodi rió y retrocedió, pero Gotrek permaneció donde estaba, jadeando como un fuelle y aún preparado para saltar.
—Eso no es morir en batalla, Gurnisson —dijo Rodi, a la vez que se volvía hacia él—. Es muerte y nada mas.
Gotrek gruñó.
—Mi muerte no requiere tu aprobación, Balkisson.
—No —asintió Rodi—. Sólo la de Grimnir.
Y dicho eso, el joven matador dio media vuelta y corrió hacia la orilla del río. Félix contuvo el aliento, pues no se atrevía a parpadear y perderse el momento final del Matador, aunque pudiera significar verse él mismo atrapado en la explosión; pero pasado un segundo interminable, Gotrek maldijo y siguió a Rodi a la carrera.
Con un suspiro de alivio, Félix echó a correr hacia la esquina del castillo, mas que contento de usar al máximo sus largas piernas humanas, pero aun con esa ventaja de mayor velocidad, no lo logró del todo.
Al acercarse a la muralla, se volvió a mirar cómo iban los matadores, y detrás de él, el mundo se volvió de repente negro, anaranjado y amarillo. En un momento dado, los murciélagos estaban volando en círculos por encima del dique y la serpiente alada de Krell descendía al interior del foso, y al siguiente, todos quedaron eclipsados por una hinchada bola de fuego que ascendió del dique como un ave fénix. De repente, el aire se tornó tan caliente como el del desierto de Arabia, y levantó a Félix del suelo mientras le golpeaba los oídos un ruido que parecía el que haría el mundo al partirse.
Volvió a caer con fuerza tres metros mas adelante, ciego y contuso, y sintió pesados golpes sordos a ambos lados. Luego, a través del zumbido de sus oídos y de las nubes que le inundaban la cabeza, le llegó otro ruido: un tumulto de rugidos y cosas que se rompían. Abrió los ojos y rodó sobre sí mismo. Yacía entre los dos matadores, que en ese momento miraban hacia el foso y sonreían como demonios. Félix siguió la dirección de sus miradas y vio espuma que atravesaba por la abertura donde antes habían estado las compuertas del dique, y una muralla de agua de seis metros de ancho por seis metros de alto que entraba con atronadora rapidez en el foso, como una estampida de toros.
Félix siguió el avance del agua por delante de la fachada del castillo. La primera torre había cruzado ya el foso hasta la mitad, y el tiro de hombres bestia desollados continuaba remolcándola sin darse cuenta de lo que sucedía; pero los necrófagos que se apiñaban en la parte superior habían visto llegar la ola, y chillaban, parloteaban e intentaban descender. Ya era demasiado tarde. La muralla de agua saltó por encima del puente de zombies y golpeó la cara delantera de la torre, la levantó y la derribó de lado y hacia atrás. Gritando de terror, los necrófagos cayeron al suelo con el armatoste, que se hizo pedazos sobre los campos devastados.
El montón de zombies fue arrastrado como hojas secas por un canalón, y el agua continuó hacia la segunda torre. Ésta ya casi había atravesado el foso hasta el lado del castillo. La ola se estrelló contra su cara posterior, la espuma ascendió hasta la mitad de su altura, y la derribó de costado; se estrelló justo encima del ariete cubierto, y lo hizo pedazos.
Después de eso, la ola perdió fuerza y sólo meció ligeramente la tercera torre al pasar por su base y volver al Reik por el otro lado del castillo. A pesar de eso, de las murallas se elevó una tremenda aclamación al ver los defensores que el ataque de la horda de no muertos quedaba reducido a una sola torre, y que las probabilidades de que el ariete atravesara la puerta principal eran nulas.
Rodi rió y se puso de pie.
—¡Lo hemos logrado! —dijo—. Hemos matado a Krell y hemos roto la columna vertebral del ejército de Kemmler de un solo golpe. —Le sonrió a Gotrek—. No ha sido una mala noche de trabajo, ¿verdad, Gurnisson?
Gotrek pasó junto a él en dirección a las cuerdas sin pronunciar una sola palabra, con el pecho subiendo y bajando laboriosamente, y la expresión tan dura y fría como un yunque.
* * *
Las ansiosas manos de los espadones de Bosendorfer ayudaron a Gotrek, Félix, Rodi y Volk a pasar por encima de almenas y volver al parapeto, para luego darles joviales palmadas en la espalda.
—Bien hecho —dijo el sargento Leffler—. ¡Nos habéis salvado el pellejo, mein herr!
Con los ojos muy abiertos, von Geldrecht avanzó cojeando hacia ellos a través del círculo de los que deseaban felicitarlos, que iba en aumento.
—Lo habéis logrado, matadores —dijo con asombro—. Krell muerto, las torres caídas, el foso restablecido, un millar de zombies aplastados y arrastrados por el agua, la batalla concluida antes de comenzar…
—La batalla no ha concluido —respondió Gotrek con voz ronca, aún jadeando.
Se abrió paso con brusquedad entre los hombres, y continuó andando a lo largo de la muralla, en dirección al lugar en que Snorri y von Volgen, con los caballeros de este último, contenían a los necrófagos que salían de la torre restante. Rodi lo siguió, pero Félix se detuvo para buscar a Kat.
Estaba junto a la muralla y lo observaba mientras se colgaba el arco de un hombro.
—Ese disparo ha sido impresionante —dijo él, que se le acercó y la abrazó con fuerza—. ¿Dónde has encontrado flechas encendidas?
Ella alzó su gruesa bufanda de lana, que ahora presentaba agujeros irregulares en un extremo.
—Esto, y un poco de gasolina que me dieron los artilleros de Volk.
Félix rió.
—Bien hecho. Todo el castillo tiene una deuda contigo. Al menos te deben una bufanda nueva.
Kat le enseñó los dientes.
—Me conformaré con un abrigo de piel de hombre bestia.
Félix se volvió a mirar a los matadores.
—Si eso es lo que quieres, pienso que puedo satisfacerte. Como dice Gotrek, «la batalla no ha concluido».
Kat soltó un bufido ante su patética imitación de la rasposa voz del Matador y sacó los destrales.
—Después de ti.
Cuando empezaron a pasar apretadamente entre los espadones que les palmeaban la espalda, Félix sintió los ojos de alguien encima, y al volverse a mirar atrás vio que Bosendorfer tenía otra vez la vista fija en él, con una expresión de abierta aversión. Félix gimió y aceleró el paso. ¿El espadón estaba enfadado porque sus hombres habían felicitado a Félix? Ridículo.
Continuó adelante con Kat, pero para cuando dieron alcance a los matadores, la lucha había terminado. Los artilleros de los cañones habían prendido fuego a la última de las torres, y entre Snorri y los caballeros de von Volgen habían contenido a los necrófagos hasta que la torre se había desplomado, consumida por las llamas, y había caído hacia atrás dentro del foso, en una sibilante nube de vapor y humo. Cuando Félix, Kat, Rodi y Gotrek llegaron, todos los caballeros lanzaban aclamaciones y se secaban el sudor de los ojos, y Snorri salió cojeando de entre ellos, con la cara cubierta de sangre y el martillo de guerra echado sobre un hombro en un ángulo desenfadado.
—¡Gotrek Gurnisson! ¡Rodi Balkisson! —vociferó con va atronadora, al verlos—. ¡Aquí estáis! ¡Snorri piensa que os habéis perdido una buena pelea!
Gotrek cerró los puños al oír esto, y Rodi le lanzó una mirada precavida; pero el Matador se limitó a dar media vuelta y marcharse otra vez, pasando junto a Félix y Kat sin verlos.
Rodi sacudió la cabeza mientras miraba cómo se marchaba.
—Pobre maldito bastardo —dijo.
Félix lo miró con el ceño fruncido.
—¿Qué quieres decir?
Rodi alzó la mirada, al parecer sorprendido de que lo hubieran oído.
—No debería haber hablado —dijo.
—Cierto —replicó Félix—, pero lo has hecho. ¿Qué querido decir?
El joven matador pareció incómodo. Se encogió de hombros.
—No le digáis que lo he dicho —pidió Rodi—, pero temo que Gurnisson esté maldito. Nunca encontrará su fin. —Le lanzó una mirada de soslayo a Snorri—. Necesita la intercesión de Grimnir mas que Muerdenarices.
* * *
Una hora mas tarde, Félix contemplaba el techo roto de su dormitorio, con Kat profundamente dormida a su lado, dando vueltas y mas vueltas a las palabras de Rodi.
Siempre había pensado que Gotrek tenía mala suerte, al menos lo que era mala suerte para un matador. Había sobrevivido a enfrentamientos a los que nadie debería haber sobrevivido, y había matado a oponentes a los que nadie podría haber vencido. Félix también había llegado a creer que el Matador era parcialmente culpable de continuar sobreviviendo. No era que jamas hubiese retrocedido ante la lucha ni evitado el peligro, pero como Rodi ya había dicho en una ocasión anterior, a veces se mostraba exigente con respecto a su muerte. Quería que fuera épica. Quería que tuviera sentido. Morir en algún baño de sangre carente de sentido no era el final que Gotrek visualizaba para sí mismo. Quería morir salvando al mundo.
Pero ¿su incapacidad para encontrar un fin adecuado se originaba sólo en la mala suerte y el orgullo? ¿El Matador estaría maldito de verdad? ¿Acaso un dios, demonio o brujo mortal habían maldecido su búsqueda para que fuese interminable? De ser así, ¿por qué? ¿Qué había hecho el Matador para merecer un hado semejante? ¿Estaría relacionado con el destino del que había hablado el demonio contra el que había luchado en las profundidades del Arca Negra de los elfos oscuros? Aquel ser vaporoso había dicho que Gotrek moriría luchando contra uno mas grande que él. ¿Había querido decir que el Matador estaba reservado para un destino mas grandioso? ¿Que nada podría matarlo hasta que ese destino se manifestara?
Félix gruñó y se movió con incomodidad sobre el camastro. Parecía haber muy poca diferencia entre «destino» y «maldición».
* * *
La moral del castillo, que había estado tan alta después de restablecido el funcionamiento del foso y de la destrucción de las máquinas de asedio de Kemmler durante la noche anterior, se derrumbó al llegar el alba y hacerse evidente que aquella gran victoria no había servido para nada, y que cada ventaja lograda por los defensores había sido anulada a cubierto de la oscuridad.
Félix y Kat fueron sacados del sueño por gritos de horror y consternación, y tras ponerse las armaduras y subir a las murallas bajo un encapotado cielo gris, se encontraron con la mitad de los defensores encogidos para protegerse del frío viento, mirando en silencio hacia abajo por encima de las almenas.
Los zombies pululaban cerca de las ruinas del dique volado la noche anterior, y al igual que las hormigas transportan granos de tierra para formar un montículo en torno a la boca de su hormiguero, ellos transportaban pesadas rocas que arrojaban dentro del agua. A diferencia de las hormigas, sin embargo, se lanzaban también ellos dentro del foso ya que tenían las rocas atadas al cuello, y se hundían hasta el fondo. El montículo de cuerpos y piedras ya había restringido de modo espectacular el flujo de agua que pasaba por el canal, y cuyo caudal tenía sólo la mitad de profundidad que había tenido la noche anterior, cuando había arrastrado las torres de asedio.
—¿No hay nada que podáis hacer, capitán Volk? —preguntó von Geldrecht que estaba reunido con el capitán de artillería, von Volgen y sus oficiales, un poco mas adelante sobre la muralla.
—Dispararles podría enlentecerlos un poco —dijo Volk al mismo tiempo que se encogía de hombros—, pero casi nos hemos quedado sin balas. Y dejar caer cargas de pólvora dentro del foso podría mover a algunos, pero se limitarán a amontonar mas encima. —Se estremeció—. Miradlos. Son innumerables.
Félix lo hizo, y recorrió con la mirada los neblinosos campos del otro lado de la muralla. A pesar de los miles de no muertos que la explosión del dique había arrastrado la noche anterior, en ese momento parecía haber tantos zombies como antes rodeando el castillo, o tal vez mas. Y en la linde del bosque estaban erigiendo otras tres torres, y adquiría forma otro ariete.
—No necesitan comer —dijo Kat—. No necesitan dormir. Nunca se quedan sin suministros. No les importa cuántas veces derribemos sus torres. Se limitan a construir mas.
Von Geldrecht se volvió a mirar a Gotrek que se encontraba de pie sobre la muralla, con Rodi y Snorri a su lado, y le tendió las manos con gesto de suplica.
—Herr Matador, vos nos salvasteis la noche pasada, ¿no se os ocurre nada para remediar esto? ¿No tenéis ninguna trampa inteligente para volver a destruirlos?
Gotrek gruñó sin apartar su único ojo de los zombies que rellenaban el foso.
—Lo siento, señor —dijo—. No queda mas que hacer que luchar.
—Eso le parece bien a Snorri —dijo Snorri.
Von Geldrecht gimió, y se encorvó como si algo se hubiera roto en su interior; luego se volvió de nuevo hacia la muralla, mientras sus oficiales lo miraban con ojos fijos y consternados. Von Volgen hizo una mueca y se inclinó para hablarle, pero después alzó la vista al notar que Félix lo miraba.
Félix apartó los ojos. La mezcla de furia y pesar que había en los ojos del señor era demasiado dolorosa de ver.
* * *
Aunque la desesperanza y los cuatro días de poca agua y menos comida habían debilitado, enfermado y vuelto apáticos a los hombres del castillo, mucho peor para la moral fue el hecho de que ya no había nada que hacer, salvo esperar que llegara el fin. Los matacanes estaban todos construidos y reparados, la puerta del río remendada, el saboteador había sido descubierto y lo habían matado, se le había proporcionado a los cañones toda la munición que quedaba, y se había afilado y lustrado cada arma hasta dejarla brillante.
Von Volgen mantenía a sus caballeros ocupados con ejercicios y patrullas por lo alto de la muralla, pero después de su despliegue de desesperación demasiado público, von Geldrecht había desaparecido dentro de la torre del homenaje sin transmitir orden ni palabra alguna de aliento, y sus oficiales parecían haber decidido seguir su ejemplo. No daban órdenes ni exigían ningún entrenamiento; se limitaban a hacer la guardia cuando les tocaba, y se retiraban a sus habitaciones cuando acababan. Consecuentemente, sus hombres tampoco hacían nada, y permanecían sentados en pequeños corros, refunfuñando, gimiendo o inventando rumores de que había mas traidores. Incluso el tiempo atmosférico aumentaba la lasitud. Densas nubes ocultaban el cielo, haciéndose mas oscuras y opresivas a medida que avanzaba el día, e inundaban el aire con una densa tensión subterránea.
El ambiente fue resumido a la perfección por un lancero junto al que pasó Félix cuando recorría las murallas.
—¿Qué sentido tiene hacer nada —le preguntó a otro lancero— cuando no hay nada que pueda hacerse?
A media tarde se produjo un breve momento de agitación, cuando von Geldrecht salió por un fugaz instante de la torre del homenaje para hablar con la hermana Willentrude, y von Volgen se le acercó después, cuando iba con prisa hacia la escalera.
—Señor comisario —lo llamó—, ¿cuándo podemos esperar veros entre nosotros? Es necesaria vuestra presencia.
Von Geldrecht agitó una mano para despedirlo, y continuó subiendo por la escalera.
—Ahora no, ahora no —dijo—. Tengo asuntos urgentes. —Von Volgen se detuvo al pie de la escalera, mirándolo con ferocidad.
—¿Qué asunto puede ser mas urgente en este momento que la moral de vuestros hombres? Debéis darles órdenes, mi señor.
Von Geldrecht se volvió, con los ojos febriles y la barba desordenada.
—¡El graf me ha convocado! —gruñó—. ¡Y son sus órdenes las que obedezco, no las vuestras!
Acabó de subir a toda prisa la escalera para desaparecer otra vez en la torre del homenaje, y tras unos pocos minutos de murmuradas especulaciones sobre el incidente, los hombres volvieron a su letargo y el día continuó como antes.
Los matadores, al ser pragmáticos, dormían mientras esperaban la llegada de la batalla, pero Félix y Kat estaban demasiado inquietos, y deambulaban sin cesar por el castillo, ayudando en lo que podían, aunque principalmente se dedicaban a caminar y mirar por encima de la muralla hacia las torres de asedio de Kemmler, que crecían como setas venenosas después de la lluvia. La actividad de enjambre que rodeaba las enormes estructuras resultaba tan hipnótica como la mirada de una cobra antes de atacar.
Otra alma inquieta era Bosendorfer, que permanecía sentado con sus espadones en los escalones del templo de Sigmar, donde golpeaban las armaduras para quitarles las abolladuras, y reemplazaban correas y hebillas rotas. Aunque no se movió del sitio en ningún momento, Félix sentía que los ojos de Bosendorfer lo seguían adondequiera que fueran él y Kat, y durante todo el día su charla estuvo plagada de comentarios en voz alta sobre honor, cobardía y forasteros problemáticos, de los cuales sus hombres se reían con incomodidad.
Félix se esforzó por no hacer el mas mínimo caso de todo aquello, pero luego, hacia el final de la tarde, la tensión, al igual que las pesadas nubes que se reunían encima del castillo, ya no pudo contener su carga por mas tiempo, y estalló un conflicto abierto.
Comenzó cuando una de las ayudantes de la hermana Willentrude salió del subterráneo de la torre del homenaje y le dijo algo a Bosendorfer. El capitán y sus hombres se levantaron y la siguieron al interior; Félix y Kat, aprovechando su ausencia, bajaron de las murallas para calentarse las manos en la pira que ardía sin cesar.
Poco rato después, Bosendorfer y los espadones volvieron a salir del subterráneo de la torre del homenaje en doble fila; entre ambas transportaban un cadáver sobre una camilla. Bosendorfer iba en la parte posterior de la procesión, con un mandoble sujeto con ambas manos extendidas ante sí, y salmodiaba una plegaria; el sargento Leffler iba en cabeza, con los calzones, el jubón y el morrión del uniforme de un espadón en los brazos, las prendas pulcramente dobladas.
Félix y Kat retrocedieron cuando la procesión llegó a la pira, donde los espadones dejaron al hombre muerto en el suelo, e hicieron la señal del martillo sobre él.
—Será mejor que os esfuméis, mein herr —dijo Leffler por un lado de la boca, al mismo tiempo que indicaba al cadáver con un gesto de la cabeza—. Ese es Hinkner, que resultó herido cuando luchábamos contra los necrófagos a vuestro lado. El capitán os culpa de su muerte. Dice que aún estaría vivo si no hubiéramos vuelto a la muralla cuando nos llamasteis.
Félix suspiró.
—Muy bien, me retiraré. Gracias por la advertencia…
—¡Os dije que no hablarais con mis hombres!
Félix se volvió. Bosendorfer avanzaba hacia ellos, colérico, con la espada que había sostenido con reverencia sujeta ahora por la empuñadura y preparada para golpear.
Kat saco su cuchillo de desollar, pero Félix la retuvo.
—Solo estaba diciéndome que me quitara del camino, capitán —dijo.
Bosendorfer soltó una risotada.
—¿Quitaros del camino? ¡No podríais iros lo bastante lejos a menos que abandonarais el castillo! —Sus manos temblaron al apuntar con la espada a la garganta de Félix—. ¡El hecho de que estéis vivo para presenciar el funeral de un hombre al que vos matasteis es una parodia! Deberíais ser vos quien ardiera en esta pira, no Hinkner.
Félix sabía que debía marcharse. Sabía que lo mejor era no decir nada y dejar al capitán y sus hombres con el funeral, pero ese último golpe había sido demasiado, y al fin la ira lo desbordó.
—Desde luego que me entristece presenciar el funeral de un hombre valiente muerto en batalla —dijo con toda la frialdad de que fue capaz—, pero si queréis arrojar a alguien al fuego por su muerte, capitán, deberíais ser vos quien entrara en las llamas.
—¡¿Qué?! —gritó Bosendorfer—. ¿Qué decís?
Félix se acercó mas a él, mientras, por todo el patio de armas, los hombres se volvían para escuchar.
—La otra noche, cuando estábamos brindando, nos pedisteis a todos que brindáramos por la muerte del hombre que había asesinado a los heridos que habían muerto en sus lechos. ¿Lo recordáis?
—¡Por supuesto que lo recuerdo! —dijo Bosendorfer—. ¿Qué tiene eso que ver con esto?
—Nada, salvo por el hecho de que el asesino sois vos —dijo Félix—. Vos sois quien mato a esos hombres. Y sois quien ha matado a Hinkner.
Bosendorfer alzó la espada por encima de su cabeza, gruñendo, pero en sus ojos había una sombra de inquietud, como si temiera estar enfrentado con un loco.
—¿Que estáis diciendo? ¡Yo no he matado a nadie!
—¿Ah, no? —preguntó Félix—. ¿Quién obligó a von Geldrecht a esconder al cirujano Tauber porque temía por su vida? ¿Y cuantos hombres vivirían aun si el médico hubiera estado libre para cuidarlos? Hinkner no murió en batalla. Murió a causa de sus heridas porque Tauber no pudo atenderlas. Lo matasteis vos, capitán. Vos los matasteis a todos. Y si deseáis pelear conmigo por eso, estoy preparado.
Desenvainó a Karaghul y saludó, para luego recular y ponerse en guardia, mientras el gentío que iba reuniéndose murmuraba y observaba.
Bosendorfer lo miró con ferocidad, y luego se puso también en guardia.
—Puede ser que hayan muerto hombres, pero he salvado al resto de algo peor. Tauber nos habría envenenado a todos. —Levantó el mentón—. Cuando estéis preparado, mein herr.
Kat se quedó con las piernas flexionadas, el cuchillo desenvainado y aspecto de tener ganas de intervenir, pero, al fin, retrocedió. Ahora aquello era un asunto de honor. Era sólo entre Félix y Bosendorfer.
O lo habría sido, si no hubiese intervenido un poder superior.
—¡Alto! ¡Los dos! —gritó von Volgen, que atravesó el patio a grandes zancadas a la cabeza de sus caballeros—. ¡No habrá peleas entre nosotros!
Bosendorfer se volvió para encararse con los de Talabecland, y sus espadones se llevaron las manos a las armas.
—Vos no sois mi comandante —dijo Bosendorfer con rigidez—. No podéis darme órdenes.
—No es una cuestión de órdenes y mando —aclaró von Volgen al detenerse ante ellos—. Es una cuestión de supervivencia. Debemos matar enemigos, no matarnos los unos a los otros.
—¡Pero él me ha acusado de matar a mis propios hombres! —gritó Bosendorfer.
—¡Y lo habéis hecho! —gritó alguien desde la multitud.
—Eso carece de importancia —dijo von Volgen con los ojos encendidos—. Ambos sois necesarios para defender el castillo Reikguard. —Se volvió hacia Félix—. Disculpaos, herr Jaeger, por el bien del Imperio.
Félix frunció los labios, desafiante. ¿Por qué tenía que disculparse por decir la verdad? Pero tras pasar un segundo bajo el calor de la calcinante mirada de von Volgen, suspiró. El señor de Talabecland tenía razón. Pelearse unos con otros era una locura. Se inclinó hacia Bosendorfer.
—Perdonadme, capitán —dijo—. He hablado a destiempo.
Bosendorfer lo miró con expresión desdeñosa.
—¿Eso es todo? ¡También habéis mentido! Vos…
Von Volgen se volvió hacia él y lo hizo callar con un gesto.
—¡Basta, espadón! Aceptad la disculpa.
—¡Maldito sea si la acepto! —dijo Bosendorfer, al mismo tiempo que avanzaba—. ¡Ha mentido! Él…
Von Volgen le cerró el paso con la espada.
—Aceptadla, capitán —dijo—, y continuad con el funeral.
—¡¿Quién sois vos para dar órdenes a mis soldados?!
Félix, Kat y los otros se volvieron y vieron a von Geldrecht que bajaba dando bandazos por la escalera de la torre del homenaje, ante Classen y un puñado de caballeros del castillo, con la cara floja enrojecida, y temblando de cólera.
Von Volgen le hizo una reverencia, y la multitud guardó silencio.
—Perdonadme, mi señor, pero ¿habríais preferido que los dejara asesinarse el uno al otro?
—Preferiría que dejarais las órdenes a mi cargo —gruñó von Geldrecht, que avanzó cojeando—. ¡Aquí no tenéis ninguna autoridad, con independencia de cuál sea vuestro rango!
—No busco tenerla —dijo von Volgen—. Pero si vos estáis ausente cuando comienzan los problemas, ¿qué alternativa me queda?
—Tenéis la alternativa de abandonar el castillo si no os gusta la manera en que dirijo las cosas —contestó von Geldrecht.
Von Volgen calló al oír eso; tenía la cuadrada mandíbula tensa, y Félix aguardó la explosión. Pensó que era allí donde el señor de Talabecland rompería sus principios. Allí donde caería el hacha. Ante una incompetencia tan arrogante como ésa, ¿podía von Volgen continuar con sus reparos y permitir que von Geldrecht siguiera al mando? ¿Podía realmente dejar pasar semejante estupidez sin hacer comentarios? Félix esperaba que no.
Von Volgen se inclinó, tan tieso como una tabla.
—Gracias, señor comisario, pero me quedaré. Debemos continuar unidos si queremos que el castillo Reikguard resista. Sólo pido…, sólo pido que volváis con nosotros lo antes posible, y nos preparéis para la batalla que se avecina.
Félix gruñó, decepcionado. El código moral de aquel hombre iba a condenarlos a todos a permanecer bajo el mando de von Geldrecht, el cual los condenaría a la destrucción.
El comisario, no obstante, no pareció complacido con la respuesta de von Volgen.
—¡Estáis dándome órdenes otra vez, von Volgen! —gritó—. ¡Estáis diciéndome qué debo hacer!
—No, mi señor —respondió von Volgen, con los dientes apretados—. Estoy pidiendo que se me den órdenes. ¡Estoy pidiéndoos que toméis el mando!
La cara de von Geldrecht se puso roja de furia y dio la impresión de que iba a arremeter contra von Volgen, pero luego apareció en sus ojos una expresión astuta, y alzó el mentón.
—Muy bien, mi señor. Entonces, os ordeno que me deis vuestra espada y que le entreguéis el mando de vuestros hombres al sargento Classen. Seréis el huésped de la torre del homenaje hasta que lleguen los refuerzos.
Von Volgen se quedó mirándolo, atónito, y no pareció saber qué decir, pero sus hombres no estaban tan consternados. Uno de los capitanes desenvainó la espada, y los otros lo imitaron.
—No os prenderá sin luchar, mi señor —dijo el capitán.
Von Geldrecht retrocedió ante ese despliegue de agresividad, y les hizo un gesto a Classen y Bosendorfer.
—Caballeros, espadones —dijo—, arrestadlos.
Los dos capitanes vacilaron, y luego avanzaron al mismo tiempo que sus hombres se alineaban detrás de ellos. Von Volgen los observó, y Félix vio que sopesaba las opciones. ¿Se defendía? ¿Se rendía? ¿Ordenaba a sus hombres que atacaran?
Félix miró a Kat. Ella asintió con la cabeza y se situaron a ambos lados de von Volgen, mientras los presentes en el patio de armas miraban, y Bosendorfer y Classen continuaban avanzando con sus soldados.
—Estamos a vuestras órdenes, mi señor —murmuró Félix—. Haremos lo que digáis.
Von Volgen gruñó, con el puño de blancos nudillos cerrado en torno a la empuñadura de la espada, y al fin alzó su cabeza de bulldog y se dispuso a hablar.
Un potente trueno que sonó en lo alto lo interrumpió, y las losas de piedra del patio de armas se estremecieron bajo los pies de todos. Los señores y sus hombres quedaron petrificados y miraron hacia las murallas, pero los arcabuceros no habían dado la alarma. El sonido había llegado del cielo. Las nubes bajas que había encima del castillo se habían oscurecido y se habían cargado mientras se desarrollaba el drama del suelo, y ahora destellaban rayos en sus profundidades. Los hombres se quedaron mirándolas, como clavados en el sitio, con las espadas colgando de los brazos flojos, y alguien dijo lo que todos estaban pensando.
—¡Lluvia! ¡Va a llover!
—¡Agua limpia! —gritó un lancero.
—¡Traed un barreño! —gritó un arcabucero.
En todo el patio de armas, los hombres dieron media vuelta y corrieron hacia sus alojamientos, olvidado el enfrentamiento entre von Geldrecht y von Volgen. Incluso sus propios soldados miraban al cielo.
Pero cuando los hombres comenzaron a colocar en el patio cacerolas, barreños y cubos, von Volgen volvió los ojos hacia von Geldrecht, quien también lo miró, y sus soldados se pusieron en guardia de nuevo. Félix contuvo el aliento, mientras von Volgen apretaba los dientes y alzaba la espada…, para luego darle la vuelta y ofrecerla con la empuñadura por delante.
—Mi señor comisario —dijo—, no derramaré la sangre de hombres del Imperio. Podéis hacer conmigo lo que os plazca.
Von Geldrecht dejó caer los hombros con alivio, y les hizo un gesto a Bosendorfer y Classen para que volvieran a avanzar, pero ellos se detuvieron cuando von Volgen alzó una mano.
—Pero —añadió— estaré eternamente en deuda con vos si podéis aguardar a que haya bebido un trago de agua antes de llevarme a la celda.
Von Geldrecht, que se había puesto rígido cuando von Volgen volvió a hablar, se relajó y sonrió.
—Por supuesto, mi señor. No seré descortés. —Se inclinó—. Quedáis en libertad de moveros por el patio de armas hasta que llueva.
Von Volgen asintió con la cabeza a modo de agradecimiento, y se volvió hacia sus caballeros.
—Id a buscar vuestros pertrechos —dijo—. Cubos, yelmos, cualquier cosa que pueda contener agua. Id.
Los caballeros no lo escucharon. Se apiñaron en torno a él, protestando por su arresto, pero él los hizo callar y les dijo que hicieran lo que les ordenaba, y Félix dejó escapar la respiración cuando se dispersaron y corrieron a recoger cazos y otros recipientes.
Se habría puesto del lado de los de Talabecland, pero la idea de luchar contra hombres del Imperio le resultaba tan aborrecible como a von Volgen, y se alegraba de que las cosas no hubiesen llegado a ese extremo, aunque fuera una pena que von Geldrecht continuara al mando.
—No hay mal que por bien no venga —dijo Kat como un eco de lo que él pensaba.
Félix asintió con la cabeza y alzó la mirada hacia las nubes, mientras Classen y Bosendorfer despedían a sus hombres para que también fueran en busca de recipientes. Iba a ser una tormenta brutal. Raras veces había visto cumulonimbos tan amenazadores. Pero ¿era su imaginación, o los rayos parecían teñidos de rojo?