CATORCE

CATORCE

Félix retrocedió un paso mientras su mano descendía hasta la empuñadura de la espada.

—¿Deseáis hablar conmigo, capitán?

—Deseo vuestra cabeza, mein herr —gruñó Bosendorfer—. Habéis sido una presencia problemática desde que entrasteis en este castillo, revocando las órdenes que doy a mis hombres, y ahora acusándome de conducta contraria al honor, y os exijo una satisfacción.

Félix suspiró. ¿Aquello tenía que empezar en ese preciso momento? Estaba demasiado cansado. Demasiado cansado como para discutir. Demasiado cansado como para luchar. Sólo quería pasar de largo del capitán e irse a dormir.

Los ojos de Bosendorfer se abrieron mucho.

—¿Os burláis de mí, mein herr? ¿Eso ha sido una risa?

Félix puso los ojos en blanco.

—Eso ha sido un suspiro, un suspiro de agotamiento. Llevo ya una jornada entera sin dormir, y he peleado un poco por el camino, así que…

—¿Y sugerís que yo no lo he hecho? ¿Qué tengo menos razón que vos para estar cansado?

—Por supuesto que no, capitán —dijo Félix—. Todos hemos luchado con ahínco. Yo sólo quiero irme a dormir, eso es todo.

—No antes de que os disculpéis por vuestras acciones —dijo—; no antes de que admitáis que son falsas vuestras acusaciones de conducta deshonrosa.

Con el rabillo de un ojo, Félix vio que Kat y los matadores regresaban a ver qué sucedía, mientras que con el otro comprobó que se acercaban los espadones de Bosendorfer. Y por todo el patio de armas, la gente empezaba a volver la cabeza.

—Yo no os he acusado de conducta deshonrosa en ningún caso, capitán —dijo Félix, frotándose la frente—. Puede que hace unos instantes os haya advertido en contra de ello, pero estoy dispuesto a creer que no fue ni remotamente vuestra intención. ¿Y sobre la muralla? Os pido disculpas por haberles dado órdenes a vuestros hombres, pero no parecía que hubiera ninguna otra manera de hacerlos volver después de que hubiesen huido…

Bosendorfer le dio a Félix una bofetada que casi lo derribó al suelo. Kat gritó y echó a correr mientras desenvainaba el cuchillo de desollar, y los matadores apresuraron el paso tras ella. Félix le detuvo el brazo cuando iba a clavar la hoja en el cuello de Bosendorfer.

—¡No, Kat! —gritó. El escozor de la bofetada lo hacía lagrimear—. ¡Matadores, atrás!

—¡Mentís, mein herr! —gritó Bosendorfer—. ¡Nosotros no huimos! ¡Ni por un instante!

Félix sujetó a Kat mientras los enanos se alineaban cerca de él, a su izquierda, preparados para intervenir cuando ese humano lo pidiera. Los espadones estaban en guardia a su derecha, pero uno, el sargento canoso que había luchado junto a Félix contra los necrófagos de la torre de asedio, avanzó hasta Bosendorfer y le puso una mano sobre un hombro.

—Capitán, por favor —dijo—, ¿qué justifica ponerse a pelear? Escapamos y regresamos. Nadie dirá…

—¡No escapamos, Leffler! —gritó Bosendorfer, que apartó de un golpe la mano del sargento y se volvió contra él—. ¡Nos retiramos en buen orden por nuestra seguridad, y habríamos ocupado una nueva posición si herr Jaeger, obrando en contra de todas las normas de conducta militar, no hubiera revocado mis órdenes y usurpado mi autoridad!

El sargento parecía incómodo.

—Puede que así sea, capitán, pero no nos conviene pelearnos unos con otros por cosas que sucedieron en el calor de la batalla. No cuando hay diez mil bastardos muertos ahí fuera, y necesitamos a todos los hombres aquí dentro. Herr Jaeger…

—¿Estáis defendiéndolo, Leffler? —gritó Bosendorfer—. ¿Contra vuestro propio capitán?

—No, capitán, no —dijo Leffler, alzando las manos—. Sólo estoy diciendo que si queréis retarlo a duelo, ¿por qué no esperáis hasta que hayamos salido de ésta?, ¿hasta que podamos hacerlo con propiedad?, ¿hasta que estemos todos descansados y preparados?

Bosendorfer miró al sargento durante un instante, con ojos fijos y fríos, y luego bajó la mirada hacia sí mismo. Estaba tan maltrecho como se sentía Félix: la armadura abollada, sangre seca incrustada en brazos, cuello y mentón, y una venda en torno a una mano que estaba rígida y negra.

—Muy bien —suspiró, al fin—. Muy bien, cuando hayamos acabado con esto. —Se volvió otra vez hacia Félix, con el mismo ardor feroz de antes en los ojos—. Pero obtendré una satisfacción, y si volvéis a insultarme u os interponéis entre mis hombres y yo, no esperaré. ¡Lo resolveremos entre nosotros en el sitio y momento en que se produzca!

Félix inclinó la cabeza.

—Muy bien, capitán.

Bosendorfer soltó un bufido y se marchó a grandes zancadas, con la cabeza alta.

El sargento Leffler partió tras él, pero luego se volvió a mirar a Félix y le dedicó un encogimiento de hombros de disculpa.

—Es un buen muchacho, mein herr —murmuró—, pero mas joven de lo que era su hermano.

Félix asintió con cansancio, y luego soltó a Kat de la presa de sus brazos.

—Deberías haberme dejado que lo matara —dijo ella con los labios fruncidos— y os hiciera un favor a todos.

—Sí —asintió Rodi—, ése nunca será lo bastante mayor como para ser capitán.

Gotrek se encogió de hombros.

—No te preocupes —dijo—. Ninguno de los que están aquí se hará mucho mayor. —Le hizo un gesto con la cabeza a Félix—. Duerme un poco, humano. Cuando despiertes, veremos qué se puede hacer con respecto al foso.

Félix volvió a asentir, y ese movimiento casi lo hizo caer. Se apoyó en Kat, y se marcharon ambos dando traspiés hacia la residencia.

—Esperemos —dijo Kat— que nuestra habitación no sea una de las que han ardido.

* * *

Cuando Félix volvió a despertar, ya había pasado el mediodía y Kat no estaba a su lado. Levantó la cabeza, temeroso de que ella hubiera acudido a una llamada a la acción durante la cual él había continuado durmiendo, pero lo único que le llegó a través de la ventana rota de la habitación fue el martilleo y golpeteo normales de las reparaciones, y volvió a dejarse caer en la cama, gimiendo. Tenía los músculos tan rígidos como si se le hubieran secado sobre un anaquel igual que galletas rancias, la cabeza le palpitaba como por obra de una resaca, y en la boca tenía el mismo sabor que si se hubiera comido un zapato fangoso. Necesitaba con desesperación un trago de agua, pero estaba demasiado cansado como para salir de la cama. Ése era un momento en que necesitaba un sirviente. Un sirviente le traía a uno el agua con sólo tirar de la cuerda del llamador.

Miró hacia la pared de la cabecera de la cama. No había cuerda de llamador alguna. Apenas si había cielo raso. Aunque la habitación no había ardido, como se temía Kat, una de las rocas de uno de los onagros de Kemmler había atravesado el techo en algún momento de la batalla de la noche anterior. La roca había errado la cama por unos centímetros, y ahora descansaba donde antes había estado la silla. En fin…, no iba a tener mas remedio que ir a buscar el agua por sí mismo.

Salió de la cama con movimientos lentos y trabajosos, aspirando aire entre los dientes apretados y gritando de dolor, y luego se puso la casaca acolchada y la cota de malla, y se sujetó el cinturón con Karaghul. El cielo, cuando salió al patio de armas, era bajo y gris, y el aire húmedo y frío. Miró a su alrededor para buscar a Kat, y al fin la vio en lo alto del parapeto recostada contra las almenas y mirando al exterior por encima de la muralla cerca del lugar en que Bierlitz y sus hombres estaban reemplazando los postes del matacán que había debilitado el saboteador con su brujería. Los matadores estaban mas adelante, en la esquina oriental de las murallas, mirando hacia abajo, al dique cerrado, y hablando entre ellos.

Félix entró en el subterráneo de la torre del homenaje e hizo cola para beber su trago de agua y recibir su única galleta y luego volvió a salir al patio de armas y se encamino hacia la escalera que subía a lo alto de la muralla. En torno a él había grupos de hombres que continuaban con la tarea aparentemente inacabable de apilar cuerpos decapitados en las piras eternas, mientras otros sacaban cadáveres hinchados del puerto con garfios.

Los guardias fluviales estaban todos junto a la puerta del río, en los botes de remos restantes, engrosando el improvisado remiendo que Gotrek y los matadores habían hecho la noche anterior, y haciéndolo mas permanente, mientras que por todas partes los hombres afilaban sus armas y reparaban sus pertrechos en preparación de la batalla que, sin duda, comenzaría al ponerse el sol.

A pesar de toda esa actividad, el humor del castillo no podría haber sido mas pernicioso El resultado del discurso de von Geldrecht era el que Félix había temido, con total exactitud. Los hombres de las varias compañías susurraban todos entre sí y lanzaban miradas suspicaces a todas las otras compañías, buscando señales de brujería en su comportamiento Algunos murmuraban acerca de poner en libertad a Tauber y llevarlo de vuelta a la enfermería. Otros mascullaban acerca de entrar por la fuerza en la celda y asesinarlo.

El padre Ulfram y Danniken iban arrastrando los pies de uno a otro grupo, en apariencia para intentar suavizar la tensión, pero no parecía que estuvieran lográndolo. Aquellos con quienes hablaban no hacían mas que señalar con el dedo a uno de los otros grupos, o les decían que fueran a predicarles a von Geldrecht y Bosendorfer.

Cuando llego a lo alto de la escalera, Félix se encamino hacia donde estaba Kat, mirando a lo lejos por encima de los neblinosos campos y el mar de zombies, con el mentón apoyado en las manos. Félix se apoyó en las almenas, a su lado, y miró en la misma dirección que ella. A lo lejos, junto a la linde del bosque, estaban erigiendo nuevas torres de asedio con huesos y pieles, esa vez tres, tan feas como las otras, y también comenzaban a tomar forma nuevas balistas y onagros. Gimió al verlos.

—Tendremos que volver a hacerlo todo otra vez, ¿eh? —dijo.

Kat no respondió.

—Al menos, esta vez podemos estar bastante seguros de que no se meterán dentro del puerto.

Ella continuó sin responder.

Félix la miró.

—¿Pasa algo?

Ella apretó las mandíbulas y frunció el ceño.

—Los odio —dijo.

—¿A los zombies?

—A los zombies no. —Miró hacia el patio de armas por encima de un hombro—. A ellos. Los hombres. Los caballeros, lanceros y arcabuceros. A todos ellos.

Félix frunció el ceño. Él mismo se sentía muy poco caritativo para con ellos en ese preciso momento, pero no sabía por qué ella decía algo semejante.

—Si esto tiene que ver con Bosendorfer, olvídate de él. Yo ya me lo he quitado de la cabeza. No habrá estado dándote problemas a ti, ¿verdad?

Ella dejó escapar el aliento.

—No tiene nada que ver con él. Son todas las murmuraciones, los susurros y… Este no es mi mundo, Félix. —Señaló hacia la oscura franja del bosque—. Mi mundo está allí, entre los árboles, haciendo lo que sé hacer. Simplemente, no puedo entender a estos…, estos… ¿Por qué los ayudamos si son tan repugnantes?

Ella se volvió a mirarlo, con los ojos destellando.

—He jurado librar Drakwald de hombres bestia y proteger el Imperio, pero cuando entro en las ciudades o en un castillo, la gente es tan… ¡vil! Se engañan unos a otros, pelean unos con otros, se gritan unos a otros. ¡Puede que se unan cuando las cosas se ponen peor, pero en cuanto acaba el problema, vuelven a culparse unos a otros por cualquier cosa que haya salido mal, y a intentar apoderarse de mas de lo que les corresponde!

Félix se encogió de hombros, con sensación de impotencia.

—Es sólo la naturaleza humana, Kat. Siempre hemos sido…

—¡Entonces, no quiero ser humana!

Félix miró a su alrededor para ver si alguien había oído aquel estallido de genio. No era el tipo de cosas que convenía decir en un territorio de cazadores de brujas y mutantes. Le dio la vuelta para que se encarara con él, con la intención de hablarle, pero ella se le abrazó de repente y dejó caer la cabeza.

—Lo siento, Félix —dijo—. No lo digo en serio. No, realmente. Es sólo que… a veces desearía poder meterme en el bosque y no volver a salir nunca mas de él.

Félix suspiró y le acarició el pelo.

—Ya sé cómo te sientes —dijo—. Hay momentos en los que desearía que Gotrek y yo no hubiéramos vuelto nunca al Imperio, pero en otras ocasiones —dijo, y le dio un beso en la parte superior de la cabeza— desearía haber vuelto antes a casa.

—También yo desearía que lo hubieras hecho. —Kat alzó los ojos hacia él y le sonrió—. Estaré mejor cuando hayamos salido de este sitio…, si logramos salir. Siempre me siento mejor cuando estoy en movimiento.

Félix se preguntó si a él le sucedía lo mismo. Hacía tanto tiempo que no permanecía en un mismo lugar durante un tiempo prolongado que no tenía ni idea de cómo se sentiría si se instalara de manera sedentaria.

Una maldición que les llegó desde el otro extremo de la muralla atrajo la atención de ambos hacia los matadores, y dejaron de abrazarse.

Gotrek aún estaba inclinado por encima de las almenas y se mordía un pulgar con aire distraído, mientras que Snorri parecía intentar escupir a tantos zombies como podía; pero Rodi golpeaba sobre las almenas con un puño.

—¿Y por qué no? —vociferaba—. Sería una muerte gloriosa.

Félix y Kat echaron a andar por la muralla hacia ellos, y oyeron que Gotrek replicaba sin volverse.

—Puedes pasar al otro lado en cuanto quieras, Rodi Balkisson, pero yo no voy a desperdiciar tanta pólvora en un glorioso fracaso.

—¡No será un fracaso! —dijo Rodi—. ¿Acaso piensas que no puedo abrirme camino con el hacha a través de una manada de cadáveres con unos cuantos barriletes de pólvora sobre la espalda? ¿Crees que soy un débil humano?

—Míralo, Balkisson —dijo Gotrek, al mismo tiempo que señalaba el dique con un grueso dedo corto—. El hecho de que tú estallaras por los aires delante de la compuerta no lograría siquiera astillar la madera.

Félix y Kat se asomaron por la abertura del matacán para mirar hacia donde señalaba Gotrek. El dique estaba encajado en pesados terraplenes de piedra construidos en ángulo con respecto a la orilla del río, de modo que cuando las compuertas estaban abiertas, el agua entraba con facilidad en el foso, como si fuera un ramal del río. Sin embargo, cuando las compuertas estaban cerradas, como en ese momento, el agua las golpeaba con constantes olas espumosas, furiosa al verse privada de su paso natural. Por lo tanto, era necesario que fueran fuertes, y lo eran. A Félix le parecía que cada uno de aquellos titanes que tenían un grosor de treinta centímetros de roble y hierro medía seis metros de alto, y dos grandiosas vigas de roble que salían de dentro de los márgenes de piedra las mantenían cerradas al agua que las azotaba con fuerza, una cerca de la parte superior, y la otra cerca del extremo inferior.

—Hay que colocar al menos cuatro cargas —dijo Gotrek—. Dos detrás de cada viga, y mechas preparadas de modo que estallen todas a la vez.

—¿Y qué problema hay? —preguntó Rodi—. Puedo hacer todo eso. —Gotrek soltó un bufido, y luego indicó con un gesto de la cabeza las decenas de zombies que daban vueltas de un lado a otro sobre las orillas de piedra del dique—. ¿Y también puedes evitar que los cadáveres arranquen una mecha mientras tú colocas otra? ¿O que aflojen las cargas a golpes?

Rodi abrió la boca, aún con actitud desafiante, pero no tenía respuesta.

—Hay cosas que ni siquiera un matador puede hacer en solitario —dijo Gotrek, y luego volvió a mirar el dique—. Esperaremos al ataque de esta noche, cuando la atención del nigromante estará fija en las murallas. Entonces, iremos.

Rodi dio media vuelta, asqueado, pero Snorri se enjugó la saliva de la barba y alzó la mirada.

—A Snorri le gusta ese plan —dijo Snorri—. Snorri ha estado sintiéndose un poco harto de quedarse dentro del castillo.

—Tú te quedarás sobre las murallas, Muerdenarices —dijo Gotrek—. Iremos sólo yo, Balkisson y el humano.

La cara de Snorri se entristeció.

—A Snorri no le gusta ese plan.

—A Kat tampoco —añadió Kat, malhumorada.

Gotrek se volvió a mirarla.

—Tú nos mantendrás a salvo de ojos fisgones, pequeña —dijo—. Ojos voladores.

Kat asintió con la cabeza al darse cuenta de a qué se refería, pero Félix vio que, a pesar de eso, se sentía decepcionada. Snorri no era el único que estaba harto de permanecer, dentro del castillo. Félix, por otro lado, se habría sentido muy contento de quedarse sobre las murallas.

Con un suspiro, retiró la cabeza de la aspillera, pero en ese momento algo atrajo su mirada. En el poste de soporte que había junto a él vio un garabato que le resultó familiar, con la madera que lo rodeaba blanqueada y reseca. Félix frunció el ceño y miró a lo largo de la muralla. Bierlitz y sus hombres reemplazaban postes a unos cincuenta pasos mas adelante.

—¿Los carpinteros no han llegado aún hasta este poste? —preguntó.

Gotrek se volvió a mirarlo.

—Lo han reemplazado esta mañana. ¿Por qué?

Félix señaló el símbolo, mientras se le caía el alma a los pies.

—Entonces, ¿cuándo ha sido hecho esto?

Kat y los matadores se acercaron a mirar el poste. Gotrek tocó la sangre con los dedos. Se borroneó. Aún no se había secado del todo.

—Hace poco —dijo—. En la última hora.

Rodi frunció el ceño.

—Hemos estado hablando casi durante todo ese tiempo. ¿Ese bastardo lo ha hecho mientras estábamos aquí mismo?

Gotrek avanzó con pesados pasos hasta el poste siguiente, y los demas fueron tras él. También había sido marcado, y la sangre aún no estaba seca.

—Snorri recuerda que ése también lo han reemplazado —dijo Snorri.

Todos se pusieron a mirar alrededor, para estudiar a la gente que había en el patio de armas y en el parapeto cubierto. Félix maldijo. Era imposible. Había demasiados, y podía ser cualquiera; uno de los hombres que retiraba escombros con los equipos de trabajo, una de las hermanas de Shallya que transportaban otro cuerpo hacia la pira, uno de los arcabuceros que se encontraban de guardia sobre la muralla. Podría ser von Geldrecht o von Volgen, Classen, Volk o Bosendorfer, que estaban mirando en dirección a las nuevas torres de asedio de los zombies. Luego estaban Bierlitz y el equipo que colocaba los postes nuevos. ¿Acaso el viejo carpintero les hacía la marca a medida que los de su grupo los erigían? ¿O lo hacía el padre Ulfram, mientras se paseaba por las murallas con Danniken, para dar aliento a los hombres?

—Deberíamos decírselo al comisario —dijo Kat, mirando en dirección a von Geldrecht y von Volgen—, aunque es probable que Bosendorfer nos acuse a nosotros sólo por resentimiento…

—Esperad —dijo Félix—. ¡Esperad!

Kat y los matadores se volvieron a mirarlo.

Él indicó a Ulfram y Danniken con un gesto de la cabeza.

—Observad al acólito —dijo—. Observad a Danniken.

Los otros se volvieron. Félix se mordió el labio inferior. ¿Tendrían razón? ¿Estaba viendo lo que creía estar viendo? Resultaba difícil saberlo en la sombra del tejado del matacán.

El demacrado acólito tomó al padre Ulfram por un codo cuando éste acabó de hablar con un grupo de arcabuceros, y luego lo llevó a lo largo de la muralla hasta el grupo siguiente. Cuando Ulfram saludó a los hombres y comenzó a hacerles preguntas, Danniken retrocedió con discreción y se recostó contra un poste de soporte, como si estuviera esperando a que el padre Ulfram acabara, pero mientras esperaba, sacó ociosamente un pequeño cuchillo, y se limpió las uñas con él; entonces, por accidente —o eso pareció—, se hizo un tajo en la yema del dedo índice.

Sorbió entre los dientes y se lo apretó; luego pasó la mano alrededor del poste hasta la cara exterior y movió el dedo ensangrentado de aquí para allá por la madera, sin mirar en ningún momento lo que hacía.

—Inteligente —dijo Rodi.

—Pero ¿cómo…, cómo puede…? —tartamudeó Kat—. ¡Sostuvo en las manos el Martillo del Juicio y no ardió! Cuando a todos los demas se les ordenó tocarlo, él se lo llevó a Ulfram y…

—¡No lo tocó! —dijo Félix, al recordar, de repente—. ¡Estaba envuelto en pieles! ¡En ningún momento lo tocó con las manos desnudas!

—Basta de charla —dijo Gotrek—. Morirá ahora mismo.

—Espera —dijo Félix—. Debemos decírselo a von Geldrecht. No queremos que nadie nos acuse de asesinato.

Gotrek gruñó con impaciencia, mientras Félix avanzaba a paso rápido por la muralla hasta el lugar en que estaban von Geldrecht, von Volgen, Classen, Bosendorfer y Volk, aún observando a los zombies y hablando entre sí. Examinó el poste que von Geldrecht tenía a su lado. También había sido marcado, y ya comenzaba a pudrirse.

—Mi señor comisario —susurró.

—¿Qué sucede ahora, herr Jaeger? —preguntó el comisario con tono cáustico—. ¿Deseáis censurarme otra vez?

Félix señaló el poste que se desmenuzaba.

—Marcas nuevas.

—¡Qué! —gritó, y avanzó. En ese momento, los otros se reunieron en torno a ellos.

Von Volgen suspiró al ver la madera que se deshacía. Von Geldrecht maldijo y golpeó la muralla con la palma de una mano.

—Silencio, mi señor —dijo Félix, que se volvió a mirar a Danniken y Ulfram—. Hemos encontrado al traidor.

—¿Qué? ¿Quién? —preguntó von Geldrecht.

—Observad a Danniken —dijo Félix—. Observad sus manos.

—¿Danniken? —dijo el comisario, otra vez en voz mas alta de lo debido—. ¿Qué ha…?

Félix lo sujetó por un brazo para hacerlo callar, e inclinó la cabeza en dirección al acólito y el sacerdote guerrero. Von Geldrecht se volvió y observó, junto con los otros, cómo Danniken conducía a Ulfram hasta el siguiente grupo de hombres, y luego se retiraba para recostarse contra otro poste. Una vez mas, siguió la misma rutina que antes: sacó el cuchillito, se limpió las uñas, se reabrió el corte de la punta del dedo índice, y luego trazó el símbolo con su sangre en la cara exterior del poste.

—Pero… —dijo Bosendorfer—. Pero, pero…

—¡Por la barba de Sigmar! —jadeó von Geldrecht—. ¡El acólito! ¡Un hombre de hábito!

—Un vil saboteador —gruñó von Volgen.

Classen comenzó a avanzar al mismo tiempo que bajaba la mano derecha hacia la espada.

—Vamos, enseñémosle la misericordia de Sigmar.

Von Geldrecht lo retuvo.

—No, deseo interrogarlo.

—¡Sí! —dijo Bosendorfer con ojos centelleantes—. ¡Debemos averiguar quiénes son sus cómplices!

—Nada bueno sale de esperar para matar a los brujos —declaró Gotrek, que llegó con Kat, Snorri y Rodi.

El comisario no le hizo el menor caso y llamó la atención de Classen con un gesto.

—Vos y Bosendorfer bajad y volved a subir a la muralla por detrás de él, a través del cuerpo de guardia. Nosotros le cerraremos el paso por este lado. No tendrá adónde ir.

—Sí, señor comisario —dijeron Classen y Bosendorfer al unísono, y se encaminaron hacia la escalera.

Von Geldrecht les hizo un gesto a los otros.

—Venid —dijo—. Demos un paseo por las murallas.

—Nos está dando la espalda —refunfuñó Kat cuando echaron a andar—. ¿Por qué no puedo dispararle y basta?

Félix y los otros humanos hicieron pésimos intentos para aparentar despreocupación, pero los enanos simplemente caminaban a su paso normal, mirándolo todo con aborrecimiento no disimulado. Félix estuvo a punto de decir algo, pero luego se dio cuenta de que siempre miraban así, y por tanto, era improbable que despertaran las sospechas de Danniken.

Sin embargo, algo las despertó. Tal vez fue la postura precavida de Classen y Bosendorfer cuando salieron del cuerpo del guardia que estaba situado a su izquierda, o el hecho de que ocho personas se dirigieran hacia él por la derecha, o quizá lo pusieron sobre aviso sus poderes oscuros, pero el caso es que cuando von Geldrecht llegó a unos veinte pasos de él, la cabeza del acólito se alzó, y sus ojos fueron con rapidez a derecha e izquierda, a la vez que se desorbitaban.

—Se ha dado cuenta —dijo Rodi.

Gotrek, Rodi y Snorri adelantaron a von Geldrecht y von Volgen, mientras sacaban las armas que llevaban a la espalda; Félix, Kat y Volk los siguieron. Más allá del acólito, Classen y Bosendorfer también aceleraron el paso.

Con una expresión desencajada, Danniken saltó hacia el padre Ulfram y lo situó de un tirón delante de sí, al mismo tiempo que le apoyaba el pequeño cuchillo contra el cuello entre gritos de sorpresa de los arcabuceros.

—¿Qué es esto? —vociferó Ulfram—. ¿Quién es? ¿Qué está sucediendo?

—¡Si me matáis, yo lo mato a él! —dijo el acólito.

—Me parece bastante justo —replicó Gotrek, que continuó avanzando con Snorri y Rodi en tanto todos los demas se detenían.

—¡Enanos! ¡Alto! —gritó von Geldrecht—. ¡No podemos poner en peligro la vida del padre Ulfram!

—¿Qué está pasando? —dijo Ulfram, que volvía la vendada cabeza de un lado a otro, mientras los matadores detenían a regañadientes—. Danniken, ¿eres tú?

—Vuestro acólito es el traidor, padre —dijo von Volgen—. El inmundo brujo que cerró el foso y debilitó las defensas.

—¿Y también envenenaste el agua, villano? —pregunto von Geldrecht—. ¿Y estropeaste la comida?

—¿Quiénes son tus cómplices? —vociferó Bosendorfer—. ¿Tauber está confabulado contigo?

En la cara de Danniken apareció una sonrisa de maníaco.

—¡Sí, yo estropeé la comida! —replicó, riendo con socarronería—. ¡Y envenené el agua! Y anulé la visión mágica del padre Ulfram cuando le traté los ojos, después de Grimminhagen.

—¡Granuja! —gritó Ulfram—. Te…

Danniken presionó mas el cuello del sacerdote con el cuchillo, hasta que sangró.

—¡Ah, sí! Tauber está confabulado conmigo —continuó—, y docenas mas. ¡Somos legión, mis señores! ¡Legión! ¡Nunca podréis erradicamos!

—¿Quiénes? —preguntó von Geldrecht, cuyas papadas temblaban—. ¿Quiénes son? ¡Decidme sus nombres!

—¡Sois todos traidores! —dijo Danniken—. ¡Vuestros huesos son traidores, acechando bajo vuestra carne, esperando sólo la llegada de la muerte para traicionaros! ¡Y yo los dejaré en libertad!

Y dicho eso, echó atrás la cabeza y empezó a lamentarse en una lengua antigua y arcana.

Los arcabuceros retrocedieron con miedo supersticioso, y Félix, Kat y los demas humanos vacilaron, temerosos de poner en peligro la vida del padre Ulfram, pero los matadores no tenían ese tipo de reparos. Comenzaron a avanzar al mismo tiempo que levantaban las armas. El padre Ulfram, sin embargo, actuó primero.

—¡Martillo de Sigmar, dame fuerza! —rugió el anciano sacerdote, y estrelló la parte posterior de su cabeza contra la mandíbula de Danniken, cerrándole los dientes de golpe e interrumpiendo la salmodia.

El acólito dio un traspié y chocó contra las almenas, escupiendo sangre, y arrastró consigo al sacerdote.

—¡Bien hecho, padre! —gritó von Geldrecht.

Cuando los otros se lanzaron hacia ellos, el sacerdote giró sobre sí mismo y, a ciegas, acometió a Danniken con los puños.

—¡Hereje! —gritaba—. ¡En el nombre de Sigmar te excomulgo!

Un golpe brutal lanzó al acólito de espaldas entre dos almenas, pero Ulfram perdió el equilibrio y cayó encima de él, con la cabeza y los hombros fuera de la muralla.

—¡Paradlos! —gritó von Geldrecht—. ¡Atrapadlos!

Bosendorfer fue el primero en llegar hasta ellos e intentó atrapar los tobillos de Ulfram; pero Danniken, con una fuerza sorprendente, corcoveó debajo de Ulfram y arrastró al sacerdote otros treinta centímetros mas hacia el vacío, y al patalear y bracear, el sacerdote apartó a golpes las manos del espadón.

Gotrek empujó a Bosendorfer hacia un lado y aferró la larga sobrevesta blanca de Ulfram, pero fue demasiado tarde. El sacerdote y el falso acólito cayeron al vacío, y el matador se quedó con una larga tira de tela blanca en las manos.

Félix y Kat corrieron a las almenas con todos los demas, y vieron cómo los dos cuerpos caían en el espeso fango del foso vacío, entre los zombies que deambulaban de un lado a otro. Durante un largo segundo, ellos y los demas presentes en la muralla se quedaron mirando los dos cuerpos que permanecían allí tendidos, inmóviles, pero luego, para asombro de todos, el anciano sacerdote tosió e inspiró de modo brusco, y agitó los brazos.

—¡Padre Ulfram! —gritó von Geldrecht—. Padre, ¿estáis bien? ¡Que alguien traiga una cuerda! ¡Una cuerda!

Sin embargo, fue Danniken quien primero se levantó, quitándose de encima el cuerpo del sacerdote, roto y desaliñado. Alzó la mirada hacia el parapeto y rió, con la boca llena de fango y sangre; levantó a Ulfram por el cuello del hábito, y alzó el cuchillito muy arriba, mientras el sacerdote manoteaba débilmente las piernas de Danniken con las manos rotas.

Danniken lo apuñaló en el pecho.

—¡Al fin estoy en libertad para reunirme con mi maestro! —gritó, y volvió a clavar el cuchillo—. Todos vosotros os uniréis a mi maestro para marchar con él en…

En su boca apareció una flecha, clavada hasta media vara como en un truco de tragaespadas. Las palabras del acólito fueron interrumpidas por una gárgara de sangre, y los ojos se le pusieron en blanco. Félix miró hacia la derecha. La cuerda del arco de Kat aún vibraba. Los ojos de ella llameaban.

Danniken cayó hacia atrás con lentitud para yacer junto a Ulfram, que estaba tendido boca abajo en el fango, donde la sangre se iba extendiendo para formar un gran charco.

Gotrek gruñó y miró a von Geldrecht.

—Eso debería haberse hecho al principio.

El comisario no parecía haberlo oído. Se limitaba a continuar con los ojos fijos en el sacerdote.

—Volk —dijo en voz baja—, pedidle a Bierlitz que prepare una cuerda con arnés. Recuperaremos el cuerpo del padre Ulfram y le ofreceremos los rituales adecuados. También cortaremos la cabeza a Danniken y registraremos su cuerpo por…

Calló cuando el padre Ulfram se agitó e intentó meter las manos debajo del cuerpo.

—¡Padre…, padre Ulfram! —gritó—. Padre, ¿aún estáis vivo? ¡Alabado sea Sigmar! ¡Volk, la cuerda! ¡Deprisa!

Volk se alejó corriendo hacia Bierlitz, pero cuando el padre Ulfram se puso de pie con inseguridad en el fango que le cubría hasta los tobillos, Danniken se sentó a su lado, mirando hacia lo alto porque la flecha que le entraba por la boca no le permitía bajar la cabeza.

—¡Sangre de Sigmar! —juró von Geldrecht cuando el acólito se sentó—. Danniken también está vivo. ¡Disparadle otra vez, arquera, antes de que le haga mas daño al padre Ulfram!

Kat, obediente, puso otra flecha en la cuerda del arco, pero Danniken no atacó a Ulfram. Ni Ulfram atacó a Danniken. En cambio, ambos giraron al mismo tiempo y se adentraron arrastrando los pies en la horda de zombies que andaban dando vueltas a su alrededor. Para cuando Volk regresó con Bierlitz, Félix los había perdido entre la horda, que se los había tragado enteros.

Von Geldrecht se apoyó contra las almenas y dejó que su cabeza bajara hasta tocar la piedra.

—Perdonadme, Bierlitz —dijo con voz cansada—. Aquí no hay nada que podáis hacer. Continuad reemplazando los postes dañados. Classen, Bosendorfer, Volk, haced correr la voz. Nuestro traidor ha sido descubierto… y está muerto.

Classen y Volk asintieron, pero Bosendorfer se quedó donde estaba.

—¿Y qué haremos con respecto a los otros traidores, mi señor? Tauber y las decenas de otros que mencionó Danniken.

Von Volgen soltó un bufido.

Von Geldrecht cerró los ojos y se irguió.

—No seáis burro, espadón. No hay ningún otro traidor. Sólo lo ha dicho para sembrar la discordia entre nosotros. Marchaos y haced lo que os he ordenado.

Bosendorfer le dirigió una mirada fulminante, pero saludó y se alejó con, Classen, sin decir una palabra mas. Los matadores acompañaron a Volk para hacerle preguntas sobre pólvora y mechas, pero Félix vaciló cerca de von Geldrecht y von Volgen.

—Eh…, mi señor comisario —dijo—, os pido disculpas por volver a mencionar el tema, pero si creéis que Danniken era el único traidor, ¿creéis entonces que Tauber es inocente?

Von Geldrecht frunció el ceño, y luego suspiró.

—Sí, herr Jaeger —dijo—. Lo mas probable es que sea inocente.

—¿Así que lo dejaréis en libertad?

—Lamentablemente, no puedo.

Von Volgen gruñó, y el enojo destelló en sus ojos.

—Mi señor, ¿por qué no? Ese hombre es necesario.

El comisario miró a Félix y luego al noble, y a continuación, apartó de ellos la mirada, con la cara demacrada y apesadumbrada.

—Lo siento, pero la decisión es del graf Reiklander, no mía. Por favor, dejad estar el tema.

Comenzó a cojear hacia la escalera, pero von Volgen se interpuso en su camino, con los dientes apretados.

—Mi señor, me gustaría oír esa orden de los labios del propio graf Reiklander. No son sólo las vidas de los hombres del castillo Reikguard las que están en juego. Muchos de sus caballeros han muerto durante estos últimos días por falta de atención médica. Me gustaría oír de su propia boca las razones para esto.

La cara de von Geldrecht enrojeció.

—Eso es imposible —dijo—. El graf está demasiado enfermo como para que lo molesten.

—¿Ah, sí? —preguntó von Volgen—. ¿Y tal vez demasiado enfermo como para dar órdenes?

El comisario se quedó petrificado y lo miró con ferocidad.

—¿Qué estáis insinuando, mi señor? Hablad con claridad.

Von Volgen le sostuvo la mirada durante un momento, pero luego tosió y bajó la vista.

—No os culpo, señor comisario. Creo que no es mas que natural que, al haber sido arrojado el mando sobre vuestros hombros como lo ha sido, uséis el nombre del graf para añadir autoridad a vuestras órdenes…, con independencia de si el graf las ha dado o no.

Pareció que von Geldrecht iba a explotar, pero luego también él apartó la mirada.

—Vuestra suposición es comprensible, mi señor —dijo—. Pero el graf Reiklander aún gobierna aquí, y desea que Tauber continúe en prisión. Lo siento. Tendréis que aceptar mi palabra al respecto.

Y con eso, dio media vuelta y se alejó, cojeando, hacia la escalera; golpeaba con enojo el bastón a cada paso.

Von Volgen apretó los puños y dio la impresión de que iba a llamarlo, pero se contuvo y se volvió otra vez hacia la muralla para fijar la mirada en la horda de zombis.

Félix miró a von Volgen durante un largo minuto, y luego se apartó de Kat para ir a situarse a su lado.

—Mi señor —susurró—, ¿por qué no ocupáis vos su lugar?