TRECE

TRECE

—Despierta humano —susurro Gotrek.

Félix levantó la cabeza con brusquedad. No recordaba haberse dormido, pero al parecer, lo había hecho. Aun estaba oscuro, aunque los primeros rastros de un amanecer rojo teñían el cielo oriental, por encima de los árboles, y todo parecía estar en calma. Los arcabuceros patrullaban por las murallas, los lanceros hacían guardia sobre el muro de contención, al lado de la puerta del río, los destacamentos de la guardia nocturna sacaban escombros de las residencias parcialmente quemadas y reparaban otros desperfectos sufridos por el castillo durante la batalla, y la pira de zombies y defensores muertos aún ardía en el patio de armas.

—¿Qué sucede? —pregunto con voz ronca—. ¿No se ha presentado?

—Está aquí —replicó Gotrek mientras señalaba con un gesto de la cabeza los matacanes que cubrían la esquina oriental del castillo—. Allí.

Félix entrecerró los ojos para intentar penetrar la oscuridad que había debajo del matacán, pero entonces llamo su atención un movimiento que se produjo encima. Una sombra gris casi del mismo tono que las ripias que cubrían el inclinado tejado gateaba sobre manos y rodillas con tanta delicadeza y cuidado como si fuera una araña, y mientras Félix la observaba, se detuvo y extendió una mano fuera del borde del tejado durante unos cinco minutos, tal vez, para luego continuar gateando.

—Nos oiría si intentáramos ir por él —dijo Gotrek—, pero no oirá una flecha. —Miró hacia el templo de Sigmar—. Ve a avisar a la pequeña. Señaláselo. No puede verlo desde donde está. Luego, ve a bloquear la puerta del subterráneo de la torre del homenaje.

Félix bajó la mirada hacia el patio de armas, y después reculó hasta el matacán.

—Me verá.

Gotrek se encogió de hombros.

—Hay mucha gente dando vueltas por ahí. Sólo serás uno mas. Bastará con que no lo mires.

Félix asintió con la cabeza y se marchó furtivamente. Bajó por la escalera interior de la torre izquierda de la puerta del río, luego pasó andando a paso tan despreocupado como pudo por delante de la residencia de caballeros para rodear el puerto hasta el patio de armas. Le resultaba casi imposible no desviar la vista hacia la sombra de los matacanes.

Así pues, para evitarlo, se concentró en el tejado del templo de Sigmar, y al acercarse a él vio movimiento en las sombras de la zona en la que se encontraba con el muro chamuscado de la residencia de oficiales, y apareció la cara de Kat, que lo miró con expresión interrogativa.

Félix inclinó dos veces la cabeza en dirección a la figura de lo alto de los matacanes, y luego, tan al descuido como pudo, alzó una mano hacia el pecho e hizo un pequeño movimiento de tensar y disparar, como si apuntara con un arco diminuto.

Kat pareció entender qué quería decirle, porque asintió con la cabeza y volvió a ocultarse en las sombras, para retirar el arco de su hombro y sacar una flecha de la aljaba.

Félix le volvió la espalda al templo y cruzó hasta la entrada del subterráneo de la torre del homenaje. Las grandes puertas se encontraban cerradas, pero el pequeño postigo estaba abierto. Se detuvo a su lado y se recostó contra la resistente madera de roble como si estuviera tomando un poco el aire mientras observaba las idas y venidas de los demas por el patio de armas.

Entonces, se permitió alzar la vista hacia los matacanes, y vio que la sombra continuaba gateando por el tejado, y que era obvio que seguía con su obra, cualquiera que fuese. Volvió a detenerse en un punto paralelo a la residencia de oficiales, bajó la mano por el borde exterior del tejado, permaneció así durante unos segundos, y continuó avanzando con lentitud.

Sin que la sombra lo supiera, no obstante, había fuerzas que estaban moviéndose contra ella. De las ruinas del establo situado a la izquierda de Félix salió Snorri, caminando hacia la escalera que ascendía a lo alto de la muralla por la esquina occidental, como si no tuviera la mas mínima preocupación en el mundo. La silueta baja y ancha de Rodi apareció furtivamente en la puerta delantera de la residencia de caballeros medio destrozada, y se encaminó hacia la escalera situada en el lado este. Gotrek se puso a recorrer el parapeto con pesados pasos para mirar por encima de las almenas como si lo único que tuviera en la cabeza fuera la horda de zombies. Y sobre el puntiagudo tejado del templo de Sigmar, Kat trepó por la pendiente hasta que pudo ver por encima de la residencia de oficiales, y entonces retrocedió y tensó el arco al máximo.

Félix contuvo el aliento cuando Kat salió al descubierto, rodó sobre sí misma y disparó, todo en un solo movimiento grácil. Estaba demasiado oscuro como para ver volar la flecha, pero no tuvo la mas remota duda de que había dado en el blanco. Con un chillido como el de una oca asustada, la sombra que andaba por encima de los matacanes se irguió, sujetándose un hombro; luego se desplomó sobre las ripias y rodó hacia el borde.

Libres de la necesidad de cautela, los matadores echaron a correr; Snorri cargando como una locomotora por la sala superior del cuerpo de guardia para salir por el otro lado, Rodi subiendo por la escalera con pesados pasos y Gotrek girando en la esquina oriental y pasando de largo junto a él. Kat se quedó donde estaba y sacó otra flecha, pero antes de que pudiera dispararla, la sombra cayó por el borde del matacán.

Félix esperaba que impactara como un peso muerto sobre el tejado de la residencia de oficiales, pero, para su sorpresa aterrizó sobre las cuatro extremidades como un gato, y luego, aunque era muy evidente que se había hecho daño al caer, continuó moviéndose, y descendió a través de un agujero ennegrecido que los fuegos habían abierto en el tejado de ripias.

Los tres matadores saltaron desde la muralla tras la figura, y luego bajaron por la pendiente y se lanzaron al interior a través del agujero.

A esas alturas, los hombres que había por todo el patio de armas habían alzado la mirada hacia el ruido, y cuando Kat bajó del tejado del templo y corrió hacia la entrada de la residencia, varios la siguieron, desenvainando espadas y dagas mientras ella sacaba los destrales. A Félix no le resultó fácil permanecer junto a la puerta del subterráneo de la torre del homenaje porque quería participar en la acción, pero debía quedarse donde estaba. En un juego de gato y ratón era necesario vigilar todos los agujeros.

Del interior de la residencia medio quemada le llegaron golpes sordos, cosas que se estrellaban, y el rugido de los enanos.

—¡Snorri lo tiene! —gritó Snorri. Y un segundo después oyó—: ¡No, no lo tiene!

Luego, se alzó la voz de Gotrek, enfurecida.

—¡Permaneced en vuestras habitaciones! ¡Cerrad la puerta!

Y la de Rodi.

—¡Apartaos del camino!

Un segundo mas tarde se abrió de golpe la puerta de la residencia, y una sombra negra salió disparada al exterior. Kat fue la primera que saltó hacia ella, blandiendo ambos destrales, pero, de algún modo, se escabulló y atravesó la multitud, apartando a los hombres a izquierda y derecha. Éstos cayeron unos sobre otros por intentar atraparla, pero forcejeó hasta soltarse y luego corrió hacia la puerta del subterráneo de la torre del homenaje.

Félix se situó ante la pequeña puerta y alzó la espada, sonriendo con ferocidad. Había hecho bien al quedarse junto al agujero; el gato sabio pillaría el ratón que se les había escapado a todos los demas.

La sombra continuó hacia él, sin ralentizar la marcha ni desviarse, con Kat, los matadores y los hombres del castillo corriendo tras ella. Félix alzó a Karaghul aún mas arriba al ver que la sombra continuaba en línea recta hacia él, y luego la bajó en un tajo descendente dirigido hacia la clavícula, y le dio… a nada. La hoja atravesó la sombra como si no estuviera allí, y sin embargo, un segundo mas tarde, esa misma sombra lo golpeó con un hombro en el esternón con la fuerza suficiente como para hacerlo caer de espaldas, y pasó corriendo por encima de él para entrar en el subterráneo de la torre del homenaje.

Félix volvió a levantarse de un salto, tosiendo y esforzándose para que el aire le entrara en los pulmones, y se lanzó tras ella. Continuó corriendo por el pasillo principal y dejó atrás el comedor y los almacenes, en dirección a los barracones situados al fondo. Si llegaba allí, encontraría una abundancia de sitios en los que ocultarse, y ropa para cambiarse y que no lo reconocieran. Félix no podía permitir que eso sucediera. Aceleró el paso, moviendo las piernas a la máxima velocidad posible y, maravilla de maravillas, acortó distancia.

A mitad del corredor aceleró mas y se lanzó hacia la sombra para aferrarla por las piernas. Cuando volaba por los aires, se dio cuenta de que la sombra no tenía ninguna flecha clavada en el hombro.

Se le abrazó a las piernas, ocultas bajo el ropón, y ambos cayeron juntos, pero algo parecía estar muy fuera de lugar. Félix no palpó piernas bajo el ropón. De hecho, el ropón no tenía tacto de ropón.

Se estrellaron contra el suelo como uno solo, pero cuando la figura cayó con un sonido de palmada, estalló en un enjambre de formas negras que chillaron y aletearon en torno a su cara, antes de ascender por el aire. Félix manoteó, como un desesperado y aplastó a una en un puño. Le clavo en el dedo índice unas garras afiladas como agujas en el momento de morir; era un murciélago diminuto, pero podrido y mohoso.

El resto de la bandada ascendió, giró y salió disparada hacia la puerta, justo en el momento en que llegaban Kat, los matadores y el resto de hombres. Se protegieron la cara cuando las pequeñas bestias pasaron aleteando junto a ellos y se desvanecieron en la noche.

—¿Dónde está? —gruñó Gotrek mientras caminaba hacia Félix.

Félix se puso de pie y le tendió la mano para mostrarle el maltrecho cadáver de murciélago.

—Aquí —dijo—. Y en la bandada que ha salido volando por la puerta.

Kat negó con la cabeza.

—No —dijo—. Yo he herido a un hombre. Lo he oído gritar. Esto era un señuelo. —Echó a correr hacia la puerta—. ¡Volvamos a la residencia de oficiales! ¡Deprisa!

Rodi negó con la cabeza.

—No estará allí. Nos hizo perseguir al señuelo hasta aquí para poder escabullirse.

Gotrek asintió con la cabeza, asqueado.

—Lo hemos perdido.

—Pues yo creo que no —intervino Félix—. Sólo tenemos que buscar a un hombre que tenga una herida en un hombro.

Gotrek alzó una peluda ceja.

—¿Cuántos hombres del castillo Reikguard tienen una herida en un hombro?

A Félix se le cayó el alma a los pies. El Matador tenía razón. Después de tantos combates, todos los del castillo estaban heridos de una u otra manera. Aunque encontraran a un hombre con una herida por perforación, ¿cómo iban a demostrar que se la había hecho la flecha de Kat?

—¿Tienes un plan mejor? —preguntó Félix.

—Sí —replicó Gotrek, mientras se alejaba—. Matarlos a todos. Así estaremos seguros de matarlo a él.

* * *

Cuando sacaron al comisario de la cama y le dieron la noticia, pareció al borde de las lágrimas.

—¿Otra vez? —dijo, paseándose ante las puertas del subterráneo de la torre del homenaje—. ¿Otra vez?

De repente, se detuvo y se volvió hacia sus oficiales.

—Despertad a todo el mundo —dijo—. Reunidlos ante templo de Sigmar. No esperaré hasta después del desayuno para hablar. Comenzaremos ahora. ¡Esto se acabará hoy mismo!

—Mi señor —dijo von Volgen, que había seguido a von Geldrecht como una adusta sombra—, como dice el Matador, todos están heridos. Resultará difícil…

El comisario hizo un gesto para quitar importancia a eso.

—No habrá necesidad de buscar heridas —dijo—. Tengo un método mejor. Lo descubriremos; podéis estar seguro de ello.

Pero cuando observaba a von Geldrecht alejarse cojeando, Félix pensó que von Volgen no parecía en absoluto muy seguro.

* * *

Mientras la gente del castillo empezaba a reunirse en el patio de armas para escuchar a von Geldrecht, Félix, Kat y los matadores subieron a las murallas a examinar las secciones del matacán que el traidor había visitado durante su furtivo recorrido, y fue Félix quien descubrió la primera señal de sabotaje, y casi murió por ello.

Al recordar que el saboteador se había detenido a intervalos regulares y había extendido una mano fuera del borde exterior del tejado del matacán, Félix salió para trepar sobre las almenas y examinar las ripias y los muros desde el exterior, aunque no estaba seguro de qué buscaba. No vio nada en las ripias, ni tampoco en los paneles altos hasta el hombro que protegían a los defensores de los ataques aéreos y del fuego enemigo, pero al mirar uno de los postes que sostenían el tejado, vio un extraño garabato negro trazado en la madera.

A primera vista, Félix lo tomó por una marca de carpintero, trazada con carbón, pero en la forma había algo que no encajaba. Aferró el poste para izarse y poder mirarlo desde mas cerca, pero la madera cercana a la marca se rajó y cedió, y el poste se deslizó hacia un lado bajo el peso de Félix. Sólo un manoteo frenético y el hecho de lograr sujetarse a los paneles con desesperación evitaron que Félix cayera hacia atrás desde las murallas y se precipitara dentro del mar de zombies de abajo.

—¡Félix! —gritó Kat desde el tejado.

—¿Estás bien, humano? —preguntó Gotrek tras alzar la mirada.

A Félix, que se aferraba a los paneles, el corazón le latía con tanta fuerza que el ruido casi le impidió oírlos. Con un cuidado infinito, se aupó de vuelta sobre la sólida piedra de las almenas, y dejó escapar un suspiro.

—Creo —dijo— que podría haber encontrado algo. —Señaló el poste siguiente con mano temblorosa—. Mirad allí, en la parte superior. Pero no ejerzáis peso sobre él. No aguantará.

Kat y los matadores se acercaron al poste siguiente; Félix se reunió con ellos cuando logró que sus piernas volvieran a funcionar, y vio que también tenía escrito un garabato. Decididamente, se trataba de algún tipo de símbolo, pero no de uno que pudiera hacer un carpintero. Tenía el aspecto del tipo de glifos arcanos que había visto tallados en tumbas muy antiguas y otros sitios de inconmensurable malignidad, a los cuales había llegado durante sus viajes con Gotrek, y no lo habían trazado con carbón, como había creído en un principio, sino con sangre, ahora seca y amarronada.

La madera que rodeaba el símbolo tenía un color distinto ala del resto del poste, pálida y gris, como si hubiera estado expuesta a los elementos durante siglos. Gotrek gruñó al ver la decoloración, y luego pellizcó la madera con el índice y el pulgar. Se desmenuzó como queso seco.

Kat sacudió la cabeza, consternada.

—Taal y Rhya, si hubiera marcado todos los postes…

—Los matacanes se habrían desplomado en su totalidad —dijo Félix.

—Pero probablemente no hasta el inicio de la siguiente batalla —dijo Rodi, sonriente—. Una pequeña y asquerosa trampa.

—Veamos cuántos ha marcado.

Pero antes de que pudiesen haber comprobado mas que unos pocos, sonó un cuerno, y la voz de Classen se dejó oír en el patio de armas.

—¡Formad! ¡Formad! ¡El señor comisario von Geldrecht os hablará!

A Gotrek le rechinaron los dientes, y bajó la mirada hacia la multitud reunida.

—Hay cosas que hacer.

—Sí —asintió Rodi—. Reemplazar estos postes, abrir el dique para volver a inundar el foso…

—Matar mas zombies —añadió Snorri.

Pero los tres matadores dieron media vuelta y se encaminaron hacia la escalera a pesar de todo, y Félix los siguió, en compañía de Kat, hasta el patio de armas.

El humor de los hombres entre los que pasaban apretadamente para situarse en primera fila era hosco en el mejor de los casos. Soldados que apenas unas horas antes habían matado a los últimos zombies de la puerta del río refunfuñaban diciendo que no se les permitía dormir, ni comer, ni beber antes de formar. Los hombres de los turnos de guardia de la mañana, cuyo trabajo era reparar los daños sufridos durante la batalla, refunfuñaban porque no podían continuar con su trabajo. Los sirvientes refunfuñaban porque los habían apartado de la preparación de galletas y agua. Félix se solidarizaba con todos ellos. Ya no sabía cuánto tiempo hacía que él y Kat no habían podido descansar ni un minuto, y no parecía que fueran a tener posibilidad de hacerlo en breve.

Pero no podía decirse que fueran los que estaban en peores condiciones entre los presentes. Incluso habían sacado al patio de armas a los heridos, a quienes se veía tumbados, sentados o medio caídos allí donde los habían dejado, mientras que la hermana Willentrude y sus iniciadas permanecían de pie, agotadas, entre ellos, con aspecto de estar aún mas furiosas que todos los presentes combinados.

Cuando todos hubieron guardado silencio, von Geldrecht subió por los escalones del templo de Sigmar y fue a situarse junto al sargento Classen, von Volgen y la grafina Avelein Reiklander. El padre Ulfram y su acólito aguardaban detrás de ellos, mientras que Bosendorfer y sus espadones flanqueaban los escalones, con las enormes armas desenvainadas y con la punta hacia abajo en posición de descanso de desfile. «¿Qué razón hay para eso?», se preguntó Félix.

—Defensores del castillo Reikguard —declamó von Geldrecht, cuya cara se veía demacrada a la luz de la pira funeraria que aún ardía—. Os hemos reunido hoy aquí en nombre del graf Reiklander…

Inclinó la cabeza hacia la grafina Avelein al decir eso, pero ella no acusó recibo, sino que se limitó a mirar al vacío con ojos vidriosos y una extraña media sonrisa en los labios.

Von Geldrecht tosió y volvió a empezar.

—Os he reunido en nombre del graf Reiklander, digo, con el fin de abordar un asunto serio, ¡y ponerle fin! —Se le quebró la voz al intentar hacer hincapié en estas últimas palabras, y sus ojos, cuando paseó la mirada por todos los presentes, centellearon con expresión salvaje—. ¡Hay un traidor entre nosotros, un brujo saboteador que está debilitando nuestras defensas!

Ante eso se alzó un murmullo, pero von Geldrecht lo acalló con un cansado brazo.

—¡Sí! —gritó—. ¡Un traidor! Un colaborador del inmundo nigromante que se oculta en el bosque y envía contra nosotros sus asquerosos cadáveres. Es este traidor quien rompió las runas de protección que había en las murallas, quien drenó el foso, quien abrió el agujero a través de la puerta del río. ¡Pero su reinado del sabotaje acabará hoy! ¡Esta mañana, aquí y ahora, lo desenmascararemos!

El murmullo de la multitud se hizo mas sonoro cuando von Geldrecht se volvió a mirar al padre Ulfram.

—Padre —dijo—, comencemos.

El padre Ulfram vaciló, como reacio, y luego le hizo una señal a Danniken. El demacrado joven le dedicó una reverencia y se acercó a una rústica mesa de madera que habían colocado a un lado. Sobre ella había algo envuelto en piel de marta. Vaciló y pareció que rezaba; luego, recogió el hato en los brazos con tanto cuidado como si fuera una bomba y volvió junto al padre Ulfram. Cuando el sacerdote se inclinó ante él, Danniken desenvolvió el paquete con delicadeza para dejar a la vista un martillo de guerra de increíble factura, de oro con filigrana e incrustado de gemas, cuyos bordes brillaban en rojo a la luz de la pira.

—¡Contemplad! —dijo von Geldrecht, extendiendo una mano—. El Martillo del Juicio, empuñado primero por Frederick el Intrépido, bisabuelo de nuestro amado emperador Karl Franz. Durante mucho tiempo ha descansado en el panteón familiar del castillo Reikguard, pero siempre que hay que derrotar al mal, se lo saca al exterior, porque su mero contacto destruye a los inicuos y los quema con el fuego sagrado del cometa de doble cola de Sigmar.

Las manos de Danniken temblaron al tenderle al padre Ulfram el sagrado martillo dentro de su lecho de pieles.

—Helo aquí, padre.

El sacerdote ciego extendió los brazos y buscó a tientas hasta tocarlo, para luego levantarlo con una mano e iniciar una plegaria mientras lo sostenía por encima de la cabeza. Quizá fuese una sombra del hombre que había sido, pero Félix pensó que tenía que haber retenido una parte de su antigua fuerza para levantar un arma como aquélla. Parecía hecha de oro macizo.

Mientras el padre Ulfram rezaba, von Geldrecht observaba la multitud con ojos demasiado brillantes.

—Cada uno de vosotros —dijo—, avanzará, uno por vez, y pondrá las manos sobre el martillo. ¡Nuestro traidor será aquel cuya carne impura se consuma al entrar en contacto con una reliquia tan sagrada como ésta! En ese momento… —dijo, e hizo un gesto de asentimiento hacia Bosendorfer y los espadones—, lo mataremos de inmediato. A aquellos que se nieguen a someterse a esta prueba también los mataremos.

Félix se volvió con inquietud hacia Gotrek cuando el patio de armas estalló en ansiosos susurros.

—¿Tu crees que esto funcionará? —preguntó—. ¿Crees que el martillo tiene el poder que él dice que tiene?

—Eso no importa —gruñó Gotrek—. El traidor no lo tocará.

—Pero von Geldrecht ha dicho que todos tienen que tocarlo —puntualizó Kat.

Antes de que Gotrek pudiera responder, una voz colérica gritó entre los heridos.

—¡Habéis olvidado a algunos sospechosos, mi señor! ¿No deberían Tauber y sus ayudantes someterse también a la prueba?

La totalidad del patio de armas se volvió para mirar a la hermana Willentrude, que miraba a von Geldrecht con expresión colérica en su ojeroso rostro.

Félix miró a su alrededor, mientras su enojo aumentaba. ¿Tenía razón la sacerdotisa? ¿No estaba allí Tauber? ¿Lo había olvidado von Geldrecht? ¿O lo había excluido a propósito? ¿Sería ésa otra señal de la extraña conexión existente entre los dos hombres, que había hecho que von Geldrecht lo ocultara a los ojos de Bosendorfer y lo mantuviera alejado de su deber? Su enojo llegó al punto de ebullición al ver que Draeger y sus hombres habían sido sacados de las celdas, pero no Tauber.

—¡Sí! —gritó Félix—. ¿Dónde está Tauber? Dejad que demuestre su inocencia para que pueda volver al trabajo.

—¿Y si arde? —murmuró Gotrek.

A Félix le dio un vuelco el corazón. No había pensado en eso, pero si Tauber era el traidor, después de todo, aún había mas razones para que se sometiera a la prueba.

—Nosotros ya sabemos que es Tauber —exclamó el comisario, mirando con nerviosismo a Félix y la hermana—. No hay necesidad de ponerlo a prueba.

—¡Entonces habéis mentido antes, señor comisario! —gritó Willentrude—. Dijisteis que lo retendríais hasta poder determinar su culpabilidad o inocencia. Si sabéis que es culpable, ¿por qué no lo habéis matado? ¡Traedlo aquí fuera!

Los presentes en el patio de armas comenzaron a manifestar su acuerdo con murmullos, algunos porque querían que Tauber ardiera, otros —sobre todo los heridos— porque querían que lo pusieran en libertad, pero todos parecían coincidir en que debía sometérselo a la prueba.

Von Geldrecht parecía a punto de explotar.

—¡Esto no tiene nada que ver con Tauber! —dijo—. ¡Esto tiene que ver con encontrar a otro hombre!

—Pero ¿y si Tauber fuera el único? —propuso Félix—. ¿Y si tuviera el poder de deslizarse por entre los barrotes como la niebla? ¿O como una bandada de murciélagos?

Von Geldrecht abrió la boca para oponer otro argumento, pero a esas alturas gritaban voces por todo el patio de armas y ahogaban la suya.

—¡Poned a prueba a Tauber!

—¡Dejar que arda!

—¡Ponedlo en libertad!

Los ojos de von Geldrecht iban de un lado a otro, asustados. Félix sonrió con sorna. Ante aquello, el comisario iba a tener que sacar a Tauber al patio de armas, o se encontraría con una insurrección entre manos. Pero entonces, Félix miró a Bosendorfer y vio que sus ojos centelleaban de emoción y que sus manos apretaban con fuerza la empuñadura del arma a dos manos que llevaba.

—¡Muy bien! —gritó von Geldrecht por encima de los gritos de la muchedumbre—. ¡Muy bien! ¡Tauber será sometido a la prueba! —Se volvió hacia dos de los caballeros del castillo y les dio una llave—. Traed al cirujano y a sus ayudantes.

Félix gimió cuando los caballeros saludaron y se marcharon a paso ligero hacia la escalera de la torre del homenaje.

—Sigmar —dijo—. Hemos firmado su sentencia de muerte.

—¿La de quién? —preguntó Kat—. ¿La de Tauber? ¿Crees que es culpable?

Félix negó con la cabeza.

—Mira a Bosendorfer. ¿Crees que esperará a que se demuestre la culpabilidad de Tauber antes de golpear?

Los ojos de Kat se desorbitaron.

—¡Por la misericordia de Shallya!

—Y ahora —dijo von Geldrecht con voz ronca, descargando una buena parte de su peso en el bastón—, si no hay mas interrupciones, comenzaremos. —Se volvió hacia la grafina Avelein—. Grafina, si queréis ser la primera, no os entretendremos por mas tiempo.

Avelein despertó de su aturdimiento y asintió con la cabeza. Los hombres de Bosendorfer se tensaron, y todo el patio de armas contuvo el aliento mientras ella se acercaba y posaba, sin vacilar, ambas manos sobre el martillo sagrado, al mismo tiempo que inclinaba la cabeza para rezar. Cuando no estalló en llamas, la muchedumbre volvió a respirar.

—Gracias, grafina —dijo von Geldrecht.

Ella hizo una reverencia femenina, y luego se alejó hacia la escalera de la torre del homenaje, con la media sonrisa aún fija en el rostro. Félix la observó con curiosidad, ya que su comportamiento logró atravesar la ansiedad que él sentía por Tauber y Bosendorfer. ¿Qué había sucedido con su anterior tristeza? ¿El graf estaba recuperándose?

—Lanceros —llamó von Geldrecht—, avanzad.

Los lanceros obedecieron, ahora bajo el mando de un sargento que Félix no conocía. Ya quedaban menos de veinte. La multitud volvió a guardar silencio mientras el sargento tendía las manos y tocaba el martillo, y volvió a respirar otra vez cuando no sucedió nada. A medida que el resto de los lanceros avanzaban y ponían las manos sobre el martillo, uno a uno, sin incidentes, la tensión que precedía a cada gesto fue disminuyendo, aunque nadie miraba nada mas.

Cuando los lanceros hubieron acabado, los hombres de Bosendorfer les señalaron las puertas del subterráneo de la torre del homenaje, y los enviaron a esperar dentro. Esta medida estaba destinada a garantizar que nadie que no se hubiese sometido aún a la prueba pudiera deslizarse entre aquellos que sí lo habían hecho.

En mitad del proceso de prueba de los arcabuceros de Hultz, volvieron los dos caballeros que se habían marchado corriendo, conduciendo una triste fila de hombres mugrientos que arrastraban los pies e iban encadenados unos a otros. Félix necesitó un momento para reconocer en la flaca figura sin afeitar que iba en cabeza a Tauber. La sonrisa de superioridad y los penetrantes ojos del cirujano habían desaparecido, reemplazados por una mirada inexpresiva de boca floja.

Félix observó a Bosendorfer cuando Tauber era llevado hasta la primera fila de la muchedumbre, temeroso de que fuera a atacarlo allí mismo y sin demora, pero el espadón se quedó mirando al cirujano fijamente con ojos duros y fríos, y permaneció en su puesto.

Félix pensó que von Geldrecht pondría a prueba a Tauber de inmediato para acabar de una vez, pero no lo hizo. Por el contrario, llamó a Classen y los caballeros del castillo, y los obligó a tocar el martillo mientras Bosendorfer y sus espadones se mantenían preparados para matarlos; luego hizo que Bosendorfer y sus espadones tocaran el arma sagrada mientras Classen y sus caballeros se mantenían preparados para matarlos a ellos. Nadie estalló en llamas.

Después, les tocó el turno a la hermana Willentrude y sus iniciadas, y luego a los heridos, mientras Tauber y sus ayudantes continuaban allí de pie, esperando. Félix se preguntó por qué von Geldrecht estaba obrando de ese modo. ¿Estaría dejando lo mejor para el final? ¿Tendría miedo de que Tauber no estallara en llamas, y quería retrasar la inevitable decepción? Entonces, se dio cuenta de por qué lo hacía. No tenía miedo de que no sucediera nada. En realidad, tenía miedo de que Tauber ardiera de verdad.

—¡Piensa que Tauber es culpable! —susurró—. Y no quiere que lo sea.

—Sí —asintió Kat—. Tienes razón. Pero ¿por qué?

Félix se encogió de hombros. No tenía ni idea.

Tardaron casi media hora en poner a prueba a los heridos, ya que muchos de ellos tuvieron que ser transportados escaleras arriba y alzados de modo que pudieran tocar el martillo. Algunos estaban tan débiles que hubo que levantarles las manos y ponérselas sobre la reliquia. Otros no tenían manos.

—¿Cómo suponen que un hombre en ese estado ha podido gatear por los matacanes? —gruñó Kat—. Von Geldrecht es un estúpido.

A continuación, vinieron los sirvientes: cocineros, lacayos, camareras, camareros, el herrero, el carpintero y todos los demas, y luego los granjeros refugiados y todos los otros «huéspedes» del castillo.

Von Volgen y los de Talabecland fueron delante, con toda la dignidad que pudieron dadas las circunstancias, y los siguieron Draeger y sus milicianos, tan malhumorados como siempre. A continuación, le tocó el turno a Félix. Frunció el ceño al posar las manos sobre el martillo, pero no protestó, sino que sólo le dirigió a von Geldrecht una mirada asesina cuando se apartó a un lado para esperar a Kat y los matadores. Kat posó las manos con una palmada despectiva sobre el martillo e hizo el signo de los cuernos de Taal justo después. Gotrek giró el martillo cogiéndolo por la cabeza y lo observó con los ojos entrecerrados.

—No está mal para ser de factura humana —dijo.

—Mejor que si fuera élfica, al menos —añadió Rodi mientras pasaba un dedo por las volutas de oro.

—Snorri piensa que suena a hueco —dijo Snorri al darle golpecitos con un grueso dedo índice.

Cuando llegaron a la puerta que conducía al subterráneo de la torre del homenaje, Félix se volvió a observar mientras von Geldrecht llamaba a los hombres que estaban en lo alto de las murallas, uno a uno, y los enviaba de vuelta. Por fin, no quedó nadie mas que Tauber y sus ayudantes.

Von Geldrecht los miró con ferocidad y se mordió el labio inferior, para luego hacer un gesto con el fin de que los hicieran avanzar. Estaba casi encogido cuando se acercaron, y tenía la frente perlada de sudor.

Félix le lanzó una mirada a Bosendorfer. Los ojos del espadón centelleaban y su espada ascendía. El corazón de Félix latía con fuerza. ¡Iba a hacerlo! Y nadie se daría cuenta hasta que fuera ya demasiado tarde. Estaban todos ocupados en mirar a Tauber.

—¡Bosendorfer! —gritó—. ¿Golpearéis antes de saber?

El grito hizo que el espadón girara la cabeza como si lo hubiesen abofeteado, y que todas las cabezas se volvieran hacia él y Félix. Bosendorfer se quedó petrificado ante la feroz mirada escrutadora de todos, con la espada aún en alto, preparada para caer, mientras la furia y la culpabilidad lo hacían enrojecer con rapidez hasta la raíz del pelo. Se volvió hacia Félix, gruñendo.

—¿Intentáis abochornarme con una mentira? ¡Yo no desobedezco órdenes, mein herr!

Félix le sostuvo la mirada durante un momento, y luego se inclinó.

—Perdonadme, capitán. Debo haberme equivocado. —Bosendorfer no pareció querer perdonar, pero von Geldrecht avanzó un paso y golpeó con el bastón.

—¡Capitán! ¡Vuestro deber!

Bosendorfer apartó con dificultad los ojos que tenía fijos en Félix; luego se volvió hacia Tauber y sus ayudantes, y se puso en guardia. Félix dejó escapar un suspiro de alivio. Ahora que sabía que todos estaban observándolo, Bosendorfer no se atrevería a matar a Tauber sin causa justificada.

Von Geldrecht hizo que los ayudantes del cirujano fueran los primeros en tocar el martillo —aún retrasando lo que fuera que temía—, pero al fin llegó el turno de Tauber. La multitud que se concentraba ante la puerta del subterráneo de la torre del homenaje guardó un silencio absoluto y miró con atención mientras el cirujano tendía unas manos temblorosas hacia el martillo. Los ojos de Félix se movían sin parar entre Tauber, Bosendorfer y von Geldrecht.

Tauber tocó el martillo.

No estalló en llamas.

Félix dejó escapar el aliento contenido mientras que Bosendorfer se quedó mirándolo con fijeza —el espadón le temblaba en las manos de blancos nudillos—, pero no golpeó. Parecía sorprendido de verdad ante el hecho de que el cirujano hubiese superado la prueba.

El cirujano reculó con paso desganado; luego dio media vuelta y fue arrastrando los pies hacia la puerta del subterráneo con sus ayudantes, mientras von Geldrecht dejaba escapar un suspiro. Parecía mas aliviado que el propio Tauber.

El comisario hizo un gesto débil para que el padre Ulfram guardara el martillo, pero antes de que Danniken pudiera avanzar con las pieles, alguien gritó detrás de Félix.

—¿Y vos mismo, señor comisario?

Von Geldrecht miró con ferocidad al que hablaba, pero luego avanzó hasta el martillo y posó ambas manos sobre él, al mismo tiempo que inclinaba la cabeza como había hecho la grafina Avelein. Tampoco él estalló en llamas.

Se oyó una risa por lo bajo entre la muchedumbre del subterráneo de la torre del homenaje, mientras el padre Ulfram volvía a dejar el martillo sobre las pieles, que Danniken dobló a continuación.

—¿Y qué ha demostrado eso, exactamente, Goldie? —gritó otra voz desde la parte posterior.

Von Geldrecht se volvió a mirarlos con una mueca feroz, y el rostro rojo salmón.

—¡Salid de ese agujero y a formar! ¡Quiero hablaros a todos!

Se oyeron gemidos y maldiciones generalizadas, pero nadie se negó, y todos salieron arrastrando los pies para formar otra vez ante von Geldrecht, que se paseaba por el escalón superior de la escalera del templo.

—Parece que nuestro traidor es mas astuto de lo que yo pensaba —dijo—. O bien ha usado sus poderes oscuros para protegerse de la pureza del gran martillo, o se ha ocultado donde no podemos encontrarlo, así que parece que tengo que apelar, una vez mas en nombre del graf Reiklander, al amor que sentís por el Imperio y por vuestro pueblo.

Se irguió y paseó los ojos centelleantes de un hombre a otro.

—¡Uno de vosotros tiene que dar un paso adelante y salvamos a todos, porque uno de vosotros sabe quién es el traidor!

Esto provocó murmullos de confusión, y Félix oyó también algunos susurros coléricos.

—No quiero decir que esa persona sea también traidora —aclaró von Geldrecht al oír el enojo que expresaban las voces—. No quiero decir que nadie haya ocultado intencionadamente a ese villano a los ojos del resto de nosotros. Quiero decir que uno de vosotros, tal vez mas de uno, ha visto en alguna ocasión a un camarada hacer algo, algo extraño o impropio de él, algo que os ha hecho fruncir el ceño por un momento, pero que luego habéis descartado como carente de importancia. Os dijisteis que sin duda habíais visto mal. Que tenía que ser un gesto inofensivo o una excentricidad inocente. ¡Bien, pues no lo era! —von Geldrecht elevó la voz hasta un rugido ensordecedor—. ¡Era brujería! ¡Y aunque no sabíais de qué se trataba, lo visteis! ¿Qué fue? ¿Quién lo hizo? Quiero que cada uno evoque los días pasados y recuerde. ¿Dónde estabais? ¿Con quién estabais? ¿Qué hizo esa persona? ¿Fue un extraño giro de una mano? ¿Un susurro en lengua extranjera? ¿Se ponía al acecho en ciertos lugares y durante demasiado tiempo sin razón ninguna?

Los susurros aumentaron de volumen. Los hombres comenzaron a mirarse con ferocidad los unos a los otros, mientras sus sargentos vociferaban para pedir orden. Von Volgen miraba fijamente al comisario como si quisiera echarlo escaleras abajo de una patada.

—Gordo estúpido —murmuró Gotrek.

—Sí —asintió Félix—. Se quemarán unos a otros en la hoguera antes de que haya acabado de hablar.

—Y cuando recordéis —continuó von Geldrecht—, cuando esas acciones aparentemente inocentes se revelen en vuestra mente como lo que en realidad fueron, acudid a mí. ¡Y a nadie mas! ¡Ni a vuestro capitán, ni a vuestros camaradas! Sólo a mí. Yo haré lo que debe hacerse. —Von Geldrecht abrió los brazos e inclinó la cabeza—. Y ahora, gracias por vuestra paciencia. Podéis marcharos. Volved a vuestros deberes.

Pero cuando el comisario, el sacerdote, von Volgen y Classen se volvieron para hablar entre sí, la multitud no se dispersó. Por el contrario, se apretujaron en pequeños grupos y comenzaron a discutir unos con otros, con muchas miradas por encima del hombro dirigidas a todos los demas.

Félix gimió al ver aquello.

Kat sacudió la cabeza.

—¿Cómo van a luchar juntos si no confían en los demas?

—Sí —dijo Félix—. Es…

Pero se interrumpió al ver que los caballeros del castillo formaban en torno a Tauber y sus ayudantes, y les indicaban por gestos que volvieran a la torre del homenaje, junto con Draeger y sus hombres. ¿Qué era eso? Comenzó a avanzar, pero la hermana Willentrude se le adelantó.

—Mi señor —gritó mientras se abría paso a empujones hacia von Geldrecht—, ¿vais a encerrar otra vez al cirujano Tauber cuando ya ha superado vuestra prueba? Sin duda, el hecho de que haya tocado el Martillo del Juicio de Frederick el Intrépido y no haya estallado en llamas es prueba suficiente de su inocencia, y si es inocente, debéis dejarlo en libertad para que pueda ocuparse de los heridos.

Von Geldrecht se volvió otra vez hacia ella, con aspecto tan alterado como un mutante enfrentado con un cazador de brujas, pero luego recobró la compostura mientras la muchedumbre guardaba silencio para escuchar.

—La prueba no ha sido concluyente —dijo, alzando el mentón y la papada barbudos—. Puesto que no ha señalado a nadie como culpable, no ha demostrado la inocencia de Tauber. No puedo permitirle salir en libertad.

Se oyeron murmullos ante esto.

—¡Dejadlo libre! —gritó uno de los heridos.

—¡Meted a Bosendorfer en su sitio! ¡Dejad que se pudra!

—Entonces, ¿vais a encerrarnos al resto de nosotros —gritó Félix, mientras avanzaba para situarse junto a la hermana—, puesto que tampoco ha demostrado nuestra inocencia?

Los ojos de von Geldrecht se encendieron.

—¡Herr Jaeger, si decís una sola palabra mas, ciertamente os haré encerrar! Ahora, dispersaos, todos vosotros. Tauber continuará siendo nuestro prisionero. ¡Se acabó la discusión!

Dio media vuelta y se alejó cojeando, colérico, en dirección a la torre del homenaje, mientras los hombres del castillo se quedaban mirándolo, murmurando y susurrando de modo peligroso.

—Estoy empezando a pensar que deberíamos hacerlo a la manera de Gotrek y matarlos a todos —dijo Kat, que luego se volvió para seguir a los matadores que estaban cruzando el patio de armas con el fin de hablarle al carpintero Bierlitz de los matacanes debilitados.

Félix asintió con la cabeza, distraído, pero continuó con los ojos fijos en von Geldrecht. Estaba mas que claro que había algo entre von Geldrecht y Tauber. Era el único modo de explicar sus acciones. Había tenido un miedo mortal de que Tauber estallara en llamas y se había mostrado aliviado cuando no lo había hecho. Y sin embargo, se negaba a soltarlo. ¿Por qué?

Tal vez, mas tarde, Félix pudiera encontrar a von Geldrecht a solas y obtener una respuesta de él, pero no en ese momento. No parecía de humor para hablar. Félix suspiró y se dispuso a seguir a Kat, pero en cambio se encontró pecho con pecho con el capitán Bosendorfer, que lo miraba con odio puro ardiendo en sus ojos azul hielo.