OCHO

OCHO

Félix gimió. Encima de todo lo demas, podía haber un saboteador entre ellos, y uno poderoso, lo bastante como para destruir runas de enanos de siglos de antigüedad.

—Debemos decírselo a von Geldrecht —dijo—. Hay que averiguar quién ha hecho esto.

—Sí —dijo Gotrek—, y matarlo.

El Matador se encaminó hacía la salida, y luego se volvió a mirar atrás mientras Félix, Kat y los otros matadores lo seguían.

—¿Has dicho algo sobre una barca, humano?

—¿Eh?…, sí —respondió Félix.

La revelación de las runas rotas había desplazado momentáneamente otras cuestiones de su cabeza.

—Von Geldrecht va a enviar una barca río abajo en busca de comida. Parece una oportunidad perfecta para sacar a Snorri de aquí y llevarlo a Karak-Kadrin.

—¿Y por qué Snorri iba a querer ir a Karak-Kadrin cuando hay zombies con los que luchar? —preguntó Snorri.

—Has vuelto a olvidarlo, padre Cráneo Oxidado —dijo Rodi—. Vas a ir al santuario de Grimnir para recuperar memoria.

—¡Ah!, cierto —dijo Snorri—. Snorri ha olvidado que lo ha olvidado.

Gotrek negó con la cabeza.

—No resultará.

Félix parpadeó.

—¿Qué quieres decir? No hay zombies bloqueando la puerta del río. ¿Qué va a detenernos?

—No lo sé —dijo Gotrek—, pero las runas rotas demuestran que el nigromante ha planificado esto bien. No habrá olvidado las barcas.

* * *

El patio de armas era un hervidero de actividad cuando Félix, Kat y los matadores llegaron a él. Detrás de la pira de los muertos que aún ardía cerca de los establos, carpinteros y defensores extendían tablones de madera para montar tejados para matacanes, mientras otros izaban con cabrestante palés de barriles de pólvora y balas de cañón hasta lo alto de las murallas. Incluso los caballeros doblaban el espinazo, y los naturales de Talabecland del destacamento de von Volgen trabajaban hombro con hombro con los caballeros del castillo. En el lado de los muelles, Zeismann y sus lanceros estaban formando, mientras los guardias fluviales preparaban el balandro mas grande para navegar. Von Geldrecht daba las últimas instrucciones a Zeismann y Yaekel, capitán de la embarcación, mientras Bosendorfer y von Volgen esperaban para hablar con él.

—Tan importante como la comida son las municiones —estaba diciendo von Geldrecht cuando Félix, Kat y los matadores se acercaron—. Debemos mantener los cañones disparando. Traed todo lo que podáis.

—Mi señor von Geldrecht —llamó Félix—, tenemos una grave noticia que daros.

El comisario se interrumpió y se volvió con la boca fruncida de irritación.

—Todos tienen noticias graves, mein herr —dijo—. Tendrá que esperar.

—No puede esperar, mi señor —dijo Félix—. Afecta a esta misión.

Von Volgen y los tres capitanes se volvieron para escuchar.

Las barbudas papadas de von Geldrecht se movieron con enojo.

—Muy bien —le espetó—. ¿Cuál es esa noticia desesperadamente importante?

—Tenéis un traidor dentro del castillo —dijo Gotrek—. Alguien ha destruido las runas de protección.

—Con magia —añadió Snorri.

—Vuestras murallas no podrían mantener fuera ni a una pulga no muerta —precisó Rodi.

Von Geldrecht, von Volgen y los oficiales se quedaron mirándolo, y luego se volvieron con nerviosismo hacia sus hombres. Pero parecía que sólo ellos lo habían oído.

El comisario se acercó, cojeando, y bajó la voz.

—¿Estáis seguros de eso, enanos?

—Tan seguros como el acero —replicó Gotrek.

—Pero ¿pueden repararse? —preguntó von Volgen—. ¿Podéis arreglarlas?

Gotrek y Rodi soltaron un bufido.

Snorri rió.

—Snorri piensa que no sabéis mucho sobre runas.

—Una runa no puede repararse —dijo Gotrek—. Debe ser reemplazada.

—Un maestro herrero rúnico necesita años para hacer una sola runa —dijo Rodi—. Y nosotros no somos maestros herreros rúnicos.

—¿Alguien de dentro del castillo? —preguntó von Geldrecht, mientras se volvía a mirar a los soldados y oficiales que estaban sumidos en el trabajo, limpiando los restos de la batalla de la noche anterior—. ¿Estáis seguros?

—Las huellas de los pasos de quien lo hizo fueron borradas de manera deliberada —dijo Félix—. Quienquiera que lo hiciera tenía motivos para ocultar su identidad.

—¡Tauber! —gritó Bosendorfer, triunfante—. Ha sido Tauber. ¡Ha envenenado el agua y ha destruido las runas!

Von Geldrecht palideció, pero Zeismann se limitó a poner los ojos en blanco.

—Estáis obsesionado con Tauber, espadón.

—¿Pensáis que es algún otro? —preguntó, desdeñoso, Bosendorfer—. ¿Quién, pues?

Von Geldrecht los hizo callar con gestos frenéticos, porque los hombres del patio de armas empezaban a volverse para mirarlos al oír que levantaban la voz.

—¡Basta con eso! ¡Basta con eso! No hagamos especulaciones sin fundamento. No debemos alarmar a los hombres. —Se volvió a mirar a Félix—. Gracias, señor, y a vosotros, amigos enanos, por la información. Pero, por favor, guardad silencio al respecto. Yo daré los pasos necesarios. —Se volvió—. Ahora, perdonadme, pero debo ver al capitán Zeismann y…

—La barca no regresará —dijo Gotrek.

La cabeza de von Geldrecht giró con brusquedad.

—¿Cómo decís?

Von Volgen y los tres oficiales también se quedaron mirándolo.

—Si ese nigromante es lo bastante astuto como para infiltrar un saboteador en el castillo —dijo Rodi—, no es probable que haya olvidado que podéis salir de aquí en barco, ¿verdad?

—¿Estáis diciendo que detendrá la embarcación? —preguntó Zeismann—. ¿Cómo?

Gotrek se encogió de hombros.

—La detendrá.

Von Geldrecht se había dado la vuelta para mirar a uno y otro enano, con los ojos encendidos, y entonces, levantó las manos al cielo.

—¡Eso es una mera suposición! ¿Cómo podría detener el barco? El sol está en el cielo. Krell se ha marchado. No veo ningún murciélago. No, lo siento, amigos. Tenemos que comer, o estaremos demasiado débiles como para luchar. Debo correr el riesgo.

—Mi señor, por favor —intervino Félix, y avanzó un paso—. Gotrek raras veces se equivoca en estas cosas. Él…

—¡Bueno, pues ahora está equivocado!

Von Geldrecht les volvió la espalda para hacerles un gesto a Zeismann y Yaekel, quienes, junto con Bosendorfer y von Volgen, habían estado escuchando la conversación con expresión de inquietud.

—Adelante —dijo—. Embarcad. Soltad amarras. Pero volved antes de que se ponga el sol.

—Señor comisario —tosió von Volgen, y murmuró al oído de von Geldrecht—, el nigromante no ha dejado nada al azar. Me temo…

—¡No hay tiempo para temer! —le espetó von Geldrecht—. ¡El graf Reiklander me ordena que actúe!

—Pero mi señor… —dijo Zeismann, vacilante.

—¿Queréis vivir de galletas y agua durante siete días porque habéis tenido demasiado miedo como para cruzar el río a plena luz del día? —gritó von Geldrecht, cuyos mofletes temblaban—. ¿Queréis que nuestros cañones queden fríos cuando esos horrores vengan contra nuestras murallas? ¡Subid al barco! ¡Os lo ordeno! ¡El graf Reiklander os lo ordena!

Pareció que Zeismann iba a hacer otra objeción, pero luego se limitó a saludar.

—Sí, mi señor —dijo con rigidez—. Muy bien, mi señor.

El capitán de lanceros dedicó a Félix, Kat y los matadores un breve asentimiento de despedida, y luego dio media vuelta y subió al balandro a paso de marcha, seguido por sus hombres. Yaekel vaciló en el extremo de la pasarela, con aspecto de haber perdido de repente las ganas de embarcar.

Von Geldrecht clavó en él una mirada destellante.

—¿Tenéis alguna queja, guardia fluvial? —gruñó.

Yaekel tragó saliva y negó con la cabeza.

—No, mi señor.

—¡Entonces, soltad amarras! ¡Abrid la puerta del río!

—Sí, mi señor.

Yaekel subió corriendo al balandro y les gritó a los tripulantes, mientras izaban la pasarela y se hacían cargo de los remos. En la popa, el piloto hizo girar el timón, luego alzó un cuerno y tocó una potente nota. En respuesta, se oyeron golpes y crujidos dentro de las torres que había a ambos lados de la salida hacia el río, y la pesada reja de hierro que hacía las veces de puerta comenzó a abrirse. En el combés del balandro, Zeismann hizo la señal del martillo, y luego se volvió hacia sus hombres.

—A los lados, muchachos —gritó—. Lanzas preparadas, y no apartéis los ojos del agua.

Mientras los remos alejaban el balandro del amarradero, Félix miró las caras de los hombres que lo observaban partir. Bosendorfer estaba pálido, y von Volgen ceñudo, pero el mas conmocionado de todos era von Geldrecht, que se secaba la frente cenicienta con un tembloroso pañuelo. Durante un breve instante alzó el pañuelo, y Félix pensó que iba a llamar de vuelta al balandro, pero luego volvió a bajarlo y sólo se limpió la boca.

Gotrek le lanzó una mirada furiosa con su único ojo, y después se encaminó hacia los hombres que estaban montando los matacanes.

—Vamos, humano —dijo por encima de un hombro mientras Rodi y Snorri lo seguían—. Hay trabajo que hacer.

Félix miró a los matadores, y luego el balandro.

—¿Qué trabajo?

—Si las protecciones están rotas —dijo Gotrek—, los matacanes son la mejor defensa. Son lo mas inteligente que los humanos habéis hecho hasta el momento.

Félix volvió a mirar el balandro, que impulsaban los remos mientras desplegaba las velas al aproximarse a la puerta del río, y después miró interrogativamente a Kat.

—Tengo que verlo —dijo ella—. Tengo que hacerlo.

Félix se volvió hacia los matadores.

—Luego os buscaremos.

Los enanos se limitaron a gruñir y continuaron adelante.

Félix y Kat se apresuraron a llegar a la escalera mas cercana. Von Geldrecht y von Volgen se les habían adelantado, y subían por ella en incómodo silencio. El comisario fue recibido en lo alto por el capitán Hultz, de los arcabuceros.

—Todo tranquilo, mi señor —dijo al mismo tiempo que lo saludaba.

—Eso espero —le aseguró von Geldrecht, y pasó ante él con von Volgen para mirar por encima de las almenas.

Félix y Kat encontraron sitio a pocos pasos a la izquierda de ellos justo cuando el balandro atravesaba la puerta del río. Enervado por las advertencias de Gotrek, Félix casi esperaba que unas fauces enormes o unos tentáculos monstruosos salieran del agua y los arrastraran a las profundidades, pero no sucedió nada parecido. Las aguas continuaron en calma, salvo por la ola que se formaba ante la proa del balandro, y aunque su paso estaba provocando movimiento entre los zombies de la orilla, no parecían ser una amenaza. Los cadáveres avanzaban torpemente hacia él, arrastrando los pies, como si fueran limaduras de hierro atraídas por la influencia de una piedra imán; se apiñaban en la orilla y manoteaban el aire con manos flojas cuando pasaba, pero eso era todo.

Von Geldrecht rió y dio una palmada sobre la muralla.

—¿Lo veis? ¡No pueden hacer nada!

El viento llevó hasta ellos una risa atemorizadora, un inquietante eco de la risa de von Geldrecht.

A Félix se le encogió el corazón porque conocía esa risa. Era la de Hans el Ermitaño, o Heinrich Kemmler, si el padre Ulfram estaba en lo cierto. Félix miró a su alrededor, recorriendo a la horda de zombies con la mirada, pero fue Kat quien primero lo encontró.

—¡Allí! —dijo, señalando con un dedo mientras cogía el arco que llevaba a la espalda.

Félix siguió la dirección de su mirada. A cien metros corriente abajo, una figura alta y flaca, vestida con sucios ropones, tan parecida al ejército de cadáveres que había reunido que resultaba casi imposible diferenciarla de ellos, se desplazaba desde la orilla hacia un afloramiento de rocas medio sumergidas y agitaba un brazo tras el balandro que se alejaba y viraba hacia la orilla opuesta.

Con una rapidez superior a la que podían seguir los ojos de Félix, Kat puso una flecha en la cuerda del arco y la disparó en dirección a Kemmler. Erró, pero por muy poco. Colocó otra y disparó por segunda vez. La flecha pareció curvarse para apartar la punta del nigromante cuando llegó a él.

—¡Disparad a discreción, muchachos! —gritó Hultz, y los arcabuceros levantaron las armas.

—¡Sí! —gritó von Geldrecht—. ¡Matadlo! ¡Cien coronas para el hombre que acabe con él!

Pero cuando los arcabuceros apuntaron a Kemmler, se hizo evidente que no agitaba el brazo por mera locura. En torno a él aparecieron sombras que emanaron de su sucia capa para rodearlo de una oscuridad antinatural, hasta que se desvaneció en una flotante nube de humo.

Las armas atronaron y los proyectiles arrancaron esquirlas de roca en el sitio que ocupaba Kemmler, y cayeron al agua entre salpicones. ¿Habían errado? Kat, desde luego, no lo había hecho. Su tercera flecha atravesó en línea recta el corazón de la nube de humo, el lugar preciso en que había estado Kemmler, pero, para consternación de Félix, no había resistencia ninguna y se clavó, temblorosa, en el suelo del otro lado.

La oscuridad volvió a disiparse y no dejó a la vista nada mas que roca desnuda. Félix oyó que unos hombres subían corriendo la escalera, detrás de él, atraídos hacia la muralla por los disparos. No se volvió. Estaba demasiado ocupado en observar la horda en busca de Kemmler.

—¡Adónde ha ido! —gritó von Geldrecht—. ¡Encontradlo!

—La barca —dijo Volgen con voz ronca, al mismo tiempo que señalaba con un dedo.

Félix y Kat miraron hacia el balandro de Yaekel, mientras lanceros y espadones se apiñaban en las almenas, a ambos lados de ellos. Un torbellino de sombras, casi imposibles de distinguir en las mas oscuras sombras de las velas, estaba adquiriendo forma detrás del piloto del balandro. Nadie lo había visto aún. Los lanceros de Zeismann continuaban obedeciendo las órdenes de su capitán y observaban las ondas del agua. Los tripulantes estaban dedicados a sus tareas.

—¡El nigromante! —gritó uno de los arcabuceros de Hultz—. ¡Cuidado, detrás de vosotros, muchachos!

La muchedumbre que ahora se apiñaba sobre las murallas se unió a él, y se pusieron a agitar los brazos y a gritar todos al mismo tiempo, pero estaban demasiado lejos. Los hombres del balandro se quedaron mirándolos, sin entender qué sucedía, mientras la oscuridad parecía coagularse detrás de ellos y se volvía opaca.

Al fin, uno de los lanceros —podía ser Zeismann aunque resultaba difícil saberlo desde tanta distancia— se volvió para llamar a alguien, y se quedó petrificado al ver la mancha de brumosa negrura que se extendía por la cubierta de popa.

Aunque Félix no dijo nada, el posible Zeismann tuvo que gritar, porque de inmediato todos los lanceros y los tripulantes se volvieron y levantaron la cabeza.

Lo que siguió le pareció a Félix aún mas horrible porque se desarrolló en el silencio de la lejanía, una triste, espantosa pantomima que él, Kat y los otros que estaban sobre la muralla fueron incapaces de impedir.

Mientras el piloto huía ante la nube que se extendía cada vez mas, Zeismann y sus lanceros se desplegaron y avanzaron con cautela hacia ella, con las lanzas extendidas. Los guardias fluviales se acercaron desde todos los rincones de la barca, blandiendo chafarotes y picas de abordaje. Un destello de cabello rojo le indicó a Félix que Yaekel iba en cabeza, con un par de arcabuces pequeños preparados.

Entonces, cuando Zeismann sondeaba nerviosamente con la punta de la lanza la agitada oscuridad, salieron disparados del centro de ella unos ondulantes zarcillos que atravesaron las corazas de los lanceros para ensartarlos y alzarlos hasta quedar de puntillas en un rictus paralizador.

La muchedumbre de lo alto de la muralla lanzó una exclamación ahogada.

Kat gritó.

—¡Zeismann! ¡No!

Yaekel y su tripulación retrocedieron, aterrados, mientras las hebras de sombra atraían a los lanceros hacia la nube, que continuaba extendiéndose, y ellos se retorcían como gusanos ensartados en anzuelos. Zeismann, con una fuerza de voluntad aparentemente sobrehumana, alanceaba convulsivamente la oscuridad que lo atraía, pero sus ataques no lograron nada, y desapareció junto con los demas.

Félix apartó la mirada de aquel horror y se acercó a von Geldrecht y von Volgen.

—¡Señor comisario! —dijo—. Enviad la otra barca. ¡Dejad que vayamos en ella! ¡Tenemos que salvarlos!

—Sí, mi señor —dijo Hultz—. ¡Hay que hacer algo!

Los otros que estaban sobre la muralla recogieron sus palabras y suplicaron que los enviaran al rescate, pero von Geldrecht negó con la cabeza, sin apartar los ojos del balandro.

—Es demasiado tarde. Demasiado tarde.

—¡No lo es para la venganza! —dijo Kat—. Vayamos. Mataremos al nigromante por las muertes de vuestros hombres.

—¡Sí! —intervino un lancero que había quedado atrás—. Zeismann debe ser vengado.

El comisario no respondió, pero von Volgen tosió.

—Me temo que el señor comisario tiene razón —dijo—. No debemos dejarnos arrastrar. Los rescatadores no lograrían nada mas que morir, y el castillo perdería su segunda barca.

Félix gimió, y los demas maldijeron mientras se volvían para continuar mirando. Era indudable que el noble tenía razón, pero resultaba difícil aceptarlo.

Al carecer de gobierno, el timón del balandro se movía libremente, girando según la corriente, con las velas sueltas y restallando en el aire. Debajo de ellas, Yaekel, con mas valentía de la que Félix esperaba de él, le hacía señas a la tripulación para que retrocediera mientras él avanzaba en solitario hacia la nube. La negrura cubría ya toda la cubierta de popa y descendía, ondulando, hacia el combés, como una pesada niebla baja. La apuntó con los arcabuces y gritó algo, pero se hizo evidente que no obtenía la respuesta que había esperado, porque volvió a gritar.

De la niebla salió una figura, y Yaekel retrocedió de un salto, asustado, pero luego, cuando la bañó la luz, resultó ser un lancero que daba traspiés como un borracho, con la lanza aferrada en las manos. Yaekel volvió a hablar, pero esa vez con aparente alivio, y avanzó al mismo tiempo que bajaba las armas. El otro lo hirió en el pecho, clavándole la punta de la lanza entre las costillas.

Los guardias fluviales gritaron cuando Yaekel cayó, y por encima del agua llegaron las distantes detonaciones de los arcabuces cuando dispararon contra el asesino. El lancero se estremeció con movimientos convulsivos a causa del tiroteo, pero no cayó, sino que se limitó a arrancar la lanza del cuerpo de Yaekel y bajar al combés. Lo siguieron mas lanceros que salieron de la negra niebla, todos con los mismos andares convulsivos, y cayeron sobre los guardias fluviales con desgarbado salvajismo.

—Nuestros muchachos, no —murmuró el lancero que había hablado antes—. El capitán, no.

La tripulación luchó en vano, pero el resultado era inevitable. Apenas segundos después de su muerte, Yaekel volvió a levantarse y se unió a los lanceros que estaban haciendo pedazos a los que hasta entonces habían sido sus hombres. Y lo siguieron mas y mas guardias fluviales, que caían al ser atravesadas sus entrañas por las lanzas y se levantaban casi al instante, convertidos en esclavos sin vida sometidos a la voluntad de Kemmler. Así, los vivos fueran superados en número con gran rapidez.

Luego, cuando la matanza llegó a su horrenda conclusión, la nube negra se desvaneció de la cubierta para reaparecer en la orilla, en la periferia de la horda de zombies, donde se disipó y dejó a la vista a Kemmler, que volvió a reír y agitar un brazo hacia el balandro. En respuesta, los zombies acabados de resucitar se acercaron a las bordas con paso tambaleante y fueron echándose al agua uno tras otro, hasta que no quedó ninguno a bordo, y el balandro se alejó a la deriva, corriente abajo, sin gobierno.

—Y eso ha sido todo, entonces —dijo un arcabucero, que miraba fijamente con los ojos desorbitados—. Buenos hombres muertos y ahogados por la mano de ese repugnante saqueador de sepulturas. Que Morr los proteja.

Pero eso no había sido todo, porque ante los ojos de Félix, Kat y los demas, se produjo una agitación en los bajíos cercanos a la zona de la orilla que ocupaba Kemmler, y un grupo de cabezas con yelmo y acorazados hombros salieron a la superficie, chorreando agua y sangre. De uno en uno y de dos en dos, los lanceros y guardias fluviales del balandro se levantaron y salieron andando del río, pasaron ante Kemmler arrastrando los pies y se perdieron en el interminable anonimato de la horda de diez mil zombies, mientras la risa del nigromante volvía a ser transportada por el viento hasta el castillo.

Kat apartó la mirada.

—Pobres bastardos. Pobre Zeismann.

—Sí —dijo Félix, que posó una mirada furiosa en von Geldrecht—. Maldito estúpido corto de miras.

El comisario estaba de pie junto a von Volgen, y contemplaba, inexpresivo, el balandro que se alejaba. Los hombres que los rodeaban mostraban la misma expresión, como si en un solo instante les hubieran arrebatado toda esperanza.

De repente, Draeger, el capitán desmovilizado, se volvió contra von Geldrecht, con los ojos encendidos de furia.

—¡Gordo bastardo, nos has dejado atrapados! ¡Podríamos haber salido ayer, pero no quisiste! ¡Si morimos todos aquí, te haré responsable de ello! ¡Eres tú quien nos ha matado, y nadie…!

Von Geldrecht le dio una bofetada.

—¡Recobrad la compostura, capitán! —le espetó—. ¡O haré que os metan en el calabozo! Aquí no hay sitio para estallidos como éste.

Draeger cerró los puños mientras los hombres de lo alto de la muralla contenían la respiración, pero al final dio media vuelta y se marchó.

Von Geldrecht clavó una mirada colérica en su espalda, y luego recordó que se suponía que era el comandante, y se irguió.

—¡Volved a vuestras tareas! —dijo—. ¡Regresad a vuestros puestos! Si queréis vengar esta terrible pérdida, reforzad nuestras defensas. Afilad vuestras armas, construid los matacanes. Llevad munición y pólvora a lo alto de las murallas para que los artilleros las tengan a mano cuando las necesiten. No hay ninguna necesidad de ir hacia el enemigo. ¡El enemigo vendrá a nosotros, y cuando lo haga, le haremos pagar lo que han hecho, multiplicado por diez!

Los hombres aclamaron el discurso y se dispersaron de mejor ánimo, pero cuando pasaron ante Félix y Kat en dirección a la escalera, Jaeger también oyó refunfuñar a algunos.

—Si quisiera venganza —murmuró un lancero—, te untaría con mantequilla y te enviaría a ti a forrajear, gordo jamón.

—Dos capitanes muertos —dijo otro—, y por nada. Por nada. Vuelve a la tesorería, Goldie.

—Mi señor comisario —dijo von Volgen cuando el último de ellos abandonó las murallas—, ¿puedo hacer una sugerencia?

Von Geldrecht se puso rígido.

—¿De qué se trata?

Von Volgen hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta del río.

—Ya hemos visto que los zombies no se ahogan. Me preocupa, por tanto, que pueda haber una brecha entre la parte inferior de la reja y el lecho del río. Si los cadáveres la encontraran…

Von Geldrecht palideció y pareció abrumado.

—Bien pensado —murmuró—. Gracias. Preguntaré si hay alguna solución que pueda… ¡Ah!

Von Geldrecht se agachó y dio un respingo cuando algo descendió en picado del cielo, chilló y aleteó en torno a su cabeza. Von Volgen desenvainó la espada y Kat puso una flecha en el arco en un instante, pero lo que aleteaba alrededor de la cabeza del comisario no era un murciélago, sino el pájaro mas extraño que Félix hubiese visto jamas. Se parecía un poco a una paloma, con cuerpo redondo y cabeza lisa, pero sus plumas centelleaban como el metal, y zumbaba y chasqueaba como un insecto colérico.

—¡Esperad! —gritó von Geldrecht, haciéndole a Kat un gesto para que bajara el arco—. Es una paloma mensajera.

Kat no disparó, pero dejó el arco a medio tensar, mientras observaba cómo von Geldrecht extendía un brazo y el ave se posaba sobre su muñeca.

—Es…, es una máquina —dijo ella, maravillada.

Félix también la miraba con asombro. Ahora que el pájaro estaba quieto, vio que, en efecto, era mecánico. Las alas estaban hechas de acero y latón, las patas y las garras se articulaban con tornillos, y los ojos eran lentes de vidrio. Jaeger sacudió la cabeza. No recordaba que el Imperio tuviera nada como eso antes de que él se hubiese marchado hacia el este. La ingeniería había recorrido un largo camino en veinte años.

Von Geldrecht desenroscó la tapa del extremo de un tubo de latón que el pájaro llevaba fijo al pecho y extrajo un rollo de papel. Lo extendió con dedos nerviosos y lo miró.

—¿Es de Altdorf, mi señor? —preguntó von Volgen.

Von Geldrecht asintió con la cabeza y suspiró, aunque Félix no pudo determinar si se trataba de un suspiro de alivio o de preocupación.

—Sí —dijo—. La Reiksguard viene hacia aquí, junto con todos los soldados regulares que puedan reclutar por el camino. El hijo del graf Reiklander, el señor Dominic, regresa con ellos. Partieron a última hora de ayer.

—Alabado sea Sigmar —dijo von Volgen.

—Sí —asintió von Geldrecht con los ojos perdidos en la distancia, y arrugó el papel—. Y recemos para que el auxilio no llegue demasiado tarde.