SIETE
Von Geldrecht se volvió hacia Tauber con los ojos cargados de miedo y preguntas.
—Cirujano…
Tauber retrocedió con paso tambaleante.
—¡Mi señor comisario, os lo aseguro! Yo no he hecho eso. No tengo ningún poder semejante. Soy sólo un hombre corriente. Ya lo sabéis.
—¡No lo escuchéis! —gritó Bosendorfer—. ¡A mí ya me envenenó antes!
—Por favor, señor comisario —dijo la hermana Willentrude—. No puedo ni creer que haya sido Tauber. ¡Es un buen cirujano, un hombre de medicina consagrado a su trabajo! ¡No puede ser él!
—¿Podéis demostrar que no ha sido él? —preguntó Bosendorfer—. ¿Podéis demostrar que es inocente?
Von Geldrecht no dijo nada, sino que se quedó mirando a Tauber, mientras Bosendorfer y la hermana continuaban discutiendo.
Félix ya no podía aguantar mas. Avanzó un paso y le gritó a von Geldrecht.
—¡Comisario!, ¿vais a quedaros aquí, plantado, mientras los hombres del castillo continúan bebiendo agua contaminada y bañándose con ella? ¡Dad la orden!
Los ojos de von Geldrecht se volvieron con brusquedad hacia Félix, encendidos de enojo, pero luego se contuvo y palideció al comprender la situación. Se volvió a mirar a los hombres al comprender la situación.
—Por orden mía —dijo—, corred a todos los rincones del castillo. Nadie debe beber ni tocar agua hasta que yo lo autorice. ¡Marchaos! Haced que corra la voz.
Los hombres, acobardados por el horror del estado en que se encontraba Nordling, salieron de la enfermería con prisa, sin discutir, gritándoles a todos los que estaban en el corredor. Von Geldrecht y sus caballeros, Bosendorfer, Zeismann, Félix, Kat y los matadores se quedaron junto a Tauber y sus ayudantes, que parecían conmocionados y enfermos.
—El agua —murmuró Tauber—. ¿Cómo iba a saberlo? ¿Cómo iba a…?
Lo interrumpió el estertor de una respiración trabajosa, y todos miraron al general Nordling. El jadeo superficial había cesado, y él yacía completamente inmóvil. Tauber se puso blanco y se le acercó, para volver a tomarle el pulso y auscultarle el pecho. Cerró los ojos para murmurar una plegaria, y luego se irguió.
—Ha…, ha muerto, mi señor comisario.
Los caballeros del castillo gimieron y bajaron la cabeza, pero Bosendorfer se volvió hacia von Geldrecht.
—Matadlo, mi señor —dijo—. ¡Matadlo como habéis dicho que haríais!
—¡No! —gritó Kat—. ¡Tiene que atender a Gotrek! ¡Tauber tiene que limpiar la herida del Matador!
—Mi señor, no debéis matarlo —intervino la hermana Willentrude—. Sin agua, vamos a tener que hallar otra manera de limpiar y vendar las heridas. Necesitamos de su experiencia.
—Su experiencia conlleva la muerte —gruñó Bosendorfer—. ¡Colgadlo! ¡O los hombres lo harán en vuestro lugar!
Von Geldrecht no había dicho nada durante esta tormentosa discusión, sólo había sostenido la mirada de Tauber, pero en ese momento, al fin, le dirigió una penetrante mirada a Bosendorfer.
—Tras la muerte del general Nordling —dijo con voz fría y baja—, soy ahora el comandante en funciones hasta que el graf se haya recuperado. Y como comandante, no permitiré que se cuelgue a un hombre sin haberlo juzgado, ni toleraré que se le someta a la justicia de los barracones. —Se volvió a mirar a los caballeros del castillo—. Classen —le dijo a un joven sargento de caballería que tenía lágrimas en los ojos—, encerrad al cirujano. Permanecerá en las mazmorras hasta que hayamos llegado al fondo de esto.
—Pero, mi señor —protestó la hermana Willentrude—, eso no mejora las cosas. ¿Cómo va a hacer su trabajo desde una celda?
—¿Cómo va a limpiar la herida de Gotrek? —preguntó Kat.
—Hasta que no sepa a quién le guarda lealtad —dijo von Geldrecht—, permanecerá bajo llave. Lleváoslo, Classen. Y también a sus secuaces.
El joven caballero asintió con la cabeza, y luego les hizo un gesto a los otros para que arrestaran a Tauber y sus hombres.
—Bueno —dijo von Geldrecht—, ahora examinaremos los almacenes. Quiero ver si ha sido contaminado algo mas.
Pareció que Kat iba a protestar otra vez contra el arresto de Tauber, pero el Matador negó con la cabeza.
—Olvídalo, pequeña —dijo—. Todo forma parte de mi fin.
* * *
Félix sufrió una arcada cuando Gotrek hundió la parte superior del barril de carne salada con el hacha. Gordos gusanos reptaban por encima de la carne de vacuno burbujeante, y el olor a podrido le causó escozor en los ojos. Kat abrió de un tajo un saco de judías secas y se atragantó cuando de él manaron ondulantes nubes de esporas de moho. En otras partes de la abovedada bodega, von Geldrecht y los demas estaban encontrándose con horrores similares. La hermana Willentrude estaba abriendo un saco de cebollas que se habían transformado en viscosas bolas negras. Bosendorfer removía con desagrado manzanas y nabos que se habían vuelto marrones y supuraban líquido, mientras que Zeismann retrocedía ante las salchichas secas que colgaban de las vigas, las cuales se habían rajado y dejaban salir nubes de moscas.
Desde el otro extremo de la bodega llegó el consternado grito de un enano.
—¡No, también la cerveza, no!
Félix y Kat se volvieron. Rodi se había puesto de puntillas para mirar el interior de un barril que era casi tan alto como él, y tenía blancos los nudillos de las manos con que se sujetaba al borde. Snorri reculaba con paso tambaleante a causa de la pata de palo y agitaba una gran mano ante su bulbosa nariz.
—Snorri piensa que ésa es la peor cerveza que haya olido jamas.
Von Geldrecht parpadeó al mirar a los dos matadores, y luego dio medía vuelta y se acercó a paso rápido a un largo botellero lleno de polvorientas botellas de vino. Cogió una la golpeó contra la pared para romperle el gollete, y luego inhaló los vapores que emanaron del interior. Tosió e hizo una mueca, antes de apartar la botella y cubrirse la cara con el otro brazo doblado.
—Esta harina podría salvarse —dijo Zeismann.
El resto se acercó a mirar el saco que había abierto de un tajo. La harina que caía de dentro estaba llena de escarabajos, pero no parecía podrida.
Von Geldrecht pareció asqueado, pero asintió con la cabeza.
—Habrá que tamizarla, pero parece que tenemos harina, al menos.
—Sí —intervino Bosendorfer—. Aunque carecemos de agua con la que mezclarla, gracias a Tauber.
—¡Mmmm! —dijo Zeismann, frotándose el abdomen plano—. Harina seca con bichos.
La hermana Willentrude negó con la cabeza.
—El nigromante casi nos ha derrotado en una sola noche —dijo—. Los murciélagos han matado a decenas de hombres, y el hambre y la sed acabarán con el resto. Es imposible que el castillo pueda continuar resistiendo.
Von Geldrecht le dirigió una mirada colérica.
—¡Tiene que resistir! Debemos defenderlo hasta que lleguen nuestros refuerzos.
—Pero ¿cómo? —preguntó la hermana—. Un hombre puede sobrevivir una semana sólo con galletas, aunque acabará tan débil como un niño, pero ¿una semana sin agua?, imposible. Cuatro días, como máximo, y mucho menos si se ve obligado a luchar.
—Y nos veremos obligados a luchar —intervino Félix.
—¿No podéis rezarle a Shallya? —preguntó Bosendorfer, que tenía en una mano una manzana que se desintegraba—. ¿No podéis hacer que todo vuelva a estar sano?
—La comida está contaminada mas allá de toda redención —replicó la hermana Willentrude—, pero las plegarias elevadas a Shallya podrían purificar un poco de agua, aunque no puedo decir cuánta.
—¿Y qué me decís de sacar agua del río? —preguntó Félix—. Seguro que el nigromante no puede haber envenenado todo el Reik.
—No tiene necesidad de hacerlo —suspiró Zeismann—. Estamos corriente abajo con respecto a los pantanos del Reik. Por debajo de esos fétidos pantanos, en muchos kilómetros, el agua no es apta para beber a menos que se la hierva.
—Pues empezad a hervirla —dijo Gotrek.
Von Geldrecht tragó saliva, con aspecto tan pálido y enfermo como el de uno de los defensores envenenados. Sus primeros momentos como comandante en funciones del castillo no habían sido muy prometedores.
—Sí —dijo—. Que comiencen a hervirla. Y haced correr entre los hombres la voz de que la comida también ha sido envenenada. Yo… iré a consultar con el graf. —Y dicho eso, dio media vuelta y salió cojeando de la bodega.
* * *
Cuando se hubo marchado, y Bosendorfer y Zeismann salieron para informar el resto del castillo sobre la comida estropeada, Kat echó a andar detrás de la hermana Willentrude.
—Hermana —dijo—, ¿podéis examinar la herida de Gotrek? Hay que limpiarla, o él podría morir.
La hermana se volvió y sonrió, paciente.
—Niña, debo comenzar las plegarias. El peligro con que nos enfrentamos es mayor que las heridas de un enano.
—Pero es que él no es sólo un enano —explicó Kat, con voz implorante—. Es un matador. ¿Quién mas es lo bastante fuerte como para luchar contra el rey de los muertos si regresa?
Rodi soltó un bufido.
—Uno diría que ha luchado él sólo contra ese bastardo —murmuró por lo bajo.
Gotrek apretó los dientes.
—Te he dicho que lo olvides, pequeña.
Pero la hermana Willentrude tenía el ceño fruncido y estaba pensativa. Miró a Gotrek.
—Os vi luchando sobre la muralla, herr enano. Valéis, en efecto, tanto como veinte hombres. Pero ¿dónde está esa grave herida? Sólo veo un arañazo en vuestra pierna.
—Es eso —se apresuró a explicar Félix—. Se la hizo el hacha de Krell, que deja esquirlas venenosas que buscan el corazón y acaban por matar.
—Y es demasiado tarde para extraerlas —gruñó Gotrek, impaciente. Dio media vuelta y echó a andar para salir al patio de armas—. Los hay que tienen heridas peores, hermana. Atendedlos a ellos.
—No, herr Matador —dijo la hermana Willentrude en voz alta detrás de él—. Vos sois esencial para nuestras defensas. Por el bien del castillo, si no del vuestro, os pediré que me acompañéis.
Gotrek continuó andando, pero Kat le dio alcance y posó una mano sobre uno de los enormes brazos del enano.
—Por favor, Gotrek —dijo—, deja que lo intente.
Gotrek dio unos pasos mas, pero al final se detuvo.
—Por ti, pequeña —dijo—, iré.
La hermana sonrió cuando se volvió hacia ella.
—Gracias, herr Matador. Seguidme.
Los condujo de vuelta a la enfermería, hablando por encima del hombro mientras caminaba.
—No es sólo por vuestra destreza guerrera que quiero manteneros entre los vivos. La gente de vuestro pueblo tiene la cabeza serena, y con el general Nordling muerto, vamos a necesitar a todos aquellos a quienes podamos echar mano, pienso yo.
Entraron en la enfermería, donde las iniciadas de la hermana Willentrude atendían las gimientes hileras de heridos, y la siguieron hasta un pequeño santuario de Shallya que había en la parte de atrás.
Le señaló un banco a Gotrek, mientras reunía pinzas, lupas, jarra y paño, y colocaba un taburete delante de él.
—El general Nordling dirigía bien el castillo —dijo con un suspiro—. Pero con él muerto y el graf convaleciente, sólo nos queda von Geldrecht, y me temo que el viejo Goldie no está a la altura de la tarea.
La hermana tomó la jarra de agua y comenzó a rezar sobre ella, mientras Félix y Kat la observaban y los matadores esperaban en la puerta. Rodi seguía mascullando acerca de que Gotrek no había sido el único que había luchado contra Krell. La herida del Matador no era profunda, pero estaba sucia de pequeñas motas negras.
Al acabar la plegaria, la hermana Willentrude probó el agua y luego, satisfecha, la vertió en abundancia sobre la herida, que limpió con un paño. Las motas se hicieron menos numerosas, pero no desaparecieron. A continuación, tomó la lupa y las pinzas.
—Sí —dijo al mismo tiempo que presionaba la herida—, hay esquirlas que están muy clavadas en el músculo. Son muchas.
Gotrek permanecía sentado, estoico, con los dientes apretados, mientras ella cerraba las pinzas y tiraba de las esquirlas para arrancar una tras otra de la carne del enano, y las dejaba adheridas al paño.
—¿Así que el graf Reiklander está confinado en su cama? —preguntó Félix mientras ella trabajaba—. ¿Tan mal está?
La hermana Willentrude aspiró por la nariz.
—No lo sé. Lo vi una vez, el día en que regresó con los soldados, y estaba herido de gravedad, pero desde entonces la grafina Avelein no ha creído oportuno permitir que yo lo vea; sólo deja entrar a Tauber. Únicamente a él y a von Geldrecht se les permite entrar en sus aposentos, y ellos no me dicen nada mas que «su señoría está recuperándose».
—¿Es por ese motivo por el que von Geldrecht no permite que cuelguen a Tauber? —preguntó Félix.
—Muy probablemente —replicó ella—. Desde que regresó el graf Reiklander, el comisario y el cirujano son como carne y uña. —Sacudió la cabeza con amargura mientras extraía otra esquirla—. Desearía que el graf estuviera ya recuperado, o que su hijo regresara de la Universidad de Altdorf. El graf era un comandante capaz, sabio y fuerte, y Dominic es un mozo de aguda inteligencia. Ninguno de ellos habría encerrado a Tauber por miedo a Bosendorfer. Habrían encerrado a Bosendorfer por insubordinación. Ahora yo tengo que hacer el doble de trabajo, como médica y hermana, y desperdiciar un tiempo que no tengo en rezar para obtener agua purificada. Espero que von Geldrecht entre en razón. Asediados como estamos, no podremos sobrevivir durante mucho tiempo sin un cirujano.
—¿Es Tauber un buen cirujano? —preguntó Kat.
La hermana rió entre dientes sin levantar los ojos del trabajo.
—Tú has sentido el azote de su lengua, ¿verdad? Bueno, pues nunca ha sido de naturaleza cordial, y el hecho de haber ido al norte lo ha vuelto peor. Demasiados hombres murieron. Demasiados hombres a los que no pudo salvar. Eso lo amargó, pero no encontrarás un matasanos de mayor talento en todo el Imperio. Trata al mismísimo Karl Franz cuando veranea aquí.
Con un suspiro, se irguió y se secó la frente.
—Bueno, he eliminado todo lo que he podido ver —dijo—. Pero hay mas. De eso estoy segura. —Se puso de pie y volvió al armario, de donde comenzó a sacar potes y frascos—. Prepararé una cataplasma que, Shallya mediante, extraerá mas, pero ni siquiera sé si eso logrará hacerlas salir todas.
Gotrek se encogió de hombros, mientras ella se ponía a mezclar ingredientes en un cuenco.
—Siempre y cuando viva lo bastante como para volver a enfrentarme con Krell, no me importa.
—No creas que desistiré por eso, Gurnisson —dijo Rodi—. Aún tendrás que llegar hasta él antes que yo, si lo quieres.
—No te preocupes, Balkisson —replicó Gotrek—. Llegaré.
* * *
Un espeso humo ascendía hacía el cielo rosado que anunciaba la salida del sol cuando Félix y Kat abandonaron con paso cansado el subterráneo de la torre del homenaje con los matadores. En medio del patio de armas ardía una pira de cadáveres decapitados, y el aire estaba cargado del olor empalagoso del cerdo asado. El padre Ulfram y su acólito se encontraban de pie ante la pira, salmodiando; el sacerdote ciego tenía el martillo de guerra sujeto con mano firme por encima de la cabeza, y el libro sagrado, sin abrir, apretado contra el pecho. En un círculo que rodeaba la pira, con la cabeza inclinada en silenciosa plegaria, se encontraban de pie los supervivientes de la guarnición del castillo, los caballeros, los hombres de von Volgen, los sirvientes y los granjeros que habían buscado refugio pensando que el castillo los protegería.
En la primera fila, con la cara delineada por el nítido relieve oscilante conferido por el resplandor del fuego, estaban los varios comandantes y capitanes: von Volgen, con nuevos vendajes que se sumaban al que le rodeaba el pecho; von Geldrecht, apoyado en el bastón; Bosendorfer, mirando con ferocidad las llamas como si fueran los enemigos; Zeismann, mordiéndose el labio inferior y arrastrando los pies; Yaekel, el guardia fluvial, dormido de pie, y Draeger, que con los dedos pulgares metidos dentro del cinturón, daba la impresión de haber preferido estar en otra parte.
Muchos de los granjeros y sirvientes lloraban. Muchos mas se limitaban a mirar con ojos fijos e inexpresivos, conmocionados por lo súbito y salvaje del ataque. Los caballeros y los soldados del castillo, veteranos de la guerra del norte, sólo parecían cansados y resignados. Félix conocía ese aspecto. Lo había visto muchas veces antes, en las caras de aquellos a cuyo lado había luchado durante todos los largos años pasados junto a Gotrek. La pérdida de camaradas en la batalla nunca era fácil, pero para el soldado profesional se trataba de un dolor al que estaba habituado y no le causaba ni conmoción ni enojo, sólo una cansada tristeza que relegaba dentro de sí en un sitio que no le permitiera interferir con su trabajo. Ya dejaría salir el dolor mas tarde, cuando todo estuviera a salvo, y las válvulas de escape serían la bebida, las peleas, el ir de putas y el cantar a gritos. Pero ahora estaba oculto, y no se dejaría ver mientras persistiera la amenaza de mas batallas.
Félix y Kat atravesaron el patio de armas hacia la pira, pero los matadores estaban hablando entre sí y no los siguieron. Félix hizo una pausa, preguntándose si aún estarían discutiendo sobre Krell, pero se trataba de algo por completo distinto.
—Presenta tus respetos, humano —dijo Gotrek—. Nosotros queremos echar un vistazo a estas murallas de las que se dice que están imbuidas de protecciones.
—«Duraderas» —se burló Rodi—. ¡Ah, sí!, tan duraderas como el honor de un elfo.
Félix asintió con la cabeza, y él y Kat se sumaron a la fúnebre reunión, mientras los enanos se alejaban pisando fuerte en la dirección contraria. Después de haber presenciado la riña entre Bosendorfer, Tauber y von Geldrecht, Félix sentía un poco de envidia de la capacidad de los matadores para dejar a un lado sus animosidades y trabajar por el bien común. Sabía que Gotrek y Rodi aún estaban enfadaos el uno con el otro, pero no permitirían que eso interfiriera con lo que era importante. ¡Ojalá los humanos pudieran aprender esa habilidad!
Cuando concluyó la salmodia del padre Ulfram y todos hubieron murmurado un último «Sigmar nos guarde», la multitud se dispersó; los refugiados supervivientes volvieron a la tarea de retirar las tiendas quemadas, y los soldados del castillo comenzaron a reparar las defensas, pero los oficiales se reunieron en torno a von Geldrecht y el padre Ulfram, que hablaban el uno con el otro en voz baja. Von Volgen también se reunió con ellos.
Félix se aproximó mas, con Kat, deseoso de oír si el graf Reiklander le había dicho a von Geldrecht que resistieran o se retiraran; pero era el padre Ulfram quien estaba hablando.
—No, no puedo estar seguro —dijo con voz temblorosa, pero me temo que tiene que serlo—. En los libros de historia, siempre se los menciona juntos. Si el enano ha dicho la verdad, es contra Krell que luchó sobre las murallas, y en ese caso, el nigromante es quien yo temí que fuera desde el principio: Heinrich Kemmler, que ha levantado a Krell de un sueño de mil años para que le sirva de paladín.
El nombre parecía significar poco para la mayoría de los oficiales, y a Félix le despertaba vagos recuerdos de sus clases de la época universitaria, pero von Volgen lo conocía.
—No puede ser Kemmler —dijo—. Fue muerto hace mas de veinte años, en Bretonia.
—Puede que sí —replicó el sacerdote, que asintió con la cabeza—. Puede que sí, pero a menudo se exageran en gran manera las muertes de los nigromantes. Y si se trata de él, nos enfrentamos con una terrible amenaza. Terrible. Se decía de él que Kemmler era uno de los mas grandes nigromantes desde Nagash, y que había derrotado a los mas poderosos magísteres y sacerdotes de su época. Si ha regresado, puede que lleguen días oscuros para el Imperio. Días oscuros.
Zeismann resopló.
—¿Y eso es un cambio, queréis decir?
Von Geldrecht sonrió y le dio unas palmadas a Zeismann en un hombro.
—Gracias, capitán —dijo con forzada alegría—. Ese es el verdadero espíritu del Imperio. Conocer el nombre del enemigo no cambia nada. Nos hemos enfrentado con cosas peores antes y les hemos escupido a la cara. En este caso haremos lo mismo. —Se volvió a mirar a los otros—. Y ahora, caballeros, vuestros informes. ¿Bosendorfer?
Los hombres se miraron unos a otros, a todas luces faltos de confianza en el nuevo comandante, a pesar del empeño que éste ponía en intentarlo, o tal vez debido a eso.
—Diez hombres muertos, señor —dijo el espadón, al fin—. Cuatro a causa del veneno de Tauber.
El comisario tosió.
—Ya basta de hablar de Tauber. ¿Cuántos pueden luchar?
—Trece —replicó Bosendorfer, malhumorado—. Sólo trece.
—¿Zeismann? —preguntó von Geldrecht.
—Treinta y tres muertos o heridos —informó el capitán de lanceros—. Treinta y nueve en condiciones de luchar.
—Treinta y siete caballeros muertos —dijo von Volgen—. Cincuenta y cinco lo bastante bien como para luchar. Cuarenta mas están heridos o enfermos a causa agua contaminada. No incluyo a los caballeros que murieron o resultaron heridos en el enfrentamiento de ayer.
—Ocho muertos —dijo el capitán de artillería Volk—. Tendremos que reducir los equipos de artilleros a dos miembros, si queréis que disparen todos los cañones, mi señor.
—Once hombres muertos, señor —dijo Yaekel—. Quemados mis barracones y las velas de mis balandros. Mi señor, yo…
Von Geldrecht alzó una mano.
—Sí, Yaekel. Vos deseáis retiraros. Tomo nota. —Se volvió hacia el capitán de arcabuceros—. ¿Hultz?
—Veintiocho muertos, mi señor —dijo el hombre—. Sólo… quedan vivos dieciocho. Los murciélagos, señor. Se nos echaron encima de una manera terrible.
—Lo sé, Hultz —le aseguró von Geldrecht con tristeza—. Lo sé. —Se volvió a mirar al desaseado capitán de la compañía desmovilizada—. ¿Y vosotros, capitán? ¿Podéis repetirme vuestro nombre?
—Draeger, señor —replicó el capitán—. ¿Eh?, tres muertos y veintisiete vivos.
Las cabezas de todos se volvieron.
Von Geldrecht lo miró con ferocidad.
—No habéis luchado.
Draeger apretó los dientes.
—Guardamos los establos, señor. Barremos la puerta y vigilamos los caballos como si fueran los nuestros.
—¡Los establos no fueron atacados en ningún momento! —rugió Bosendorfer.
—Es verdad —respondió Draeger—. Gracias a nosotros.
Los demas oficiales comenzaron a vociferar al mismo tiempo, pero von Geldrecht alzó las manos.
—¡Basta! ¡No importa! Nos ocuparemos de esto mas tarde. —Se volvió hacia el joven sargento de caballería que había llorado al morir Nordling—. ¿Classen?
Classen apartó los ojos de Draeger, y saludó.
—Treinta y dos muertos, señor —dijo, y luego tragó—. In…, incluido el general Nordling. Cincuenta aún vivos y condiciones de luchar.
—Y al menos, un centenar de sirvientes y campesinos muertos —dijo el padre Ulfram—. Con mas heridos y enfermos.
Von Geldrecht suspiró y se quedó mirando el fuego.
—Resumiendo —dijo—, mas de un tercio han muerto o han quedado incapacitados después del ataque, y cualquier refuerzo se encuentra a seis días de distancia, por lo menos, una vez que se hayan puesto en marcha. Será… será difícil.
—¡Será imposible! —gritó Yaekel—. ¡Perdonadme, mi señor, pero aquí no tenemos la mas mínima posibilidad! ¡Debemos escapar por el río! ¡No hay ninguna otra manera!
—¡Guardad silencio, Yaekel! —vociferó von Geldrecht—. Ya os he dicho…
Zeismann intervino antes de que pudiera continuar.
—Por mucho que odie admitirlo —dijo—, me temo que debo ponerme de parte de Yaekel. Nuestras fuerzas se encuentran demasiado reducidas como para poder hacer algo. Retirémonos a Nadjagard, donde podremos presentar una defensa adecuada.
—Estoy de acuerdo —dijo von Volgen, que hizo una reverencia en el momento en que von Geldrecht se volvió hacia él con gesto colérico—. Perdonadme, señor comisario. Soy vuestro huésped y obedeceré vuestras órdenes, pero este ataque no ha sido mas que una estocada rápida para poner a prueba nuestro temple, y ha matado a una tercera parte de la guarnición. Cuando el nigromante nos eche encima toda su potencia, ¿cuál será el coste? —Sacudió la cabeza—. Me temo que el castillo sea una causa perdida. Podemos hacer mas en Nadjagard.
—Gracias por vuestra opinión, mi señor —dijo von Geldrecht, muy rígido—. Pero aunque veo la prudencia de lo que decís, el graf Reiklander se muestra categórico en que el castillo Reikguard sea defendido hasta el último hombre, y no le desobedeceré. —Se volvió a mirar a sus capitanes—. Destinaréis hombres de cada una de vuestras guardias para que ayuden a la construcción de matacanes y otras defensas, Y…
—¡Pero mi señor! —se lamentó Yaekel, que lo interrumpió—. ¿Qué vamos a comer? ¿Qué vamos a beber? ¡Aun en el caso de que no nos maten los zombies, moriremos de sed!
—La hermana Willentrude está purificando agua para usarla en la limpieza de las heridas —dijo von Geldrecht—. Y el personal de las cocinas está preparando fuegos sobre los que hervir agua para beber y cocinar. Tendremos agua y una buena comida de…, de galletas, muy pronto.
—Si se me permite hacer una sugerencia, señor… —dijo Draeger.
—Si implica que vosotros huyáis, olvidadlo —gruñó Bosendorfer.
—En absoluto —replicó Draeger—. Sólo quería decir que no estamos completamente incomunicados aquí. ¿Por qué no enviamos las barcas del guardia Yaekel a forrajear? Que bajen por el río hasta alguna aldea en la que no haya zombies, y traigan comida.
Todos se volvieron a mirarlo, sorprendidos con la guardia baja por la sensatez de la idea. Von Geldrecht asintió con la cabeza.
—Es una sugerencia excelente, Draeger —reconoció—. Vamos hacer exactamente eso.
—Gracias, señor —dijo Draeger—. Y si yo pudiera…
—Vos no participaréis para nada en la misión —lo interrumpió von Geldrecht—, porque temo que, de algún modo, os perdáis cuando estéis en tierra.
—¡Ah, no, mi señor! —insistió Draeger, con los ojos muy abiertos—. Os aseguro que…
—¡Basta! —dijo von Geldrecht—. Zeismann, escogeréis a quince de vuestros hombres y escoltaréis al guardia Yaekel y su tripulación río abajo, para requisar provisiones y suministros de los poblados que hay en esa dirección. —Hizo una pausa cuando los ojos de Yaekel se iluminaron, y luego continuó—: Y os aseguraréis de que el guardia Yaekel y su tripulación tampoco se pierdan.
La cara de Yaekel se entristeció, y Zeismann sonrió.
—Sí, señor —replicó el capitán de lanceros—. No caerá ningún hombre al agua durante este viaje.
Kat apretó un brazo de Félix cuando la conversación concluyó.
—¡Félix! —susurró—. ¡Ésta es nuestra oportunidad para llevarnos de aquí a Snorri!
—Sí —dijo Félix—. Vayamos a buscar a Gotrek.
* * *
Al fin encontraron a los tres enanos dentro del estrecho túnel que corría por debajo de la muralla exterior del castillo y conectaba las torres. Estaban juntos, alumbrando con un farol una piedra cuadrada que formaba parte de la muralla, y miraban la angulosa runa de enanos que había sido cincelada en ella.
—Gotrek —llamó Félix, al acercarse—. Von Geldrecht va a enviar al exterior, por barco, un grupo de forrajeadores. Podremos llevarnos a Snorri…
Dejó la frase sin acabar al darse cuenta de que los enanos no lo escuchaban. Se limitaban a continuar mirando la runa con ojos fijos.
—¿Sucede algo malo? —preguntó Félix.
Gotrek apartó la atención de la runa y miró a Félix. Su único ojo ardía de furia.
—Está rota.
Félix y Kat se acercaron para mirarla mejor. Una grieta fina como un cabello dividía la piedra de un lado a otro y cortaba todos los brazos de la runa.
—Por eso pudieron los muertos cruzar las murallas —declaró Gotrek con voz cavernosa—. Con esta grieta, el poder forjado dentro de la runa ha escapado.
—Y todas las runas que hemos encontrado están igual —informó Rodi.
—Pero ¿cómo ha sucedido? —preguntó Kat—. ¿Un terremoto? ¿Son grietas de asentamiento?
Rodi negó con la cabeza.
—Desde la Era de la Aflicción, los enanos hemos hecho que estas runas sean inmunes al desgaste de la naturaleza. Y esto ha sucedido hace apenas unos días. Una semana, como mucho.
—Snorri piensa que apesta a magia —dijo Snorri.
—Sí —asintió Gotrek—. Un martillo no podría haber dañado una runa como ésta. Un cincel no le habría dejado siquiera marca. Esto ha sido obra de brujería.
—¿Así que fue obra de Kemmler? —preguntó Kat.
—¿Kemmler? —inquirió Rodi—. ¿Quién es Kemmler?
—El padre Ulfram dice que si la criatura no muerta es Krell —explicó Félix—, el nigromante tiene que ser Heinrich Kemmler, quien lo ha levantado de la tumba.
—Nunca he oído hablar de él —dijo Gotrek.
—Quienquiera que sea —intervino Rodi—, si rompió las runas, tuvo que infiltrarse en el castillo. —Señaló el suelo del túnel, y luego otra vez la piedra—. ¿Veis dónde alguien ha intentado borrar las huellas de sus pies? ¿Veis la impresión de una mano allí?
Félix y Kat volvieron a mirar la piedra. En el centro mismo, superpuesta a la runa rota, había unas pocas manchas suaves donde parecía que la piedra había sido vidriada. A Félix le recordaron las lustrosas cicatrices dejadas en la piel por un hierro de marcar, pero las manchas estaban dispuestas en forma de la palma y los dedos de una mano.
Kat se estremeció.
—¿El toque de una mano que puede romper la piedra?
Rodi asintió con la cabeza.
—Y las mismas marcas están sobre todas las que hemos encontrado.
Félix tragó saliva al ocurrírsele algo.
—Kemmler no se molestaría en borrar las huellas de sus pasos. No le importaría. Pero alguien que temiera que lo atraparan…
Gotrek asintió con la cabeza.
—Sí, humano. El saboteador se encuentra dentro del castillo.