SEIS

SEIS

Félix frunció el ceño, convencido de que no podía ser que hubiese oído correctamente lo que decía el Matador.

—¿Matarte? —preguntó—. Gotrek, es sólo un arañazo. Has sufrido heridas peores. Mucho peores.

—No, humano —replicó el Matador—. No es así.

Gotrek le enseñó la mano. La sangre que goteaba de sus gruesos dedos estaba salpicada de pequeñas motitas negras.

—El hacha de Krell deja tras de sí esquirlas de obsidiana que penetran hasta el corazón y provocan una muerte lenta. —Volvió a sonreír; fue una sonrisa ceñuda, fría—. He hallado mi muerte, al fin.

A Félix le dio un vuelco el corazón. Intentar asimilar aquello le provocaba vértigo. ¿Era posible que ya hubiera presenciado el fin de Gotrek sin saberlo? Parecía imposible. El matador no podía morir de un modo tan triste y carente de gloria.

—Gotrek —dijo al mismo tiempo que avanzaba un paso—, tienes que limpiarte esa herida. No puedes permitir que suceda eso.

—Por supuesto que no puede —dijo von Geldrecht, avanzando con paso cojo—. Por las barbas de Sigmar, herr matador, tenéis que ver de inmediato a nuestro cirujano. ¡Esas esquirlas deben salir!

Gotrek volvió un ojo de fría expresión hacia el comisario.

—¿Es mi muerte lo que os preocupa, señor? ¿O la vuestra?

Rodi rió al oír eso, mientras que el rojo semblante de von Geldrecht se ponía mas rojo aún.

—Ciertamente, Matador, que sois una gran bendición para nuestras defensas —dijo—. Pero os equivocáis conmigo. Solo estoy preocupado por vuestro bienestar…

—El «bienestar» de un matador es asunto suyo —gruño Gotrek, y se encaminó hacia la escalera del patio de armas, con Rodi y Snorri detrás—. Y no tiene importancia. Las esquirlas ya están haciendo su trabajo. Ya no hay manera de sacarlas.

Félix tragó saliva y partió detrás del enano.

—Seguro que vale la pena intentarlo, Gotrek. El veneno no es muerte digna de un matador.

Gotrek lo despidió agitando una mano, y continuó.

—Déjame estar, humano. Necesito un trago.

Kat posó una mano sobre un brazo del Matador, y éste pasó de largo.

—Gotrek, por favor. Podría permitirte vivir durante el tiempo suficiente como para enfrentarte otra vez con ese Krell.

El Matador se detuvo y la miró durante un largo momento.

—Sí. Puede ser que sí —dijo al fin, y asintió con la cabeza—. Muy bien.

Cuando echaron a andar otra vez hacia la escalera, Félix le lanzó a Kat una mirada de alivio, y von Geldrecht dejo escapar el aliento contenido.

—Gracias, fraulein —dijo, cojeando tras ellos—. Nos habéis hecho un gran servicio con esta…

Ella se detuvo.

—¡No lo he hecho por vosotros! —le gruñó a modo de respuesta.

Félix se volvió de espalda para que von Geldrecht no lo viera sonreír ante su atónita expresión.

—Lo siento, Félix —dijo Kat—. Le importa un ardite el «bienestar» de Gotrek.

—No te disculpes —dijo Félix—. Yo habría hecho lo mismo, de haber tenido el valor necesario.

* * *

Rodi gruñó cuando comenzaron a cruzar el patio de armas en ruinas, hacia el subterráneo de la torre del homenaje.

—Dos mil años de agravios fueron tachados del libro cuando murió Krell —dijo.

Kat lo miró con asombro.

—¿Luchasteis contra él durante dos mil años?

—Sí —replicó Rodi—, desde que se consagró al Dios de la Sangre y fue contra nuestras fortalezas.

—Tanto Karak-Ungor como Karak-Varn sufrieron bajo su hacha, antes de que el cachorro Sigmar lo matara —dijo Gotrek.

—Y ahora está vivo otra vez —añadió Rodi, y escupió—. Todos esos agravios deberán ser reescritos en el libro como pendientes de venganza.

Gotrek asintió con la cabeza, con expresión distante en su único ojo.

—Sí, pero el matador que le dé una muerte auténtica y definitiva será recordado para siempre en los libros de historia.

—Sí —dijo Rodi, a la vez que se golpeaba el pecho con un puño—. Rodi Balkisson, Matador de Krell.

Gotrek le lanzó una mirada dura.

—Eso ya lo veremos.

—Snorri piensa que Snorri Muerdenarices, Matador de Krell, queda mejor —dijo Snorri.

Rodi gruñó al oír esto, y Gotrek apretó los dientes; continuaron caminando en silencio. Félix sacudió la cabeza ante la manera de ser de los enanos. Herido por un hacha que parecía que iba a matarlo con total seguridad, y Gotrek aun se preocupaba por las fechorías cometidas contra sus ancestros miles de años antes; y por supuesto, por cómo seria recordado él mismo por los enanos que vinieran después. A veces daba la impresión de que los enanos vivían mas en el pasado que en el presente.

Sin embargo, al continuar avanzando por el patio de armas, el árido sentido del humor de Félix se desvaneció, para ser reemplazado por la creciente sensación de que algo iba muy mal dentro del castillo. Los muertos y agonizantes yacían, por supuesto, por todas partes, y el aire estaba cargado por el hedor de las tiendas quemadas y la carne asada, pero había algo mas, algo peor detrás de todo aquello, aunque no podía identificar de qué se trataba.

Caballeros, granjeros, lanceros, espadones, arcabuceros y guardias fluviales yacían donde habían muerto, con la cara y el cuello destrozados hasta ser amasijos rojos, y los huesos hechos pedazos por haber caído desde lo alto de las murallas. Había cadáveres ardiendo en medio de las humeantes tiendas, y golpeando contra el casco de las barcas del puerto, y los heridos parecían estar muy poco mejor, gritando y sollozando, con profundas marcas de garras en la espalda y las extremidades aplastadas y dobladas.

Los lanceros de Zeismann y los caballeros de von Volgen ayudaban a los granjeros a recorrer la carnicería para apartar a los vivos a un lado y apilar los muertos al otro. Los aparceros lloraban lastimeramente cuando encontraban a sus seres queridos, y algunos no podían continuar. Una madre estrechaba contra el pecho a su hijo, de cuya garganta desgarrada manaba sangre que le empapaba la túnica. Una niña pequeña chillaba sin parar, llamando a sus padres.

También los hombres del castillo recogían a sus heridos y los llevaban en camillas al subterráneo de la torre del homenaje, mientras ellos gemían y se lamentaban.

Los lamentos.

Tal vez era eso.

Félix no sabía si se trataba de su imaginación, pero los gritos de los heridos parecían aún mas agónicos de lo normal después de una batalla. Incluso la limpieza y la aplicación de ungüentos por parte de las iniciadas de Shallya y de los ayudantes del cirujano Tauber parecían causarles un dolor insoportable, como si los lavaran con fuego en lugar de agua, y la cosa empeoró cuando Félix y Kat siguieron a los matadores al interior del subterráneo de la torre del homenaje.

Los heridos yacían en el comedor y a lo largo del corredor que conducía a la enfermería, todos presa de dolor increíbles. Y también olían de manera extraña, el malsano hedor agrio del abandono que Félix asociaba con las superpobladas salas hospitalarias para pobres. Habría esperado ese olor si los soldados hubiesen permanecido tendidos allí durante semanas, pero no tan pronto. Sus heridas eran recientes, sufridas apenas minutos antes. El lugar debería haber olido a sangre y carne quemada, no a osario. Todavía no.

El capitán Zeismann se irguió tras dejar a un lancero sobre un camastro, y les dedicó a Félix, Kat y los matadores, un saludo cansado.

—Bien hecho, amigos —dijo—. Esta noche habéis obrado como héroes sobre esas murallas. Le habéis salvado el pellejo al viejo Goldie, es innegable.

—¿Goldie? —preguntó Félix.

—Von Geldrecht —aclaró Zeismann—. No es gran cosa, pero…

Lo interrumpió un rugido de furia procedente de la enfermería, seguido de inmediato por el estruendo de muebles derribados y acusaciones vociferadas.

—¡Asesino!

—¡Envenenador!

—¡Estáis confabulado con el nigromante!

—¡Intentáis convertirnos a todos en zombies!

—¡Por favor! —gritó una voz mas aguda—. ¡Eso no tiene nada que ver conmigo!

Félix reconoció la voz de Tauber, tensa hasta el punto de quebrarse a causa del miedo.

—¡Ay!, ¿y ahora de qué va todo eso? —gimió Zeismann.

El capitán de lanceros se encaminó con prisa hacia la puerta de la enfermería, obstruida por caballeros y soldados de infantería que gritaban e intentaban entrar a la vez.

Félix, Kat y los matadores siguieron a Zeismann, que se puso a empujar y dar codazos al final de la aglomeración, al mismo tiempo que alzaba la voz hasta el volumen de un patio de maniobras para que lo oyeran.

—¡Atrás! ¡Atrás! ¿Qué sucede?

Los tres matadores embistieron para abrirse paso a través de la muchedumbre como si no estuviera allí, y Zeismann los siguió, agradecido, mientras que Félix y Kat cerraban la marcha.

En el interior, el capitán de espadones Bosendorfer y un semicírculo de hombres habían acorralado a Tauber y sus ayudantes en un rincón. Tauber se encogía ante ellos, con un escalpelo en la mano temblorosa. Sus ayudantes blandían taburetes, cubos y mochos. Allí olía peor que en el corredor.

—Puede ser que nos hayáis matado, traidor —dijo Bosendorfer—, pero os llevaremos con nosotros.

—Y también os cortaremos la cabeza —dijo un lancero—. No vais a reuniros con vuestros hermanos zombies.

—¡Eh, vamos! —intervino Zeismann—. ¿Qué pasa aquí?

—Yo no he envenenado a nadie —gritó Tauber—. ¡Tiene que ser alguna otra cosa! ¡Las garras de los murciélagos!

—Mentiroso, ademas de traidor —declaró Bosendorfer con una mueca de desprecio.

El capitán de espadones señaló a uno de sus hombres, que sudaba sobre un camastro como si se hallara dentro de un horno y se aferraba un brazo herido que brillaba a causa del pus verde que supuraba.

—Pulcher fue herido por tejas de pizarra al caer. ¡Esos horrores no llegaron a tocarlo siquiera!

—¡Entonces, no sé qué es! —dijo Tauber—. Pero yo no tengo nada que ver con eso.

—Es lo que puede esperarse que digáis —dijo Bosendorfer al mismo tiempo que avanzaba—. ¡Apresadlo! Sacadlo al patio de armas, donde podré blandir bien el espadón. Y traed también a sus secuaces.

—¡Esperad, Bosendorfer! ¡Esperad! —gritó Zeismann, que se interpuso en el camino del espadón—. Sé que no os gusta el viejo Tauber, pero éstas son acusaciones graves. Llevemos el caso ante el general Nordling.

Bosendorfer empujó al lancero contra Félix.

—¡Manteneos fuera de esto, Zeismann! ¡No me superáis en rango!

El espadón cargó contra Tauber con la turba tras de sí, todos agitando los puños.

—Mala cosa —dijo Kat—. Gotrek lo necesita.

—Todos lo necesitamos —puntualizó Félix mientras ponía a Zeismann de pie.

Tal vez Tauber fuera un hombrecillo mezquino con unos modales de molusco, pero había curado a casi cien heridos el día anterior, y ninguno se había puesto enfermo, ni siquiera Kat después de que Félix lo hubiera amenazado. Cualesquiera que fuesen sus delitos, Félix dudaba de que el mal de ese momento fuese uno de ellos.

Sujetó a Bosendorfer por un brazo cuando éste comenzó a arrastrar a Tauber fuera de la habitación.

—¡Esperad, capitán! ¿De verdad vais a matar al único hombre que puede curaros?

—Sí —añadió Zeismann, que se situó a su lado—. ¿Sois tonto?

Bosendorfer los miró con furia desde su impresionante estatura, y pareció que iba a empujarlos hacia un lado, pero los matadores se situaron junto a ellos y el espadón se limitó a gruñir.

—No está curándonos —dijo—. ¡Está asesinándonos, como hacía en el norte!

—Él no asesinó a nadie en el norte, Bosendorfer —lo contradijo Zeismann con exasperación—. Todo eso quedó aclarado. Fue sólo que no los pudo salvar a todos. Ya lo sabéis.

—¡Yo no sé nada parecido! —le espetó el espadón—. ¡Entonces dije que estaba con los kurgan, y ahora digo que está con el nigromante, y que vuelve a intentarlo!

Félix parpadeó, confuso. El guerrero hablaba como un loco.

—Si está con el nigromante —dijo con toda la calma de que fue capaz—, ¿por qué no envenenó a todo el mundo ayer, después de la lucha?

Una mejilla de Bosendorfer se contrajo cuando clavó los ojos en los de Félix.

—¿Quién sois vos para que tengamos que escucharos? ¿También estáis con el nigromante? ¿Lo estáis vos, Zeismann? ¡Apartaos de mi camino! ¡Tenemos un traidor que matar!

Los hombres rugieron asintiendo, y esa vez Bosendorfer si que empujó a Félix y Zeismann, pero cuando comenzaba a arrastrar a Tauber para hacerlo pasar entre ambos, Gotrek, Snorri y Rodi se interpusieron en su camino.

—Si insultáis al humano —dijo Gotrek—, nos insultáis a nosotros.

Bosendorfer se detuvo, mirando con inquietud a los matadores.

—Yo…, yo no lo he insultado. Sólo le he dicho que se apartara de mi camino.

—Habéis dicho que está con el nigromante —le recordó Rodi.

—Snorri no conoce a ningún nigromante —dijo Snorri—. Y tampoco el joven Félix conoce a ninguno.

Félix se dio cuenta de que Bosendorfer habría querido ceder ante tres oponentes tan temibles, pero los hombres que tenía detrás estaban gritándoles insultos a los enanos y animándolo. Se encontraba atrapado, y eso lo enfureció.

—¡No me importa a quién conocéis ni quiénes sois! —gritó—. ¡No tenéis ninguna autoridad aquí! Yo soy el capitán de espadones del graf Reiklander. ¡Os ordeno que os apartéis de mi camino!

Los matadores no dijeron nada, sino que sólo alzaron los puños. Félix y Kat hicieron lo mismo mientras la turba vociferaba y Zeismann pedía calma. Pero entonces, por encima del ruido, les llegó una voz que bramaba desde el pasillo.

—¡Cirujano Tauber! ¡Despejad vuestra mesa!

Félix reconoció la voz de von Geldrecht, al igual que el resto, porque todos dejaron de empujar cuando el comisario entró, cojeando, con dos caballeros del castillo detrás. Se apoyaba en un bastón al andar.

—¡Tauber! —jadeó—, debéis atender de inmediato al general Nordling. Tiene una pestilencia en su interior… —Calló al ver la escena que tenía ante sí—. Bosendorfer, ¿qué sucede? ¡Soltad a nuestro cirujano!

—Mi señor —dijo Bosendorfer al mismo tiempo que saludaba—, es Tauber quien ha causado la pestilencia. ¡Mirad! —Barrió el aire con una mano para abarcar a los heridos, que gemían y se pudrían en sus camastros—. Mirad sus heridas. ¡Él los ha envenenado!

—¡Eso no lo sabéis, Bosendorfer! —intervino Zeismann.

Von Geldrecht se encogió al recorrer aquellos horrores con la mirada, y luego se volvió otra vez hacia Tauber con expresión asustada en los ojos.

—¿Es…, es verdad eso, cirujano?

—No, señor comisario —replicó Tauber—. No sé qué lo ha causado. Os lo juro.

—¡Miente! —gritó Bosendorfer—. ¡Nos ha matado a todos!

—Mi señor —intervino Félix—, no creo que lo haya hecho. Si fuera el responsable de esto, ¿no habría intentado escabullirse? Ha permanecido en su puesto, atendiendo a los heridos.

—¡Ha estado poniéndolos enfermos! —gritó Bosendorfer.

—¿Cómo sabéis que ha sido él quien lo ha hecho? —dijo Zeismann—. ¡Podría haber sido cualquiera!

Todos empezaron a gritar al mismo tiempo, mientras von Geldrecht bramaba por encima de todos para pedir silencio. Pero entonces se abrieron paso al interior de la habitación cuatro caballeros del castillo que llevaban al general Nordling en una camilla, y el estruendo disminuyó hasta transformarse en un susurro de plegarias murmuradas y bruscas inspiraciones.

El general, tan erguido y orgulloso cuando Félix lo había visto por primera vez, yacía ahora sobre la camilla como una víctima de hambruna. Sus extremidades, bajo la ensangrentada camisa que constituía su única prenda de ropa, estaban en los huesos y con las articulaciones hinchadas, y el semblante se veía demacrado y gris. Tenía la respiración acelerada y superficial, como un perro que jadeara. Félix vio una sola herida en su cuerpo, pero se trataba de una terrible. Una afilada punta de hueso le sobresalía por encima de la Rodilla de la pierna izquierda, y la herida por la que asomaba estaba negra, supuraba burbujeante pus verde y hedía a muerte.

Zeismann se atragantó cuando los caballeros dejaron a Nordling sobre la mesa.

—Por Sigmar, ¿qué le ha sucedido?

Un asustado cirujano de campo que había entrado detrás de los caballeros sacudió la cabeza.

—Estaba bastante bien después de caer del tejado de la capilla. Sólo tenía la pierna rota, y bromeó al respecto mientras lo traían hacia los barracones, pero apenas momentos después de limpiarle la herida se puso así. No lo entiendo.

Von Geldrecht se volvió hacia Bosendorfer e hizo un gesto en dirección a Tauber, que aún estaba retenido por la férrea mano del espadón.

—Soltadlo. Dejadlo trabajar.

Bosendorfer lo soltó a regañadientes, y Tauber se irguió, tembloroso.

—Gracias, señor comisario —dijo a la vez que se inclinaba ante von Geldrecht.

—Si sois el responsable —dijo von Geldrecht mientras posaba una mano sobre la espada—, anularéis el efecto del veneno. Si no lo sois, lo curaréis, o será peor para vos.

Tauber tragó, y los hombres intercambiaron una mirada que Félix no pudo interpretar.

—Lo…, lo intentaré.

El cirujano les hizo un gesto a sus ayudantes y se acercó a la mesa mientras ellos comenzaban a prepararle el instrumental.

—Contadme todo lo que habéis hecho —le pidió al cirujano de campo mientras le tomaba el pulso a Nordling y le miraba el interior de los párpados—. No omitáis ni un solo detalle.

—Sólo hemos hecho lo que hacemos siempre —dijo el hombre—. Le quitamos la armadura y la ropa, lo examinamos minuciosamente, le lavamos las heridas para limpiarles la tierra, y le dimos a beber vino fuerte para que no sintiera tanto dolor cuando redujéramos la fractura. Pero…, pero no llegamos a eso. Se puso enfermo con demasiada rapidez. ¡Se consumió ante nuestros propios ojos!

Tauber frunció el ceño, al parecer desconcertado, y luego se volvió a mirar con inquietud a von Geldrecht, que aferraba la empuñadura de la espada con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.

—No sé muy bien qué hacer, mi señor —dijo con voz temblorosa—. Parece estar muriendo de disentería, pero para alcanzar una etapa tan avanzada de la enfermedad se requieren días, no minutos.

—No me importa lo que sea —contestó von Geldrecht—. Sólo curadlo.

—Pero, mi señor, para curar a un hombre que está en este estado se necesitan días…, semanas. No mejorará en cuestión de momentos, por mucho que yo haga.

Von Geldrecht no dijo nada, sólo desenvainó la espada, con la cara blanca. Tauber suspiró y se volvió a mirar a sus ayudantes.

—Lavadle las heridas hasta eliminar el pus, y dadle a beber agua con una cuchara —dijo—. Cuando haya aplicado ungüento a las heridas, reduciremos la fractura.

Los ayudantes asintieron con la cabeza. Uno hundió un paño en una jofaina que había junto a la mesa y comenzó a pasarlo con cuidado por la carne negra de la herida, mientras el otro le abría la boca a Nordling y comenzaba a verterle dentro gotas de agua con una cuchara. Tauber se encamino hacia un anaquel del que empezó a bajar potes y frascos. Pero cuando los colocaba sobre una bandeja, se produjo una conmoción en el pasillo, y se oyó una voz femenina, aguda y tensa.

—¡Alto! —gritó—. ¡No lo toquéis con ese paño! ¡Apartad esa cuchara!

Los ayudantes retrocedieron, encogidos de miedo, y Tauber se volvió y se quedó mirándola.

—¿Qué sucede, hermana Willentrude? —preguntó—. Hay algo…

—El agua —resolló ella, mientras intentaba recobrar el aliento—. El aljibe inferior ha sido envenenado, ademas de todas las jarras, cantimploras y abrevaderos para caballos que he examinado. —Se volvió a mirar a von Geldrecht—. Mi señor, debéis decírselo a todos. Que no beban ni laven nada con agua hasta que hayamos podido analizarla toda.

—¡¿Lo veis?! —gritó Bosendorfer al mismo tiempo que se volvía hacia Tauber, mientras von Geldrecht lo miraba con ojos fijos—. El traidor nos ha envenenado a todos.