CINCO
Félix y Kat caminaban juntos por un sendero forestal. Se encontraban a apenas un kilómetro y medio, mas o menos, de Bauholtz, hacia donde iban para visitar al Doktor Vinck. Jaeger se sentía feliz. Era un día de principios de la primavera y aún hacía frío a la sombra de los árboles, pero un sol tibio le acariciaba la cara de vez en cuando; y luego atravesaron un claro, y ya no tuvo la mas ligera preocupación en el mundo. Gotrek no estaba con ellos. Snorri y Rodi, tampoco. Sólo él y Kat andaban por el sendero, y no tenían ninguna prisa ni obligación.
Félix le apretó la mano, ella le devolvió el apretón, y se detuvieron bajo las ramas cargadas de yemas de un anciano roble, pero cuando se inclinaban para besarse, un grito lejano llego los oídos de Félix, un ave de presa, tal vez. No le hizo caso y se inclinó mas, pero Kat se apartó y miró a su alrededor.
—Gritos —dijo.
—No es mas que un halcón —replicó Félix.
—No. —Kat se alejó de él para volver al sendero—. ¿No lo oyes? Son personas a las que están matando.
Ella se puso en marcha otra vez hacia Bauholtz, ahora a paso ligero.
—Kat, vuelve. No es nada.
Ella no le hizo caso y continuó adelante. Él gruñó de fastidio y partió tras ella. El día era demasiado perfecto como para que hubiera problemas. Quería que ella volviera y lo besara.
Salieron corriendo de debajo de los árboles. Ante ellos se alzaban las largas murallas de Bauholtz, al otro lado de los campos de cultivo, y por encima de ellas estaba formándose una nube de humo negro. Los gritos se oían allí con mayor claridad. Procedían del pueblo.
Entonces, se encontraron ante las puertas, aunque Félix no recordaba haber corrido hasta allí, gritando y aporreando los troncos sin devastar. Del interior les llegaban gritos terror y furia, y un penetrante hedor a quemado.
Kat pateó la puerta.
—¡Levantaos! —bramó—. ¡Armaos! ¡Nos están atacando!
Félix pensó que era muy extraño que ella dijera eso.
* * *
Félix miró a su alrededor, parpadeando, desorientado. No se encontraba ante las puertas de Bauholtz. Estaba en una habitación oscura, tumbado en un camastro estrecho, con el brazo derecho abrigado por Kat y el izquierdo helado porque lo tenía contra la pared. Pero aunque el sueño se desvanecía, los gritos y los golpes se acercaban mas y aumentaban de volumen.
—¡Arriba, soldados de Reikland! —bramó una voz ronca y grave, y Félix se preguntó cómo podía haber pensado que era la de Kat—. ¡A las murallas!
Levantó la cabeza y gimió, porque tenía una tortícolis terrible. Kat estaba sentada junto a él, desnuda y apartándose el pelo de la cara. El mechón blanco que tenía en medio de las trenzas de color castaño oscuro brillaba en tonos verdes a la luz que entraba por las ventanas de la habitación, que tenían cristales en forma de diamante. Era como si el castillo se hubiera hundido en un mar de veneno.
—¿Qué sucede? —murmuró Kat.
—No lo sé.
Félix intentó sentarse, y entonces hizo una mueca de dolor. Tenía la pierna izquierda completamente dormida.
La puerta se abrió de golpe, y uno de los caballeros de Nordling se asomó por ella.
—¡Arriba y fuera! Los muertos… —Se interrumpió al ver a Félix y Kat—. En el nombre de Sigmar, ¿qué estáis haciendo aquí? ¡Estas son nuestras dependencias!
Agitó una mano con impaciencia y se marchó corriendo para ponerse a aporrear la siguiente puerta del corredor.
—¿Los muertos? —repitió Félix.
El y Kat se miraron el uno al otro, y luego se pusieron en pie de un salto y recogieron las armaduras y las armas con precipitación.
* * *
Lanceros, espadones y caballeros pasaban a toda velocidad junto a Félix y Kat, mientras ellos subían por la escalera de piedra hasta lo alto de la muralla del castillo. La luz de las antorchas hacía destellar las espadas y puntas de lanza mientras los soldados corrían a ocupar sus posiciones, y se reflejaba en los cañones de las armas de los arcabuceros que se encontraban acuclillados entre las almenas, pero las llamas no lograban disipar el enfermizo relumbre verde de Morrslieb que hacía que las nubes de tormenta pareciesen gordos gusanos fosforescentes, y teñía la piel de todos de un gris pastoso.
Cuando llegaron al parapeto, Félix vio, a la derecha, a von Volgen hablando seriamente con sus caballeros, mientras que a la izquierda estaban Gotrek, Snorri y Rodi, que se asomaban a mirar hacia abajo por encima de las almenas.
Snorri había conseguido una pata de palo en alguna parte, recién cortada por debajo para que se adaptara a su corta estatura, y había recuperado su martillo, mientras que Rodi tenía un hacha nueva, hecha por enanos, para la reemplazar la se había roto en la Corona de Tarnhalt. Félix se pregunto de dónde habría salido. ¿Un regalo de la guarnición?
—Snorri quiere bajar a luchar contra ellos —estaba diciendo Snorri cuando Félix y Kat fueron a situarse junto a los matadores.
—¡No te preocupes, padre Cráneo Oxidado! —dijo Rodi—. Vendrán por nosotros muy pronto.
—Demasiado pronto —dijo Gotrek en tanto le lanzaba a Snorri una mirada torva.
Kat y Félix se asomaron por encima de la muralla para ver que estaban observando los matadores. La débil luz lunar engañó los ojos de Félix, y al principio sólo vio sombras deformes que avanzaban con paso espasmódico por la hierba invernal; pero, pasado un momento, las sombras se resolvieron en forma de cadáveres ambulantes, tanto de bestias como de hombres, cientos de ellos, que convergían, lenta pero inexorablemente, en el castillo. Una numerosa multitud de ellos ya iba de un lado a otro, con inquietud, por el borde del foso lleno de agua de rápida corriente, mientras mas y mas avanzaban con paso tambaleante para unirse a ella y formar una móvil alfombra de no muertos que se extendía noche adentro hasta donde llegaba la vista de Jaeger.
Gotrek tenía razón. Los muertos habían llegado demasiado pronto. Félix y Kat habían planeado marcharse con Snorri a la mañana siguiente, y haber recorrido un buen trecho del camino hacia Karak-Kadrin antes de que atacara la horda. Ahora estaban atrapados en el castillo con todos los demas. Gotrek tenía que estar furioso. Se había negado a si mismo una muerte segura en la Corona de Tarnhalt, y se había negado a si mismo una muerte segura en la corona de Tarnhalt y se la negado a Rodi, con el fin de alejar a Snorri de los muertos, y ahora resultaba que había sido todo en vano. Snorri estaba en un peligro aún mayor que antes, y Gotrek sólo había logrado convertir a Rodi en su enemigo.
Por otro lado, aquello no era necesariamente el fin todo. Félix ya había luchado antes contra los no muertos y había sobrevivido. Sabía que podía enfrentarse con mas diez de ellos, y Gotrek con mas de cien. Aun así, se le cayó el alma a los pies y se le secó la boca con sólo mirar sus ojos en blanco y sin vida. Y lo que heló su sangre no fue sólo el horror de que algo muerto se levantara en una parodia de vida, aunque eso era bastante horrible, sino que la absoluta, inconsciente inevitabilidad de los zombies. Eran como las hormigas, o como el agua. Una gota de agua o una sola hormiga no constituían amenaza alguna. Uno podía sacudírselas de encima sin esfuerzo. Pero un millón de hormigas o una inundación hallarían grietas en cualquier pared, pasarían por encima de cualquier barrera, derribarían a un hombre y lo ahogarían.
Ese era el verdadero horror de los muertos ambulantes. No se podía razonar con ellos, no se les podía hacer huir a causa del pánico, no se les podía comprar ni convencer de que cambiaran sus alianzas. Eran una fuerza antinatural, tan implacable como el tiempo y las mareas, y acababan por desgastarlo a uno hasta vencerlo, como las montañas eran erosionadas hasta convenirse en simples colinas, y las reses muertas eran lentamente despojadas de su carne hasta los huesos por millares de diminutas mandíbulas. Los zombies eran tan inevitables como la muerte, porque eran la muerte.
—Mirad cuántos son —dijo un lancero con ojos inexpresivos—. Interminables. Interminables.
—Y hay bestias entre ellos —añadió un arcabucero, mientras hacía la señal del martillo—. Por Sigmar, si ese nigromante puede convertir en zombies a esos monstruos, ¿que posibilidades tenemos?
—Debemos rezar todos a Morr —intervino un artillero al mismo tiempo que tocaba una insignia en forma de cuervo de Morr que llevaba en la gorra—. Él los pondrá a descansar y nos librará de ellos.
—¡Menos charlas de ese tipo! —gritó el general Nordling—. ¡Somos hombres de Reikland! ¡No tememos a nada!
En general avanzaba a lo largo de la muralla con seis caballeros del castillo, y lo seguían el comisario von Geldrecht, el sacerdote ciego al que llamaban padre Ulfram y el acolito de éste, Danniken.
Los hombres se volvieron cuando el general se subió al espacio que separaba dos almenas y se encaró con ellos, de espaldas a los zombies. Félix vio que debajo de la erizada barba negra tenía la piel pálida, pero logró que el miedo no se manifestara en su voz.
—Sí, nuestro enemigo es aterrador —dijo mientras se reunían mas hombres a su alrededor—. Sí, son una legión. Pero nosotros somos los mas fuertes de los fuertes, los mas valientes entre los valientes, forjados en batalla contra los mas grandes enemigos del Imperio. ¿Acaso no mantuvimos la formación en Wolfenburgo? ¿No hicimos retroceder a los demonios en Grimminhagen?
—¡Sí! —gritaron los hombres—. ¡Por el Imperio! ¡Por el graf!
Von Volgen y algunos de sus hombres llegaron y se situaron al final de la aglomeración, donde se quedaron escuchando mientras Nordling continuaba.
—¡Ninguno de vosotros se encuentra desnudo y a solas en el campo, enfrentado a esos horrores! —gritó el general, dando manotazos sobre las piedras de la muralla—. Estáis protegidos por las defensas del mejor castillo del Imperio. Los ogros no lograron vadear nuestro foso sin ser arrastrados por la corriente. Si los dragones no pudieron derribar las murallas, ¿qué posibilidades tienen de hacerlo esos pobres cadáveres? Nuestras almenas fueron construidas por enanos, y están impregnadas de poderosas protecciones contra los no muertos. Han resistido durante ochocientos años. ¡El castillo Reikguard no ha caído nunca, y jamas caerá!
Los hombres lo aclamaron hasta que Nordling levanto una mano.
—Guardad silencio, ahora, para que hable el padre Ulfram, que dirigirá la plegaria a Sigmar para que nos dé fuerzas para el…
Algo negro y veloz descendió en picado del cielo y se estrelló contra él antes de que acabara, de modo que lo estrello contra el padre Ulfram, al que derribó.
—¡General! ¡Padre! —gritó von Geldrecht, al mismo tiempo que se agachaba para atenderlos.
En ese momento, aquella cosa negra ascendió otra vez por el aire con alas correosas.
—¡Matadlo! —gritó un arcabucero, señalándolo.
—¡Disparadle! —gritó un lancero.
Y luego, llegó el resto.
* * *
Félix no pudo contar el número de sombras negras que descendieron en picado del cielo iluminado por la mortecina luz verde y se estrellaron contra los defensores. Fue como si la noche se hubiera hecho trizas para caerles encima. A lo largo de toda la muralla, los hombres eran derribados y caían al patio de armas, con la armadura aplastada y la carne desgarrada, mientras otros se retorcían y agitaban los brazos con aquellas cosas agarradas a la espalda, que les conferían todo el aspecto de lunáticos danzando con capas negras que se agitaban al viento. Otras estaban atacando a los campesinos refugiados que habían plantado sus miserables tiendas en torno al puerto. Los campesinos corrían entre gritos, mientras las negras sombras destrozaban la lona de sus refugios provisionales y atrapaban a hombres, mujeres y niños para arrojarlos contra el empedrado o a las oscuras aguas del puerto.
Félix se agachó para esquivar una silueta que pasaba en vuelo rasante, y desenvainó la espada mientras Kat disparaba una flecha contra la sombra.
—¡Sigmar! ¿Qué son?
Gotrek le cercenó un ala a una, que se estrelló a sus pies en medio de una fuente de gusanos y bilis coagulada. Félix retrocedió al ver la podrida cara sin alma.
—Murciélagos —dijo el Matador.
—¡Murciélagos gigantes! —añadió Snorri, encantado.
—Murciélagos gigantes muertos —dijo Rodi, que frunció la bulbosa nariz—. ¡Grungni, qué hedor!
—Bien por las protecciones contra los no muertos —gruño Gotrek.
Él y Rodi subieron a las almenas y se pusieron a asestar tajos a su alrededor, como si fueran molinos, cuando mas cuerpos negros se lanzaron hacia ellos. Snorri intentó seguirlos, pero no lo logró con la pata de palo, así que se quedó con Félix para proteger a Kat, que continuaba disparando flechas.
Un murciélago voló en línea recta hacia la cara de Félix. Él le asestó un tajo con Karaghul y le abrió el pecho hasta el hueso, pero el impulso que llevaba la bestia la lanzó contra Jaeger, cuya cota de malla arañó con garras enfermas, mientras dientes que parecían negros clavos de ataúd se cerraban a menos de tres centímetros de una de sus mejillas.
Sufrió una arcada, asqueado, y apartó la criatura de un empujón para luego partirle en dos la cabeza podrida con la espada. Cayó de la muralla rotando en el aire, y Kat envió otra a hacerle compañía, con las plumas de una flecha sobresaliéndole de un ojo. Félix iba a volverse, pero Kat se puso a reír y señaló hacia el foso.
—¡Míralos! —gritó—. ¡Vamos, sacos de huesos! ¡Más! ¡Más!
Félix siguió la dirección de su mirada y vio que los no muertos, al parecer impertérritos por la lucha que se libraba por encima de sus cabezas, continuaban avanzando hacia las murallas… y caían directamente al foso, donde eran arrastrados por la fuerte corriente. Docenas de ellos flotaban aguas abajo, y docenas mas estaban cayendo.
Kat sonrió con ferocidad.
—¡A este ritmo, toda la horda será arrastrada por el río!
Gotrek derribó de un tajo, en medio del aire, un murciélago que estaba justo encima de Kat.
—Olvídate de ellos, pequeña —jadeó—. Lucha contra lo que puedes herir.
Kat lo miró con el ceño fruncido, y luego ella y Félix volvieron a centrar la atención en los murciélagos que volaban por encima de las murallas, a los que derribaron con espada y arco mientras las criaturas giraban y se lanzaban en picado.
A todo lo largo del parapeto, los arcabuceros, caballeros y lanceros se habían reunido en torno a sus oficiales, y ahora rechazaban de manera ordenada las negras sombras, pero ya habían sufrido una cantidad terrible de bajas, y mas caían a cada momento que pasaba, derribados del parapeto por el impacto de los pesados cuerpos de los murciélagos, y destrozados por sus garras. A la derecha de Félix, los espadones barrían el aire con sus armas, trazando enormes círculos por encima de la cabeza para proteger al capitán Bosendorfer ocupado en volver a subir a uno de sus compañeros a las almenas. A la izquierda, el general Nordling se había recuperado y estaba formando un cuadro con su séquito en torno al padre Ulfram y su acólito, mientras el comisario von Geldrecht, que sangraba mucho por una herida que tenía en una pierna, cojeaba tras ellos. Más allá, el señor von Volgen y sus hombres descendían, luchando, por la escalera del otro extremo, en tanto los murciélagos se estrellaban contra ellos como meteoros negros.
* * *
En el patio de armas, el capitán Zeismann y sus lanceros intentaban conducir a los campesinos hacia las anchas puertas dobles del subterráneo de la torre del homenaje, con las tiendas ardiendo a su alrededor, pero los granjeros eran atrapados y levantados en el aire mientras corrían, al igual que muchos lanceros.
Entonces, con un sonido como el de aspas de molino que giraran en medio de un vendaval, algo de tamaño descomunal pasó por encima de las murallas y ocultó el cielo. Félix se agachó, y aquella cosa planeó hasta posarse sobre el parapeto, mas allá de él, embistiendo a los caballeros de Nordling y derribándolos con sus enormes alas, mientras el guerrero acorazado que llevaba en el lomo hacía un barrido torno a la bestia con una fea hacha negra.
La bestia era una serpiente alada, o tal vez un tosco montaje con trozos de varias serpientes diferentes. Como todas sus hermanas, tenía enormes alas correosas y una larga cola con la que azotaba el aire, ademas de un largo cuello remado por una cruel cabeza que lanzaba dentelladas; sin embargo, la escamosa piel era de diez colores diferentes, con las alas negras, la cabeza verde, el cuerpo gris, rojo y pardo, todo en diez grados de putrefacción distintos, con gruesas cicatrices y suturas que la mantenían unida; sin embargo, a pesar de lo macabro que resultaba, el jinete que montaba de lado sobre los enormes hombros era aún mas aterrador.
Parecía ser un metro mas alto que Félix e iba metido en una negra armadura de diseño antiguo, muy arañada y abollada. Un cráneo de color marrón oscuro, marcado por la antigüedad, miraba con ferocidad desde debajo de un casco astado, con cuencas vacías en las que ardían llamas verdes. Bajó de la silla de montar de la serpiente alada y avanzó hacia el séquito de Nordling, mientras su hacha dejaba detrás una nube de centelleantes motas oscuras como la cola un cometa. Tres caballeros murieron al instante cuando la atroz arma les atravesó la armadura como sí fuera de pergamino, y el jinete pisó los cadáveres para continuar avanzando hacia Nordling y el padre Ulfram, mientras von Geldrecht se alejaba caminando de lado, farfullando de miedo.
Gotrek, Rodi y Snorri se quedaron mirándolo. La runa antigua de poder de la hoja del hacha de Gotrek relumbraba con luz roja.
—Mío —dijo.
—No, mío —disintió Rodi.
—¡De Snorri! —gritó Snorri.
Los tres cargaron en el momento en que Nordling levantaba la espada y se situaba delante del esquelético guerrero para proteger al padre Ulfram. El hacha del guerrero, que se descamaba, rompió por la mitad la espada del general, que cayo del parapeto para ir a rebotar en el tejado del templo de Sigmar y precipitarse al patio de armas.
—¡Enfréntate conmigo, espectro! —rugió Gotrek, mientras asestaba un tajo a un ala de la serpiente al pasar por su lado y esquivarla.
El animal chilló a causa de la herida, y se lanzó al aire mientras Rodi y Snorri pasaban por debajo de él.
—¡Enfréntate conmigo! —gritó Rodi.
—¡Enfréntate con Snorri! —bramó Snorri.
—Vamos —dijo Félix, asestando tajos a los murciélagos que se lanzaban en picado contra ellos y comenzando a avanzar—. Cerca de los enanos estaremos mas seguros que lejos.
Kat derribo otro murciélago al que le acertó de lleno y luego siguió a Félix mientras se colgaba el arco de un hombro y sacaba dos destrales.
Gotrek fue el primero en llegar hasta el no muerto acorazado y dirigió un tajo a sus Rodillas en el preciso momento en que la criatura le volvía la espalda a von Geldrecht para ver de qué iba todo aquel alboroto. El terrible guerrero lanzó un rugido y bloqueó el golpe, momento en que una sofocante nube de polvo de obsidiana se desprendió de la negra hacha, que impactó, mango contra mango, con la de Gotrek, y cubrió al Matador de una película de polvo oscuro. Rodi atacó a continuación, pero su golpe rebotó en la negra armadura antigua sin dejarle siquiera una marca. El martillo de Snorri no tuvo mas efecto. El espectro apenas pareció notar sus ataques y respondió con otros.
—¡Apártate, Gurnisson! —gritó Rodi—. ¡Me debes muerte por la que me negaste en la Corona de Tarnhalt!
—¡Yo no te debo nada! —bramó Gotrek—. Que sea tuya si puedes conseguirla.
Kat y Félix formaron detrás de los matadores y luego giraron cuando la serpiente alada volvió a descender en picado por detrás de ellos, lanzando dentelladas y chillidos. Félix maldijo y se arrojó hacia la derecha para esquivarla mientras Kat se lanzaba de cabeza al suelo hacia la izquierda y casi caía del estrecho parapeto. «Atrapados con los matadores, entre la bestia y su amo —pensó Jaeger—. ¡Ah, si mucho mas a salvo!». ¿En qué había estado pensando?
Kat clavó un destral en el escamoso cuello de la bestia, y esta se volvió a toda velocidad y la estrello contra la muralla.
Félix hendió el aire con Karaghul, que cercenó uno de los gruesos cuernos del animal. La serpiente alada rugió y le lanzo una dentellada y al retroceder, el choco contra Snorri, que reculaba para esquivar un ataque del espectro. Cayeron uno sobre otro, y la serpiente alada se alzó de manos al mismo tiempo que sus fauces se distendían para descender hacia ellos.
Snorri asestó un martillazo ascendente y desvió la escamosa cabeza hacia un lado. El hocico se estrelló contra el parapeto, a pocos centímetros de un hombro de Félix y destrozo la piedra, mientras él y el viejo matador se ponían de pie con precipitación, sólo para que un ala del animal los empujara desde lo alto de la muralla.
Félix se quedó paralizado, seguro de que estaba a punto de estrellarse y quedar reducido a pulpa sanguinolenta contra los adoquines del patio de armas, pero el impacto se produjo antes de lo esperado y se encontró rodando por el inclinado tejado del templo de Sigmar, en medio de una avalancha de pizarras rotas. Se detuvo a centímetros del borde y luego gruñó cuando Snorri le cayó encima.
Kat saltó desde la muralla al tejado, y las fauces de la serpiente alada se cerraron a pocos centímetros de su espalda. Después resbaló por la pendiente hasta detenerse junto a Félix.
—¿Estás bien?
—Yo sí —jadeó Jaeger, mientras él y Snorri se desenredaban el uno del otro—. ¿Y tú?
—Snorri está bien —dijo Snorri—. Ha caído sobre algo blando.
Volvieron a trepar por la pendiente, esquivando a los murciélagos e intentando herirlos con las armas, mientras la pata de palo de Snorri resbalaba en las tejas de pizarra rotas. Por encima de ellos, el curso de la batalla había cambiado. Rodi estaba haciendo retroceder a la serpiente alada no muerta, abriéndole con el hacha espantosos tajos en la cabeza, el cuello y el pecho, mientras Gotrek hacía retroceder al guerrero espectral y le devolvía golpe por golpe con el hacha cuya runa encendida dejaba estelas rojas en el aire.
Pero cuando Gotrek bloqueó un golpe dirigido a su cabeza, el paladín cambió la dirección del barrido y dirigió un tajo hacia una pierna del enano. Gotrek reculó de manera instintiva, pero no con la suficiente rapidez, y la hoja de la negra hacha le rozó el muslo, de manera que atravesó los calzones a rayas y penetró en la carne.
La herida sólo pareció encolerizar al Matador, y su siguiente golpe fue tan fuerte que estuvo a punto de derribar del parapeto al paladín no muerto, el cual tuvo que luchar para recobrar equilibrio. Gotrek dirigió un tajo hacia el brazo izquierdo que se agitaba, y se lo cercenó a la altura del codo. El antebrazo acorazado del espectro se alejo rebotando a lo largo del parapeto para transformarse en nada mas que un hueso sin vida que repiqueteaba dentro de un avambrazo abollado.
El guerrero no muerto retrocedió con paso tambaleante mientras Gotrek aprovechaba la ventaja para abollarle la armadura de las piernas y el torso. El guerrero no muerto ya había tenido suficiente. Reculó de un salto ante Gotrek, luego paso a la carga junto a Rodi y salto sobre la silla de montar de la serpiente alada, que se tambaleaba, y la espoleó con salvajismo. Los dos matadores corrieron tras él, pero llegaron demasiado tarde. La montura desplegó las descomunales alas y los derribó de espaldas, para luego lanzarse desde las almenas y alejarse.
—¡Vuelve aquí, cobarde! —bramó Gotrek.
—¿Cómo pueden los muertos tener miedo a morir? —gritó Rodi.
—Snorri se ha perdido la pelea —se quejó Snorri.
—Aún quedan muchos contra los que luchar, Snorri —dijo Félix mientras ayudaba a Kat a subir otra vez al parapeto.
Pero, de repente, ya no quedaba ninguno.
Como si se hubiera dado una orden los murciélagos se apartaron de sus combates y volaron tras la serpiente alada muerta y su maléfico jinete. En cuestión de pocos segundos la batalla había acabado, salvo por las quejas de los heridos y el llanto de los campesinos en el patio de armas.
Mientras los sargentos gritaban ordenes y los soldados reclamaban al cirujano, Gotrek y Rodi se apartaron de las almenas, con expresión dura y colérica. La herida del muslo le había empapado a Gotrek el calzón de rojo hasta la Rodilla pero no le hizo el menor caso. En cambio, se acercó al antebrazo cercenado del paladín no muerto y lo recogió. La extremidad comenzó a desintegrarse en cuanto la tocó; la armadura se transformó en escamas de óxido marrón, y el radio, el cúbito y las falanges de los dedos que tenía dentro se deshicieron en polvo.
Gotrek pulverizó el antebrazo apretándolo con la carnosa mano y miro al exterior por encima de las murallas.
—Una muerte digna —dijo.
—Sí —asintió Rodi, que lo miraba con ferocidad—. Para mí, Gurnisson.
Gotrek se volvió hacia el matador mas joven.
—Yo no te privé de la muerte en Tarnhalt, Balkisson. Dejaste caer el martillo por la misma razón que yo dejé caer mi hacha.
Rodi gruñó y se le acercó mas.
—Tú me obligaste a hacerlo.
—Eras muy libre de desafiarme —le recordó Gotrek—, al igual que ayer eras muy libre de adentrarte en el bosque. —Las manos de Rodi se cerraron para formar puños, y su cara, ya enrojecida, se tiñó de un bermellón oscuro. Gotrek se enfundó el hacha a la espalda y esperó, con las manos a los lados, sin apartar de la furiosa mirada de Rodi su único ojo desdeñoso.
—Snorri piensa que habría hallado su muerte esta noche —declaró Snorri mientras intentaba volver a trepar al parapeto, ayudado por Kat y Félix—, si un cobarde no lo hubiera empujado.
Gotrek y Rodi continuaron con la guerra de miradas durante unos cuantos segundos mas, y la abandonaron para tomar de las manos al viejo matador.
—Has tenido suerte de que no fuera así —dijo Rodi.
El y Gotrek izaron a Snorri hasta lo alto de la muralla, y Félix dejó escapar un suspiro de alivio. Snorri no podía haberlo hecho a propósito, pero había intervenido justo en el momento adecuado. Lo último que el castillo Reikguard necesitaba en ese preciso momento era un par de matadores peleándose por las almenas.
—¡Enanos! —resolló von Geldrecht, que avanzó, cojeando del brazo de un caballero, seguido por el padre Ulfram Y Danniken—. Enanos, os debo la vida, y os doy las gracias. Vosotros, mas que nadie, habéis alejado de mí a ese espectro infernal y me habéis salvado de su hacha. Pero…, pero ¿no nos dijisteis que el jefe de la horda de no muertos era un anciano loco?
—Ese no era Hans el Ermitaño, mi señor —dijo Félix al mismo tiempo que se estremecía—. No sé quién o qué era ese espectro. No lo había visto nunca antes.
—Era Krell —declaró Gotrek.
Von Geldrecht parpadeó.
—¿Quién? ¿Quién es Krell?
—Krell el Vencedor de Fortalezas —informó Gotrek—. El Señor de los No Muertos.
—El Carnicero de Karak-Ungor —añadió Rodi—. La Perdición de Karak-Varn.
—Cuyo nombre está escrito cien veces en el Libro de los Agravios —dijo Gotrek.
—El que odiaba tanto a la raza de los enanos que volvió de entre los muertos para vengarse de nosotros —añadió Rodi.
—Mi muerte —dijo Gotrek.
—Mi muerte —lo corrigió Rodi.
Gotrek miró al matador mas joven, y le dedicó una sonrisa maliciosa.
—Muy bien podría serlo, barbanueva —dijo, y luego se limpió la sangre de la pierna herida y se miró la mano—. Pero a mí ya me ha matado.