CUATRO

CUATRO

Los hombres aclamaron desde las murallas del castillo Reikguard cuando los caballeros de von Volgen y Nordling cruzaron el puente levadizo y pasaron por debajo del arco del enorme cuerpo de guardia. Félix recorrió las defensas con la mirada cuando los carros los siguieron al interior. El foso sobre el que se tendía el puente se agitaba con agua de río de rápida corriente, desviada del Reik, y parecía capaz de arrastrar a cualquier atacante que fuese mas pequeño que un gigante. Las altas murallas de piedra que rodeaban el patio de armas eran gruesas, fuertes y estaban bien mantenidas, y la torre del homenaje, encumbrada por encima del patio sobre una colina rocosa a la que sólo se llegaba por una estrecha escalera fácil de defender, parecía aún mas fuerte; una fortaleza cuadrada y brutal, de descomunales bloques de granito.

El patio de armas contenía todas las cosas que se esperaba que tuviera un castillo: una herrería, establos, un templo de Sigmar y residencias construidas a medias con madera, apoyadas contra el interior de las murallas exteriores; pero también había un elemento mas insólito: un pequeño puerto. El castillo estaba construido en la orilla misma del Reik, al que se abría una puerta de esclusa situada casi directamente enfrente del acceso principal, para permitir la salida y entrada de las naves. Había varias embarcaciones amarradas ante muelles de madera: dos grandes balandros equipados con cañones y colisas, ademas de unas cuantas barcas de remos mas pequeñas. Había también un almacén y barracas de dos pisos junto a los muelles.

Lo que el lugar no parecía tener, al menos no en gran abundancia, era hombres. Félix había esperado ver compañías de lanceros preparadas para marchar al exterior en ayuda de los caballeros; decenas de mozos aguardando para recibir los caballos; docenas de cirujanos de campo y veintenas de sirvientes saliendo a toda prisa a ayudar a los heridos. En cambio, había un cirujano, un hombre encorvado y menudo que parecía una corneja, con un magro puñado de ayudantes, y una rechoncha hermana de Shallya con unas pocas iniciadas, de aspecto muy joven, para ayudarla. Tampoco vio mas de una docena de mozos, y aunque los lanceros que guardaban la entrada parecían bastante sanos, eran demasiados los luchadores heridos o mutilados que se apresuraron a acercarse desde los edificios anexos y bajar de las murallas para recibir a los caballeros que volvían.

Había lanceros con muletas, arcabuceros con brazos en cabestrillo, espadones con la cabeza vendada, artilleros a los que les faltaban manos o piernas. Con admirable generosidad cojeaban junto a sus camaradas mas enteros para ayudar a los vapuleados caballeros a bajar de los caballos, pero ellos mismos no estaban mucho mejor. Un escalofrío recorrió a Félix al observar la escena. La guarnición del castillo Reikguard no parecía preparada para resistir contra un ejército de diez mil no muertos.

Von Volgen, a quien sus hombres ayudaban a descender del carro del equipaje, debía haber reparado también en eso, porque se volvió hacia Nordling, que estaba entregándole la lanza a un escudero y bajando del caballo.

—General, ¿qué es esto? —preguntó—. ¿Dónde está el resto de vuestros soldados? ¿Está sin defensas vuestro graf?

Nordling levantó el mentón cubierto de negra barba y lo miró con ferocidad.

—La mayoría de los soldados del graf Reiklander están donde muy probablemente se encuentran también los vuestros, en sepulturas meridionales. Talabecland no fue la única provincia que marchó contra los invasores.

—Yo no he dicho… —comenzó von Volgen, pero el comisario von Geldrecht lo interrumpió.

—También Reikland entregó a sus mejores y mas valientes, señor von Volgen —declaró mientras se hinchaba y avanzaba para situarse junto al general—. Mi señor Reiklander marchó hacia el norte para dar apoyo a su primo, el emperador Karl Franz, a la cabeza de las tres cuartas parte de las fuerzas del castillo Reikguard. Hace sólo un mes que regresó con menos de una cuarta parte que aún lo acompañaba, y muchos de ellos estaban heridos de gravedad. Debido a esto, contamos con menos de la mitad de las fuerzas.

Von Volgen apretó los dientes.

—Eso es… una desgracia. Yo…, yo esperaba que el castillo Reikguard fuera un baluarte contra las hordas de es nigromante.

—Lo será, mi señor —declaró Nordling con dureza—. Tal vez no contemos con la totalidad de nuestros efectivos, pero no desfalleceremos por eso. —Se volvió hacía von Geldrecht—. Señor comisario, consultad con el graf. Convocaré a los oficiales y nos reuniremos en el templo para oír su voluntad.

—De inmediato, general —dijo von Geldrecht, que hizo una reverencia y se alejó a paso rápido hacia la escalera de la torre del homenaje.

Nordling miró otra vez a von Volgen.

—Mi señor, si estáis lo bastante bien, quizá queráis reuniros con nosotros y contarnos lo que sabéis de esa amenaza.

—Por supuesto —dijo von Volgen—. Una vez que me hayan vendado las heridas, estaré a vuestro servicio.

Félix observó, frunciendo el ceño, mientras Nordling hacía una reverencia y se alejaba a grandes zancadas hacia los barracones, y los hombres de von Volgen ayudaban a su señor a tenderse en una camilla y comenzaban a quitarle la armadura. Si Nordling estaba al mando del castillo hasta que el graf Reiklander se recuperara de las heridas, ¿por qué era tarea de von Geldrecht consultar con el graf?

—Habrá aquí una buena muerte cuando llegue el nigromante —dijo Rodi con tono de aprobación cuando todos comenzaron a bajar del carro de Geert.

Snorri asintió con la cabeza.

—Snorri también piensa que sí.

—Sí —convino Gotrek con voz cansada.

Gotrek metió un hombro por debajo de un brazo de Snorri, y lo ayudo a ir hasta donde los caballeros heridos aguardaban a que los vieran el cirujano del castillo y la hermana de Shallya. Se sentaron, y Kat se quitó el voluminoso abrigo de lana, para luego desatar el lazo de la manga del jubón de cuero endurecido. Félix hizo una mueca de dolor cuando Kat se arremangó. En el antebrazo tenía una magulladura en forma de «U» dejada por las fauces del lobo muerto, con media docena de punzadas ensangrentadas que la perforaban, como rubíes sobre una cinta púrpura.

—Espera aquí —dijo él—. Te traeré agua.

—Yo también iré —dijo Gotrek.

Snorri se rió de él.

—¿Agua? ¿Para qué necesita agua un enano? Snorri piensa que deberías conseguir cerveza en lugar de agua.

Félix también pensó que era extraño que Gotrek quisiera agua. El Matador casi nunca la usaba para beber, y casi nunca se lavaba, pero cuando Félix estaba llenando la cantimplora en el pozo del castillo, el enano manifestó la razón de aquella excentricidad.

—Tú y la pequeña os llevaréis a Snorri mañana por la mañana, antes de que llegue el nigromante —dijo Gotrek al mismo tiempo que se volvía a mirar a Snorri.

—Si, Gotrek —dijo Félix—. Tal y como te prometí. A Karak-Kadrin. Aunque…, aunque me produce una sensación extraña saber que no estaré aquí para dejar constancia tu fin.

Gotrek se encogió de hombros.

—Mi poema épico ya es lo bastante largo. —Escupió al suelo y echó a andar de vuelta hacia los otros—. Demasiado largo.

Félix acabó de llenar la cantimplora y siguió al Matador.

* * *

—Esto esperará —dijo el pequeño cirujano de cara chupada tras examinar brevemente a Kat, antes de pasar al caballero que yacía junto a ella.

La rechoncha sacerdotisa de Shallya y su ayudante lo seguían de cerca, y tomaban notas en un gran libro.

Félix se los quedó mirando, y luego se levantó, enojado.

—Cirujano, es probable que las heridas estén envenenadas o infectadas por una enfermedad. ¿No tenéis algún ungüento o…?

—Lo que tengo —le espetó el cirujano, que se volvió agresivamente hacia él y le clavó una negra mirada de ave carroñera— es un patio de armas lleno de hombres heridos que tendrán que volver a luchar dentro de poco. Los campesinos, las mujeres y los vagabundos deberán esperar hasta que hayan recibido atención los que han contribuido a nuestra defensa.

—¿Cómo pensáis que ha sufrido eso? —preguntó Félix, señalando la herida.

—Si —intervino Rodi—. La muchacha puede compararse a cualquier par de vuestros hombres luchadores.

—Está bien —dijo Kat—. Me verá cuando pueda.

—No, no está bien —contestó Félix con firmeza.

La sacerdotisa de Shallya lanzó una mirada culpable por encima del hombro, pero el cirujano continuó adelante, sin hacerles caso, hasta que Gotrek se interpuso en su camino y cruzó los brazos sobre el pecho cubierto por la barba.

El cirujano lo miró con ferocidad y abrió la boca, pero Gotrek se limitó a observarlo, y lo que el hombre hubiera tenido intención de decir se le secó en la garganta. Por último, soltó un bufido y volvió atrás.

—Muy bien. Muy bien.

Fue hasta Kat, y le tiró del brazo con mas fuerza de la necesaria. Ella se reprimió para no sorber entre los dientes de dolor, y luego se quedó sentada, estoica, mientras el cirujano exploraba y presionaba el mordisco.

—Un trabajo para vos, hermana Willentrude —dijo el cirujano, al fin—. Cualquier veneno de que fuera portador el monstruo ya está en el torrente sanguíneo. —Se volvió a mirar a su ayudante—. Fetterhoff, deja que la hermana haga sus plegarias, y luego pon un ungüento sobre la herida y véndala. —Se irguió y comenzó a andar otra vez hacia el caballero herido—. Y date prisa.

—Sí, cirujano Tauber —replicó el ayudante.

Félix y los matadores lo observaron mientras marchaba con ojos malhumorados, en tanto la sacerdotisa y el ayudante se ponían a trabajar. La sacerdotisa tomó el brazo de Kat en manos mas gentiles que las de Tauber y murmuro sobre el mientras tocaba cada una de las punzadas con dedos regordetes. El ayudante abrió un maletín de cuero y saco un pote de ungüento y un rollo de gasa.

—¿Donde esta el comedor en este lugar? —preguntó Rodi al ayudante—. Tanta lucha me ha abierto el apetito.

—Y dado sed —añadió Snorri.

Antes de que el ayudante pudiera responder, la hermana Willentrude concluyó las plegarias y sonrió.

—El comedor está en el subterráneo de la torre del homenaje —dijo.

Al mismo tiempo, la hermana señaló un par de puertas reforzadas con hierro que había empotradas en la rocosa colina sobre la que se asentaba el torreón. Estaban abiertas de par en par y dejaban ver un interior umbrío.

—La cena es a la hora de la puesta de sol, pero en el castillo Reikguard siempre hay comida para los guerreros valientes. —Sonrió por encima del hombro al ponerse en marcha tras el cirujano, mientras el ayudante comenzaba a aplicar ungüento sobre el brazo de Kat—. Y también cerveza.

Los matadores se animaron considerablemente al oír aquello. Gotrek y Rodi ayudaron a Snorri a levantarse, y se pasaron los brazos del viejo enano por encima de los hombros. Pero antes de que pudieran dar un paso hacia el subterráneo de la torre del homenaje, un joven caballero que lucía los colores mostaza y burdeos de las tropas de von Volgen se acercó a ellos a paso apresurado y ejecutó una tensa reverencia a la vez que les cerraba el paso.

—Vuestro perdón, meinen herren —dijo—. El señor von Volgen solicita vuestra presencia en el templo de Signar. Los exploradores de su hijo dicen que tenéis conocimientos acerca del nigromante que está detrás de todo esto.

Los matadores lo miraron con ferocidad y continuaron adelante.

—No sabemos mas de lo que sabe él —dijo Gotrek.

—De todos modos —dijo el joven caballero, reculando ante ellos—, me temo que debo insistir.

—¿Habrá cerveza? —preguntó Snorri.

—¿Habrá comida? —preguntó Rodi.

El joven caballero frunció el ceño.

—Se trata de una reunión del estado mayor, meinen herren.

—¿Quién puede celebrar una reunión del estado mayor con el estomago vacío? —preguntó Rodi—. Venid a vernos cuando hayamos comido.

Al joven caballero se le estaba poniendo la cara roja.

—Pero…, pero, meinen herren

Félix gruñó.

—Iré yo —dijo, antes de levantarse y bajar la mirada hacia Kat, que estaba esperando a que el ayudante acabara de atarle la venda—. Me reuniré con vosotros en el comedor.

Ella levantó la cabeza y le sonrió.

—Me aseguraré de que te guarden cerveza.

* * *

El templo de Sigmar estaba justo a la derecha de la puerta principal y era un robusto edificio achaparrado construido en piedra, con un sencillo martillo de madera colgado encima de las pesadas puertas, también de madera. Félix siguió al caballero al desnudo interior, e iba a situarse detrás de los otros hombres que se encontraban allí reunidos cuando von Volgen, que se apoyaba débilmente en el sólido altar de piedra al lado de Nordling y von Geldrecht le hizo un gesto con una mano entablillada para que avanzara. A pesar de las heridas, o tal vez debido a ellas, parecía aún mas bruto sin la armadura que con ella; la vapuleada cabeza le nacía de los hombros sin que se viera ni un atisbo de cuello, y el ancho pecho estaba envuelto en vendas bajo el jubón abierto. «Herido —pensó Félix—, pero en modo alguno débil».

Mein herr, bienvenido —bramó—. Ahora, contadnos lo que sabéis sobre ese maldito nigromante.

Félix avanzó hasta el altar; luego se volvió, sintiéndose incomodo con todos los ojos fijos en él. Los hombres eran un grupo de aspecto duro como correspondía a los oficiales de uno de los grandes castillos del Imperio, pero también muy vapuleados, con muchas cicatrices recientes y vendajes entre ellas. Vio a uno que pensó que podría ser el graf Falken Reiklander.

—Bueno —dijo—. La primera vez que lo vimos fue cuando salíamos de Basthof, tras la pista de la manada de hombres bestia. Dijo que se llamaba Hans el Ermitaño y se ofreció como guía que conocía las Colinas Desoladas. Parecía… un poco loco, pero conocía su oficio. Nos condujo hasta las bestias, y luego nos mostró túneles… de antiguos túmulos funerarios…, que pasaban por debajo del campamento que los hombres bestia habían plantado en la Corona de Tarnhalt. Dijo ser un ladrón de sepulturas. —Félix sonrió con pesar al decir esto último—. En realidad, supongo que lo es.

Nadie rió, así que continuó con el relato.

—Deberíamos…, deberíamos haber sabido que era mas de lo que parecía. Olía a muerte, y se escabulló de unos grilletes de los que no debería haber sido capaz de escapar.

—¿Habló? —preguntó el general Nordling—. ¿Dejó entrever alguna debilidad, algún plan?

Sin casco, el caballero de negras cejas mostraba una franja de pelo corto y negro alrededor de calva.

—No antes de levantar a los muertos —replicó Félix—. Pero después…, después habló a través de los cadáveres cuando se acercaron a nosotros, y todos ellos se expresaron al unísono. Dijo que la magia del chamán de los hombres bestia había interferido con la suya, y que nos había conducido hasta ellos porque sabía que el hacha de Gotrek podía destruir la piedra de la manada, que era la fuente de su poder. —Se volvió a mirar a von Volgen—. Me temo que es cuanto sé de él. Después de eso, vos también estuvisteis presente, mi señor. Lanzó los muertos contra nosotros y amenazó con saquear Altdorf.

Von Volgen asintió con la cabeza, y luego volvió la mirada hacia los otros.

—¿Ha oído alguno de vosotros algún rumor sobre un villano semejante? ¿Alguno de vosotros ha luchado antes contra él?

Todos los oficiales murmuraron y negaron con la cabeza, pero entonces habló una voz cascada desde el fondo.

—¿Qué aspecto tenía ese nigromante?

Félix alzó la mirada y vio a un viejo sacerdote de Sigmar, de larga mandíbula, que se encontraba sentado en un taburete, detrás de los otros. Quizá en el pasado hubiese sido un hombre muy fuerte, pero en ese momento era frágil y estaba ciego. Llevaba los ojos cubiertos por una tira de tela que le rodeaba la cabeza y sujetaba un bastón en lugar del martillo tradicional. Junto a su hombro izquierdo había un flaco acólito sigmarita, y la regordeta vieja hermana de Shallya estaba de pie a su derecha. Al lado de ella se encontraba otra mujer, una noble de alrededor de cuarenta años, con rubio pelo trenzado y enrollado apretadamente en torno a la cabeza. Era hermosa e iba ricamente vestida, pero en sus ojos había una tristeza que resultaba dolorosa de contemplar.

—Tenía el aspecto de un mendigo —le dijo Félix al sacerdote—. Un anciano de ojos desencajados, con larga barba sucia y ropones mugrientos. Nadie quería tocarlo ni mucho menos ponerse a sotavento de él.

—¿Lo conocéis, padre Ulfram? —pregunto von Geldrecht.

El sacerdote frunció el ceño, lo que arrugó la venda que le cubría los ojos.

—No, no. No es esa la descripción que yo temía oír. Ese hombre me es desconocido. —Suspiró—. Ahora hay tantos hombres malvados… Son tantos los que vuelven la espalda a Sigmar y…, y… —Su voz se apago, y se quedo como mirando hacia un punto situado encima del altar, con la boca aún abierta.

Félix no apartaba los ojos de él. ¿Como era posible que un anciano tan débil fuera el sacerdote de la guarnición de un castillo? ¿Por que no había allí un sacerdote guerrero?

Tras un incomodo segundo, el acólito le palmeo un hombro al padre Ulfram, y el anciano sacerdote se recobró.

—Gracias, Danniken —masculló—. Gracias. ¿Estaba diciendo algo?

—Sí, padre Ulfram —murmuró el acólito—. Y muy bien dicho que estaba. Muy bien dicho.

Un robusto capitán de arcabuceros, con corta barba castaña y una cara sencilla y franca, se puso de pie y tosió.

—Señor general —dijo— no se que piensan los demas pero si ese tipo es capaz de resucitar diez mil cadáveres, carece de importancia si está loco o no. Ahora no tenemos hombres suficientes para detenerlo.

—Estoy de acuerdo con Hultz —dijo, arrastrando las palabras, un capitán de lanceros descarnado, con pelo color arena.

Se encontraba recostado con indolencia contra una columna. A pesar de una cicatriz reciente que le arrugaba todo el costado izquierdo de su cara, en sus ojos destellaba el humor travieso de un cotilla de barracones.

—Yo fui al norte con cuatrocientos. Regresé con setenta. Ya hemos hecho nuestra parte. Que sean otros los que reciban la primera carga, para variar.

El capitán de arcabuceros y un hombre bajo, de mejillas rojas y pelo rojo que llevaba los calzones y la chaqueta de lona de los barqueros, murmuraron su aprobación, pero un joven capitán de espadones, alto y con una espesa barba rubia, se levantó para responder con indignación al lancero.

—¡Nuestra parte nunca termina, Zeismann! —bramó—. Somos soldados del Imperio. Jamas eludimos nuestro deber.

—Tranquilo, Bosendorfer —dijo Zeismann—. No he dicho que mis muchachos no vayan a luchar. Sólo pienso que deberíamos hacerlo desde una posición mas ventajosa.

—Esa no es una opción —intervino el general Nordling, y luego le hizo un gesto de asentimiento a von Geldrecht—. El comisario me ha informado de la decisión del graf Reiklander. Debemos defender el castillo Reikguard hasta el fin.

Von Volgen gruñó, claramente descontento.

—Perdonadme por hablar sin rodeos, mis señores, pero me temo que simplemente no estéis bien pertrechados para resistir aquí. Si…, si me permitierais hablar con el graf Reiklander, tal vez…

—No podéis —lo interrumpió Nordling, tajante.

Von Geldrecht se mostró mas cortés.

—Me temo que el graf está en un estado extremadamente grave a causa de sus heridas —dijo—, y no debe molestársele indebidamente. ¿No es así, grafina Avelein?

La mujer rubia del fondo asintió con desgana.

—Sí, comisario, así es.

Von Geldrecht se inclinó hacia von Volgen, azorado.

—Ella no deja que lo vea nadie mas que yo —le susurró—. Supongo que porque soy primo de él. —Se encogió de hombros—. Es una situación incómoda. Por favor, perdonadla.

—Ya…, ya veo —dijo von Volgen, cuyos ojos fueron de Avelein a von Geldrecht y a Nordling—. No sabía que sus heridas fuesen tan graves. Perdonadme.

—La culpa es nuestra por no decíroslo antes. —Von Geldrecht miró otra vez a los oficiales y volvió a levantar la voz—. Pero el graf se ha mostrado inflexible. Ha dicho que no importa que contemos con menos de la mitad de los efectivos. Ésta es la residencia ancestral de los príncipes de Reikland. Es el hogar familiar de Karl Franz. Es el bastión oriental de Reikland. Por razones tanto estratégicas como simbólicas, no debe ser tomado.

—La pregunta, pues —intervino el general Nordling—, no es si debemos defender el castillo, sino ¿cómo podemos hacerlo? He enviado diez palomas mensajeras para asegurarme de que al menos una llegue a Altdorf. Cuando hayan recibido el mensaje, pasarán como mínimo seis días antes de que lleguen refuerzos, si pueden reunirlos con rapidez. Por lo tanto, debemos estar preparados para resistir durante una semana o mas. —Le hizo un gesto de asentimiento a von Geldrecht—. El señor comisario dice que hay comida y agua suficientes para unos tres meses de asedio. Ahora, quiero que cada uno de vosotros me informe del estado de sus fuerzas: hombres, suministros, armas, munición. —Se volvió hacia von Volgen—. Mi señor, si tenéis la gentileza de comenzar…

Von Volgen hizo una mueca de dolor y se presionó con una mano los vendajes que le rodeaban las costillas, pero luego asintió con la cabeza.

—Me quedaban mas o menos doscientos caballeros cuando salí de las Colinas Desoladas —dijo—. Perdí mas de una docena debido a ataques de hostigamiento a lo largo del camino, y muchos mas durante la lucha de hoy. No sé con exactitud cuántos, pero diría que han muerto veinte o mas, y otros tantos han resultado heridos: así que tal vez cuente con ciento cincuenta aptos para luchar, aunque me temo que sus pertrechos no están en las mejores condiciones en este momento.

—Gracias, mi señor —dijo Nordling—. Mis caballeros se complacerán en suministraros cualquier cosa que necesitéis. ¿Zeismann?

El capitán de lanceros se tocó la frente con una mano a la que le faltaban los dos dedos centrales.

—Como ya he dicho, general, setenta hombres en condiciones de luchar. Tal vez podrían incorporarse veinte mas si la situación se vuelve desesperada. El resto… —Mostró su mano mutilada—. Han sufrido heridas peores que las mías, y ya no pueden empuñar una lanza con ambas manos. Nuestros pertrechos, sin embargo, están en buen estado. Es triste, pero contamos con mas lanzas que hombres.

Nordling asintió con la cabeza.

—¿Hultz?

El capitán de arcabuceros saludó.

—No quedan muchos de mis muchachos, como ya sabéis, general —dijo—. Demasiados quedaron enterrados en Grimminhagen. —Se encogió de hombros—. Cincuenta y dos, contándome a mí, pero hay seis en la tienda enfermería. Nuestras armas funcionan bien, y tenemos pólvora abundante, pero… —Le lanzó una mirada al hombre que se encontraba a su lado, un demacrado capitán de artillería que tenía un ojo blanco y otro azul, y cicatrices de quemaduras de aspecto ceroso por toda la calva cabeza—. Pero el capitán Volk dice…

Volk se irguió. Las cicatrices de quemaduras le conferían el aspecto de un demonio medio fundido, pero habló como un granjero de Ostermark.

—Andamos escasos de munición, mi señor —dijo—, tanto de cañón como de arcabuz. Las reservas mermaron mucho en el norte, y no ha llegado todavía de Nuln el nuevo pedido.

—¿Cuándo debería estar aquí? —preguntó Nordling.

—Cualquier día de éstos —replicó Volk—, pero he oído decir que últimamente se retrasan con los envíos. Ahora mismo hay mucha gente que procura reabastecer sus existencias.

—¿Cuánta munición nos queda con exactitud? —Volk frunció los labios.

—La suficiente para unos pocos enfrentamientos, mi señor, pero si se nos pidiera que mantuviéramos una frecuencia constante de disparo… —Se rascó el mentón con cicatrices—. Tres horas, mas o menos, con los siete cañones en funcionamiento. Menos para los arcabuceros, si todos los cincuenta muchachos de Hultz dispararan con rapidez. Tal vez dos horas.

—Ésa es una noticia grave —dijo el general—. ¿Y qué me decís de los artilleros? ¿Tenéis hombres para los siete cañones?

—¡Ah, sí! —replicó Volk, e hizo una mueca—. Bueno, bastantes para cinco, al menos. Pero esos cadáveres no llegarán navegando en barca, ¿verdad? Así que es probable que podamos dejar fríos los cañones del lado del río.

—Sólo podemos esperar que así sea —dijo Nordling, que se volvió a mirar al capitán de espadones—. ¿Bosendorfer?

El joven hizo un brusco y enérgico saludo «Demasiado ansioso», pensó Félix.

—Sí, general —dijo—. Treinta hombres en condiciones de luchar y deseosos de servir. Nuestros pertrechos están lustrosos y en buenas condiciones, y nuestros espadones bien afilados.

—¿Algún herido?

—Ocho, mi señor —dijo Bosendorfer—, pero se recuperan con rapidez. No los he incluido en el recuento.

—Gracias, Bosendorfer. Descansad. —Nordling volvió a mirar al barquero pelirrojo—. ¿Guardia fluvial Yaekel?

El hombre saludó, pero se mordió el labio inferior antes de responder.

—Ya sabéis que nosotros no fuimos al norte, general. Nuestros deberes en el río nos retuvieron aquí, al igual que al comisario von Geldrecht, así que contamos con todos los efectivos: dos balandros fluviales completamente armados y aprovisionados, con tripulaciones de veinte hombres para cada uno, ademas de unos pocos esquifes y falúas. Pero…, pero, mi señor, tengo que mostrarme de acuerdo con Zeismann y Hultz. No tiene sentido alguno quedarse aquí. En ningún caso lograríamos resistir durante mucho tiempo. Tenemos que retroceder. —Avanzó un paso de manera involuntaria—. Por favor, dejad que yo y mis hombres naveguemos hasta Nadjagard y dispongamos las cosas para vuestra llegada. Haremos…

—No Yaekel —suspiro Nordling—. No vais a ir a ninguna parte. Nadie lo hará. El graf ha hablado.

Nordling se volvió hacia el último hombre del grupo, un tipo con aspecto abatido y pelo castaño grasiento y, que se le escapaba por debajo de la gorra. Llevaba un jubón que proclamaba que era un guardabosques de Nordland, pero sus calzones sugerían que era oficial de la guardia de la ciudad de Nuln.

—¿Y vos, capitán…? ¿Capitán…?

—Capitán Draeger, mi señor —declaró el hombre con una voz que lo señalaba como nativo de los barrios bajos de Altdorf y, por tanto, indicaba que no era probable que hubiese obtenido de manera legítima ninguna de las piezas del uniforme que llevaba—. Os pido perdón, pero éste no es nuestro puesto de destino. Mis muchachos van camino de su casa en la vieja ciudad, y sólo se han detenido aquí para pasar la noche; os agradecen amablemente vuestra hospitalidad. Pero si a vosotros os da igual, nos pondremos otra vez en marcha.

Nordling lo miró con ferocidad.

—A mí no me da igual —dijo—. Sois de la milicia de Reikland, ¿no es cierto?

—Sí —replicó Draeger—. Leva de Altdorf. Lo mejor del paseo del Cadalso.

—No lo dudo —murmuró el general—. Bueno, capitán Draeger, Reikland aún os necesita. Os quedaréis. ¿Cuántos hombres hay en vuestra compañía?

—¿Eh? Unos treinta —replicó Draeger, cuyos ojos se abrieron mas—. Pero…, pero, mi señor, nos desmovilizaron en Wolfenburgo. Nos dieron nuestra paga y nos enviaron a casa. Nosotros…

—No lo intentéis, hijo mío —dijo Zeismann—. El «ya hemos hecho nuestra parte» no os servirá a vosotros mas que a nosotros.

—¡Desde luego que no! —declaró Nordling—. Quedáis alistado de nuevo, oficialmente, capitán. Y no temáis —añadió cuando Draeger comenzó a protestar otra vez—, se os pagará.

—Preferiría marcharme en lugar de que me pagaran —murmuró Draeger, y se cruzó de brazos.

Nordling no le hizo el menor caso y se acarició la barba, pensativo.

—Bien, pues —dijo—, teniendo en cuenta a los caballeros del graf, al menos a los que están en condiciones de luchar, contamos mas o menos con quinientos hombres, y cuando traigan a todos los aparceros de las tierras del graf, tendremos otros quinientos arqueros, mas o menos, que añadir a nuestro contingente, para totalizar un millar.

—Contra una fuerza diez veces superior —dijo Yaekel con amargura.

Nordling lo miró con ojos duros.

—Basta, guardia fluvial. Las murallas del castillo Reikguard nunca han caído. Tenemos plena confianza en que sobreviviremos.

Se volvió para pasear la mirada por los otros.

—Veamos, ¿hay alguna pregunta mas? ¿Alguna otra objeción?

Nadie dijo nada.

—Muy bien —dijo—. El comisario Geldrecht se llevará la información que me habéis dado y consultará con el graf para establecer la estrategia. Entretanto, deberéis informar a vuestros hombres de nuestra situación y prepararos para un ataque inminente, ¿entendido?

Todos los hombres emitieron palabras de asentimiento.

—Muy bien —concluyó Nordling, y luego saludó a los otros—. Podéis marcharos. Larga vida al Emperador, y que Sigmar nos proteja a todos.

—Larga vida; Sigmar nos proteja —fue el murmullo que le respondió, y los hombres comenzaron a hablar entre sí encaminándose hacia la puerta.

Félix los observaba mientras los seguía al exterior. Salvo por el guardia fluvial, Yaekel, y por Draeger, el capitán de la milicia, pensó que la defensa del castillo parecía estar en buenas manos. Bosendorfer era joven y nervioso, pero estaba lleno de pasión, y von Geldrecht era un capullo pomposo, pero sólo se ocupaba de los almacenes. Todo el resto parecían hombres duros, curtidos.

Herr Jaeger —dijo una voz áspera detrás de él.

Félix se volvió. Von Volgen se le acercaba por la espalda, cojeando.

—¿Mi señor? —dijo Félix, precavido.

Von Volgen interpretó su expresión y frunció el ceño, azorado.

—Quiero…, quiero disculparme, mein herr —dijo—. Durante el viaje hasta aquí os traté a vos y a vuestros amigos de manera abominable. Considero la regla de la ley sagrada por encima de todas las cosas, y hago lo que puedo por vivir de acuerdo con ella, pero la muerte de mi hijo… me hizo enloquecer durante un tiempo, y permití que me gobernara el enojo en lugar de la lógica. Por favor, perdonadme por ese lapsus.

Félix parpadeó, sorprendido. Los ásperos modales del señor no lo habían preparado para un discurso semejante. Inclinó la cabeza.

—Lo entiendo, mi señor. Tiene que haber sido una terrible conmoción. Pero no fue a mí a quien jurasteis matar. Debéis hablar también con los matadores.

—Lo haré —dijo—. Y os agradezco vuestra comprensión. —Dicho eso, von Volgen se inclinó y salió por las puertas del templo al patio de armas.

Félix lo observó, desconcertado. Había esperado que el bulldog actuara como un bulldog. Resultaba extraño descubrir que era un noble, después de todo.

Cuando se disponía a seguir a von Volgen al exterior, oyó voces detrás de sí y se volvió a mirar. Avelein Reiklander estaba de Rodillas ante el altar, con la cabeza inclinada hacia el martillo, mientras la hermana Willentrude daba vueltas a su alrededor con ansiedad.

—Grafina —susurró la hermana—, ¿estáis segura de que no os gustaría que examinara a vuestro esposo? Es sabido que Shallya puede obrar milagros.

La grafina acabó su plegaria y se puso de pie, al mismo tiempo que negaba con la cabeza.

—Gracias, hermana Willentrude, pero mi esposo no necesita nada mas que descanso y paz. Se recuperará.

La hermana parecía dubitativa, pero se limitó a inclinar la cabeza cuando la grafina se volvió hacia la puerta. Félix también se dio la vuelta y salió con rapidez, pues no quería que ellas lo pillaran fisgoneando, a la vez que se preguntaba qué clase de heridas había sufrido el graf en el norte.

* * *

—Podéis quedaros en cualquier habitación vacía que encontréis —dijo el capitán Zeismann mientras les ofrecía a Félix y Kat dos cuencos de estofado en la cola del comedor—. Y hay muchas vacías. La mayoría de los anteriores ocupantes duermen ahora en la tierra, al norte de Grimminhagen. —Agitó una mano magnánima—. Ocupad una de las habitaciones para caballeros. No querréis dormir con los de nuestra calaña. Mugrientos campesinos, todos nosotros.

Eso provocó la risa de sus hombres, que también hacían cola. Se encontraban en el cavernoso comedor, apenas una de las salas del laberíntico subterráneo de la torre del homenaje, que también contenía barracones, almacenes, cocinas y talleres, ademas del consultorio de Tauber y el santuario de Shallya. En el comedor reinaba el estruendo de un centenar de conversaciones, el calor de un enorme fuego que ardía en un extremo de la estancia y el de las cocinas que entraba por el otro.

—Sois muy generoso —dijo Félix—, pero ¿no sería mejor preguntar antes a los caballeros?

Zeismann miró con el ceño fruncido a los caballeros del castillo, que se encontraban sentados todos juntos ante una docena de mesas del límite derecho del comedor.

—¡Bah! —dijo—. Sólo dirán que no si se lo preguntáis. Pero nadie dirá nada si ocupáis las habitaciones sin mas.

Félix sonrió con afectación.

—Bien, si dicen algo, les diré que fuisteis vos quien nos dijo que podíamos ocuparlas.

Zeismann rió.

—Hacedlo.

—Snorri piensa que vuestros cuencos son demasiado pequeños —dijo Snorri, que miraba con ojos dubitativos lo que le había entregado la muchacha de servicio.

—¿Estás seguro de que no tienes el estómago demasiado grande, padre Cráneo Oxidado? —preguntó Rodi.

—Venid a por una segunda ración, si queréis —dijo Zeismann—. Siempre estamos bien aprovisionados en el castillo Reikguard.

—Sí —corroboró el capitán de artillería Volk—. Antes de la guerra, el único peligro que amenazaba a la guarnición del castillo era el de engordar. —Bajó los ojos hacia su flaco cuerpo—. Aunque pasará algún tiempo antes de que recuperemos un poco de carne para recubrir nuestros huesos, después de esa larga excursión invernal.

—No os preocupéis, capitán Volk —dijo Zeismann—. Al menos vos estaréis a salvo de los zombies. ¡Pensarán que sois uno de ellos!

Todos rieron, y luego se encaminaron hacia las mesas.

Félix recorrió la estancia con la mirada mientras él, Kat y los matadores seguían a los demas. Las diferentes compañías parecían reacias a mezclarse con las demas; los arcabuceros ocupaban una mesa, los lanceros otra, los guardias fluviales se encontraban ante la que estaba mas cerca de las cocinas, mientras que los caballeros de la guarnición se sentaban en las mesas mas cercanas al muro derecho. Bosendorfer, el enorme capitán joven de rubia barba, reía con sus espadones ante una mesa cercana al fuego. Eran tipos corpulentos y de hombros anchos como él, y todos llevaban jubones acuchillados, calzones y el vello facial mas elaborado que podían lograr. Daba la impresión de que estaban compitiendo para ver quiénes podían escupir al fuego desde donde estaban sentados.

Von Volgen, como huésped noble, se encontraba cenando con Nordling y von Geldrecht en los aposentos privados que éstos tenían en la torre del homenaje, pero sus ciento sesenta caballeros de Talabecland estaban comiendo allí, sentados en apiñado grupo a un lado, no demasiado cómodos en una habitación llena de nativos de Reikland. Los otros huéspedes del castillo, el desaliñado capitán de la compañía desmovilizada, Draeger, y sus variopintos hombres de la milicia ocupaban una mesa por encima de la cual susurraban, tan apartados de los otros como les era posible, y a menudo miraban por encima del hombro.

Félix, Kat y los matadores se apretujaron con Zeismann y sus lanceros, que se empujaron unos a otros para dejarles sitio. Parecían ser un grupo alegre, pero Félix detectó entre ellos las mejillas hundidas y la dureza en la mirada que había visto en otros soldados que regresaban de luchar en el norte. Algunos, situados en la periferia del grupo, no participaban en las bromas y los chistes, sino que contemplaban con ojos fijos horrores que se encontraban a centenares de kilómetros y varios meses de distancia, en el pasado. También esa expresión la había visto Félix antes.

—Todo obra de enanos —dijo Gotrek, alzando los ojos hacia el abovedado techo de piedra, mientras devoraba el estofado—. Toda esta obra subterránea. Y mejor construida: que el montón de piedra que se asienta encima.

—Reikguard es el mejor castillo de factura humana que hay en todo el Imperio —dijo el capitán de artillería Volk.

—De factura humana, sí —precisó Rodi con sequedad.

Eso provocó algunas miradas coléricas, pero Zeismann habló antes de que la situación se hiciera incómoda.

—Pero el Matador tiene razón —dijo—. Todo lo de aquí debajo fue construido hace unos ochocientos años, en los tiempos en que Gorbad Garra de Hierro lo arrasaba todo. El emperador Segismundo ordenó que fuera convertido en una fortaleza imperial. De ser la residencia de los príncipes de Reikland, tuvo que pasar a convertirse en una ciudadela capaz de dar cabida a mil soldados y demas personal, y no había nadie en quien confiara mas que en los enanos para hacer ese trabajo. Excavaron esta pequeña colina para convertirla en una colmena, y también construyeron el puerto y las murallas exteriores.

—Tenían que ser los enanos quienes situaran todas nuestras dependencias bajo tierra —refunfuñó Volk—. Las habitaciones de los caballeros tienen ventanas, aire, sol.

—Son cabañas de madera —precisó Rodi entre bocados—. Se derrumbarían si te tiraras un pedo dentro de ellas. Estáis mas seguros aquí.

—No habéis olido uno de los pedos del capitán Volk —dijo uno de los artilleros.

Todos rieron, incluso Volk, y la tensión disminuyó. Pero cuando Félix bebía un sorbo de su jarro, Kat le pisó con suavidad la punta de un pie por debajo de la mesa. Se volvió a mirarla, y ella le hizo un gesto con la cabeza para que se inclinara.

Félix frunció el ceño y recorrió el salón con la mirada al acercarse. ¿Habría detectado ella algo extraño? ¿Algo iba mal?

—¿Qué sucede? —susurró.

—Nos marchamos mañana con Snorri, ¿verdad? —preguntó Kat.

—Sí.

—¿Y Zeismann dice que podemos disponer de una habitación privada para esta noche?

—Sí —replicó Félix—. Si la queremos, podemos…

Sus ojos se abrieron mas al seguir la línea de pensamiento de ella hasta su conclusión. Aunque hacía semanas que habían admitido sentirse atraídos el uno por el otro, desde aquella noche en que ella lo había salvado de morir congelado en Drakwald no habían tenido tiempo para estar juntos y a solas. La intimidad había sido fugaz cuando estaban en camino, y ser perseguidos por hombres bestia no era algo que condujera precisamente a la disposición romántica. El terror cerval tendía a interponerse.

Pero ahora, aunque una horda de no muertos marchaba sin descanso hacia el sur, en dirección a ellos, no se encontraban ante ningún peligro inmediato, y no estarían durmiendo con sólo una tela de lona entre ellos y sus compañeros de viaje.

—¡Ah! —dijo—. Entiendo.

De repente, le pareció que no acabaría el estofado con la suficiente rapidez.

* * *

Pero aunque atravesaron el patio de armas casi corriendo —estaba llenándose de aparceros que acudían al castillo desde las granjas exteriores del graf Reiklander—, cuando por fin encontraron una habitación y cerraron la puerta, una extraña timidez les impidió comenzar.

Durante casi un minuto entero, Félix se quedo de pie junto al lecho de soldado pulcramente hecho, acariciando el cabello y los hombros de Kat.

—¿Estás…, estás arrepintiéndote? —preguntó ella, al fin.

—¿Respecto a ti? —Félix rió—. ¡Dioses, no! Es sólo que, después de haber esperado tanto, temo que hayamos levantado una montaña de expectativas tan enorme que…, que creo que nunca lograremos superarla.

Kat sonrió con timidez.

—¿Quieres decir que, ahora que podemos, seremos capaces?

—Sí —replicó Félix—. Exacto.

Kat se encogió de hombros.

—Bueno, sólo hay una manera de averiguarlo.

Y dicho eso, tiró del cuello de la ropa de Félix hasta que él se inclinó, y luego se puso de puntillas para besarlo. Sus Bocas se unieron con vacilación al principio, pero de inmediato los labios de Kat se separaron y sus lenguas se encontraron. Colmado por la fuerza de la pasión, Félix la abrazo con fuerza, la levantó del suelo, y ambos cayeron con lentitud sobre el lecho.