TRES

TRES

—¿Estás dispuesto a tener este fin, Gurnisson? —preguntó Rodi, despectivo—. ¿Cuenta esto con tu aprobación?

Gotrek miró con ferocidad a los jinetes que se aproximaban.

—No cuenta con mi aprobación —replico para luego romper las cadenas y ponerse de pie.

Rodi y Snorri interpretaron eso como una señal y rompieron también las suyas, mientras Gotrek ponía en libertad a Félix y Kat.

—Gracias, Gotrek —dijo Kat, en tanto se frotaba las muñecas.

—¿Que vas a hacer, entonces? —pregunto Rodi—. ¿Vas a luchar?

—Voy a asegurarme de que Snorri Muerdenarices llegue al castillo —replico Gotrek, y recogió uno de los apretados rollos de lona que había en el fondo del carro.

Rodi soltó un bufido.

—Eso podríamos hacerlo con sólo saltar del carro y enfrentarlos.

—Haz lo que te parezca —dijo Gotrek, que tiró el primer rollo fuera del carro.

—Snorri no quiere ir al castillo —intervino Snorri, que intentaba levantarse con su única pierna—. Snorri quiere luchar.

Rodi le lanzó una mirada colérica al viejo matador, a continuación maldijo y se puso a tirar él también rollos de lona desde el carro. Félix y Kat hicieron otro tanto.

Geert miró hacia atrás, alarmado al oír el ruido que hacían los rollos al caer en el fango del camino, detrás de ellos.

—¡Eh! ¿Qué hacéis vosotros, sueltos? ¡Y ésas son mis tiendas!

—¿Quieres ir a buscarlas? —preguntó Félix, mientras él y Kat dejaban caer otro rollo por la parte trasera.

Geert gimió con infelicidad, pero lo único que hizo fue volverse hacia delante y hacer restallar las riendas otra vez.

El carro aceleraba con cada rollo de lona que descargaban, y al cabo de poco rebotaba y saltaba de manera aterradora, pero aún no corría a la velocidad suficiente. Habían dado alcance a los otros carros, pero los caballeros de von Volgen se adelantaban cada vez mas, y los jinetes no muertos acortaban distancia.

Kat se inclinó para empujar algunos mastiles de tienda que se apilaban en el centro del carro, pero Gotrek detuvo su brazo.

—Espera hasta que puedan servir para algo —dijo.

Félix se volvió a mirar a los jinetes. Ahora que estaban mas cerca, vio que no todos eran esqueletos antiguos. Algunos aún conservaban carne sobre los huesos y vestían los colores de Plaschke-Miesner, von Kotzebue o von Volgen. Se quedó mirándolos, conmocionado. Tenía que tratarse de caballeros que habían caído en la Corona de Tarnhalt, pero al igual que sus camaradas revestidos de bronce, sus movimientos eran veloces y seguros, no los vagos y torpes de los zombies. ¿El nigromante los controlaba como a marionetas, o habían encontrado alguna manera de permitir que retuvieran la destreza que habían poseído en vida?

—¿Cómo es posible que un mendigo loco como Hans pueda tener un poder semejante? —murmuró Félix.

El carro atravesó con ruido atronador un antiguo puente de piedra que cruzaba un ancho río serpenteante. Félix giró la cabeza. El castillo estaba mas cerca, y podía distinguir detalles, como las puntas de lanza que destellaban sobre las almenas, ademas de la enorme arcada de la puerta principal, pero aún se encontraban demasiado lejos.

Detrás de él, los jinetes muertos saltaron por encima del río como si tuvieran alas, cayeron en medio de una nube de fango pulverizado, y de un brinco, se situaron aún mas cerca, precedidos por un gélido viento fétido que hizo estremecer a Félix de algo mas que de frío.

Gotrek recogió uno de los mastiles de tienda, casi tan largo como una pica y mas pesado, avanzó hasta la parte posterior del carro y lo lanzó como si fuera una jabalina, directamente hacia el guerrero que iba en cabeza y llevaba el yelmo con púas. El jinete hizo desplazar el caballo de hueso hacia la izquierda y evitó el mastil, pero éste rebotó y derribó de la silla de montar a otro jinete no muerto. El resto dio un rodeo para esquivarlo y continuó adelante.

Snorri rió.

—Eso parece divertido. Snorri quiere probarlo.

—No, con una sola pierna no lo harás —contestó Rodi, mientras él y Gotrek cogían mas mastiles—. Te caerías del carro.

Snorri se enfurruñó.

—Snorri nunca puede hacer nada.

Gotrek lanzó el siguiente mastil por lo bajo y hacia la izquierda, y Rodi hizo lo mismo, pero hacia la derecha. Rebotaron ante los jinetes que iban en cabeza y golpearon a los caballos a la altura de las Rodillas, de manera que se precipitaron al suelo en medio de una explosión de armadura y huesos. Los jinetes que venían detrás intentaron esquivarlos, y se estrellaron unos contra otros; pero los caídos desaparecieron con rapidez tras una cortina de veloces cascos, y los guerreros muertos cerraron filas y continuaron adelante.

Gotrek y Rodi se inclinaron para recoger nuevos mastiles, y Félix hizo lo mismo, gruñendo a causa del peso. El largo palo de roble era un arma engorrosa, difícil de manejar, y se maravilló una vez mas ante la fuerza de los enanos, que habían lanzado las suyas con gran facilidad y precisión.

Cuando alzó la suya hasta tenerla en posición vertical, el carro rebotó, y él perdió el equilibrio y cayó contra las tablas laterales. Kat lanzó un grito de alarma cuando el mastil golpeó el banco del conductor entre Geert y Dirk, y a Félix se le escapó de las manos.

—¡Eh! —dijo Geert—. ¡Cuidado!

—Déjalo, humano —ordenó Gotrek mientras arrojaba un mastil y se inclinaba para recoger otro.

Snorri soltó un bufido.

—Snorri podría hacerlo igual de bien que eso.

Félix se recobró, ruborizado, y tiró del mastil hacia atrás para descansar su peso sobre el banco.

—¡Ah! —dijo—. Esa es una mejor idea.

—¿Qué? —preguntó Kat—. ¿No caerse del carro?

Félix no hizo caso de la pulla y deslizó el mastil hacia fuera por un costado, apoyando el peso sobre las tablas laterales como si se tratara de un remo.

—¡Ah! —exclamó Kat—. Ahora lo veo.

Los jinetes esqueléticos saltaron por encima de un muro bajo de piedra y comenzaron a correr en paralelo al carro. Gotrek y Rodi les dirigían golpes con los mastiles por la derecha y la izquierda, abollaban yelmos de bronce y derribaban a los jinetes de la montura.

Félix bajó el extremo de su mastil hasta muy cerca del suelo, y barrió el aire a la altura de las Rodillas de un esquelético caballo, mientras Gotrek golpeaba al jinete. El mastil escapó de sus manos al enredarse en las patas anteriores de la bestia, pero el caballo cayó y el jinete fue a parar bajo las ruedas, que aplastaron la armadura y partieron huesos.

—Buen trabajo —dijo Gotrek cuando Félix se inclinaba recoger otro mastil.

—Bueno, eso sí que puede hacerlo Snorri —dijo Snorri.

El viejo matador recogió un palo y se puso de Rodillas, luego lo sacó fuera por encima del borde derecho del carro, mientras Félix hacía lo mismo por el izquierdo, pero para cuando lograron situarse en posición, la mayoría de los jinetes muertos ya habían pasado de largo para convergir en la cabeza de la columna. Sólo unos pocos lobos quedaban corriendo detrás de ellos, y esquivaban los ataques de los matadores mientras intentaban saltar sobre el carro.

Snorri golpeó a uno en un ojo con el extremo romo de su mastil y lo lanzó contra el tronco de un árbol. Gotrek derribó de un golpe a otro que se encontraba en la parte trasera, y alanceó a un tercero. Pero a los caballeros les iban peor las cosas. Los jinetes no muertos los mataban a pleno galope, y cuando devolvían los golpes, sus armas resonaban, inofensivas, contra la armadura de los esqueletos. Sólo un caballero que iba armado con martillo logró algo al destrozar cráneos y fémures, pero también él cayó, derribado por un terrible lobo que le arrancó a su caballo la pata posterior izquierda con los dientes desnudos.

Otro caballero se desplomó justo delante de un carro de suministros, y lo hizo saltar por el aire cuando la rueda derecha rebotó sobre el cadáver. El carro volcó, arrastró consigo los caballos de tiro y lanzó hacia un campo de cultivo al conductor y los cargadores. El carro que lo seguía apenas logró esquivarlo a tiempo, y Geert estuvo a punto de irse a la cuneta.

—¡Alto! ¡Alto! —rugió von Volgen, mientras un cuerno emitía un toque de auxilio—. ¡Formad en cuadro!

Aquel señor podía muy bien ser un ciego incapaz de diferenciar a su hijo de un cadáver, pero Félix tuvo que admirar su valentía y sentido táctico, así como el buen entrenamiento de sus hombres. Cuando quedó claro que no podrían correr mas que la caballería de los no muertos, no se dejó ganar por el pánico ni continuó huyendo. Ordenó una formación defensiva, y los hombres obedecieron de manera impecable y sin cuestionario, a pesar del terror mortal que les inspiraba el enemigo y que se hacía evidente en sus caras.

El eco de la orden de von Volgen aún no se había apagado cuando la columna de caballeros se dividió: dos filas a la derecha y dos a la izquierda. Se detuvieron con elegancia para permitir que los carros supervivientes se deslizaran entre ellas, de modo que no tardaron en hallarse en medio de un cuadrado hueco formado por caballeros que miraban hacia fuera y luchaban por sus vidas.

Geert y Dirk soltaron suspiros de alivio al detener el carro, pero luego Geert se volvió a mirar a Gotrek, Félix y los demas.

—¡No deberíais haber roto esas cadenas! Os dije que… —Suspiró—. Pero, bueno, me alegro de que lo hayáis hecho. Nos habéis salvado el pellejo, eso es seguro. Pero os suplico —añadió mientras él y Dirk recogían sus armas— que os quedéis en el carro. Si von Volgen os ve libres, me juego el cuello.

Gotrek se encogió de hombros.

—Os irá el cuello si nosotros no hacemos nada. —Se volvió a mirar a Rodi—. ¿Buscas tu fin, Rodi Balkisson? El momento es ahora.

—No necesito tu permiso, Gotrek Gurnisson —le espetó el joven matador.

Los dos matadores saltaron del carro y se encaminaron hacia la cabeza de la columna.

—¡Ay! Vamos, señores —gimió Geert, detrás de ellos—. No me hagáis esto. ¿Es que no he hecho todo lo que he podido por vosotros?

—Y nosotros vamos a hacer todo lo que podamos por vos —le contestó Félix, mientras partía tras los matadores, junto con Kat.

—Snorri quiere ir —dijo Snorri.

Félix y Kat apresuraron el paso, deslizándose entre los carros y la móvil y cambiante línea de batalla formada por caballeros y caballos de guerra, mientras Geert y Dirk les gritaban que volvieran. Por fin, a los toques de auxilio de von Volgen respondió un resonante cuerno, desde el castillo.

Félix alzó la mirada al oírlo. La ayuda estaba en camino, pero ¿llegaría a tiempo? En los cuatro lados del cuadrado hueco, los caballeros caían bajo las antiguas espadas de los jinetes no muertos. Quizá los hombres de von Volgen superaran a sus enemigos por tres a uno, pero los esqueletos luchaban con un implacable salvajismo mecánico que no conocía el dolor ni el pánico, mientras que el frío viento de miedo que emanaba de ellos paralizaba a los caballeros y los hacia vacilar. Que la formación se deshiciera por completo sería sólo cuestión de minutos.

Los matadores encontraron a von Volgen al otro lado del cuadrado, maldiciendo y de pie junto a un caballo muerto, mientras sus mejores caballeros mantenían a distancia a los jinetes muertos y los escuderos del noble se precipitaban en busca de una nueva montura para su señor.

—¡Señor! —bramó Gotrek—. ¡Devolvednos nuestras armas si queréis vivir!

Von Volgen miró por encima del hombre mientras los escuderos le llevaban el caballo.

—Volved a vuestras cadenas, asesinos —dijo, subiendo a la silla de montar.

Gotrek frunció el ceño y Rodi cerró los puños. Félix se dio cuenta de que estaban muy a punto de regresar al carro y sentarse con los brazos cruzados mientras los caballeros morían en torno a ellos. No podía quedarse al margen y permitir que eso sucediera. Avanzó un paso.

—Mi señor —gritó—, ¿dejaréis morir a buenos hombres mientras nosotros permanecemos sentados y a salvo detrás de ellos?

Von Volgen desenvainó la espada e hizo girar el caballo hacia la refriega, y Félix se preguntó si lo había oído o si le importaba, pero luego, cuando iba a espolear la montura, recorrió la línea con la mirada y vio lo a punto que estaba de deshacerse. La mandíbula de su cara de bulldog se contrajo, y entonces gritó hacia el carro que transportaba el equipaje.

—Merkle, dales sus armas.

Y con eso, clavó las espuelas en los flancos del caballo y se lanzó al interior de la línea, donde cortó la cabeza de un caballero muerto hacía poco, vestido de negro y oro, al mismo tiempo que le gritaba un desafío al guerrero del yelmo con púas que comandaba a los jinetes.

Gotrek y Rodi gruñeron de satisfacción; luego se volvieron junto con Félix y Kat mientras el conductor trepaba por la parte posterior del carro y abría un arcón con una llave. Levantó la tapa y trató de sacar algo de dentro, y luego volvió a intentarlo.

—Dejadlo —dijo Gotrek.

El enano trepó al carro, metió las manos dentro del baúl y sacó su hacha rúnica con tan poco esfuerzo como habría necesitado Félix para levantar una pluma. Se la echó encima del hombro, y a continuación, fue sacando y entregando a sus dueños el martillo de Rodi, la espada de Félix y el destral de Kat a quien le devolvió también el arco y la aljaba. Félix se sintió envalentonado al sujetarse de nuevo a Karaghul a la cintura. Ya estaba preparado para luchar.

Sin decir una sola palabra mas los matadores se abrieron paso a golpes de hombro por entre los caballos de guerra de la línea de von Volgen, que pateaban el suelo al desplazarse de lado, y se lanzaron, blandiendo las armas hacia la masa de jinetes esqueléticos. Kat observo como eran golpeados y lanzados de un lado a otro por el violento torbellino de huesos cuerpos de caballo, y sacudió la cabeza.

—Yo no duraría un minuto dentro de todo eso —dijo.

—Ni yo —replico Félix al mismo tiempo que miraba a su alrededor. A unos pocos metros de distancia había un caballo de guerra que había perdido el jinete—. ¡Ven!

Corrió hacia el animal y monto, para luego subir a Kat y sentarla detrás. Desenvaino a Karaghul mientras ella sacaba el destral. El caballo de guerra parecía saber cual era su deber, y se lanzo a ocupar una brecha que mediaba entre dos caballeros en cuanto recibió el mas ligero toque de tacón así que Félix y Kat se encontraron, de repente, en medio de arremolinada y estruendosa refriega.

Un lobo terrible lanzo una dentellada al cuello del caballo. Félix atravesó de un tajo el espinazo de la bestia, y luego decapito a un jinete que llevaba yelmo de bronce y que pisoteo al lobo para acometerlo. Kat destrozo el cráneo de otro jinete con el destral pero el arma quedo atascada en el yelmo, y mientras ella intentaba arrancarla, un segundo lobo cerro las fauces sobre la muñeca de la joven y a punto estuvo de arrastrarla del lomo del caballo.

—Kat —grito Félix mientras dirigía torpes tajos contra el animal.

Kat tiró para intentar soltarse de los dientes que la aprisionaban, al mismo tiempo que apuñalaba con la mano izquierda el cráneo de la bestia con el cuchillo de desollar y le arrancaba un ojo. Al fin, Félix pudo girar lo bastante como para asestarle un tajo en el cuello y cercenarlo a medias. El animal cayo, retorciéndose, y Kat se irguió otra vez, sentada detrás de Félix.

—¿Estás bien? —pregunto Félix, que volvió la cabeza para mirarla.

Ella asintió, y disimuló una mueca de dolor al asestarle un tajo a otro jinete.

—Mordió abrigo mas que nada, según creo.

Félix asintió con la esperanza de que no lo dijera por exceso de valentía, y continuaron luchando.

A la izquierda, Gotrek y Rodi derribaban enemigos como un par de leñadores que talaran un bosque de hueso y patas de caballo. A pesar de la reciente discusión que habían tenido, los matadores formaban un equipo eficaz. Rodi rompió las patas anteriores de un caballo con un golpe de martillo para hacerlo caer al suelo, y Gotrek cortó la cabeza del jinete; luego, continuaron con el siguiente. Recibían patadas y Rodillazos por ambos lados, y los estrujaban, pero ellos se limitaban a soportar los golpes y seguían matando.

Entonces, con una fanfarria de cuernos, aparecieron galopando por los campos unos cuarenta caballeros que llevaban, restallando en el aire, por encima de ellos, el estandarte rojo y blanco del castillo Reikguard. Los caballeros de von Volgen lanzaron una gran aclamación al verlos, y renovaron el ataque contra los jineteas muertos. Sin embargo, el propio von Volgen no parecía que fuera a vivir durante el tiempo suficiente como para que lo salvaran. Se encontraba en una situación desesperada. La pesada espada negra del esqueleto que llevaba el yelmo con púas le había cortado la armadura a tiras, y el noble oscilaba sobre la silla de montar.

Pero entonces, justo cuando el caballero muerto le arrancó la espada de la mano y levantó su negra arma para rematarlo, el caballo de cabeza esquelética se estremeció y dio un traspié hacia un lado. La espada erró a von Volgen por un pelo, y el jinete muerto se volvió para descargar un tajo sobre algo que tenía debajo.

El golpe nunca llegó a su objetivo, porque el caballo de hueso se fue hacia delante y el guerrero antiguo cayó con él y desapareció bajo el hirviente combate. Félix vio que una cresta de pelo anaranjado ascendía, y la cabeza de un hacha descendía con un destello, a lo que siguió un explosivo grito de triunfo de los hombres de von Volgen.

De inmediato, a modo de eco, sonaron los gritos de guerra de los caballeros de Reikland al chocar contra los flancos de los jinetes no muertos, con las lanzas bajas. Una veintena de jinetes antiguos cayeron bajo la carga, derribados de los caballos y pisoteados hasta transformarse en fragmentos óseos que saltaban al aire. Félix y Kat se lanzaron hacia delante con los caballeros de von Volgen, chillando y asestando tajos a los jinetes muertos por el frente, mientras los de Reikland los acometían por detrás.

Ante esa doble acometida, los antiguos dieron media vuelta y huyeron a toda velocidad por donde habían llegado, aunque no lo hicieron como ningún soldado vivo que Félix hubiese visto jamas. No se separaron para escapar de uno en uno y de dos en dos, ni arrojaron las armas en medio del pánico. Por el contrario, fue como si una voz inaudible hubiera susurrado una sola orden porque, como si fueran uno solo, ellos y los lobos giraron para abrirse paso fuera de la refriega y escapar sin mirar atrás, ni intentar rescatar a los compañeros que habían caído.

Félix dejó escapar un lúgubre suspiro y bajó del caballo prestado para luego ayudar a desmontar a Kat mientras en torno a ellos los capitanes de von Volgen gritaban para ordenar que se asegurara el perímetro, y se contaran y recogieran los muertos y los heridos.

—¿Cómo estás? —preguntó Félix al ver que Kat se apretaba el brazo.

Antes de que ella pudiera replicar, se alzo cerca de ellos la atronadora voz de Rodi.

—¡Por Grimnir! —gritó—. ¿Tienen algo de honor los humanos?

Félix y Kat intercambiaron una mirada, y luego se apresuraron a dar un rodeo en torno a un grupo de caballeros, donde encontraron a von Volgen, con su poderoso cuerpo doblado de dolor, apoyándose en la espada para mantenerse de pie ante Gotrek y Rodi, mientras los hombres avanzaban para rodearlos. Rodi echaba chispas de furia, mientras que Gotrek clavaba en el noble herido una mirada de fría amenaza y sujetaba el hacha en posición de defensa.

—Malditos sean —dijo Félix, que se apresuró a avanzar.

Kat corría a su lado.

—Aun sois mis prisioneros —estaba diciendo von Volgen cuando llegaron al lugar del enfrentamiento—. No se os permitirá llevar vuestras armas.

—No os fiáis de nuestra palabra —gruñó Gotrek— ¿después de que os hemos salvado la vida?

—No me fío de vuestro comedimiento —replicó el señor—. Podríais matar a cualquiera en medio del frenesí.

El ojo de Gotrek se hizo aún mas frío, y a Félix le dio un vuelco el corazón. Tenía que decir algo antes de que se produjera el derramamiento de sangre, aunque no tenía ni idea de qué decir.

—¡Mi señor! —gritó—. Si tenéis intención de someter a mis compañeros a juicio por el asesinato de vuestro hijo, quizá vos también deberíais someteros a juicio, pero por el asesinato de vuestro sobrino, el vizconde Oktaf Plaschke-Miesner.

Todas las cabezas se volvieron a mirarlo.

—¿Qué necedad es ésa, vagabundo? —gruñó el señor, que hizo una mueca de dolor al darse la vuelta para encararse con Félix—. Yo no he matado a mi sobrino. Me dijeron que murió en la Corona de Tarnhalt.

—Y sin embargo, está aquí, mi señor —dijo Félix, señalando el cuerpo junto al cual se hallaba—. Y derribado por vuestra mano, si no recuerdo mal, hace apenas un momento. Tal vez no muriera en Tarnhalt, después de todo. Tal vez intentaba escapar de esos esqueletos cuando vos lo habéis matado.

Von Volgen palideció y avanzó con pesados pasos para posar los ojos sobre el muchacho de negra armadura. Arrugó la nariz. Oktaf olía como un cadáver de una semana, lo que, por supuesto, era. Tenía el rubio cabello apelmazado de porquería, la hermosa cara deformada por una terrible herida negra y los bordes de la boca podridos, lo que dejaba ver los negros dientes. En torno a sus labios se movían moscas.

—¿No lo habéis reconocido cuando le habéis cortado la cabeza, mi señor? —preguntó Félix—. ¿No habéis esperado para aseguraros de que no estaba vivo aún? Desde donde yo estaba me ha parecido que iba a ayudaros, no a mataros. ¿Tan seguro estabais que era un zombie? ¿Seréis capaz de mirar a su madre a la cara y decirle…?

Von Volgen cerró los puños.

—¡Basta maldito! ¡Lo habéis dejado claro! —Poso una mirada feroz sobre Félix, con la cara de bulldog enrojecida—. Concedo que mi hijo podría haber…, que cabe la posibilidad de que tal vez fuera…

—Lo era, mi señor —dijo Kat, que avanzó un paso para situarse junto a Félix—. Murió antes de que vos llegarais a Tarnhalt. Lo vimos morir, asesinado por el jefe de guerra de los hombres bestia.

Von Volgen volvió sus terribles ojos hacia ella, y Félix apretó el puño de la espada, preparado por si el señor intentaba golpearla. Pero, por el contrario, dio media vuelta y empujó a sus hombres hacia los lados para regresar, cojeando y en solitario, hasta donde estaba su caballo.

Gotrek, Rodi y los caballeros permanecieron en guardia mientras él avanzaba con paso tambaleante e inestable por el enfangado y pisoteado terreno de cultivo; entonces, a medio camino del caballo, se detuvo con un tambaleo y cerró los ojos.

—Dejadlos en libertad —dijo con voz enronquecida. Los caballeros se relajaron y bajaron las espadas y los artillos, y Gotrek y Rodi asintieron con la cabeza, petulantes.

—¡Pero oídme! —gritó von Volgen, al mismo tiempo que se volvía y se erguía—. ¡Tomaré venganza! ¡Ante Sigmar y Taal juro que el inmundo nigromante que profanó el cadáver de mi hijo y perturbo su alma inmortal morirá por sus depredaciones, y todas sus obras serán derribadas!

Los hombres lo aclamaron, alzando las espadas en el aire.

—¡Muerte al nigromante! ¡Larga vida al señor von Volgen!

—Bien dicho, mi señor —dijo una voz nueva—. Pero, por favor, decidme: ¿qué disturbios habéis traído a los dominios del graf Falken Reiklander?

Von Volgen y los otros se volvieron a mirar, y vieron a dos nobles con armadura que lucían los colores rojo y blanco, y se acercaban a lomos de robustos caballos de guerra. El que había hablado era un caballero alto y elegante, de mediana edad, con una prominente barba negra y feroces cejas, que cabalgaba tieso como una vara sobre la silla de montar. A su lado había un rubicundo hombre de mas edad y constitución corpulenta, cuyo peto se curvaba por encima del arzón para dar cabida a la barriga, y por cuya cara y barba pulcramente recortada corrían gotas de sudor. El resto de los caballeros de Reikland estaban reunidos detrás de ellos.

—¿Sois vos Reiklander, entonces? —pregunto von Volgen.

—Yo soy el general Taalman Nordling —dijo el caballero de negras cejas, que se doblo por la cintura para hacer una reverencia sin desmontar—, comandante en funciones del castillo hasta que el graf Reiklander pueda volver a ocupar su puesto.

El señor de rojo semblante se enjugo la mandíbula.

—El graf esta recuperándose de las heridas sufridas durante la invasión de Archaon —dijo, y luego también se inclino—. Bardolf von Geldrecht, su comisario, a vuestro servicio. ¿Y con quién tengo el honor de hablar?

—Soy Rutger von Volgen, vasallo del conde Feuerbach de Talabecland —dijo von Volgen, que correspondió con una reverencia—. Y os doy las gracias, mis señores, por vuestra oportuna intervención. —Giro la cabeza para mirar a los heridos, los muertos y los esqueletos que sembraban el campo, y suspiro—. No deseaba traeros problemas, sino advertiros de que se avecinaban. Esta no es mas que la vanguardia de un ejercito de no muertos de unos diez mil efectivos, conducido por un nigromante de gran poder que marcha hacia Altdorf, y que tiene la intención de acrecentar sus filas con los cadáveres de todas las guarniciones que se hallen en su camino.

Nordling parpadeó. Los caballeros que lo rodeaban murmuraron entre sí. El rojo semblante de von Geldrecht palideció un poco.

—¿Diez mil? —preguntó—. ¿Estáis seguro?

—Tal vez mas —replico von Volgen—. Muchos de mis hombres caminan ya entre ellos, vueltos contra mí en la muerte. Están a menos de dos días de aquí, quizá sólo uno. Nosotros…

Se interrumpió cuando un espasmo de dolor le provocó una mueca, y estuvo a punto de caer. Sus hombres se precipitaron hacia el y lo sujetaron.

Félix vio que von Geldrecht le susurraba a Nordling mientras von Volgen se recuperaba, y se preguntó si aquellos hombres iban a rechazarlos; pero finalmente el general Nordling se volvió a mirar a von Volgen e hizo una reverencia.

—Perdonadme, mi señor, por no hacer caso de vuestras heridas —dijo—. Se os da la bienvenida al castillo Reikguard, a vos y a vuestros hombres. Entrad y traed a los heridos El graf será informado de las graves noticias que traéis.

Von Volgen agitó una mano con debilidad, y su séquito lo levantó y transportó hasta su carro de equipaje, mientras los caballeros y sirvientes recogían a los heridos y a los muertos. Félix y Kat los ayudaron, guiando y transportando a hombres heridos hasta sus caballos o carros, y los matadores hicieron lo mismo, levantando con facilidad a hombres completamente acorazados. Gotrek y Rodi también cortaron la cabeza de los caballeros que habían resultado muertos en la batalla. Los hombres de von Volgen, ya muy al tanto de la necesidad, no pusieron objeciones, pero el comisario Geldrecht se mostró indignado.

—¿Qué estáis haciendo, horribles salvajes? —dijo, al cercarse con su caballo al trote—. ¡Profanáis los cuerpos de mis hombres!

Gotrek alzó hacia él una mirada furiosa, mientras iba hacia otro cuerpo.

—Mejor ahora que después.

—No sé qué queréis decir —insistió von Geldrecht, e hizo girar al caballo para interponerse en el camino de Gotrek—. Por Sigmar, debería haceros matar ahora mismo.

Gotrek gruñó y preparó el hacha.

—Lo que quiere decir —intervino Félix, que se les acercó a toda prisa— es que cuando llegue el nigromante reanimara a los muertos, amigos y enemigos por igual. Si no hacemos esto ahora, mi señor, nos encontraremos enfrentados con estos mismos hombres en batalla, mas tarde.

Von Geldrecht farfulló mientras su rojo semblante enrojecía aún mas, pero con la prueba visible del cadáver de Plaschke-Miesner y el resto de caballeros resucitados recientemente, no podía oponer argumento alguno.

—Si debe hacerse, debe hacerse —dijo al fin—. Pero nosotros nos ocuparemos de los nuestros. Dejadlos en paz.

Gotrek se encogió de hombros y volvió a ayudar a los heridos, y lo mismo hicieron Félix y Kat. A ésta casi se le escapo de las manos el primer caballero al que ayudaron, y tomó aire entre los dientes apretados al mismo tiempo que se sujetaba el brazo que le había mordido el lobo. Tenía negro de sangre el puño del abrigo de lana.

Félix maldijo.

—Pensaba que habías dicho que había mordido abrigo mas que nada.

—Sí —replicó Kat—, mas que nada, pero no ha sido lo único.

Félix tuvo ganas de decirle que no había ninguna necesidad de hacerse la heroína, pero se contuvo. Hacía ya mucho que ella le había hecho prometer que no la mimaría. Así pues, la siguió cuando ella se marchó en busca de mas heridos, y la ayudó a transportar a un puñado de caballeros hasta la columna, aunque se aseguró de ser quien cargara con la mayor parte del peso.

Al final, no pudieron encontrar mas heridos y regresaron al carro de Geert, donde las cosas no habían ido bien. Snorri se encontraba perfectamente, y había destrozado a un jinete muerto con otro mastil de tienda, pero Geert estaba vendándose un tajo profundo que tenía en una pierna, Dirk estaba muerto, tendido de través sobre el asiento del conductor, con una herida de hacha en el pecho.

—Lo siento —dijo Félix cuando él y Kat subieron a bordo. Geert se encogió de hombros.

—Si os hubierais quedado encadenados, habríamos muerto todos.

Tendieron a Dirk junto a Snorri, y Félix le cerró los ojos mientras Kat susurraba sobre él plegarias dirigidas a Taal y Morr, para luego arrancarle el destral de la mano rígida y deslizarlo en su cinturón. Félix sonrió al sentarse junto a ella. Respeto y pragmatismo, los signos de identidad del veterano.

En la cabeza de la columna, von Volgen hizo la señal para que la compañía avanzara, y los últimos heridos fueron llevados con prisa hasta los carros mientras capitanes y sargentos transmitían la orden a lo largo de las filas.

Cuando se pusieron en movimiento, Gotrek regresó y, subió por la parte trasera. Rodi apareció un momento mas tarde e hizo lo mismo.

—¿No te marchas, Balkisson? —preguntó Gotrek cuando Rodi se sentó—. Ahora eres libre. Y en el bosque aguarda la muerte.

Rodi le lanzó una mirada a Snorri, y luego negó con la cabeza.

—La muerte también irá al castillo, Gurnisson. Puedo esperar.