DOS

DOS

Félix se quedó mirando a von Volgen mientras Gotrek y Rodi se ponían en guardia. ¿De qué estaba hablando aquel lunático? ¿No había visto el semblante marchito de su hijo? ¿No lo había visto atacar a los matadores junto con los otros zombies?

—Moriréis aquí, enanos —declaró von Volgen con voz ahogada.

—Sí, es verdad —dijo Gotrek, mirando mas allá de él, hacia el interior del valle donde los zombies comenzaban a hacer retroceder a la retaguardia—. Si os apartáis de nuestro camino.

—Os interponéis entre nosotros y nuestro fin —gruñó Rodi.

Los matadores echaron a andar directamente hacia los dos señores.

—¡Matadlos! —gritó von Volgen, agitando los brazos hacia sus hombres—. ¡Ejecutadlos por el asesinato de mi hijo!

—Venid a intentarlo —dijo Gotrek sin dejar de avanzar.

—¡Esperad, mi señor! —gritó Félix, que avanzó corriendo en el momento en que desmontaban los caballeros de von Volgen—. ¡Los matadores no han matado a vuestro hijo! ¡Ya estaba muerto!

Von Volgen se volvió a mirarlo con ferocidad.

—¿Qué estúpida mentira es ésa? ¡Lo he visto con mis propios ojos! Mi hijo intentaba escapar de los no muertos, y estos malditos enanos lo han matado sin mirarlo dos veces.

Los caballeros avanzaban para rodear a los matadores. En cualquier instante se produciría el derramamiento de sangre.

—No estaba escapando de los no muertos —dijo Félix, desesperado—. ¡Él mismo era un no muerto! ¡Murió luchando contra los hombres bestia antes de que llegarais, y se ha levantado con los otros!

—Es cierto —dijo Kat, que fue a situarse junto a Félix—. Por favor. Yo lo vi morir. Fue una muerte heroica, pero…

—¿Cuestionas lo que han visto mis ojos, campesina? —La cara de von Volgen se puso morada de cólera. Se volvió hacia sus hombres—. ¡Apartaos de los enanos, o moriréis con ellos!

—Que alguien ayude a Snorri a levantarse —dijo Snorri desde el carro—. Quiere morir con sus amigos.

—¡Esperad! —gritó von Kotzebue, y fue tal la autoridad de su voz que los caballeros se detuvieron.

Von Volgen estaba furioso.

—¿Dais órdenes a mis hombres? Ahora estáis en Talabecland, señor. No tenéis ninguna autoridad aquí.

—Es totalmente correcto —reconoció von Kotzebue, que se inclinó sobre el lomo del caballo—. Pero se me ha ocurrido que, dado que vos y los enanos queréis lo mismo, a saber, la muerte de ellos, deberíais dejarlos lograr el objetivo mientras acaban con nuestro enemigo común en lugar de trabaros en una lucha de la que vuestros propios hombres saldrán heridos o mas probablemente muertos.

Von Volgen frunció el ceño.

—¿Cómo va a ser un castigo si se les proporciona lo que ellos desean? ¡Sí desean morir, será por ejecución!

—Muy bien, mi señor —dijo von Kotzebue—. Pero, según recuerdo la ejecución viene después de un juicio y parece…

—¡No hay tiempo para celebrar un juicio! —grito von Volgen, que barrio el aire con un brazo para abarcar a los no muertos que se aproximaban—. ¡Estamos a punto de vernos superados!

—Precisamente —dijo von Kotzebue—. Y ése es el motivo por el que recomiendo que los matadores vayan en busca de su fin y nosotros nos pongamos en marcha.

Von Volgen se mordió el labio inferior, mientras sus coléricos ojos iban de von Kotzebue a Gotrek y Rodi, luego a los zombies, y de vuelta. Félix no sabía quién estaba mas loco, si el lunático que quería matarlos o el demente que parecía encantado con debatir sobre temas legales mientras un ejército de zombies se les echaba encima.

—No —dijo von Volgen, al fin—. Nos los llevaremos con nosotros, y celebraremos su maldito juicio cuando esto haya acabado. —Les hizo un gesto a los caballeros—. ¡Arrestadlos!

Gotrek y Rodi alzaron las armas cuando los caballeros comenzaron a acercarse otra vez.

—Intentadlo, y entonces sí que habrá un asesinato —dijo Gotrek.

—Gotrek, por favor —susurró Félix—. Estos son hombres del Imperio. Son nuestros aliados.

—No, si intentan arrestarnos, no lo son —lo contradijo Rodi.

—Eso mismo —dijo Snorri, que salió a rastras por la parte posterior del carro—. Nadie se interpone entre un matador y su fin.

—¡Nobles enanos! —dijo von Kotzebue con voz sonora—. Si sois reacios a derramar sangre de hombres, escuchadme. Iremos al castillo Reikguard, situado a seis días al sudoeste, para reforzar sus defensas y enviar aviso a Altdorf. Si nos acompañáis hasta allí sin violencia, yo os garantizo dos cosas: una, un juicio justo dentro de sus murallas, y dos, que esta horda de muertos ambulantes llegará apenas unos días después que vosotros. Si salís airosos del juicio, habrá abundantes oportunidades para que encontréis vuestro fin cuando lleguen. ¿Qué decís?

—Puesto que ése ya ha decidido que somos culpables —replicó Rodi, señalando a von Volgen con un gesto de la cabeza—, decimos que no.

Félix gimió, pero sacó la espada y se situó junto a los enanos. No quería luchar contra los hombres del Imperio, pero tampoco se quedaría mirando mientras atacaban a Gotrek. Kat sacó el destral del cinturón y se situó a su lado, con las piernas flexionadas.

—Si tú luchas, Gotrek —dijo—, yo lucho.

—Y también Snorri —dijo Snorri manteniéndose en equilibrio sobre una pierna.

Entonces, Gotrek gruñó —fue una maldición en khazalid—, levantó la cabeza y clavó su único ojo en von Volgen.

—Alto —dijo—. Iremos.

Rodi se volvió a mirarlo, pasmado.

—¿Ah, sí?

—Sí —dijo Gotrek sin apartar la mirada de von Volgen—. Llevaremos vuestras cadenas y nos someteremos a vuestro juicio.

Félix y von Kotzebue dejaron escapar suspiros de alivio. Los ojos de von Volgen destellaron.

—Arrestadlos —dijo—. Quitadles las armas y encadenadlos al carro.

Al oír eso, Rodi se erizó y volvió a ponerse en guardia, pero Gotrek dejó que su hacha cayera al suelo con expresión fría e impasible. Rodi se quedó mirándolo, al igual que Félix.

—Tírala al suelo —dijo Gotrek al mismo tiempo que se volvía a mirar al matador mas joven—. O yo te tiraré a ti. Tú también, humano. Y tú, pequeña.

Félix se encogió de hombros, se quitó el cinturón con Karaghul envainada y lo dejó junto al hacha del Matador. Kat también tiró el destral, pero Rodi permaneció en actitud desafiante durante un largo rato, intentando resistir la torva mirada del destellante ojo de Gotrek, aunque luego maldijo y arrojó el martillo junto al resto de armas.

Los hombres de von Volgen avanzaron con cadenas y condujeron a Félix, Kat y los matadores al carro, al que los instaron a subir. Cuando se hubieron sentado, los hombres los encadenaron a los laterales incluso a Snorri. Le dieron la llave al conductor, y les dijeron a éste y a los cargadores que quedaban a cargo de los prisioneros y su alimentación, y luego regresaron con sus señores.

—Gotrek Gurnisson —dijo Rodi cuando von Volgen y von Kotzebue se alejaron al galope—, quiero una explicación. Me has privado de mi fin.

—Y también me he privado a mí del mío —replicó el Matador, y luego volvió su único ojo hacia Snorri, que miraba hacia atrás, en dirección al valle, ajeno a cuanto sucedía—. Nunca te involucres en el destino de otro matador —murmuró, y eso fue todo.

* * *

Cuando se pusieron de nuevo en marcha, caía el último de los soldados de la retaguardia, y los zombies ascendieron hacia el paso, tras ellos, como pus que saliera borboteando de una herida abierta.

Fue una marcha lúgubre. Aunque la mayoría de los hombres estaban heridos y enteramente agotados por haber librado dos terribles batallas consecutivas, no podían detenerse a descansar y vendarse los cortes, con la horda de no muertos tan pegada a los talones. Tuvieron que continuar, cojeando, dando traspiés como si ellos mismos fueran zombies, durante las largas y oscuras horas de la noche, y luego hasta muy adentrado el día, sin reposo adecuado y comiendo al amanecer lo que llevaban en las mochilas, antes de continuar avanzando penosamente por los interminables páramos de las Colinas Desoladas.

Félix, sentado con los hombros caídos en la parte trasera del carro abierto, con la capucha de la capa bien echada sobre la cabeza para protegerse del viento siempre presente, tuvo que sonreír al pensar en el favor que les había hecho von Volgen. Si el noble hubiera permitido que los matadores hubiesen ido al encuentro de su muerte, y que Félix, Kat y Snorri se hubiesen marchado con el ejército, en ese momento habrían estado caminando penosamente junto al carro, con los demas, kilómetro tras kilómetro. En cambio, como prisioneros, iban en carro mientras los otros caminaban y dormían cuando podían.

Pero el humor de Félix se agrió al ver que hombres que estaban heridos de mucha mas gravedad que él morían de pie a su alrededor. A lo largo del día, docenas de ellos cayeron al suelo cuando el agotamiento se impuso, o se desangraron hasta quedar blancos mientras llevaban la camilla de camaradas que estaban peor que ellos. Sin embargo, fueron mas los que murieron en los carros antes de que los cirujanos pudieran asistirlos, y no hubo tiempo para enterrarlos adecuadamente ni pudo concedérseles la dignidad habitualmente otorgada a los muertos.

Al principio, para asegurarse de que no volverían a levantarse, se cortaba la cabeza de los caídos y se la envolvía en su camisa para poder enterrarla junto con el cuerpo mas tarde. Por desgracia, ese procedimiento tuvo que ser abandonado cuando todas las cabezas cortadas se pusieron a hablar a la vez, susurrando desde su envoltorio que los hombres deberían darse por vencidos que deberían tenderse sin mas dejar que el dulce alivio de la muerte acudiera a ellos. Después de eso, todas las cabezas fueron aplastadas a martillazos y dejadas atrás mientras el ejército continuaba su penosa marcha.

* * *

Von Volgen y von Kotzebue, finalmente, decretaron un alto a primera hora de la tarde y dejaron descansar a los soldados hasta la caída de la noche. A lo largo de la columna se transmitió que, durante el resto de la marcha se permitiría que los soldados durmieran durante el día, cuando los zombies eran mas débiles y resultaba mas fácil verlos llegar. La marcha se reanudaría por la noche para mantenerse por delante de los no muertos.

Durante la primera parada diurna, patrullas cansadas recorrieron el perímetro, y cirujanos de campaña mas cansados aún trabajaron sin parar, intentando salvar las vidas de caballeros, lanceros y arcabuceros cuyas heridas habían permanecido demasiado tiempo sin atención. Debido a que eran prisioneros, los cirujanos pasaron de largo ante Félix, Kat y los matadores, pero el conductor, Geert, y sus dos hombres, aún agradecidos con ellos por haber salvado sus vidas y el cargamento, intimidaron a un cirujano hasta que consintió en verlos, y sus heridas fueron limpiadas y vendadas. El cirujano incluso encontró un poco de brea caliente para cauterizar y sellar la pierna cercenada de Snorri.

Kat sacudió la cabeza mientras miraba el negro muñón del matador.

—Hemos luchado tanto por nada.

—Por nada no —la corrigió Félix, mientras se rascaba por debajo de la venda con que el médico le había envuelto la parte superior del brazo—. ¿Acaso no detuvimos un gran mal que podría haber causado la caída del Imperio?

—Sí —dijo ella con amargura—. Y otro surgió en su lugar, antes de que exhalara el último aliento. ¿Es que nunca va a haber paz?

—Nunca —sentenció Gotrek, que también miraba la pierna de Snorri—. Nunca venceremos.

—Entonces, ¿por qué molestarse en luchar? —preguntó Kat.

—Para no perder.

Kat frunció el ceño.

—No lo entiendo.

—Es una lección que los enanos aprendimos de los tiempos pasados —dijo Rodi, que entonces levantó la cabeza—. Luchamos para defender nuestro terreno. En algunas batallas recuperamos una fortaleza o un salón. En otras nos hacen retroceder. Pero si dejáramos de luchar… —Se encogió de hombros.

Kat se dejó caer contra los tablones laterales porque aquello no le gustaba. Félix tendió una mano para posársela sobre un hombro y descubrió que las cadenas no se lo permitían.

—Snorri piensa que eso es bueno —dijo Snorri, que estaba tumbado—. Significa que Snorri nunca se quedará sin nada contra lo que luchar.

En ese momento, Gotrek volvió la cabeza y clavó una mirada feroz en las interminables colinas, y Rodi clavó una mirada feroz en Gotrek, mientras Snorri cerraba los ojos y volvía a dormirse, felizmente ignorante del torbellino que estaba provocando entre sus compañeros matadores.

Gotrek y Rodi habían estado en silenciosa guerra desde que los habían encadenado, y la tensión que había entre ambos parecía una sexta persona que viajara con ellos en el carro: un ogro dormido, tan grande que obligaba a los demas a apretarse contra los rincones y hacía que les resultara imposible mirarse los unos a los otros. A pesar de la incomodidad, Félix no intentó sacar a los matadores de su enojo con palabras. Sabía que era mejor no hacerlo. Los enanos eran testarudos, y los matadores eran los mas testarudos de los enanos. ¿Y qué podía decir, en cualquier caso? El problema de Snorri parecía insoluble.

Un enano se convertía en matador para hacer penitencia por una gran vergüenza; le juraba a Grimnir que moriría en batalla contra los mas peligrosos enemigos para expiar su culpa. Si moría de alguna otra manera, o si fallaba su valentía, o si renunciaba a su empresa, no sería recibido en los Salones de Grimnir, y pasaría la eternidad como un desdichado espíritu desterrado, vagando por el ultramundo de los enanos. Snorri no había hecho ninguna de esas cosas prohibidas. Nunca había abandonado su búsqueda, y conservaba la valentía hasta el punto de la temeridad, pero, a pesar de eso, debido a que había perdido la memoria, corría el peligro de morir sin la gracia de Grimnir y quedar condenado para toda la eternidad.

El problema residía en que a un matador también se le exigía que tuviera su vergüenza muy presente en el momento de morir, y Snorri no podía recordar cuál era la suya. Demasiados golpes en la cabeza, demasiados clavos hundidos a golpes en su cráneo para conformar la herrumbrosa cresta de matador… Por lo que fuera, Snorri tenía problemas para recordar incluso a Gotrek, que había sido su amigo durante mas de cincuenta años. Obsequiaba a Gotrek con narraciones de su viejo amigo Gotrek, y no lo reconocía como el mismo enano que en ese momento se encontraba sentado junto a él. Pero el peor de esos olvidos consistía en no saber cuál era su vergüenza. Recordaba haberla tenido presente por última vez antes del asedio de Middenheim, pero ahora no lograba traerla a la memoria.

La noticia había constituido un duro golpe para Gotrek. Snorri era uno de sus mas grandes amigos, y Félix veía que la idea de que al viejo matador pudiera negársele la entrada en la vida ultraterrena de los enanos le dolía a Gotrek mas que cualquier herida que hubiese sufrido jamas. De hecho, había hecho que liberara a Félix del juramento de dejar constancia de su fin en un poema épico, para que pudiera escoltar a Snorri durante el peregrinaje hasta la fortaleza de Karak-Kadrin, donde podría rezar en el santuario de Grimnir, el dios matador, para pedir la recuperación de la memoria. Cuando Félix hubiera concluido esa tarea, quedaría libre del juramento prestado, y podría vivir su vida como mejor le pareciera por primera vez en mas de veinte años.

Por desgracia, Gotrek se encontraba con que la tarea de mantener a Snorri con vida interfería con su necesidad de buscar la muerte y, todavía peor, había hecho que él mismo interfiriera también en la búsqueda de la muerte por parte de Rodi. Félix sabía que a Gotrek no le había gustado decirle a Rodi que no podía luchar contra los hombres de von Volgen, pero si se hubiera producido el combate, Snorri podría haber resultado muerto, y eso era impensable. Así que mientras el problema de Snorri no quedara resuelto de alguna manera, Rodi miraba con ferocidad a Gotrek, y Gotrek miraba con ferocidad a Rodi, en tanto Félix y Kat intentaban descansar y hacer el menor caso posible del adormilado ogro crecido a la sombra del enojo de ambos.

* * *

No se produjo ataque ninguno durante la breve parada de la tarde, al menos no desde el exterior del campamento, pero hubo hombres que se habían tendido a dormir con apenas un suspiro de vida, y, mas tarde, habían muerto y habían atacado a sus compañeros de tienda. Félix se despertó dos veces, sobresaltado por alaridos, hasta que se transmitió la orden de que cualquier hombre que corriera peligro de morir mientras dormía debía ser atado dentro del saco y amordazado para que no pudiera morder.

Pero incluso cuando cesaron los gritos, a Félix le resultó difícil dormir porque se oía el lejano e incesante aullido de los lobos; y cuando al fin lo ganó el cansancio, los aullidos invadieron sus sueños y creyó oír algo que olfateaba debajo del carro. Huelga decir que no fue un descanso relajado, y suspiró de alivio cuando, justo en el momento de ocultarse el sol el maltrecho ejército volvió a ponerse en marcha dejando atrás una rugiente pira donde ardían cadáveres decapitados, para continuar avanzando durante toda la noche hacia el sur, a paso cojo, por el monótono paisaje gris.

Aunque los lobos aullaron durante toda la noche, y un batir de alas oído sólo a medias hacía que los hombres miraran hacia arriba a cada paso, la columna no vio ni rastro de los no muertos aquella noche y sólo luchó contra el gélido viento que soplaba con fuerza incesante desde el este. Los grilletes helaron las muñecas y los tobillos de Félix. Se le entumecieron los dedos de las manos. Kat se acurrucaba dentro de su gruesa ropa de lana y ocultaba la cara en la bufanda. Los matadores ni siquiera temblaban.

La mañana hizo amainar el viento, pero no los alivió del miedo ni del frío, porque una espesa niebla sofocaba las colinas, inundaba los valles y traía consigo un helor húmedo que calaba hasta los tuétanos y provocaba dolor en los huesos y entrechocar de dientes. Era tan densa que Félix apenas distinguía a Rodi, que estaba sentado en el rincón mas distante del carro; se oían alas batiendo, y los aullidos de los lobos parecían mas cercanos entonces que durante la noche anterior.

Von Kotzebue y von Volgen hicieron marchar a los hombres hasta muy pasado el amanecer, con la esperanza de que la niebla se levantara y pudieran ver en el momento de plantar el campamento, pero cuando llegó el mediodía sin que la bruma se disipara, no pudieron hacer otra cosa que dar el alto. Los hombres estaban demasiado cansados como para continuar.

Los mandos ordenaron dobles patrullas de guardia, encendieron un círculo de hogueras en torno al perímetro e hicieron que los caballeros patrullaran constantemente alrededor del campamento siguiendo amplios recorridos.

Ninguna de esas medidas tranquilizó a Félix lo mas mínimo. La niebla era, de alguna manera, mas aterrorizadora que la noche. No se la podía hacer retroceder con antorchas y engañaba el oído porque hacía que algunos sonidos pareciesen mas cercanos, mientras que otros los ocultaba del todo. Se quedó mirándola, incapaz de dormir, mientras sus ojos iban de un lado a otro en busca de movimientos invisibles y sombras que no existían.

Del interior del campamento llegó otro grito enronquecido.

—¿Otro muerto que ha despertado? —preguntó Kat al mismo tiempo que alzaba la vista.

—No lo sé —dijo Félix.

Estiró el cuello, pero no pudo penetrar la niebla. Les llegó otro grito por la izquierda, y otro mas desde detrás.

—¡Lobo! ¡Mátalo! ¡Mátalo!

Sonaron los cuernos desde todas partes, y los sargentos se pusieron a bramar.

—¡Compañías, a formar!

—¡Fuera de esas tiendas! ¡Arriba! ¡Arriba!

Se oyeron, muy cerca, pesados pasos de carrera.

Félix y Kat volvían la cabeza hacia cada nuevo sonido, tirando de las cadenas, pero Gotrek, Rodi y Snorri se limitaban a mirar fijamente la niebla, sin moverse.

—¿Cómo podéis quedaros ahí sentados sin mas? —preguntó Félix—. Están atacándonos.

—No nos están atacando a nosotros —se burló Rodi—, sino a ellos.

—¿Y si se vuelven contra nosotros? —insistió Félix—. Pensaba que os habíais sometido a estas cadenas para mantener a salvo a Snorri.

—Snorri no quiere estar a salvo —dijo Snorri.

—Snorri Muerdenarices no hallara aquí su fin —gruñó Gotrek mientras se envolvía los puños con la cadena floja—, con independencia de lo que les suceda a los humanos.

Félix oyó movimiento y voces procedentes de la tienda de Geert, situada a pocos pasos de distancia, y se volvió hacia ella.

—¡Geert! ¡Suéltanos! ¡Danos armas!

Pero el conductor y los cargadores salieron corriendo y se adentraron en la niebla, armados con espadas y garrotes, llamando a sus camaradas.

—Bastardos —gruñó Kat.

Un gruñido colérico les hizo volver la cabeza. Un joven lancero salió corriendo de la niebla, jadeando y con los ojos desorbitados, y giró para pasar a toda prisa junto al carro, pero una enorme forma negra atravesó el aire y lo derribó.

Félix y Kat se echaron atrás, asqueados, cuando extremidades y sangre volaron por los aires. La bestia tenía el doble del tamaño normal, un pelaje sarnoso y agusanado que dejaba a la vista músculos putrefactos y un cráneo sin piel por cabeza.

Apareció otro lancero y cargo con el arma levantada.

—¡Lobo! ¡Espera!

Le dio al lobo en una paletilla y la bestia giro con brusquedad, gruñendo, y entonces recibió un segundo lanzazo en el pecho El arma se rompió, y el lobo derribo al lancero al suelo, justo al lado del carro, donde le arrancó la garganta con sus esqueléticas fauces.

Félix y Kat contuvieron el aliento mientras lo mataba, dando respingos ante los sonidos de huesos destrozados. «Márchate —pensó Félix—. Vuelve con tus amos. Aquí no hay nadie mas. No queda nada que cazar». El monstruo levantó la cabeza para olfatear el viento, y luego volvió los ojos rojos directamente hacia él.

—Joder —dijo Félix.

Oyó el ruido seco de las cadenas al romperse, y se volvió a mirar. Gotrek y Rodi estaban poniéndose de pie y flexionando las muñecas.

Snorri también había roto sus cadenas y se esforzaba por sentarse.

—Snorri va a…

—Snorri va a quedarse donde está —dijo Gotrek.

En ese momento, el lobo avanzaba con cautela hacia ellos, dando un rodeo para aproximarse por la parte posterior del carro.

Rodi recogió el trozo de cadena rota y lo sujetó con firmeza entre ambos puños.

—Yo lo retengo —dijo—. Tú lo matas.

Gotrek asintió con la cabeza.

El lobo saltó.

Rodi corrió a recibirlo, y bestia y enano se estrellaron en el aire, para luego caer y quedar fuera de la vista, debajo de la parte posterior del carro, mientras Gotrek saltaba por encima del lateral y se apoderaba de la lanza de un muerto. El carro se vio sacudido por violentos golpes sordos, y cuando el monstruo volvió a salir, llevaba sobre el lomo a Rodi, que lo estrangulaba con la cadena.

El lobo rodó sobre sí mismo para intentar aplastarlo, pero Gotrek saltó hacia él, con la lanza en alto, y se la clavó en la desprotegida garganta con tanta fuerza que la punta atravesó la parte posterior del cuello y casi le saca un ojo a Rodi.

El lobo quedó laxo, y el joven enano se lo quitó de encima de un empujón.

—¿Pretendes conseguir que yo sea como tú, Gurnisson?

Gotrek soltó el arma y volvió a trepar al carro.

—Nunca serás como yo.

—Por Grimnir, espero que no —dijo Rodi al seguirlo—. ¿Todavía buscando mi fin dentro de veinte años? No, gracias.

Un destello de cólera pasó por la cara de Gotrek mientras volvían a sentarse, pero no dijo nada; se limitó a recoger el eslabón roto de la cadena, enhebró con él ambos extremos y lo retorció para volver a cerrarlo. Snorri rió entre dientes e hizo lo mismo, y Rodi los imitó.

Kat se quedó mirando, maravillada, aquel indiferente despliegue de fuerza, y estaba a punto de decir algo cuando Geert y uno de sus cargadores salieron cojeando de entre la niebla, con la cara contusa y la ropa desgarrada. El otro cargador no estaba con ellos.

—¡Por la sangre de Sigmar! —gritó Geert cuando vio a los lanceros muertos—. ¡Aquí hay otros dos!

El y el cargador corrieron hacia los muchachos muertos; luego vieron al lobo y maldijeron otra vez. La mirada de Geert fue de la bestia muerta a los prisioneros, y de nuevo a la primera.

—¡Enseñadme las cadenas!

Félix, Kat y los matadores levantaron obedientemente las cadenas. Geert gruñó al verlas enteras.

—Entonces, ¿quién ha matado a ese lobo? —preguntó. Rodi señaló a los lanceros muertos con un gesto de la cabeza.

—Han sido ellos.

—¿Y quién los ha matado a ellos?

—Ha sido el lobo —replicó Gotrek.

Geert y el cargador dirigieron miradas dubitativas al lobo y los lanceros.

—¿Y cómo se han matado mutuamente cuando estaban tan separados?

—Fue todo un espectáculo —intervino Félix, metido en materia—. Deberíais haberlo visto.

Kat reprimió la risa y Geert le dirigió una mirada airada, pero, pasado un momento, se limitó a sacudir la cabeza y se marchó andando pesadamente hacia la tienda, seguido por el cargador.

—Snorri habría querido que hubiera habido otro lobo —dijo Snorri—. Así podría haber luchado él también contra uno.

Gotrek gruñó al oír eso, pero no dijo nada, sino que se limitó a fijar una mirada colérica en la lejanía y retorcer sus cadenas. Rodi, a su vez, miraba coléricamente a Gotrek y se acariciaba la trenzada barba, mientras Snorri se tumbaba de espaldas, ajeno a todo aquello, tarareando una melodía desafinada. «El mismo tortuoso círculo de antes —pensó Félix mientras miraba a los matadores—. El mismo enredo sin solución». Suspiró, se recostó contra el carro y volvió a observar la niebla por si veía saltar alguna forma oscura.

* * *

Durante dos días mas continuaron igual: una pira para quemar los muertos del día al levantar el campamento por la noche, una marcha aburrida por el monótono paisaje durante las horas de oscuridad, los misteriosos ataques relámpago a lo largo de toda la jornada bajo la niebla. Resultaba imposible saber qué avances estaba realizando el ejército cuando todas las colinas y los valles parecían iguales que los anteriores a causa de la niebla, pero a Félix le daba la impresión de que la columna avanzaba cada vez con mayor lentitud, debido a que los días y las noches de insomnio y preñados de terror estaban pasando una factura de agotamiento y desesperación.

Y tal vez la columna había ralentizado la marcha de verdad porque, dos horas antes de la puesta del sol del cuarto día, una escuadra de caballeros de von Volgen entró atronando en el campamento gritando que los zombies estaban a no mas de una hora de distancia.

Mientras los soldados corrían a vestirse, recoger y prepararse para la marcha, von Kotzebue, von Volgen y los capitanes de ambos se reunieron en el borde norte del campamento, y miraron hacia la niebla gris como si pudieran ver desde allí la horda que se aproximaba. Hablaron cerca del lugar en que Geert había dejado el carro, y Félix los oyó con total claridad.

—Han marchado día y noche —dijo von Volgen—, mientras que nosotros sólo lo hemos hecho por la noche.

—Sí —asintió von Kotzebue—. Es lo que yo me temía. A pesar de lo lentos que son, nunca se detienen. No llegaremos al castillo Reikguard antes de que nos den alcance. Al menos…

—Al menos no lo lograrán los soldados de infantería —dijo von Volgen cuando el barón dejó apagar su voz—. ¿Es eso?

Von Kotzebue asintió con la cabeza.

—A mí me quedan menos de tres mil soldados de infantería, y la mayoría están heridos, hambrientos y exhaustos. La horda tiene que contar con mas de diez mil. Si mis hombres les hacen frente y luchan, morirán sin lograr nada mas que sumarse a las filas del nigromante. Si huyen, será lo mismo. Vuestros dos mil caballeros, sin embargo…

—No os abandonaremos, mi señor —dijo von Volgen, al mismo tiempo que se erguía.

Von Kotzebue ladeo la cabeza, y Félix creyó verlo sonreír por detrás del enorme mostacho.

—Yo mas bien estaba pensando en que fuéramos nosotros quienes os abandonáramos a vosotros.

Von Volgen frunció el ceño.

—No os entiendo.

—La cosa es como sigue —dijo el barón—. El nigromante dice que se dirige a Altdorf y que tiene intención de tomar las ciudades y castillos que hay por el camino, para acrecentar su ejército. El castillo Reikguard debe ser su primer objetivo, porque es el que tiene la guarnición mas numerosa, y no puede permitirse tenerlo a la espalda. No obstante, para tomarlo debe actuar con rapidez, antes de que pueda orquestarse una defensa conjunta contra él. Por lo tanto, creo que si nuestra infantería se apartara de la línea de marcha, no podría permitirse seguirla. No puede perder el tiempo en eso.

Miró hacia el oeste.

—Aquí estamos casi directamente al este de Weidmaren. Si yo marchara hacia el oeste para reforzar esa guarnición, mientras vos y vuestros caballeros corréis hacia el sudoeste con el fin de hacer lo mismo en el castillo Reikguard, lo privaremos de efectivos y haremos que le resulte mucho mas difícil tomar dos de las fortalezas de las que debe apoderarse forzosamente. —Se volvió a mirar a von Volgen—. ¿Qué decís vos?

Von Volgen se acarició el voluminoso mentón.

—Veo el sentido de lo que decís, pero me pregunto si el graf Reiklander recibirá de buena gana una fuerza de hombres armados dentro de sus murallas.

—Ante un enemigo como ese nigromante, mi señor —dijo von Kotzebue—, el Imperio debe anteponerse sin duda a la provincia.

—Si, barón —dijo von Volgen—. Sólo espero que mi señor Reiklander lo vea de ese modo. —Se encogió de hombros—. Bueno, si os lleváis también a mis soldados de infantería y a mis heridos, yo y mis caballeros iremos a toda velocidad hacia el sudoeste, como habéis sugerido.

Von Kotzebue se inclinó.

—Por supuesto. Iré a darles órdenes a los sargentos.

Los dos señores y sus capitanes le volvieron la espalda al paisaje envuelto en niebla, pero antes de que hubiesen dado mas de unos pocos pasos hacia el interior del campamento, en el que reinaba una frenética actividad, Rodi se levantó con sus cadenas y los llamó.

—¡Eh, señor! —bramó—. Sí, vos, el que no diferencia a los muertos de los vivos. Si vais a salir corriendo, ¿por qué no nos ponéis en libertad? No querríamos enlenteceros.

La frente de bruto de von Volgen descendió al fruncirse su ceño, y volvió la mirada hacia Geert.

—Prepara el carro para partir —dijo—. Y busca algunas cadenas mas.

Geert saludó, y los señores se alejaron.

—A este paso, barbanueva —dijo Gotrek sin volverse a mirar—, vivirás lo bastante como para aprender cuándo debes cerrar la boca.

* * *

Durante los dos días siguientes, von Volgen y sus doscientos caballeros cabalgaron velozmente hacia el sudoeste, con el carro de Geert traqueteando detrás de los otros carros de suministros. A mediodía de la primera jornada se sumergieron en un bosque oscuro que bordeaba las Colinas Desoladas. La senda estrecha que seguían era vieja y había abundantes tramos ganados por la maleza, así que a pesar de lo mucho que von Volgen los instaba a darse prisa, en ocasiones los sirvientes y cargadores se veían obligados a detenerse y empujar los carros para pasar por encima de gruesas raíces que sobresalían del suelo, o para guiarlos a través de rápidos arroyos.

Cada vez que sucedía eso, los enanos observaban desde el carro, petulantes mientras los hombres llevaban a cabo el pesado trabajo porque von Volgen se negaba a desencadenarlos. Félix se sentía demasiado inquieto como para disfrutar de la ironía. Siempre que ralentizaban la marcha, miraba fijamente hacia las profundidades del bosque, temeroso de que en cualquier momento salieran de las sombras horrores no muertos para atacarlos. A sus nervios se sumaba el hecho de que von Volgen había enviado al cirujano de campo con los heridos que se habían unido a la columna de von Kotzebue, y por ese motivo no habría nadie para remendarlos si se producía un ataque.

Pero el ataque no llegó. Ni ese día, ni esa noche cuando plantaron el campamento en un claro pequeño que no estaba muy lejos de la senda. Félix volvió a soñar con aullidos de lobo y alas negras, pero cuando despertó, con la frente cubierta de un sudor que se helaba, no oyó nada, ni los centinelas de von Volgen dieron alarma alguna.

El día siguiente fue igual que el primero, salvo por la presencia de una lluvia gélida. El bosque era tan espeso que aunque los árboles caducos estaban despojados de hojas las gotas de lluvia no llegaban hasta ellos; sólo les caían gruesos regueros desde las negras ramas, que, a pesar de todo, los empapaban hasta los huesos. Félix intentó disponer la capa de manera que los cubriera a el y a Kat pero estaban encadenados a la distancia justa como para que ninguno de los dos quedara bien tapado. Los enanos continuaban sin dar muestras de incomodidad, salvo por el hecho de que se estrujaban la barba para quitarle el exceso de agua y se apartaban de los ojos la cresta caída. De la cresta de clavos de Snorri nacían pequeños regueros rojo herrumbre que caían del extremo de su bulbosa nariz como si fueran sangre.

A la mañana siguiente cesó la lluvia, aunque las nubes continuaron presentes. Por desgracia, el aguacero había convertido la senda en un baño de fango, y se produjeron muchas detenciones para sacar los carros de entre raíces que aprisionaban las ruedas, pero al fin a media tarde, la columna salió del bosque a un empapado mosaico de deprimentes campos de cultivo, todos negros, marrones y desnudos bajo nubes gris piedra.

Félix suspiró de alivio por haber salido del bosque, y al parecer, los caballeros compartieron su emoción. Habían Permanecido en un silencio casi total durante los últimos dos días, hablando sólo cuando era necesario, sin reír en absoluto, pero ahora empezaron a charlar y bromear entre sí.

Geert se puso de pie sobre el bastidor del carro y señaló hacia delante.

—Si ése no es el castillo Reikguard, yo soy un goblin —le dijo al cargador superviviente, Dirk.

—Pronto estaremos calientes y secos —dijo Dirk, al mismo tiempo que asentía con la cabeza.

—Y seremos juzgados —añadió Rodi sin levantar la vista.

Gotrek tampoco levantó la cabeza, pero Félix y Kat se irguieron tanto como se lo permitían las cadenas y estiraron el cuello. Vieron un brillo mortecino en la brumosa distancia; era el Reik, que serpenteaba hacia el noroeste, en dirección a Altdorf. Y alzándose de él como un enorme barco pétreo de alta proa, se elevaba un gigantesco castillo, con gruesas murallas de granito oscuro que rodeaban una escabrosa colina para encerrar un severo torreón antiguo. De su tejado de pizarra negra salía una gran torre que se alzaba hasta tan arriba que los pendones se perdían entre las amenazadoras nubes.

De niño, Félix había visto a menudo ese castillo cuando viajaba con su padre por asuntos comerciales. Había sido un punto de referencia que era habitual buscar en el camino hacia Nuln, y le sorprendió la sensación de nostalgia y consuelo que experimentó al volver a verlo. El castillo era la residencia hereditaria de los príncipes de Reikland, e incluso la residencia de verano de Karl Franz, así como el hogar de la guarnición que había protegido la frontera nordeste desde los tiempos de Magnus el Piadoso. De repente, sintió que después de su largo viaje a través del salvaje y peligroso Drakwald, había regresado al civilizado corazón del Imperio. Allí era donde su gente era mas fuerte. Aquello era el hogar.

Un pataleo de cascos que sonó detrás de ellos hizo que volviera la cabeza. Uno de los caballeros de la retaguardia de von Volgen, con los ojos desorbitados y fijos al frente, galopaba hacia ellos por el camino del bosque, sobre un caballo que tenía los flancos salpicados de espuma.

—¡Mi señor! —gritó al llegar a la cola de la columna—. ¡Mi señor! ¡Ya llegan!

El caballero continuó galopando hacia la vanguardia, antes de que Félix pudiera oír quiénes llegaban, y tanto él como Kat y los matadores volvieron los ojos hacia el bosque, al igual que Geert y Dirk.

—¿Qué ha querido decir? —farfulló Geert—. No se referirá a los cadáveres. No pueden habernos dado alcance con tanta rapidez, ¿verdad?

Los caballeros también estaban volviéndose, haciendo que los caballos dieran media vuelta para encararse con el bosque, que ya se encontraba a casi un kilómetro de distancia; un momento mas tarde, von Volgen y sus capitanes retrocedieron a medio galope a lo largo de la columna, y se detuvieron junto a ellos para observar la distante muralla de árboles.

—¿Estás seguro? —preguntó von Volgen al comprobar que nada sucedía.

—Sí, mi señor —replicó el caballero, jadeando tanto como el caballo que montaba—. Y junto con los lobos. Ellos…

Y entonces, aparecieron.

De la oscuridad del bosque salió una veloz, ondulante negrura recorrida por destellos de blanco, acero y bronce, como cometas en un cielo turbulento. Luego, los destellos se resolvieron. El blanco era hueso: jinetes con cara de calavera se inclinaban sobre el cuello de caballos flacos como esqueletos. El acero era de espadas, hachas y puntas de lanzas que empuñaban manos enfundadas en guanteletes. El bronce era de yelmos, petos y grebas de diseño antiguo. Y mientras los jinetes cabalgaban, las nubes que tenían encima descendían y se ennegrecían, de modo que el fuego verde que oscilaba en las cuencas oculares vacías se hacía mas brillante.

Félix tragó saliva cuando el miedo le aferró las entrañas. Aquello no era una turba de torpes cadáveres que arrastraban los pies, sin mente ni nombre. Aquellos jinetes cargaban hacia ellos en una formación disciplinada, tan veloces como el humo ante un viento potente. Los lideraba un guerrero ataviado con armadura completa y yelmo con púas, que empuñaba con su mano enfundada en guantelete una espada negra que mantenía en alto; entre los corceles avanzaban a brincos terribles lobos como silenciosas sombras.

—Alrededor de ochenta, mi señor —dijo uno de los capitanes de von Volgen, que se esforzaba por mantener el miedo fuera de su voz—. Tal vez cien.

La pesada mandíbula de von Volgen se contrajo, e hizo girar el caballo.

—Hacia el castillo —dijo—. ¡Ahora!

Galopó hacia el frente de la columna, con los capitanes bramando órdenes a los carros y caballeros mientras corrían tras él.

Geert rezó una plegaria en voz alta dirigida a Taal y chasqueó las riendas sobre el lomo de los caballos en el momento en que la columna se puso en marcha.

—¡Vamos, Bette! ¡Vamos, Condesa!

El cargador, Dirk, sacó un destral de debajo del asiento del conductor e hizo la señal de Sigmar.

Félix observaba, anonadado, cómo los jinetes no muertos acortaban distancia con rapidez, mientras los caballeros de von Volgen y los demas carros aceleraban ante ellos. Desarmados y a bordo del carro mas lento, él, Kat y los matadores estaban en una situación peor que cuando se habían encontrado enfrentados con los lobos en la niebla. Los esqueléticos jinetes les darían alcance antes de que estuvieran a medio camino del castillo Reikguard.