UNO
Félix Jaeger se quedó mirando con fijeza y horror mientras resonaba la espeluznante risa que salía de las gargantas muertas de la horda de zombies que se cernía sobre ellos. Hombres muertos y hombres bestia igualmente muertos reían del mismo modo con idéntica voz.
—Hans —dijo, retrocediendo poco a poco—. Hans el Ermitaño está detrás de esto.
Gotrek Gurnisson sopesó su hacha rúnica.
—Debería haberlo destripado la primera vez que lo vi —gruñó.
Kat se enjugó la frente sucia de sangre con el dorso de una mano contusa. Su piel, bajo la luz verde enfermiza de Morrslieb, parecía tan muerta como la de los cadáveres ambulantes.
—Acabamos de matarlos —gimió—. ¿Ahora vamos a tener que repetirlo todo desde el principio?
—Bien —dijo Rodi Balkisson mientras se pasaba una mano por la trenzada cresta de matador—. Quizá esta vez encontremos nuestro fin.
—Puede que tú sí, Balkisson —dijo Gotrek— pero Snorri Muerdenarices no lo hallará.
El Matador se volvió y ayudó a Snorri a levantarse de la improvisada camilla sobre la cual lo habían trasladado él y Rodi después de perder la pierna derecha. Se pasó un brazo de Snorri por encima de los hombros, Rodi hizo lo mismo con el otro brazo, y seguidos por Félix y Kat, los tres enanos salieron en estampida hacia las tropas del barón Emil von Kotzebue, que estaban cerrando filas y bajando las lanzas contra el ejército no muerto que ocupaba el centro del estrecho valle.
—La verdad es que a Snorri no le importaría matar a unos cuantos hombres bestia mas —dijo Snorri, mirando por encima del hombro a los peludos monstruos no muertos que avanzaban a ciegas y tropezaban detrás de ellos.
—Lo siento, padre Cráneo Oxidado —dijo Rodi—. Nada de matar para ti, hasta que no hayas hecho la peregrinación, ¿recuerdas?
—¡Ah, sí! —replicó Snorri con voz lastimera—. Snorri lo había olvidado.
* * *
Cuando los cuernos tocaron una brillante sucesión de notas para llamar a replegarse mientras los cañones rugían en las colinas, cansados grupos de lanceros y caballeros se abrieron paso con las armas desde todos los rincones del campo de batalla hasta la columna de rescate, haciendo pedazos cadáveres que vestían el mismo uniforme que ellos.
«Esto es lo peor de todo», pensó Félix Aunque la mitad de los zombies que amenazaban a los vivos eran hombres bestia reanimados, la otra mitad eran hombres junto a los que él y el resto de las tropas imperiales habían estado luchando hacía menos de un cuarto de hora. Por todas partes, valientes soldados que habían formado con sus hermanos en desesperados cuadros asediados por el embravecido mar de hombres bestia luchaban ahora junto a aquellos mismos horrores y atacaban a sus antiguos camaradas con ferocidad y los ojos en blanco, transformados por la muerte en traidores a su propia raza.
Félix paro un golpe del cadáver del señor Teobalt von Dreschler, quien, hasta que murió en los brazos de Félix, había sido un noble templario de la Orden del Corazón Llameante. Ahora era un horrible cadáver animado, con la mandíbula inferior colgándole y una brillante herida roja en el centro hundido del pecho. Kat había vacilado cuando podría haber desjarretado al viejo caballero, y casi había perdido una mano al ser atacada por él.
—Como voy a poder herirlo —había gemido ella—. Ha sido nuestro amigo.
—El hombre que era ya no existe —dijo Gotrek, asestando tajos al cadáver de un hombre bestia—. Mátalo.
Con un sollozo, Kat clavó el hacha en una rodilla del señor Teobalt, en tanto Félix le cortaba la cabeza con Karaghul, una reliquia de la orden de ese mismo viejo caballero que Teobalt le había concedido a Félix apenas unos días antes.
—Con su propia espada —dijo Félix con amargura, mientras el anciano caía.
Félix estaba tan vapuleado y cansado que apenas podía levantar la espada para defenderse de los muertos que avanzaban con paso tambaleante hacia ellos. Una hora antes, él, Kat y los tres matadores habían cargado al interior del círculo de piedras erectas conocido como la Corona de Tarnhalt, que se alzaba en lo alto de la colina, y habían atacado a Urslak Cuerno Tullido, un poderoso chamán de los hombres bestia, para intentar impedir que completara la ceremonia que habría convertido en hombres bestia a todos los seres humanos que se encontraran dentro de Drakwald. Media hora antes, muerto Urslak, habían descendido a toda velocidad al fondo del valle que había al pie de la colina de la Corona de Tarnhalt, para unirse a los ejércitos del vizconde Oktaf Plaschke-Miesner y del señor Giselbert von Volgen, en su mal aconsejado ataque contra la manada de diez mil miembros del chamán. Diez minutos antes, las fuerzas del barón Emil von Kotzebue habían cargado como un trueno al interior del valle para estrellarse contra los flancos de la formación de hombres bestia, y se habían salvado los condenados ejércitos de los dos jóvenes señores, aunque para éstos había sido demasiado tarde. Un minuto antes, Morrslieb, la luna del Caos, había eclipsado a su mas clara hermana Mannslieb, exactamente a la medianoche de Hexensnacht, en el último segundo del año viejo y el primer segundo del nuevo, y todos los muertos del campo de batalla, tanto humanos como hombres bestia, se habían alzado juntos en la no muerte y habían vuelto sus apagados ojos fijos hacia los vivos. Félix no había dejado de luchar durante todo ese tiempo.
El enorme cadáver de Gargorath el Tocado por Dios, el jefe de guerra de la gran manada de Urslak, avanzó dando traspiés para detenerse frente a los matadores, gimiendo y agitando la pata con pezuña de otro hombre bestia como si fuera un garrote. El agujero que el hacha rúnica de Gotrek había abierto en el pecho del hombre bestia cuando el enano lo había matado no parecía estorbarle lo mas mínimo.
—¿Quieres morir dos veces? —jadeó Gotrek, mientras él, Snorri y Rodi se agachaban para evitar el garrote de carne.
El tambaleante hombre bestia zombie fue tras ellos, pero Gotrek dejó a Snorri con Rodi e hizo oscilar el hacha rúnica hasta trazar un arco alto desde su espalda. La hoja se clavó con un golpe sordo en un costado del negro cuello peludo de Gargorath y le cercenó el espinazo.
—Que así sea.
El hombre bestia muerto se desplomó hacia delante cuando Gotrek le arrancó el hacha; luego, el Matador retrocedió y se metió otra vez bajo el brazo de Snorri. Continuaron avanzando con rapidez y fueron reuniéndose con otros supervivientes, asestando tajos a diestro y siniestro. Por suerte, los zombies apenas comenzaban a levantarse de uno en uno y de dos en dos, y no parecía que Hans el Ermitaño tuviera un control absoluto de sus extremidades. Caminaban con paso espasmódico, sufrían bruscas contracciones musculares y caían con frecuencia, o se desviaban en la dirección equivocada; pero con cada segundo que pasaba sus movimientos se hacían mas seguros y su atención se concentraba mas y todos se volvían hacia la asediada columna de von Kotzebue como mosquitos ciegos atraídos por el olor de la sangre.
Cuanto mas cerca de la columna luchaban Félix, Kat y los matadores, mas densa se hacía la masa de zombies, hasta que acabó por transformarse en una sólida muralla a través de la cual Félix no veía casi nada.
—¡Reagrupaos! ¡Presentad batalla! ¡Presentad batalla! —gritaba un sargento desde algún lugar que estaba mas allá de los cadáveres.
—¡Los heridos a los carros! ¡Los que podáis caminar llevad a los que no puedan! ¡Moveos!
—¡Nos retiraremos en buen orden, malditos! ¡Si queréis tenerle miedo a algo, tenedle miedo a mi bota, u os la meteré por el trasero!
—¡Cabezas, cuellos y piernas, caballeros! ¡Cabezas, cuellos y piernas! ¡Todos los otros golpes son inútiles!
Esto último lo había dicho un viejo caballero de aspecto espléndido, vestido con los colores de Middenland, a quien Félix veía, por encima de las cabezas de los zombies, repartiendo vigorosos tajos con una espada larga desde el lomo de un caballo de guerra muy acorazado. Llevaba la cabeza afeitada y desnuda, y gritaba las órdenes a través del mostacho mas grande, blanco y magnífico que Félix hubiese visto jamas. «Ese tiene que ser Kotzebue», pensó Jaeger, que había llegado para salvarlos. Luchando junto a él había un noble de cuello grueso y pecho ancho, con beligerante cara de bulldog; a Félix le pareció reconocerlo. Llevaba una sobrevesta de colores mostaza y burdeos sobre la armadura, y el águila coronada de Talabecland en el escudo.
—¡Mi hijo! —estaba gritando el de Talabecland—. ¡Encontrad a mi hijo!
Al oír eso, Félix situó por fin aquella cara. Era un reflejo de mediana edad de la de Giselbert von Volgen, uno de los jóvenes señores que habían conducido aquel pequeño ejercito contra el abrumador poder de los hombres bestia. Ese tenía que ser el padre de Giselbert, y estaba gritando en vano. Giselbert, ¡ay!, ya estaba muerto, asesinado por Gargorath y reanimado como todos los otros cadáveres del campo de batalla No oiría los gritos de su padre.
A diez metros de la columna, Félix, Kat y los matadores se encontraron con que el camino estaba cerrado por un carro de suministros que había quedado varado en medio de los pululantes no muertos El conductor y los cargadores luchaban por su vida encima de la carga, compuesta por la lona bien apilada y los palos de una veintena de tiendas para oficiales, mientras los caballos pateaban y relinchaban.
—¡Ayudadnos! —les gritaba el conductor a los soldados.
Pero con un irregular toque de cuerno y un rugido de «¡compañía, marchen!» los caballeros y los soldados de infantería empezaron a abrirse paso hacia el sur, luchando a cada paso.
Gotrek le hizo a Rodi un gesto con la cabeza para indicar el carro, mientras el conductor se lamentaba, consternado.
—Aquí —dijo el Matador, que clavó la punta del hacha en un zombie para apartarlo a un lado y empujó con el hombro para llegar hasta la parte posterior del carro—. Arriba, Muerdenarices.
El y Rodi colocaron a Snorri sobre el montón de lona; luego hicieron retroceder a los zombies trazando un arco en el aire con las armas, y treparon para sentarse junto a él, jadeantes.
—¡Arranca! —le gritó Gotrek al conductor, en tanto él y Rodi hacían retroceder a los hombres bestia y los humanos no muertos que se acercaban a la parte posterior del carro—. Nosotros los contendremos.
—¡Ah, gracias, señor enano! —dijo el hombre—. ¡Gracias!
Recogió las riendas mientras Gotrek, Rodi, Félix y Kat se reunían con los cargadores en los costados del carro y comenzaban a asestar tajos y patadas a la horda que los rodeaba.
—¡Humano, pequeña! —bramó Gotrek—. ¡Mantenedlos apartados de los caballos!
Félix gimió a causa de la fatiga, pero pasó gateando junto al conductor, acompañado por Kat, y ambos saltaron con torpeza sobre el lomo de los caballos de tiro. Los aterrorizados animales corcoveaban y relinchaban con Félix y Kat aferrados a la cruz, al mismo tiempo que lanzaban patadas contra los zombies que intentaban arañarlos; cuando quedó despejado un paso, sin embargo, lo siguieron y avanzaron con lentitud y dificultad hacia la columna, que retrocedía a través de un pantano de cadáveres dos veces muertos que les llegaba hasta los espolones.
Luego, se alzó una voz por encima del estruendo de la batalla.
—¡Mi hijo! ¡Alto! ¡Tenemos que retroceder!
Félix levantó la mirada. El señor von Volgen estaba señalando directamente al carro, con los ojos desorbitados.
—¡Von Kotzebue! —gritó—. ¡Detened la columna! ¡Mi hijo!
¿Su hijo? Félix miró hacia atrás. Una figura que llevaba una armadura hermosamente manufacturada estaba subiendo al carro por la parte posterior, a la cabeza de un numeroso grupo de no muertos. Llevaba los mismos colores mostaza y burdeos que el señor von Volgen, pero la cara que había bajo el casco abollado estaba tan arrugada y carente de vida como cuando Félix la había visto por última vez; momentos antes, su cadáver y el de su primo, Oktaf Plaschke-Miesner, avanzado hacia él arrastrando los pies en una horrenda parodia vital.
Gotrek y Rodi le rompieron la crisma al cadáver del joven señor y lo decapitaron, para luego lanzarlo de una patada hacia el resto.
Un lamento de angustia se alzó desde la columna.
—¡Giselbert! ¡No! ¡Mi hijo!
Una zarpa arañó un brazo de Félix, que tuvo que devolver la atención a los zombies que rodeaban el caballo y apartarlos a tajos, golpes y patadas, mientras Kat, a lomos del segundo caballo, hacía lo mismo. Los ataques de los muertos resultaban desmañados y fáciles de bloquear, pero eran tantos y tan sumamente persistentes que ella y Félix apenas si podían mantenerlos a distancia y permanecer sobre la montura.
* * *
Tras lo que pareció una hora, el carro llego hasta la columna, y la línea de lanceros que estocaba con desesperación a la horda de seres que arrastraban los pies se abrió para dejarlos pasar. Una vez tras las líneas, Félix y Kat se echaron sobre el cuello de los caballos y se quedaron así, jadeando. Félix estaba mas exhausto que nunca en su vida, y ahora que sus extremidades se hallaban en reposo, el dolor comenzó a hacerse sentir en las docenas de heridas que había sufrido durante la larga, larga noche. Tenía tajos, contusiones, roces y magulladuras de la cabeza a los pies. No había un solo punto de su cuerpo que no le doliera.
—Bueno, pues esto se ha acabado —dijo Rodi detrás de él—. Ya podemos volver a buscar nuestro fin.
—Tu puedes —dijo Gotrek—. Yo me quedare con Snorri Muerdenarices hasta que la columna haya ganado del todo la batalla.
—Pero…
Félix se volvió en el momento en que Rodi apartaba la vista del mar de zombies para mirar con ferocidad a Snorri, que yacía en medio del carro apretándose el torniquete que le rodeaba la pierna cercenada.
—De acuerdo —gruño Rodi, al fin—. Eso se lo debo, pero después se habrán acabado las esperas. Aquí hay un final grandioso.
—Sí —asintió Gotrek—. Se habrán acabado las esperas. —Saltó del carro y se encaminó hacia el flanco izquierdo de la columna—. Vamos, barbanueva. Entraremos en calor con éstos.
Rodi bajó de un salto tras él, sonriendo.
—Bien. Cuanto antes se marchen estos humanos, antes tendremos el resto para nosotros.
Los dos matadores se abrieron paso a golpes de hombros para unirse a la línea de lanceros que caminaban de lado y alanceaban mecánicamente a la masa de no muertos que los acometía, mientras la columna marchaba para salir del valle.
—¡Cabezas, cuellos y piernas! —rugió Rodi, que se puso a asestar golpes a los zombies con su martillo.
Los lanceros aclamaron y recogieron el grito.
—¡Cabezas, cuellos y piernas!
Gotrek no se unió al clamor. Estaba demasiado ocupado matando.
—Deberíamos ayudarlos —dijo Kat, al levantarse débilmente de encima del cuello de su caballo.
—Sí —reconoció Félix—, deberíamos.
Pero cuando intentó enderezarse, los brazos le temblaron tanto que supo que no serviría para nada en primera línea. No haría mas que sumarse a los muertos, y no le hacía gracia que Gotrek lo matara por haberse convertido en un zombie. De todos modos, había mas trabajo que hacer.
Félix vio que los ayudantes del cirujano estaban abrumados por el número de heridos que quedaban en los flancos y la retaguardia. Los transportaban a los carros de provisiones con toda la velocidad posible, pero aún quedaban hombres atrás por falta de portadores que pudieran recogerlos.
Desmontó y llamó a Kat con un gesto.
—Vamos —le dijo—. Esto podemos hacerlo.
* * *
Se alzó una aclamación grandiosa, y Félix y Kat levantaron la mirada después de haber dejado a otro lancero herido en el carro que los había llevado hasta allí. Recorrieron con la vista la maltrecha columna de caballeros, lanceros y alabarderos de von Kotzebue a través de un paso bajo que se abría entre dos colinas en el extremo sur del valle de la Corona de Tarnhalt; todos los hombres estaban agitando las armas, rugiendo y saludando con dos dedos extendidos hacia el campo de batalla.
Félix parpadeó. El y Kat habían estado tan concentrados en transportar a los heridos que no se habían fijado en el avance de la columna. No había zombies en torno a ellos. Los muertos que arrastraban los pies se encontraban todos pendiente abajo, donde los retenía una retaguardia de lanceros que bloqueaba el estrecho paso; un noble sacrificio que iba a permitir que el resto del ejército escapara.
—Hemos…, hemos logrado escapar —dijo Kat, mirando fijamente hacia abajo.
—Y ahora vamos a volver atrás —dijo Gotrek cuando él y Rodi se reunieron con ellos en la parte posterior del carro.
El corazón de Félix dio un salto dentro de su pecho Eso significaba que él y el Matador iban a separarse al fin. No supo qué decir.
Pero cuando abrió la boca con la esperanza de que por ella saliera algo apropiado para la ocasión, un viento frío que hedía a muerte y tierra ascendió desde el valle e hizo que las valientes aclamaciones vacilaran y se apagaran. El relámpago destelló en lo alto, y fue seguido por el trueno, un restallar ensordecedor que resonó por las interminables Colinas Desoladas.
Félix y los otros miraron hacia lo alto, al igual que todos los miembros de la columna. Las dos lunas estaban ocultas tras un pálido velo de nubes, ya separadas tras concluir el eclipse Ahora parecían los relumbrantes ojos de un adicto al polvo de disformidad que brillaran a través de una mascara de gasa sucia. Y ante ellos, saliendo de una nube de sombra que se disipaba en la cima de la colina que dominaba el paso, estaba la retorcida figura de Hans el Ermitaño, riendo como un maníaco.
—Sí —siseó mientras los soldados se estremecían y lo miraban con ojos fijos—. Huid junto a vuestros señores. Decidles que voy hacia allí. Decidles que cada castillo y ciudad que haya desde aquí hasta Altdorf caerá ante mi. Decidles que sus muertos formarán mi ejército. Decidles que tomare Altdorf con cien mil cadáveres, y que el Imperio de Sigmar se convertirá en el Imperio de los Muertos.
Detonaron arcabuces contra el Ermitaño y Kat descolgó el arco y dirigió una flecha hacia él; pero el nigromante no les hizo el menor caso, y al parecer ninguno de los proyectiles dio en el blanco.
—Ahora podréis correr mas que la marea —dijo el Ermitaño—, pero pronto el mar de muerte saltará por encima de vuestras murallas y os ahogará. Entonces, os alzaréis y caminaréis con nosotros. Todos morirán. Todos serán uno. Todos serán míos.
Los lanceros y los caballeros rugieron desafiantes ante ese pronunciamiento y rompieron filas para comenzar a ascender por la empinada cuesta. Gotrek y Rodi los siguieron mientras bramaban maldiciones en khazalid. Peto antes de que cualquiera de ellos pudiera dar tres pasos, la niebla y la sombra se reunieron en torno al Ermitaño, que desapareció de modo tan repentino como había aparecido, y la cima quedó desierta.
Félix se estremeció y se ajustó mejor alrededor de los hombros la capa roja de lana de Sudenland, mientras los hombres susurraban plegarias para protegerse contra la mágica desaparición. Esperaba que las palabras de Hans fueran sólo fanfarronería, pero después de ver cómo el supuesto eremita los había engañado a él, Gotrek y los otros para que destruyeran la piedra de Urslak con el fin de que él pudiera obrar su oscura magia, no estaba dispuesto a apostar por ello. Quienquiera que fuese, Hans era un astuto y poderoso nigromante, y Félix temía que sólo hubieran visto una fracción de su poder.
—Vamos, Gurnisson —dijo Rodi—. Los humanos se alejan a buen paso. Nosotros podremos retener a los cadáveres allí durante bastante tiempo.
Gotrek asintió con la cabeza.
—Sí.
—Snorri podría ayudar, si tuviera una muleta —dijo Snorri, que se incorporó en el carro.
Gotrek se volvió y lo miró con el ceño fruncido.
—Tú vas a ir a Karak-Kadrin, Muerdenarices. Este no es tu fin.
Snorri dejó caer la cabeza.
—Snorri ha vuelto a olvidarlo.
Félix y Kat se acercaron a los matadores.
Félix tragó saliva con dificultad.
—Así que…, así que es un adiós, al fin —dijo tontamente.
—Sí, humano —replicó Gotrek, y aunque intentó mostrarse solemne, Félix se dio cuenta de que estaba resultándole difícil no permitir que la impaciencia aflorara a su voz—. Recuerda tu juramento. Lleva a Snorri Muerdenarices al santuario de Grimnir, y quedarás en libertad.
—Adiós, Gotrek —dijo Kat—. Adiós, Rodi. Que Grimnir os dé la bienvenida a sus Salones.
Félix tendió una mano, pero cuando Gotrek iba a estrecharla, el suelo se sacudió bajo un pataleo de cascos. Una veintena de caballeros se acercaba galopando a lo largo de la columna, con el barón von Kotzebue y el señor von Volgen en cabeza. Se detuvieron cerca de la parte posterior del carro, para formar un círculo de caballos, arcabuces y espadas desnudas en torno a Gotrek, Félix, Kat y Rodi.
—¡Ahí! —dijo Ven Volgen, al mismo tiempo que señalaba a los matadores con su espadón—. ¡Ahí están los enanos enloquecidos que han asesinado a mi hijo!