Fue mucha agua del Nilo la que desembocó en el mar plateado antes de que alcanzáramos Tebas. El barco que nos llevaba era una barcaza de remeros egipcia. Cada día, cuando el sol se ponía, anclábamos junto a la orilla y pasábamos la noche bajo los rayos de la luna. La tripulación se procuraba los víveres con la luz de las antorchas durante la noche. Se amasaba pan y se cocinaba mientras se podían escuchar durante la noche gritos de animales salvajes y se podían ver las fauces de los cocodrilos.
El propietario del barco era un egipcio joven que amaba mucho su navío y decía que era el más veloz de todos. Para causar mi admiración, forzaba los esclavos a que remaran con más brío, pues a causa del viento desfavorable no podíamos emplear la vela. Además, no permitía nunca que ningún barco nos adelantara. En cambio, procuraba por todos los medios avanzar a cuantos divisábamos delante de nosotros. Cuando lo lograba, y no recuerdo ninguna ocasión en que no lo consiguiera, sonreía satisfecho como si acabara de realizar una proeza. Se dirigía a sus remeros y les felicitaba a cada uno en particular, dándoles apodos como el «incansable», «brazos del barco», «fuerte cocodrilo» y «viento sobre el agua». Sin prometer a la tripulación raciones extraordinarias o cualquier otro tipo de recompensa, lograba que su gente realizara los máximos esfuerzos.
Cuanto más avanzábamos hacia el sur, más se estrechaba el cauce del río. Escuchando los cantos de los pájaros de aquellas regiones, pasábamos por estrechos peligrosos y encontrábamos a nuestro paso muchos barcos encallados en rocas o cualesquiera otros obstáculos ocultos en el río. Por eso nuestro guía viajaba en esos parajes con una sonda en la parte anterior del barco para evitar que la corriente del río nos deparara sorpresas peligrosas. Un grupo de marineros se ocupaba constantemente de verificar la profundidad de las aguas, y en caso de encontrar el paso libre, movían sus brazos a la vez que decían:
—¡Adelante! —Luego continuaban gritando—: Podemos pasar.
Pero a veces advertían a la tripulación de que el lecho del río era poco profundo y entonces el barco realizaba toda clase de maniobras para evitar los escollos.
Sin embargo, pocas eran las veces que nuestro barco se veía obligado a cambiar su rumbo, pues nuestro capitán conocía estas aguas como su propia casa y sabía conducir el barco por los lugares más aptos para evitar retrasos. Muchas veces él mismo tomaba el timón y maniobraba con su barco. Siempre al hacerlo me miraba orgulloso de su destreza, esperando la natural alabanza de nuestras bocas.
Durante este tiempo tenía muchos ratos libres que ocupaba conversando con Olov. ¿Dije ya que fue una vez más compañero de viaje? Mi misión real no había permitido al pelirrojo que continuara sus vacaciones. Fue él mismo quien solicitó del rey participar en la misión encomendada, esperando conseguir con esto nuevos triunfos y laureles.
—Oh, señor, abismo de sabiduría —le dijo—, que sabes hallar el camino para conquistar el mundo. Llena las esperanzas de mi corazón y no me castigues con la inactividad. Siento que mis huesos enmohecen. Permíteme que acompañe a Tamburas y manda que seamos tus emisarios en el sur. ¡Qué fácil te es contentarme! Ya veo a Tamburas con la cabeza rota o con la garganta cortada. Solo, se encontrará como un hombre sin brazos o sin piernas, precisamente en un país desconocido. Durante tiempo hemos marchado siempre codo junto a codo, acoplando nuestros actos el uno al otro como si fuéramos una única persona. Juntos es seguro que nada malo puede sucedernos. Juntos es seguro que regresaremos cerca de ti. Hemos conocido tu gloria y sabemos apreciar tus dones. Ahora te ruego, señor, que nos envíes juntos, pues siempre cuatro ojos ven más cosas que sólo dos y un compañero puede completar lo que uno informe, si es que luego hay algún detalle que te parece necesario completar.
Lo que impulsaba a Olov a actuar de este modo me era ya conocido. Temía que nuevamente mi gloria le ofuscase sus consecuciones. Pero a mí su compañía me resultaba agradable, pues es cierto que en momentos de peligro podía confiar totalmente en él. Por ello aprobé sus palabras y me alegré de que Cambises consintiera en ello.
Así pues, ambos nos encontrábamos en medio de la corriente del Nilo y marchábamos en dirección del país del sol ardiente. Pasábamos la noche junto a la orilla y continuábamos nuestra marcha al despuntar el alba. La orilla estaba llena de palmeras; las aguas, de cocodrilos que miraban fijamente nuestro barco. Todos sentíamos terror ante esa mirada fija que nos seguía hasta que el barco desaparecía de su vista.
En Tebas la tripulación descargó nuestro equipaje. Yo pagué el precio convenido al dueño del barco y recompensé generosamente a los esclavos de la tripulación. El comandante que estaba al frente de aquella ciudad tenía noticias de nuestra llegada. Nos recibió con los honores debidos y nos cuidó excelentemente. Mientras Papkafar juntaba todas nuestras cosas, pues en estas cuestiones sabía desenvolverse muy bien, Olov y yo marchamos al banquete que nos habían preparado. Teníamos curiosidad por saber cosas de Etiopía, pero los persas lo único que sabían es que el país en cuestión se encontraba en la parte sur de Egipto y que en sus cercanías había nómadas, generalmente nubios y no etíopes, gentes que corrían tan rápidamente casi como los camellos en los desiertos.
Mientras Papkafar compraba lo necesario y cargaba nuestros carruajes, Olov y yo fuimos a dar una vuelta. Visitamos la casa sagrada y el bosque de la muerte de la antigua capital de Egipto. Ahora que Memfis era la sede principal del país y se había convertido en la ciudad de la gente rica y privilegiada, Tebas había perdido mucho de sus viejos esplendores. El valle de los muertos continuaba, sin embargo, vigilado, aunque en parte estaba derruido; de generación en generación cuidaban de los lugares sagrados donde se hallaban los cadáveres embalsamados y los sarcófagos, llenos de pinturas. La mayoría de tumbas de reyes y de dignatarios egipcios habían sido despojadas en el último siglo. Pero muchos artesanos, pese a que eran muy exiguos sus ingresos, habían permanecido en esta ciudad aguardando un milagro que volviera a recuperar para la ciudad su antiguo esplendor. Olov y yo asistimos incluso a la ceremonia de disecar un cadáver. Un viejo embalsamador nos contó detalladamente todo el proceso.
Primeramente los egipcios extraían con unos garfios el cerebro del cadáver por la nariz y por el mismo camino echaban un jugo. Luego vaciaban el cuerpo, y los lugares que habían quedado vacíos los rellenaban con hierbas olorosas. Seguidamente sumergían al cadáver en salmuera, donde permanecía quince días, al abrigo del sol. Tras esos días, todas las partes del cuerpo eran envueltas en tela a la vez que untaban el cuerpo con un líquido especial que adhería totalmente la tela al cuerpo; luego repetían la misma operación con lino. Finalmente, los cadáveres, reducidos en su tamaño, aproximadamente a la mitad, eran colocados en cofres, que según la categoría estaban más o menos bellamente adornados. Estos cofres se colocaban en cámaras dentro de rocas, que tenían un clima muy frío y seco, donde la momia descansaba hasta que llegara el día en que algún ladrón de sepulturas se apoderara de ella y la devolviera a la luz del día, para enriquecerse con sus tesoros.
En general, a Olov le gustó el procedimiento de conservar los cuerpos de los muertos. Lo único que le desagradaba era que se colocaran ácidos al cadáver y se vaciara sus cuerpos. Me dijo:
—De todos modos, es mejor permanecer a lo largo del tiempo de esa forma, que ser devorado por cuervos y chacales y dejar los restos para que fecunden la tierra. Es una pena que las momias sean tan pequeñas. Es una pena, digo, porque si yo me sometiera a mi muerte a tal procedimiento, hubiera podido conservar mi figura para asombro de cuantos me vieran.
Para cumplir los deseos del rey, partimos al cabo de cinco días en dirección hacia el sur. Papkafar había adquirido diez siervos, hombres corpulentos, individuos perdidos y sin familia, puesto que tan sólo gentes que todo lo tuvieran perdido podían embarcarse en tales aventuras.
Olov y yo viajamos en camellos. Cabalgar encima de estos animales me resultaba incómodo. Ya al primer día me sentí enfermo. Makabit, nuestro guía, un bastardo de padre egipcio y madre nubia, que los persas nos habían proporcionado porque conocía el idioma de los etíopes, me dio unos polvos hechos de plantas secas. En la boca formaban una espuma que tenía sabor amargo, pero realmente creo que curaron mi malestar de modo que recuperé mis fuerzas. Olov se reía. Cabalgaba en medio de las gibas de su camello muy satisfecho y se encontraba tan feliz como pez en el agua.
Yo gustaba del fresco de la noche y de la madrugada, pero cuanto más avanzábamos hacia el sur más calurosa era la temperatura, de modo que sólo podíamos cabalgar antes del mediodía y por la tarde cuando el sol se había puesto. Yo pensaba en el ejército y me decía que esto resultaría un inconveniente quizá grave. Para protegernos del sol, Makabit nos dio un chal blanco que nos colocábamos en la cabeza y protegía nuestros hombros y espaldas. Ya al cabo de pocos días nuestros rostros habían oscurecido notablemente. Papkafar iba siempre sentado a la sombra del carro. A causa de su obesidad, sudaba mucho.
Nuestras bestias de carga eran de lo más apropiadas y realmente se comprendía que no podían sustituirse por caballos. Cambises habría de equipar su ejército con camellos en abundancia. Según me dijeron, los camellos sólo necesitaban beber cada cuatro o cinco días. Makabit decía que era falso lo que ciertas gentes suponían de que los camellos guardaban el agua en una bolsa junto al estómago. La verdad era, aseguraba él, que estas bestias no sudan como los hombres y los caballos y por tal razón apenas necesitan ingerir líquidos.
—Pon la mano en su piel, señor; incluso en los días más calurosos podrás comprobar que no se calienta sino muy poco.
Les daba, además de la habitual ración de bebida, cada diez días, algo de sal. Según me pareció, las bestias lo agradecían con la misma alegría que un hombre un pastel. Al preguntarle, Makabit encogió los hombros. Ni siquiera él sabía por qué se lo daba. Los camellos necesitan la sal, así se lo habían enseñado los ancianos. Pero luego dijo:
—La sal logra que se necesite menos líquido. Tal como sabes, señor, se puede conservar carne fresca durante más tiempo si se ha puesto antes durante cierto tiempo en una vasija con agua salada, porque entonces se reseca menos.
Los camellos no eran muy exigentes para la comida. Durante la noche comían las pocas hierbas secas que encontraban en el suelo. Naturalmente, mientras dispusimos en abundancia de agua la recibían hasta saciarse.
El terreno se hacía cada vez más seco y árido. Las plantas verdes crecían sólo en las cercanías de los charcos. El paisaje cambió en sabanas y selvas. Divisábamos innumerables animales, manadas de elefantes, jirafas, antílopes y rinocerontes y a veces nuestra caravana advertía incluso leones. Papkafar lo miraba todo desde el carro con la cara blanca como el yeso, pues los animales salvajes mostraban realmente muy poco respeto ante nosotros, hombres. Se acercaban a nosotros y huían sólo cuando les gritábamos. Makabit nos había indicado que debíamos gritar bien fuerte, pues las fieras se asustan por lo visto, de ese modo.
Casi todas las tardes marchábamos Olov y yo con nuestro guía a cazar. Hallábamos búfalos, disparábamos flechas a los antílopes en cuanto los veíamos acercarse. En una ocasión toda una manada de jabalíes se me vino encima, de modo que hube de salvarme dando un gran salto a la rama de un árbol que estaba junto a mí.
Las gentes de aquellos parajes vivían en chozas. No eran etíopes, sino negros de frente ancha y rostros oscuros. Esos nubios habían servido anteriormente a los egipcios como esclavos. Llevaban adornos de colmillos de elefantes o de plata y parecían muy valientes, pues cazaban incluso cuatro o cinco elefantes grandes. Pero también en las cacerías a veces alguno hallaba la muerte. Su único vestido era un taparrabos. Contra las moscas y mosquitos protegían su piel con grasa maloliente. Los cabecillas y más valientes llevaban pieles de leopardo sobre los hombros. Sus voces eran roncas. Makabit lograba entenderse con ellos. Parecían tan ingenuos como desconfiados, y una vez temí por nuestras vidas, pues nuestra vida dependía de una concha de la que los adivinos y hechiceros obtenían todo su saber. La llamaban la concha madre.
A nuestra llegada el hechicero colocó su oído en la concha y anunció a su estirpe la llegada de doscientos guerreros; así se lo había contado la madre concha; nosotros éramos amigos y no les amenazábamos con ningún peligro. Respiré aliviado.
En este pueblo fuimos testigos de una extraña ceremonia. Los negros atravesaron con la lanza sagrada una vaca. Los hombres saltaban por encima de ella y recogían en vasijas la sangre que manaba. Sobre cenizas se encendió un fuego sobre el que se colocó la vasija con la sangre, luego todos bebieron de ella. También nosotros tuvimos que beber. Bebimos pese a la repugnancia que nos causaba, pues muchas moscas se habían ahogado en la vasija, pero todos nos miraban por ver si realmente bebíamos.
Papkafar carraspeó por dos veces, pese a que en realidad hizo como si bebiera, pero yo me di perfecta cuenta de que no había probado una sola gota. Luego, al cabo de un rato, volvió a carraspear por tercera vez; me di cuenta entonces de que algo le pasaba. Al final vomitó y Makabit hubo de esforzarse por convencer a aquellas gentes de que hacía ya días que se hallaba enfermo. Yo envidié a mi siervo, pues mientras él descansaba en una tienda nosotros hubimos de beber más de aquella sangre hasta que comenzaron a oírse los gritos de los animales de la noche.
—Realmente —dijo Papkafar al día siguiente—, viajar contigo, Tamburas, es algo tan fatigoso para mí como para un pez nadar en la arena del desierto. No es que me queje, pero no encuentro el sentido a todo esto. ¿Por qué quiere el rey conquistar un país como éste? Son más tontos que las vacas; realmente saben cazar y comportarse con sus mujeres de modo que su estirpe no se pierda. Pero se ponen en el pelo excrementos de vaca y cuando se embadurnan con grasa todo el aire se llena de la peste que hacen hasta el punto de que los animales, incluso, huyen. Prefiero no pensar en todas las cosas que hacen, no sea que de nuevo mi estómago no lo resistiera. ¡Ah! Tamburas, si todo esto fuera un sueño, quizá podría despertar de él y poder contarlo…
Continuamos nuestro viaje hacia el sur y abandonamos las estepas. Llegamos a una región pantanosa, poblada de rinocerontes y llena de prados y serpientes y largos cocodrilos. Makabit daba la vuelta a muchos pantanos, por eso perdimos mucho tiempo. Por las tardes, al anochecer, con luz de una antorcha, anotaba yo el camino recorrido sobre un rollo de papiro. Olov era más sensible que yo a las picaduras de insectos, sus mejillas estaban hinchadas y constantemente se daba palmadas para aplastar a alguno que se posaba sobre su piel.
Estábamos, según Makabit decía, en la tierra del Nilo negro. Aquí se bifurcaba la gran corriente. Me dibujó con la mano en la arena cómo transcurría el Nilo. Una tarde —estábamos acampados en las proximidades del río— oí un grito. En contra de sus habituales costumbres, Papkafar se había decidido a lavarse algo el cuerpo. Pero las grandes rocas que había por allí terminaron por parecerle enormes cabezas de cocodrilos.
—Por todos los demonios de la noche —dijo Papkafar, asustado mortalmente, cuando regresó—. De poco muero en las fauces de esos terribles animales. Tres pasos me separaban del agua, cuando me di cuenta de mi error. No, no, Tamburas, te aseguro que de ésta yo no salgo. ¿Es que te he seguido hasta aquí para que me destrocen esos bichos?
—No hables tan fuerte —le dijo Olov—. Podría ser que oyeran tu voz y se asustaran.
Cuando marchamos con él para ver a los supuestos cocodrilos, el barbarroja se puso a burlarse de él.
Yo eché una piedra enorme al agua y aquellas «cabezas» permanecieron quietas sin moverse un solo ápice. Pero entonces apareció un auténtico cocodrilo que se lanzó sobre la piedra como si se tratara de una presa. Realmente aquellos animales eran tan largos como tres hombres. Quedamos petrificados por el terror.
Al día siguiente Papkafar dijo que apenas había dormido durante toda la noche. Cuando logró conciliar el sueño tuvo una pesadilla de la que despertó en seguida, pues una manada de cocodrilos se le tiraba encima.
Recorrimos el río para hallar un paso. Al cabo de cierto tiempo hallamos un sitio en que el cauce se estrechaba. Los siervos, con lanzas, probaban la profundidad de las aguas. Makabit iba delante de ellos. Hacia el medio del río vi que sus caderas desaparecían en el agua, luego se hundió hasta el pecho; por fin alcanzó la orilla opuesta. Así pues, los siervos condujeron por las aguas a los camellos. Papkafar iba montado en un dromedario y se ocultaba la cara con las manos, pues prefería no ver el peligro.
No sucedió nada. Makabit llevaba razón al decir que allí no había cocodrilos, pues en donde las aguas se agitan tales animales no abundan. Prefieren estar en aguas quietas desde donde espían a sus víctimas. Cuando ven a un animal herido lo tragan simplemente. Cuando Makabit contaba estas cosas, Olov se reía y decía que le hubiera gustado ver alguna de tales escenas.
Pero Papkafar durante todo el día se mostró enfadado porque algunos siervos se habían burlado de él.
—¡Esa plebe! —se quejaba, enfadado—. Cuando más prudente es un hombre, más perdura en la vida. El inteligente sabe que tan sólo puede perder la vida una vez. Tan sólo el necio es el que se entrega irreflexivamente al peligro, porque su razón no alcanza, a imaginarse lo que puede suceder al instante siguiente. En cambio, yo ya veía en torno mi dromedario a los cocodrilos tirando de mis pies. —Frunció la frente—. Sobre Olov prefiero no decir nada, pero tú también, Tamburas, parece que no poseas una potente imaginación, pues estabas como un niño que no prevé nada. Así pues, yo no pienso perder mis precauciones y espero que mi oráculo no me haya engañado y efectivamente logremos salvar todos los peligros que nos amenazan.
Lentamente fueron desapareciendo los pantanos. El terreno se hizo más accidentado. Las colinas que se elevaban por estas regiones nos impedían divisar el camino que nos quedaba por recorrer.
Precisamente aquí comenzaba el país de los etíopes. En el idioma de mi pueblo, de los griegos, Etiopía equivale a «cara quemada». Los mismos habitantes denominan su país la mesa del sol, pues tiene la forma de un llano elevado. Antes de que nuestros camellos comenzaran la ascensión, pues el camino se elevaba, contemplamos algunos restos humanos que se encontraban en este lugar. Semejaba que en este escenario se hubieran desarrollado largas batallas, por lo menos tal parecían indicar los restos óseos. Papkafar dijo solemnemente:
—Penetrar en este país ha sido cosa conseguida, pero nadie puede garantizar que lograremos regresar.
¿Qué podíamos responderle? Comenzamos pues el ascenso entre las rocas. Día a día el camino se elevaba hacia lo alto. Makabit nos indicó que desde ciertos promontorios los etíopes se hacían señales con finos hilos de humo. Vimos algunos hombres esbeltos con escudos y aires de guerreros, pero pese a que nuestros esclavos les llamaron, echaron siempre a correr. En lo que respecta a sus cabezas, no eran tan negras como las de los habitantes de los desiertos y del país de los pantanos. Pelo muy negro cubría sus cráneos, pero la cara recordaba en sus facciones a los persas y armenios.
Puesto que no podíamos hallar de momento contacto alguno con los hombres de aquellas regiones, por la noche hacíamos vigilancia frente al campamento.
—La gente de estos parajes es de espíritu muy guerrero —indicaba Makabit—. Vigilan muy orgullosos su miel y el mijo. Al que se acerca sin ser llamado, le derriban o asaltan, para luego preguntarle qué es lo que quiere.
Yo le pregunté acerca de las riquezas naturales y añadí que los persas creían que los etíopes eran muy ricos. Makabit encogió sus hombros.
—Esto es cierto y no lo es a la vez. En el ganado tienen su gran riqueza. El oro abunda en su tierra, pero ellos no le dan gran valor, pues emplean el metal amarillo para hacer las puntas de sus lanzas y flechas. Ya ves pues, Tamburas, que según el valor que se dé a las cosas todo varía. Sucede lo mismo que con la comida: lo que a uno place, disgusta a veces a otros.
En un lago que debía ser la fuente del Nilo —los moradores de la región le llamaban el lago azul—, encontramos algunas localidades. Las gentes sabían ya que llegábamos. Los que hacían señales con el humo se lo habían indicado. Después del primer momento de timidez, las gentes parecían muy amables. Makabit habló con varios de sus jefes. Por fin indicaron que para llegar a donde habitaba el rey de aquel país debíamos viajar todavía más de diez días.
Junto con los etíopes, nos bañamos en el lago. Estaban habituados a bañarse a menudo. Las mujeres iban desnudas y chapoteaban con los niños, sin avergonzarse de la presencia de extranjeros. Olov se divertía junto a un grupo de muchachas jóvenes. Reían, mostraban sus blancos dientes y jugaban con él. Por lo visto, se admiraban de lo corpulento que era Olov, pues incluso le señalaban con el dedo. Una mujer que llevaba un niño en brazos señalaba a Papkafar sus pechos. Luego metió su mano por debajo de su ropa y comparó sus pechos con los de mi criado, pues éste estaba realmente obeso.
Olov parecía excitado.
—Las muchachas no me dejan, como si fuera un buen pedazo de carne para su comida —dijo.
Sudaba y se tomó un largo trago de agua, casi tanta como beben los camellos.
Al cuarto día, contado a partir de nuestra partida del lago, sucedió algo. Yo iba montado al lado de Olov al final de la caravana. Habíamos divisado, en la pradera de detrás de unas rocas, a varios hombres. Los primeros camellos daban entonces la vuelta por unas rocas enormes que por su gigantesco tamaño parecían montañas. Oí un grito, y puesto que un siervo, un hombre que tenía una gran cicatriz en la frente, echó inmediatamente su lanza, la horda de guerreros etíopes avanzó. Quizá no entraba en sus propósitos el atacarnos y tan sólo deseaban preguntarnos hacia dónde íbamos y por qué, pues suyo era el país y éramos extranjeros que caminábamos sin permiso. Pero era ya demasiado tarde. Olov y yo avanzamos con nuestros camellos. Vi la luz del sol que se rompía en la punta de la lanza de un etíope. Un esbelto guerrero les gritó algo en un tono muy gutural. Se lanzaron como una nube sobre nosotros. Cayeron dos siervos, y un tercero además. Olov ardía de indignación y sacó su espada.
Comenzó a pelear. Una lanza de refulgente punta chocó contra mi escudo y cayó a tierra. Ya otro etíope parecía dispuesto a atacarme, pero yo era más rápido en el manejo de la espada y le alcancé en el cuello. Papkafar me llamó, antes de desaparecer en el carro. Yo me dirigí hacia allí. Estaba agarrado a un guerrero. Mi espada le alcanzó aún a tiempo. El hombre abrió la boca gritando. Su vestido iba sujeto con agujas de oro. Pero mi espada le había atravesado el pecho. Se escuchaban gritos y gemidos por todas partes. No había tiempo para largas explicaciones. Makabit desapareció rápidamente y tampoco los siervos parecían dispuestos a dejar allí gratuitamente la vida.
Olov y yo intentamos avanzar con los camellos rechazando los golpes de los etíopes con nuestros escudos. Varias veces oí al barbarroja dar gritos de satisfacción; el combate era algo que le causaba siempre alegría. Con su barba y su enorme figura, recordaba siempre a un guerrero nórdico. El hombro izquierdo le sangraba.
Junto a mí y más lejos incluso, algunos etíopes huían en desbandada; algunos estaban heridos. Junto a las rocas continuaba la lucha. Un siervo se ocultaba detrás de su camello. Pero por el otro lado le atacaron otros tres con sus lanzas por la espalda. Junto a mí, Olov acudió en su ayuda. Las oscuras figuras desaparecieron como un grupo de pájaros huye ante un ruido que los asusta. No eran muchos, quizá veinte o veinticinco; pero después de un grito del cabecilla, se agruparon y buscaron su salvación en la huida. Corrían muy rápidamente, quizá más que nuestros camellos. Olov quería seguirles, pero le ordené que regresara.
Tres siervos habían muerto y otro estaba gravemente herido. Con asombro observé que Papkafar ni siquiera se quejaba ni tenía nada que decir de nuestros actos, sino que ayudó a curar a los heridos. Yo vi cómo Makabit terminaba con un etíope herido. Era ya demasiado tarde para detenerle. Doce de los atacantes estaban en el suelo muertos.
¿Es que el ataque había sido una advertencia de los dioses? Me pareció que había suficientes razones para interrumpir nuestro viaje hacia el rey. Por la razón que fuera, el combate había comenzado, quizá fuera a causa de una incomprensión, de una imprudencia de algún siervo de los que permanecían muertos en el suelo. Pero ¿cómo lograr explicarse? Una herida, una muerte son muy difíciles de reparar.
Informé a los demás de mi decisión. Papkafar elevó sus ojos al cielo.
—Gracias a Ormuz —murmuró—, que por fin recuperas la razón, Tamburas. Es mejor que huyamos antes de que esos carniceros regresen con nuevos guerreros y armas.
Olov llamó a los siervos. Se habían preocupado muy poco de sus compañeros heridos, y habían preferido saquear a los etíopes muertos, de los que lograron conseguir mucho oro. Papkafar insistió en su propuesta.
—Ordena la retirada. Esos individuos pueden regresar en cualquier momento y nada podremos contra ellos.
No le contesté nada y ordené la marcha.
Anduvimos durante todo el día y la noche siguiente. En las horas de la madrugada hicimos un breve descanso para dar de comer a los animales. Evitamos el encuentro de pueblos y localidades, pero por la tarde hombres y animales estaban agotados y ordené que se montara el campamento.
No se podía resistir a las necesidades físicas. Me dormí casi inmediatamente, pero soñé de manera agitada. Los leones me daban caza, había de salvarme de los ataques de los cocodrilos y de los búfalos. Luego Cambises sonreía con sus astutos ojos y se divertía con Batike. Por fin me dormí, aunque varias veces me desperté aterrado.
Estábamos en un recodo, que no nos permitía divisar las cercanías, pero parecía que se oyeran voces. El siervo que estaba encargado de guardar el campamento con su vigilancia estaba dormido detrás de una roca. Le desperté con una patada. Se asustó, pero mientras murmuraba algo, los párpados se le volvieron a cerrar.
También nuestros atacantes debían descansar en algún lugar, me dije. Así pues, dejé al vigilante allí donde estaba y me coloqué debajo del carro, donde Olov roncaba. Durante algún rato volví a sumirme en el sueño. Nuestros camellos, atados por las patas, comían hierba que encontraban junto a ellos. Pero a mí continuaba pareciéndome oír ruidos extraños. Era como el sonido de tambores. El sol de la tarde descendía como un ojo rojo en el cielo y formaba al adentrarse en el horizonte un velo rojizo. Morfeo llegó y me tomó en sus brazos, más allá de los límites de la realidad.
Era ya la mañana cuando desperté. Papkafar me daba golpes en los hombros. En sus ojos se reflejaba el temor. Al recuperar la conciencia desapareció de mis músculos el cansancio. Papkafar señalaba hacia el cielo. Cuatro enormes columnas de humo se elevaban hacia él. Olov estaba junto al carro.
—Tam, tam, tam, tam.
En algún sitio estaba claro que resonaba un tambor. Makabit vino y se apoyó en su espada.
—Es ya tarde, Tamburas. Han corrido más que nosotros y durante la noche nos han alcanzado. Nuestro camino lleva a la muerte, está claro, pero es mejor que no seamos nosotros los primeros en avanzar, pues para morir igual podemos morir aquí. Desearía, sin embargo, tener plumas, pues con plumas en la cabeza los etíopes seguramente me escucharían.
Uno de los siervos castañeteaba con los dientes. Ocultaba cuanto había robado de los etíopes muertos, bajo una piedra, como si deseara salvar antes lo robado que él mismo. Miré al herido, pero ya había muerto.
—¡Ya vienen! —gritó alguien con voz angustiada.
Olov me hizo una seña y desenvainó su espada. Yo me dirigí hacia él y me situé allí donde el terreno hacía un declive.
Venían hacia nosotros como una corriente inacabable. Los etíopes formaron grandes círculos en torno a nuestro campamento. Eran esbeltas y orgullosas figuras con grandes escudos y lanzas más altas que un hombre. Se movían casi sin hacer ruido, sin gritos, tan sólo un sordo rumor les acompañaba. Uno de ellos parecía el jefe. La piel de leopardo brillaba sobre sus espaldas. Movía su lanza hacia arriba y hacia abajo constantemente y según sus movimientos los guerreros apresuraban el paso o andaban más despacio, de modo que el círculo se hiciera más simétrico y estrecho.
Pese al sol que anunciaba ya con sus rayos la mañana, sentí un escalofrío. Hice una señal a Makabit.
—Llámales y diles que somos inocentes de la muerte de sus compañeros. No hicimos sino defendernos.
Hizo lo que le dije, pero sus palabras fueron como el chispazo de un fuego que el viento aviva. Nada cambió en la cara de los etíopes. Acompasaron más sus pasos y formaron el círculo más compacto.
Un grito de alerta. Los guerreros de la primera fila movieron sus escudos y levantaron las lanzas. ¿Era la señal de la muerte? Yo me estremecí y me situé detrás de mi escudo. La luz de la mañana se hizo blanca. Olov carraspeó nervioso.
—Soy realmente un idiota, Tamburas —dijo con voz entrecortada—, he cambiado mi comodidad en Egipto por un objetivo incierto, para conseguir nuevamente ser un igual a ti. Ahora me veo como una rata en una trampa. Pero antes de que mi sangre fluya y riegue la tierra, seguro que detrás de mi escudo lograré quitar la vida por lo menos a un par de etíopes.
Tales fueron las palabras del barbarroja frente a la inminente muerte. Yo no le respondí, pues los guerreros que avanzaban, parecían aguardar nuevamente un grito de su jefe. Detrás de ellos avanzó la segunda hilera con la lanza a punto.
De pronto detrás de mí sonó una voz muy clara, como un perro que aullara. Papkafar, que se había ocultado detrás del carro, estaba junto a mí con su enorme barriga. Una excitación patente se reflejaba en su rostro y hacía que sus miembros se movieran. ¿Se había vuelto loco mi siervo?
—¡El sol! —gritó a la vez que con sus brazos le señalaba.
Entre los etíopes se oyó un siseo. Como si Papkafar con sus movimientos hubiera comenzado un juego mágico, la luz del sol pareció debilitarse. El sol se oscureció como si una invisible mano de Dios se hubiera puesto delante. El cielo se llenó de sombras y Zeus, que anda envuelto en el viento, mostró su poder sobre nuestras cabezas.
—¡El sol desaparece! —gritó Papkafar con voz excitada.
Y lo invisible, que rige sobre la cuna y la muerte, sopló un aire helado. Los etíopes soltaron sus armas de la mano y con los ojos fijos miraron a Papkafar que con saltos grotescos se agitaba como un mago. Otros, temerosos, miraban hacia el cielo. Algunos gritaron aterrados y llamaron a su jefe. Mientras, el sol se volvió gris como la ceniza.
Un estremecimiento pareció recorrer el mundo. El horizonte se oscureció y todos los árboles, arbustos, declives, montañas, se sumieron en las tinieblas como ante un peligro desconocido. Los pájaros chillaban angustiados, nuestros camellos intentaban, pese a las ataduras, echar a correr despavoridos. Yo vi una manada de grullas que se lanzaban aterradas sobre las piedras, como si buscaran un refugio seguro.
Naturalmente había oído hablar en ocasiones de las tinieblas del sol. Los sabios de los babilonios, persas y griegos contaban cosas sobre esto y especialmente entre los babilonios había quienes se ocupaban tan sólo de investigar las fuentes del día y de la noche y creían que podían incluso predecir con antelación un eclipse de luna. Yo nunca había visto un eclipse de luna ni de sol, a no ser que quisiera entender por ello la ocultación del sol detrás de las nubes.
Pero en una hora como ésa no se piensa ni en los sabios ni en su sabiduría. El conocimiento de la impotencia del hombre me sobrecogió y me hizo sentirme como indefenso polvo. Los dioses hablaban y con su aliento producían aire helado, la oscuridad se cernía ante nuestros ojos. Makabit gritó, también nuestros siervos proferían gritos aterrados junto a los etíopes. Repentinamente, de golpe, se precipitaba la noche. La vida desaparecía y los animales perdían su tranquilidad. Papkafar estaba en el centro como un mago, con la mano frente a sus ojos. Con la otra, la derecha, señalaba el cielo, como si quisiera coger las tinieblas y enrollarlas.
La oscuridad era total. Los etíopes se postraron en el suelo y tocaron con sus frentes la tierra. Mientras yo me sentía casi incapaz de comprender lo ocurrido, vi avanzar al jefe de los etíopes. Sus armas habían quedado abandonadas en algún lugar del suelo. Extendía sus brazos hacia adelante en ademán de súplica y se puso frente a Papkafar de rodillas. Gritó algo. Sus ojos miraban aterrados a todas partes. El día parecía terminar en lugar de comenzar, tal era la oscuridad que reinaba.
Cuánto rato duró esta situación, durante cuánto tiempo quedamos sumidos en la noche a deshora, no lo recuerdo. Los etíopes parecían realmente aterrados. Clamaban con sus gritos y sus movimientos con toda seguridad a sus dioses que tuvieran piedad de ellos. Miraban con actitud de adoración a Papkafar, que parecía dominar las tinieblas y poder decidir el momento de su desaparición.
Papkafar me susurró al oído:
—¡Alabado sea Ormuz! En un instante se ha ocultado el sol bajo su poder. Tamburas, toma esto en consideración y ten en lo sucesivo más respeto por tu siervo. Levanta tus brazos y clama a tus dioses, tan sólo así logramos salvarnos de la ira de los etíopes. Debemos lograr que queden en la ignorancia, tan sólo así podremos dominarlos, pues aunque en mi juventud tuve amistad con un hombre que sabía acerca de estos sucesos, no sé exactamente cuánto ha de durar uno de estos eclipses. En todo caso es seguro que periódicamente esto sucede y me doy cuenta ya de que no encontraré la muerte en estas tierras.
Se puso de nuevo en el centro, elevó sus brazos al cielo y comenzó a agitarse como si estuviera hablando con los dioses. Yo, por mi parte, levanté mis brazos y hablé con los dioses, sin dejarme impresionar por los gestos de Papkafar.
—Eternidad, en la que reside el misterio de nuestra vida y muerte —dije—, que os manifestáis por el amor, pero también en ocasiones mostráis vuestra ira, vosotros, dioses, que moráis en el verano y en el invierno, en los rayos y en las tinieblas, tú, Zeus, padre del universo, y tú, madre Hera, tú, Poseidón, y tú, Hestia, tú, Deméter, y tú, Dionisios, a todos vosotros, moradores del Hades y del Olimpo, os llamo, para por medio de vuestro nombre invocar a quien tenga poder en estos momentos sobre nosotros. Hacedme saber qué está sucediendo. Yo no soy ante vosotros sino un débil hombre sometido a vuestros designios que busco la fama y la gloria. Olvidad mis ambiciones, pues deseo cumplir vuestra voluntad; mostrad también vuestros deseos de paz para con estos hombres, pues ya se derramó suficiente sangre en la tierra. No nos castiguéis con las tinieblas, ordenad de nuevo al sol que luzca sobre nosotros para que los ríos y los pájaros sigan de nuevo su curso y todo en su movimiento alabe vuestra existencia.
Papkafar dejó que yo hablara y se quedó quieto durante mi súplica a los dioses. Seguramente los dioses debieron sonreír ante mis ingenuidades, pues sus fuerzas son mucho más potentes de lo que nuestro pensamiento es capaz de concebir. Pero los etíopes y nuestros siervos seguían los movimientos de mi esclavo llenos de esperanza. El jefe incluso le llamó y Makabit pronunció con unción su nombre. Yo vi cómo levantó su cabeza, mientras la esperanza se reflejaba en su rostro. Se dirigió a mi siervo:
—Da muestras de tu poder —gritó—. Oye, Papkafar, los etíopes temen de tu magia. Su jefe prometió que si logras que el sol vuelva al cielo, no tocarán un solo pelo de nuestras cabezas.
Papkafar me miró y comenzó a saltar más violentamente que antes dando espantosos gritos mientras los etíopes, helados por el frío, permanecían inmóviles contemplándole. Papkafar cogió un poco de tierra y de hierba, tomó una piedra y tras pasársela de una mano a la otra la lanzó al aire.
Los hombres, y no sólo los etíopes, lanzaron una exclamación de asombro. El cielo se aclaraba. Lentamente, muy lentamente volvía la luz. Papkafar se movió con saltos todavía más bruscos y violentos y movía sus brazos como si estuviera nadando e intentara con el movimiento de sus manos romper la oscuridad y dar paso libre a la luz.
Junto a mí oí la exclamación de Olov. Mientras las sombras se habían agrandado, parecía impresionado. Pero ahora el disco de la luna se separaba y aparecía el disco brillante del sol que parecía clavarse en los ojos.
Mientras los demás estaban helados, Papkafar sudaba como un guerrero tras una dura batalla. Sintió que los ojos del jefe de los etíopes estaban clavados en él y dijo:
—Vosotros llegasteis con el odio reflejado en vuestros rostros y quisisteis matarnos. Pero vuestros dioses se han mostrado muy débiles en este caso. Más de cien días de camino, lejos de aquí, están los verdaderos sabios a los que yo pertenezco. Aunque vosotros, etíopes, sois malos y teníais malos propósitos, yo os he protegido de la ira de las tinieblas. Yo y mis compañeros fuimos enviados a este país no para transmitiros la ira del señor más poderoso de la tierra, nuestro señor, el rey de los persas, sino que vinimos para daros fe de nuestras buenas intenciones. Tus guerreros nos han atacado por dos veces, sin permitirnos tan siquiera explicar cuáles eran nuestros propósitos para con vosotros. Ahora en que la rueda del sol lentamente regresa a su sitio, acepta el saludo amistoso que nosotros dirigimos a tu gente. Pero en el futuro respetad la vida de los extranjeros y nuestra presencia para que el dios de los persas no sienta de nuevo deseos de mostrar su potencia y decida destruiros a todos.
Makabit tradujo rápidamente estas palabras. El jefe respondió, mientras los guerreros se levantaban del suelo. Llenos de alegría, daban palmadas, pues cada vez se hacía más claro el cielo. Makabit nos tradujo las palabras del jefe.
—Se llama a nuestra tierra la mesa del sol. Vuestra llegada ha ido acompañada de signos evidentes. Es muy rara la presencia de extranjeros en estas tierras. Por ello el rey envió un destacamento hacia el norte. La primera lanza no partió de entre los nuestros sino de entre los vuestros. Por ello la sangre de los caídos clamaba venganza. El cielo lo ha querido de otro modo. Los etíopes no sabían que el fuego divino estaba de acuerdo con vosotros y que ése de entre vosotros es uno de sus servidores —señaló a Papkafar—, pero ahora que nuestro miedo ya pasó os rogamos reine entre nosotros la paz. Yo no se qué es lo que quiere vuestro rey de los persas al enviar a nuestras tierras tan temibles hombres. Puedo suponer que lo hizo con los mejores propósitos para los etíopes. Pero soy un guerrero y sé poco de los pensamientos del rey y de sus sabios. Sin embargo, Thet, al que yo sirvo, aprecia mucho la paz y la justicia. Acompañadme pues, vosotros, extranjeros y emisarios de los persas, para que el señor os salude y pueda yo informarle de vuestra presencia.
Makabit al traducir se dirigió siempre a Papkafar, tan impresionado estaba de los actos de éste, pero luego dirigió su mirada hacia mí y aguardó mi respuesta. El jefe de los etíopes habló de nuevo:
—Al que se llama Sio, señor, promete que nos construirás junto a Thet una cabaña tan grande y hermosa como la que posee el rey.
Papkafar asintió. Se puso a mi lado y dijo:
—Siempre mi destino me coloca en situaciones difíciles. Pero ahora, Tamburas, me he dado cuenta de cuál es mi misión y por qué debía yo participar en esta expedición, pues realmente sin mí tú te hubieras perdido. Más de cien lanzas se dirigían en contra tuya, y tan sólo la fuerza de mi voz logró detenerlas y protegerte ante la inminente muerte. Por ello me siento reconciliado con cuanto provocó que yo hubiera de tomar parte de vuestro viaje. También tus injusticias, Tamburas, ya no las pienso tener más en cuenta. Pero espero que en lo sucesivo tengas más respeto por mí y regreses de esta misión conmigo, pues tanto como a ti estas gentes me valoran a mí.
Así habló Papkafar y sus ojos brillaban de satisfacción. Se alegraba de que nuestra vida se debiera a su intercesión. Y yo comprendí que con el tiempo llegaría a imaginarse que realmente tenía poder sobre el sol, pues cuando nos preciamos de algo terminamos por convencernos de que realmente es nuestro.
El pueblo donde habitaba el rey se encontraba en una pendiente muy frondosa. Todos los alrededores eran muy accidentados; había montañas y terrenos rocosos. En los campos pacían corderos, cabras y vacas. Muchos etíopes acudieron a nuestro encuentro. Agitaban alegremente sus lanzas y se colocaban junto a nosotros. Sio, el joven jefe, sonreía tranquilizándoles:
—Son gentes pacíficas —decía para tranquilizarnos—. Pero es lógico que todos se sientan curiosos. Todos quieren ser los primeros en ver la cara de quienes tienen poder sobre el sol y pueden poner en peligro la vida sobre estas tierras.
Fueron muchísimos los que acompañaron a nuestra caravana. Los tambores resonaban junto a nosotros. Las gentes iban bailando y se acompañaban rítmicamente con palmadas. Las mujeres y muchachas de los etíopes eran delgadas y hermosas; tenían ojos oscuros y bustos erguidos. Los guerreros me parecieron fuertes y ágiles. Todos mostraban caras satisfechas y levantaban sus manos en señal de saludo. En muchas ocasiones nos gritaban cosas, pero Makabit era el único que podía contestarles.
—Olov y tu cabello, señor, les admira —me dijo—. Y he de explicarles constantemente que es Papkafar el que tiene realmente poder sobre el sol. Son muchos los que desean que duerma en su cabaña. Quieren que interceda para expulsar los malos espíritus y logre que algunas mujeres puedan tener hijos.
Papkafar saludaba a todos, mientras la mirada de Olov buscaba a las mujeres y la mirada de las jóvenes muchachas.
El rey Thet era muy delgado, aunque más alto y aparentemente más fuerte que sus súbditos. Se levantó a nuestra llegada y avanzó hacia nosotros. A su lado estaba un anciano, Oba-Chur, el hechicero del pueblo etíope. Su rostro tenía expresión de dureza y la mirada era astuta, parecía convencido de ser el hombre más importante de todos. Pero tuvo a bien dividir su alto rango con Papkafar.
—Muy pocas son las ocasiones en que extranjeros penetran en nuestras tierras —comenzó a decir el rey—. Este país es el más hermoso de la tierra. Montañas frondosas extienden sus bosques hasta el llano. En los bosques hay fuentes innumerables, de modo que pocas son nuestras escaseces de agua. Los etíopes están aquí contentos, con cuanto a sus pies se ofrece, y con el ganado de estas tierras que constituye nuestra riqueza. En lo que respecta a los hombres que matasteis, no pienso molestaros más con quejas. No era su misión realmente atacar a nadie. Pero pese a que hace unos días me pareció lo mejor que vosotros fuerais muertos, he cambiado ahora de parecer, después de ver el milagro que realizasteis. También aquí entre nosotros el cielo se oscureció y desapareció el día para dar paso a la noche. Pero puesto que ahora todo ha vuelto a su lugar, os doy la bienvenida. Permaneced entre nosotros cuanto tiempo gustéis y mientras habitéis entre nosotros podéis elegir una muchacha o una mujer para dormir.
A través de la traducción de Makabit, di respuesta a estas palabras.
—Eres un señor poderoso, Thet, el supremo señor en estas tierras. Nosotros venimos enviados por el rey de los persas para poder informarle sobre vuestro pueblo y el país de los leopardos. Cambises envía saludos y amistad… —aquí mis palabras se interrumpieron, pues me di cuenta de que no era la amistad nuestro propósito, sino conocer un camino para el ejército persa—. Ciertamente cuando regrese habré de informarle de que estas tierras son hermosas. Diré al rey de los persas cuanto he visto y oído. Lo mínimo que él te pide es una alianza en la que uno esté junto al otro si es que el tiempo lo reclama. Por todas partes los pueblos se sublevan y a veces lo que para unos representa lo mejor resulta para otros la perdición.
Me causó un gran asombro que antes de la traducción de Makabit de mis palabras los ojos de Thet manifestaron desconfianza. Conocía el idioma de los egipcios y dijo:
—Hablemos, pues, en el idioma que ambos conocemos. Mi pueblo habita muy lejos de las tierras del norte. Nosotros no tememos a nadie, ni a los egipcios ni a los persas, del que tú eres enviado. Pero puesto que llegas a mí como extranjero, te diré lo que quizás ignores. Hace ya años un rey etíope llamado Sabakon marchó hacia el norte y conquistó tierras egipcias hasta las llanuras del Nilo y el mar. Fue el primer faraón de estirpe etíope. El último se llamó Tirhaka, pero los ejércitos asirios le obligaron a replegarse. Sin embargo, nadie logró penetrar en Etiopía, a no ser que nosotros lo permitiéramos. Sed, pues, mis invitados, y si luego sentís deseos de permanecer aquí para siempre, nosotros os acogeremos con gusto.
Oba-Chur manifestó su conformidad. Thet hizo una pausa. Como las nubes se reflejan en un estanque, mis pensamientos parecieron reflejarse en su cara. Sus labios hicieron una mueca de desprecio.
—Pero para que podáis informar al rey de los persas sólo de lo justo, os mostraré un arco. Está hecho de la madera más fuerte y lo tensaré. Si alguien de vosotros logra hacerlo como yo, me aliaré con vuestro rey, aunque no logre comprender en qué puede esto ser útil a mi pueblo.
Acompañados de miles de mujeres y hombres, entramos en la cabaña del rey. Un hombre trajo el arco. Parecía muy pesado y era casi tan grueso como un brazo. El guerrero jadeaba por el peso del mismo. Observé el instrumento; la madera brillaba y era de color oscuro. A un grito de Oba-Chur las mujeres y hombres formaron un círculo. Thet levantó el arco y lo mostró a todos. Tranquilamente el rey nos miraba, luego inclinó su cuerpo. Cuando el rey se incorporó de nuevo el arco estaba tensado.
—Ténsalo —le dijo a Makabit lanzándolo a sus brazos.
Pese a que las venas de su cuello se hincharon considerablemente, Makabit no lo logró. Papkafar se inclinó y me susurró que si simulaba estar herido no quedaría en ridículo.
Mientras, Olov dio un paso hacia adelante. Sonreía con autosuficiencia, pues sentía sobre sí las miradas de las mujeres y muchachas; tomó el arco en sus manos.
—Creo que es mejor que sea yo el que lo intente —me dijo—, pues en lo que respecta a fuerza, yo te sobrepaso, Tamburas. Me parece que saldré vencedor.
Sus rasgos se contrajeron. Sus músculos se tensaron hasta tomar el grueso de dedos. El barbarroja jadeaba. Los etíopes gritaban entusiasmados. Oba-Chur, sin embargo, permanecía junto a Thet y movía su cabeza como indicando que ya lo esperaba.
Olov se abrió el vestido. Por lo visto lo hacía por gustar a alguna muchacha que le contemplaba admirada, pues en lo que respecta a su estatura sobrepasaba en mucho a la de los etíopes.
—Llama en mi ayuda a tus dioses, Tamburas —me dijo—. Esa madera por lo visto está embrujada y creo que necesito más suerte y ayuda que propiamente fuerzas.
Yo cumplí sus deseos y solicité de Hércules que protegiera sus hombros. El barbarroja juntó todas sus fuerzas, su cuerpo se tensó. Thet, así por lo menos me pareció a mí, le contemplaba irónicamente. En ese instante sucedió que la madera bajo los brazos de Olov se movió. Con un rápido movimiento el barbarroja logró tensarlo. Los etíopes dieron patadas en el suelo contentos, pero Thet levantó la mano.
—Ha realizado dos intentos —dijo en voz alta.
La gente se alegró, tan sólo una muchacha pareció desilusionada.
El rey hizo un gesto y un hombre trajo un cesto trenzado. Thet tomó una lanza. Hizo otra seña al hombre para que abriera el cesto.
—¡Busca el tiempo en los campos el viento! —gritó el rey.
Un lagarto verde salió del cesto y corrió por el polvo. Se quedó parado, confuso ante la gente y regresó junto al cesto. Thet lanzó su lanza con el cuerpo inclinado. La lanza se clavó detrás del lagarto en la tierra.
Los guerreros etíopes estaban detrás de sus lanzas y manifestaron su aprobación. Las mujeres intentaron atraer al lagarto, pero el animal no se movió de su sitio. Lentamente tomé mi lanza.
—Si le alcanzas, te otorgo las posesiones de un caudillo —me dijo el rey.
Alcanzar a un lagarto a seis o siete pasos de distancia es prácticamente imposible. Pero yo lo intenté pues me sentía impulsado a ello. Grité y di patadas en el suelo. El lagarto echó a correr como un rayo. Lancé mi lanza rápidamente, sin ni siquiera inclinarme, pues habría perdido demasiado tiempo en ello; mis dedos, por la rapidez, no lograron enviarla con toda exactitud, sino que se desvió algo a la izquierda.
Pero también el reptil en ese instante se dirigió algo más a la izquierda. Un poder oculto que actúa desde lo oscuro guió al lagarto hacia el lugar de la muerte. No fue mi mano la que causaba su muerte, sino que el lagarto mismo se dirigió hacia ella. Nadie se dio cuenta de ello, tan sólo yo lo sabía. Un grito de admiración surgió de la boca de los espectadores. Yo quité la lanza del animal y corté su cabeza.
Las voces de los etíopes se hicieron ensordecedoras. Lo que se consigue, sea como sea, es algo que impulsa al aplauso. Olov había igualado en proeza al rey, pero yo le había sobrepasado. Thet me contemplaba reflexivo.
—Quizá sea lo mejor para mi pueblo que me alíe con los persas —mandó que se buscara una piel de caudillo y la colocó sobre mis hombros.
Los etíopes manifestaron su entusiasmo, pero a un signo del rey callaron.
Como siempre, Olov encontró de qué quejarse.
—Has conseguido una piel de caudillo —me dijo con envidia—. ¿Para qué entonces hube de esforzarme en hacer lo mismo que el rey?
Su mirada se dirigió hacia aquella muchacha. Esto le bastó para cambiar sus pensamientos en otra dirección.
Yo hice una seña a los siervos y trajeron nuestros presentes. Lo primero que le entregué al rey fue un manto de púrpura. Era una pieza valiosa de Cambises, primorosamente tejida, pero demasiado pequeña para Thet. Éste contempló fijamente la tela, luego se puso a reír.
—El color es bello. Hace parpadear los ojos como si se tratara de un rayo del cielo. ¿Para qué habría de servir un manto de tal clase? Yo soy el rey, pero como todo el mundo me ocupo de la caza. Todos los animales se asustarían si me vieran vestido con él. Los pájaros advertirían de mi llegada y mi lanza no encontraría donde clavarse, a no ser que alcanzara algún animal en su huida.
—Un manto como éste lo llevan los caudillos y el rey de los persas, de los griegos y de los egipcios —le dije—. El color de la ropa es lo que indica el rango de quien lo lleva.
Thet ladeó la cabeza.
—Quizás un manto de este tipo sea bueno para asustar a los espíritus o conjurarles, quizá para encantar el corazón de las mujeres. Pero si yo me lo pusiera para combatir a un enemigo, sería advertido por él inmediatamente y todas las lanzas se dirigirían hacia mí. Así pues, tu manto no cumple el objetivo que pide el oficio de guerrero. Yo no amo el color rojo, es propio de la sangre, y de nada sirve.
El rey se echó el manto en los hombros y algunas mujeres se acercaron para ver la clase de ropa.
En realidad, Thet era muy difícil de contentar. Le regalé piezas de alabastro, pero él desconfiadamente dio golpes a las vasijas; tampoco sintió gusto por las joyas de oro y plata que le entregaba. Todas estas piezas de valor las echaba en el suelo.
—Nosotros poseemos grandes cantidades de este metal amarillo del que ni siquiera sabemos qué hacer. Lo encontramos en las montañas en grandes cantidades. Es ligero y duro. Los etíopes hacen cadenas de él con las que sujetan a los criminales o a los animales.
Dijo en su idioma algunas palabras y una mujer trajo un montón de tales cadenas. Los ojos de Papkafar brillaban de codicia. Pero se mantuvo quieto, pues los ojos de Oba-Chur no le perdían de vista.
En cambio, cuando le entregué a Thet armas, espadas y puñales, sus ojos brillaron. Produjo con su boca sonidos como si fuera un pájaro. También Oba-Chur, al que los etíopes llamaban el médico de la tierra porque era responsable de la fertilidad de la tierra, observó interesado las armas, pues poseían poco hierro y bronce, y por ello los objetos de tales metales les parecen mucho más apreciables que el mismo oro.
Por la tarde festejamos nuestra llegada con comida, danzas y juegos. Nos dieron frutas y carne de ternera. Bellas mujeres adornadas repartían un jugo embrujador de mijo. Todo el mundo nos miraba con curiosidad y se asombraban del arte de brujería de Papkafar. Pero los ojos de las mujeres y muchachas se dirigían preferentemente hacia Olov y hacia mí, pues algo resultaba claro: entre los etíopes las mujeres eran mayoría. Olov parecía encantado con ellas. A veces algunas muchachas le cogían la mano como si quisieran quedarse con él y tocaban con su nariz su cara. Entonces él parecía muy satisfecho. Yo me mantenía algo a distancia de la gente; entre pueblos extraños sin querer es fácil contravenir alguna costumbre y causar ofensas involuntarias.
Thet me presentó luego a sus veinte mujeres. Las mujeres etíopes no eran tímidas. Se pasearon delante de mí y mostraban al moverse lo mejor de sus cuerpos. En una el rey alababa su porte, en otra el busto, en la siguiente su paso de gacela, como si fuera un comerciante que me presentara su artículo.
Posteriormente me aclaró que debía hallar en cada una de ellas una gracia especial para que fuera comprensible que necesitara veinte. Lo normal era que un jefe como él dispusiera de muchas; de lo contrario, todos creerían que no era digno de su cargo. Si, por ejemplo, no llovía desde hacía mucho, el rey debía demostrar públicamente con dos mujeres, que podía elegir él mismo, que no era suya la culpa. Si la prueba de masculinidad no resultaba satisfactoria, otro rey sería elegido.
Olov reía y consideraba que le resultaría un placer ser rey entre los etíopes, pues en lo que respecta a sus fuerzas en una noche podía disponer de diez o incluso de más mujeres. Oba-Chur dominaba su timidez delante de Papkafar y charlaba con él. Makabit traducía cuanto decía. Además de la prueba de virilidad del rey, entre los etíopes existía otra curiosa costumbre. Tan sólo el más fuerte podía ser rey. Por ello cada año Thet debía medir sus fuerzas con otros guerreros etíopes. El barbarroja quedó mudo al oír esto. Meditó unos instantes y luego movió intranquilo los pies.
Durante toda la noche se cantó, bailó y bebió. Papkafar estaba muy ocupado en preparar comidas y bebidas. Especialmente las mujeres ancianas estaban junto a él, esperando que se produjera algún milagro. Mi siervo murmuraba entre dientes palabras que nadie comprendía. Sudaba mucho y se quitó la ropa del torso y una mujer con hojas frescas procuraba calmar su sudor. Una anciana con una enorme nariz se acercó a él y observó con curiosidad su blanca piel. Con sus uñas intentaba arrancar algo de su piel para llevárselo a su cabaña como amuleto. Mi siervo se dio la vuelta, le dio una patada y la mujer marchó corriendo.
A mí me pareció que Olov desaparecía por varias veces. Casi siempre le encontraba de nuevo junto a aquella muchacha que se había admirado de su fuerza. Sus senos y sus hombros brillaban por el aceite. Sus caderas eran pronunciadas; tenía las piernas bastante largas y su juventud se patentizaba en su cuerpo. No era de admirar que gustara al barbarroja. Makabit le tradujo que se trataba de una nieta de Oba-Chur y se llamaba Sanala.
Más tarde, cuando la gente parecía ya algo cansada, Sanala se encontraba sentada al lado de Olov. Se inclinaba solícita sobre la herida que el barbarroja tenía en su hombro. Por lo visto, para agradecerle los cuidados, le parecía apropiado colocar su mano en su pecho. En una ocasión se dirigió a mí y me dijo:
—Realmente, Tamburas, jamás conocí un pueblo tan agradable como éste. Aquí no hay falsedad ni juegos sucios o mujeres que pidan dinero a cambio de su amor. Las muchachas son mayoría. Según parece, todas ansían tener un hombre. Ésta de aquí que se llama Sanala es la que por el momento me resulta más agradable de todas. Antes le dije a Makabit que mi corazón se siente atraído por esta muchacha. ¿Sabes una cosa, Tamburas? Me gustaría que se cuidara de lavar mis ropas y de cuidar mi casa. Realmente en estos momentos no envidio a nadie.
Sanala le miraba fijamente con sus bellos ojos. Sus dedos se atrevieron a jugar con su barba y a tocarle el pelo. El barbarroja suspiraba de contento.
—Tamburas —me dijo—. Me parece que mi destino está en estos momentos tomando un rumbo distinto al que ha seguido hasta hoy. Quien toma por mujer a una muchacha etíope, me dijo Makabit, es como si fuera uno de ellos. Y todos pueden llegar a ser rey si demuestran ser el más fuerte. Precisamente las competiciones han de tener lugar dentro de dos meses. —Volvió a suspirar, pues Sanala le acariciaba el cuello—. Dime, Tamburas, ¿crees que entre esa gente hay alguien que pueda ganarme o sea más apropiado para ser rey que yo?
El barbarroja comenzaba ya incluso a delirar, pues había bebido mucho. Luego desapareció definitivamente con Sanala del brazo. La noche terminaba. El destino de Olov cambiaba realmente de signo.
Permanecimos veintisiete días entre los etíopes y recorrimos en ese tiempo el país hasta los cráteres de los volcanes apagados. El frío más intenso y el calor más sofocante, la fertilidad más acusada con los terrenos más estériles se cambiaban en esas regiones. La gente parecía haber nacido de la misma luz, pues todavía no había habido ningún conquistador que les hubiera hecho comprender las miserias de la muerte. Al día veintiocho de nuestra llegada, di la señal de partida.
El sol iniciaba su curso en el cielo y marcaba su arco. Las mujeres etíopes, para la despedida, adornaron sus cabezas. Papkafar no parecía lamentar abandonar aquellas tierras, pues casi siempre eran ancianas las que se ocuparon de él.
—Esas mujeres son realmente pesadas —dijo—, sólo están contentas si se les enseña a cocinar algo nuevo. Te aseguro que estoy contento de marchar. A veces me traían a sus hijas para que aprendieran. Pero yo no me podía alegrar por eso, ya que muchas de esas criaturas son demasiado grandes para mí y por lo visto la naturaleza las ha dotado de doble fuerza que a mí. Deseo ya encontrarme en Egipto, junto a los persas, aunque en mi patria no sea tan considerado como entre esas gentes; siento nostalgia por nuestra cómoda casa, que supongo que los siervos habrán sabido conservar en buen estado. Pero ya procuraré yo a mi llegada, si es que en algo han faltado, que todo vuelva a su orden.
La tarde anterior Thet había ordenado que se sacrificaran corderos. Asistimos, pues, a su último banquete. Olov estaba allí y parecía ausente. Estaba triste sin decir palabra, comía la carne mecánicamente. Varias veces le dirigí la palabra, pero parecía sordo o mudo, pues no contestó ninguna vez.
—Te hablo a ti, pero parece que me dirija a una pared —le dije mientras en la sombra de la cabaña los siervos preparaban nuestro equipaje.
El barbarroja me miró y se retorció nerviosamente los dedos.
—No te enfades, Tamburas, yo mismo no sé qué es lo que me pasa. Probablemente estoy enfermo, pues la carne me pareció amarga y apenas lograba tragarla. Hay algo que me duele como si me hubiera tragado una bola. Y ni siquiera he bebido mucho.
De pronto su rostro pareció iluminarse:
—Puesto que sabes lo que a mí me pasa, ¿por qué no difieres algo nuestro regreso?
—¿Por cuánto tiempo? —le pregunté.
—Sí —pareció titubear—, quizá por unos catorce días.
—Dentro de catorce días Thet deberá medir sus fuerzas con otros para mostrar que es todavía el más fuerte de entre los suyos. Es esto lo que tú quieres aguardar, ¿no es cierto? —Di unas palmadas en su espalda—. Despierta de tu sueño, Olov ¡Rey de los etíopes! ¿Es que realmente te atrae medir tus fuerzas con otros, o son simplemente las veinte mujeres?
Intenté reír, pero me miró fijamente a la cara.
—Si quieres partir, Tamburas, es asunto tuyo. Yo me quedo.
Iba en serio, me di cuenta en seguida.
—Sanala ha apresado tu corazón. Olov, piensa que eres hombre de mar. Al cabo de cierto tiempo la vida aquí te resultará insoportable; tampoco el amor es lo último de la vida. Ruego al cielo que aclare tu corazón y te haga ver las cosas más claras.
El barbarroja arrugó su entrecejo.
—Son muchos los años que llevo andando por el mundo y he recorrido muy diversos países. He dejado atrás muchos cadáveres y muchas batallas. Pero he de confesarte que no he alcanzado grandes cosas desde que abandoné mi patria. Junto a Polícrates fui capitán de barco, con Cambises he ascendido a caudillo, alcanzando iguales honores a los tuyos. Ayer por la noche, Tamburas, contemplaba la luna y me preguntaba qué debo hacer. Creo que alguna voz me hablaba.
—Era tu imaginación, seguro, o quizá tu locura. ¿Quizás incluso Sanala pronunciara esas palabras?
—No estaba con ella, quería reflexionar solo. Desde luego, es como un ángel que siento ya dentro de mi carne propia, sin mencionar a las demás mujeres, que sólo aguardan el honor de prepararme una cama. Mírame, Tamburas. Soy Olov, un caudillo de Cambises y un hombre poderoso. ¿Es que podría alcanzar un puesto más importante? Sí, puedo, yo mismo respondo a la pregunta. Dentro de cierto tiempo tendré oportunidad de medir mis fuerzas con las de Thet. Podré vencerle. Entonces seré rey, dueño de un gran país, que gobierne hombres y mujeres. Me mirarán con respeto y no tendré que temer como entre los persas, donde nunca se está seguro de si el día siguiente no ha de traemos la muerte, pues siempre se nos considera extranjeros.
Asombrado, le dije:
—¿Pero por qué sólo piensas en el mañana o máximo pasado mañana? ¿Es que olvidaste que Cambises se propone someter este país al igual que quiere vencer a los pueblos nórdicos?
Sonrió confiadamente.
—Un guerrero responde al ataque con batallas de las que espera obtener la victoria. Al igual que tú, yo también mantuve bien abiertos los ojos y procuré sacar enseñanzas de cuanto vimos. El ejército persa habrá de tragar mucho polvo, pues el camino hasta aquí es largo. Deben atravesar los desiertos y luego las zonas rocosas. Quizá me equivoque, Tamburas, pero te aseguro que no creo que Cambises logre vencer a los etíopes. En caso de que mis predicciones resultaran falsas, podrás quizá tú ayudarme diciendo que me quedé porque me sentí enfermo y le espero aquí. ¿No le esperé ya en una ocasión tras los muros de la ciudad sitiada? Puede ser que Cambises crea también esta vez que se trata de algo parecido. Pero si es que no llega hasta aquí, estoy seguro de que seré el amo de los etíopes y acumularé tesoros como jamás lo logró otro hombre.
Olov sonrió astutamente.
—Si algún día me siento saciado, pues en esto, Tamburas, llevas razón cuando piensas que nada permanece en el tiempo y que las montañas, las mujeres y la caza quizás un día llegarán a hastiarme, juntaré el oro etíope que pueda, lo cargaré en animales, me inventaré alguna historia y me dirigiré hacia el este, hacia el mar que llaman Rojo, o quizás incluso hacia el norte por el camino que ya conocemos, pasando por Egipto o sus alrededores para acceder al mar, junto al que me compraré un barco, quizás incluso toda una flota, puesto que seguramente dispondré de oro en abundancia para poder llegar hasta Efeso, a mi casa o hacia algún otro lugar que pueda resultar agradable para un hombre rico. Disfrutaré de la vida, viajaré quizás hacia los países del norte, donde una mujer me trajo al mundo sin sospechar entonces que amamantaba a un hombre que llegaría a caudillo y rey. Y si no hallo lugar que me plazca, puedo incluso regresar a Etiopía, pues el que no habiten en palacios sino en chozas es algo que no me importa.
Hablé con él como se habla con un niño que expone sus sueños e ilusiones.
—El camino que pretendes recorrer transcurre por muchas inseguridades. Yo estoy habituado a mirar siempre hacia lo claro y seguro, por eso no comprendo tu decisión. ¿Es que olvidaste a Pura, tu mujer, que te aguarda en Susa?
—He intentado pensar en ella, pero no sentí nada. Su imagen desapareció de mi mente. Para un marino cada puerto esconde sorpresas nuevas. Pura era una esclava. Yo la elevé y le ofrecí una casa. En ella debe habitar y puede ser feliz sin mí.
El barbarroja puso su mano en mis hombros.
—No intentes oponerte a mi decisión, Tamburas. Has sido mi compañero y yo el tuyo. Pero de la corte real hay muchas cosas que no me placen. Tú dices que soy ambicioso y es cierto, pues estoy seguro de que lo que me impulsa es el afán de traspasar los límites humanos que me fueron impuestos al nacer.
—Pero ¿a dónde ha de llevarte la ambición, después de que hayas conseguido ser rey? —le dije en voz baja—. ¿Quizás entonces aspires a ser un dios? Cuanto más asciende un hombre más grave puede ser su caída.
—No hables de caídas. Todavía no alcancé la cumbre. En lo que respecta a ti, Tamburas, recuerdo cuántos días buenos y malos pasamos juntos. Mi corazón siente tristeza al separarnos; pero no me parece que nuestra separación pueda ser definitiva. Seguro que volveremos a vernos, junto a los persas o en algún otro lugar, pues el tiempo es como una mariposa con alas multicolores.
Puesto que me di cuenta de que su decisión era irrevocable, mi voz sintió desfallecimiento.
—No sé si es cierto cuanto dices y si algún día volveremos a vernos o no, pero lo cierto es que jamás te olvidaré.
Olov me abrazó y puso su barba roja junto a mi cara. Lloraba y reía a la vez.
Luego mi viejo compañero dijo:
—El único dolor que siento, Tamburas, es porque nos separamos. Junto a mí fuiste siempre el héroe más valiente. Serás inmortal en mi memoria. Si Sanala me llega a dar un hijo, te aseguro que le llamaré Tamburas y le amaré como nunca otro padre a su hijo.
—No quiero probar mi poder de convicción frente a tu decisión —le respondí—. En todas partes existen muros y barreras que el propio corazón interpone. Te deseo fuerza, Olov, y espíritu libre. Si es que llegas a ser rey, gobierna con generosidad y benevolencia, ejerce la justicia también contra los poderosos y respeta a los hombres por pobres y miserables que sean a veces. Si es que realmente Cambises llegara hasta aquí, yo intercederé para que nada te suceda. Salud, compañero de muchos años, no olvides a los dioses.
Cuando me respondió sus ojos estaban enrojecidos.
—Cambises es para mí una espina, sus actos realmente me causan espanto. ¿Por qué, Tamburas, quieres continuar presenciando sus injusticias? Quédate aquí, junto a mí podrás ser el segundo hombre del país, esto puedo garantizarlo.
—Pero sólo existe un rey —le dije sonriendo.
—En esto llevas razón —murmuró en voz baja, y volvió a abrazarme—. Por ello es realmente doloroso y a la vez necesario que nuestros caminos se separen, pues tú eres el único que siempre me ha vencido. Ve en paz. Salud, y no olvides que hasta nuestra muerte es mucha el agua que ha de bajar de las montañas. Volveremos a vernos, algún día, y aunque sea muy largo el camino que deba recorrer, quiero volver a verte para ver si realmente tus dioses continúan protegiéndote como hasta hoy.
Thet no quedó sorprendido al decirle que Olov se quedaba.
—El rey viene y el rey se va —dijo—. Todavía soy yo quien gobierna Etiopía. Pero si Olov llega a tensar el arco deberá luchar contra los hombres más fuertes del país, antes de medir sus fuerzas con las mías. He gobernado por siete años y durante este tiempo las tierras tuvieron abundantes lluvias. No quiero ser pretencioso, pero nunca hubo otro rey igual. No temo los músculos de Olov ni su ancho pecho y siento realmente deseos de competir con él, pues el más fuerte habrá de ser rey.
Cuando partimos nuestra caravana dejaba en aquellas tierras cinco hombres. Cuatro habían perdido su vida en aquellas regiones, pero en lo que respecta al quinto, Olov, no podía yo decir qué es lo que el destino le depararía.
—Que tengáis buen viaje —nos gritó Thet al despedirnos—. Deseo que no sufráis hambre ni sed, que el sol no queme tu cabeza.
Así me habló el rey, pese a que en realidad yo sólo le había traído intranquilidad y dificultades, le había hecho promesas falsas y pese a que Olov, mi compañero, pretendía arrebatarle el trono.
Papkafar llegó algo tarde, se había entretenido con Olov, prometiéndole buenos augurios en el futuro. Había pronunciado, pues, el oráculo que mi compañero deseaba. Unos hombres se echaron a reír, pues una anciana de brazos escuálidos se lamentaba de su partida.
Yo levanté la mano y mis oídos se llenaron de saludos de despedida de las gentes que cariñosamente habían acudido con motivo de nuestra partida. Realmente los etíopes eran un pueblo magnífico; no existía el hambre entre ellos y yo deseaba que Cambises fracasara en sus propósitos.
Olov estaba con Sanala en primera fila. Me miraba tan sólo a mí, sus ojos estaban llenos de lágrimas. Sio, el joven jefe, agitaba su lanza. Thet levantó su brazo en señal de despedida. Pero yo tan sólo miraba al barbarroja, y al igual que una antorcha pierde su luz al aparecer el sol en la mañana, su imagen desapareció de mi vista al alejarnos. Antes de que el dolor se reflejara en mis ojos, espoleé mi animal con todas las fuerzas. Luego volví mi cabeza y sentí que todo desaparecía, para de nuevo sumirse en la oscuridad de lo ignorado.
Pronto recorrimos un largo trecho entre el rey y nuestro nuevo objetivo. Oí la voz de Papkafar:
—No estés triste, Tamburas. Olov, que busca su felicidad, estaba ahí como un animal antes de su sacrificio. Incluso te aseguro que llegué a creer que en el último instante se soltaría de Sanala y se vendría con nosotros. Pero ha sido mejor así, pues junto a nosotros habría sentido nostalgia y se habría quejado por cuanto había perdido a causa de tu amistad. En cambio, ahora será Sanala la que haya de soportar su malhumor, pues de la parte que un hombre se decante, siempre recuerda la otra que abandonó y atribuye a lo perdido lo mejor.
Papkafar se mostró raramente comprensivo y se portó conmigo como un hermano o amigo. Cuando ya se acercaba la tarde, se puso a mi lado, me forzó a comer, habló conmigo e hizo cuanto era necesario para distraerme. Entre otras cosas dijo:
—Seguro que habrá todavía ocasiones en que te enfades conmigo, Tamburas. Pero has de saber que yo estoy a tu lado dispuesto siempre a salvarte la vida y hacer cuanto necesites. Olov escogió su propio camino. Si es que nada malo le sucede, estoy seguro que alcanzará sus propósitos: oro y poder. Pero para que no te sientas molesto, dejaré de burlarme de ese hombre, cuyas sandeces ya en otras ocasiones te indiqué. En realidad, cuanto más nos alejamos de Olov, más orgulloso me siento de haberle conocido, pues era tu amigo y ahora siento que también es mi amigo.
En mi vida hasta entonces había conseguido muchas cosas y perdido otras muchas. Oí como Makabit charlaba con los siervos y no comprendía entonces qué sentido podía tener la vida. Me sentía cansado, cansado de todo cuanto había sucedido y quedaba por suceder. Apreté, pues, mi boca y rogué a los dioses que me devolvieran la razón y el comedimiento. Pero no sentí respuesta alguna. Papkafar envolvió mis pies y yo me eché hacia un lado para conciliar el sueño, pero durante mucho rato no lo logré.
Durante la noche muchas imágenes torturaron mi espíritu. Mirtela, la criada, salía de la casa de mis padres de Falero y gritaba:
«¿Dónde has estado todo este tiempo?».
Agneta corría a mi encuentro y se echaba en mis brazos. Luego hube de luchar contra Limón. Esta vez me venció y me golpeó con sus puños en la cara. Oí gritos de mujer y me di cuenta de que estaba en Samos. Polícrates contemplaba su anillo. Vi los pies de Olov junto a mí en el barco de Dimenocos. Me derribó en la lucha. Miré en mi derredor y la sonrisa de mis hermanastros ofendió mi rostro. Hippias reía sarcásticamente:
«Te hemos salvado para que por fin mueras», dijo.
Me colocaron en un saco lleno de piedras grandes. Me cargaron sobre sus hombros y me echaron al mar.
Mientras sentía que me ahogaba y el rumor del mar ensordecía mis oídos, mis manos arrancaron hierba y tierra. Frente a mí había una enorme serpiente. De nuevo llamé en mi ayuda a los dioses, pedí a Zeus que quitara de mi pecho la desazón. El cielo oscuro se cernía sobre mi cabeza. Las estrellas brillaban y una en especial destacaba entre todas, hasta el punto de que mis ojos no podían soportar su brillo.
Era de nuevo niño. Gemmanos, que me educó como el mejor de los padres, estaba junto a mí y me llevaba a la casa.
«Escucha siempre a los dioses —me decía—. Y si estás enfermo, confía en ellos tus dolencias, pues tan sólo ellos son capaces de sanar tus dolores. No pienses nunca que tu sola razón sea capaz de protegerte de todo, Tamburas. Mira siempre hacia adelante y nunca hacia atrás. Debes mantenerte siempre confiado y sereno frente a todo tipo de acontecimientos. Pero si alguna desgracia te ocurre, no te lamentes por ello ni te desesperes; échate siempre en brazos de los dioses. Ellos saben el sentido oculto de los designios que sobre tu vida pesan».
El día siguiente amaneció como un sueño más. Mientras atravesábamos montañas y desfiladeros, sentí nostalgia en mi corazón. ¿Estaba ciego? ¿Estaba sordo? ¿Qué buscaba en tierras lejanas a mi patria? ¿Quería oro, amor, felicidad? ¿Es que no había llegado ya el tiempo de regresar a mi patria entre los míos? ¿Cuándo dejaría de ir errante?
—Estás muy preocupado —me dijo Papkafar—. Tus ojos se posan en el infinito como si hubieras abandonado algo importante en tu camino. Pero todos nuestros actos en el fondo tienen un solo significado. Quien duerme en exceso, aspira a estar despierto, quien se ve forzado a permanecer despierto, aspira a dormir. Hay gentes que llegan a odiar tanto su destino que incluso preferirían haber muerto. Pero ¿quién sabe si precisamente ese estado de desesperación es lo que les causa felicidad? Posiblemente tampoco la muerte logre traernos nada mejor que esta vida. Por ello el hombre en realidad siempre se tortura, le pase lo que le pase. Te voy a dar un buen consejo, Tamburas. Pensar en el pasado es un asunto triste. Se olvidan entonces las cosas que realmente constituyen la vida. Vienen los hombres y te hablan; en cambio, tú respondes de modo que nadie te comprende, porque el pensador oye las voces de la noche durante el día. Dispersa, pues, de tu mente todo recuerdo y piensa, preferiblemente, cómo podrás conseguir regresar sano y salvo a nuestro amado Egipto, pues, lo creas o no, Tamburas, también nuestra casa de Susa resultaría agradable de volver a ver.
En el transcurso de los días siguientes mis pensamientos recuperaron el orden. Logré paulatinamente volver a la calma. Observaba el azul del cielo, la luz y las sombras. Mi voz recuperó su fuerza cuando hablaba con la gente. Como si comprendieran mis sentimientos, ni Makabit ni Papkafar mencionaban a Olov. Así pues, progresivamente, el pasado fue retrocediendo ante el presente sin dejar rastro en mi expresión externa.
Rodeamos el lago y escalamos las rocas. Una mañana, antes de que partiéramos, Papkafar se alejó algo para, según dijo, limpiar sus dientes con agua y un palito. Tan sólo al cabo de un rato, mientras esperábamos preocupados su regreso, volvió y nos contó excitado que había luchado contra un enorme zambo. Por intervención de los dioses, el mono había sido derrotado, pues era mucho más fuerte y grande que él.
—Ya creía que todo había terminado para mí —dijo Papkafar con voz trémula—. Como un diablo se me apareció la terrible bestia. Pero, gracias a Ormuz, nada sucedió antes de tiempo.
Ya conocíamos los pantanos y ríos con los cocodrilos. Comparé el camino recorrido con ayuda de mi mapa y conté los días. El regreso transcurría con más rapidez que nuestra ida, porque ahora ya no necesitábamos orientarnos como antes.
En los desiertos de Nubia un siervo fue mordido por una serpiente. Makabit la mató. Yo abrí con mi cuchillo los dos agujeros de la piel del siervo y aspiré con todas mis fuerzas el veneno. Sin embargo, el siervo perdió la vida tras terribles luchas entre sus fuerzas y el mal. Sus labios se volvieron morados, se golpeaba con sus brazos, castañeteaba con los dientes y de su boca salía espuma amarillenta. Lo enterramos para que los chacales no destrozaran su carne.
Finalmente, tras muchas dificultades y una huida nocturna ante una horda de ladrones negros, llegamos a Egipto. Una señal fronteriza, con un pergamino colgado, fue lo primero que vi. En el pergamino estaba escrito con letra muy cuidada: «Tú que penetras en este país has de saber que cuanto en él hay pertenece al faraón. También, pues, tu propia vida».
Papkafar dijo:
—Te aseguro que hasta los excrementos de vaca que aquí quedaron me parecen mejores que los que vi en Etiopía. Realmente tan sólo ahora he aprendido a apreciar Egipto.
Luego encontramos un grupo de jinetes persas. Su jefe se mostró muy cauto al hablar. Parecía no saber muchas cosas. Pero ya en el sur de Tebas, me di cuenta de que Cambises había ordenado la partida. Más de treinta mil guerreros estaban acampados en las cercanías de la ciudad. Los soldados me reconocieron pese a mi aspecto desastrado y su saludo entusiasta me acompañó hasta llegar a la tienda real.
Erifelos fue el primero en recibirme. Volvió a abrazarme y besó mis mejillas.
—Mi corazón salta de alegría —me dijo—, pues al igual que el rey, tuve incluso pesadillas y te creía derrotado junto a Olov.
Yo le informé rápidamente de que el barbarroja vivía, pero se había quedado a causa de una enfermedad. Y creo que no mentí, pues, ¿qué son ambición y amor sino enfermedades? A algunos llegan a derrotarles, a otros les fortalecen y a terceros quizá les causan tan sólo fiebres pasajeras. Pero lo cierto es que ningún hombre se ve libre de ellas.
Erifelos marchó a la tienda para informar al rey de mi llegada. Yo miré a mi entorno. Por todas partes había guardias personales del rey que me saludaban respetuosamente. Me alegré de volver a ver a Prexaspes y Damán, pero también el hombre que menos deseaba ver se presentó a mi vista: Ochos. Me miró con sus ojos perspicaces y dijo muy lentamente.
—Así, pues, has regresado.
Parecía que le costase un esfuerzo el hablar.
—¿Hubieras preferido que me quedara?
—Tu muerte a mí de nada me sirve —me respondió molesto—. Espero que hayas hallado un buen camino para nuestros soldados.
—Hice cuanto pude —le respondí fríamente.
—¿Y cuál es tu informe?
—No será cosa fácil someter a los etíopes.
—Es el rey quien dicta órdenes y no tú. Continúa.
—¿Crees realmente que es a ti a quien quiero informar? —le dije admirado.
Su mirada atravesó mis ojos como el filo de un cuchillo. Luego miró detrás de mí y dijo:
—¿Dónde está Olov, el que iba contigo? ¡No lo veo!
—Ya te he dicho que es a Cambises a quien he de informar.
Una sonrisa de desprecio se dibujó en sus labios.
—Si es que tienes oído, oye. En lugar de Damán, soy yo el que dirigiré el ejército. Se cayó de su caballo y se rompió una pierna. En lo que respecta a Prexaspes, ha de marchar a la patria para arreglar allí algunos asuntos. Jedeschir sufre calenturas; por tanto, permanecerá en Memfis. El rey ha dejado, pues, el mando en mis manos, y el poder es mío.
Sentí que mi lengua se hacía espesa. Ochos desde un principio no había sentido ninguna simpatía por mí. Pero tampoco yo sentía amistad por él.
—Si el poder es tuyo, también la responsabilidad descansa sobre tus hombros —le dije—. Un ejército está en el sur, otro llega por el norte. Pero delante de los persas se halla el desierto y una enorme montaña de rocas, infinitas estepas donde los pájaros no cantan ni la hierba logra medrar.
Hizo un movimiento despreciativo con su mano.
—Hablas como un ganso o es que quizá te molesta que sea yo quien esté al frente de los soldados.
Sus ojos me miraron arrogantes. Antes de que le diera respuesta llegó Erifelos de la tienda del rey.
—El rey te aguarda —me dijo en voz baja.
Así pues, me di la vuelta y dirigí mis pasos hacia el rey, mientras el calor cubría mi rostro de sudor, y escuchaba tras de mí el rumor de los pasos de Ochos.
Cambises estaba sentado en una silla tapizada con piel de león. Su cara estaba pálida. Iba muy ricamente vestido. Cuando me vio su rostro pareció iluminarse. Cambises, el fratricida, me miró amistosamente. Yo me arrodillé ante él tal como el ceremonial señalaba y escuché sus palabras.
Cambises tardó unos instantes en decir:
—Levántate, Tamburas, y dime si soy bastante poderoso para someter otros pueblos.
—El mundo te pertenece, señor de reyes —le dije en voz bien alta—. Tu pie posa en las espaldas de príncipes y reyes, tú, que gobiernas sobre infinitos pueblos. Babilonia y Mesopotamia te envían sus presentes y solicitan tus gracias. Tus soldados se han instalado ya en Egipto. Pero Etiopía queda muy lejos y yo no sé si realmente vale la pena su conquista; podrías obtener una alianza sin guerra.
No estoy seguro de si me comprendió. El rey me miró como si no me escuchara. Su frente estaba levantada y comprendí que miraba a Ochos.
—Te creíamos muerto, Tamburas, por eso di señal de partida para someter a los etíopes.
—Los hombres allí son amigos de la paz —le dije rápidamente—. No piensan en la guerra. Pero si se ven obligados a defenderse, serán terribles enemigos.
—Así pues, hombres amantes de la paz —dijo Cambises—. ¿Cuán grandes son sus vasijas de aceite? ¿Tienen mucho trigo y granos recogidos? ¿Tienen miel en abundancia? ¿Y oro? ¿Poseen ganados y vacas? Dime, ¿qué hay de todo eso?
—Poseen cuanto necesitan.
—Y sabrán defenderlo, piensas tú. ¿No es verdad?
—Creen en la bendición del sol y protegerán las fuentes de riqueza de su país.
—Tanto mejor —se interfirió Ochos—. Una caza obtenida con la lanza en la mano, proporciona mayores alegrías que la obtenida por sorpresa. Nuestros guerreros aguardan la victoria y la obtendrán. ¡Adelante con Cambises y aplastemos al enemigo!
En la cara de Cambises ningún gesto se dibujó.
—Creo en Ormuz, que dirige siempre mis decisiones. Es la fuente de toda vida. Para él vivo y a él le sirvo, aunque sea un rey. Es por eso que quiero someter a los pueblos para que reine sobre todos. Así está escrito y tal fue el oráculo que Chorosmad dio.
—Pero antes escucha mis palabras —le dije rápidamente—, pues muchas son las cosas que tengo que decirte y que observé en compañía de Olov, que enfermó y se quedó entre los etíopes. Hubimos de soportar muchas dificultades. Los días son largos y comprendí, Cambises, que para recorrer aquellas extensiones te son necesarios camellos. Pero no disponemos de ellos. Además serían necesarios elefantes y carros para transportar las cosas y abundantes provisiones de agua. También es preciso llevar abundantes cantidades de pan y carne salada, pues el polvo que levantemos en la marcha seguramente asustará la caza.
—¡Entonces iremos a pie! —dijo Ochos—. ¡Tú no conoces la voluntad de los persas!
—¡Pero qué sabe un joven como tú de los desiertos! —le dije despreciativamente. Era ya tiempo de que se diera cuenta de cuál era su situación ante Cambises—. Debes prestar tus oídos a los consejos y no proponerte sólo complacer al rey —continué con burla en mi tono—. ¿Qué consejos se te ocurren a ti, Ochos?
No respondió. Cambises carraspeó. Los dos guardianes personales de Cambises me miraron asombrados.
—No respondes. Te preguntaré más cosas todavía. Entraste detrás de mí en la tienda del rey. ¿Quién eres tú? ¿Es que desde tu inexperiencia crees que puedes realmente ser consejero del rey?
Ochos abrió la boca y dijo muy rápidamente:
—Soy un persa y se me ha confiado la más alta misión, pues nada une más que el parentesco de sangre. ¿Es que no te dije que tengo en mis manos el mando supremo del ejército? Pareces haberlo olvidado y creo que hice bien en seguirte antes de que tú pudieras tramar algo contra mí.
—Pero ¿por qué habría de querer tramar algo, Ochos? —le respondí con asombro—. Yo no tengo por qué hablar de ti, pues nada me importan tus asuntos.
Cambises levantó la mano como para dar respuesta a mis cuestiones.
—Es como es, Tamburas. Después de Prexaspes y Damán, Ochos es el que goza de mi máxima confianza. No te incomodes con él, pues es del mejor linaje y siempre ha sido valiente.
—Pero la valentía sola no basta para guiar un ejército, por ello temo por tus soldados, señor.
—Tu preocupación, Tamburas, es como una pequeña nube en el cielo. Pero yo estoy siempre atento a lo que Ormuz dispone. Su voluntad es en estos momentos la guerra. El dios del sol promete a mis guerreros y Ochos la victoria.
Una idea vino de pronto a mi mente. Antes de meditarla la expuse.
—¿Es que alguna mujer intercedió cerca de ti por Ochos, señor? Me parece que nadie, sino alguien que prefiero no nombrar y cuya voz semeja al canto de un pájaro en la rama de un árbol, podría haber aconsejado tal cosa. Ni Damán, ni Prexaspes, ni Jedeschir. Ochos es demasiado joven. Pero, en cambio, una mujer es siempre una mujer, aunque se trate de Atossa o de Batike.
La nombré en último lugar expresamente. Mientras Ochos palidecía, una sombra cruzó el rostro de Cambises. Yo había lanzado una flecha en el vacío, pero había dado en el blanco. Mis sospechas se confirmaron, pues Cambises dijo:
—¡Qué debo esperar de un caudillo que se preocupa siempre de lo que sólo atañe al rey! Ve con cuidado, Tamburas, no te suceda como a un hombre que tanto miró al sol que se deslumbró. —Guardó un momento de silencio y continuó diciendo—: No nos ocupemos ahora de las mujeres. Es mejor que hablemos de nuestros futuros objetivos. Dime, Tamburas: ¿tienen los etíopes tanto oro como se dice?
—Tienen el bastante para hacer cadenas con las que guardan a los criminales para ahogarles en un lago y por el peso de las mismas son llevados al fondo. Del mismo modo piensan los etíopes actuar con cuantos les causen daño. Las cadenas de oro son la señal del hombre condenado…
Así pues, hube de recorrer con el ejército el mismo camino otra vez. A veces ni una sola nube se divisaba en el cielo. Los jinetes persas levantaban mucho polvo y a mucha distancia se podía advertir su llegada. A veces nos sorprendían los moradores de las estepas, armados con sus lanzas y pintados de modo muy pintoresco. Pero nuestros soldados les derrotaban rápidamente. Ochos había ordenado que tan sólo se tomaran esclavos en el camino de regreso, de modo que en la ida ni niños ni mujeres debían quedar con vida. Las hordas del ejército asesinaban con el nombre del rey en los labios, cometían toda clase de injusticias llamando en su ayuda a Ormuz. Con sus actos demostraron ser mucho más despiadados y crueles que los mismos lobos.
Ochos, de día en día parecía más entusiasmado en su nueva misión. Ardía en deseos de entablar lucha y no desaprovechaba una sola ocasión, por pequeña que fuera, para hacer correr sangre sobre la tierra. Se mostraba con mucha frecuencia a los soldados y gustaba de que todos conocieran su nombre y le aclamaran al paso. Iba sentado en su caballo como un rey en su trono.
El ejército persa irrumpió en el país como una horda de salvajes, dejando tras de sí las huellas de la violencia y la sangre. Pero por rápidos que marcharan los animales, con mayor rapidez avanzaban las noticias sobre nuestros actos en todo el país. Los hombres huían al divisarnos desde lejos, llevándose consigo todo cuanto poseían. Además entregaban a las llamas sus pueblos y moradas, para que los persas a su llegada no hallaran ni ganado ni un techo en que guarecerse. A los catorce días nuestros víveres ya escaseaban. Ochos había querido que se enrolaran en su ejército muchos guerreros; en cambio, había limitado extraordinariamente la cantidad de víveres. Yo, durante sus preparativos, había guardado silencio. Pero me sonreía e incluso me sentía alegre de cuantas torpezas cometía.
Muy pronto hubimos de sacrificar caballos. Asábamos su carne y nos la comíamos. Pero los soldados se sentían tristes y acariciaban sus bestias antes de que fueran sacrificadas. Los persas nada decían, pero todos amaban mucho a sus animales, a los que a veces hablaban como si se tratara de un amigo que pudiera comprenderles. Pero consideraban que antes era su propia vida y por ello siguieron las órdenes, pese a que les resultara doloroso desprenderse de sus animales.
Papkafar había querido quedarse durante este tiempo en Memfis. Yo había pagado a Makabit y a los siervos y enviado a Papkafar, según sus deseos, a nuestra casa de Memfis. Cuando el ejército partió me dijo:
—Esta vez pondré mucho cuidado, Tamburas, en que nada suceda en tu casa que no sea de tu agrado. Haré que la limpien los criados por dentro y por fuera y las habitaciones te aguardarán como una novia a su señor. Te seré fiel como el pájaro que siempre indefectiblemente canta al sol que le da vida. Vuelve pronto, señor, pues creo que llegó ya el tiempo en que espadas y lanzas sean apartadas de tu mano. Tan sólo un necio, Tamburas, permite que toda su vida transcurra en batallas.
—¡Cállate! —le respondí sonriendo—. ¿O es que de nuevo habré de emplear las fuerzas para que no te desmandes?
—Ormuz me libre de ello —respondió el siervo, sorprendido; pero luego añadió—: ¿Quieres que te prepare un té, Tamburas, para que se te quite el calor que parece haberse apoderado de tu frente? Algunas mujeres dicen que las alivia cuando se sienten molestas. Tu frente está caliente como el sol y tu boca dice cosas que en estado normal nunca se oirían de ti.
Mi mente en esos momentos estaba en Memfis. Desde allí habría podido huir en secreto hacia la costa. Nadie podría impedírmelo. Pero no podía hacer eso, pues nadie sabía qué podía suceder con Olov y si Cambises llegaría realmente a conquistar Etiopía. No podía hacer otra cosa sino seguir al ejército. Me separé pues de Papkafar.
Esto había sucedido hacía ya veinte días. Ahora el ejército sufría hambre. Puesto que no había caza, continuábamos sacrificando caballos. Pero ¿a qué alcanzaban cien caballos entre diez mil hombres? Cuando Kawad me buscó —contrariamente a Ochos, sentía amistad por mí— le aconsejé formar un grupo de cazadores. Debían preceder al ejército, siquiera diez parasangas; de ese modo conseguirían cazar animales.
Así se hizo. Primeramente obtuvieron algunos éxitos, por lo menos los cazadores lograron saciar su hambre; pero, por el calor, la carne que guardaban se pudrió, antes de que el resto del ejército les alcanzara. En las dificultades, los soldados se encomendaban a sus dioses. Los fuegos sagrados ardían todas las noches. Dos magos de la corte de Cambises rogaban constantemente y hacían plegarias. Caían de rodillas y aguardaban lo que los dioses les dijeran. Decían que Ormuz dormía y daban las culpas a Ahrimán, el malo. Además algunos soldados comenzaron a enfermar, pues se habían decidido a comer cuantas hierbas hallaran. Esas enfermedades comenzaron a contagiarse entre otros soldados. Así, pues, antes de haber recorrido la tercera parte de nuestro camino, el ejército estaba ya casi derrotado.
La tarde del día veintiséis después de nuestra partida, Kawad entró en mi tienda. Diariamente yo recibía una ración de medio vaso de vino por ser caudillo. Precisamente llevaba mi copa a los labios cuando oí su voz:
—Me envía el rey, Tamburas. Cambises quiere verte.
Los guardianes me saludaron al pasar con ojos de hambrientos. Desde hacía una semana ya no había verduras, ni pan, ni féculas, tan sólo un cocido muy escaso como única ración diaria. La tienda del rey estaba llena de telas de seda. Cambises estaba sentado en su silla de piel de león, debajo de un palio en el que había el sol bordado. A su derecha estaba Ochos y a su izquierda Artakán. Yo saludé a Cambises y él me señaló un sitio para sentarme, a unos seis pasos de distancia de su silla. Me senté, pues, como el acusado ante sus jueces. Detrás del rey, en lugar de dos había cuatro hombres de su guardia personal.
El rey me contempló en silencio durante un rato, luego comenzó a hablar con voz pausada:
—Yo, Cambises, rey de reyes, nacido de una mujer, recibí el poder para dirigir a los hombres. Pero puesto que también soy hombre, necesito la ayuda del fuerte brazo de mis caudillos. Tú has sido mi consejero, Tamburas, y dibujaste incluso un mapa para mi ejército. Pero ahora mis guerreros sienten hambre e incluso el agua comienza a escasear. ¿Qué piensas de lo que está ocurriendo?
Yo no respondí inmediatamente, sino que miré a Ochos. El jefe supremo del ejército levantaba orgulloso su mirada. Pese a que pretendía mantenerse indiferente a mi mirada, sus labios se movieron inquietos y una mirada de odio surgió de sus ojos. Ochos, por lo visto, quería ahora que todas las culpas recayeran sobre mí. Así pues, dije:
—Antes de salir de Tebas ya informé, oh rey, de todo esto. ¿No dije que el calor de los desiertos obligaría a prescindir de los caballos? Informé acerca de los pantanos con cocodrilos y las serpientes y expuse mis temores de que estas tierras serían sepultura para muchos de nuestros guerreros. Aconsejé que tomáramos camellos y más provisiones de pan y alimentos. Pero Ochos quiso que fueran caballos; mis advertencias de nada le sirvieron. Por eso el destino ha seguido su curso y nos arrastra ahora a sus abismos. ¿Es culpa mía?
Cambises me miró fijamente. Yo mantuve su mirada.
—Si yo te ordeno que entregues tus armas, las entregarías, ¿no es cierto? —me dijo lentamente—. Pero qué sucederá si yo te pregunto: ¿Qué debo hacer, Tamburas? Aconséjame, pues mis guerreros están en una grave situación.
—Yo ya preví que llegaría esta situación —le dije tranquilamente, y me levanté de mi asiento—. Quien irrumpe como Ochos, semeja a un ciego ante el sol, para el que todo el día es noche. Pero cuando dos hablan y sus palabras se contradicen, es que uno dice verdad y otro miente. Para que los dioses quiten el velo de tus ojos, rey Cambises, manda que se consulte el oráculo. Pon dos vasos de vino en medio, ambos de idéntico color y forma, de modo que no se distingan entre sí. Echa veneno en uno. Seguro que los médicos poseen veneno; de lo contrario, yo tengo esos polvos. Luego cambia de postura los vasos. Ochos podrá elegir el que quiera. Si es que lo prefiere, seré yo el primero en vaciar el vaso, pues yo no temo al oráculo y sé que los dioses están de mi parte. Tan sólo el que sobreviva decidirá qué debe hacerse. Yo regresaría a Egipto con el ejército, allí lo equiparía como es conveniente. Pero si Ochos es el que halla en su copa el veneno, es siempre mejor que un caudillo incapaz muera a que diez mil de los mejores soldados persas encuentren la muerte.
Artakán se mesó la barba, yo sentí la respiración agitada de Kawad. De este modo el agresor se convertía en agredido. Ochos palideció. Puso su mano en el cinto.
—La ofensa de Tamburas de que soy un incapaz debe retirarse, de lo contrario…
—¿Qué? —le pregunté con voz acerada—. ¿Es que la serpiente de la irreflexión habita de nuevo en tu mente que te atreves a levantar tu mano en presencia del rey? Llevado de tu inexperiencia, has buscado la lucha. Los soldados debían aclamarte a gritos, las estrellas del cielo debían escribir tu nombre en el universo. Pero olvidaste algo y ello es que un soldado tan sólo lucha bien cuando tiene comida suficiente. En esto comenzaron ya las dificultades. Detrás de las estepas quedan las tierras sin árboles, los desiertos. Tan sólo un ejército muy bien provisto y con suficientes camellos, con abundante carne salada, pan y frutos secos podría atravesar esas regiones. Si es que tu opinión se opone a la mía, Ochos, lucha conmigo. Será entonces el oráculo el que decida.
El rey me miró y yo penetré en lo oscuro de sus pupilas. Luego sonrió. Un juego en que se decidiera vida y muerte le resultaba agradable.
—Si es que persistes en que se cumpla el oráculo, Tamburas, y Ochos nada opone en contra, suceda como tú quieres.
Ochos se humedeció los labios con la lengua.
—¡Yo no tengo nada ni nadie que temer! —dijo arrogante.
El rey dio unas palmadas y mandó que trajeran dos copas a su tienda. Un siervo trajo lo pedido. Dos copas junto con una varilla para remover.
—Llamad a Erifelos para el veneno —dijo el rey.
—No es necesario —dije yo rápidamente. Como llevadas por la fiebre, surgieron mis palabras—. En mi cinto tengo un saquito con polvos venenosos que son mortales. Permite, rey de los persas, que te lo entregue para que tú mismo seas quien lo eches en la copa, mientras Ochos y yo nos giramos de espaldas.
Los magos de los pueblos se precian de preparar tales escenas, pero creo que ni el mismo Papkafar hubiera sido capaz de realizar una como la que yo realizaba. Antes de que el rey me diera respuesta, di unos pasos y le entregué la bolsita que todos los guerreros llevan siempre consigo con algo de sal, pues, igual que un camello, también el hombre puede necesitarla a veces. Mis dedos tomaron un poco de ella y la eché en la mano de Cambises.
El rey sonrió. Sus ojos parecían pequeñas bolas de fuego en la noche, parecía haber desaparecido de su cara todo cansancio, sus mejillas brillaban. Miró a Ochos, luego me miró a mí y echó la sal con un rápido movimiento en una copa. Con su varilla removió y añadió algo de agua a la mezcla.
—Permite, señor —le dije—, que mueva la copa hasta que ya nadie sepa cuál de las dos contiene los polvos. —Tras darle muchas vueltas dije—: Así ahora, sol de los hombres, sé tú quien disponga la posición de las copas, para que Ochos no crea que soy un mentiroso o tramposo; pues ambos habremos de beber vino, pero tan sólo uno de nosotros gustará de esos polvos.
Me di cuenta de la impresión que mis palabras causaron en todos. Artakán carraspeó y las mejillas de Ochos enrojecieron.
—Daos la vuelta —ordenó el rey— los dos, para que ninguno tenga ventaja sobre el otro.
Al cabo de unos momentos ya regresábamos al lugar de la prueba. Nadie de nosotros podía saber cuál era la copa que nada contenía sino vino, y nadie con toda seguridad deseaba tomar la que contuviera la sal.
—Di, rey, quién debe ser el primero en elegir. Yo, desde luego, me ofrezco como voluntario.
—Que sea Ochos —decidió Cambises—, pues el veneno procedió de ti, Tamburas. Así pues, debe ser él el primero en escoger —se frotó las manos—. Coge, Ochos, una de las copas y procura ser astuto. Según me dijera Batike, eres listo y valiente, como debe serlo un hombre de guerra.
Ochos murmuró:
—Veo la muerte ante mí aunque se esconda bajo la dulzura del vino. Esa muerte me avergüenza, pero puesto que soy un caudillo he de callar. —Titubeó unos instantes—. ¿Por qué no es Tamburas el primero en elegir? Él es mayor que yo.
Lentamente avancé y puse mi mano en disposición de tomar una copa. Ochos me siguió con la vista. Su frente se volvió blanca como la nieve.
—Es cierto que soy el mayor. Pero también es cierto que es Ochos quien conduce el ejército.
Ochos se inclinó hacia adelante. Se le veía indeciso. De pronto dijo:
—¿Tú quieres que muera?
—¡Lo que yo quiero es también tu deseo! ¡Coge la copa que sea la buena!
—¿Por qué tus labios mienten?
—Si entre nosotros existe una mentira, en ti está. No soy yo sino tú el que ha engañado, y precisamente para ocultar tu error. Ahora elige, rápido, pues ya estoy harto de tu indecisión.
Sus ojos se encontraron con mi mirada. Su frente estaba cubierta de sudor. Su mano derecha rozó una copa, pero la soltó inmediatamente.
—¿Por qué hablas como un narrador de cuentos, Tamburas, que conozca muy bien sus historias? ¿Es que has visto en qué copa está el veneno y echaste de su contenido en la otra, de modo que estés seguro de que, sea cual sea la que yo elija, estará envenenada?
Yo le contemplé fijamente. Ochos retrocedió unos pasos.
—¿Estás loco? —le grité—. Estás hablando ante el rey. Cambises ha sido testigo de todo cuanto aquí ha pasado. Tus palabras le hacen cómplice de algo indigno; realmente tu mente no razona ya. ¡Seré yo el que elija y tú tomarás la copa que quede!
Con mi mano derecha levanté una de las copas y la mostré al rey. Artakán me miraba. Su rostro estaba contraído. Cambises levantó su mano.
—Bebed los dos a la vez.
Ochos tragó saliva. Sus ojos iban de uno a otro y se quedaron mirando fijamente la copa como si se tratara de un animal peligroso. Yo la señalé y le dije:
—Tan sólo queda ésa. Tú mismo con tu indecisión has perdido la oportunidad de elegir. Tan sólo se puede morir una vez. ¿Qué te pasa, Ochos, es que temes por tu alma después de la muerte?
—No tengo nada que temer, ya te lo dije.
—Entonces coge la copa sin miedo.
Desde luego era un juego terrible el que yo estaba imponiendo, pero si no lograba desenmascararle era mi vida la que peligraba. Sus dedos se abrieron y tomaron la copa que quedaba. Yo me apresuré a decir:
—El que pierda su vida caerá al suelo. ¿No es verdad?
Un estremecimiento recorrió su cuerpo. Yo continué diciendo:
—El vino tendrá el mismo sabor para ambos, dulce. Pero tan sólo uno de nosotros gustará de la verdad. Bebamos, Ochos.
Lentamente, con movimientos que parecían no llegar nunca a su fin, levanté mi mano y me acerqué la copa a los labios; incliné la copa y bebí dos veces. El vino tenía sabor normal, la sal estaba en la otra copa. Muy cuidadosamente hice bajar la copa y contemplé su interior como si quisiera leer algo allí dentro. Luego respiré profundamente y volví a beber hasta terminarme el contenido.
—El que pierda la vida caerá al suelo —volví a decir; dejé que la copa cayera de mis manos.
Kawad respiraba entrecortadamente, creo que los ojos saltaban de las órbitas a todos los presentes. Cambises apretaba sus puños, pero parecía sonreír. Sus ojos, en cambio, permanecieron misteriosamente oscuros.
—¿Sientes en ti el mal de la muerte que sube por las venas? ¿Oyes mi pregunta?
Yo crucé mis manos sobre el pecho.
—Me siento bien. Mi corazón alaba la justicia del rey.
Lentamente me di la vuelta.
—Entonces es Ochos quien debe beber de su copa, después de que haya escuchado tus palabras dignas.
El joven caudillo cerró sus ojos y volvió a abrirlos inmediatamente. Parecían los grandes ojos de un niño asustado. ¿Quizá creía estar soñando?
—Es ya tiempo de que bebas, Ochos —le dije—. Te toca a ti.
Parecía petrificado, la copa contra sus dientes. Miró hacia arriba como si aguardara algún movimiento que debiera salvarle. Pero Batike y el poder de sus ojos no estaban presentes.
—Nadie perderá, pues perder significa aquí la muerte —murmuré de modo significativo.
Lentamente sus ojos parecieron volver a la realidad. Su copa parecía pesarle en la mano. Naturalmente no le resultaba fácil morir. Y que era su copa la que contenía el veneno se lo indicaba que a mí no me hubiera pasado nada.
—Decídete, caudillo de los persas —mis palabras resonaron en la tienda.
Ochos abrió sus labios, pero no para beber sino para hablar. Resultaba difícil entender sus palabras.
—Si mi muerte pudiera servir para algo… Sin embargo, se trata de una muerte absurda…
—Son muchos los soldados que han muerto de hambre bajo tu mando —le dije con dureza—. ¿No te parece eso suficiente explicación? ¿Por qué dudas ahora?
Confuso, me miró. Sus labios formaron una palabra, pero no llegó a pronunciarla. Yo leí en sus labios: ¡Batike! Sus manos se crisparon sobre la copa. El caudillo tenía los ojos cerrados y apretaba contra sí la copa.
Detrás de mí oí respirar al rey. Artakán suspiraba. Entonces sucedió que Ochos se atragantó. Su cuerpo se curvó y echó el vino de la boca como si fuera sangre. Sus manos se movieron en el aire como buscando apoyo; perdió la copa de sus manos y el rojo contenido fue a manchar la alfombra hasta junto a mis pies. Su rostro se contrajo dolorosamente. Sus manos se posaban sobre la boca, como si quisieran limpiarse el húmedo líquido.
Yo respiré aliviado y agradecí a los dioses que hubieran sabido hallar la solución favorable a todos. No debía descubrir mi juego, pues de lo contrario Ochos me hubiera odiado durante toda su vida.
—El destino es como el filo de una espada —dije en voz bien alta—. A veces alcanza a la víctima, otras veces yerra el golpe. He visto lo que todos presenciaron. Los dioses no han querido que el siervo del rey muera. Ha ocurrido un milagro. Algo en la garganta de Ochos ha impedido que el veneno penetrara en su interior y le causara la muerte.
Hubo un silencio.
Me miró sorprendido. Seguro que esperaba de mí otras palabras. Lentamente las tinieblas desaparecieron de su mirada. Me contempló lleno de asombro y luego se echó ante el rey de rodillas.
—Perdona, señor, no fui capaz de tragar la amargura de la muerte.
Yo me coloqué a su lado y me incliné ante Cambises.
—En el cielo reina el sol, rey de reyes, y decide sobre los hombres. El sol de tu poder asciende por oriente y se dirige hacia el horizonte del occidente. Tú eres quien hace justicia sobre la tierra. Después de que el oráculo decidiera, pues tan sólo yo bebí el contenido de la copa sin que la culpa de Ochos recayera en mí, ordena que regresemos y tus soldados se aprovisionen en Egipto. Dirige tu ejército hacia el norte, para sanar las heridas y estragos que el hambre causó entre nosotros.
Cambises guardó silencio durante un rato, luego dio respuesta con voz potente.
—Prefiero sea Ochos quien te responda. Quiero ver qué enseñanza ha extraído de lo pasado. Levántate, Ochos, olvida tus debilidades y responde como si fueras el rey mismo.
Ochos se levantó. Su rostro brillaba. Cuando me miró mi corazón se sintió aliviado, pues su mirada no reflejaba odio. Habló lentamente, y sus palabras me tranquilizaron.
—Un gorrión ve volar una paloma de distinto modo que un halcón. Yo era el gorrión y como tal actué. En lo que erré quiero enmendarme. Perdona, rey de los persas, que mi torpeza ensuciara tu manto real.
Ochos respiró profundamente y su mirada se posó sucesivamente en el rey y en mí.
Artakán se interfirió en la conversación:
—Quien sabe reconocer sus culpas y se propone enmendarlas demuestra ser hombre inteligente. Los actos torpes que persisten en su torpeza merecen castigo del cielo. Pero el que sabe reconocer sus faltas merece el aplauso de los dioses y del rey. Debes ver en este día, Ochos, algo importante para ti, pues más aprende a veces el hombre en el fracaso que en la victoria.
Cambises dio unas palmadas y pidió vino. Kawad me miró aliviado y me di cuenta de que me apreciaba como si fuera su hermano. El aire estaba puro como tras una tormenta. Todos comenzaron a hablar y todos alababan el proceder del rey. Luego el rey despidió a todos, pero a mí me ordenó que me quedara.
Durante un rato me contempló en silencio, luego se inclinó hacia adelante y dijo:
—Eres astuto, Tamburas; no diré que como una serpiente, pues sería muy poco, más, creo que como un nido de serpientes.
—Una serpiente con su beso mata; en cambio, yo no di muerte a nadie —le dije en voz baja.
—Ya lo vi, pues tengo ojos —respondió el rey—. ¡Realmente no te hubieras atrevido a matarle!
—¿Porque Ochos es un persa? —le pregunté.
Cambises entornó sus ojos.
—Puesto que eres inteligente, tú mismo puedes responder a tu pregunta. Cuando me diste los polvos, en mi mano quedó un cristal. Yo lo probé mientras os dabais la vuelta.
—¿Entonces durante todo el rato sabías…?
—¿Hubiera debido decir: matadle, pues está engañando al rey?
Sentí que los dioses de nuevo me habían protegido y comprendí que nuevamente les debía la vida.
—Tu benevolencia es grande, oh rey.
—Hay algo que deberías comprender, Tamburas —dijo Cambises—. Un mismo camino conduce adelante y hacia atrás. ¿Por qué hoy te perdoné la vida? No lo sé, pues ni el mismo rey sabe comprender a veces los corazones de los hombres.
Ya sólo de Olov dependía si alcanzaría el trono etíope o perdería la lucha contra Thet. En todo caso, el país de esas gentes quedó salvado del ataque persa, pues con los guerreros hambrientos regresamos de donde veníamos, a Tebas, donde el rey decretó un descanso de veinte días que debían aprovecharse para equipar de nuevo al ejército.
Erifelos y los demás médicos tuvieron mucho trabajo, pues muchos sufrían enfermedades que costaba esfuerzo vencer. Una gran cantidad de soldados tenía los pies deshechos, pues al sacrificar los caballos habían tenido que recorrer a pie el camino. Llegué a enterarme de que algunos soldados durante el tiempo de hambre habían comido carne humana. La vanguardia del ejército mataba a recién nacidos que encontrara en el avance y bebían su sangre y comían su carne.
Todas las regiones egipcias cercanas a Tebas sufrieron el pillaje de los soldados del rey. Cambises, sin embargo, envió mensajes hacia todas partes. Ya al cabo de siete días llegaban los primeros camellos. Chorosmad, el mago, llegó a Memfis. Una tarde, al ponerse el sol, se encendió el fuego sagrado. El rey estaba sentado en su silla de piel de león. Doce alfombras calentaban sus pies, el cielo brillaba en un tono violáceo y la luna aparecía ya recortada sobre ese fondo.
En la noche recién comenzada el mago cantó palabras misteriosas. En esos versos se hablaba que Ormuz descendía del cielo, tomaba forma terrena y se ocultaba en la cabeza del rey.
—No temáis —gritó Chorosmad—. Entonad oraciones y cánticos sagrados, pues el dios os escucha a todos.
Todos los presentes comenzaron a gritar y repetían de tanto en tanto el canto entonado por Chorosmad.
Luego el mago movió su cuerpo de modo muy violento y comenzó a danzar. Con el cuchillo de sacrificios cortó las venas del cuello de tres terneros recién nacidos; la sangre se recogió en unos recipientes. Luego abrió el vientre de los animales sacrificados para ver sus entrañas. Finalmente les sacó el hígado, que mostró a todos y echó en una vasija llena de oro. Levantó sus manos en actitud de plegaria, como si rogara al fuego en el que el espíritu de dios mora.
Luego tomó de la vasija el hígado depositado y comenzó a amasarlo. Tomó forma de cabeza. Todos pudieron verlo muy claramente, también yo. O quizá todos vimos simplemente lo que su voluntad quiso que viéramos.
—Mirad hacia donde mira esta cabeza, es hacia el norte —gritó Chorosmad—. Es un signo del cielo, que ordena, rey Cambises, que dirijas hacia allí tus camellos. Algo ha de suceder, lo que no puedo saber es si para bien o para mal.
Los presentes estallaron en agudos gritos.
—¡Ormuz! ¡Cambises, Cambises! —gritaban todos.
La luna cada vez se veía más clara, colgada en el cielo, sobre nuestras cabezas.
Así pues, por el oráculo consultado, el ejército se desplazó hacia el norte en lugar de hacia el sur. Cambises iba en busca de nuevas víctimas y victorias, pues no quería regresar a la capital, tras el fracaso de su invasión de Etiopía, sin nuevos triunfos en sus manos.
El ejército primeramente permaneció en las regiones próximas al Nilo, luego se dirigió hacia los oasis de los ammonitas. Se contaba de esos pueblos que poseían grandes riquezas. De ahí procedían las riquezas de Egipto. Hacía siglos que habían sido despojados por los egipcios, que les robaron sus imágenes divinas de oro, de plata y piedras preciosas, los altares de grandes templos al sol, cocodrilos de oro y riquezas innumerables. Cambises quería poseer la imagen del dios del sol Ammon-Ra, a la que los ammonitas continuaban elevando sus plegarias.
Durante cinco días los soldados se hicieron camino a través de desiertos. La mayoría de veces no hacía viento, pero en otras ocasiones el aire se movía y azotaba nuestros rostros con la arena polvorienta. Los guerreros se sentían bien, pese a que más de uno sentía sobre sí la tortura de la sed y experimentaba las visiones típicas del calor del sol. Las provisiones de agua, siguiendo mis consejos, fueron suministradas muy cuidadosamente. Tan sólo por la mañana y por la tarde se daba algo de beber.
Las noches en los desiertos eran frías. Los hombres encendían pequeñas fogatas, pese a que poca cosa se encontraba para poder quemar, y dormían amontonados para proporcionarse calor mutuamente.
Por la tarde del sexto día, aproximadamente a medio camino del objetivo propuesto, sucedió de pronto que el cielo se cubrió de nubes. Del cielo parecía surgir como una pared gris que terminó por ocultar el sol y sumió la tierra en la oscuridad. La arena del desierto tomó tonos oscuros y sombras. Por última vez, de entre las nubes surgió un rayo de sol. Antes el calor había sido insoportable, pero en cambio ahora el viento era helado. Soplaba con toda fuerza y silbaba amenazador.
Los soldados se quedaron sentados. La arena que el viento levantaba llegaba a cegar nuestros ojos. Yo me protegí la cara con las manos y me puse el turbante, que normalmente me servía para protegerme del sol, hasta las cejas. Por todas partes se oían gritos, rotos por el viento, que parecían aguas desbordadas. Los hombres pegaban a los camellos, pues los animales, allí donde estuvieran, se echaban al suelo y no querían volver a levantarse.
Erifelos agitó sus brazos. A través del aire sus manos formaron como un círculo. Gritaba algo, pero la arena llenaba su boca. Algunos guías se esforzaron inútilmente en montar para el rey un techo de protección. El viento lo destrozaba todo, formaba un enorme huracán y arrasaba todo cuanto hallaba a su paso. Todo volaba por los aires.
Yo apenas podía respirar. La enorme pared violeta estaba frente a nosotros y los elementos se desencadenaban; tan sólo en el mar había visto semejantes escenas. Pero aquí el viento arrastraba arena en lugar de agua, que lanzaba con toda su fuerza sobre hombres y animales. El viento era helado, pero la arena al golpear el rostro parecía agujas candentes. Era como si miles de flechas atravesaran mi cuerpo. Sobre cada hombre, sobre cada animal, la naturaleza se desencadenaba, rodeándole del muro que le hacía sentirse solo ante la muerte. Así era y así será siempre. La muerte, cuando se presenta, nos encuentra siempre solos.
Encorvado me defendía del viento. No se podía reconocer nada, como si algo tapara nariz, orejas, ojos y boca. Delante de mí oí gritar a un camello. Tropecé y me di cuenta de que se trataba de algo con vida. Me coloqué, pues, junto al animal.
Arena, cada vez en cantidades mayores, y viento helado. Tras una eternidad —o quizá sólo un instante— sentí una presión en los hombros; intenté desprenderme, pero la sentí nuevamente; me esforcé en liberar mis piernas hundidas hasta las caderas.
Mi situación resultaba cada vez más difícil. Llamé a los dioses en mi ayuda, mientras mi corazón martilleaba y mis dientes comían arena. La tormenta levantaba cada vez más arena, eran verdaderos ríos de arena que se levantaban y caían de nuevo al suelo, formando montañas que se derrumbaban sobre hombres y animales. ¡Aire! ¡Aire! Pero la tormenta no respetaba a nadie, ni se compadecía de los esfuerzos humanos. El peso sobre mis hombros se hizo tan fuerte como si dos hombres a la vez me empujaran.
Me desmayé. Una melodía pareció resonar en mis oídos. Me creí herido. Tomadme en vuestras manos, oh dioses, para que pueda entrar en vuestro reino. Un puño invisible me tomó y me llevaba por el aire. Yo volé, volé, volé…
Cuánto tiempo transcurrió entre mi desvanecimiento y la noche definitiva, no lo sé. Un camello me salvó de la profundidad de la tumba de arena. Una vez acabada la tormenta, el animal sacó mi cuerpo a la superficie. Recuperaba la conciencia para perderla al cabo de unos instantes; finalmente la recuperé por completo y sentí en mi boca y ojos la arena. Primeramente no comprendí nada. El cielo estaba claro, las estrellas brillaban como siempre. Se oían voces lejanas como si el viento las trajera desde muy lejos. Progresivamente la debilidad fue cediendo y recuperé mi estado normal. Me di cuenta en seguida de lo magullado que estaba.
Al comienzo de todas las cosas existió el esfuerzo, el agotamiento y el dolor. Resucitado, me toqué las piernas y quité de ellas la arena. Al igual que el recién nacido lo primero que hace es gritar, clamé yo a los dioses y les agradecí que hubieran protegido mi vida también en esta ocasión, por lo que me resultó evidente que llegaría el día en que volviera a ver mi patria.
Mientras me quitaba la arena de encima y me arrastraba hasta un lugar en que vi agua, la noche se aclaraba. Algunos hombres tropezaron conmigo, me miraron a los ojos, con el reflejo de la búsqueda en sus ojos. En cambio, otros ni siquiera se movían, tan sólo se lamentaban y llamaban a los dioses en su ayuda. Con sus caras llenas de arena, parecían recién nacidos en una extraña fantasía. Probablemente yo me parecía a ellos, pues muchos no me reconocían y preguntaban mi nombre.
Lentamente amaneció el nuevo día. Se hizo la luz, fuente de toda vida. El sol no tardó en salir, renaciendo con él la vida sobre la arena. Pero muchísimos soldados del ejército de Cambises quedaron allí sepultados, la arena del desierto les hizo de tumba. Los supervivientes se afanaban en recuperar sus cosas y agrupar a los camellos. Todos buscaban agua. Algunos parecían desesperados removiendo la arena con sus manos. Los ahogados tenían la cara azul, otros parecía que simplemente durmieran o estuvieran plácidamente charlando con sus compañeros. Muchos de los cadáveres estaban hinchados, como si hubieran aspirado el aire y la muerte les sorprendiera antes de expulsarlo. El rey vivía, pero en sus ojos se reflejaba la demencia y no decía una sola palabra.
Kawad mandó que se construyera una tienda donde instaló a Cambises. Sus ojos miraban a la lejanía. Entró un caudillo y detrás de él unos soldados trajeron a un hombre recuperado de la arena. Era Artakán, estaba muerto. Ochos daba órdenes. Su cara parecía la de un cadáver, sus ojos piedras incrustadas. En el cielo aparecían ya los primeros cuervos.
Lentamente sentí que la desazón subía por mis venas. Pregunté a uno y a otro. Se encontró un cuchillo, era el suyo. Cavé y llamé a soldados en mi ayuda. Encontramos ahogados, muchos ahogados. Kawad estaba junto a mí.
—¿Por qué lloras, Tamburas?
—Mis ojos están irritados. Es a causa del viento.
Sí, era a causa del viento y se encontraba enterrado bajo la arena, pues se trataba de Erifelos. Otros vivían, incapaces y tiranos, gentes despiadadas y falsas; en cambio él, el mejor de todos, mi amigo, que acudía siempre en ayuda del que la necesitara, había perdido su vida. En un lugar bajo las dunas de arena quedó su tumba. Estaría entre los dioses, si había alcanzado el Hades.
Por la tarde, cuando Ochos dio la señal, acudieron los supervivientes, un ejército derrotado, vencido por segunda vez sin enfrentarse a ningún enemigo; yo volví a remover arena buscándole. Por salvar a Olov, había perdido a mi segundo compañero.
Mientras oía como me llamaba, saqué mi espada y la hundí en la arena diciendo:
—Esté donde esté el cuerpo de Erifelos, aquí sitúo yo su tumba. Pero de ti, amigo mío, sentiré siempre tu ausencia, pues los jueces de la muerte sin duda sabrán hacer justicia. Tomarán tus manos y las llevarán hasta el Hades. Te llamo y pido a los dioses que te recuerden, pues apátrida al morir lo es sólo aquel cuyos actos y pensamientos carecieron de dios.
El ejército recorrió el mismo camino de ida. Pero los valles y desiertos parecían otros, la tormenta había cambiado su aspecto. El cielo formaba una cúpula ardiente, los camellos marchaban despacio, el sol parecía un disco de oro. Por la noche nos orientábamos por las estrellas, siempre todos callados, tristes nuestras caras, pues donde muchos existieron y sólo quedan unos pocos reina siempre la tristeza. El ejército invencible estaba irremisiblemente herido, los soldados habían perdido la sonrisa. Por la tarde, Ochos iba de una fogata a otra, sin llevar en su mano el bastón de mando, ponía su mano cariñosamente sobre el hombro de muchos soldados.
En una ocasión le oí hablar:
—No fueron hombres los que nos derrotaron, sino las sombras de Ahrimán —dijo—. Permanecían ocultas en los desiertos. Quizás ahora os preguntéis: ¿por qué? Yo os digo, sin embargo, que volveremos a formar filas cerradas que sabrán atacar, vencer y lograr victorias para el rey de nuestro pueblo. Lo que ayer sucedió se olvidará. Vuestros corazones deben orientarse hacia el futuro, burlaos de la muerte y reíd, pues invencibles por hombres regresamos hacia Memfis.
Cuanto más nos acercábamos a las regiones del Nilo, más alegres se ponían los soldados. Por la tarde ardían siempre las fogatas, para vencer a la oscuridad y el frío. Reinaba en esos momentos siempre el silencio. A veces se veía a Cambises, cuando el calor del mediodía nos forzaba a hacer un alto en el camino, o por la tarde, cuando los camellos comían algo para reponer sus fuerzas. Un rey ha de inspirar confianza, tener siempre el aspecto de vencedor; sin importarle sin embargo estas cosas, Cambises se mostraba impresionado, avergonzado y se ocultaba casi siempre en su tienda.
La vanguardia y los guías avanzaban al grueso del ejército para ir marcando el camino a seguir. Llegó el día en que todos vimos de nuevo el Nilo y un grito de júbilo ascendió al cielo. Los camellos se lanzaron a la corriente sin que nuestros gritos pudieran detenerlos. Los hombres se sintieron premiados en sus esfuerzos. Alababan a Ormuz y al rey y decían:
—Realmente llegó el tiempo en que todas nuestras heridas sean curadas y nuestros vientres, ávidos de comida y bebida, logren saciarse.
Ahora, por fin, teníamos toda el agua que deseáramos. Por la tarde un suave viento refrescó nuestras caras. Los persas hablaban de la capital como de una sirena, alababan sus jardines y toda la belleza de las mujeres egipcias. Pero todavía nos quedaba un largo camino.
Mi situación con Ochos resultaba soportable. Por ello le hablé y le rogué que me llevara a ver a Cambises para exponerle mis pensamientos. Pedí para los soldados plata para que regresaran a Memfis como vencedores con sus manos llenas y no como aventureros despojados por los bárbaros.
En esa tarde Cambises me mandó llamar. Mi tienda no estaba lejos de la suya. Yo recorrí la distancia con paso rápido y miré hacia la colina, tras la cual se ocultaba entonces el sol, lanzando sobre el río destellos rojizos que desaparecían ya en el anochecer.
Cambises me hizo una seña para que me acercara. Su rostro parecía reseco, sus ojos hundidos.
—Sentí alegría de que por fin me llamaras a tu presencia —le dije.
La sangre afluyó a su cara y comenzó a sudar. Anteriormente le había odiado, le llamaba el fratricida, pero en estos momentos no sentía nada, porque el hombre llega a acostumbrarse a vivir incluso en el mismo infierno.
—Contra lo sucedido nada podía yo —dijo Cambises—. Y sin embargo, Tamburas, no logro desprenderme de este mal recuerdo de que mi triunfo haya sido coronado por dos derrotas. Por mucho que me esfuerce, este recuerdo me sobreviene de nuevo. Dentro de seis o siete días llegaremos a Memfis; los soldados obtendrán su plata. Pero sin embargo una sospecha anida en mi pecho. Quiero decírtelo a ti, Tamburas; temo realmente el encuentro con los hombres de la ciudad. Durante todo este tiempo reflexioné por qué el dios de la luz retiró su mano de mis empresas. ¿Le ofendí? ¿Quizá no tuve el debido respeto ante él? ¿No sacrifiqué bastante en su honor? ¿No lo hice todo por su gloria? —La mirada del rey, interrogante, se clavaba en mi rostro—. Erifelos era un hombre de tu pueblo. Con él hablé de muchas cosas y fueron muchas las veces que respondió a mis preguntas como si fuera mi propia conciencia. Te aseguro que le encuentro mucho a faltar, pues lograba calmar mi corazón.
Toda su actitud dictatorial, toda su superioridad había desaparecido. Cambises pensaba y hablaba como un hombre, como alguien abandonado en medio del desierto, que se desespera porque el sol brilla en exceso.
—Los misterios de Dios no son los mismos que los de los hombres —le dije pausadamente—. Quizás haya sacerdotes que sepan interpretar los signos. Pero yo, personalmente, sólo sé que la cumbre ya alcanzada debe conservarse. Por eso yo te aconsejo, Cambises, que no inicies nuevas guerras. En lugar de ello, construye un gran templo, mucho más grande y bello de cuantos hayan existido en Persia, estampa en él las iniciales de tu poder, construye nuevas viviendas, haz que la paz reine entre los hombres, a la que en realidad todos aspiran, y haz siempre el bien; tu dios te recompensará espléndidamente por todo ello.
Sus ojos estaban fijos en mi cara.
—Quizá lleves razón, Tamburas. Yo amo a Ormuz y a la vez le temo. Mañana construiré un templo, en lo que mañana puede entenderse como dentro de un año o incluso diez. Pero hoy es hoy. ¿Qué sucederá cuando el pueblo de Memfis reciba a mis guerreros y pregunte por el éxito de su rey?
—¿Qué ha de suceder? —pregunté asombrado—. Los muertos ya no hablan y los vivientes hablarán de la plata recibida. Da a tus guerreros el doble de lo que esperaban conseguir. Todos los soldados te alabarán y todos se convertirán en tus defensores.
—Aconseja, finalmente, una cosa —pidió Cambises—. ¿Crees que es mejor que entre en la ciudad bajo la luz de las antorchas, porque así hallaré a los egipcios durmiendo y podré sustraerme a sus burlas y chanzas?
Un sentimiento de satisfacción me invadió al ver al rey tan derrotado por sus sentimientos, lleno de temores de que los soldados pudieran burlarse de él. Sin embargo, moví mi cabeza y dije:
—¿Eres un esclavo que temes la luz del día? El ejército ha de cabalgar bajo la luz del día para ser muestra de tus triunfos, aunque en realidad no hayas conseguido esta vez ninguno. El idioma de los soldados depende del dinero. Quien regresa con sus manos llenas sabrá en la tarde alabar tu proceder. Envía emisarios a la ciudad, ordena que se prepare una gran fiesta para recibirnos, reparte comida y vino en abundancia y nadie preguntará por Etiopía ni por los tesoros de los ammonitas.
Tal se hizo y nosotros aguardamos a cierta distancia de Memfis, donde los soldados pusieron orden en sus vestidos y aspecto. Nos levantamos al despuntar el alba. Atravesamos los muros de Memfis con los primeros rayos del día.
El recibimiento fue tan impresionante que incluso superó lo que yo mismo me había imaginado que sería. Como el mar lleva la espuma hacia la playa, el pueblo acudía de todas partes a la puerta de las murallas por las que entrábamos. Gran cantidad de jinetes, armados de sus corazas, ordenaban a la multitud no se agolpara y dejara paso a nuestras tropas. Todas las calles estaban llenas del olor a buena comida. Todo el mundo estaba contento por el vino repartido y celebraban felices nuestro regreso. Los niños gritaban contentos y las mujeres se habían puesto sus mejores atavíos. Todos cantaban y danzaban, saludaban a los que regresaban y se echaban al suelo para saludar al rey.
Cambises iba de pie junto al que guiaba su carruaje real. La última noche Jedeschir había venido a nuestro encuentro y había traído ocho blancos corceles. El caudillo estaba ya curado de su enfermedad; dos mil soldados de los «invencibles» habían acudido también para desfilar.
Cambises llevaba sus ropas más fastuosas. Sobre su cabeza lucía la tiara. Los diamantes, perlas, rubíes y esmeraldas brillaban como desafiando al cielo. Su cara no tenía la expresión de un vencedor en un principio, pero progresivamente se dejó ganar por el ambiente de júbilo y llegó incluso a sonreír. De vez en cuando levantaba su mano para saludar a los que le aclamaban. Luego sus brazaletes brillaban y los ramilletes de diamantes despedían radiantes destellos a la luz del día.
Cuando llegamos a la calle principal, que según dicen fue construida por un faraón egipcio con el fin de dar al templo de Ptah una entrada digna, el clamor se hizo indescriptible. Tan sólo junto al rey se conservó el orden. A cada grito de júbilo, los soldados levantaban sus lanzas y escudos en señal de respuesta. Muchos niños lograban traspasar los cordones formados para detener a la multitud y echaban flores al paso del ejército. Las mujeres daban besos a todos los soldados y las muchachas no miraban al suelo cuando los soldados las llamaban con pasión.
Por todas partes resonaba:
—¡Viva nuestro dios y faraón del país!
Cambises, impresionado por el recibimiento, comenzó a echar oro y plata a la multitud. Hombres y mujeres se abalanzaron para obtener las escasas monedas. Muchos persas parecían envidiar su situación y lamentar estar entre los que desfilaban, pero los jefes lograron mantener las filas en orden y que los soldados no abandonaran sus puestos.
Mi cabeza retumbaba al entrar finalmente en el recinto del palacio. Las risas, gritos y clamores quedaron atrás. Mientras los soldados marchaban hacia sus casas, donde esperaban por fin lavarse y reposar de todas las calamidades sufridas, abandoné yo el cortejo real, cuando Cambises subía por las escaleras de su palacio. Kawad, que no quería que me marchara, me llamó; pero yo no tenía humor para tomar parte en la última ceremonia.
Aspiré con placer el aire perfumado del jardín de mi casa. Alabé en mi interior la belleza de esta ciudad y mis oídos escucharon en silencio la vieja canción:
Detente, tiempo.
Jamás comprenderé
por qué te encuentro hoy por vez primera,
blanco muro, amante como una mujer.
En el azul del cielo
se refleja el Nilo.
Te amo,
Men-nefrú,
pues en el embrujo de tus calles
y en la luna anaranjada
de tu noche
mora la divinidad.
Una estrecha avenida de árboles conducía directamente a la entrada de la casa. Mi corazón latía y me daba la impresión de que el edificio constituyera para mí toda una familia. Pero ni Agneta ni Tambonea salieron a mi encuentro. Era Papkafar el que desde las escalinatas aguardaba mi llegada. Recordé su aspecto grotesco, que me hizo volver a la triste realidad de mi situación.
Detrás de mi esclavo me aguardaban todos los criados. Papkafar, ante mí, se arrodilló. Yo hice que se levantara y le abracé, pues, aunque mentiroso y tramposo, sabía que me quería como un padre a su hijo; le besé en ambas mejillas. Mientras me alababa mis ricas vestiduras, sus labios pronunciaron las siguientes palabras:
—Bendito sea el día, Tamburas, en que regresas a esta casa y te presentas sano y salvo de nuevo a mis ojos. Bendita la hora en que te has dignado tratarme como a tu amigo.
Miró en torno a sí, bajó el tono de su voz y dijo:
—Entra, señor, tu llegada ha sido anunciada y tus siervos han limpiado la casa para que te reciba como la novia más amante.
A todos dirigí amables palabras. Snofra, sin embargo, la más joven y bella de las esclavas, recibió de mi mano una palmada cariñosa en la mejilla. Su cara enrojeció. Luego denunció sus sentimientos al llevarse la mano al corazón. Papkafar iba delante de mí, muy inquieto. Quedé asombrado: en la sala había un nuevo surtidor de agua rojo que constituía un adorno magnífico.
En el baño hallé el agua a una temperatura ideal. Con ayuda de Papkafar, me quité los zapatos y me sumergí en el agua. Mi esclavo me miró con cautela y desapareció de pronto. En lugar suyo apareció Snofra. Sus ojos brillaban, pero no ya con timidez, sino de placer. Se puso ante mí en espera de mis órdenes. Se quitó las sandalias, que colocó junto a las mías. Movía sus caderas y sus ojos se clavaron en los míos como flechas. Toda mi sangre acudió al corazón.
—Te he aguardado, señor, contando los días y las horas de tu regreso… —susurró.
—¡Ven!
Oí su voz.
—Espera —dijo—. Espera un instante.
Qué lentos me parecieron sus movimientos, dolorosamente lentos.
Me miró con los ojos entornados. Snofra era joven y, sin embargo, experimentada como una mujer de siglos. Con la boca seca, contemplé cómo se quitaba las ropas. Su cuerpo hizo todavía un par de movimientos. Mi piel parecía que estuviera ardiendo.
Sus ropas quedaron en el suelo y avanzó lentamente hacia mí. La luz ponía reflejos dorados sobre su piel. Movía las rodillas, contraía sus músculos y vi cómo sus pechos puntiagudos se levantaban y bajaban.
La muchacha vino hacia mí y su voz en mis oídos se ahogó bajo la ola de aquel sentimiento contra el cual es imposible resistencia alguna. Un simple echarse, incorporarse, abrazar y estremecerse, siempre igual, entre dos, infinito dar y recibir, que dura un instante eterno…
La sala estaba arreglada para mí. Carne, frutas, pasteles. Comí y bebí; informé a Papkafar a grandes rasgos mientras él me servía los manjares. Lamentó la muerte de Erifelos y dijo:
—La muerte de ese noble hombre me resulta tan inconcebible como a ti. Pero quizá su vida estaba tan llena de cosas desagradables que los dioses prefirieron acogerlo en su seno. Come, Tamburas, y repón tus fuerzas, pues en todas partes hoy es fiesta y todos los egipcios están ocupados en celebrar el acontecimiento.
—¿Tanto se alegran del regreso del rey que todos se han puesto sus mejores vestidos? —le pregunté.
Papkafar inclinó su cabeza y se llevó la mano al oído como si hubiera entendido mal mis palabras.
—¿El regreso del rey dices que festejan?
—Lo he visto con mis propios ojos. Todavía en mis oídos resuenan sus gritos de júbilo.
—Es posible que tú lo sepas mejor que yo. Sin embargo, el sonido de los gritos suena con distinto significado para unos que para otros.
¿De qué se trataba? Las palabras de Papkafar me daban que pensar.
—Explícate —bebí de nuevo vino.
—Nadie puede asegurar que se trate realmente de lo que tú dices. Simplemente celebran una fiesta. Casualmente coincide con el regreso del rey.
—¿De qué se trata?
—Puedes coger ese recipiente con agua para limpiarte los dedos. El agua está caliente. —Tomó un trapo seco y me enjuagó los dedos—. En lo que respecta a los egipcios, no sé si llegarás a comprenderlo. Sin embargo, es mejor no entrometerse en las creencias de otro pueblo. Los egipcios, que normalmente son gente muy razonable, creen concretamente que ayer su dios se les apareció bajo la forma de buey. Ellos dicen que tal animal, llamado Apis, nace solamente cada cincuenta años. Cuando Apis viene a la tierra por su propia voluntad, pronto recibe el país un rey nuevo y sus campos se llenan de frutos y cosechas como nunca. Todo se vuelve para bien en su favor, concretamente durante tanto tiempo como Apis viva. Incluso los enfermos llegan a sanar y resulta inútil destrozarse el cerebro por comprender cómo es que así sucede. Sólo es necesario, así dicen las gentes, poner la mano en su lengua y ya se está sano.
Mi siervo reía astutamente.
—Eso es lo que cuentan los egipcios y su gran mayoría cree estas cosas. Yo, personalmente, sin embargo, creo que se trata sólo de figuraciones y fantasías de los sacerdotes, que quieren conseguir de este modo que se hable de ellos.
—¿Viste tú el buey?
Papkafar sacudió violentamente su cabeza.
—Agudicé mi mirada y mis oídos. Pero a excepción de los rebaños pacientes y sumisos de miles de hombres, nada vi; dicen que los sacerdotes guardan oculto a Apis en sus templos para que no se asuste al ver a los hombres. Sin embargo, casi cada hora los sacerdotes salen de detrás de las columnas y echan sermones al pueblo. Describen al dios con toda clase de detalles. Dicen es negro a excepción de dos lugares. En la frente tiene una mancha blanca triangular y en la espalda una figura que semeja el sol. Su lengua tiene una mancha como si fuera un escarabajo de oro. Esto último es lo que consideran la señal de que se trata del dios Apis, enviado por Ptah a la tierra. No puedes imaginarte, Tamburas, cómo festeja el pueblo estas palabras que los sacerdotes les dicen. Se ponen fuera de sí.
—Todavía se pondrán más fuera de sí, si Cambises se enterase de a quién se dirigió en realidad el júbilo. No fue a él sino a un animal mitológico.
Me levanté, di unas palmadas y ordené a un siervo que preparara mi caballo.
—¿Te vas? —preguntó inquieto Papkafar—. ¿Es que quieres que los sacerdotes te muestren a Apis? Me temo que ni siquiera a ti te lo mostrarán, puesto que estoy seguro de que en realidad no existe.
—Sería muchísimo mejor que en realidad Apis no existiera.
Llevado por mis sentimientos, me dirigí hacia palacio. Intchu, durante mi ausencia, había hecho poco ejercicio. Por eso yo no le forcé, sino que dejé que se moviera a su gusto. Tan sólo le guié para que sus pasos se encaminaran al palacio de los faraones.
El día era magnífico. Un suave viento hacía llegar hasta mí el aroma de los viñedos y campos. Me pareció que la guardia había sido redoblada. Vi muchos rostros nuevos. Pasé quizá más de doce puestos de vigilancia hasta llegar a la sala de audiencias del rey; todos iban ataviados con nuevos vestidos; por lo visto, el uniforme persa había sido variado.
Kamsarkán, un sobrino del Artakán que se quedó en los desiertos, fue quien ordenó a los guardias que no me conocían que me dejaran pasar. Cambises estaba rodeado de sus hombres de confianza: Jedeschir, Damán, Ochos y Kawad estaban a su lado.
Antes de entrar oí gritos y el chasquido de un látigo. Dos de sus guardias personales azotaban a un siervo egipcio. Su torso estaba desnudo, la piel mostraba estrías sangrientas. Apretaba los dientes a cada latigazo. Tenía los ojos cerrados y saltaba cada vez que el látigo tocaba su cuerpo.
Cambises me dirigió una mirada, luego hizo una seña a los guardianes. Se retiraron algunos pasos.
—Habla, desgraciado, pero di la verdad; de lo contrario, haré que te azoten hasta que la vida abandone tu cuerpo.
—Poderoso señor, ruego a tu benevolencia se digne tener piedad de mí, pues cuanto sé ya lo dije. Con otros que cantan y bailan recorrí las calles y celebré tu llegada.
—¿Qué fiesta celebran tus compatriotas? ¿He sido yo la causa de su júbilo o ese animal de que hablan los egipcios y del que creen ha de traerles un nuevo faraón? ¿Celebran, en realidad, su llegada y no la mía? Habla, pues de lo contrario…
—Detente, Cambises —le dije, y avancé unos pasos hacia él. Los dioses me dieron fuerzas, pues el hombre ensangrentado me causaba lástima—. ¿Qué te propones conseguir por esos medios? Quien considera que por la fuerza puede obligar a un hombre a decir la verdad, está en un error. Si es que quieres realmente saber la verdad, déjale libre. Envía soldados a que recorran las calles, a ser posible con dinero para que inviten a algunos a beber, pues cuanto más vino, más cosas dirán. Te aconsejo, además, que ocultes tu rostro para que el que preguntas no te reconozca y no pueda paralizar su lengua la presencia del rey. Si actúas tal como te digo, conseguirás saber lo que quieres sin causar daño a nadie.
Cambises me miró como a un astuto zorro.
—Son ya muchas las veces, Tamburas, en que has enmendado mis actos. Pero puesto que tus palabras suenan razonables, haré lo que me aconsejas que haga.
Mandó que se llevaran al hombre y dio órdenes a un guardián de que buscara a algún borracho y lo trajera a su presencia, pero sin decirle con quién iba a hablar.
Damán me sonrió, pues pese a su enfado Cambises me hizo seña para que me colocara junto a su trono. Le trajeron al rey bebida y algunos dátiles, de los que me dio algunos a probar.
—Tú estuviste presente, Tamburas. El pueblo te aclamó a ti junto a mí. Me recibieron con música de tambores y trompetas. Lleno de esperanza como un niño, pensé todo el rato que ese gran entusiasmo se dirigía a mí. ¿No lo viste tú también así, Tamburas? ¿No viste cómo bebían y manifestaban su júbilo en las calles? Cantaban, bailaban, gritaban. Pero, por lo visto, no era a mí, sino a su Apis al que aclamaban.
Quizá pasaría aún algún tiempo hasta que los guardianes consiguieran traer a algún borracho. Mientras, era necesario que el rey se tranquilizara, si no, entraría de inmediato en cólera, pues yo estaba seguro de que el borracho sólo hablaría de su Apis. Por ello le respondí con cautela:
—Cada pueblo tiene sus costumbres. Hasta hoy has sabido actuar con inteligencia al no censurarles sus hábitos y creencias, sin pretender imponerles los dioses persas.
—Un dios que toma la forma de buey es algo inaudito. ¿Qué clase de dios puede ser? —dijo con desprecio Cambises—. Mis ojos no tienen vendas delante y mi espíritu se mantiene sano. Enseñaré a los egipcios que no deben gastar su plata en tonterías como las de hoy. Expulsaré a las gentes de sus hogares y les obligaré a construir calles y templos para que olviden por mi nombre el de Apis. Habrán de trabajar día y noche, de modo que no les quedará tiempo para tales sandeces.
Cambises hizo una seña y un guardia golpeó un gong. Con ojos que parecían adormecidos y una voz que sonaba muy violenta, pero que resonó muy claramente, llamó el rey a sus jefes para que dieran la señal de alerta a los soldados.
—Tú, Jedeschir, recorrerás las calles y harás que todos cuantos estén festejando el día se marchen; te diriges luego hacia el templo. Tráeme los sacerdotes y el dios que se oculta en un buey.
Sobre el rostro del rey parecía que pasaba un huracán. Su débil figura se agitaba nerviosa. Yo sabía que no había quien pudiera detenerle.
—¿Quizá tienes algo que decir a lo que he dispuesto, Tamburas? —me preguntó irónico, a la vez que me miraba como un gato al ratón.
Vi como Damán sacudía su cabeza y me hacía señas en secreto, pero las palabras salieron de mis labios como por sí solas.
—Eres realmente un gran rey —dije en voz bien fuerte—. Has extendido el reino como ningún otro rey persa anteriormente. Pero todos los actos que un rey hace quedan escritos para que los hombres puedan guardarlos en su memoria. En estos momentos has decidido algo que seguramente ha de traer inconvenientes. Los egipcios no querían nada malo contra el rey persa. También tu padre, Ciro, supo respetar todas las creencias de los pueblos que sometió. Piensa un momento qué es un animal, ese buey, contra tu enorme poder.
—Precisamente, verificar eso es lo que pienso hacer —respondió rápidamente—. Mi pregunta, respuesta a la tuya, es la siguiente: ¿Qué clase de siervo es el que habla en contra del rey y critica sus órdenes?
Cambises me miraba lleno de ira. Los guardias, detrás de mí, levantaron sus lanzas. Una palabra, un solo gesto del rey y me darían muerte.
En ese instante se interpuso Damán y puso su mano sobre el corazón:
—Olvida, señor, que has sido ofendido por Ahrimán. No siempre las palabras suenan a nuestros oídos como miel sobre la lengua. Tamburas es heleno y como tal se expresa; muchas veces habla de cosas que debería guardarse para sí. Reflexiona como un griego, que tal es, y no como un persa, que sabe reprimirse delante del rey y permanece en su sitio, delimitado claramente por tu majestad. Señor, olvida sus palabras. Pero a ti, Tamburas —y se dirigió a mí—, te aconsejo que sepas reprimir tus pasiones, no vaya a sucederte lo que a un asno que se echó contra los cardos.
Un dignatario de la corte debía arrodillarse y tocar con su frente el suelo, tal prescribían las costumbres, para que el señor pudiera mostrar su benevolencia. Yo toqué con mis rodillas la tierra. Entonces resonaron voces irritadas y un guardia entró en la sala.
—Tal como ordenaste, así hemos cumplido tus indicaciones —dijo—. Fuera aguarda un hombre totalmente bebido y fuera de todo cuidado. Ríe y canta y da besos a los soldados en las mejillas.
Cambises hizo una seña a Ochos, que salió en seguida. Al cabo de un rato, mientras oíamos gritos y cantos, volvió a entrar.
—Realmente, señor, ese hombre responderá a tus preguntas sin intimidación alguna, pues tiene la conciencia totalmente embotada.
Cambises se levantó de su trono y se ocultó en la sombra de una columna. Todos los demás salimos de las alfombras y nos colocamos junto a las paredes. Al hacerlo así toqué la mano de Kawad. Estaba caliente y seca como la arena del desierto.
—Haz que entre, Ochos, y permanece a su lado —ordenó el rey.
El egipcio al entrar dio unos cuantos tumbos. Con sus labios esbozando una mueca de desprecio, Ochos se mantuvo a su lado.
—Hola, hola —decía entrecortadamente el hombre—. Aquí no huele mal del todo… Parece que estoy entre gente selecta. Hip… Dónde están los hombres que me trajeron… Eran soldados como yo lo fui en otro tiempo… Me parece que querían saber algo de mí… —Cayó sobre la alfombra y extendió sus dos brazos—. Ooooh…
Ochos le puso de pie.
—¡Eh! —gritó el borracho—. ¿Es que no sabes quién soy y cómo debes tratarme? Nefu-neher me llamaban en otros tiempos…
Se cayó de nuevo sobre la alfombra y dijo algo incomprensible.
—¿Eras soldado antes? —dijo Cambises detrás de su columna sin que su cara pudiera verse.
El borracho levantó la cabeza.
—Y qué soldado, amigo mío… Antes tenía incluso una barriga… Pero luego los persas nos machacaron a todos… —Tosió—. Pero antes de que eso sucediera, más de uno quedó clavado en mi lanza.
De pronto pareció asustado y se tapó la boca, mirando a Ochos.
—¿He dicho quizás alguna tontería? ¿Eres tú un persa? —Puesto que Ochos no contestó, murmuró en tono conciliador—: Bueno, ya pasó todo. Ahora los persas son nuestros dominadores, y si nada peor sucede, un faraón es siempre igual a otro…
Oí como Cambises carraspeaba. Ochos puso al hombre frente a la columna en que el rey se ocultaba.
—Contéstame una pregunta —dijo la voz del rey— y no temas, pues no te ha de suceder nada. ¿Festejan los egipcios la fiesta de Apis, o manifiestan su alegría por el regreso del rey?
—Te… mer, nada temo. —Luego se rascó la frente y se pasó la mano por la cabeza—. Tus palabras se embrollan en mi mente, pero maldito sea Ptah si llego a entender su significado… ¿Cómo te llamas? Tu cara es tan oscura como las sombras. ¿Eres quizás un espíritu?
—¡Responde! —le gritó Ochos.
Sabía que los ojos de todos estaban dirigidos a él, pues estaba junto al borracho en medio, a plena luz. Por eso tomó al egipcio por los hombros y le sacudió tan fuertemente que el hombre perdió el equilibrio.
—Si he de hablar contigo, por lo menos dame algo que beber, para que mi mente se aclare y logre entender las palabras de ése que me habla detrás de la columna… —El egipcio se echó a reír y comenzó a dar palmadas—. Ahora ya sé qué es lo que queréis. Sois persas y os habéis molestado por vuestro rey. Por eso queréis maltratarme. Pero a mí poco me importa vuestro rey, te lo digo a ti y a los tuyos también. Poco nos importan a nosotros los asuntos de estado y las guerras. Mi amigo el herrero siempre dice que Cambises es mucho lo que ha alcanzado. Los hombres le temen, pero pronto desaparecerá su poder, pues si no, ¿por qué Apis nos envió dios? Los sacerdotes callan cuando se les pregunta. Pero es que todavía viven con miedo de Cambises. Pero a veces sonríen en secreto, ponen sus manos sobre la gente y les tranquilizan. Ya ves, hermano mío…
El borracho intentó abrazar a Ochos.
—Las cosas son tal como son. Todavía no llegó el tiempo, pero llegará el momento en que cada uno reciba lo que dio… —Eructó—. ¿Qué sostienes delante de mi pecho? Todo da vueltas ante mis ojos y el olor a pescado molesta mis narices.
Volvió a eructar y algo de vino junto con comida salió de su boca.
—¡Basta ya de juego! ¡Sacad a ese cerdo! —gritó Cambises.
Ochos cogió al egipcio por la nuca de modo que volvió a vomitar.
Varios guardias salieron de sus escondrijos y se lo llevaron.
El rey volvió a sentarse en su trono.
—Las palabras de ese individuo me abrieron los ojos —dijo—. Si realmente Apis existe, lo mostraré a los egipcios para que sepan cómo actúa el rey de los persas con él. Hasta que Jedeschir venga podemos conversar algo.
Dio unas palmadas y ordenó que trajeran vino y algo de comida.
Damán, mientras, habló conmigo, y cuando quise decir algo, colocó su mano sobre mi boca. Luego escuchamos a través de los muros del palacio un griterío que se acercaba. Las voces subían y bajaban, volvían a levantarse y resultaban incomprensibles. Mientras, todos callábamos; oímos cómo un grito salido quizá de miles de bocas atravesaba las paredes del palacio. El rey parecía nervioso. Se levantó del trono y se dirigió hacia fuera.
La puerta del palacio real estaba abierta. El suelo amenazaba con irse abajo. Entre cientos de jinetes que allí se encontraban, reconocí un carro del tipo que los campesinos usan cuando transportan arroz o granos. Tres de sus esquinas estaban decoradas con cabezas de patos. Reconocí a dos hombres y un animal, sin duda el buey Apis.
Los caudillos daban órdenes agitadamente. Jedeschir hizo señas y los jinetes se colocaron ordenadamente en torno al carro. Un persa soltó el animal del carro y otros dos persas saltaron al carro, del que hicieron bajar a los ocupantes. Akra apareció ante nosotros. Tefnoin se colocó en actitud protectora delante del buey negro.
—¡Protesto! —gritó el anciano sacerdote. La cara de Akra estaba roja de indignación—. Rey Cambises, quizás han perdido tus soldados la razón, pues irrumpieron en el templo sagrado, golpearon a los sacerdotes y ensuciaron el altar con su sangre. Tú no fuiste testigo del atropello, oye pues lo que sucedió. Aullando como perros, penetraron en el recinto sagrado, destrozando cuanto hallaban a su paso. Yo no puedo creer, señor del reino, que todo esto respondiera a órdenes tuyas, tal como Jedeschir dijo. Finalmente, tus soldados me obligaron a venir aquí junto con el animal sagrado y Tefnoin. Además, golpearon al pueblo con sus caballos y con lanzas, despiadadamente.
—¡Calla! —ordenó Cambises.
Distribuyó órdenes entre los soldados y éstos obligaron a Tefnoin a echarse al suelo. Luego cogieron al animal. Uno de ellos mantenía su boca cerrada para que no pudiera gritar. Sus ojos reflejaban terror. Apis, al andar, hizo un ruido sordo.
—¡Señor, por cuanto tú eres faraón, no permitas se haga injusticia y no permitas que la culpa recaiga sobre tu cabeza! —gritó Akra. Se echó al suelo ante el rey—. No mates a Apis, pues procede de dios. Ninguno que no crea puede poner su mano sobre él.
Cambises entornó sus ojos hasta que se convirtieron en pequeñas agujas.
—Te responderé luego y lamentarás después que estas palabras hayan salido de tus labios. Pero antes he de ocuparme de ese dios. Ormuz es más poderoso que todo mi saber y fuerzas, más que todo el poder de los egipcios juntos. —Su mano hizo un movimiento—. ¡Traed ante mí a Apis!
Cuatro soldados colocaron una cuerda en el cuello del animal y lo obligaron a avanzar. Los sacerdotes no habían mentido: Apis tenía el mismo aspecto que se decía. Sobre la frente tenía una mancha blanca triangular. Sobre la espalda una señal interrumpía el negro de su piel, un círculo redondo del tamaño de un puño con finas estrías hacia todas partes. Yo sentí mi boca reseca, pues hasta entonces había creído que los sacerdotes mentían.
Ochos susurró algo al oído de Cambises. Éste pidió agua, luego comenzó a querer sacar la mancha del lomo del animal. Inútil. Luego fue Damán el que se interpuso. Abrió la boca del animal y le forzó a sacar la lengua. El animal parecía aterrado. El caudillo cerró sus ojos deslumbrado. ¿Buscaba quizás el escarabajo dorado que debía tener Apis en su lengua?
Una leve sonrisa apareció en los labios de Damán cuando habló al rey.
—Desde luego el animal tiene un escarabajo en la lengua, pero no es de oro, sino, según me parece, de carne.
Cuando me dirigí hacia el animal para convencerme de la realidad de Apis, Damán abrió rápidamente la boca del animal y me mostró su encarnada lengua.
—¡No! —gritó Akra—. ¡No!
Cambises levantó el pie y le dio una patada en medio del pecho y el anciano cayó al suelo.
—Si ese buey es un dios, egipcios, podría proteger mejor vuestras vidas. Pero antes quiero saber si es que comprende vuestro idioma.
Dijo algo a un guardia y éste marchó hacia Akra con el látigo levantado.
Un grito de odio, temor y terror a la vez surgió de la garganta de Tefnoin.
—¡Maldito sea el hombre que ha ordenado tales cosas!
A todos vosotros, y a ti rey, os llegará la hora en que un dios poderoso os pida cuentas de lo aquí sucedido. —Dos soldados se echaron encima de él y le sujetaron. Tefnoin les recibió a patadas y se agitó como un loco hasta que le ataron—. Seréis abrasados y destrozados, ahogados como gatos recién nacidos, vuestros cuerpos serán comidos por animales, que os devorarán también las entrañas. No creéis que…
Su voz se quebró. Cambises había hecho una señal y un guardia se había colocado frente al sacerdote, al que hundió con todas las fuerzas su lanza. Los soldados soltaron al sacerdote, que cayó de bruces en el suelo.
—Basta —dijo Cambises al guardia que azotaba a Akra—. Ya que el otro fue tan necio que no tuvo respeto ni siquiera de su propia vida, por lo menos éste conservará su aliento para poder informar a los egipcios de cómo el rey de los persas trató a su animal.
Tras esas palabras, Cambises se sacó del cinto un puñal. Clavó con todas sus fuerzas el arma en el animal.
El buey comenzó a sangrar. Se desplomó. En mis oídos algo parecía a punto de estallar y el suelo creí que se movía a mis pies. Pero Cambises sonreía y limpiaba su arma ensangrentada en el lomo del animal.
—El dios de los egipcios tiene un corazón débil. Parece incapaz de soportar ese ligero corte. —Los guardianes levantaron sus lanzas, pero Cambises dijo—: Si Ptah vive, o cualquiera otro dios de los egipcios, a mí me resulta indiferente. Pero Apis, en todo caso, no es un enviado de dios, pues sufre al igual que cualquier otro buey, es de carne y sangre como los demás, y que un ser divino pueda padecer tales cosas me parece a mí imposible. Si fuera realmente un enviado de Ptah, en estos instantes rayos y truenos deberían destruir al rey de los persas.
Cambises se rió cruelmente y gritó insolente:
—Si realmente eres un dios, Apis, levántate y anda ante mis ojos. —Reinó un silencio de muerte—. Levántate y sana las heridas que te he hecho. Si es que no puedes, haz que Akra ruegue y cante para que Ptah lo haga.
Aguardó unos momentos mientras el animal tenía los últimos estertores. Los persas estallaron en gritos de alegría. Luego Cambises levantó su mano.
—Puesto que nada ha sucedido y mis actos fueron más poderosos que el dios de los egipcios, podéis echar a Akra y a ese buey al carro y devolverlos al templo, donde ambos deberán exponerse para que el pueblo los vea. Yo, el rey, ordeno además a mis soldados que patrullen por las calles de la ciudad. Allí donde vean a hombres que ruegan por el dios Apis, les cortarán el cuello, les romperán la crisma o siquiera les azotarán hasta que su lengua enmudezca y olvide lo que dijo. Esto lo ordena el rey Cambises para la honra de Ormuz.
Dicho esto, se retiró.
Durante todo el resto del día, la noche y las primeras horas de la madrugada la ciudad se llenó de gritos. Los persas azotaron con sus látigos a los egipcios o les clavaron lanzas en el cuerpo. Desde hacía mucho el sonido de cantos y risas había enmudecido. Por todas partes se oían lamentos y gemidos. Las gentes se encerraron en sus casas y se vistieron de luto. Pero allí donde se juntaban varios egipcios para llamar a Apis o Ptah, los soldados de Cambises se presentaban como negras sombras y a más de uno le sumían en la noche eterna.
Durante la noche los persas hicieron lo peor, pues la oscuridad ocultaba sus rostros. La crueldad se alimenta de la guerra. En estos momentos podían actuar impunemente, sin tormenta de arena que les amenazara; ahora veían hombres —muchos de ellos simples borrachos, mujeres indefensas o niños desvalidos—, que consideraban enemigos. Las calles se cubrieron de sangre y el vino se vio sustituido por el rojo de otro tono. Incluso una casa fue incendiada porque sus moradores clamaban a Ptah. Puesto que las llamas amenazaban toda la ciudad, algunos caudillos ordenaron que se apagara el fuego y prohibieron que volviera a incendiarse ninguna otra casa.
Yo intenté hablar a Cambises varias veces, pero no me autorizaba. Hacia la madrugada, finalmente, me dormí profundamente, tras muchos momentos de desesperación, sueño del que desperté hacia mediodía. Era triste oír a Papkafar y ver su figura junto a mi lecho.
Mi esclavo parecía un acróbata que aguarda del público el aplauso. Me colocó un almohadón debajo de la cabeza.
—Actos necios se han cometido en la ciudad —me dijo—. No se ve a ningún hombre, ni se oye un solo ruido, a excepción del trote de los caballos. Nadie trabaja, los comerciantes no han acudido al mercado, las puertas de todas las casas permanecen cerradas. Durante la noche murió Apis, y según un siervo egipcio me dijo, el pueblo cree que pronto sucederá algo terrible.
—Así será si no ocurre un milagro.
Papkafar se quejaba y me secaba el sudor del sueño con un trapo seco.
—Tú no sabes una cosa —titubeó un instante—. Creo que quizá te molestes si te lo digo —continuó hablando precipitadamente—. Seguro, Tamburas, que llegará el día en que abandones Egipto, hoy o mañana. ¿Qué harás entonces con esta casa que te pertenece? Muchos estarían dispuestos a quitártela, pero seguro que no recibirías entonces el precio adecuado. Por ello yo con antelación, gracias a una voz interna, he concertado un contrato con un comerciante en tu nombre, como representante, que es lo que en realidad soy. Pese a que nunca hablaste de este asunto, sé que deseas regresar a tu patria. Tampoco a mí me disgustaría ver de nuevo nuestra casa de Susa, pues ya comienzo a sentirme a disgusto aquí. En Persia, además, los precios de edificios son más bajos; por el precio de esta casa, seguramente obtendré allí por lo menos tres iguales. —Mi siervo respiraba fatigosamente, me di cuenta que tenía miedo—. ¿No contestas, Tamburas? ¿No me has entendido?
—Has vendido la casa. ¿No es eso?
Se inclinó hacia mí y me susurró al oído.
—Gracias a Ormuz, mi señor no me regaña. Oye lo que te voy a decir ahora. Abajo tengo dos cofres llenos hasta arriba con oro y exóticos tesoros. El resto lo enterré en el jardín. Contiene marfil y piedras preciosas. —Su voz se tornó más baja todavía, casi no se le entendía—. Todo eso, Tamburas, nos pertenece a ti y a mí y fue pagado por la casa que el rey te regaló en cierta ocasión. No hemos de apresurarnos a cambiar de residencia, pues el comprador, un antiguo prestamista de Psamético, que ahora ejerce su profesión entre los persas, tan sólo tiene prisa en emplear el oro que consigue en sus negocios invirtiéndolo en algo más sólido. Es un tramposo de gran estilo y te aseguro que no me hago reproches porque haya debido pagar el doble del precio de lo que realmente la casa vale. Puesto que antes comerció con Psamético, ahora pondrá mucho cuidado, pues los amigos de aquel faraón están llenos de rabia, porque se ha hecho amigo de los persas.
Yo me levanté de la cama y me vestí, en lo que Papkafar me ayudó solícito.
—¿Por qué?
—Olvidé, señor, que estuviste durmiendo durante toda la mañana. Los egipcios ahora se quejan no sólo por lo de Apis, sino por el destino de su anterior faraón. Cambises dijo que tenía algo que hablar con Psamético. Pero puesto que no tenía ganas de verle de cuerpo entero, mandó que le cortaran la cabeza y se la trajeran en una bandeja. Un par de guardianes contaron lo ocurrido y yo sé simplemente lo que he oído decir a otros, puesto que no estuve presente. Dicen que el rey dijo: «¡Ah! Psamético, ya estás aquí. Te agradezco que hayas venido. Pero lo que he de decirte no te resultará quizás agradable, tú no serás el nuevo faraón que Apis anunció con su llegada». Luego Cambises se rió tan violentamente que parecía un loco. De pronto se cayó como un árbol derribado por un rayo. Los guardianes llamaron en seguida a un médico, pero antes de que éste llegara, el rey estaba de nuevo ya en pie, aunque muy pálido; entonces se fue a dormir con las mujeres.
Apenas Papkafar había terminado su explicación, oí el galope de un caballo. Era un mensajero del rey. Me llamaba a su presencia. Me apresuré, pues, a marchar hacia el palacio real. Papkafar me miró muy intranquilo.
En el patio había muchos caballos polvorientos, como si hubieran hecho un largo viaje. Yo me dirigí a un caudillo que se ocupaba de dar órdenes para que los animales fueran atendidos. Antes de dirigirle la palabra oí que decía:
—Han venido de Persia. Son príncipes e importantes dignatarios.
Pasé por delante, pues, sin decir nada.
En la sala del trono había muy poca luz, pero a la primera mirada reconocí a Cambises, junto al cual estaba Prexaspes. ¡Había regresado de Susa!
Parecía que había una asamblea general. Por todas partes a donde miraba había consejeros y gentes de muy alto rango. Prexaspes, vestido de ropas muy oscuras, parecía muy cansado, como si durante noches no hubiera podido dormir. Detrás de él se veía a cuatro nobles jóvenes de la raza de los aqueménidas. A dos de ellos les conocía, Gobrias y Dareios. De Dareios se contaban cosas extraordinarias. Decían que solo con su caballo iba a cazar leones y tigres con una lanza. Parecía realmente un hombre poderoso. Su persona imponía y al hablar mostraba sus blancos dientes como si quisiera embrujar el aire con sus palabras. Realmente siempre destacaba entre todos los caudillos.
Los guardianes pronunciaron mi nombre. El rey se dio la vuelta y me dio la impresión de que estaba muy nervioso.
—Ese Apis, ese animal maldito de los egipcios, me ha causado desgracias. Oye, Tamburas, lo sucedido. Embustes y desasosiego se ciernen sobre mi país. Un hombre que se hace llamar Esmerdis se ha situado en el trono de Susa. Su consejero es Gautama, un mago que yo consideré siempre de mi total confianza. Pero ahora, por lo visto, manda que sean perseguidos muchos de mis seguidores que se atreven a oponerse a sus planes. Amenaza a los soldados con castigos si no se ponen a su lado y al pueblo promete mejoras y una mejor vida. Pero lo más necio de todo es que ese Esmerdis pretende ser hermano mío.
Yo miré a Cambises muy fijamente, pues estaba dando gritos como si fuera un niño.
—Pero que ese individuo no es mi hermano puedes tú atestiguarlo ante todos, Tamburas, Prexaspes y tú estabais presentes cuando Esmerdis murió.
Yo reflexioné muy rápidamente y puse orden en mis ideas.
—Yo me opuse a que un hombre perdiera la vida, hombre al que tú, rey, llamabas hermano. Nunca vi otro Esmerdis.
Lleno de cólera, Cambises pataleó en el suelo. Su boca estaba abierta de asombro.
—¡Esmerdis murió, es tan cierto como que yo vivo! —gritó—. Tuve una visión, un sueño y mi hermano murió a manos de Samin. ¿No te acuerdas tú como Prexaspes recuerda?
Me di cuenta del enorme peligro de esos instantes, una sola falsa palabra que mi boca pronunciara y seguro que perdía mi vida.
—Samin perdió la razón de pronto —continuó el rey—. Inesperadamente tensó su arco y su flecha alcanzó a Esmerdis. —Cambises se volvió hacia sus consejeros y caudillos—. Pero por suerte antes de que Samin causara más daños, entró Tamburas que se interpuso y le destrozó el cráneo con su bastón de mando. Esmerdis y Samin murieron y ordené que ambos fueran enterrados. Ordené que nada se dijera al pueblo de la muerte de mi hermano. Pues consideraba que podía interpretarse como un signo desfavorable y estábamos en vísperas de iniciar la campaña de Egipto. Los testigos realmente jamás dijeron nada de lo ocurrido.
Pese a su indignación, Cambises sonrió heladamente. ¿Le creían los caudillos y consejeros? No lo sé. Prexaspes tenía la cara muy pálida y miraba al suelo. Yo le vi de pronto frente al rey tensando el arco, obedeciendo sus órdenes, y disparando contra Esmerdis, al que yo sostenía en mis brazos y el cual, antes de expirar, maldijo al rey. Las sombras del pasado surgían y volvían a aparecer ante Cambises.
—¡Abrid vuestros ojos y oídos, consejeros y caudillos! —gritó el rey—. Yo y mi padre Ciro engrandecimos el reino, pero ahora estamos bajo la amenaza de que se derrumbe. Ese hombre que con ayuda de Gautama se sienta en el trono, no es Esmerdis sino un impostor. Así, pues, marcharé hacia allí con todo el ejército y mataré al traidor, desenmascarando sus supercherías. Todos los traidores deberán beber su sangre, hasta que se ahoguen. Su nombre desaparecerá para que nadie pueda nunca volver a nombrarle.
—Tengo una pregunta que hacerte, Prexaspes —grité por encima del hombro del rey—. Tú estabas en Susa. ¿Por qué no desenmascaraste al impostor, denunciando su patraña? Tú eres el canciller y, después de Cambises, todo el poder está en tus manos.
Los ojos de Dareios parecían soltar rayos. En lugar de Prexaspes, fue él quien respondió:
—Le hirieron. Fue algo repentino como el viento sopla de pronto sin advertir de sus próximos destrozos. En el palacio real y en el primer instante inmediato a su llegada, dos hombres le atacaron. Llevaban turbantes a la usanza de los magos. Le clavaron un cuchillo por la espalda. Yo me interpuse y les derribé a ambos. Pero, a Prexaspes le llevé a mi casa, donde se recuperó. Sin embargo, ni a él ni a sus amigos nos pareció prudente que fuera nuevamente a palacio, pues Esmerdis, o el que tal nombre emplea, comenzó a tomar medidas por su cuenta. Habló al pueblo de muchas cosas en contra de las disposiciones de Cambises. Entre otras cosas, dijo a las mujeres que sus maridos pronto regresarían de la guerra. Por eso nosotros nos apresuramos a emprender viaje para ver al rey y poder así, con toda certeza, conocer la verdad.
Con pasos inseguros, torpes, Cambises se paseó de un lado para otro. La ira se reflejaba en su cara. Su rostro ardía de indignación; se pasó la lengua por los labios, extendió sus manos crispadas y volvió a contraerlas nerviosamente. Era algo terrible mirarle; creo que no era yo sólo quien sentía temor por su estado mental. Pero finalmente logró dominarse y dijo:
—No quiero quejarme al cielo a causa de injusticias que me ocurren en mi propia patria. Vosotros, caudillos, seréis instrumentos de mi venganza.
Cambises rozó con su pie a cada uno de los dignatarios que se postraron ante él, para confirmar de ese modo nuevamente su majestad.
—Yo, rey de reyes —dijo al cabo de un rato—, ordeno la partida de mis soldados para mañana a primera hora de la madrugada. Estigmatizaremos al falso Esmerdis, que se está construyendo una red para desde ella cometer injusticias, así como también al mago Gautama; serán malditos los días en que nacieron. Su sangre caerá sobre cuantos les apoyaron. Mi cólera les alcanzará a todos. Cada instante que les queda todavía de vida habrá de significar luego terribles tormentos de dolor de su inminente muerte, puesto que merecen el peor castigo, principalmente porque han utilizado el nombre de mi querido hermano.
Sentí que un escalofrío recorría mi cuerpo. ¡Cuántos embustes, qué falsedad! ¡Cómo era posible que su lengua pudiera pronunciar tales patrañas! Pero luego pensé que los dioses son siempre pacientes en sus actos y llegaría el día en que fuera alcanzado por su ira.
—Enviad emisarios, Jedeschir y Damán —ordenó Cambises—. Agrupad a dos tercios de las fuerzas de combate de todos los destacamentos del país. Los estrategas deben disponer sus planes para que estos guerreros se agrupen y se unan a nosotros. Los persas deben despertar a su nueva misión, que reclamará duros esfuerzos. Hoy, sin embargo, me mostraré a los egipcios. Obligaré a todas esas hienas a sonreír, aunque para ello deba emplear la violencia. Quiero que mi mirada les cause espanto para que durante mi ausencia no se atrevan a hacer necedades y pretendan de nuevo llamar a su Apis. Además, Akra no podrá enterrar a su buey, sino que él mismo deberá lanzarlo al río, para que halle la tumba en la boca de los cocodrilos. —Dio unas palmadas—. Preparadme el caballo. Quiero además que me acompañen quinientos jinetes. —En sus ojos se reflejaba el odio. Cambises golpeó con su puño izquierdo la palma de su mano derecha—. Vamos al templo y luego con los sacerdotes al Nilo.
Las voces de la gente primero alborotaron, luego fueron extinguiéndose. Pero mis oídos parecía que quisieran estallar. ¡Dejadme marchar! Quería gritar. ¡Marchar! Pero no logré articular las palabras; incliné la cabeza. Marcharíamos hacia tierras sirias, luego hacia Babilonia y después pasaríamos por las anchas calles de Susa. Los soldados gritarían: «¡Adelante con Cambises, señor de la humanidad!». Vi ante mí todos esos días, uno tras otro, iguales entre sí y a la vez distintos. En silencio pedí a Ormuz y a Zeus que no llegaran tales fechas para mí. Alguien me tocó en el brazo. Era Kawad. En su mano había una copa.
—Bebe, Tamburas, tu cara está pálida —dijo, mirándome como una madre contempla a su hijo enfermo—. ¿Puedo ayudarte en algo?
—Dejadme marchar.
—¿A dónde? —me preguntó sorprendido.
—Llevas razón —le respondí—. La puerta que conduce a la libertad tiene muchos nombres, pero cada uno debe pasarla solo.
Tomé el vino que me ofrecía.
Kawad me miró preocupado, luego su cara enrojeció.
—Sigamos al rey —dijo confuso.
Se veía en sus ojos que no había alcanzado a comprenderme, intentó sonreír, pero apenas logró esbozar la sonrisa. Yo le seguí, pues Kawad era joven y no sabía nada de mí.
Al final del recorrido que hicimos hallamos al rey en el patio. Oí su voz aguda, excitada. Sobre el cielo revoloteaban dos buitres, sombras tétricas en el claro esplendor del día. Los jinetes estaban ya preparados en el patio, los caudillos pidieron sus corceles. Había un gran alboroto, como si cien mujeres en el mercado se pelearan por el mejor vino.
El caballo del rey fue conducido hasta él por uno de los esclavos. Estaba muy ricamente adornado. Hasta ese día siempre había visto al monarca en su carruaje. ¿Era quizá también un buen jinete? No sabía por qué, de pronto mi corazón latía con tanto ímpetu. El trecho que el siervo recorriera estaba cubierto de flores. En un grupo de mujeres reconocí a Batike. Precisamente estaba ocupada cortando flores, pero interrumpió su trabajo para hablar con el siervo. Lo que dijo no pudo oírse a causa del ruido, pero vi, al igual que todos, como su mano acariciaba al caballo. Cambises gritó impaciente. Un caudillo extendió su brazo y el siervo se apresuró. Batike me miró. Seguramente estaba sonriendo, pese a que Cambises había ordenado que se cortara la cabeza de su padre; sonreía como una mujer que sabe soportar muy bien sus propios dolores.
Un sacerdote de los del grupo de Chorosmad echó agua consagrada al caballo en que Cambises debía montar. Ochos juntó sus manos y las presentó al rey para ayudarle a montar. Cambises miró a su alrededor y bruscamente montó sobre el caballo.
En ese preciso instante sucedió algo extraño. Los buitres descendieron y desaparecieron bajo el techo del establo. La montura del caballo se rompió precisamente por el punto que sostenía todo el peso del rey, quien, con las venas de su frente hinchadas, quería soltar su pierna. Vi sus ojos asombrados y los dientes por entre su boca abierta. Era como si el rey hubiera recibido un violento golpe por el aire que le echara a un lado y le derribara a tierra. Todo esto sucedió de una manera muy rápida y a la vez, espiritualmente, muy lenta, de modo que todos pudieron seguir detalladamente los movimientos. Cambises quedó echado en el suelo, con la cara sobre el pavimento. Fue un ruido como cuando alguien echa un cesto al suelo.
Durante un breve instante reinó un silencio de muerte. Oí el quejido del rey, luego surgió de entre todos los guerreros un enorme lamento. Todos intentaban ser el primero en ayudar a Cambises a levantarse. Los caudillos tropezaban unos con otros en su apresuramiento. Yo me encontré en medio del tumulto, indefenso.
—¡Atrás, guerreros! ¡Separaros, locos! —gritó desaforadamente Prexaspes.
Golpeaba con sus puños y daba patadas. Detrás de Kawad también yo me puse a separar a la gente agolpada. Detrás de Damán estaba Jedeschir sudando. Llevaba al rey apoyado sobre su pecho como un niño enfermo. Sus labios estaban muy apretados, el dolor se reflejaba en sus ojos. Mientras yo hacía sitio y Kawad en el otro lado ensanchaba el paso, Damán pasó muy junto a mí.
Cambises respiraba, pero su cadera estaba manchada de rojo oscuro, como de vino derramado. Al caer, la fina vaina de su puñal se había roto y el filo había penetrado en el cuerpo del rey. Me di cuenta en seguida de que era el mismo puñal con que hiriera de muerte a Apis. Precisamente le había herido su propia arma a él y en lugar idéntico en que él hiriera al animal.
—¡Un médico! ¡Un médico!
Todo el mundo gritaba lo mismo. Grobias comenzó a dar órdenes a los jinetes, que abandonaron el patio. Muchos soldados ni siquiera sabían lo que había sucedido. Habían permanecido todo el rato sentados, con la cara hacia la puerta, y no habían podido ver la caída. Algunos caudillos se ocupaban de que esos soldados abandonaran rápidamente el palacio.
—¡Ormuz poderoso!
Descompuesto, pasó frente a mí Prexaspes y desapareció detrás de Damán en el palacio.
Mis oídos escuchaban susurros. Yo sabía que los dioses tenían mucho que ver con lo ocurrido. Pero me quedé en mi sitio y seguí con la mirada a Dareios, que se dirigió hasta el caballo y recogió de su lado la montura del suelo. Estaba dividida en dos, como si alguien con un cuchillo la hubiera rasgado.
Dareios la contempló largo rato, luego levantó el brazo y nos mostró a todos el cuero partido. Ochos se volvió pálido como un cadáver. Dijo algo a Dareios. Yo no entendí sus palabras.
—No es posible —dijo Kawad—. ¡No, esto no es verdad!
Lentamente, como si sus brazos y sus piernas le pesaran como el plomo, Dareios se dio la vuelta. El pobre esclavo que había traído el caballo, retrocedió lleno de espanto y se echó al suelo ante Dareios.
—Mi gran señor, soy inocente.
—¿Lo eres realmente? —preguntó Dareios—. ¿No eras responsable por el caballo? ¿No fuiste tú quien lo preparaste?
Miraba con ojos despiadados al que estaba echado delante de él. Su frente parecía reflexionar.
—No señor, no fui yo quien lo preparara; se preparó en el establo. Lo único que yo hice fue traerlo hasta aquí.
—Pero ¿no debías examinar su estado? —El hombre no respondió—. ¿Qué?
—Ya lo hice, señor… No faltaba nada, puedo asegurarlo.
—Levántate. ¿Cómo te llamas?
El hombre se levantó. En sus ojos se reflejaba el espanto. Sus mejillas se coloreaban y nuevamente palidecieron.
—Narbata, señor.
—Dame tu cuchillo, Narbata.
Los labios del esclavo temblaron.
—No poseo, señor.
—Entonces dame tu espada.
Dareios se la tomó de la mano.
El pobre esclavo levantó sus brazos como para defenderse y bajó la cabeza sumisamente. Pero Dareios no se preocupó de él. Examinó el arma. Era grande y pesada. Dareios me mostró la espada y la montura de cuero, lo mostró también a Ochos, Gobrias y Kawad.
—Con una espada como ésta se puede perforar una piel, pero no se podría nunca partirla.
Muy lentamente Dareios volvió a dirigirse al siervo y puso la punta de la espada junto a su vientre.
—Tu vida está en tu respuesta, di pues la verdad —titubeó un instante—. Antes una mujer te llamó y tú te detuviste. ¿Qué hizo?
—No lo sé. —El hombre apenas podía hablar. Tragó saliva y añadió—: Yo iba con el caballo, a su lado derecho, y éste me impedía verla. Fue Batike, la mujer del rey, la que me llamara. Me dijo: «¡Qué animal tan precioso!». Y quiso acariciarlo.
—¿Qué hacía antes de que tú te acercaras con el caballo?
—No lo sé, señor.
—¿No cortaba flores con un cuchillo?
—Creo que sí, señor.
El hombre temblaba.
Dareios retiró su espada. Todos aguardaban que la hundiera en el cuerpo del desgraciado, pero se la devolvió.
—Márchate y lleva el caballo al establo. No hay nada que censurarte.
El joven príncipe aqueménida se dirigió hacia la casa de las mujeres.
Ochos se estiraba los dedos, en su confusión miró a izquierda y derecha. Nuestras miradas se encontraron y bajó sus ojos como un animal salvaje que ha sido alcanzado por el arma de un hombre. ¿Es que todavía amaba a Batike? ¿Se había vuelto loco por su pasión? Debía de ser así, pues de pronto echó a correr y quiso interponerse entre Dareios y la casa a la que se dirigían los pasos de éste.
—¡No puedes hacer eso!
Todos nosotros nos dirigimos a ellos y formamos un semicírculo en torno suyo.
Dareios hizo un gesto nervioso, como para sacarse de encima a un niño tonto.
—Déjame pasar. —Al ver que Ochos no le cedía el paso, apretó sus mandíbulas y repitió—: Déjame pasar y no me mires como si fuera tu enemigo.
—Lo eres, pues protejo la casa de las mujeres. Nadie puede penetrar en ella y menos porque una necia sospecha se levante en tu pecho contra la reina.
Dareios denegó con la cabeza.
—Atossa es nuestra reina. Pero yo quiero buscar a la egipcia, la que cortaba antes flores con un cuchillo. Agitó la montura de cuero y de pronto la lanzó a la cara de Ochos, de modo que le dio un golpe en la frente. Luego se echó sobre Ochos antes de que éste pudiera desenvainar la espada y le apretó los brazos contra el cuerpo. Pero el loco luchaba con la fuerza de un león. Comenzó a proferir terribles gritos y su cara se contrajo dolorosamente bajo la presión de los musculosos brazos del joven príncipe. No se le ocurrió nada mejor que echarse sobre los hombros de Dareios para morderle mientras le daba patadas. Comenzaron a luchar entre sí de modo que tan pronto subían un escalón de la casa como lo bajaban. Por fin Dareios logró derribarle con un golpe y echarle contra las piedras. Ochos gritó de dolor. Kawad quiso interponerse, para separarles, pero Gobrias le detuvo.
—Uno de los dos ha de ganar, para que termine la pelea —dijo.
Al caerse, Ochos se había herido, pero volvió a lanzarse sobre Dareios. Luego vimos cómo Dareios con una mano cogía las dos de Ochos y con la otra cogía su cabeza que golpeó contra las piedras. Ochos gritaba, pero continuaba dispuesto a atacar. Yo me di la vuelta, pues no deseaba ver cómo Dareios mataba al amante de Batike. Pero el joven príncipe tan sólo le golpeó en el rostro con su puño y vi como le alcanzaba en la cara.
Dareios dejó que el vencido rodara por las gradas. En sus ojos de pantera no se reflejaba el triunfo, sino tan sólo el asombro. Subió dos, tres escalones.
—¡Batike! —gritó—. Ven aquí y trae tu cuchillo, he de hablar contigo. Si no vienes, iré a buscarte.
Su voz resonaba fría, sin pasión alguna, aunque lograba provocar espanto.
Gobrias avanzó unos pasos y advirtió a Dareios, pues Ochos, casi muerto, con la cara ensangrentada y curvada la espalda, como si su columna vertebral estuviera rota, intentaba de nuevo dirigirse hacia él. Extendía una de sus manos, como el que pide algo; en su mano llevaba la espada, mientras con su mano izquierda se apretaba la cadera para que su cuerpo se mantuviera en pie.
—¡Detente! —le gritó Dareios, pero luego sacó también su espada, pues Ochos subía ya las escaleras.
Las dos espadas chocaron y comenzaron de nuevo la lucha. Naturalmente Dareios era mucho más rápido y seguro en sus golpes que el otro; luego vi cómo cerraba sus ojos mientras hacía que su espada avanzara y alcanzaba con ella el pecho de Ochos. Le dio todavía un par de golpes más en el cuello y en el hombro. Ochos se desplomó, estaba muerto antes de que sus hombros alcanzaran el suelo.
Dareios conservó la espada en la mano. Nos miró. Nadie dijo nada. Finalmente fue él quien habló.
—Responderé de lo que acabo de hacer. Si el rey quiere castigarme, moriré por mis propias manos. Pero ahora voy a hacer lo que me proponía y preguntaré a la mujer a causa de la cual está este hombre muerto aquí.
Atravesó la puerta llevando en su mano la espada ensangrentada, y las mujeres del harén que habían acudido al oír el griterío se hicieron a un lado para cederle el paso. Dos eunucos, llenos de espanto, se pusieron frente a él. Pero del interior de la casa se oyó la voz de Atossa e inmediatamente se hicieron también hacia un lado. Dareios dijo algo y la reina respondió.
—¡Voy hacia ti, Batike! —gritó Dareios, y se puso en movimiento. Por segunda vez gritó y su voz era la de un verdugo.
Como en el pasado, todas las mañanas el horizonte enrojecía y el cielo se extendía alto, ancho y azul sobre la tierra egipcia. Las heridas del pueblo cicatrizaban, la vida proseguía su curso y reclamaba sus derechos. Después de que las gentes tomaran conocimiento de la enfermedad del rey, las casas volvieron a abrir sus puertas. Prexaspes dio acertadas órdenes para tratar a los habitantes de Memfis. Nadie debía molestarles en lo sucesivo por sus creencias. Así pues, progresivamente, los niños reaparecieron en las calles de la ciudad y el pueblo permanecía sentado en los terrados de sus casas cuando al finalizar la tarde soplaba el viento fresco, como tiempos antes. Se les veía también en los jardines y en las tabernas. Muchas veces comenzaban a hablar por lo bajo, cuando no veían cerca de sí a persas, y decían que Apis se había vengado del rey con una terrible enfermedad. Cuando muriera ya nadie hablaría de él, si no era para referir sus malos actos, que sería difícil enumerar. Luego se reían y se daban golpes amistosos en el hombro.
De hecho, el rey se debatía entre la vida y la muerte. El cuchillo le había herido gravemente. Cambises estaba totalmente agotado en sus fuerzas y los médicos persas tenían mucho trabajo para calmar su sangre alterada. A los catorce días tuvo fiebre. Con el rostro congestionado, el rey se agitaba en su lecho. No reconocía a nadie y en muy pocas ocasiones despertaba de su estado de delirio. Gobrias, Aspatines y Megabizos montaban guardia a su lado, al igual que Dareios. Dareios era el que más resistía. Yo le admiraba. Siempre le hallaba allí, con su mirada dirigida al monarca, controlando el trabajo de los médicos y las mujeres.
Pero los galenos persas no veían que hubiera nada a hacer. Prexaspes llamó a palacio a un médico egipcio. Debía dormir allí, pues no se quería que el pueblo supiera nada acerca del estado del rey. Pero este médico era ya anciano y estaba muy habituado a la bebida. Yo mismo había visto con mis propios ojos como se bebía grandes vasos de vino. Junto a los instrumentos, sus ayudantes le traían siempre grandes jarras, pues era incapaz de trabajar. A veces sus manos temblaban como hojas agitadas por el viento, y sólo hallaba de nuevo la calma al tomar en sus manos la jarra llena de vino. En lo que respecta a su vestido, a veces lo llevaba muy sucio, como si fuera un porquero. Llevaba la barba muy descuidada, su ropa interior despedía muy mal olor y nunca se lavaba ni tan siquiera la cara, pero también es cierto que en todas partes hay médicos de esta clase. En ciertas ocasiones ese desaliño exterior causa entre el pueblo cierta fe en sus capacidades como si precisamente el desprecio ante tales cuestiones fuera signo de facultades especiales sobrehumanas. Su lenguaje era grosero, gritaba a Prexaspes y Damán y las pocas palabras amables que surgían de su boca eran siempre para sus ayudantes. Luego bebía otro trago y se miraba la jarra como si tuviera ante sí a su amada. A veces, cuando no estaba junto al rey, estaba tan bebido que ni siquiera podía sostenerse en pie y debía apoyarse en sus ayudantes para andar. Pero nada podía reprocharse a sus conocimientos médicos. Lavaba la herida, la cubría con plantas medicinales, colocaba encima paños calientes, todo ello con movimientos precisos y calculados, y proporcionaba al monarca bebedizos para calmar sus dolores y té para tranquilizarle, logrando calmarle.
Al quinto día de su estancia en palacio el médico dijo a Prexaspes:
—Todo esto es inútil. Dentro de dos días, como máximo tres, el faraón estará muerto.
Todos nosotros estábamos en la antesala de la cámara del rey. Dareios se dirigió hacia él. Con su manó cogió al borracho violentamente y sacudiéndole dijo:
—Si tal sucede, cerdo que hueles siempre a mierda, será tu última hora.
El egipcio no manifestó miedo.
—Tú matas mientras yo intento sanar —respondió—. Pero la decisión sobre este asunto no está en manos de los hombres, sino en algo que yo ignoro y luchar contra ello sería absurdo. —Yo miré sus hinchados párpados—. Yo soy un anciano —murmuró con voz tranquila, pues hacía poco que había bebido y por lo visto el vino le daba fuerzas—. La muerte es algo que poco me asusta, la he visto miles de veces e incluso la considero mi amiga. Pero aquí todo el arte de un médico de nada sirve. Ningún hombre, ni tan siquiera yo, puede ayudar al faraón.
Las pocas horas que pasaba en mi casa, la cual en realidad ya no era mía, eran para comer, beber y dormir, si es que no lo había hecho ya en palacio, y firmar escrituras en que Papkafar firmaba también como testigo. Al entregarle a firmar una de ellas su rostro se tornó muy rojo. Al preguntarle yo amablemente:
—¿Pasa algo?
Se mesó los cabellos y me miró como un niño desdeñado.
—¿Estás loco, Tamburas, o es que en tu mente hay un demonio? Regalas tus esclavos sin tomarte la molestia en pensar que yo tuve mucho trabajo en hacer de ellos lo que son, los mejores esclavos de Memfis. Nunca volverás a poseer otros iguales.
—Yo no los regalo, sino que les concedo la libertad. ¿Es que no hay diferencia entre ambas cosas?
—¿Y por qué no echas también a la vez todo tu dinero por la ventana? Poseemos catorce hombres y doce siervas, sin contar sus hijos. ¡Qué sandez! —Se rió irónicamente—. Pero en realidad yo fui necio. ¿Por qué no vendí junto con la casa los esclavos? Todo eso que habría ganado.
—Papkafar, Papkafar —le respondí suavemente—. Tus ideas son realmente sucias y odiosas. ¿Crees realmente que debo vender mis esclavos, entregarlos a otras manos sin saber qué es lo que en el futuro ha de sucederles? ¿Es que has olvidado que también un hombre llamado Papkafar no es sino un esclavo? Si vendo mis esclavos, te prometo que tal nombre encabezaría la lista.
Me miró petrificado.
—Añadiré, además —continué—, que poco puedo ya esperar de ti. Comienzas a ser viejo y, a causa de tu espalda curvada, poco es el trabajo que puedes hacer. Además te has puesto muy gordo. En realidad, si alabo a un comerciante tus facultades mentales creo que le asustaría más que si le dijera que eres un gandul y tonto. En ambos casos, poco sería el dinero que me diera. Pero, en fin, si eres tú mismo el que deseas que te venda…
—Pero, señor, yo hablaba de los otros y no de mí. ¿Desde cuándo me consideras igual a los otros? ¿Es que no te seguí desde Susa? ¿No me esforcé por cuidarte y que siempre tuvieras de qué comer y beber? Hoy eres uno de los hombres más ricos de la ciudad. ¿No te salvé la vida al conjurar el sol y rechazar a los etíopes? ¿No estuve siempre a tu lado y pasé muchas vicisitudes que, he de reconocerlo, no siempre me resultaron agradables? ¿No te cuidé, en fin, como un padre a su hijo, al abandonarnos Olov? Tamburas, ¿es que tu mente se ha confundido y ya ni siquiera reconoces quién soy?
—Eres Papkafar —le respondí en un tono indiferente—, un esclavo que es tan necio que me pide venda a todos mis siervos, es decir, también a él, en lugar de regalarles la libertad.
Mi apreciado embustero pareció empezar a comprender.
—Veo en tus manos un último documento. Entrégamelo o mejor quizá léemelo, pues mis ojos comienzan a estar cansados. Soy un asno, Tamburas. Creo que ya ni siquiera sé a veces distinguir entre las sombras y la luz en tu mirada.
Le leí lo que en el escrito se decía y Papkafar ocultó su cara bajo sus manos.
—Ya no sé ni tan siquiera si ese escrito me hace feliz o desgraciado —dijo finalmente—. Durante todo este tiempo aspiré a llegar a ser libre, pero ahora te aseguro que me da la impresión de que una luz desaparece. Soy libre, Tamburas, y además un hombre rico, pues la mitad de todas tus riquezas me pertenecen. Pero en mi mente y en mi pecho siento una presión. —Se puso a llorar y a suspirar—. Realmente soy un hombre extraño —continuó—. En lugar de saltar de alegría, parece que me lamente. Quizás esto es sólo por nuestra próxima separación, que hace sufrir a mi corazón. Jamás deseé estar en dos lugares a la vez. Pero ahora, en tanto alegremente pienso en mi regreso a Susa, deseo con todas mis fuerzas encontrarme también a tu lado…
Dominó su emoción y pasó a hablar de mil cosas distintas, de los años en que fue esclavo a mi lado, luego del futuro que le aguardaba a partir de entonces, rico y orgulloso de su poder, y hubiera charlado mucho más tiempo si de pronto no me hubiera acometido a mí el temor de que en palacio pudieran necesitar de mí con urgencia. Muchas veces Cambises, cuando volvía en sí, me llamaba a mí o a otro para intercambiar algunas palabras.
Prexaspes me aguardaba en el umbral de la puerta de la cámara real.
—Precisamente iba a enviar alguien en tu busca, Tamburas —me dijo. Detrás de él reconocí a Damán, Kawad, Jedeschir, Dareios y otros de los fieles—. El rey está muy débil y llama a Erifelos. «¡Decid a Tamburas que busque a Erifelos!» ha ordenado. Ha olvidado que aquél a quien llama ya no se cuenta entre los vivos. Ve, Tamburas, y habla con él.
En la habitación poco iluminada se encontraba Gobrias de vigilancia. Atossa, orgullosa y hermosa, se levantó del lado del rey. En otra ocasión fui yo quien descubriera su complot contra Batike. Pero ahora me miró sin animosidad y se hizo hacia un lado. El médico egipcio no estaba presente. Probablemente debería de estar bebiendo en algún rincón de la casa.
Cambises tenía un aspecto muy débil. Su cara estaba roja, arrugada como una manzana asada. ¿Era el mismo conquistador que en su anhelo de gloria pretendía vencer a todo el mundo?
—La muerte vuela por el cielo… llevada por una suave brisa… sobre una negra nube… —Abrió sus ojos—. Siéntate junto a mí, Erifelos…
El rey no me había reconocido. Su mano salió de la cobertura de la cama y se la colocó junto al pecho. Realmente se sentía la presencia de la muerte y Cambises era incapaz de vencerla. El brillo enfermizo de sus ojos se extinguiría para no existir ya nunca más. Por ello hice lo que me pedía y no le odié, pues todos los hombres ante la muerte son iguales y todos merecen la más profunda compasión.
—Pon tu mano sobre mi frente, Erifelos —susurró el rey—. Intenta calmar el dolor de mis ideas. —De pronto comenzó a llorar. En su cara no se movió un solo músculo, pero las lágrimas fluían por sus mejillas—. El rey está solo y a veces grito incluso, pues siento que cae sobre mi cabeza sangre que amenaza con ahogarme. —Respiró fatigosamente—. Siento miedo, estoy solo y nadie me ayuda a extender sobre la tierra la voluntad de Ormuz…
Yo sequé su frente y sus mejillas con un trapo seco. ¿Qué debía responderle? Cambises era un hombre frente al juicio de su propia conciencia. Sus actos estaban frente a él, acusándole.
—¿Por qué el Dios de la luz se oculta en las tinieblas? —susurró—. ¿Por qué no se me manifiesta para que pueda comprender qué fue malo? ¿Por qué no siento en mí la semilla de la comprensión?
Sus manos comenzaron a agitarse nerviosamente. Coloqué mis manos sobre las suyas para calmarle.
—Los hombres no poseen la clave para comprender a los dioses —murmuré al cabo de una pausa—. Desde nuestra infancia debemos prepararnos para presentarnos al juicio de los dioses e intentar mantenernos siempre dignos.
—Calma mi corazón. Llénalo de paz y tranquilidad. Tú eres un extranjero, Erifelos, no perteneces a mi pueblo, pero yo siento confianza en ti.
Yo contemplé a aquel hombre derrotado, en el que ya no veía a un rey ni a un hombre de treinta años. Las palabras fluyeron de mis labios, como si fuera otro quien hablara y no yo.
—Confianza, temor de los dioses, amor y sentimientos de felicidad, todas esas cosas arraigan en nuestro corazón lo invisible. No tiene ningún sentido perseguir lo que no se encuentra en uno mismo. —Hablaba tan bajo que no me oyó. Coloqué mi mano sobre la frente del rey y la retiré sorprendido por el calor que recibí. Sus mejillas estaban encendidas como brasas—. Pronto te dormirás, Cambises. Luego los dioses surgirán sobre una nube para recibirte. Quizá serán benévolos contigo, pues la medida que aplican a los hombres sobrepasa a nuestro entendimiento. Deja que las cosas sean tal cual son. Darse a lo celestial y recibir a lo celestial. Nuestra vida corre por entre sus manos como agua.
—Quiero la paz —gimió—. Paz.
—¿La has buscado? ¿La perseguiste con los ojos del sediento, del perro que olfatea, con los oídos de la liebre?
—¿Es… demasiado tarde?
Guardé silencio durante un rato.
—La respuesta, rey de los persas, no puede darla ningún hombre. Purifica pues tu corazón de todo mal que mora en nosotros, pues insaciables en nuestra vida buscamos mujeres hermosas, la fama y la gloria, desmesuradamente, sin razón. Pero llega el día en que nuestras posibilidades se terminan, dispersas en nuestra agitación. Nos hallamos con las manos vacías ante el campo de la vida como el sembrador cuya esperanza es el fruto que ha de surgir de su trabajo. Aspiramos a obtener una buena cosecha y que los dioses escuchen las voces que luchan por alcanzarles.
Tomé su mano derecha y la acogí entre las mías. Al cabo de un rato sentí sus dedos calmados.
—Continúa hablando. Tus palabras me tranquilizan, tus palabras poseen fuerza. Ante mis ojos surgen imágenes distintas y las flores se acercan a mí…
—El hombre semeja a un árbol —le susurré al oído al que agonizaba—. Sus ramas se elevan hacia lo alto como nuestro espíritu, pero las venas de su vida se enraízan en la tierra. Hacia lo alto y hacia abajo, tal es nuestro destino. Durante el verano de la vida nuestros actos reverdecen como las hojas de las ramas. Pero en otoño el árbol muda de vestido y aguarda el viento, desnudo. Todos cuantos se sintieron alegres en verano, cantaron y bailaron entonces, lucharon y amaron, sentirán lo mismo que ese árbol. Tal es el misterio de la vida. Nacimos desnudos y marchamos de esta vida igualmente desnudos. Pero del cordón umbilical depende nuestro primer grito, cordón que nos une invisiblemente a los dioses, pues tal como existen entre los distintos pueblos profetas que prevén las cosas que luego acontecen, nosotros sólo realizamos lo que ya estuvo determinado con antelación en el eterno juego entre el cielo y la tierra.
Hablé porque sentí en mí algo que me impulsaba a hacerlo y pese a que muchas de las cosas que mis labios decían me parecían a mí mismo incomprensibles. Mi corazón se abrió y mi pecho se sintió liberado, pues daba a Cambises el mensaje de los dioses tal como yo lo concebía. Su rostro se distendió y se tornó mate, como un capullo en una rama. Abrió sus manos como si quisiera alcanzar algo y dijo:
—Veo los cuatro pájaros sagrados de Ormuz que vuelan en el cielo como emisarios de medianoche, de la mañana, del mediodía, de la tarde. Me traen una corona hermosa…
Luego observé que Cambises dormía. Me levanté y, junto con Erifelos, pues tal era yo en esos momentos, Tamburas abandonó al rey para siempre, pues en la siguiente noche la muerte visitó el lecho sobre el que extendió su mano.
Permanecí hasta la tarde entre los dignatarios de la corte y abandoné luego el palacio. Junto al río había mucha agitación. Chorosmad y sus magos perseguían niños para con su sangre calmar al dios malo, Ahrimán. Por eso dirigí mi caballo hacia arriba de la corriente del Nilo, lleno de las peores sospechas, puesto que Kawad me había contado algunas de las cosas que los sacerdotes hacían en su locura.
No tardé mucho tiempo en descubrir el fuego sagrado. Había allí, además, diez o doce antorchas y vi a aquellos locos agitándose y cantando a gritos como salvajes. Sus caras estaban desencajadas, sus ojos parecían de locos. Todos se sentían unidos por el crimen en común, se lanzaban sangre a la cara y ponían sus manos desnudas en el fuego encendido sobre un altar.
Yo espoleé a Intchu y pasé con mi caballo por en medio de aquel tumulto. Algunos hombres se quedaron quietos, con ojos de espanto; otros se retiraron rápidamente como serpientes atacadas. Chorosmad, sin embargo, se salvó vestido con sus ropas doradas, de un salto, pero cayó al río. Era de esperar que los cocodrilos supieran terminar con él.
Por la noche no pude dormir. Veía surgir en el cielo una antorcha. Las nubes se agolpaban y un rayo traspasaba la tierra. Ese rayo derribó a dos persas bajo un árbol junto al palacio real. Luego supe que en ese preciso instante el rey expiró.
Por la mañana se anunció la muerte del rey. Los emisarios galoparon hacia todas partes y los heraldos notificaron a las gentes de Memfis lo que había sucedido y lo que debían hacer. Las puertas de las casas se cerraron, el comercio se suspendió durante tres días. Las mujeres y niños espolvorearon sus cabezas con ceniza e incluso los hombres se abstuvieron en esos días de hacer comentarios sarcásticos, pues si a su lado se hallaba alguien desconocido podía ser que sus ligeras palabras pudieran costarles la vida.
En palacio se apagó el fuego sagrado para encenderlo de nuevo por la noche. El ejército desfiló por última vez delante del rey ya difunto. A izquierda y derecha había miles y miles de egipcios. El cortejo fue abierto por las tropas de los «invencibles». Detrás seguían los príncipes y dignatarios de cada provincia. La infantería desfilaba al compás de flautas y trompetas. Levantaban sus escudos e inclinaban sus largas lanzas en señal de último saludo. Los medos y susianos seguían con sus caras tristes, en su espalda llevaban el carcaj con flechas y en su mano el arco. A éstos seguían partos y otros soldados de distintos pueblos, de Asiria y Babilonia. Los altos yelmos de los sirios brillaban bajo el sol. Muchos bactrianos al desfilar llevaban su mano sobre el pecho, aclamando al rey.
El desfile parecía interminable, miles y miles de soldados, de estandartes, banderas, etc. Para los egipcios constituyó sin duda un bello espectáculo y su entusiasmo se manifestó varias veces. Detrás de las columnas de caballería pasaban más de veinte mil guerreros. Agitaban sus escudos de cuero e incluso los lanzaban al aire, como si quisieran atacar a un enemigo invisible. Así pues, los persas pasaron por última vez frente a su rey, unos a caballo, otros a pie y otros en carruajes, frente a aquel rey que pese a sus muchas mujeres no dejaba descendencia alguna. Era una escena realmente impresionante y de hecho constituía el paso a una nueva época.
Los egipcios contemplaban todo el despliegue de fuerzas, impresionados. Aquéllos que no se habían puesto encima de la cabeza ceniza, el polvo cubrió sus cabezas. La multitud, al finalizar los actos, se dispersó lentamente. En los templos se celebraban sacrificios. Chorosmad, al que los cocodrilos perdonaron la vida, tuvo mucho trabajo. Artistas que habían aprendido de él el arte de tañer la lira, tocaron melodías y luego, dejando los instrumentos, entonaron cantos en que se contaban las hazañas de Cambises, el gran hijo de Ciro.
Al mediodía y por la tarde más de mil trompetas proclamaron el duelo nuevamente al aire. Yo por mi parte me coloqué sobre los hombros el manto de púrpura, di instrucciones a Papkafar y marché en busca de Prexaspes y Damán, Dareios, Jedeschir y Kawad. Quería hablar con ellos, decirles que partía y no quería hacerlo a escondidas como lo hace un ladrón.
—Eres un caudillo de los persas, Tamburas —dijo Prexaspes, que fue el primero en atenderme—, y francamente siento pena al considerar que nos abandonas. Pero puesto que no eres de nuestro pueblo, puedes marchar a donde gustes. En Susa un impostor ha ocupado el trono, pero son muchos los que le aclaman. Nadie sabe qué va a suceder, pues el futuro permanece en las sombras. Debemos encontrar entre todos cuál es nuestra misión, pero con Dareios y Damán marcharé gustoso a Susa para cumplir los deseos de nuestro difunto rey.
Kawad dijo:
—Puesto que la tierra es pequeña y los hombres pueden recorrerla a caballo desde una punta a otra, es seguro que volveremos a vernos. Me alegro por ello, pues fuiste para mí como un hermano y siempre te he apreciado en mucho.
Me despedí de todos, pero cuando hablé con Dareios y me abrazó para despedirme, me sentí como un soldado que huye, abandonando la lucha.
Cuanto más me alejaba del palacio, menor se hacía la opresión en mi pecho. Papkafar reunió a todos los siervos y esclavos en el patio. Todos tenían la cara muy sofocada y me contemplaban llenos de esperanza. Les entregué los documentos y les dije que a partir de ese momento ya eran libres. Al mismo tiempo ordené que trajeran de mi habitación un cofre y les regalé oro y plata. Todos me aclamaron y manifestaron su júbilo. Snofra estaba en un lado sola. Su cara estaba muy pálida. No dijo una sola palabra, su silencio era como una bofetada en pleno rostro. Pero dominé mis sentimientos. En esos momentos veía mi futuro y a Agneta con más claridad que todo cuanto me rodeaba.
Un último banquete. Todos se afanaron en prepararlo con gran esmero. Comí y bebí con mis antiguos esclavos y esclavas. Cada uno de ellos se esforzó en resultar agradable. Bebieron mucho, llegaron incluso a perder su temor ante Papkafar y se abrazaban unos a otros locos de alegría.
Por la noche Snofra apareció junto a mí. Con los ojos cerrados alargué mi mano hacia ella. Estaba llorando y temblando, como si un invisible enemigo la estuviera azotando.
—Llévame contigo o de lo contrario moriré. —En el mismo instante dijo apasionadamente—: Nadie puede ya ordenarme nada, puesto que soy libre. Te seguiré, pues, allí donde vayas.
Qué hermosa era, qué joven en su apasionamiento, qué constante en su amor. Pero Falero y Egipto eran dos cosas muy distintas.
—Las gentes de mi patria son muy distintas. Hablan un idioma extraño para ti, no te sentirías bien y serías como una flor que agoniza por estar plantada en terreno pedregoso.
En realidad, sin embargo, mi pensamiento volaba hacia Agneta. El recuerdo se hizo paso en mi memoria y se me apareció su figura más clara que la de Snofra, como si la tuviera más cerca de mí todavía que a aquella esclava, tan hermosa como Batike, con sus ojos verdes.
¡Batike!
Qué lejos quedaba ya de mí. Dareios la halló, seguido de Atossa y el griterío de las mujeres y eunucos. Estaba echada en su cama con el cuchillo que sirvió para cortar flores atravesando su pecho. Sonreía muerta, irónicamente, a Dareios. La vencedora, por fin, aunque derrotada ella misma por sus propios actos.
Cuando desperté mis brazos estaban vacíos. Me sentí responsable y llamé al padre de Snofra; le di doble cantidad de oro que a los otros, como si con dinero se pudieran comprar los sentimientos. Me juró por Ptah y todos los dioses que cuidaría de Snofra como de sus propias pupilas y no la entregaría a ningún hombre en contra de su voluntad.
Damán puso a mi disposición cincuenta jinetes persas como acompañamiento. Mis anteriores esclavos me saludaban en señal de despedida, las mujeres lloraban. Papkafar estaba muy atareado disponiendo todas las cosas necesarias para la partida. Sus ojos no se separaban de los cofres que contenían nuestras riquezas. Hoy sé que aquella noche en que tuve presentes en mí tantos recuerdos, fue mucho lo que perdí con Snofra. Pero entonces me sentí contento al ver que su madre apartaba a la muchacha, que no dejaba de sollozar. «Por el nuevo trabajo y con el tiempo llegará a olvidarme», pensé. Su padre tenía la intención de abrir un comercio, en que se ocuparía de cerámicas y otros objetos artísticos. Tan fáciles fueron los cálculos que yo entonces me hacía.
Quedaban dieciocho días y noches hasta Tiro, el puerto de los fenicios. Éste era el lugar del que partían muchos viajes hacia distintas partes del mundo. Por todos lados se veía mucho ajetreo, las gentes estaban ocupadas en sus quehaceres como hormigas laboriosas. Suciedad, polvo, miseria del puerto, todo se unía a la brisa del agua del mar. Cuánto tiempo hacía que había olvidado tales cosas. Siguiendo las indicaciones de Papkafar, que sentía miedo por mi dinero, me instalé en un puesto militar donde me acogieron muy favorablemente. Mis acompañantes hicieron todo lo restante para acabar de popularizar mi nombre en Tiro, como el del vencedor de la primera batalla persa contra los egipcios, puesto que estaban muy contentos por la plata que les había regalado. Los persas permanecieron tres días y, pese a las recomendaciones de Papkafar, no me mostré avaro con ellos, sino que llené sus manos nuevamente de plata.
Muchas veces me sentaba junto al mar y miraba a lo lejos, por encima de la superficie del agua, hacia el horizonte sin fin. Mientras Papkafar se ocupaba de juntar una pequeña caravana y adquiría siervos para sí, yo busqué con tranquilidad un barco. Tiro era un lugar de mucha agitación y tránsito. Continuamente acudían al puerto o partían de él barcos con velas de distintos colores. En la parte norte de la ciudad habitaban los pescadores. Sus torsos casi siempre al aire estaban curtidos por la brisa y la sal del mar y muy tostados por el sol. Los niños merodeaban a su entorno y se lanzaban al agua como animalitos despreocupados. Todos los días junto al puerto había mercado. Se descargaban barcos, los comerciantes proclamaban sus mercancías y concertaban negocios. Había toda clase de gentes, artesanos, soldados, portadores, muchachas del viejo oficio y gentes dispuestas a gastar, que llamaban a las muchachas, mientras éstas hacían como si no les oyeran. Mendigos y otras clases de gentes propias de todos los puertos existían también; ladrones que a veces ocasionaban con sus actos incluso riñas, hasta el punto de que los guardianes debían intervenir con sus armas para mantener el orden. Y todas esas cosas las había yo olvidado; por eso ahora me sentaba horas y horas contemplándolo todo como si fuera la primera vez que viera todo esto, sintiendo realmente placer al aspirar el aire infecto de mil olores distintos, la grasa de los barcos, el aceite, el vino, los desperdicios echados sobre el suelo de las calles y el sudor de tantas gentes.
Papkafar se ocupaba de sus negocios. Era algo cómico. Pese a que su aspecto era tan extraño, esto no ocasionaba que las gentes se rieran de él sino que, por el contrario, consideraban que tal aspecto realzaba más su origen selecto. Papkafar causaba admiración entre todos, gritaba y agitaba su látigo cuando no le obedecían.
Pero por fin llegó el día en que todo estuvo ya dispuesto. Hallé un barco a mi gusto con un capitán que inspiraba confianza. Se llamaba Teiatón, y cambiaba sus vestidos como un príncipe dos veces al día; por la mañana su túnica era de seda amarilla o verde, durante el calor del mediodía se ponía una túnica del lino más fino de Egipto. Llevaba en su barco carga para Chipre y desde allí quería ir a Creta. Tras largas negociaciones conseguí que Teiatón cambiara sus planes y prometiera desde Creta dirigirse al Ática.
—Llegó la hora en que debemos separarnos —le dije al día siguiente a Papkafar. Detrás de mí estaba el barco, impaciente ya sobre las aguas. Los remeros estaban ya dispuestos y aguardaban las órdenes de su capitán—. Son muchas las palabras que pueden decirse, pero la mejor despedida es aquélla que no se menciona.
En el alboroto sonrió y se secó los ojos. Le brillaban húmedos.
—Al igual que tú, señor, estoy contento y triste a la vez. Ahora soy un hombre libre y poseo muchas riquezas propias, pero cuando me imagino que quizá nunca volveremos a vernos y que marchas sin llevarme contigo mi mente siente de pronto angustia y me hago censuras por abandonarte. Realmente, Tamburas, esto me pesa en la conciencia como si mi espalda llevara el peso que no puede soportar. ¿Quién vigilará en lo sucesivo tu dinero? ¿Quizá confiarás tus riquezas a gentes que te engañen y que en lugar de lamentar sus malos actos todavía se rían, encima, de ti?
—¿Quizá quieres acompañarme a un país extranjero sin saber qué es lo que allí te aguarda? —Me reí de sus tontas preocupaciones—. Deja las cosas tal como están, Papkafar, y administra tus bienes. El rico tiene poder. Deseo que no te conviertas en un hombre demasiado poderoso. Estoy seguro que posees más dinero que yo, pues te conozco y sé que al repartir habrás sabido quedarte con la mejor parte…
—Dios te perdone esas ingratas palabras —murmuró—. Dividí todo justamente, y si es que me equivoqué, no habrá sido voluntariamente. Además, Tamburas, muchas veces me has tratado injustamente y nunca me diste paga por mis servicios, a no ser lo que yo mismo me tomé por propia iniciativa. ¿Es que no valoras en nada los servicios que te presté?
Lo abracé y besé en ambas mejillas. No podía sentir nunca enfado, pues comprendía que a su modo me quería. Lentamente me separé de él.
—Te aseguro que sé apreciarte en lo que vales, pues no fuiste un siervo sino siempre un amigo. Pero del mismo modo que te necesité a veces, también tú necesitabas de mí para que el dinero no endureciera tu corazón. No te dejes llevar por el brillo del oro. Al igual que seguramente tú no estás exento de culpa, has de comprender que muchas gentes se encuentran en dificultad y penurias injustamente. A los mendigos debieras dar, cuando a ti acudan, bebida y comida. Regálales algo de dinero y sabrán alabar tu proceder.
Papkafar se secó nuevamente los ojos. Se tragó lo que seguro tenía ganas de decir, para que la última vez que nos veíamos no tuviéramos más discusiones, y dijo:
—A veces hablas de modo muy misterioso, incluso no alcanzo a comprenderte. Pero intentaré seguir tus consejos. Te aseguro que son muchas las cosas que he aprendido a tu lado. —Levantó sus manos—. Ya ves, Tamburas, que estoy temblando, y es que contigo se va una parte de mi vida. Espero que esta despedida no signifique para ninguno de los dos una catástrofe y que en el futuro hay la ocasión en que nuestras vidas vuelvan a cruzarse. Salud, y si en tu patria no te sientes bien, ven a Susa, donde sin duda hallarás un hogar. Ten siempre presente, Tamburas, que te amo como a un hijo, aunque fui en otro tiempo tu esclavo…
Marché a bordo del barco, casi sordo por el ruido del puerto y las palabras de Papkafar. El capitán me había llamado ya tres veces. Vi a Papkafar en el puerto que iba reduciéndose de tamaño al alejarse el barco; detrás de él estaban los animales de carga que debían transportar sus riquezas y los esclavos que había comprado. Los remeros acompasaban sus impulsos. Era un barco tan bello como rápido.
Con los ojos semiciegos me quedé en la cubierta del barco contemplando la tierra firme que desaparecía. La lejanía aumentaba cada vez más. Papkafar era ya sólo un punto. Agitaba su pañuelo blanco que yo ya no veía. Dejaba en tierra a mi tramposo esclavo y con él quedaban también en tierra Olov y Erifelos. Olov, que se había quedado en Etiopía porque quería ser rey, y Erifelos, al que los dioses prepararon un lecho mortal de arena. El rey de los persas, Cambises, ya no existía, un falso Esmerdis estaba sentado en su trono y el futuro de Persia y de Egipto me pareció tan inseguro como el mío propio.
El capitán me señaló un lugar bajo la vela para poder dormir. Allí estaban mis cosas y mis armas; allí dormí, bebí y comí. Muchas veces escuchaba las voces del mar. Pero a veces mi mirada contemplaba en mi propio interior para ver las imágenes que mi recuerdo me presentaba. Todo el pasado aparecía a mis ojos con tanta fuerza que parecía que todo hubiera sucedido realmente ayer.
Sobre el resto del viaje poco hay que contar. Mi corazón se ocupaba la mayoría de veces de mi propio futuro, que permanecía oculto bajo la incerteza. Las noches a bordo eran muy agradables, los días llenos de paz. Las tormentas perdonaron a nuestro barco; tan sólo un vendaval nos acometió, pero no fue intenso.
Chipre y Creta, Knossos, la capital legendaria de los cretenses, parecía en esos días una ciudad abandonada por la vida. Todo su significado, sin embargo, me era presente. Muchos historiógrafos han escrito sobre Minos y la cultura de los cretenses; muchos de esos relatos, serían imaginaciones, suposiciones sobre cosas muertas, pero a mí, por las calles laberínticas de su ciudad, me acometió el soplo de toda su gran época pasada.
Mientras Teiatón realizaba sus negocios y concertaba nuevos encargos, yo ocupaba mi tiempo en algunas tabernas. Conversaba con las gentes de miles de cosas mientras bebía con ellos vino. A veces ocurría que alguien comentaba con el corazón en la mano todo su destino. Uno había tenido mujer e hijos a los que perdiera por una terrible enfermedad y sus tristezas intentaba ahogarlas en el vino, pues así lograba conciliar el sueño en la noche. He olvidado los nombres de cuantos me contaron su vida. También yo contaba mis aventuras.
Sólo quedaba ya el último trecho del viaje. Durante todo el día e incluso a veces durante la noche, cuando bordeábamos la costa, aspiraba el aire fresco del norte, de aquel viento que procedía de mi patria.
Contaba los días y con un trozo de madera iba tachando rayas pese a que el tiempo me parecía interminable. Pero llegó por fin la mañana en que Ática se ofreció ante nuestros ojos. Con mi cansada mirada, llena de infinito anhelo, reconocí nuevamente todo lo que fue escenario en otra ocasión de mi despedida. Vi Falero y a lo lejos las columnas de mármol de Atenas. Hablé con Poseidón y Zeus y les agradecí que me hubieran permitido regresar a mi patria.
Escuché la orden del capitán. Los remeros levantaron sus brazos. Teiatón ordenó que se desplegara la vela. El azul del mar se hizo más intenso. Mis manos estaban húmedas. Lo que durante tanto tiempo aguardara estaba ante mí finalmente.
Comencé a contar los mástiles de los barcos anclados en el puerto, pero pronto me desconté y recomencé de nuevo, puesto que eran muchos los comerciantes que atracaban sus barcos en este puerto; como antes y como siempre, trabajadores y siervos corrían apresuradamente por las tablas y puentes llevando madera y mijo, artículos de cerámica, exóticas raíces, cestos con pimienta, higos y frutos, dátiles, limones, olivas, mandarinas y naranjas, sacos con granos egipcios y azúcar moreno, así como instrumentos de hierro; otros cargaban barcos que estaban a punto de zarpar.
Ya ni siquiera sé cómo ni cuándo me despedí de Teiatón. Le vi, oí su voz, recuerdo desde luego que le di dinero y con manos trémulas repartí plata entre la tripulación. Una tabla constituía el puente entre el barco y la tierra, era lo que unía el pasado con el presente. Sintiendo debilidad en mis rodillas, pasé por esa tabla, agradeciendo a los dioses que hubieran siempre guiado mis pasos y tras siete años en el extranjero mis pies tocaron nuevamente suelo patrio.
Todo mi equipaje, las armas y tesoros, lo dejé a los vigilantes del puerto. Eran demasiadas cosas las que llevaba para tomarlas conmigo y temía que pudieran robarme. Vi caras nuevas; nadie me reconocía. Me mezclé, pues, entre la muchedumbre, recorrí callejas y callejones, pasé por delante de aquella herrería —eran ya otros quienes trabajaban allí—; mis oídos escuchaban atentamente todos los ruidos y mis ojos parecían beber cuanto a su mirada se ofrecía. Me sentía como si a cada paso esperara que fantasmas del pasado surgieran ante mí. Las casas, las gentes eran como antes y sin embargo todo me parecía más viejo, más pequeño. ¿Es que había aguardado demasiado tiempo? ¿Quizá mi fantasía había desorbitado la auténtica realidad?
Mi lengua me pesaba en la boca. Qué extraño me parecía hablar mi propio idioma, formar sus sílabas y palabras. Un grupo de obreros abandonaba la ciudad y se dirigía hacia el norte. Un anciano, al que pregunté, dijo que los atenienses al norte de Falero construían otro puerto, que sería para ellos más cómodo, pero representaría la muerte para nuestra ciudad.
Novedades y cosas incomprensibles. Marché hacia adelante. Mi mirada buscaba caras conocidas: Agneta, Limón, Tambonea. Emprendí el ascenso hacia lo alto de la ciudad. Describiendo un gran círculo, llegué por fin a la casa en que transcurriera mi juventud.
Un gran olivo estaba como siempre frente a la casa. Cuántas veces me había imaginado durante noches de insomnio mi regreso, pero ahora la fantasía dejaba paso a la realidad. Reinaba el silencio, ni voces de hombres, ni criadas, ni ladridos de perro. El taller de teñidos tenía una pared muy deteriorada. El establo parecía necesitar reparaciones.
—¡Eh! ¿Hay alguien ahí? —Qué vacía sonaba mi voz.
Buen Zeus, dame poder para que todo vuelva a la realidad pasada. Con ojos ciegos daba vueltas, respiraba hondo sin hallar reposo para mi pecho. Finalmente se oyeron pasos. Venían de la casa; reconocí a una mujer encorvada que se protegía la cara del sol con la mano extendida sobre sus ojos. Rasgos viejos, muy viejos, una nariz aguileña y una boca muy estrecha. Espeso cabello blanco le llegaba hasta los hombros, recogidos en la espalda. Hace años esa mujer había tenido una lengua muy acerada, ahora su rostro parecía muy apático.
—¡Mirtela! —grité. Me contempló estupefacta—. Mirtela, ¿no me reconoces?
Tomé el manto de púrpura que había tomado conmigo en un hatillo y lo extendí sobre mis hombros. Naturalmente ya no tenía aquel precioso brillo de años antes, pues estaba algo descolorido e incluso roto en algunos lugares. Retiré la capucha que llevaba sobre mi cabeza y mi rostro esbozó una sonrisa.
Los labios temblorosos de Mirtela se abrieron. Me contemplaba como si estuviera viendo ante sí algo que su conciencia se negaba a admitir. En sus ojos incluso se podía leer el temor, luego el asombro y finalmente dio un grito. Salté y la cogí en mis brazos, la mujer se desmayaba.
Al declinar la tarde, al cabo de horas, ya lo sabía todo.
—También el mal tiene un fin —dijo Mirtela—. Yo fui la única en creer que no estabas muerto, Tamburas, y un día regresarías.
Ella y Soscenes, un viejo esclavo de mi padre, vivían todavía en nuestra casa, que decaía progresivamente. Envié al anciano con un carro al puerto por mis cosas. Mientras, Mirtela hablaba y me contaba, con voz excitada, cuanto había sucedido en los últimos años.
¿Lo dije ya al comienzo de mi narración? Gemmanos, al que llamaba padre, ya no existía. Poseidón se lo llevó en una tormenta. La que me dio nombre, Tambonea, murió poco después. Tan sólo Agneta vivía, pero era la mujer de Limón. Y cada vez que consideraba las cosas tal cual son, mi espíritu y mi lengua sentían el sabor de la sangre.
Mirtela contaba que Limón había colocado en el puerto un vigilante que constantemente preguntara a todos los barcos por mí y Dirtilo. Pero nunca llegaron noticias. Se nos consideraba perdidos. Tres años después de mi partida, Agneta se entregó a Limón y se convirtió en su mujer. Mirtela calló. El fuego continuaba ardiendo en la chimenea y envié a los dos ancianos a sus dependencias.
Llegó un nuevo día, una nueva noche y otro día. Estaba sentado —como un prisionero— ocupado con mis pensamientos. ¿Es que había soñado con un mundo que ya no existía? El presente era como un árbol maldito que ya no puede reverdecer. Regalé dinero a Mirtela y Soscenes, y les ordené que guardaran silencio sobre mi llegada. No comprendían por qué les pedía tal cosa, pero cuando Mirtela se dio cuenta de mi excitación me aseguró que no temiera nada, pues harían lo que yo deseaba.
De ese modo comencé a recapitular todas las cosas acontecidas. Comencé esta narración en que, como eslabones de una cadena, surgen todos los acontecimientos de mi vida, hasta el último en el que ya no existe más esperanza, a no ser quizá marchar de nuevo al extranjero. Agneta había dado a Limón tres hijos. Tan grande como era mi deseo de volver a verla lo era mi rechazo de que tal sucediera.
Reflexioné.
—Deja los muertos a los muertos y deja que el acontecer siga su curso, pues el pasado ni siquiera los dioses pueden modificarlo —le decía a Mirtela.
Transcurrieron tres lunas. Desde la mañana hasta el comienzo de la noche escribí incansable. Mis esperanzas, mis pensamientos se agotaron en el fluir de lo escrito. Pero cuando la noche se imponía salía de la casa y como un ladrón recorría todas las callejas de mi vieja ciudad, incluso en una ocasión me atreví a llegar hasta Atenas y contemplé desde lejos a Limón. Puesto que un esclavo me estaba hablando, me di la vuelta y sin pronunciar palabra marché de allí, para que no pudieran ver mis lágrimas. Mis amigos Achios, Delfino y Artaquides se habían casado y tenían hijos. Para ellos, igual que para Agneta, yo estaba muerto. ¿Para qué, pues, presentarme a ellos y hablarles como un bufón de nuestra infancia? Un día más y mi escrito tendrá ya su final.
Fue un error, transcurrió una semana. Durante ese tiempo clamé a los dioses, abjuré de Limón e incluso de mí mismo. ¿Es que conservé la razón durante esa semana? ¿Lo quisieron así los dioses… o fue todo sólo obra de Limón? ¿Nací para sufrir, y ya en el seno de mi madre se me había señalado un triste destino?
Describo el día en que supe la terrible verdad. Hiparco, mi hermanastro, que, desde la muerte de Pisístrato, gobernaba Atenas, tenía espías suyos en todas partes. Supo por un hombre que vivía yo en casa de Gemmanos. Así pues, una noche un carro llegó a nuestro patio. Dejé mis armas allí donde estaban y me dispuse a recibir la muerte sin resistencia. Entró Hiparco, le reconocí inmediatamente. Detrás de él iban cuatro o cinco hombres armados. Con un movimiento de su mano ordenó que se retiraran.
—Realmente, eres Tamburas. No me engaño —dijo lentamente, y se puso frente a mí, después de orientar su espada contra la pared—. Así pues, regresaste como una paloma que sabe hallar siempre el nido en la patria. —Yo guardé silencio y él continuó—: Te transmito un último saludo de nuestro padre. Pisístrato murió con tu nombre en sus labios, pese a que le desilusionaste. Pero ¿qué fue de tu vida? —Le miré fijamente como a un fantasma—. ¿Por qué te marchaste entonces?
Cuántos días después de su visita estuve luchando conmigo mismo, con el deseo de venganza que invadía mi corazón, es algo que ya no recuerdo. Limón había mentido a todos, a Agneta, a los míos y a mí. Había recurrido a las mentiras y embustes para conseguir a Agneta. Se fue a ver a Hipias e Hiparco para convencerles de que Tamburas pretendía arrebatarles el poder. Llegó a pedirles que me mataran. Puesto que ellos no se atrevieron a hacerlo por miedo a su padre, se apresuró a venir a mi encuentro para convencerme de sus patrañas urdidas. De ese modo el día de mi cumpleaños sucedió que hube de huir, convencido de que mis hermanastros querían perderme. La única solución era la huida. Dirtilos debía conducirme para con sus propias manos terminar realmente con mi vida. Limón, luego, se preocupó de que llegaran todas mis noticias a él y ocultarlas a mis padres y a los míos.
Durante días y noches permanecí despierto. Voces del cielo y del averno luchaban dentro de mi pecho. Mi conciencia estaba envenenada y mentalmente más de mil veces ataqué a Limón. De ese modo creció en mí el odio y me convertí en una bestia que aguarda tan sólo la hora de realizar su venganza.
Mi espíritu fue cogido por los poderes de las tinieblas. ¿No podía realmente conseguir lo que me propusiera? ¿No era caudillo de los persas? Con infinitos jinetes podía irrumpir en el Ática, sorprender a mis compatriotas con todo el poder de mi odio y saldar con Limón todas sus responsabilidades.
A los siete días nació de nuevo el día y sentí que todos mis desengaños desaparecían. El mundo era hermoso, existía el día y la noche, la claridad y la oscuridad, la belleza y la armonía, aunque también la vida estaba llena de terribles peligros. Si lograba derrotar a Limón, ¿conseguiría a Agneta para mí, sería por eso yo el padre de sus hijos? ¿Era lícito responder al mal con mal y a la crueldad con crueldad? El único que sale realmente vencedor es quien logra dominarse. El mundo no es un edén en que se pueda ir de rama en rama para tomar exclusivamente los frutos de los árboles. Existen también frutos podridos y envenenados. Quien busque la pureza y la belleza, la perfección y la felicidad, debe saber conformarse con las desgracias, con el veneno que a veces se oculta tras la hermosura de una manzana.
De ese modo reflexioné sobre muchas cosas. Mi salud se quebrantaba, pues difícilmente conseguía conciliar el sueño. Había regresado para recuperar mi juventud y a la muchacha que lo había significado todo para mí. Pero los dioses echaban sombras sobre mi pasado. ¿Es que Limón habría conseguido realmente ser feliz? ¿No lo compararía Agneta constantemente conmigo, en cuya comparación yo debería salir airoso? La costumbre termina por imponerse, pero un amor inalcanzable es siempre una herida dolorosa en nuestro corazón que no cicatriza hasta la muerte.
Hay algo que ciertamente sé: soy un hombre, una simple semilla en la arena, una hoja agitada por el viento. Al igual que existen gentes felices, las hay desgraciadas. Quien hoy llora su desgracia, mañana quizá reirá nuevamente. ¿Es lícito desesperarse desde el momento que existen Snofra, Papkafar, Kawad y Olov, quien quizás en esos momentos sea ya rey de los etíopes? Son los dioses los que conocen todas nuestras cosas. Cuanto ellos determinan está sometido tan sólo a sus propias razones.
Llegará, pues, también el día en que se ajusten las cuentas a Limón, concretamente cuando le llegue el turno de abandonar esta vida. Su castigo será el merecido y el asunto quedará definitivamente zanjado. Esto lo sé con toda certeza, y por eso quise que toda mi historia quedara escrita, para que aquél que la lea pueda obtener de ella experiencia y fuerzas para aceptar su vida.