—Los dioses que desde tu nacimiento dirigieron su mirada a ti, dirigirán también en lo sucesivo tus pasos. Ojalá los dioses te concedan larga vida, pues no eres soberbio y el triunfo no confunde tu mente.
Erifelos me abrazó. Su cara brillaba de alegría. El médico apenas tenía tiempo de dormir, pues había de operar egipcios heridos y logró salvar la vida a muchos. Me miró con ojos emocionados y me saludó al marcharme.
El ejército descansó. Los días y horas que transcurrieron laboraban a nuestro favor, aumentarían inexpresablemente el miedo y la angustia en la capital egipcia. No sólo Cambises sino también todos sus caudillos creían que Psamético, después de la decisiva victoria, entregaría sin resistencia la ciudad, si los persas sabían presentarle un trato razonable.
Extendido como una fuente de ricos manjares, se ofrecía a nuestra vista el país de los egipcios con sus campos risueños, sus viñas y sus frutos. Pero los pueblos estaban casi vacíos. Los pocos enfermos y ancianos que no podían emprender la huida, se ocultaron de los guerreros, pese a que Cambises mandó proclamar que concedería la vida a cuantos encontrara y no le presentaran batalla, e indicó a sus soldados que respetaran las costumbres del país.
Nuestro ejército marchaba tan sólo en las horas de la mañana. Al mediodía descansábamos hasta medianoche, en que emprendíamos de nuevo la marcha hacia el sur. Todos los días, Cambises anunciaba disposiciones. A los egipcios que nuestra caballería hallara, se les regalaba la vida y la libertad, carros y caballos incluso para que se apresuraran a marchar a Memfis y contaran allí sus magnanimidades que semejaban a las de su padre Ciro.
Sin embargo, las mujeres y muchachas hermosas no quedaron tan libres como Cambises deseaba. Nuestros guerreros estaban hambrientos. Lanzaban las mujeres al suelo y gozaban de ellas durante rato, sin hacer, sin embargo, nada peor con ellas. Cuando los jefes militares les reconvenían por su comportamiento, decían que el rey podía hablar tranquilamente, pues llevaba consigo un harén, mientras ellos tan sólo tenían caballos y tiendas vacías.
En lo que se refería a estas cuestiones Prexaspes dio un buen consejo al rey de los persas. Para no indisponerse ni con los egipcios ni con sus soldados, Cambises regalaba, de las arcas del tesoro, plata y oro a las mujeres ultrajadas, para que olvidaran sus actos o incluso fueran ellas las que buscaran nuevos amores para procurarse más plata.
Realmente se hizo perceptible entre las gentes del sur una aprobación creciente. Ya no huían como antes, sino que tan sólo ocultaban sus mujeres e hijas hermosas. Pero ésas a su vez, curiosas por conocer a los vencedores, salían de sus escondrijos, pues nada atrae tanto a las mujeres como un peligro cierto.
En todas las grandes localidades Cambises congregaba al pueblo por medio de los heraldos. Los traductores daban a conocer su discurso para los egipcios.
—Yo, Cambises, señor de países, hijo del sol, amado eternamente por Ormuz y Ptah (no olvidaba ni siquiera mencionar al dios de los egipcios), yo, Cambises, rey de reyes, recompensaré la confianza de los hombres y les protegeré de peligros, pues la injusticia y la crueldad me son ajenas. Además tampoco quiero responder con mal al mal, sino con bien al bien. A quien me acepte y me reciba tal como se merece el rey del alto Egipto y el dueño del bajo Egipto, a quien no actúe ocultamente y siga lo que mi real majestad dispone, mostraré mi bondad y gracias, como si fuera hijo mío. No temáis pues, gentes, y contad a todos que Cambises, que viene del sol, tan sólo tendrá en cuenta lo que sucede a partir de ahora y no tendrá en cuenta nada de lo pasado.
Tales cosas mandaba Cambises proclamar allí donde llegáramos. Pero por esos días yo era el más respetado entre los persas. Cuando me encontraba con soldados me miraban como perros y se comportaban conmigo como si pudiera en el momento menos pensado darles una patada; por ello yo procuraba evitar su encuentro, que me resultaba molesto.
—¿Es que estás enfadado? —le pregunté una noche a Olov.
Estaba en mi tienda y comía con rostro enfurruñado la comida que Papkafar le había preparado.
—Estoy meditando qué mejores métodos puedan existir para alcanzar la fama y la gloria —respondió el barbarroja—. Pero más importante que los métodos me parece la ocasión —suspiró—. Si no dispongo de ninguna, pues posiblemente Memfis se entregará sin luchas, ¿qué acto podré realizar para conseguir lo que tú?
—Mis oídos duelen al oír tus quejas —le dije más acremente de lo que hubiera yo mismo deseado—. Yo estoy contento de que tú y los soldados conservarais vuestros miembros. Un caudillo consigue su gloria siempre a costa de los simples guerreros. Toda mi gloria y fama la entregaría si pudiera recuperar la vida de cuantos egipcios y persas murieron en aquella lucha. La fama es una camisa sucia que hoy la llevo yo y mañana quizá tú, pero la sangre de cuarenta mil caídos nadie podrá ya lavarla.
El barbarroja me miró fríamente.
—Ahorra tus palabras, Tamburas. Tú estás nadando en la ola de la consideración de todos. En cuanto te ven desde lejos los soldados, ya pronuncian tu nombre. Tamburas, el caudillo. Tamburas, el conquistador. En cambio, ¿quién soy yo?
Olov me miró fijamente y olvidó terminar su comida. Tanto le hacía padecer la envidia.
Cambises envió un emisario a la flota que bloqueaba las costas y las orillas del Nilo, para que ningún barco se dirigiera hacia Memfis, pero para que tampoco ninguno se retirara hacia atrás. Desde donde estábamos la ciudad ya no se encontraba lejos. Dentro de unas cuarenta y cuatro horas el ejército estaría frente a la capital de Egipto. Cambises quería enviar un barco con algún parlamentario elegido que exigiera la rendición sin condiciones.
El rey me llamó a su tienda. Además del especialista en humos, que perfumaba la habitación, y cuatro guardias personales, tan sólo estaban Damán y Prexaspes junto a él. Me contempló durante largo rato antes de comenzar a hablar.
—Mi majestad real ha decidido, Tamburas, que como primer caudillo seas tú el primero en penetrar en Memfis antes que ningún persa, cuando mañana el barco, tal como está mandado, avance hacia adelante. Tú marcharás como mi representante, pondrás condiciones y el faraón habrá de recibirte como si se tratara del mismo rey. Esto será la dignidad más alta que cualquier hombre pueda recibir jamás de mi parte.
Esta misión no me sorprendió totalmente. Un día antes, Ormanzón me había hablado de algo parecido. Por ello me incliné profundamente y dije:
—Te agradezco mucho, señor, la gran distinción y honra de que me haces objeto, rey. Pero sé magnánimo y permite que te descubra las razones de mi renuncia.
Su rostro quedó paralizado por la sorpresa. Su voz se endureció.
—Cuando un sediento rechaza el agua que yo le ofrezco lo despido. —Sus ojos refulgían.
Yo me incliné profundamente de nuevo.
—Oye mis razones, señor, sol de los reyes. Yo soy Tamburas, un aliado de tu pueblo, al que te dignaste nombrar jefe supremo de tu ejército y que al así hacerlo has suscitado mucha alegría en mi pecho. Como representante de tu majestad no soy hombre apropiado, pues no soy persa. Un persa, en cambio, dicen, será el que domine el mundo; por ello un aqueménide debe recibir ese homenaje. Desde luego te fui útil, Cambises, pero cada uno de tus soldados, incluso el más humilde, hizo tanto como yo al poner en peligro su propia vida para fama y gloria de tu nombre. ¿Podría yo ahora robar a un persa la honra de ser el primero en hablar con el faraón? Como segunda razón mencionaré el hecho de que muchos jonios y lacedemonios viven entre los egipcios. Yo no quiero entrar como conquistador que tiene sobre su conciencia la sangre de muchos de ellos. Nosotros tenemos los mismos dioses y acudimos a ellos. Yo no deseo que nada me separe en el futuro de mis compatriotas. Por ello te ruego que me liberes de mi cargo y lo deposites nuevamente en tus propios caudillos, en Damán, que es seguramente quien más lo merece.
Prexaspes carraspeó, el rostro del rey se tensó.
—Así pues, Tamburas, nómbrame en seguida cuál es el que te sigue en dignidad.
—Todos tus caudillos y soldados, oh, rey, Prexaspes o Damán, Jedeschir u Ormanzón, todos ellos son de la familia de los aqueménidas y cada uno de ellos sin duda merece que le concedas este honor.
Todavía durante la noche Ormanzón cabalgó con su caballo con algunos hombres. De entre los persas era el más importante. Cambises le nombró por tal razón parlamentario. Yo, en cambio, marché a mi tienda, donde Papkafar me dio una lección sobre los egipcios.
—Desde luego has conquistado tierras, Tamburas —me dijo—, pero no conoces las gentes. En cambio, yo he hablado con veinte hombres y tres mujeres. Imagínate que los egipcios se quitan todo el pelo del cuerpo, incluido el del cráneo. Se afeitan debajo de las axilas e incluso el vientre, pese a que siempre lo llevan tapado. Las mujeres les echan el agua estando ellos de pie, no como nosotros cuando están sentados. En cambio, los hombres lo hacen al revés. Sus necesidades las hacen en las casas y no al campo libre, donde a nadie puede molestar la humedad. Consideran que las necesidades deben hacerse en privado y ocultamente por ser indecoroso, y lo decoroso, como el comer y el beber, debe hacerse a los ojos de todos. Apenas existe un animal que no sea sagrado. Incluso a los terribles como los cocodrilos los honran y los alimentan con pasteles y pastas. Hay, sin embargo, una costumbre que satisface a todos los persas, Tamburas. La moda de las egipcias de taparse poco, de modo que muestran todas sus formas, e incluso una parte de sus rodillas, así como el tipo de sus vestidos en que muestran los pechos. Llevan los senos al aire como si nada. Así todo hombre puede saber, sin necesidad de mirar su cara, si la mujer es joven o no, pues la cara se la pintan con distintos colores, de modo que las no iniciadas a veces engañan y las viejas parecen más jóvenes de lo que son.
En las horas de la tarde llegaron altos emisarios de los egipcios de localidades cercanas a Memfis. Las provincias del país del norte habían oído hablar de nuestras victorias; todos se sometieron sin condiciones. Llegaron dos egipcios que parecían encontrarse en viaje de placer. Iban en una embarcación que esclavos remeros hacían bogar aguas arriba del Nilo. Pusieron a los pies de Cambises ricos presentes, oro y plata junto a patos, gansos salvajes, garzas, cercetas y flamencos que cazaban con flechas y redes, en señal de sumisión.
Los hombres vestían telas de lo más ricas. Estaban tejidas muy finamente hasta el punto de que donde se ceñían al cuerpo casi permitían ver la piel. Pese a la costumbre que parecía imperar entre los egipcios de ir descalzos, los más ricos poseían unas plantillas que resultaban casi invisibles en la tierra. Olov se rió a su espalda, pues los egipcios, como las mujeres, habían empleado un lápiz de labios para sombrear sus ojos mediante una raya oscura y verde bajo los ojos. Esa tarde todavía creíamos que lo habían hecho para gustar a Cambises y conquistárselo para sí, pero luego nos enteramos de que entre los más distinguidos de ese pueblo, antes tan virtuoso, pero ahora muy afeminado, era costumbre pintarse así.
Al amanecer el ejército continuó el camino hacia Memfis, con el propósito de encerrar a la ciudad con un arco grande. La otra parte quedaba ya rodeada por nuestros barcos en el Nilo. A lo lejos y bajo el aire transparente de la mañana brillaban las cumbres de las grandes pirámides. Yo conté a Olov lo que los historiógrafos narraban de esas grandes construcciones.
Cientos de miles de esclavos que no podían hacer trabajo alguno durante la época de las inundaciones, elevaron por orden de sus faraones durante décadas esas enormes construcciones que se elevaban como gigantescas escaleras hacia el cielo. Para poder trasladar los enormes bloques de piedra a la construcción cada vez más alta, los constructores habían hecho construir una rampa en sesgo sobre la cual los enormes bloques de piedra tan sólo eran desplazados. Para la construcción del acceso habían empleado diez años.
Olov sacudió la cabeza.
—Desde luego no alcanzo a comprender —dijo— para qué hicieron todo eso.
En realidad hube de darle la razón, pues era muy difícil de entender que esas pirámides se construyeran tan sólo con el fin de proteger del olvido y del robo las momias de un rey muerto.
—Los egipcios son tontos —dijo Olov—. Lo que ahora les sucede se lo merecen realmente. Quizá Cambises mandará destruir esas moles de piedra y desenterrar a los faraones y sus tesoros. Pero si él no lo hace, lo hará en otra ocasión otro. Los reyes egipcios están muertos de todos modos. Aunque se hayan ocultado y crean poder engañar a la muerte de ese modo al embalsamarse, yo puedo decir que la muerte tan sólo conoce una única dirección. He visto suficientes cadáveres y sé cómo son los huesos blancos de todos. Y al cabo de un cierto tiempo cómo se descomponen. Lo único que perdura realmente es el polvo, y el viento lo dispersa finalmente en todas las direcciones.
Los famosos muros blancos de Memfis que protegen la capital hasta el Nilo, eran una obra de arte maestra debida a constructores muy notables. En muchas partes alcanzaba como dos pisos de alto y parecía imposible poder conquistarlo con un ataque normal o con el asedio. Memfis se la denominaba también la ciudad de las cincuenta puertas, pues a cierta distancia había en el muro enormes puertas de hierro junto a torres de defensa y canales para echar por ellos brea o plomo líquido.
Mientras nuestros soldados avanzaban para formar un espeso muro de guerreros sitiadores y se desplazaban pesados carros de combate con todo el material necesario, se instaló en una pequeña colina frente a Memfis la tienda real para Cambises y junto a ella las dependencias para sus mujeres. Atossa, la hermana del rey y a la vez su principal mujer, era la fuerza más importante entre las mujeres. Intentó dar armonía a la disposición de las tiendas, vistas incluso desde fuera. Atossa tenía unos ojos grandes, empolvaba su cara en polvos rojo amarillentos y llevaba en su cabeza un turbante azul adornado con oro y piedras preciosas. Según me había contado Erifelos, estaba en este tiempo embarazada. De entre el ruido que todos hacían, destacaba siempre su aguda voz.
Cambises me invitó, junto con los demás caudillos, a conferenciar. Se trató de una sesión importante, puesto que de Susa habían llegado Artakán y dos favoritos del rey, Ochos y Kawad. El cocinero real se esforzó especialmente ese día, y antes de dar a Cambises las comidas, las probaba él primero. Además de los diversos guisos de carne había ensalada y sandía, pasteles, dátiles, almendras rayadas con miel y fuentes de requesón. Después del banquete un guardián anunció que se veía nuestro barco parlamentario acercarse a Memfis. Cambises dio señal inmediatamente de que abandonáramos la tienda.
El sol se ponía sobre Memfis y hacía brillar rojizo el barco sobre las aguas. A causa del viento desfavorable llevaba la vela plegada. Era un bello barco remero. Lentamente se abría camino entre los barcos egipcios conquistados y algunos semiquemados. Durante la batalla frente a la desembocadura del Nilo, nuestra flota no había permanecido inactiva, y había logrado importantes victorias. Naturalmente, el triunfo se debía a los fenicios, los aliados de los persas. Pero muchos barcos se encontraban destruidos en medio de las aguas, obstaculizando el paso. Sin embargo, el capitán del barco que llevaba a Ormanzón como emisario de Cambises, conocía bien su oficio y sabía abrirse fácilmente paso entre todos esos obstáculos.
Una nube pequeña ocultó por momentos el sol. Luego los ricos vestidos de Ormanzón volvieron a brillar. Los remeros, a movimientos acompasados, hacían avanzar el barco que se desplazaba sobre el agua. Un escalofrío recorrió mi espalda. Me daba la impresión de que debía llamar a Ormanzón. Pero no era poder que estuviera en mis manos, y además la distancia era excesiva.
La tranquilidad y silencio de los muros era impresionante. Nada se movía, mientras el barco se acercaba y algunos heraldos egipcios anunciaban con sus cuernos la llegada del barco, como emisario de la majestad persa. Naturalmente, nosotros no podíamos oír lo que pasaba en aquella orilla del río, pero lo adivinábamos por los movimientos. Los fenicios colocaron planchas que cubrieron con alfombras para que Ormanzón pudiera desembarcar; esto me pareció muy adecuado, pues de ese modo se indicaba a los egipcios la importancia y dignidad del emisario enviado a parlamentar con ellos.
Continuaba sin suceder nada. Desde luego divisamos mercenarios y soldados egipcios detrás de los muros de Memfis, pero las puertas permanecían cerradas y nadie se mostraba dispuesto a recibir a Ormanzón. La intranquilidad agitaba la sangre en mis venas. Yo intentaba ocultar mi nerviosismo, pero Damán indicaba también su estado intranquilo por el temblor de sus labios. Cambises sonreía. Habló a Prexaspes, Ochos y Kawad.
—Los hombres parecen paralizados por el temor. Parece que su valentía se haya esfumado como el humo. Realmente me siento impulsado a reírme de esos hombres. Muestran tal respeto ante mí y mi ejército, que creo correrían apenas vieran a pequeños ratones.
De pronto, sin embargo —todo el cortejo con Ormanzón a la cabeza, había ya desembarcado—, se abrieron a la vez varias puertas y grupos de hombres armados salieron por ellas. Dispararon flechas y lanzaron espadas contra los sorprendidos persas. Nosotros no podíamos oír nada, pero veíamos como el sol brillaba sobre sus armas.
Antes de que los desprevenidos persas pudieran regresar a su barco se vieron rodeados por los atacantes, que les derrotaron. Durante un rato todavía, el brillo de las espadas se agitó en el aire. Observamos cómo Ormanzón saltaba hacia adelante y hacia atrás, cómo se abría camino con sus armas, cómo a derecha e izquierda los persas peleaban contra los mercenarios hasta que fueron sometidos y vencidos por la superioridad de los otros. Por última vez vimos nuevamente a Ormanzón. Cayó de rodillas, con su pecho lleno de flechas y espadas clavadas; luego la gente se lanzó sobre él y le arrastraron.
Jedeschir gritó ahogadamente. Damán, indignado, se golpeó la cabeza. Un grito recorrió la garganta de cuantos contemplaban el espectáculo. Después de que Ormanzón cayera, los demás persas lanzaron sus armas, algunos intentaron alcanzar las aguas, pero la mayoría no sabía nadar y se ahogaron. Los egipcios se lanzaron contra el barco y mataron a todos, incluso a los remeros desarmados que se entregaban. Todos nosotros hubiéramos acudido en su ayuda, pero el camino por el mar, como antes indiqué, estaba lleno de obstáculos por los barcos egipcios y hubiéramos tardado demasiado en llegar.
Cambises profirió gritos guturales. Damán mantenía sus ojos cerrados. Prexaspes rechinaba con sus dientes. El rostro de Jedeschir parecía petrificado, un sollozo contenido se agitaba en su pecho. Ormanzón era su amigo. Le había amado como a un hijo.
—¡Atacad! —gritó Ochos, un joven persa de brillantes ojos—. Haz que ataquen los nuestros, oh señor. Ahrimán, el oscuro, ha engañado a Ormuz y ha perdido a Ormanzón. En el mismo día de hoy mataremos a los egipcios como bestias, pues Ormuz dirigirá sus ojos hacia nosotros y ayudará a los persas a vencerles.
—No ordenes atacar, oh rey —me precipité a decir a mi vez—. Sería lo más tonto que podríamos hacer. Quizá los egipcios aguardan a que nosotros lancemos nuestros soldados contra los muros para poder matar a todos los persas. Debemos prepararnos, fortificar las construcciones para sitiarlas y disparar con catapultas contra los muros para abrirnos camino por entre ellos. Tan sólo de ese modo veo posible la victoria. Recuerda cómo en nuestra primera batalla contra ellos, nuestros jinetes se lanzaban inútilmente contra sus fortificaciones.
Ochos me miró sombríamente.
—Eres el que venciste, Tamburas, contra los egipcios, pero en tus venas no corre sangre persa y por ello la sangre que acaba de derramarse te deja frío.
—Tú careces de experiencia —le respondí impasible— y eres demasiado joven y apasionado para que pueda contestarte adecuadamente. Conténtate con lo que los mayores y de más experiencia ordenen, pues el asunto de la guerra no es un juego de niños, sino un arma de doble filo que hoy puede volverse en contra del que ayer venció. Cambises, el rey, dará la señal de cuando y si o no debemos atacar. —Me incliné rápidamente, ocultando mis manos en mis mangas—. Pero tú, señor, rey de los persas, tú sabes que sé reflexionar en estas cuestiones y el demonio del éxito y el orgullo no tiene poder para hacerme perder la cabeza. No se debe actuar cuando uno siente ira y pasión en su corazón. Entonces apenas se es capaz de escuchar, es pues mejor callar y reflexionar. Memfis no puede ser tomada por medio de un único ataque frontal. Esto es imposible. E igual que tú y yo lo saben los demás caudillos.
Prexaspes afirmó con su cabeza, y Damán dijo:
—Tamburas lleva razón. No es posible cometer por segunda vez el mismo error. Y puesto que somos gente avanzada en experiencia, sabremos contenernos y castigar al final con nuestra victoria a los egipcios.
Cambises levantó su delgada barbilla. Sus ojos brillaban.
—Oíd, caudillos y nobles de entre mi pueblo, lo que yo, Cambises, elegido de la luz eterna, instrumento del juicio justo, decido. Todos los egipcios que han participado en este ataque contra Ormanzón serán torturados y perderán su vida. Mi venganza se extenderá a los hijos del faraón, a los que mandaré colgar, y de cada diez de los más nobles egipcios uno será sacrificado —levantó su mano—. Desde luego, mi decisión es magnánima, pero en mi corazón Ormuz así lo dispuso y expulsó al hermano Ahrimán. Mi palabra es palabra del rey y del dueño de muchos países. Así será.
Aliviado, suspiré. Los mercenarios de menos rango de entre los soldados egipcios lanzaron los cadáveres de los derrotados al agua, también el cuerpo de Ormanzón. Pero su cabeza la clavaron en la punta de una lanza que colocaron en la embarcación, en un sitio visible para todos. Mientras la infantería persa avanzaba hacia la orilla lentamente y se ocultaba tras sus corazas a causa de las flechas que les disparaban, los egipcios empujaron la embarcación hacia la corriente del río. Regresaron rápidamente a la protección de los muros de la ciudad, donde con un ruido sordo cerraron sus puertas.
Fanes carraspeó y dijo a Cambises:
—Ya has visto, oh señor, lo extraños que son en sus decisiones los egipcios. A ningún otro hombre se le hubiera ocurrido hacer lo que han hecho. La derrota de sus soldados ha herido profundamente a Psamético. Por ello golpea a ciegas, simplemente en el aire, pese a que debiera saber que tú podrás luego ajustar las cuentas. Yo saludo tu decisión de matar a sus hijos. Si permitieras que vivieran, serían siempre un constante peligro para ti y para tu reino.
Cambises no respondió. Me miró y cierto asombro brillaba en sus ojos.
—Por lo visto, estás aliado con los demonios, Tamburas —me dijo—, que te han librado de tal suceso. ¿Por qué, si no, habías de negarte a realizar la misión que yo te había encomendado? Invisibles, las manos de Ormuz están sobre ti. Estoy contento de contarte a mi lado entre mis caudillos.
Mi corazón latió salvajemente. ¿Cómo había podido olvidarlo? ¿No era yo el que debía haber sido el parlamentario con los egipcios? Si los dioses no me lo hubieran impedido con su incomprensible decisión de provocar en mí la insatisfacción y amargura contra Cambises, mi cuerpo estaría ahora nadando sobre el Nilo en lugar del de Ormanzón, y mi cabeza estaría clavada en la lanza en lugar de la suya.
Los soldados y caudillos que nos rodeaban contemplaron con curiosidad a Cambises. Aguardaban que hablara sobre sus futuros planes, pero el rey nada dijo sobre ellos y tan sólo ordenó que se celebrara un sacrificio durante la noche por Ormanzón. En este sacrificio debían actuar los siete sabios que acompañaban nuestro ejército. Debían picar en el mortero las hierbas sagradas, espolvorear luego parte de ello en el fuego sagrado y el resto en la vasija preparada para mezclar el vino que nos debían dar a beber hasta que perdiéramos el sentido y oyéramos la voz de un dios o de varios dioses. Ya en otra ocasión tomé parte en una de estas ceremonias al dios Ormuz. Josromad, el astuto mago, un anciano de grandes ojos, era capaz de provocar el sueño por la fuerza de su mirada a hombres que se quedaban fijos ante él, e incluso en contra de su voluntad les obligaba a hacer cosas que él les ordenaba y que en posesión de sus facultades normales, ciertamente, no hubieran hecho.
Ochos suspiró profundamente.
—Hágase tu voluntad, señor de los reyes. Cuando el tiempo esté maduro caerás sobre los egipcios como una tormenta de arena. Los persas matarán a los egipcios cuya sangre formará como una lluvia que dispersa el viento.
A causa de la muerte de Ormanzón y de su tripulación se había roto la posibilidad de un entendimiento con los egipcios para la entrada pacífica en la ciudad. Por lo visto, Psamético confiaba totalmente en las murallas de Memfis. Y, realmente, debería realizarse un largo sitio, puesto que los egipcios, con toda seguridad, disponían de provisiones para mucho tiempo.
Incluso agua potable no podía faltarles, puesto que la obtenían por numerosos canales que la traían del río Nilo a la ciudad.
Los soldados persas construían incansablemente. Muy pronto el anillo rodeando a la ciudad era ya tan ancho que no hubiera sido posible atravesarlo ni con la velocidad e impulso que un antílope herido pudiera alcanzar. Nuestros matemáticos y técnicos juntaban máquinas para el asedio, diversos materiales apropiados para el ataque, torres recubiertas de madera que podían ser desplazadas hasta las mismas murallas para allí lanzar grandes piedras contra su fortaleza. Fanes propuso, en lo que le apoyaron Ochos y Kawad, que se excavara un paso subterráneo que pasara por debajo de los muros defensivos. El suelo era de una tierra negra, compuesta en parte de fango, de modo que el trabajo podría realizarse rápidamente. Yo pregunté cuán amplio debía ser el túnel. Si tan sólo podían pasar por él a la vez uno, tres o incluso diez soldados, yo consideraba que los egipcios podrían fácilmente ir matándolos unos tras otros tranquilamente. El rey rechazó también el plan. Ese plan exigía que se hicieran varios túneles a la vez y ello hubiera llevado mucho tiempo. Cambises estaba impaciente y quería una decisión rápida.
Por todas partes, hasta donde se alcanzaba a ver con la mirada desde Memfis, fueron devastadas las localidades. Algunos soldados egipcios, que se pudieron capturar porque no alcanzaron a entrar a tiempo en su capital, fueron literalmente despedazados y lanzados contra las puertas de los muros sus cadáveres sobre caballos. Cambises estaba cada vez más impaciente. Casi todos los días me mandaba llamar a su tienda. Casi siempre coincidía con la hora de la comida, y yo apenas probaba bocado en su presencia, pues sus ojos inquietos se posaban en mi cara como si de un momento a otro aguardara que yo le diera la clave para sacarle de apuros. Así pues, la fama y gloria obtenida en mi primera batalla me ocasionaba duras y graves preocupaciones, pues se aguardaba de mí nuevos actos decisivos; incluso Damán, Jedeschir y Prexaspes parecían confiar a mis espaldas el peso de la responsabilidad de hallar salida a la situación.
De Gize, Sais y Naucratis, las colonias griegas en Egipto, llegaron emisarios en el transcurso de los primeros diez días de asedio, puesto que los hombres de estas ciudades y provincias temían que Cambises irrumpiera en ellas con su ejército y destruyera sus pueblos y localidades, reduciéndolas a cenizas. Todos proclamaban su sumisión, enviaban presentes y pedían información acerca de qué contribución debían pagar al rey en lo sucesivo. Él no desanimaba a los emisarios, pero les pedía precios muy elevados de impuestos. Además exigía que, como todos los pueblos sometidos, debían contribuir con hombres y medios para la guerra, de modo que se dio el hecho cómico de que varios egipcios fueron enviados para sitiar a su propia capital.
Con Geraidos, el hijo de uno de los emisarios de Naucratis, un griego igual que yo, trabé amistad. Tenía diecinueve años; también yo era muy inexperto cuando abandoné a esa edad Falero, mi patria, y a cuantos allí me amaban, cuando lancé mi última mirada a Atenas, donde mi padre Pisístrato habitaba. Tardes enteras conversé con Geraidos. Era valiente y la ira ardía en su pecho.
—Cambises —decía en voz alta, pese a que siempre le había rogado se dominara— se ha lanzado contra oriente como un sol negro. Sus sombras expanden temor y miedo. Los egipcios respetan nuestros templos; en cambio, de Cambises se dice que piensa liquidar los dioses griegos y tan sólo reconocerá a un dios del bien y a otro del mal, a los que el mundo habrá de supeditarse por completo, aunque no quiera.
—Ya veremos qué dioses se mostrarán más poderosos —le respondía yo.
Geraidos me miraba extrañado.
—Tú eres un caudillo, Tamburas, y la fama de tus batallas te precede. Pero eres un griego como yo, al que el viento ha lanzado hacia oriente por el mar, como a una semilla. El fin de tu camino está en algún lugar del horizonte. ¿Qué crees que pasará luego? Cuando Egipto esté ya en manos de Cambises, ¿se conformará con el brillo y clamor de su victoria? ¿No crees que emprenderá otros planes de conquista para someter a todos los demás pueblos? Oye lo que pienso. Cartago será su siguiente objetivo. Pero cuando ya lo haya conquistado, se dirigirá hacia el norte. ¿Hacia dónde? ¿Crees que regalará la vida a Atenas, nuestra patria de origen? ¿Podrás tú ser un estratega y caudillo de los persas en contra de tus propios compatriotas, que hablan tu lengua; podrás combatirles, derrotarles y matarles?
—Si así está escrito en el libro de la vida, antes prefiero morir que tal hacer.
Geraidos reaccionó rápidamente; su entendimiento era agudo.
—Nosotros, los hombres, no hemos nacido para vivir solos sino en medio de una comunidad que tenga y aspire a los mismos fines e ideales. Entre los persas eres un lobo blanco, Tamburas. En algunos rasgos, quizás incluso esenciales, te distingues de los persas. Pero algo no podrás ahorrártelo. Llegará el día en que deberás decidirte. Allí Atenas, allá Susa. Deberás traicionar a una de las dos partes para entregarte por completo a la otra.
Yo no respondí.
Geraidos me miró.
—Tres mil dorios, jonios y lacedemonios cayeron en la batalla que tú dirigiste —dijo en voz grave y baja.
Lentamente sentí el calor que subía a mi cabeza.
—No murieron ni por tu patria ni por la mía, sino que dejaron su vida por la paga egipcia que recibían. Hay una diferencia entre combatir por las propias causas o por señores extranjeros. No olvides una cosa: yo estuve al frente del ejército persa, no contra los griegos, sino contra los egipcios. El joven inclinó su cabeza.
—Egipto se ha convertido en nuestra segunda patria —dijo lentamente—. Sería desagradecimiento contra el anfitrión entregar su tierra a las llamas. Pero, desde luego, tú tienes razón, Tamburas, más razón que yo, pues hablo sin reflexionar y tan sólo digo lo que mi corazón me dicta.
Durante un rato no respondí. Mis ideas iban y venían e intenté ser justo contra mí mismo.
—Desde luego, Geraidos, has conseguido sembrar la semilla de la duda en mi corazón. Siento mi mente espesa y mi frente se atormenta como si la presionara el calor del mediodía.
Sus mejillas se colorearon rápidamente. Se inclinó.
—No era mi intención, Tamburas, herirte, pues ¿quién soy para hacer tal cosa? Los egipcios nos dieron Naucratis. Nosotros hasta hoy estuvimos en buenas relaciones con ellos. Pero lo que aguarda a los griegos bajo los persas es algo que ignoro, pues quien se somete no puede exigir condiciones —pareció reflexionar—. Debes creerme. Atacar a Memfis y al faraón, nosotros no lo haremos. Guarda secreto sobre estas palabras, Tamburas, pues mi padre y el consejo de ancianos todavía no se han decidido sobre las órdenes de Cambises. Dentro de unos diez días nuestros soldados han de estar a vuestro lado. Pero yo ejerceré toda mi influencia para que eso no suceda. En Memfis tengo dos de mis amigos, nunca levantaría mis armas contra ellos. Creo que ellos también actuarían como yo.
—Ata tus sandalias y ve en paz —le respondí—. Transmite a tu padre y a los griegos de Naucratis mis saludos. Con seguridad sabrán decidir lo justo.
El asedio de Memfis parecía no hacer progresos. Los persas atacaban los muros de la ciudad, pero no obtenían éxito alguno. Especialmente por la noche las catapultas se ponían en funcionamiento y lanzaban contra los muros grandes piedras, luego bloques de plomo y flechas de hierro, gruesas como un brazo, sin que se lograra destrozar en lo más mínimo el muro por ninguna parte. Día tras día los persas se afanaban en su trabajo. Fortalecían y mejoraban sus ataques, construían nuevos medios y redoblaban sus esfuerzos. Por la noche atacaban diversas puertas, empresa en la que morían o resultaban heridos muchos persas, pues los egipcios encendían fuegos junto al muro para ver a los atacantes y disparaban flechas desde sus torres o echaban aceite hirviente sobre los sitiadores. Llegaron las primeras formaciones de guerreros egipcios de las provincias sometidas, pero entre ellos no había griegos de Naucratis.
El día 22 de nuestro sitio de Memfis, Cambises convocó una sesión de todos los caudillos y estrategas. Acudieron tantos hombres que no cabíamos en su tienda, por lo que tuvieron que abrirse sus paredes laterales. Después de la ceremonia de saludo, en la que todos hubieron de postrarse ante Cambises, el rey comenzó a hablar:
—Yo, Cambises, señor bajo el sol sagrado, os he convocado para que incluso el menos importante de entre mis jefes tenga la posibilidad de exponerme su opinión. Mi paciencia frente a los egipcios se ha terminado. Quiero ver reducidos a polvo a Memfis y al faraón, y lo más pronto posible.
Sus ojos miraron hacia todas partes. Esta vez no me miró especialmente. Sus dedos tamborilearon nerviosamente en una de las paredes ricamente adornada.
Se hizo un silencio de muerte. Nadie respondió. Yo miré a mi alrededor. Olov no estaba presente, pese a que tenía derecho, por el rango que ostentaba, a haber acudido. Cambises miró a Prexaspes, a Damán, luego a Ochos y Kawad, después a Jedeschir, a Artakán y a todos los demás. Kawad, como uno de los más jóvenes, carraspeó. Su voz se oyó confusa y algo titubeante.
—Perdona, señor, si nadie comienza y soy yo el que habla antes que todos. Creo que en seis meses las provisiones de los egipcios estarán agotadas. Si nosotros persistimos y no cejamos en nuestro empeño, caerá entonces la ciudad en nuestras manos como un fruto maduro…
Era su intención continuar hablando, pero una dura mirada de Cambises le hizo enmudecer.
—¡Vaya! ¿Es eso todo lo que tienes que decir? ¿Tiempo? ¡No dispongo de él! ¿Desde cuándo un hombre da vueltas en torno a un pozo, o pretende sacar agua de él con la mano si existen cubos? Yo, Cambises, no quiero esperar. Por ello os he llamado, para encontrar una posibilidad que esté conforme con mi fama y sea capaz de terminar con toda resistencia, incluso aunque haya de perder la mitad de mis soldados. La historia nunca cuenta las víctimas, tan sólo deja constancia de las victorias —arrugó la frente—. ¿Dónde están mis caudillos? ¿Qué me responden mis estrategas?
Nadie respondió. Tan sólo se oyó el vuelo lento de las moscas y mosquitos que revoloteaban en torno al vino y a los pasteles.
—¡Prexaspes!
El canciller miró al suelo.
—¡Jedeschir!
Silencio.
—¡Damán!
Profundo silencio.
—¿Y qué tienes tú que decir, Tamburas? —la voz del rey sonó aguda e irónica.
Sentí en mi mente la idea que podía exponerle. Muchos caudillos me miraron. Progresivamente la mirada de todos se fue posando en mí. Hubiera deseado que mi mente no produjera idea alguna en esos momentos. ¡Pero era imposible detenerla! ¿Debía exponerla?
En muchos de los pequeños canales del Nilo que proporcionaban el agua potable a los egipcios… sacrifica bestias, Cambises, y haz que su carne se pudra al sol. Echa los cadáveres a los canales para que nadando vayan ante la ciudad. No tardarán mucho en envenenar las aguas que beben niños, mujeres y hombres de Memfis. Máximo diez días y se extenderá una epidemia entre los defensores, primero entre los niños, luego los ancianos y débiles y después las mujeres y niños. Lamentos, gemidos y los hombres enfermos que huyan romperán antes los muros que cualquier posible ataque de un poderoso ejército.
Sí, yo veía eso ante mí como si estuviera sucediendo en realidad. Niños que en estos momentos jugaban alegremente en pocos días morirían junto a sus madres desesperadas y se agitarían terriblemente antes de cerrar definitivamente los ojos. Por todas partes se extenderían cadáveres, se amontonarían formando verdaderas montañas, apilándose más rápidamente de lo que los sanos pudieran enterrarlos, y la peste en la ciudad se extendería, crecería, crecería, crecería… Cambises, el asesino de niños; Tamburas, el verdugo de las mujeres, pasaría a la historia…
Carraspeé y abrí la boca. Primero y luego cada vez más precipitadamente afluyeron las palabras a mis labios.
—Tu pregunta, oh Cambises: ¿Qué tienes tú que decir, Tamburas?, amarga en mi boca la miel egipcia. Sé que podría responder como un perro venenoso, pues conozco tu impaciencia en alcanzar las victorias con la rapidez y violencia de las tormentas. En una ocasión me contaste tus planes. Tú deseas que nuestra flota y los fenicios vayan hacia Cartago y muestren tu fortaleza ante los comerciantes de allí. Tiemblas de anhelo por enviar tus ejércitos hacia Etiopía para someter en ese país a las gentes que lo pueblan. Pero tus pensamientos no sólo traicionan tu grandeza sino también tus debilidades, oh señor de los persas… —Era realmente atrevido lo que estaba diciendo, pero debía hacerlo pues mi corazón desbordaba. Geraidos me había hecho reflexionar mucho. Cuanto más poderoso fuera Cambises peor sería para los demás pueblos, incluido el mío—. Por ello considero, Cambises —continué—, que debes avanzar con más lentitud y conquistar una parte tras otra. No intentes nunca conseguirlo todo de una sola vez. Basta el primer fracaso para desvanecer toda la fama como se derrite la grasa con el calor del sol. Puesto que parece que el ejército habrá de prolongar mucho su asedio, envía un segundo emisario a los egipcios. Si me eligieras para tal misión con la promesa de ser magnánimo con los vencidos, estoy dispuesto a ser ese parlamentario, pese al trágico destino que sucedió a Ormanzón. Deja, pues, en mis manos tus órdenes. Yo intentaré vencer sin luchar. Eso sería lo mejor para todos, tanto para los egipcios como para todos vosotros, y así muchos soldados podrían conservar su vida.
La excitación creció entre los presentes. Cambises guardó silencio y quedó pensativo. La gente se manifestaba de muy distintos modos; los más jóvenes, ardiendo en deseos de entrar en batalla, rechazaban de plano mis propuestas.
Damán me miró con complacencia. También Prexaspes parecía dispuesto a apoyarme. Abrió la boca para apoyarme seguramente, pero en ese momento de fuera llegó un estrépito y clamor. Cambises envió a un guardián para que averiguara qué sucedía. El hombre salió y regresó casi de inmediato. Se echó al suelo y aguardó a que Cambises le diera permiso para hablar.
—Mi vida está en tus manos, rey de reyes, origen de la vida —dijo en voz alta—. Los guardianes, que son tus siervos, conocen tus órdenes de que nadie puede interrumpir tu sesión. Serían además incapaces de soportar el peso de tu mirada. Por ello me dijeron a mí, oh señor, que fuera está un jefe militar, llamado Olov, compañero de Tamburas, que pretende entrar. Pero tiene un aspecto terrible, sangra por muchas heridas, como si le hubieran destrozado el cuerpo. Sin embargo, él insiste ser conducido a tu presencia porque dice tener una idea satisfactoria para un plan con el que terminar honrosamente nuestro asedio.
Los presentes irrumpieron en exclamaciones y comentarios. Cambises dijo:
—Traedlo. Poco podrá dañarme a mí y a mis jefes militares el oírle. Así como mucha es la fuerza que ese hombre posee, poco es el talento que alberga su frente. Puede hablar y exponerme sus ideas. Si logra arrancarme una sonrisa, le nombraré bufón de la corte, para que alegre mi vida con los demás bufones.
Muchos caudillos rieron la ocurrencia, pero de pronto enmudecieron sus bocas al ver el aspecto que Olov ofrecía. Su rostro estaba surcado por heridas sangrantes, como si algún loco se hubiera lanzado sobre él o cien mujeres le hubieran lanzado ollas, piedras y cuanto tuvieran a su alcance. La mitad de su oreja izquierda colgaba separada de la cabeza. Yo contemplé paralizado el espectáculo que el barbarroja ofrecía, quise llamarle, pero la voz no salió de mi garganta.
—Realmente eres un bufón —dijo el rey—. Si no, no te hubieras atrevido a presentarte ante mí con tal aspecto. Habla pues, Olov, pero reflexiona tus palabras, pues si tus explicaciones no me resultan satisfactorias haré que peores tormentos te sean aplicados para que terminen la obra comenzada. ¿Fueron diez o fueron cien los que en tal estado te dejaron?
—Fue uno sólo, señor de los persas. —Los ojos de Olov miraron a izquierda y derecha. Yo sentí un escalofrío cuando me señaló con su mano—. El siervo de ese hombre de ahí.
—¿Un esclavo te puso en tal estado?
La voz del rey sonaba llena de asombro. Yo no salía de mi estupefacción. Pero ¿qué decía Olov? ¿Estaba loco? ¿Había enloquecido su mente la fama que me rodeaba?
—Me golpeó por órdenes mías, señor —se apresuró Olov a responder—. En realidad, costó mucho convencerle. Pero todo sucedió, oh Cambises, para poder realizar un acto en tu honor y poder hablarte de mis planes sobre la conquista de Memfis. Ayer una sombra se depositó sobre mí y recibí un signo del cielo. Si una piedra obstaculiza un camino no se debe, consideré, continuar por el mismo camino sino tomar otro. Mi idea, rey de los reyes, es tan simple como la de un niño, pero quizá precisamente por ello muy eficaz. Al igual que Fanes llegó a nosotros, quiero yo huir con los egipcios y presentar mis servicios como traidor, que podrían realmente ser valiosos para la defensa de Memfis.
Olov agitó su brazo ensangrentado.
—Para aumentar la importancia me presentaré como el segundo estratega que junto con Tamburas logró la primera victoria sobre ellos. Entonces pueden suceder dos cosas: o los egipcios me matan inmediatamente, o se alegrarán por mi presencia. Yo haré todo para que suceda lo segundo. Por ello me hice marcar por la espada de Papkafar para poder hacer verosímil en Memfis lo que quiero contarles. Diré que el rey de los persas me quiso castigar y para no ser muerto por sus verdugos huí hacia su capital, antes de lo cual logré matar a Tamburas y otros caudillos. Desde luego hube de forzar mucho a Papkafar para que hiciera esto. Pero ¿qué podía hacer? En lo que respecta a heridas, nadie puede imaginarse lo que no existe.
El barbarroja me miró.
—Primeramente él no sabía por qué acudía a él y me quiso dar el oráculo que fue favorable. Pero cuando hubo de actuar con su espada y pegarme realmente, no lo hacía, hube incluso de abofetearle y darle vino para que perdiera algo la razón y ya no supiera exactamente lo que estaba haciendo. Ahora está en la tienda durmiendo y seguro que mañana ni siquiera sabrá si todo esto ha sucedido o si ha sido un simple sueño.
Olov volvió a dirigirse a Cambises.
—Perdona, señor, que hablara con Tamburas. Para dar a mi huida un último aspecto de veracidad deseo pedirte que ordenes que unos diez jinetes, a los que no concedas gran valor, me sigan. Cuando yo esté a punto de lanzarme contra las puertas de la muralla de Memfis deben intentar cogerme. Será mejor incluso que nada sepan de la verdad y crean que realmente soy un traidor. Si no todos, siquiera algunos egipcios seguro que contemplarán la batalla e informarán de la misma al faraón. Una verdadera batalla se diferencia mucho de una fingida. La mía será verdaderamente auténtica, puedo garantizarlo. Habrá muertos y heridos. En lo que respecta a mi persona, estoy seguro de poder vencer a diez jinetes. Incluso creo que no lograrán rozar mi piel, pues de lo contrario ya no hubiera pedido a Papkafar que me dejara en este estado —el barbarroja calló y se humedeció los labios con la lengua—. Has escuchado con mucha paciencia mis palabras, señor. Haz ahora muestra de tu poder y deja en mis manos la gloria de tu conquista de Memfis.
Calló agotado. El rostro contraído del rey se distendió. Los presentes susurraban inquietos, especialmente Ochos miraba muy fijamente a Olov con los ojos brillantes. Cambises levantó su mano y cesaron los murmullos.
—¿Y si yo no tomara en consideración tu plan?
Tomó de manos de Damán el bastón de mando real y todo el mundo parecía no atreverse ni siquiera a respirar. ¿Bromeaba el rey o hablaba en serio?
Olov bajó su cabeza. Parecía un hombre dispuesto a dar un salto en el vacío. Sin embargo, reunió sus fuerzas y continuó hablando.
—Yo inclino mis rodillas ante tu decisión, rey de reyes. Tamburas derrotó a los egipcios en la primera batalla decisiva, yo quisiera ahora abrirte las puertas de Memfis, pues tan sólo la conquista de la capital señala el triunfo sobre todo un país. Si en pocos días quieres ser el dueño de todo el bajo Egipto, reflexiona sobre mi plan. Nada te cuesta, pues en caso de que yo fracasara, tan sólo perderás mi persona y una decena de jinetes. Si dices no a mi intento, habrá sido en vano todo mi esfuerzo, y muchos serán los que se rían de mí señalándome con el dedo.
Continuó hablando, cada vez más rápidamente.
—Ahora oye lo que pienso hacer luego. A la quinta noche contada a partir del día de hoy, hacia la hora del despuntar el alba, por ser el momento en que la vigilancia es menor, abriré una de las tres puertas principales de la parte sudoeste de Memfis. Al igual que el agua afluye en un barco horadado, deben penetrar los persas en Memfis y sorprender a la ciudad todavía dormida. Yo no soy un profeta, pero antes de que los egipcios sepan lo que sucede, seguramente encontrarán su muerte y podrán ser castigados los responsables de la muerte de Ormanzón.
Olov reflexionaba y su rostro enrojeció más todavía las partes heridas.
—Por la noche tuve un sueño, Cambises, que me pareció un presagio y me afirmó en mi decisión. Me vi a mí mismo y a tu majestad poniendo una cadena en torno a la ciudad. Logramos apretar tanto los muros que se derrumbaron. Tú, señor, fuiste el primero en penetrar en ella.
Casi hubiera reído, pero la pasión que ponía en sus palabras Olov me lo impidió. Así pues, hablé:
—Hablas como un camello que sueña haber alcanzado ya el horizonte en el desierto. Quizá sólo estás bebido. Yo creo que si te acercas a los muros de la ciudad sin llevar ningún signo de paz los egipcios te matarán como a un perro. Nadie abrirá las puertas y te rematarán después de que hayas tú matado a los diez que te persigan y a los que pretendes arrastrar contigo a la muerte.
El barbarroja se volvió hacia mí indignado.
—Cállate, Tamburas. Por lo visto, sientes envidia de que esta idea surgiera de mi mente y no de la tuya. Tu siervo Papkafar pudo leer en el aceite sobre el agua que en los próximos diez días me aguardan éxitos. El rey es ahora quien debe decidir. Pero yo repito nuevamente; un fracaso en mi empresa no hará perder al ejército persa nada más que un jefe militar y diez jinetes. En cambio, si consigo mis propósitos, dentro de cinco días caerá la ciudad, el faraón y todos cuantos se esconden en Memfis en las manos de Cambises. —Se volvió hacia el rey y se echó al suelo—. Puedes elegir una cosa u otra, señor.
—Tu opinión, Tamburas —pidió Cambises.
En la tienda todos manifestaron su asombro. Yo miré al barbarroja y dije:
—El plan puede tener éxito o no. Probablemente los egipcios desconfiarán de ti, Olov, y no te será posible abrir las puertas. Fanes, quien parece cierto es enemigo del faraón y vio incluso cómo mataron los egipcios a sus hijos, no ha recibido poder alguno de tus manos, Cambises. Lo mismo creo sucederá a Olov en el caso de que realmente los soldados le permitan entrar en la ciudad. Por ello vuelvo a decirte: Dame poderes, señor, y envíame como parlamentario. Hoy mismo o mañana intentaré conseguir la entrega incondicional de la ciudad sin que haya derramamiento de sangre.
Furioso, Olov abrió sus labios.
—Es cierto que me tienes envidia —dijo tan fuerte que pudo ser oído por todos.
Los ojos del rey se posaron de uno a otro, de Olov a mí y de mí a Olov. Luego con voz fría dijo:
—Está decidido. El rey habla y sus palabras poseen fuerza de ley. Olov recibe diez jinetes egipcios de Damán, mejor si son de la provincia de Sais. Puesto que habrán de seguirle y creer que realmente huye, no quiero sacrificar a un solo persa, sino tan sólo a egipcios que se me sometieron con falsa fidelidad. Es cuestión de Olov cómo entablará lucha contra ellos, pues nada sabrán sino solamente que persiguen a un traidor. —El rey hizo una pausa. Sus ojos me buscaron—. Si Olov fracasa en su intento mañana, Tamburas marchará a hablar con los egipcios. En cambio, si logra franquear los muros aguardaremos cinco días y nos dispondremos a penetrar a primera hora de la mañana según el plan de Olov. Esto es lo que yo digo y lo que se hará.
El barbarroja estaba loco de alegría. Se echó al suelo y besó los pies del rey.
—Verdaderamente, Cambises, eres sabio y es justo que estés al frente de un ejército que quiere conquistar el mundo. Yo haré cuanto pueda por no desengañarte. O en cinco días fracaso y muero, o la puerta se abrirá, aunque en este momento no sepa cómo podré conseguirlo.
Los presentes comenzaron a hablar agitadamente entre ellos, manifestando cada uno su opinión. Tan sólo yo permanecí en silencio. Ochos me miraba como una serpiente atravesada en el camino. Prexaspes, Damán y Jedeschir hablaban con Olov. Kawad susurraba algo al oído de Artakán. En una ocasión sus ojos se dirigieron hacia mí y su rostro parecía petrificado.
Me di cuenta de que Olov había ganado el terreno. Me contempló silencioso durante un rato.
—Tú has conseguido cuanto puede anhelar un soldado —me dijo—. Has sido nombrado jefe supremo del ejército, Tamburas, y lograste derrotar al enemigo en una única batalla. Estás, pues, satisfecho y por ello no sabes lo que a mí me tortura el hambre, el anhelo de seguir tu camino e incluso si me es posible superarte. Si yo muriera, Tamburas, no te rasgues las vestiduras ni pongas ceniza sobre tu cabeza. Te ruego que continúes siendo mi amigo. Incluso nunca pienso tener en cuenta que intentaste desmerecer mis propósitos.
—Hablas como un charlatán que pretende engañar a otros —le respondí acremente—. ¿Por qué no piensas en Pura y tu hijo, que quizá nazca este año antes de que tú cometas tal imprudencia y te precipites en el abismo?
Su enorme barbilla se levantó.
—En lo que a esto respecta, no hay cuidado. No fracasaré, pese a que quizá lo deseen algunos. Mi hijo nacerá como hijo de un jefe militar de alto rango, no como bastardo o simple hijo del caudillo Olov, al que muchos llamaban El Navegante.
—Que los dioses acompañen tus actos —murmuré en voz baja, y puse mi mano sobre su hombro.
Olov estaba tan seguro de sí mismo como nunca. Su respiración era tranquila y me di cuenta nuevamente del abismo que nos separaba, pero también del puente que siempre nos unía uno al otro. Habíamos vivido muchas cosas juntos. Me sentía incómodo de pensar tan sólo que pudiera perder su amistad.
—Zeus me ayudará —respondió Olov, pese a que ese nombre nada significaba en su boca sino una mera palabra que empleaba para darme gusto. Pero lo hacía por amistad y yo se lo agradecí.
Poder, orgullo, aspiración a la fama, conocía esos impulsos del corazón humano, pues cuando alguien es respetado siente en su interior satisfacción aunque quizá si llega a ver las cosas con mayor clarividencia termina por comprender la falsedad de todo eso. El barbarroja se sentía llevado por el impulso de su ego más que cualquier otro hombre y había de luchar contra ello.
A partir de ese momento todo sucedió muy rápidamente. Damán ordenó que se eligieran diez jinetes egipcios y se les confiara la misión. Pero quedaba claro que nada sabrían sino tan sólo que habían de perseguir a un traidor. Darían a esos hombres plata para que cumplieran su misión lo mejor posible.
Los guardias personales de Cambises alfombraron el paso por donde Cambises debía pasar para poder verlo todo desde su campamento. Unos heraldos advirtieron a las tropas. Debían comportarse tranquilamente y no atacar pasara lo que pasara. Esto era una estricta orden del rey.
El rojo sangre de la puesta del sol cubrió el cielo. Olov tomó sus armas, las inclinó ante Cambises y pasó con su caballo por delante de mí.
—Cabalgo hacia el punto de la gloria —dijo—, aunque haya de ser mi perdición. No pienses mal de mí, Tamburas, ni creas que siempre busco pelea y amo la vida de la corte. Soy tan sólo un guerrero cuya decisión de manchar sus manos con la sangre del enemigo está tomada. Salud.
—Nadie tiene derecho de censurar a quien vuela hacia la luz —respondí—. Si las alas se queman por el calor del fuego, es algo que ya entonces no puede solucionarse.
Mis palabras le causaron muy poca impresión. Olov parpadeó y espoleó su caballo, pues se veía ya avanzar a los jinetes que debían perseguirle. Los egipcios se agarraban fuerte a sus caballos, llevaban la plata que habían recibido y charlaban animadamente entre ellos, contentos. Todos llevaban la cabeza cubierta, pues Damán había dispuesto que se procurara ocultar que eran egipcios.
Olov comenzó a cabalgar y no halló resistencia en pasar la guardia, pues ésta estaba advertida de que debía cederle el paso. Ochos fue con su caballo hacia el grupo de egipcios que aguardaban órdenes y les señaló al barbarroja, diciéndoles:
—Allí está. ¡Apresad al traidor!
Mi compañero cabalgó con su caballo no directamente hacia las murallas sino describiendo una curva de modo que parecía que los perseguidores podrían alcanzarle más fácilmente. Los egipcios lanzaron gritos. Puesto que tan sólo veían un hombre, les pareció misión muy fácil de cumplir y quizá pudieran obtener, una vez cumplida, más plata por ello. Desde luego no parecían tener escrúpulos; no perseguían a un compatriota sino a un anterior vasallo de los persas. Se orientaron, pues, por gritos y comenzaron a tensar sus arcos, pese a que Olov en ese momento variaba su dirección, dirigiéndose hacia el norte e intentando alcanzarles a ellos mismos.
Su caballo iba protegido con corazas, los de los egipcios no.
Las flechas que éstos le lanzaban no le causaban ningún daño, puesto que Olov era diestro en el manejo de su escudo. El barbarroja lanzó con toda la calma una lanza contra el primero de sus perseguidores. Alcanzó su caballo. El corcel se derrumbó en el suelo expulsando a su jinete.
Olov gritó de alegría. Pero los demás egipcios cabalgaban contra él con sus capas persas. Alcanzó a un segundo perseguidor en las piernas mientras Olov lanzaba de nuevo un ataque contra otro de los egipcios y sacaba su espada.
Los demás siete soldados se vieron desengañados en su esperanza de que Olov buscara ahora la huida. Uno de ellos cayó atacado de improviso con el cráneo destrozado. Nuevamente Olov emprendió el galope, para de nuevo volver a atacarles mientras con su escudo detenía las flechas que los restantes agrupados le lanzaban. Golpeó con tal fuerza al quinto que le atravesó el pecho.
Kawad, junto a mí, lanzó un grito de asombro. Los ojos del rey seguían la lucha con interés. Los muros de Memfis aparecían cada vez más llenos de soldados que contemplaban el espectáculo. Los soldados de allí gritaban y algunos llegaron a tensar sus arcos como dispuestos a interferirse en la batalla.
Olov logró romper de nuevo la cadena de sus enemigos. Se acercaba a Memfis. Los perseguidores miraron hacia el campo de los persas por si de allí acudían refuerzos en su ayuda. Luego parecieron dispuestos a atacar de nuevo a Olov. Lanzaron de nuevo flechas, pero que no alcanzaron su objetivo.
Mi compañero agitó su pica frente a los muros y pareció gritar algo agitando sus brazos. Sus gestos habían obtenido resultado al parecer, pues de los muros lanzaron flechas contra los perseguidores de Olov, de modo que los defensores de Memfis, ignorándolo, mataron a compatriotas suyos.
Un suspiro de alivio surgió de mi pecho. El pelirrojo había conseguido su propósito. Una de las puertas de hierro se abrió lentamente. Olov la traspasó, hacia un destino desconocido, sin ni siquiera echar una última mirada al campo persa. La puerta volvió a cerrarse y Memfis volvió a la calma como si lo visto hubiera sido tan sólo una simple imaginación o fantasía. Tan sólo los cadáveres de los egipcios en el suelo demostraban que no había sido sueño sino realidad lo visto.
El rostro del rey expresó alegría.
—Tu compañero, Tamburas, es un guerrero audaz. Si no se pierde y cae en la muerte, le recompensaré ricamente y le nombraré quizá caudillo primero.
Pero yo no envidiaba a Olov. Su situación era difícil, pues debía mentir y engañar a los egipcios. Pero un hombre para el que la fama es lo máximo que puede alcanzarse, es capaz de hacer lo peor. Le dije al rey en voz baja:
—El destino de Memfis está en manos de Olov.
Despreciativamente Cambises apretó sus labios.
—Olov es simplemente mi instrumento. Soy yo el que puedo decidir quemar la ciudad, destruirla o hacerla desaparecer convertida en simples cenizas. Mira el agua, Tamburas. Parece tranquila y un espejo. Pero lanza una piedra y verás como se pone en movimiento. Olov es como una piedra y yo, el rey, la he lanzado. Ahora aguardaremos a ver si las olas son suficientemente fuertes para abrir las puertas de Memfis.
Para emplear el tiempo de espera, el ejército realizó esos días hábiles maniobras militares. Más de la mitad de nuestros soldados fingían atacar la ciudad de Memfis. Todos ocupaban sus puestos, se daba la señal, los portadores de estandartes agitaban sus banderas y los tambores resonaban. En esas maniobras actuaron los invencibles, así como la élite de la caballería persa, compuesta de gentes de Susa y persas de todas partes. Todos iban vestidos de hierro de los pies a la cabeza. Las corazas de los mandos militares, doradas en parte, refulgían bajo los rayos del sol. Las faldas de los soldados brillaban también, pese al polvo depositado en ellas, y a que los hombres poco cuidaban sus ropas y vestidos. Lo que más impresión causaba era contemplar a los guardias personales de Cambises. Faldas bordadas con piedras preciosas y vestidos purpurados abundaban entre ellos; muchos llevaban cadenas de oro y plata en torno al cuello.
De este modo nuestros soldados se ponían en movimiento, proferían gritos de guerra y gesticulaban salvajemente, agitando sus armas, pese a mantenerse alejados de las catapultas egipcias. Clavaban en el suelo sus signos de batalla: leones, serpientes, elefantes, dragones, caballos, lobos, incluso cocodrilos, que los egipcios veneraban como animales sagrados, y tigres. Todos los días se repetían esos ejercicios y llegaban a veces hasta los mismos muros donde fueron sorprendidos por un bombardeo de los egipcios que les obligó a replegarse. Cambises prohibió los ejercicios la quinta mañana. En nuestro campo, al igual que en los muros, todo parecía en calma.
—El silencio de la tormenta —dijo Cambises—. Espero, Tamburas, que tu amigo haya sabido contar justas historias a los egipcios, pues progresivamente siento que me invade el calor y anhelo contemplar la cara del faraón inclinada en el suelo ante mí. —Sus ojos brillaban de satisfacción.
La tarde en que Olov desapareciera tras los muros de Memfis, Papkafar se despertó pronto de su sopor y comenzó a lamentarse.
—En secreto, desde hacía mucho, sospechaba esto, pero no quería decírtelo, Tamburas. Olov, él dice ser tu amigo, está loco. Pues tan sólo un extraviado podría comportarse como él. Hubieras tenido que ver cómo me obligó a que le golpeara y le hiriera. Su única arma de defensa consistía en una piel de oveja arrollada a su brazo izquierdo que agitaba en el aire para excitarme a que le diera más golpes. En todo momento me exigía que fuera más duro en mis golpes. He oído hablar muchas veces de gentes que se azotan a sí mismos para no ir a la guerra. Pero, si alguien quiere ponerse en ese estado para emprender una aventura especialmente peligrosa, ¿qué otra cosa puede ser sino un loco peligroso para los hombres? Si los egipcios se dan cuenta de que está loco le despedazarán y colgarán su cabeza de los muros. Te aseguro que no soy rencoroso, pero si tal sucediera consideraría que le estaría bien, pues me atormentó en exceso.
—Yo creo que dejarán su cabeza sobre sus hombros —respondí a mi siervo—. Muchos egipcios contemplaron la lucha frente a los muros y vieron que es hábil en la batalla. En lo que respecta a él, no temo por el futuro. Y realmente, aunque mienta y engañe a los egipcios, su acto merece aplauso si se considera desde el punto de vista de la necesidad militar. Alcanzará lo que quería y será jefe supremo del ejército.
Mi esclavo, sin embargo, no podía tranquilizarse.
—Hubieras debido ver sus ojos de cerdo, Tamburas. Siempre veo su terrible expresión. No puedo librarme de ella. Olov me exigía que le golpeara. Pese a que yo cerraba los ojos al hacerlo, mi tormento era mayor que el suyo —se apresuró a servirse más vino—. Ahora sé por qué soy un siervo y comerciante y no guerrero —me dijo Papkafar.
—¿Por qué? —le pregunté yo.
—Porque la gloria y la fama guerrera son algo que no alcanzo a concebir y que considero fantasmagorías de cerebros enfermizos, de quienes tan sólo se ocupan en quitar la vida de otros. Fama, bah… gloria, bah… No son sino palabras y manjares baratos para cabezas débiles que piensan en ello. Cuantos más hombres de tal calibre posee un ejército, más desgracias acaecen a los demás hombres. Además, es a ellos mismos a quienes desciende la desgracia, pese a que yo no deseo nada malo para Olov, por la simple razón de que es tu amigo.
El quinto día comenzaba. Vigilantes persas anunciaron a Prexaspes y Damán que habían visto en los muros de Memfis un hombre hercúleo con un yelmo jonio. Era tan alto y corpulento que tan sólo podía tratarse de Olov. Además, la barba indicaba también que debía ser el compañero de Tamburas.
Tres horas antes del amanecer comenzaron los preparativos. Con la protección de la oscuridad las tropas se trasladaban al lugar convenido, junto a las murallas. Nadie debía hablar, así lo había dispuesto Cambises bajo amenaza de muerte. En el campo se habían preparado troncos enormes por si se debía forzar la puerta.
Incansables, Prexaspes y Damán daban órdenes entre el ejército. La columna de caballería de Jedeschir aguardaba a la señal para precipitarse tras las primeras tropas de infantería por la puerta. Erifelos hubo de venir de Pelusium, pues Cambises se sentía enfermo y estaba muy excitado y sin embargo quería seguir todo el ataque desde un promontorio asegurado por su guardia personal y tropas persas.
Erifelos me abrazó.
—Al igual que a la fuente de luz me acerco a ti, pues tu mirada pone alegre mi corazón.
—Tu frente tiene arrugas —le respondí—. Sin duda has sufrido mucho, pues quien ha de ayudar a heridos toma sobre sus hombros una parte del dolor.
Erifelos era ayudado por otros dos médicos. Debía preparar una bebida tranquilizadora. Cambises se agitaba como una llama. Hablaba con todos, movía sus ojos excitado, se empeñaba en plantear mil preguntas inútiles y parecía entusiasmado cuando le presentaban la cuestión con optimismo. Una vez me hizo seña y me dijo que si el plan tenía éxito nombraría a Olov jefe supremo del ejército.
—Hubieras debido descansar, rey —le advertí—, pues mañana te dolerá la cabeza, pase hoy lo que pase.
—¡Cómo puedo cerrar los ojos en unas horas como éstas! —me dijo indignado—. Tú, Tamburas, me hablas siempre como si estuvieras en la otra orilla de una corriente. Tu voz llega a molestarme. Ten, pues, en cuenta lo que dices, ya que tan sólo la idea que expusiste sobre el plan de tu amigo me provoca escalofríos.
—Perdona, señor —le dije—. Pero llegará el momento en que la oscuridad recibirá luz y la certeza sobre todo nos sorprenderá rápidamente. Pronto estará en tus manos la ciudad de Memfis, pronto será como un hueso entre los dientes de un perro, pues hay muy pocas cosas, por no decir nada, que Olov se proponga sin conseguir.
La comparación con un perro pareció gustarle. Incluso rió de buena gana como si hubiera olvidado su anterior ira. Dijo:
—Ormuz me dé confianza. Como rey de procedencia divina sé que la fuente de la luz está de mi parte. Los egipcios experimentarán lo que significa resistirse a la voluntad divina y rechazar su dominio.
Dijo más cosas todavía, pero sus palabras se hicieron tan confusas que preferí marchar disimuladamente al ver aparecer a Damán ante el rey para comunicarle algo.
Busqué a Fanes. Había intentado acercarse a mí en varias ocasiones. Yo era griego y por ello le resultaba más agradable que los persas. Durante un rato fue a mi lado sin decir nada, se detuvo luego contemplando fijamente mis pies.
—Un extraño sentimiento crece en mi pecho que sustituye a la sed de venganza experimentada todavía hace pocas horas. Todo ese tiempo estuve aguardando ese momento. Pero ahora que ha llegado me siento torpe y cansado, y el temor se extiende en mi corazón. Inútilmente intento razonar para excitar de nuevo mi sed de venganza. —Suspiró profundamente—. Psamético y la estrella de sus oficiales caerán ante mí a tierra, y Batike deberá arrodillarse ante mi campo, pues por tal motivo abandoné yo este país. Ella, que no quiso ser mía, sentirá alegría al ver que mis dedos hacen signo de concederle gracia.
A su mujer ni siquiera la mencionó.
Damán transmitió las últimas órdenes de Cambises. A los primeros diez guerreros que lograran entrar en la ciudad se les entregaría tanta plata como fueran capaces de coger. Las primeras filas de ataque parecían estar aquejadas de fiebre, tal era el ansia que tenían de enriquecerse. Además, detrás de los muros de Memfis les aguardaban las más bellas mujeres de Egipto. Serían el primer botín de los soldados.
El tiempo transcurría. Nuevamente se apagaban las fogatas, pues los egipcios podían verlas u oír su ruido. Luego todo movimiento quedó paralizado en el campo frente a la muralla, y toda vida pareció desaparecer como llevada por un viento frío. Todo el mundo estaba nervioso, incluso yo me sentía excitado e impaciente. Llegó la hora que en el oriente señalaba un primer rayo de luz. ¿Qué podía haber sucedido a Olov? ¿Habría conseguido la confianza del faraón, o quizá su cadáver estaba ya oculto en algún montón de tierra?
El más intranquilo de todos parecía ser Cambises. Su nerviosismo llegó al punto de que todos los caudillos hubieron de retirarse de su presencia; tan sólo Erifelos pudo quedar a su lado. Una vez el médico logró susurrarme un par de palabras.
—Temo por su salud. Con toda seguridad en cuanto salga el sol el rey tendrá espasmos. Cree que los soldados perderían su confianza en su majestad divina si no presencia el combate. Reflexiona, Tamburas, lo que dirás a tus subordinados, pues quizá también ellos tienen esperanzas que no se verán cumplidas.
En ese instante cruzó la noche un ligero aviso de alarma. Erifelos se apresuró a volver al lado del rey. Yo estaba con la boca abierta y escuchaba. Claramente percibí el ruido sordo de la puerta al abrirse. Alguien detrás de los muros abría el paso a los persas. En mi fantasía distinguí claramente a Olov ante mí: su corpulento cuerpo se esforzaba en abrir aquella enorme y pesada puerta, como quien intenta derribar un árbol a puñetazos. Luego la visión desapareció de mis ojos. Bajo la luz de la fogata que fue reavivada en seguida se vio cómo se abría la puerta lentamente, mientras un grito de ataque salía de miles de bocas persas, elevándose hasta el cielo.
Según luego contó el barbarroja, el faraón le tomó con gran magnanimidad. Especialmente la versión de que me había matado a mí, el vencedor de la primera batalla, pareció complacerle en extremo a Psamético. El informe que dieron los testigos de la lucha de Olov con los diez jinetes hizo que no surgiera en él duda alguna sobre la veracidad de lo contado. El barbarroja consiguió muy pronto la confianza del palacio real, donde todo el mundo se admiraba de sus heridas y donde hicieron que le curaran y cuidaran especialmente. Bonitas muchachas se preocupaban de su persona. Olov contó al faraón que los persas estaban desesperados sin saber cómo podrían apoderarse de la ciudad. Probablemente Cambises ordenaría cualquier día un ataque general, que fácilmente podría ser aniquilado desde lo alto de las murallas. Hizo más todavía, llegó a aconsejarle un plan de defensa a Psamético.
—Dame cien soldados experimentados, faraón —le dijo—. Y puesto que todos esos hombres y sus capacidades me son conocidas podré sorprenderles en la noche, cortaré el cuello a Cambises o te lo traeré prisionero. Mi valentía es enorme. Haré todo lo que esté a mi alcance, pondré incluso en peligro mi vida para vengar mi dignidad pisoteada.
Psamético parecía dispuesto a aceptar su propuesta, pero Palbanipal, el más listo de todos los egipcios y el más joven de sus caudillos, se interpuso porque no confiaba en Olov y pidió que se vigilara primero al barbarroja. Pese a que la pérdida de cien jonios nada representaría, decía, sería más razonable diferir el plan hasta que al cabo de un tiempo los persas no estuvieran sobre aviso, pues consideraba que había transcurrido poco tiempo todavía desde que se iniciara el asedio.
Olov trabó amistad con algunos caudillos jonios; fue, en cuanto sabía que no le vigilaban, hacia las murallas y estudió las tres puertas de las que pensó abrir una. De qué modo lo conseguiría todavía no estaba claro, pues las torres que había junto a ellas estaban muy vigiladas por soldados. Día y noche ardía fuego para poder reaccionar en seguida contra un eventual ataque, y lanzar aceite hirviente y nafta. En uno de aquellos ataques fingidos por nuestra parte, Olov disparó una lanza que mató a un persa. Puesto que se trató de un lanzamiento muy preciso y perfecto, el faraón le recompensó especialmente, con un documento.
La última noche el barbarroja no durmió un solo minuto. Todavía no sabía cómo podría realizar lo prometido. En los últimos minutos marchó en busca de uno de los caudillos amigos que no sabía leer, le despertó, le mostró el documento de recompensa entregado por el faraón y le dijo que según constaba allí se le nombraba capitán de cien soldados para una empresa secreta. Tenía indicaciones para atacar por sorpresa el campamento de los persas y derrotar a Cambises. Todas las reflexiones del caudillo supo el barbarroja disiparlas, pues la orden le afectaba tan sólo a él, Olov y al caudillo, y por tanto no podía hablar con nadie de este asunto. Si conseguían su empresa, serían recompensados copiosamente. Aprovechó la confusión del caudillo para llamar él mismo a cien soldados y dirigirse hacia las puertas de la parte sudoccidental. Al que dirigía la guardia le mostró el documento y le llevo a un departamento para explicarle su misión. Le golpeó y le dejó sin sentido sin que los demás pudieran ver nada. Olov mismo fue quien comenzó a abrir la puerta, pese a que el caudillo le gritaba porque lo hacía tan ruidosamente, pues los persas quizá tenían espías y podrían oírlo. Pero era ya demasiado tarde. Ayudado por los soldados, la puerta había comenzado a abrirse y el grito de ataque de los persas se elevaba hacia el cielo.
Entraron en la ciudad ávidos de muerte y rapiña, derrotaron en seguida a los cien soldados de Olov y a los guardianes. Comenzaron a asaltar todas las casas matando a cuantos hallaban durmiendo. Sin embargo, en los primeros minutos se derramó también sangre persa.
—La gran corriente que todo lo arrastraba me separó del lado del rey. Ya habían pasado mil, luego dos mil, tres mil soldados por aquella puerta. Los guardianes se vieron sorprendidos, los cadáveres de egipcios se amontonaban. La caballería de Jedeschir penetraba ya para posesionarse de los lugares estratégicos de la ciudad según lo que estaba previsto y ahogar el posible movimiento defensivo de los habitantes. Los primeros gritos de triunfo fueron seguidos inmediatamente por los de espanto y terror de los egipcios, que llamaban a Isis y Ptah, sin que esos dioses les ayudaran.
Alcancé las murallas junto con Ochos y Kawad. Nos apresuramos a cruzar la puerta abierta por Olov. Un clamor ensordecedor me recibió al entrar. Los persas mataban en ese instante a los últimos del grupo de jonios con los que Olov había realizado su misión. Las espadas brillaban, las lanzas y flechas recorrían el aire para clavarse luego sobre los cuerpos de los hombres enzarzados en la lucha. Un caballo herido me dio un golpe al caer; cada vez más persas penetraban en la ciudad. La infantería persa saqueaba las casas, pues casi inmediatamente a las murallas comenzaba el laberinto de los callejones. Las mujeres chillaban, pues los persas se lanzaban sobre ellas como fieras hambrientas para gozar de ellas después de matar al hombre que hallaban muchas veces durmiendo.
Mis manos temblaban, pese a que no sentía miedo. El ruido se hacía cada vez más insoportable. Rostros contraídos y ensangrentados aparecían ante mí para desaparecer en seguida. Pequeños grupos de egipcios se defendían todavía junto a las murallas, pero abandonaron su empresa ante el empuje persa, que al grito de Ormuz se atropellaba por entrar en la ciudad. Por uno que lograran matar, aparecían diez, cien, mil que avanzaban, disparaban flechas, lanzaban lanzas y con sus espadas cortaban la cabeza de los jonios con el yelmo puesto.
En medio de todo el barullo, griterío, disparos, aullidos, saqueos, violencias, en medio de toda la tortura y crimen, reconocí a Olov. Estaba de espaldas a una casa. Su rostro gris, su barba roja llena de sangre. Me reconoció y escupió dos dientes al suelo. A sus pies yacía el caudillo que confiara a medias en sus palabras. En alguna parte comenzó a arder una casa. El humo negro se extendió por las callejuelas, ofendiendo con su olor a persas y egipcios. Yo me puse al lado de Olov:
—Se te saluda, jefe del ejército de Cambises. Bueno, conseguiste tu objetivo. ¿Cómo te sientes?
No respondió, sino que arrastró el cadáver del suelo hasta sus pies. Alguna fuerza mayor que su amistad por él me impulsaba al decir:
—No es seguro, pero quizás hubiera podido conseguir la ciudad de modo pacífico. En cambio, ahora mueren no sólo soldados sino mujeres y niños, ancianos y enfermos, lactantes y mujeres ancianas. ¡Ésta, Olov, es tu noche! ¡Realmente te has merecido la fama del más listo de todos los caudillos!
Sus ojos parecían hundirse en algún infierno. Pese a que su mirada estaba sobre mis ojos, parecía contemplar algo muy lejano. ¿Me oía?
—En la guerra todos los medios son lícitos —dijo lentamente—. Pese a lo que me disguste, gozo. Lo único que luego queda de todo es la gloria. ¡Desde luego no desearía volver a pasar esto! Pero ahora soy el vencedor y nadie puede acusar al que triunfa.
Le dejé donde estaba, con el cadáver a sus pies, y me apresuré a marchar hacia el centro de la ciudad, donde me recibieron los gritos de muerte, los chillidos de mujeres aterrorizadas. Muchos soldados egipcios se entregaban. Algunos ni siquiera habían tenido tiempo de terminar de vestirse, hasta tal punto les había sorprendido el ataque. Eran llevados como ganado por algunos pocos persas, pues pocos eran los soldados que querían sustraerse al robo, pillaje y violencias.
Por todas partes me dispuse a salvar lo que pude. Arranqué a muchachas de brazos de muchos soldados que se lanzaban ávidos sobre ellas y que retiraban sus manos al reconocer mi bastón de mando dorado. Del techo de una casa un conquistador y una mujer abrazados en la lucha cayeron al suelo, donde hallaron la muerte. Otros persas se entregaban a la sangrienta conquista, pegaban y mataban cuanto hallaban con vida y parecían en su actuación más salvajes que fieras.
Ante la puerta de entrada de una casa donde parecían habitar oficiales con su familia, reconocí a Fanes. Mientras los soldados se ocupaban en las dependencias de buscar muchachas y mujeres de las que gozaban allí mismo donde las hallaban o las arrastraban al jardín, Fanes ordenaba a los jefes que tenían atadas sus manos que se arrodillaran ante él. Temblaban al seguir sus indicaciones y un caudillo joven dijo:
—Tú eres Fanes. Te reconozco del tiempo en que aquí estabas. ¿Para qué, me pregunto, debemos arrodillarnos ante ti?
El traidor fue junto a él y con un golpe le obligó a caer de rodillas, luego dijo:
—Tan fácil fue para ti cortar cabezas como lo es ahora para mí cortar la tuya por más que lo considere terrible —hizo señas a soldados persas de que obligaran a arrodillarse a los demás—. Las caras hacia la pared —ordenó—. Por todo lo que experimenté, todavía soy magnánimo. No veréis siquiera la muerte que os espera.
—Yo nada te he hecho, Fanes —gritó el joven egipcio—. ¿Por qué quieres matarnos? ¿No es suficiente castigo saber en vuestras manos a nuestras mujeres?
—Todos vosotros tenéis en vuestra conciencia a mis hijos —dijo lleno de odio Fanes—. Todos visteis cómo se mancilló mi dignidad. Entonces quizá sonreísteis. Pero ahora, cuando os amenaza la muerte, os mostráis débiles como mujeres.
—Yo no maté a tus hijos —murmuró el egipcio. Sus labios temblaban.
—Estáte tranquilo —le dijo otro—. No pidas gracia. ¡Menos de un traidor!
Fanes ardía de ira. Levantó su espada e hizo enmudecer al que hablaba, de un solo golpe. La sangre salpicó al joven caudillo, que lanzó un grito ahogado y cayó hacia un lado, desvanecido. Cada vez acudían más persas. Reían y se burlaban y hundían sus espadas en el que yacía en el suelo, hasta que finalmente Fanes le dio el golpe final. Necesitó, sin embargo, golpearle dos veces con la espada para arrancarle la cabeza.
Los otros caudillos murieron igualmente, aunque el último sufrió más que el primero, pues temblaba hasta tal punto que la espada de Fanes no lograba alcanzarle.
Finalmente sentí que mis miembros podían moverse, libres ya del primer instante de asombro que paralizó mis movimientos. Avancé, rompí la hilera de persas en torno a Fanes y con mi bastón de mando señalé las manos ensangrentadas de Fanes. Temblaba lleno de ira por lo que ante mí se había desarrollado. Fanes jadeaba agotado. Sus pupilas se clavaron en mí fijas.
—Realmente, un extraño acto guerrero, matar a gente indefensa —le dije acremente—. Nadie, ni siquiera el rey, ha ordenado matar a los prisioneros. Esto ha sido un crimen, Fanes, y habrás de responder por ello.
Fanes no contestó y yo miré a mi entorno. Todos los persas a quienes miré bajaron sus ojos al suelo. Uno tras otro se marcharon sin decir nada, pues me habían reconocido y temían que les denunciara.
Nos quedamos solos.
—¡Fue venganza para Ormanzón! —murmuró Fanes, nervioso.
Qué fácilmente había hallado su excusa. ¿Pensaba impresionarme con eso? Le di un golpe en el pecho y sin mirarme a los ojos retrocedió.
Lentamente la rueda de Helios se elevaba por el cielo, abandonando el horizonte y lanzando sus rayos de luz sangrienta sobre los muros de la ciudad. Me sentía cansado y abatido como si hubiera luchado durante toda la noche, y sin embargo en ese día no había levantado mis armas contra nadie. Tan sólo un perro que se interpuso en mi camino con dientes amenazadores, sintió el peso de mi espada que le llevó a la muerte.
Puesto que Egipto es un país cercano a los dioses y goza del sol casi ininterrumpidamente, las casas allí son de ladrillos de barro cocido. Llueve tan sólo una vez al año, por ello se construyen casas con techos ligeros y estables, con cercas alrededor de éstas, para que por la noche, cuando el sol desaparece y comienza a soplar el aire, pueda tomarse el fresco junto a la casa. Algunos egipcios incluso tienen animales domésticos en el tejado. Ahora, en cambio, tan sólo se divisaban en los tejados las cabezas de los persas. Los egipcios que se atrevían todavía a presentar resistencia agitaban sus espadas desde los tejados o lanzaban flechas; pero todo inútilmente.
Especialmente junto a las murallas, nuestros soldados rodeaban como amantes las casas, penetraban a gritos en ellas y derrotaban a los resistentes hasta lograr enrojecer con su sangre los tejados. Un dios del abismo animaba los pechos de los persas, que se entregaban a las aventuras más abyectas.
Pero cuanto mayor era la cantidad de persas que acudían hacia el centro de la ciudad, menor era la resistencia que los egipcios ofrecían. Como ola del mar pasaban ante mí los grupos de soldados. Las calles eran bastante estrechas. En su centro había un pequeño canal de desagüe. ¿Era a causa del asedio, o era normal que existiera tal canal? El canal estaba obstruido por restos y excrementos y su olor se extendía por toda la ciudad. En estos momentos en que el sol había alcanzado cierta distancia del horizonte, las moscas y demás insectos tenían trabajo por la ciudad en posarse sobre cadáveres y porquerías amontonadas. Según luego Erifelos dijo, muchos egipcios padecían enfermedades de la vista a causa de esas moscas que las transmitían de unos a otros. Tan sólo las casas de los más ricos y notables tenían pozos donde ocultar sus desperdicios, o pequeños canales que sacaban de la casa toda la porquería.
El palacio real estaba rodeado de hermosos jardines en los que había toda clase de cultivos. Los egipcios parecían amantes de las flores. Se olía a bálsamos y a la carne empolvada de las mujeres. Mujeres y muchachas cantaban estrofas de poesías en este lugar, pero mis oídos apenas las escuchaban. El palacio permanecía al margen de la lucha, pues Cambises había ordenado que a tres estadios del mismo no hubiera lucha.
Hacia el oeste de la ciudad estaban los templos. Estaban llenos en sus jardines de árboles frutales. En el suelo grandes estanques albergaban peces. Pero también aquí los persas mostraban su fiereza, persiguiendo a los que huían de sus ataques y expoliando cuanto hallaban a su paso. Pero sus fuerzas lentamente iban agotándose. El griterío se aminoraba; los persas saqueaban lo que encontraban ya con la intención de aumentar sólo sus riquezas y buscaban ahora ricos tesoros ocultos.
Frente a los edificios de los templos reinaba el silencio. Cambises había ordenado que no se molestara a los sacerdotes. Por medio de la religión tenían mucha influencia en el pueblo. El rey quería fueran sus aliados para convertirles en instrumento de su voluntad. Algunos siervos de Isis y de Ptah estaban en el umbral de los grandes templos. Persas ávidos de rapiña les contemplaban. Cuando los sacerdotes me vieron con mi bastón de mando en la mano en señal de respeto extendieron las palmas de sus manos. Traduje a los guerreros lo que los sacerdotes decían, pues como hombres habituados a muchos escritos conocían el lenguaje de los jonios y griegos.
Akra, un anciano venerable, habló:
—Abandonad vuestro odio y espadas, pues los egipcios no son gentes amantes de la guerra y nada malo desean para los persas, pese a que vuestras manos están llenas de sangre y muchas cosas terribles han sucedido. Nosotros, sacerdotes de Ptah, nos sometemos al nuevo poder, pues la razón por la que nosotros existimos no es terrena sino de naturaleza divina. Del mismo modo que siempre conocemos previamente cuándo han de elevarse las aguas del Nilo, supimos que la guerra y la desgracia amenazaban al pueblo de Egipto. Sin embargo, el faraón desechó nuestros presagios. Nosotros aconsejamos la paz, pero él tenía en su pecho ansias de batalla. Ahora en que el poder de Psamético ha terminado y los conquistadores pueblan nuestras calles, nosotros nos dirigimos a vosotros, soldados persas, con el ruego de que no derraméis más sangre. Precaveros de las pasiones, pues ya suficientes muertos son arrastrados por las aguas del Nilo para saciar a los pájaros voraces y los cocodrilos.
Yo traduje a los soldados su exhortación y éstos respetaron todo el barrio de los templos. Akra, el astuto anciano sonreía y se mesaba la barba. Confiadamente puso su brazo en torno a mis hombros.
—Tú eres griego y con seguridad algo sabes de los designios de los dioses que nosotros, hombres, en vano intentamos debilitar para finalmente hallar el día en que debemos someternos, pues nadie ni siquiera un pueblo entero puede oponerse a ellos. Bajo Amasis todo Egipto parecía un paraíso. Los templos prosperaban, pese a que muchos jonios celebraban sus propios sacrificios. Pero luego vino Psamético y fue la perdición. Intentó poner al pueblo de su parte y alejarle de los sacerdotes, lejos de los templos. Despreció nuestros consejos, el número de los no creyentes aumentó, al igual que la peste va haciendo estragos en un cuerpo enfermo. El faraón quería todo el poder para sí solo. Por ello el castigo del cielo le alcanzó. Ahora sus soberbios planes están reducidos a polvo, pues el desprecio de los sacerdotes es algo que halla siempre el merecido castigo.
Me condujo hacia el interior. Sacerdotes ancianos y jóvenes vinieron y con frutos intentaron devolverme las fuerzas extenuadas. A mi alrededor todos hablaban. Yo me lavé las palmas de las manos. Akra dio una señal. Lentamente se hizo el silencio. Yo podía hablar, pero aguardé hasta que los ojos de todos me miraran.
—Desde el día en que un hombre nace su destino le sigue como brisa de la que nadie sabe de dónde procede. Tú eres un sacerdote, Akra, y hablaste como debías, pues ante las divinidades nada son los hombres, incluso aunque sean reyes. Nuestros conocimientos son pobres y frágiles. Nosotros hacemos y proclamamos lo que las voces internas nos ordenan.
Akra inclinó su cabeza y me contempló con sus grises ojos.
—¿Quién eres tú que así hablas? Tus palabras surgen de tu boca como fructífera tierra. Eres joven y fuerte, sin duda un notable guerrero. Tu pelo brilla como si en tu piel hubiera luz. —Un destello de claridad cruzó el rostro de Akra—. Seguro que eres Tamburas, del que mucho oímos hablar y cuya fama se difundió como el fuego en la noche.
Después de que yo confirmara sus sospechas todos manifestaron su asombro. Un joven sacerdote, llamado Tefnoin, se inclinó profundamente y dijo:
—Tu nombre, Tamburas, es para muchos egipcios como una semilla que surge y arraiga profundamente en la tierra. Nosotros te agradecemos que con el manto de la victoria impidieras la entrada a los soldados a nuestros templos. Después de las desgracias de la tarde nos aguardan mañanas serenas. Tal como Akra dijo es la voluntad celestial de Ptah que los persas vencieran a Psamético. Nuestros oráculos advirtieron la proximidad del viento. El ruido de tempestad ensordeció a nuestros sacerdotes, pero el faraón prohibió que proclamáramos al pueblo nuestras profecías. Incluso si hubiera podido, nos hubiera proscrito, para que no pudiéramos ser testigos de la verdad que nadie debía conocer. Que sucediera de otro modo os lo debemos a vosotros. Sabe pues, Tamburas, que nosotros amamos a los liberadores. El sentido oculto de la guerra es que con la desgracia los hombres vuelvan en razón y se ocupen de nuevo de sus dioses y hablen con sus sacerdotes. Hombres nacen y hombres mueren, tal es la ley eterna. Alimentado por la arrogancia del faraón, la guerra y la miseria se han cernido sobre el pueblo. Quizás ello pueda hacer que los hombres recuperen la fe perdida y se entreguen de nuevo a nuestros brazos. Por ello agradecemos a Ptah y consideramos un bien que los persas vencieran a nuestro pueblo.
Lo más abyecto y desagradable que sucedió en la ciudad lo silencio. Como jauría que tras una correría se lanza sobre la presa, se comportaron los persas, a los que Cambises había prometido libertad total de pillaje. Desde la mañana hasta la noche se oyeron cantos y terribles gritos. Sucedió incluso que con largos cuchillos se sacaran las tripas de los cuerpos, pues suponían que algunos habían tragado oro antes de que cayera en manos enemigas. Pero quien supo ser astuto con los persas y les regaló algo no le hicieron nada e incluso no faltaron gestos de amistad. Algunos compartieron su comida con los dueños de algunas casas en donde se instalaron y bebieron vino con guerreros egipcios. Sin embargo, en torno al palacio permaneció un cordón de soldados durante bastante tiempo. Los que habitaban en el palacio no ofrecieron resistencia. Cambises quería que todos conservaran la vida, todos, el faraón, su familia y los dignatarios de la corte, escribas y administradores, que tenían profundos conocimientos que el rey de los persas pensaba podrían ser útiles para sus fines.
Cada día se proclamaban nuevas disposiciones. Los persas y las tropas auxiliares debían entregar a las cajas del ejército la mitad de cuanto hubieran tomado en su conquista. Respecto a Psamético, el rey dijo:
—Tengo suficiente tiempo, pues una paloma asada no puede ya volar. Los gritos de los soldados ensordecen a los habitantes del palacio. Ven a mis guerreros y el miedo seguro que paraliza en sus venas la sangre. Inútilmente acudirán a sus dioses, pues Ormuz es el único que tiene poder sobre todo y con sus sombras protege el mundo de un extremo a otro.
Pese a que muchos conmigo habían creído que el faraón y sus caudillos se suicidarían, se entregaron al octavo día de ser rodeado el palacio. Durante todo ese tiempo no alzaron una sola arma contra los atacantes. Siervos y siervas, empleados, administradores, escribas, jardineros, artistas, estrategas, sastres, peluqueros, masajistas, joyeros, en fin, todos cuantos desempeñaban alguna función en palacio, presentaron las palmas de sus manos extendidas en señal de sumisión.
Un único camino florecido llevaba a la fortaleza real. Una única puerta franqueaba el paso a través de las murallas pintadas. Un largo espacio para los guardias personales debía traspasarse. Pero el palacio, con sus salas y jardines, era de belleza indescriptible. Entre las sombras de flores y árboles aparecían pozos como oasis en torno a los cuales revoloteaban abejas, libélulas y otros insectos. Incontables flores formaban como islas cuadradas o redondas. Tres enormes salas de columnas muy apropiadas para realizar fiestas, extendían sus capiteles. Pájaros de plumaje polícromo iban de rama en rama. Dos jardineros se ocupaban exclusivamente de alimentar a tales animales que eran muy pacíficos y se posaban incluso en los hombros de la gente. En el palacio había sesenta y cuatro salas para el faraón y su corte, sin contar las dependencias para esclavos y empleados en palacio.
El día que Cambises mandó llamar a su presencia a Psamético —era época de luna llena— sufrió un ataque que le acometió como un rayo y lanzó al suelo. Erifelos hubo de vencer el trismo con un cuchillo y estirarle la lengua de la garganta para salvar al rey de un posible ahogo. Después Cambises, contó Erifelos, que era el único que presenció el ataque, estuvo sentado con respiración jadeante y la boca abierta y aspirando una madera olorosa. Su piel estaba oscura, sus ojos turbios. Pero pronto se recuperó, pidió leche cuajada e higos frescos y comenzó a charlar como si nada hubiera sucedido. En realidad, dijo Erifelos, el rey ignoraba incluso lo que le había pasado.
Cambises reunió a sus hombres adictos y vasallos al cabo de tres horas, después del mediodía, en la sala de fiestas del palacio. Columnas pintadas de rojo oscuro sostenían el techo, las paredes estaban cubiertas de frescos. El rey estaba sentado en el trono del faraón, adornado con las insignias de su poder. En el pálido rostro brillaban extrañamente los ojos enfermos. A veces apoyaba su mano en la barbilla, mientras los sacerdotes egipcios le homenajeaban. Luego dio muestras de su magnanimidad y confirmó en sus cargos a Akra, Tefnoin y los demás sacerdotes.
—Yo soy Cambises —dijo—, rey de reyes, conquistador de Egipto y dueño del mundo. El camino de un pueblo a otro era largo. Pero una empresa indeclinable me llamó aquí, un pedazo de mundo en que habita un pueblo laborioso, cuyos sacerdotes tienen derecho a la miel del país. Por ello quiero ser para ellos como la sombra de un bosque. Quien a mí acuda me hallará siempre despierto y dispuesto. En cambio, mis enemigos inútilmente buscarán la lejanía, pues como el flujo del mar halla siempre la arena de la playa, les encontraré y destruiré.
Durante la ceremonia de juramento de los sacerdotes, Akra le coronó y le entregó el bastón de mando del faraón. Unas flautas tocaban una melodía inquietante y todos en la sala se echaron al suelo, sobrecogidos por la grandiosidad de la ceremonia. Al cabo de un momento la música dejó de sonar. Akra levantó los brazos y dijo:
—Yo te saludo, sol de los hombres, rey elegido, que diriges sabiamente y con fructífera justicia el destino de los egipcios. A partir de esta hora eres el señor de este país de tierra oscura. Tu fama es también nuestra felicidad. Que se eleve con el primer resplandor de la mañana y permanezca hasta las fronteras de la eternidad. Sé un padre para los pueblos y proscribe el silencio de los desiertos. Nosotros confiamos en tus gracias y en la bendición de la divinidad. Da la paz y pide tan sólo un tributo soportable que entreguemos nosotros con agradecimiento y alabemos tu nombre por encima de todos los hombres.
En diversos incensarios se mezclaron hierbas sagradas con opio. Una señal de tambor indicó el fin de la coronación y de nuevo todo el mundo se echó al suelo. Junto a mí estaba Olov; ahora era jefe supremo del ejército; tenía, pues, una dignidad de primer rango, inmediatamente después de Damán y Jedeschir, antes de mí, de Ochos y Kawad. El barbarroja estaba satisfecho como si las palabras de Akra hubieran garantizado que su espada nunca se enmohecería y nunca se olvidarían su gloria y fama.
Después de la ceremonia, soldados persas trajeron a Psamético, la familia real y los nobles y dignatarios de la corte del faraón. A una distancia de diez pasos del trono hubieron de postrarse y tocar con su frente el suelo. Al cabo de un rato el rey mandó que se levantaran. Observó con curiosidad especialmente a Psamético. Era la primera vez que ambos se veían. El rey derrocado había sido en sus mejores años un hombre fuerte. Por lo visto, las noches de preocupación habían producido arrugas en su frente. Pese a que Psamético no había elegido su muerte, no parecía cobarde. Sin miedo miraba a Cambises a los ojos y luego comenzó a hablar.
—Bien, ahora que te veo, sé en qué manos he caído. Tu fama se desplaza como nube dorada sobre tu piel. Pero el brillo de tus ojos traiciona que no estás satisfecho. Tu cara está pálida, pese a que mi país está ya a tus pies. Si quieres matarme, ordénalo. No saldrán de mi boca quejas. Sí, en cambio, te ruego seas magnánimo con mi familia.
Cambises no se movió. Parecía una imagen rodeada de los rubíes y esmeraldas refulgentes. Incluso la barba la llevaba espolvoreada con púrpura. Finalmente abrió la boca.
—Probaré tu impasibilidad con la muerte, pero no ahora ni en este lugar, pues aquí estoy celebrando mi triunfo.
Un aliento cálido me ofendió el rostro. Detrás de mí estaba Fanes. Respiraba fatigosamente. Le miré y seguí la dirección de sus ojos. El sonido de las palabras se perdió en seguida. Mi debilidad se unió a la de Fanes y comprendí la extraña pasión que le llevó a hacer cuanto hizo y a traicionar a los egipcios.
A través de la ventana de alabastro en lo alto, junto al techo, entraba la luz del día. Los guardianes habían dejado a la familia real y los dignatarios sus vestidos. Junto a la mujer de Psamético, que me llamó la atención por el aro que llevaba en el brazo, estaba una muchacha joven que se mantenía muy cerca de su madre como en busca de protección. Era medio niña, medio mujer. Bajo las ricas vestiduras advertí la blancura de su cuerpo. ¡Qué extraño que Cambises no se hubiera fijado en ella! Hablaba como si no hubiera visto a la muchacha. De pronto levantaba algo la cabeza, curiosa, pero en seguida volvía a ocultarse tras de su madre. Una vez se giró hacia la izquierda, luego un poco a la derecha. Un puño invisible me apretó fuertemente el corazón. ¿Me engañaba, o realmente su mirada se dirigía más allá de Cambises, incluso quizá más lejos de mí?
Fanes detuvo su aliento. La muchacha era Batike, debía serlo, pues de lo contrario no estaría él tan impresionado. La mirada de Batike me embrujaba como atrae una fuente fresca al sediento. Llevaba una peluca negra de la que el pelo caía sobre sus hombros. Tenía pintadas las uñas de los pies y de las manos. Los ojos, que traicionaban su temperamento apasionado, estaban remarcados con pinceladas gris azules, por lo que parecían más grandes todavía y más rasgados de lo que en realidad eran. Al igual que la mayoría de mujeres egipcias, llevaba el pecho desnudo: pequeñas manzanas duras con los pezones coloreados de encarnado claro. Debajo del seno comenzaba el vestido, finamente tejido; sobre los hombros llevaba un tul de pálido color.
Detrás de mí sentí pies que se movían, pues Cambises hablaba sin que pareciera dispuesto a terminar. Su rostro había enrojecido por la excitación. Nuevamente sentí aquella mirada. ¿Me miraba a mí? Junto a Olov, yo era el más alto de todos los caudillos y seguramente mi pelo rubio llamaba la atención, al igual que su barba roja. Nuevamente me dejé llevar por el encanto de sus ojos. Batike provocaba en mis miembros una extraña sensación, un calor soporífero invadió mis venas.
Olov carraspeó y sentí de nuevo la voz del rey.
—Muchas injusticias sucedieron en los días de tu poder —le decía a Psamético—. La justicia se redujo a polvo y cenizas. Apenas logro comprender el duelo de un hombre a causa de la derrota, pero lo peor que cometiste fue permitir la muerte de Ormanzón, que yo envié a ti como emisario de los persas y que tu gente mató como a un perro, junto con los que le acompañaban. Desde entonces, día y noche me acompañó el deseo de vengarle. Pero las ideas y previsiones son heridas que fácilmente curan. Mis planes han variado en algunos detalles…
Dejé de nuevo de oír la voz y contemplé los bellos rasgos de Batike. ¡Qué hermosura, qué nobleza en los rasgos, qué piel blanca como el marfil! Sus miradas me parecieron profundas como el abismo y luego piedras preciosas de claros destellos. Sus finos dedos de uñas pintadas jugaban con el cabello falso. Estaba de pie y me sentí fuera de allí; me sentía fijo como un barco a su ancla, sometido al terrible juego del viento de la tormenta. Todo desaparece en interés cuando se siente el canto de la pasión. Experimenté confusión, pero nuevamente me despertaba de mi sueño la voz del rey.
Ese día en que se decidía el destino de la familia real, encendió en mi pecho el fuego. Lamentaba que Olov me hubiera aventajado. Si Memfis hubiera caído por obra de un acto mío y no por la astucia de Olov, probablemente no hubiera dudado en pedir a Cambises como recompensa a Batike, pues era como el verano que trae frutos, el rocío en la hierba, era bosque fresco, era la cumbre de las montañas, que parecen tocar el cielo, era como las profundidades del bosque, la extensión de los llanos. Era excitante y provocaba la pasión de la tormenta en el mar calmado. Batike era para mí el mismo sol, el centro del universo, en torno del cual giraban todos mis sentidos y pensamientos.
¿Era yo un bufón? Como siempre en que la pasión me acometía, sucedía de modo repentino y como un golpe. Y cuanto más inalcanzable me parecía la muchacha, mayor se hacía mi pasión.
Cambises había enmudecido. Psamético miraba hacia adelante, su cuerpo se había inclinado. Daba la impresión de un anciano. Los soldados hicieron avanzar a los prisioneros. Según la costumbre egipcia, Batike andaba descalza. Su vestido terminaba en las rodillas y descubría las piernas bien formadas. Al cabo de un momento les seguimos nosotros y el rey. Artakán había contratado a acróbatas. En cuanto advirtieron la presencia de Cambises comenzaron sus ejercicios de agilidad. Un atleta egipcio levantaba pesas de hierro como si fueran flores.
Donde terminaba la alfombra, montó Cambises en su carroza tirada por seis corceles blancos. Abandonamos el palacio real por el único agujero que había en las murallas. El pueblo saludó a los prisioneros, rodeados tan sólo por una hilera de soldados, con un profundo silencio. Iban uno detrás del otro con la cabeza baja, como si la luz hiriera sus ojos. En cambio, el rey iba rodeado de quinientos jinetes de su guardia personal. La multitud estaba compuesta de soldados persas, de lidios, partos, capadocios, argatas y sogdianos, de armenios, cilicios y bactrianos, de medas, babilonios y sirios. Todos esos persas irrumpieron en un alborozado grito de alegría al reconocer detrás de todos los prisioneros al faraón. También en ese momento comenzaron a gritar los egipcios; las voces que más se oían eran las de las mujeres, pues muy pronto habían olvidado cuanto les hicieran los conquistadores.
El cortejo atravesó una parte de la ciudad. Con una sonrisa semicomplaciente, semidespreciativa, levantó Cambises su brazo y agradeció los gritos que le recibían. En la parte sur de Memfis, frente a la muralla blanca se agolpaba una multitud indescriptible. Se había oído decir lo que iba a pasar. Por ello habían venido, incluso, niños y ancianos. Todos saludaban al rey y hasta ocultaban, al hacerlo, las manos en sus mangas al estirar los brazos, tal como habían visto que hacían los persas.
Cambises se mantenía erguido. Su tronco se ocultaba en un vestido verde mar; un cinto cubierto de piedras preciosas le ceñía al cuerpo las ropas. Las piernas las llevaba cubiertas de paño rojo escarlata, pero a causa del calor no se había puesto manto alguno. La gente le aclamaba y se arrodillaban a su paso. Así sucede en todas partes cuando una estrella se apaga y otra se enciende.
Poco antes de llegar a las murallas, allí donde son más altas, se detuvo la comitiva. Se dio un concierto. Por todas partes hacia donde se mirara estaba el pueblo entusiasmado, agitando sus manos en señal de saludo. A lo largo de la muralla, con la cabeza baja, estaban colgados los egipcios y mercenarios que participaron en el ataque contra Ormanzón. Fue asombroso cómo se fueron denunciando mutuamente, cómo quisieron hacer recaer la culpa sobre otros y ni siquiera se avergonzaron de denunciar a inocentes. Los persas habían empleado tres días tan sólo para reunir a culpables e inocentes. Antes de matarles les habían azotado, para que las moscas y demás insectos gozaran de sus heridas. Por lo visto, ahora entre los allí colgados ya no quedaba ninguno con vida, pues grupos de cuervos devoraban sus carnes.
Allí donde el olor putrefacto menos podía molestar al rey, se colocó el trono. Dignatarios y caudillos persas formaron en torno a Cambises un semicírculo. Un doble cordón de soldados armados de espadas formaron a partir de ahí un estrecho paso que terminaba en la muralla. Yo sabía para qué.
Se condujo a Psamético y sus seguidores ante Cambises. Se hizo un silencio de muerte. Jorosmad, el sacerdote elegido, se arrodilló y leyó con grandes gestos una oración persa. Los demás magos hacían signos extraños y misteriosos sobre las dos divinidades de la luz y las tinieblas. Sobre un altar portátil se quemaban sacrificios. Las hierbas sagradas fueron machacadas en un mortero dorado. El humo expandía un olor dulce que molestaba mi olfato. Olov estornudó.
Después de que los sacerdotes hubieron terminado la ceremonia, Cambises comenzó a hablar. Dirigía sus palabras preferentemente a Psamético.
—Yo, Cambises, hijo del dios de la luz, inmortal por voluntad de Ormuz, quien otorga todos los bienes, ejemplar en actos e ideas, supremo jefe de mis guerreros valientes como leones; yo, Cambises, hago justicia sobre estos cuyos nombres son tachados del libro de la vida. La misión del rey es ejercer justicia. Así debe suceder para gloria y honra de Ormuz.
Los soldados persas gritaron entusiasmados y la multitud respondió con voces inseguras.
—Para gloria y honra de Ormuz.
El mismo Prexaspes había preparado el lugar de la ejecución. Yo le miré. Allí donde la orilla de barro junto al Nilo se levanta alta, los persas habían clavado estacas en la arena con las puntas hacia arriba, unas muy juntas a las otras, hasta el punto de que ni siquiera una rata hubiera podido pasar entre ellas. El paso por entre los soldados que llevaban las espadas era el camino más corto desde el rey hasta la muralla.
—Estrecho y peligroso es en época de guerra el camino de los caudillos y reyes —dijo Cambises. Sus ojos se posaban sobre los prisioneros, para finalmente detenerse sobre el rostro de Psamético—. Tú has hecho que la muerte se convirtiera en rica cosecha. Tu pueblo y tus soldados han descendido a ella como simiente en manos del sembrador. Pero tú y tus caudillos os librasteis hasta hoy de ella. Mira a tu entorno, Psamético, y reconoce el paso por entre los guerreros. Allí donde termina, junto al muro, termina para quienes tú dirigiste su vida. Tú mismo fijarás el orden en que deban recorrer tal camino. Espero que sabrás hallar a los más dignos.
En la cara de Psamético se reflejó la lucha. Carraspeó por dos veces antes de comenzar a hablar:
—Tú eres el vencedor, Cambises. Yo he perdido, esto es evidente. Pero debes mostrar grandeza y no pretender cubrirme con la deshonra. Permite que sea yo sólo quien recorra ese camino, pues mis caudillos sólo hicieron cumplir con su deber. Además, te ruego por mis hijos y mi mujer. Se magnánimo como tu padre Ciro, al que se llamaba el bondadoso. Además, ¿por qué habrías de perseguir a niños y mujeres, que nada hicieron contra ti?
El sudor surcaba su cara. Psamético se atragantó varias veces; tosió y parecía faltarle el aire.
—Eres como un niño —replicó Cambises, molesto— y argumentas como un mentiroso que espera que los tontos serán convencidos con sus palabras. ¿Crees que os he traído para escuchar tu charla? Ya oíste mis palabras. Si tú mismo no quieres hacerlo, seré yo quien lo haga, pese a que tan sólo tú conoces realmente los méritos de tus caudillos. El primero deberá ser el más digno. Será… —su cara se contrajo, gozaba del silencio.
—¡El primero! ¿Quién es el primero? —gritaba el pueblo.
Creo que la gente del pueblo egipcio gritaba más fuerte que los soldados persas.
—¡Menumenit! —determinó el rey.
—¡Menumenit! —resonó en las bocas del pueblo.
El citado caudillo levantó su cabeza asombrado. Luego dijo que no comprendía la razón. Él era un soldado y no se le podía reprochar nada. Sin embargo, dos persas le cogieron y le empujaron hacia adelante. Su rostro oscuro se tornó amarillo; agitó sus manos atadas. Cuando quiso decir algo los soldados se detuvieron y le soltaron.
—¡No me importa morir! —gritó con voz débil—. Pero deja que lo haga con las armas en la mano.
—Tuviste ocasión para ello —respondió Cambises— en el campo de lucha y en el palacio real. Pero por lo visto fuiste demasiado cobarde y preferiste sacrificar la vida de tus guerreros. Ahora es ya demasiado tarde y tu camino está fijado. ¡Adelante, o mandaré que te azoten como si fueses un simple esclavo!
Menumenit abrió la boca y castañeteó con sus dientes amarillos.
—Yo te maldigo, perro de los persas…
No pudo continuar. Un soldado le golpeó el rostro con la lanza. Los persas le arrastraron por el paso por donde los soldados le iban dando golpes. Menumenit no volvió a abrir sus labios, anduvo cuan rápido pudo los diez últimos pasos y en un último salto se lanzó con ímpetu por la muralla.
Durante un instante reinó el silencio; luego, cuando el cuerpo de Menumenit apareció sobre la punta de una lanza, un suspiro recorrió la multitud. Mis venas sintieron un frío helado.
—Esa muerte es absurda —murmuré confuso.
Pero quizá no llegué a decir nada, sino que tan sólo lo pensé para mis adentros, pues nadie se volvió hacia mí. Mi mirada cayó sobre Batike. Estaba con el rostro pétreo junto a su madre, la cual lloraba a gritos.
—¡Kalmala! —ordenó Cambises.
El egipcio, un hombre grueso de rostro sudoroso y grandes ojos redondos que miraban a su entorno, perplejo como un niño al que se cuenta una fábula terrible, intentó, pese al miedo, que se traslucía en sus movimientos, avanzar hacia adelante. Con voz fuerte en la que, sin embargo, se traicionaba la excitación aterrada, gritó:
—¡Estoy preparado! ¡Sí, estoy dispuesto!
Pero las rodillas le traicionaron. Su voluntad parecía ser más poderosa que sus fuerzas. Los soldados lo pusieron en pie y prácticamente le llevaron en andas. Uno de entre el gentío egipcio imitó su voz:
—¡Estoy dispuesto! —y todos estallaron en carcajadas.
Los soldados le llevaron por entre aquel pasillo. Su rostro sudaba. Ante el miedo, los ojos parecían saltarle de las órbitas. Quedaba claro en Kalmala que a un caudillo le resulta tan dura la muerte como a cualquier otro soldado. Quizá para él es todavía más dura, pues raramente está durante las batallas en primera línea como los guerreros y no tiene ocasión frecuente de enfrentarse a la muerte. Finalmente cuatro persas lo levantaron en alto y lo llevaron hasta el muro, como un saco sobre sus hombros. Le lanzaron sobre la pared formada por las lanzas. No murió en seguida sino que se agitó como un cerdo degollado que ha recibido un golpe falso, no mortal por completo.
Palbanibal fue el siguiente. Con él todo fue más rápido. Se había ordenado que se actuara con más rapidez, pues Cambises encontraba gusto en el juego de ordenar los siguientes turnos. Muchas veces sonreía con una sombra de placer cuando veía aparecer en los rostros de los egipcios designados el miedo o el ruego. A veces tan sólo señalaba al condenado con el dedo, cuando ignoraba su nombre.
Durante todo el tiempo que transcurrió, Psamético conservó el silencio de un animal ante el sacrificio. Repetidamente contraía sus manos atadas. Manifestaba en su rostro tensión e incluso una vez le vi llorar. Esto sucedió cuando los soldados arrastraron a Palbanipal y éste, al pasar frente al faraón, se arrodilló y le susurró algo que nadie entendió.
Treinta y dos caudillos y jefes militares fueron lanzados al muro; luego ya tan sólo quedó uno junto a los dignatarios que llevara el manto de guerrero. Tras una pausa, durante la que Cambises permitió a los arqueros persas que mataran definitivamente a algunos de los que colgaban en las lanzas porque se agitaban y gritaban, el rey pronunció otro nombre. Yo me sentí sobrecogido, pues Batike se abrazó a su madre violentamente. La anterior reina de Egipto se lanzó hacia adelante, pero varios soldados la echaron hacia atrás.
—Le toca el turno a Thatmonis —repitió Cambises.
Thatmonis era el hijo mayor de Psamético; un joven delgado de cara muy pálida que parecía aquejado de alguna enfermedad de la sangre. Se inclinó respetuoso ante su padre y pasó con rápido paso por delante de su madre, que lanzaba gritos de terror. Parecía haber perdido la razón. Batike le hablaba, intentaba calmarla, pero era todo en vano.
—Un hombre nace para morir —dijo en voz bien alta Thatmonis, y sus palabras iban dirigidas a la madre—. Esto es una ley invariable. Nadie puede romperla, ni un padre ni una madre, aunque se lamente. La muerte termina con todo. Con el dolor, la tortura y el destino que todos tenemos.
Su compostura causó admiración entre la gente. Según luego me contaron, Thatmonis tomaba diariamente drogas, pues durante el sitio de la ciudad sufría de agudo dolor de muelas. Además su cuerpo estaba enfermo de algo que causaba la muerte de muchos egipcios y que incluso llegaba a terminar con la vida de muchos jóvenes.
Muy lentamente y con la cabeza erguida recorrió el pasillo formado por hombres. De pronto, sin embargo, se dio la vuelta y derribó de un puñetazo a un persa que estaba distraído. Ocho o diez lanzas le atacaron por el pecho y la espalda. Me parece que el hijo de Psamético estaba ya muerto cuando le lanzaron al muro. Pero había logrado causar buena impresión y el pueblo habló durante mucho tiempo de su hazaña.
Cambises ordenó luego que le siguieran dos funcionarios de la corte. Mientras el último se agitaba como si intentara nadar en el mar, el otro se desesperaba gritando como un loco. Gemía, juraba y auguraba los peores males para el rey. Los persas terminaron con él. Debía de ser jonio, pese a sus ropas egipcias. Llamaba a los dioses griegos. Sus dolores parecían tan terribles que incluso giré la cabeza y algunos persas fruncieron la frente. Todo el mundo se sintió contento cuando sus gritos terminaron.
También el rey parecía algo fatigado. Se dio la vuelta hacia Psamético, que contemplaba la escena con rostro petrificado, y dijo:
—¿Tienes algo en contra si llamo ahora a Batike, tu hermosa hija?
Yo oí las palabras, pero no alcanzaba a comprenderlas. Detrás de mí oí movimientos salvajes. Alguien rechinaba con sus dientes y jadeaba como un perro rabioso. Por el rabillo del ojo pude verle. Un jefe militar sostenía a Fanes. Olov se dio la vuelta un instante para rápidamente dar un puñetazo al traidor; cayó al suelo.
Cambises quizás había oído algo, pero no se dio por aludido y ni siquiera miró en aquella dirección. Tenía interés en oír la respuesta de Psamético. El padre de Batike abrió sus labios con evidente esfuerzo.
—Eres realmente una bestia, el hombre más injusto y odioso del mundo —dijo finalmente—. Sería algo que me deshonraría, a mí y a todos los míos, si volviera a solicitar tu gracia por segunda vez.
—¡Batike! —gritó Cambises.
La mujer de Psamético puso sus manos atadas sobre su hija. Inmediatamente se interpusieron soldados para separarlas. Mis manos estaban sudorosas; creo que las rodillas me temblaban. Cambises volvió a gritar por segunda vez, pero sus dedos indicaban los pies de su trono. Así pues, Batike fue conducida ante él, en lugar de llevarla por el pasillo y lanzarla al muro. Cambises la observó detalladamente. Ella estaba con los ojos bajos. En ese momento me di cuenta que no entraba en sus planes matarla. Sólo se había divertido con el espanto causado en Psamético y su mujer.
Bajo su mirada, Batike apretó sus manos contra su cuerpo como si quisiera proteger su seno. El rey sonrió.
—Para ti, Batike —dijo—, tengo una buena noticia. Eres bella como una rama de melocotón florida. Por ello te elevo a mujer mía. Has de darme un hijo en el que se borrará todo cuanto hoy y en el pasado sucedió. Yo, Cambises, me alío con la casa de los faraones. Tu padre y tu madre vivirán para poder presenciar nuestra felicidad.
Con labios temblorosos Batike le miró. Choromad y los magos danzaron alrededor suyo echándole flores blancas y rojas. Mis pulmones fatigados protestaban en mi pecho. Miré el palio que estaba encima de la cabeza del rey. Era de seda gruesa con incrustaciones doradas y trabajos de orfebrería. El pueblo manifestaba su entusiasmo. Olov se inclinó hacia adelante. Pude entender lo que dijera.
—¡Pero es que tan pronto le va a poner cuernos! Hace un momento me miró de tal modo que mis miembros se sintieron desfallecer. Batike me parece la muchacha más atractiva que haya conocido. Su mirada hace nacer en mí una fuerza animal. Realmente me mira y contempla mis músculos como si estuviera ya abriendo sus piernas mentalmente. Su cuerpo es esbelto y me recuerda un cofre del templo. Con peligro para su vida más de uno, aunque no yo, intentará injertar una dádiva de la que el rey obtenga lo que quiere, un hijo, concretamente el futuro rey del alto y bajo Egipto.
Mi boca tenía un sabor amargo. En esa hora odiaba al pelirrojo, no tan sólo a causa de sus desvergonzadas palabras, sino porque sostenía que Batike le había mirado a él y no a mí.
El rey dio la señal para finalizar el acto. Psamético, su mujer con los hijos y distintos dignatarios egipcios fueron empujados hacia adelante. Yo no pude dominarme por más tiempo y le lancé al rostro las siguientes palabras al pelirrojo:
—Eres un cerdo, Olov —mi aliento estaba alterado—. Y un cerdo es siempre un cerdo aunque vista de oro, nada más que un sucio cerdo.
Por la tarde Cambises dio una gran fiesta en palacio. Antes de que el sol se ocultara, la multitud se dirigió hacia el palacio, pues se había dispuesto que estuvieran abiertas las puertas y se repartiera vino, carne y pasteles. Por dos veces Cambises se mostró al pueblo y las dos veces le aclamaron.
Posteriormente los jardines estaban inmersos en una luz rojo amarillenta. La sala de fiestas se hallaba profusamente adornada. De las paredes colgaban tapices, adornos con flores estaban colocados en los jarrones egipcios o en las estrechas ánforas, divanes con blandos almohadones se encontraban distribuidos en orden muy calculado.
Junto a sus íntimos, Cambises había invitado también al más alto escriba y administrador egipcios, pues esa gente administraba también en estos momentos el país. El rey quería dejar las cosas tal como estaban, de modo que no hubiera de dar ningún crédito para obtener los gravámenes. De las paredes colgaban, sostenidas por aros, vasijas de vino de todos los tamaños. Esclavos y esclavas servían en fuentes de madera carne asada, en su mayor parte de pato, pollo o palomos con verdura y pan cocido en diversas formas. Aquí el vino no se bebía en vasos, sino que se tomaba directamente de jarras de bronce.
La gente estaba alborotada. Yo deambulaba por todas partes y miraba a las damas egipcias, a sus ojos excitados, pese a que tan sólo buscaba la mirada de una de ellas. Nubes de los perfumes más selectos surgían de los cuerpos y pelucas de las mujeres. Muchas de ellas llevaban ramilletes de diamantes sobre la piel empolvada. Por lo visto, los persas no habían sabido saquear por completo las casas. En el fondo una pequeña orquesta tocaba una música incitante que repetía una serie de siete tonos constantemente y que me pareció una melodía extraordinaria.
Detrás de Cambises estaban situadas sus mujeres más bellas. Atossa en el centro, sentada sobre un cojín bellamente tejido. En su cabello llevaba un dije de piedras preciosas montadas sobre oro y en el que refulgían los rubíes y las esmeraldas. Tenía sus labios y mejillas pintados de rojo. Junto a ella, con el cuerpo algo inclinado, estaba sentada Batike. La luz de las antorchas danzaba sobre su rostro. De nuevo mis ojos la contemplaban. Psamético y su esposa no se hallaban presentes. Descansaban en una casa especial, pues Cambises no se fiaba de ellos y no quería que amargaran la fiesta con su pena por Thatmonis.
Después del banquete alegraron la vista un grupo de jóvenes muchachas. Las bailarinas eran muy jóvenes e iban cubiertas tan sólo por velos. Olov hablaba al vino como si tuviera la intención de ahogarse en él. Las ofensivas palabras que le había dirigido ya no me las tuvo en cuenta, sino que por el contrario buscaba mi compañía, cosa que en aquellos momentos no me interesaba. También yo bebí vino, pero sin lograr alegrarme, pues mi lengua estaba torpe y mi corazón sufría.
Una vez el pelirrojo rozó mis hombros.
—Igual que yo, Tamburas, aunque lo niegues, tú buscas una mujer que logre calmar la sed de un hombre.
Yo nada respondí, pues las bailarinas terminaban justamente su danza. Un caudillo persa, cuyo torso se hinchó como el de un atleta, pasó y me lanzó al rostro algunas palabras.
—Artakán dice —me explicó Olov— que cada uno puede procurarse una o varias bailarinas. ¿Qué te parece, Tamburas, si encargamos alguna en común? Después de duros días de lucha necesitamos algo de distensión. También ello ayudaría a que salgan de tu mente algunas imaginaciones que, no voy a negarlo, me hicieron también a mí perder la predilección por las mujeres gruesas y en lugar de ellas me hizo sentir el anhelo de cuerpos esbeltos.
Mi cara estaba muy roja, sudaba.
—Cállate —le dije— y deja de buscar en mí a un compañero. Haz lo que te plazca, pero es mejor que a mí me dejes en paz.
Miré de nuevo la reciente esposa del rey y supe que ninguna otra sería capaz de apagar en mí el ardor que sentía. Verdaderamente era la mejor de todas. Sus pechos eran jóvenes, duros y brillaban como si estuvieran estucados, las puntas eran rojas.
Atossa, junto a ella, en la dignidad de sus corpulentos miembros, recordaba por la inmovilidad de su rostro a una estatua, bella desde luego, pero fría. El cuerpo, ligeramente arqueado, se ocultaba bajo ropas azules. Parecía el doble de alta que Batike. Las finas cejas estaban artísticamente pintadas. Cuando hablaba se dirigía casi exclusivamente a las mujeres de su derecha. Batike no era digna ni siquiera de que le dirigiera la mirada. Por lo visto, odiaba a la más joven, a la más bella y con toda seguridad intentaría perjudicarla de algún modo.
Mientras el pelirrojo carraspeaba y yo experimentaba los efectos del vino, vi que Damán hacía señas. Casi inmediatamente vino Ochos hacia nosotros y nos invitó, a Olov y a mí, a ir junto al rey. Ante mi asombro y pese a las miradas reprobadoras de los caudillos, también Fanes apareció, tambaleándose y con ojos enrojecidos. Ochos nos hizo sitio. Yo me senté al lado de Jedeschir y Artakán, junto a Prexaspes, Damán y Kawad, asistido por los suspiros de Olov.
Cambises parecía de humor excitado. ¿Se alegraba de la noche que le esperaba con Batike? Erifelos, en segunda fila, vigilaba solícito que no bebiera en exceso y permitía que se vertiera muy poco vino en la jarra del rey, y a la vez ordenaba a los que debían probar el vino antes de darlo al rey que bebieran incluso más de lo que dejaran para el rey.
La gente que está bebida dice sandeces, incluso si se trata de hombres selectos. Prexaspes y Damán comenzaron a disputar sobre el rey, al que ensalzaban por encima de todas las cosas. A veces sus gritos se confundían y llegaban a alcanzar el tono del cacareo de gallinas, pero conservaban un tono elogioso y era el vino el que confundía sus lenguas. A todo Cambises daba su aprobación, complacido como un bufón; luego, de pronto, nos planteó una pregunta muy importante:
—Se llama a los que callan sabios —dijo—. Quizá lo son, pues quien mantiene su lengua en el silencio se priva de decir necedades. De vosotros, sin embargo, vosotros que sois mi brazo derecho y caudillos, mis amigos y consejeros, de vosotros quiero escuchar qué pensáis acerca de mí. Ciro, que era mi padre, es llamado por los historiógrafos el mayor aqueménida. ¿Quién soy yo entonces en comparación con su dignidad?
Cambises entornó sus ojos y se dirigió al canciller.
—¿Bien? Contesta el primero tú, pues después de mí eres quien gobiernas.
Prexaspes colocó la jarra de vino en el suelo. Frunció su frente y pareció reflexionar.
—Al igual que Ciro, eres padre de la nación —dijo lentamente—, un conquistador del mundo y representante del buen Dios. Tu pueblo te ama, pues tú significas riqueza para la patria. Tus actos son dignos de la obra de Ciro. Quien a ti te contempla cree mirar las claridades del cielo. En cambio, tu gloria infecta el aire para tus enemigos. Desaparecen tras de ella como gotas de rocío ante el sol. Al cabo de un rato ya no existen.
Prexaspes cruzó los brazos e inclinó la cabeza.
Con aprobación, Jedeschir le dirigió la mirada. Damán dijo que pensaba igual que Prexaspes.
—Excepcionalmente brilla la estrella de tu gloria, Cambises —terminó su plática.
Olov, que se movía intranquilo junto a mí, creyó lo mejor hacerse el niño ante Cambises. Golpeó su pecho que resonó como si alguien tocara un tambor.
—Eres el más grande de todos, Cambises —rápidamente, como si temiera que alguien pudiera interrumpirle, continuó—: Yo no conocí a tu padre, pero oí muchas cosas acerca de él. Sin embargo, no fue Ciro el que conquistó Egipto, sino tú. Por ello estás a la cabeza, porque has terminado lo que él no pudo.
Satisfecho de esta respuesta, Cambises se golpeó el muslo. Sonrió complacido. Trozos de comida estaban pegados a su boca. Un siervo avanzó y le secó la boca con un trapo blanco. Ochos no retuvo por más tiempo su admiración. Su rostro brillaba por efectos del vino.
—¡Olov lleva razón! —gritó—. Nadie, extraordinario señor, te iguala en poder. Eres un rayo de esperanza para los persas. Inútilmente se lamentan tus enemigos. Pero danos nuevas misiones, señor mayor que Ciro, y cada uno de nosotros intentará ser el más fiel.
—Realmente, lo que Ciro no alcanzó, pues venció a Babilonia, pero no sometió a los egipcios, lo lograste tú —murmuró Kawad.
Todo esto le sabía a Cambises como miel, en una ocasión llegó incluso a asentir con la cabeza. Sus ojos brillaban de contento y nos miraba como el apasionado cazador que ansioso contempla las huellas de la caza. Yo me sentí incómodo. Un almohadón había resbalado y uno de mis pies amenazaba con dormirse. Por ello me eché hacia atrás, estiré la pierna y me apoyé en mi espalda. El rey me miró largamente. Yo no había hablado todavía. ¿Podrían mis palabras ganar a las de los demás? Nuevamente le secaron los labios. El rey pidió la jarra y bebió más vino.
—Ahora tú, Tamburas —ordenó—. Vence la resistencia de tus labios y permite que oigamos lo que piensas de mí.
Miré por encima de su cabeza. Batike se inclinaba hacia adelante y decía algo a Atossa. La mujer del rey le dio la espalda bruscamente. No quería a la otra y amargaría su vida. Lo oscuro, lo innominable, que me perseguía durante todo este tiempo, se apoderó de mi voz.
—Planteas una pregunta, Cambises, y aguardas la respuesta —dije—. Entonces sabe, si es que puedes soportar la verdad, que no te considero tan grande como tu padre.
La sonrisa desapareció de sus labios. Se quedó fijo, como si no creyera las palabras que oía. Su nariz se ensanchó en busca de más aire. Nervioso, Olov se estiraba los dedos. Pensaba en ese momento que yo ya había terminado.
Ochos, que no sentía simpatía hacia mí, abrió sus labios como si quisiera morderme. Ática y Esparta, Lacedemonia y Tesalia, todos estos países se reflejaban en sus ojos, los lugares de incendio de pueblos y ciudades sometidos que él pensaba conquistar bajo Cambises. Para él, yo sólo era un heleno que era mejor matar cuanto antes. Sin embargo, se contuvo, pues vio que los demás no se movían.
Finalmente, Prexaspes se decidió a intervenir, pues al igual que Damán me apreciaba:
—Por lo visto, Tamburas ha ingerido más vino del necesario y ya no puede razonar correctamente. —Diplomáticamente añadió—: Tamburas vale por diez mil. Realmente, Cambises, es la primera vez que su boca pronuncia algo imprudente.
Luego fue Olov el que se puso a mi lado.
—Está confuso, seguro que es por esta razón por lo que su espíritu no acierta en lo justo.
El barbarroja se volvió en busca de Erifelos, pero éste no estaba allí, había abandonado el círculo de cortesanos.
La cara del rey se oscureció como bajo un duro dolor corporal. Varias veces pareció a punto de decir algo. Por fin dijo:
—Explícate, Tamburas, termina lo que comenzaste a decir.
Muchas veces antes de una lucha me siento intranquilo y nervioso. Pero en ese momento estaba tranquilo y sonreí a Cambises serenamente. Poseería a Batike, pero yo no lo celebraba.
—Ciro, que era tu padre, a mi juicio es el mayor —repetí, y luego hice una pausa que se vio llena de las respiraciones agitadas de los presentes—. ¿Nadie pregunta por qué era Ciro el mayor? —miré a todos—. Entonces, voy a decirlo… Tenía hijos y engendró uno, llamado Cambises, que extendió el reino hasta el país de Egipto, quien llegó al mundo como una antorcha sobre un nido de gorriones… En esto, gran rey, te superó Ciro, tal como habrás de convenir, pues todavía no engendraste tú ningún hijo que sea capaz de engrandecer tu reino. Ciro fue tu padre, y alabado sea el hombre que tuvo un hijo como él.
Yo me despreciaba a mí mismo, pues como un saltimbanqui jugué con las palabras. Los demás exhalaron un suspiro de alivio. Incluso la desconfianza desapareció de los ojos de Ochos. Prexaspes asintió con la cabeza y dijo:
—Tamburas es extraordinario, casi resulta imposible superarle. Su lengua quema como el rayo. Pero esta vez he de aprobarle. El seno de Atossa, su cuerpo radiante, sea bendito. —Se dirigió a Cambises—. Si tu mujer te da un hijo, será realmente el diamante más bello en tu trono, oh rey. Así lo disponga Ormuz, que cumple siempre todos nuestros deseos.
Cambises pidió más vino. Los que debían probarlo antes de dárselo, puesto que Erifelos no estaba presente, tan sólo tomaron un breve sorbo y le dieron a Cambises la jarra casi llena. El rey bebió. Sus mejillas ardían y los ojos brillaban excitados.
—Tamburas consigue crear tensión —dijo—. Sabe sorprender. También ahora me propongo ofreceros una obra de arte. Mostraré que mi brazo real no se ha atrofiado con la comodidad, sino que igual que mis caudillos y soldados sabe todavía sostener el arco.
Hizo una seña. Como si todo hubiera estado ya preparado de antemano, acudió un guardián y alargó al señor las armas reales. Lentamente, como si meditara, Cambises colocó una flecha en el arco que tensó con el cuerpo inclinado hacia adelante. Sus delgados dedos se dispusieron a disparar. El barbarroja respiraba a mi lado fatigosamente. ¿Sospechaba yo lo que se proponía hacer, o cuál era la razón de que mi corazón latiera tan rápido?
El brazo de Cambises pareció dispuesto a hacer fuerza. Apretó los labios, el esfuerzo contrajo su rostro. El arco estaba tensado. La flecha parecía orientada hacia mí. No era posible un error, si disparaba la flecha me alcanzaría justo a la altura del corazón. Tragué saliva. Mi lengua estaba torpe, me sentía como frente a una fiera que amenazara con ahogarme. Miré a Cambises, a sus ojos falsos y luego por encima de su hombro a Batike para despedirme. El canciller y los caudillos parecían paralizados; reinó silencio mortal.
Sonreí amargamente y esperé la muerte, pues que el rey se contuviera me parecía imposible. Kermes, el dios del viento, vino y tocó mis sienes. Mi frente sudaba. Atenea, la eterna de la cabeza de Zeus, me había olvidado. En lugar de otorgar a mi lengua sabiduría me había permitido charlar como un niño. ¿Para gozo de quién? ¿Quizá de Batike? ¿Eran los celos los culpables? En todo caso era ya demasiado tarde para corregir lo hecho. Ahora la muerte me hacía guiños desde la punta de la flecha. El Hades abría sus puertas. Al instante siguiente pasaría yo su puerta.
Algo causaba confusión a mi mente. ¿Alcanzaría el rey su objetivo? Vi cambiar la flecha de dirección. Ares, el dios del rojo poder, hizo que la flecha pasara frente a mí y se clavó en la garganta de Fanes, que, alcanzado por la muerte, cayó al suelo.
Todos se levantaron. Fanes se desangraba en la alfombra. Tan sólo yo quedé sentado en mi sitio, un sentimiento confuso de debilidad me impedía moverme. Algo parecía haberse atragantado en mi garganta, hube de tragar saliva. Como desde la lejanía, oí las palabras del rey.
—Puesto que Fanes no pidió satisfacción de su venganza, sea ésta la última recompensa por sus servicios. Un hombre que rompe su palabra y traiciona a su dueño, engañará también a otro si ha de ser en ventaja suya.
Ordenó a los guardianes que alejaran el cadáver. Me parece que la mayoría de la gente ni siquiera se dio cuenta de lo sucedido. Ocupados con sus placeres, continuaron bebiendo y disfrutando, llevados de sus palabras y el vino. Sin embargo, Atossa y las mujeres del rey siguieron lo sucedido con toda exactitud. Con los ojos entornados, las manos sobre su vientre abultado, Atossa contemplaba a Batike. Un brillo excepcional, en cierta medida de satisfacción, cruzó la cara de Batike. ¿Quizá Batike tenía algo que ver con lo sucedido? ¿Quizás había pedido a Cambises que matara a Fanes, al traidor y ofensor de la dignidad de la muchacha, al que Batike con seguridad atribuía en parte la derrota egipcia?
Olov debió descubrir en su pecho sospechas parecidas, pues después de que me levantara, ya que mis músculos volvían a obedecerme, vino junto a mí y dijo como un pez que se ahoga en el aire:
—Realmente esa muchacha siembra intranquilidad en la corte, pese a que sus ojos ahora estén bajos para que nadie conozca que un tigre habita en ellos. Sin duda perderá a muchos con el brillo de su mirada. Mis deseos por sus estrellas amarillas, por su ropa interior blanco nieve, por lo que ocultan, se apaga lentamente, pues adivino el abismo frío que sus ojos ocultan. A partir de hoy moderaré mis pensamientos, pese a que me miró como muchas mujeres cuando arden en deseos. A ti, Tamburas, te aconsejo hacer lo mismo. Domina tu ardor. No intentes adelantar a Cambises con Batike, pues la flecha, antes de alcanzar su objetivo, estaba dirigida a ti.
Puesto que no le di respuesta, sacudió el barbarroja su cabeza.
—Deseos dolientes torturan tu cuerpo. Sometido a los influjos del vino, pareces incluso dispuesto a descubrir el huevo dorado bajo el velo de la clara. Yo conozco eso. Pero, precisamente porque conozco eso y soy tu amigo y compañero, no deseo tu perdición.
Intenté reír, pero tan sólo logré producir un ruido sordo. ¡Cuánta falsedad había en todo, cuántas veces se engaña uno! Olov se mesó la barba, su aliento me rozó. Cambises dio unas palmadas. El representante del maestro de ceremonias dio una señal. Entonces, aparecieron unas jóvenes, vestidas de negro y amarillo, que iniciaron seguidamente una danza de espadas, hicieron brillar los filos y con sus movimientos indicaban el triunfo del dios de la luz sobre el dios del mal. Lo asombroso era que no se hirieran. Luego una pareja de acróbatas realizó ejercicios de brazos y piernas y se atenazaron uno a otro. Un mago les separó. Sopló en su flauta y tocó una melodía. De un cesto surgieron serpientes venenosas. Se movían al compás de la música. De nuevo entraron bailarinas y mostraron graciosamente la belleza de sus miembros ante los espectadores.
Todavía no habían terminado los espectáculos. La luz de las lámparas de aceite fue apagada. Tan sólo ardían dos antorchas. Entró un mago, se pinchó con largos clavos sin que se hicieran sangre, y se introdujo delgadas espadas en la garganta. Realmente soportó tal tortura sin herirse. Luego se tragó una de las antorchas, y soltó por la boca llamas que se posaban en sus labios sin causarle daño aparente.
Una vez Cambises me hizo una seña. Sus ojos brillaban. Parecía bebido.
—¿Estás satisfecho de la fiesta, Tamburas? Tu silencio, tu apatía me sorprenden. ¡Si es que te he molestado, dilo! Pero, para hacer honor a la verdad, tú antes me hiciste padecer. Pensar es una virtud, pero decir todo lo pensado, aunque en forma disimulada, no siempre resulta útil para un hombre que esté próximo al rey. Prudencia es la ventaja del anciano; tú en cambio, eres inteligente. Deja para el futuro alguna limitación.
Después de esas palabras, Cambises sonrió. Bebió y me ofreció su jarra como si fuera intención suya tender un puente que nos uniera. Atossa se acercó y le susurró al rey algo al oído. Él inclinó la cabeza en señal de aprobación. Se inclinó ante él y se retiró junto con las mujeres del harén. Batike fue la última en salir. Caminaba por encima de la alfombra como si un viento moviera hierba joven. No hubo nadie que no la mirara con los ojos encendidos por el deseo. Sus miradas, semejantes a las de serpiente, se repartieron a izquierda y derecha.
Luego marché en busca de Erifelos. Había vuelto a aparecer, escuchó a los que hablaban, pero no se suscribió a las alabanzas de Cambises.
—Mira los egipcios —me dijo—. Comen en bellos cazos y beben de jarras doradas, como si hubieran descubierto el cuerno de la abundancia. ¡Realmente, así es el hombre! Incluso en la desgracia de una guerra perdida se empolva la gente, aunque aguardan destinos a los egipcios que no concuerdan con sonrisas ni banquetes.
Repentinamente, como el agitarse de las hojas en la tormenta, planteé mi pregunta:
—¿Qué pasa con Batike? Atossa la atraviesa con sus miradas, como un pirata su botín.
Me miró sorprendido.
—¿Tan grande es ya el estrépito? Pero llevas razón, Tamburas. Entre ambas se ha entablado una lucha por el poder. La hermana del rey teme perder su influencia sobre Cambises. Los celos la torturan. Está embarazada por vez primera e intentará impedir por todos los medios que Batike se convierta en la primera mujer del rey.
—Dime cómo —le dije curioso—. Cambises no es ciego. Pero, por lo visto, le divierte el modo cómo otros hombres contemplan a su mujer más joven.
—Quizás Atossa haga algo que… —Erifelos se interrumpió y denegó con la cabeza—. No, esto no. Es demasiado lista para hacer eso.
—¿Para qué es demasiado lista? —le pregunté.
—Imagínate, Tamburas, que estuvieras en su lugar. ¿Un enemigo que matas en una lucha entre dos continúa siendo un enemigo?
—¡Continúa!
—Las mujeres se parecen en sus sentimientos muchas veces a los animales preñados. Muchos de ellos comienzan a embestir en cuanto se les acerca alguien. Atossa, en todo caso, tiene razones para temer por su situación de privilegio. Es de esperar que no cometa ninguna sandez. ¡Un puñal, un rápido golpe! Muchas veces las mujeres creen poder arreglar las cosas de un modo directo.
—¿Lo piensas en serio?
El médico sonrió.
—No hay que tener cuidado de Batike. Por joven que parezca, no creo que sea fácil de vencer. Es astuta como un gato y sin duda tiene un sueño ligero. Antes de la fiesta hablé con ella. Cambises me ordenó que la visitara para constatar si era todavía doncella. En este aspecto pude tranquilizarle. Pero me di cuenta de que es muy astuta. Batike sabe que el próximo futuro será decisivo para ella. Por ello se encubre con el alumbramiento de un hijo, da a los demás la impresión de reflexionar y por ello se mantiene en la seguridad. Además me preguntó por ti. Quería saber si tu pelo es auténtico o te lo tiñes.
Mi corazón latió a saltos. Un movimiento traidor cruzó mi rostro. Intenté de todos modos ocultar mi nerviosismo.
—Permite que imagine lo que respondiste.
Sonrió y dijo:
—No necesitas imaginarlo. Ya te lo cuento. Le dije que eras como una golondrina de tormenta que cruza el mar, llegada de lejanos países. Pero le dije, además, que en el ejército de su padre hubo jonios y mercenarios que tuvieron un aspecto semejante al tuyo, e intenté averiguar por qué razón un hombre como tú, de pelo rubio, ha sido el primero en llamar su atención.
—¿Y qué te dijo entonces?
—Se puso a reír. Luego respondió que probablemente era debido a que nunca un hombre la había mirado tan desvergonzadamente como tú. —Hizo una pausa—. Te advierto, Tamburas, pues veo tus intenciones reflejadas en tus ojos, que no esperes que te haga de intermediario. Entre Goa y Batike hay todo un mundo.
—Exprésate más claro. Tú me conseguiste una, ¿por qué no la otra? Entonces, como hoy, mi cama estaba vacía. Por aquel entonces me solicitaste para que salvara a Goa; ahora soy yo el que te pide una oportunidad.
—No existe tal oportunidad y tú sabes con toda exactitud en qué consiste la diferencia entre entonces y ahora. Goa te amaba con todas las fuerzas de su corazón. Batike, por el contrario, sería como una puta en tus brazos. Además olvidas a Cambises, que está interesado como rey de Egipto en una alianza con la familia de los faraones. Créeme, si le pareciera útil para sus fines, Batike se entregaría al primer hombre. Pero en estos momentos sólo le interesa defenderse de Atossa. Para ella no eres más que un simple instrumento, quizás únicamente un juguete para poner celoso a Cambises, nada más. Te digo esto, Tamburas, aunque te pueda parecer doloroso.
—¿Te ha embrujado? —pregunté irónico. Mi boca sabía amarga.
—Ruega a los dioses que te señalen el camino recto. No seas un bufón, Tamburas, y no actúes como tal. Emplea la agudeza de tu ingenio. Batike es la otra orilla. Quédate en esta playa, mientras halles en ella coral.
Erifelos me dejó. Sus palabras daban vueltas en mi mente como ruedas de molino. La balanza de la reflexión parecía decantarse tan pronto hacia un lado como hacia otro. Mientras, oí las palabras de Cambises. Lentamente pasé por entre los hombres, que me molestaban con sus charlas como fuego de tormento en la estepa; fui hacia la terraza.
Allí había dos eunucos, luego tres. Se asustaron ante mi presencia, porque precisamente intentaban robar una gran vasija de vino. Los muchachos desaparecieron como ladrones, juntaron algunas cosas y se inclinaron profundamente. De ese modo logré entrar en la otra casa sin que nadie me detuviera y crucé las primeras salas como quien sediento va en busca de agua que ha de surgir por algún lugar del suelo.
Detrás de mí reinaba el silencio. Oí a los guardianes hablar entre ellos, luego percibí un rumor suave. Estaban bebiendo. En la oscuridad me habían tomado seguramente por Erifelos. Las trompetas parecían resonar en mi cabeza. ¿Estaba embrujado? ¿Sabía lo que hacía?
Lo sabía y no lo sabía. Como por sí solos, mis pies andaban. Dos gradas, las alfombras resbalaban bajo mis pies. Una sala apareció ante mí y ya me sentí de inmediato en otra. Una cortina se ondulaba como llevada por el viento. Desde algún sitio sonaba la voz de una mujer. Me situé en la sombra y me oculté en la cortina.
Un eunuco pasó delante de mí. Los pasos de sus pies cada vez se oían menos, pero de pronto volvían a sonar. Yo era un extranjero en la casa del rey, estaba ligado a la tierra como un árbol y aguardaba el hacha que me cortara. ¿Me descubrirían? Ahora había dos personas que se acercaban. Yo no los veía, pero reconocí la voz de Atossa.
—Con esto pongo mi destino en tus manos —susurraba. Hube de esforzarme para comprenderlo todo—. Serás libre, oyes, y poseerás una casa propia. —Respiraba alterada—. Al rey le contarás que has visto con tus propios ojos cómo Batike lanzaba algo en su copa donde se halla su bebida tranquilizadora. Esta observación no la guardaste en tu pecho sino que te apresuraste a venir a mí, para contarlo. Entonces dirás que yo te ordené guardar silencio hasta que te llamara, para que el señor sepa por boca tuya la desgracia.
La voz de Atossa se hizo más baja todavía, para perderse en un susurro.
—Ya sabes la recompensa y lo que debes hacer. Pero si conversaras inútilmente mandaré que te despedacen. —El eunuco dijo palabras incomprensibles—. Yo te aguardaré en esta sala, pues el rey se dirige ya hacia aquí. Mientras, tú esperarás en la sala contigua desde donde oirás mi voz cuando te llame…
La voz descendió. Nuevamente rumor de pasos. Se ahogaban en la alfombra, se alejaban lentamente. Sentía mi cabeza pesada por el vino ingerido, el calor producía sudor en mi frente. Me esforcé por reflexionar sobre lo que había oído. Todo era tan terrible que creí soñar. «Di al rey que viste cómo Batike echaba algo en su copa». No, no se trataba de imaginaciones, no era mi fantasía la que inventaba.
Cuánto tiempo permanecí allí, escuchando tras de la cortina, no lo sé. Una eternidad, quizá meramente cinco o seis instantes. ¡Atossa fraguaba un ardid contra Batike! ¡La mujer del rey tendía una red mortal! Debía reaccionar, hacer algo, pero no me moví de mi lugar.
Por un par de palabras comprendí que Atossa había regresado a la sala. Como un ratón corría de un lado para otro y pasó varias veces junto a mí sin descubrirme. Decía palabras incoherentes, incomprensibles.
—No pienses en ello… separar… Sentirá… odio…
La excitación de Atossa se hizo tan fuerte que le castañeteaban los dientes.
Desapareció para espiar fuera. Yo no me atreví a abandonar mi lugar. Además, ¿para qué? Como una piedra quedé en la corriente de los acontecimientos y no era capaz de sustraerme a ella. ¿Hubiera debido presentarme ante Atossa? Hoy lo sé: sin el vino que confundía mis sentidos, lo hubiera hecho. Pero quedé petrificado como un trozo de carne inerme tras la cortina.
También la reina parecía haberse calmado. Yo deseaba que se hubiera dormido. De pronto oí fuera ruido de voces que iba en constante aumento.
—¡Atención! —dijo uno de los guardianes—. El señor se acerca con sus acompañantes. Echa el miedo fuera de ti.
Atossa saltó del diván. Corrió a derecha y gritó al eunuco.
—Viene el rey. Por tu vida no tiembles tanto. Cambises está bebido. Nuestro asunto es por ello mucho más fácil. Ahora, ve a tu sitio.
Casi debía admirarla. Atossa reía y supo dar a su voz un tono que dejaba entrever su confianza en la victoria.
En mi escondrijo sudaba de modo extraordinario. Se oía a Cambises departir órdenes a los vigilantes, luego entró tambaleándose como un barco llevado por las olas de una tormenta. Erifelos le sostenía. Su mano izquierda asía un bastón. Cambises dijo:
—Realmente, debe estar ya impaciente de aguardar. Ya ves, Erifelos, un rey es un hombre muy ocupado.
En este momento sus ojos percibieron la presencia de Atossa. Sorprendido, pasó su mano por la espalda de Erifelos. Erifelos, en cambio, se inclinó respetuoso y dijo:
—Me sorprende, Atossa, que no estés durmiendo. Pero según supongo, aguardabas a tu esposo para estar dispuesta a ayudarle y señalarle el camino para su nueva felicidad. En todo caso tu comportamiento te perjudica tanto a ti como al ser que llevas bajo tu corazón.
Cambises abrió la boca, pero Atossa se le adelantó. Sin responder a Erifelos, dirigió sus palabras al rey.
—Desde hace ya rato te aguardo, Cambises. Pero la noticia que he de comunicarte extinguirá el fuego de tus venas.
—¿De qué hablas? —murmuró el rey. Su brazo golpeaba en el aire—. Ahorra tus palabras hasta mañana. Hoy tengo otros asuntos que atender.
—Tu deseo desaparecerá como espuma. —Atossa apretaba su mano contra el pecho. Su respiración se hizo rápida—. Deja que te informe de lo que sé. Algo malo desde luego debía suceder hoy. Cinur, uno de los eunucos, vio el ángel de la muerte en tu habitación. Se apresuró a mi encuentro y su voz reflejaba el miedo. Realmente, Cambises, en lugar de una novia, te buscaste una serpiente venenosa para acompañarte en el lecho.
—Ve a tu habitación y duerme —gritó Cambises. Por segunda vez parecía golpear el aire con la mano—. Has tenido malos sueños, eso es todo.
—¿Estás tan bebido que no me comprendes? —preguntó, enfadada, Atossa—. Oye lo que he de decirte, pues ya no te advertiré por segunda vez. Cinur, el más fiel de la casa, observó con sus propios ojos cómo Batike echaba algo en tu copa, que está junto a tu lecho.
Atossa hablaba tranquilamente; observé el asombro reflejado en el rostro del rey.
—Batike quería matarte para vengar el odio en el vencedor de su pueblo.
Cambises se soltó de Erifelos. Gritó muy fuerte.
—¡Guarda tu lengua! ¿Puedes probar lo que dices?
Rió fríamente.
—¿Crees que de lo contrario, hablaría? ¡Mira! —Sus manos señalaron una copa dorada—. Todavía hay un resto de vino. Pero ahí dentro está la muerte. Batike es astuta, pero no lo bastante. Mientras te aguardaba se durmió. Después de que Cinur me lo contara todo, le mandé que secretamente fuera en busca de la copa. Puesto que toda sospecha sin prueba para mí es tan vana como el viento, di a beber algo del contenido a un perro. Al cabo de un rato comenzó a temblar. Sus ojos parecían los de un loco. Enrojeció, se ahogaba, cayó de lado y dejó de existir.
—¡No! —gritó el rey—. ¡No! ¡No! —Las venas de su frente se hinchaban. Jadeaba y miraba a todas partes. Erifelos le cogió para sostenerle. Le llevó al diván, pero Cambises volvió a levantarse. Su mano derecha tocaba el cinturón en busca del puñal adornado con piedras preciosas—. ¿Dices la verdad?
—¿Todavía no me crees? —Atossa le contempló satisfecha—. Si es que desconfías, ¿por qué no pruebas tú mismo el contenido de la copa?
Cambises rechazó la copa con el brazo. De pronto ocultó la cara entre sus manos. Comenzó a llorar como un niño.
—Todos están contra mí. Al igual que Ciro, me muestro blando, regalé la vida a Batike, a su padre y a su madre, tan sólo castigué a los malos. A ella incluso la elevé a la categoría de reina. Pero ahora me lo agradece de ese modo…
Erifelos le hablaba para tranquilizarle y le llevó suavemente hacia el diván. Cuidadosamente separé algo más la cortina. Líneas oscuras se perfilaban alrededor de su boca. Era mayor que Cambises. En este momento había llegado su hora, y parecía dispuesto a aprovecharla.
Marchó hacia la puerta contigua y llamó a Cinur. El siervo, con pálida cara y ojos asustados, apareció en la habitación. No estaba solo. Sus gruesos puños sostenían a Batike, que, como una serpiente, intentaba deshacerse de ellos.
Los ojos de Atossa brillaron.
—Aquí está tu nueva amada, esposo real. ¿Te sientes triste porque te traicionó? ¡Mira su falsa mirada! Reconoce el sudor de miedo en su frente. Desprecia sus maquinaciones que querían devolver mal por bien. Aquí está la copa. Dásela a beber a ella misma.
Cambises estaba rojo de ira. Mostró su puño amenazante a Batike y Cinur, que, asustado, retrocedió.
—¡Maldita sea la hora en que te vi por vez primera! El abismo del odio se abrirá de nuevo para perderte a ti y a los tuyos. A tu madre, que te trajo al mundo como quien pare una serpiente, haré que la sepulten hasta el cuello y colocaré en su cabeza herida hormigas que se la coman. A tu padre…
—¡Dale la copa! —gritó Atossa—. Si no, quizá todavía logre liberarse. Desde luego, es astuta para lograrlo.
Los grandes ojos de Batike iban de un lado a otro. Cinur se puso de rodillas. La muchacha se quejó de dolor.
—Son mentiras lo que tu lengua dice. No sé nada de culpas ni de copas.
—Mira lo despreciable que es —se interpuso Atossa—. Continúa. Quizá lograrás engañar al rey. —Se puso irónica—. Eres capaz de conseguirlo todo, ¿no es verdad? Puedes tranquilizar al rey para que compadezca a la pobre criminal.
Batike se dio la vuelta.
—Miles de cosas existen para que me odies. Soy más joven y bella que tú. Se te llama la mujer del rey por ley. ¿Lo eres realmente? Tú temes que algún día te quite ese rango. A todas partes donde miras ves ansia en los ojos de los hombres que me contemplan. Por eso sientes envidia, bruja. Realmente yo me esforzaría en dar al rey hijos sin fin, mientras que tú desde hace años que estás a su lado tan sólo una vez has engendrado y en realidad nadie sabe todavía qué es lo que oculta tu vientre. Quizá desengañes al rey el día en que esto se vea.
Logró incluso sonreír. Sus oscuros ojos refulgían mirando a Cambises.
—No le creas. Atossa miente e intenta cogerme en sus redes como a una mosca. Pero tú, señor, sabrás comprender que soy de veras inocente.
El pecho de Atossa se elevaba y descendía con rapidez.
—Si no confías en mí, pregúntale a aquél —y señaló a Cinur—. Pregúntale, para que confirme mis palabras y deshaga tus dudas, antes de que logre engañarte con sus patrañas.
Cambises se humedeció los labios con la lengua. Sacó su puñal del cinto y lo agitó en el aire.
—Cállate —ordenó a Erifelos, que le murmuraba algo—, el rey reflexionará.
Se acercó a la muchacha, pero luego vi que miraba hacia donde estaba el grueso eunuco. Éste temblaba y se encogió como un gusano.
—Si mientes, admiro tu valor —dijo Cambises con agudeza.
Cinur soltó a Batike y retrocedió algunos pasos. Angustiado, miró a Atossa, luego al rey.
—¡Habla! —ordenó Cambises.
Los gruesos labios temblaban más todavía.
—Yo quiero… todo… decirlo todo…
—¡La verdad! Di la verdad —se interpuso Atossa.
Cambises giró la cabeza con los ojos desorbitados y Atossa calló.
—¿Viste tú cómo Batike mezclaba algo en mi bebida?
Cinur asintió con la cabeza aliviado y dijo:
—Sí.
Sólo necesitó, pues, asentir.
—¡Mentira! —gritó Batike—. ¡Mentira! ¡Mentira!
Sus ojos reflejaron pánico. Temblaba toda ella como un pájaro. Erifelos contemplaba la escena con los ojos semicerrados. ¿No se daba cuenta el rey de que Batike no era más que una niña confusa?
—¡Dímelo con tus propias palabras!
El grueso eunuco respiraba fatigosamente.
—Tal como dijo Atossa, Batike mezcló veneno en tu bebida. Yo… —Su voz se quebró, no pudo continuar.
La muchacha sollozaba y se puso las manos en la cara. Yo vi cómo la cara del rey cambiaba. Sus labios se tensaron. Al igual que un manto resbala de los hombros, su estado de embriaguez desapareció. Con la mano izquierda cogió el pelo negro para poder alcanzar con su puñal el cuello de Batike. Pero dio unos pasos hacia atrás, pues en lugar de alcanzar la altura del cuello se quedó con la peluca en la mano.
Blanco, con una raya amarilla, brilló el cráneo afeitado. Batike dio un grito. Con una dura mirada contempló Atossa la cabeza de Batike. Manchas rojas parecían moverse en las mejillas de Batike, sus ojos verdes le refulgían bajo la frente.
—¡Coge sus manos! —ordenó Cambises al eunuco.
Había recuperado el equilibrio, pero estaba rabioso de ira. Luego miró su puñal y dio un paso hacia adelante.
—Si fuera persa, moriría con dignidad —murmuró Atossa.
Esas odiosas palabras en su boca lograron por fin soltar lo que se mantenía quieto. «¡Zeus, ayuda!», grité al padre eterno del cielo. Ya explicaría la causa de mi presencia. Pero ahora debía suceder lo que estuviera previsto. Los dioses me dieron fuerza para vencer mi débil duda. Di un paso, luego otro. Mi mano separó hacia un lado la cortina. Vi brillar la luz en la punta del puñal.
—¡Detente!
—¡Tamburas! —gritó Erifelos.
Era un grito de salvación. El velo azul sobre los hombros de Batike resbaló; el asombro se reflejaba sobre su cara. El eunuco huyó. Cambises giró la cabeza titubeante.
—¡Ven aquí, fugitivo! —gritó Atossa.
—¡Detente, rey de los persas! —repetí—. La irreflexión no puede durar. Estás a punto de matar a alguien que no merece tu castigo.
—No escuches sus palabras. ¿Qué buscas tú aquí? ¿Quién te ha permitido entrar?
Bajo la pintura, las mejillas de Atossa habían palidecido.
—¡Déjale hablar! —dijo Erifelos.
Cambises arrugó el entrecejo.
—Habla, Tamburas. Pero medita una explicación plausible. Ya en otra ocasión te interpusiste en mi camino. Entonces, en la residencia real, te perdoné. ¡Explica! ¿Qué buscabas tú en mi casa?
Yo respiré profundamente.
—Mis pies me condujeron por sí solos sobre las huellas de la justicia, para poder dar testimonio de la verdad.
—¿Qué verdad? ¿Estás embrujado?
Como de la lejanía vino la voz de Atossa.
—Expúlsale de aquí o destrúyele como a un perro rabioso.
—Es deber del rey buscar la verdad —se interpuso Erifelos—. Deja hablar a Tamburas, para que pueda justificar su presencia y explicar sus palabras. ¿No prometió que daría testimonio de la verdad?
—¡La verdad es algo muy difícil de hallar! —gritó Atossa—. En cada boca tiene un tono distinto.
Cambises manifestaba desconcierto. Sus ojos brillaban encendidos en sangre. Nervioso, me sequé las gotas de sudor que corrían por mi frente. Ese gesto de debilidad humana lo percibió Cambises.
—Tu cara está muy pálida. ¿Es que estás bebido, Tamburas?
Dirigió sus palabras contra mi rostro. Yo respondí:
—Mis sentidos creo que no estuvieron en su lugar, por ello me atreví a pasar los límites infranqueables. Gran señor, como siempre, tienes razón.
—¿Tenías la intención de presenciar mis actos? —de nuevo Atossa intentó inmiscuirse, pero Cambises levantó su mano y prosiguió—. Me parece, Tamburas, que al igual que todo el mundo, sabes que a excepción mía nadie puede penetrar en estas habitaciones. Si es que tu deseo es poder entrar siempre, puedo con gusto hacer lo necesario para que no haya impedimento.
—No, señor, naturalmente —respondí aterrado. Con la memoria mi mente recuperaba a la vez el dominio—. Los efectos del vino me llevaron por un camino que hubiera podido ser el de mi desgracia. Pero de pronto mis oídos percibieron voces que me hicieron recuperar la conciencia. Me di cuenta de dónde me hallaba y me oculté aterrado, puesto que ya no tenía tiempo de huir. Pero gracias a ello pude ser testigo de una conversación.
—¡Charlatán! —gritó Atossa—. ¡Mentiroso! ¡Monstruo! ¡Traidor!
Yo ni siquiera la miré.
—¡Ése de ahí! —Mi brazo señaló a Cinur—. Ése y tu primera mujer, Cambises, mantenían un divertido juego ante mis oídos. Para arrebatarte el gusto por una nueva flor de tu casa, la reina convenció a su guardián de que podía atestiguar…
Atossa se movía como una loca. Intentó saltar sobre mí y arañarme con sus uñas. Erifelos se interpuso y cogió sus brazos.
—Tu mujer quiere destruir a Batike, porque teme por tu favor, rey de los persas. Por ello Atossa ordenó a ese hombre de ahí, que ya no es hombre, que diera falso testimonio contra la más joven de tus mujeres. Este juego hubiera tenido éxito si el vino o los dioses o quien haya podido ser no hubieran guiado en falso mis pasos.
Lleno de indignación, Cambises miró a Atossa.
—¡Monstruo! ¡Bestia! —gritó Atossa.
Pero puesto que Cambises estaba en medio de nosotros, pareció gritárselo a él y no a mí. Como un rayo Cambises se abalanzó sobre ella y la alcanzó con toda su ira en medio del vientre. Con el desgarrado grito de un gato herido la reina se desplomó sobre el diván, dio unas vueltas sobre el mismo y cayó pesadamente sobre la alfombra. Erifelos se apresuró a acudir a su lado. Atossa gemía y apretaba sus manos sobre su vientre.
—¡Uno de los dos miente! —gritó Cambises. Sus ojos traicionaron el tormento de su corazón, se posaron en Cinur, luego en mí y nuevamente en Cinur. Batike estaba muy erguida, con la frialdad de una ausencia superior reflejada en su rostro, de tal modo que yo sentí dolor. ¡Qué fría era! Pero Cambises sacó de nuevo su puñal, que antes había enfundado en su cinto—. ¿Quién miente?
—Pregunta a ese monstruo de cabeza de cocodrilo —mis dedos señalaban al eunuco, que temblaba—, ruega al rey su perdón —le dije—. Di la verdad. Se puede engañar a un hombre, pero no a los dioses.
Cambises tenía un aspecto terrible. Los dolores de Atossa parecían agudizarse. Cuando el rey se puso ante él, Cinur cayó de rodillas.
—Señor, rey de la humanidad. Me miras con la premura de la muerte en tus ojos. Atossa, que es tu mujer, mi señora, me hizo prometerle obediencia. ¿Podía resistirme a su voluntad? Me hubiera matado con toda seguridad si no hubiera hecho lo que ella quería. Por ello deci…
—¿Quién mezcló el veneno en la bebida? —le pregunté yo impaciente—. ¿Quién lo hizo y quién hizo que muriera el perro?
—¡Atossa! —dijo el eunuco.
—¿Qué sabía Batike de todo este asunto?
—Nada, señor. Tampoco yo, un simple siervo, soy el culpable. ¿Qué puede un miserable contra la voluntad de la poderosa reina? Me ordenó…
No pudo continuar. Por segunda vez el puñal brilló. Cambises hundió la hoja en su garganta; tan rápido fue el golpe, que incluso le salpicó la sangre. Cinur se tambaleó y cayó al suelo de bruces.
Al mismo momento resonó en las paredes un terrible grito. Erifelos salió poco después de detrás del diván. Me miró como a quien es superior en sus fuerzas ante la muerte. Atossa gemía.
—Ha comenzado su hora —dijo Erifelos—. Casi tres meses antes. Todo el destino está en estos momentos en manos de los dioses. Pero yo temo por el fruto que su vientre lleva. Desde luego, Atossa está sana y por la edad tampoco hay que temer, pero no hubieras debido de pegarle, Cambises, rey de los persas.
Los días transcurrieron. Atossa se salvó del parto prematuro, pero el recién nacido, un niño, estaba muerto. Durante quince días se guardó duelo en el país por orden expresa de Cambises. Pues al igual que un gobernante promete en los buenos días felicidad a sus súbditos, también los hombres participan de la desgracia y la muerte que afecta a la casa real. Cambises se lamentó de su acto, más especialmente por el hecho de que era niño. Tuvo dos ataques y Erifelos hubo de emplear todo su arte para hacerle volver en sí.
Durante esos días recorrieron el país muchos rumores. Muchos egipcios contaban en secreto que el rey no sabía mantener a sus mujeres en el ritmo correcto. Algunos incluso quisieron interpretarlo como un mal signo para Cambises. Pero Chorosmad y sus magos aprovecharon el tiempo para, junto con los sacerdotes egipcios, especialmente Tefnoin y Akra, ganar influencia para el rey y su administración.
Se sucedieron los sacrificios y ceremonias en que se rogaba por la salud y fuerzas de Cambises. Se alababa a Ormuz y se maldecía a Ahrimán, dios de las tinieblas, causante de las desgracias que afectaban a la familia real.
Los templos egipcios nunca estaban vacíos. Casi todos los días se elevaba desde ellos incienso al cielo. Akra llamaba a Cambises el soplo del mundo, el amigo de todos los pueblos, canto de misericordia y luz brillante en el amanecer. Durante las ceremonias religiosas cuarenta manos desnudas llevaban el cofre sagrado con la estatua de Ptah. Era el dios de la ciudad de Memfis y el patrón protector del oro. En presencia del rey, ya que Cambises permitía se le viera en público en muchas ocasiones, los sacerdotes egipcios sacrificaban animales a la divinidad. Fuera, frente a las columnas del templo se agolpaba una interminable multitud. Todos querían ver al rey y admiraban los ricos carruajes y los blancos caballos cuyas cabezas iban adornadas con plumeros multicolores.
Tras la ceremonia religiosa se celebraba siempre un auto. Yo creo que la mayoría venían por presenciar ese espectáculo. Después de que entraran los sacerdotes se castigaba públicamente a los criminales apresados, la mayoría de ellos ladrones y asesinos. Gritaban, golpeados por los soldados, con sus vestidos destrozados y ensangrentados, aguardando echados en la tierra su último destino.
Las trompetas daban la señal. Los soldados abrían el cuadrado que formaban y se retiraban. Como único gigante el populacho se lanzaba contra ellos. Nadie tenía derecho a emplear armas, pero se les permitía tener palos y porras, con las que mataban a los condenados. Era tal la furia que la gente en estos casos desplegaba, que muchos de los muertos perdían incluso el aspecto de seres humanos, para convertirse en un montón de carne informe.
Mientras, los caudillos y administradores, los estrategas y dignatarios negociaban con los sacerdotes. Todo el país, desde el delta hasta Tebas, fue ocupado por destacamentos militares, con los que residían los escribas, empleados de recaudar impuestos y demás personal administrativo persa. Se confeccionaron largas listas en que se estipulaban plazos de pago de los tributos y se daba información sobre los bienes a proporcionar.
Todo esto llevaba su tiempo. La vida reapareció para los egipcios, del mismo modo que antes existiera, tan sólo que ahora debían tributar para señores extranjeros, y eran heraldos extranjeros los que proclamaban las órdenes del faraón. En lo que respecta a mujeres, Cambises había pedido a sus soldados que las respetaran. Para conseguirlo mandó construir casas con mujeres de Siria y Babilonia, que conocían las artes capaces de saciar los apetitos de los hombres.
Puesto que esas mujeres pronto dispusieron de mucho oro y plata y se acicalaron tanto que brillaban como lámparas, también muchas egipcias se introdujeron en tales casas causando la admiración de sus compatriotas al conseguir también buenos regalos de los soldados persas.
Algunas de esas siervas del amor pagaban dinero a los administradores en secreto para que éstos no se inmiscuyeran en qué se hacía en tales casas. De este modo más de uno se enriqueció con ese sucio negocio, que en realidad se montaba a costa de los soldados, que muchas veces acababan pagando con su propia salud. Pero de este modo el dinero de los conquistados recorría su ciclo, regresando rápidamente a su origen, concretamente a los bolsillos de los ricos, que eran los propietarios de las casas y eran los que contrataban a las bellas muchachas.
Cambises que durante este tiempo dormía con mucha más frecuencia con Batike que con otras mujeres, un día marchó a Sais con un barco por el Nilo. Su mente enferma le hacía ansiar vengarse de Amasis, el padre de Psamético, al que atribuía que los egipcios no se hubieran rendido en seguida e incondicionalmente, ya años antes. Ya hacía más de seis meses que Amasis había muerto, pero bajo la influencia de Ochos, Cambises se proponía hallar el cadáver del abuelo de Batike y despedazarlo con objeto de que el espíritu, que según las creencias egipcias habita en las momias, no pudiera pasar a los nietos.
Mientras tropas de caballería nos seguían por la orilla, nuestros barcos se deslizaban por el río, pasando por delante de sitios que meses antes atravesáramos en nuestro avance de conquista. A los habitantes de las orillas debíamos parecerles como la dignidad de la vida misma, pues los barcos, construidos por manos egipcias, tenían un aspecto muy lujoso. No se trataba de barcos normales de guerra; eran barcos de lujo, muy adornados, con bancos tallados para los remeros y un mástil plateado con una vela cuadrada de varios colores, bajo la que se encontraban las cabinas protegidas del viento, que albergaban a los más nobles de la tripulación. La vela del barco del rey estaba adornada con la imagen de una espada de oro. El espolón dorado del barco refulgía bajo los rayos del sol. Toda la cubierta del barco estaba llena de flores de color azul, rosa y amarillo.
Por todas partes hacia donde se miraba oscurecía el barro fructífero del Nilo el agua. El río era muy ancho. Su curso estaba interrumpido por islas, aparecían colinas ante nosotros para desaparecer al acercarnos, estrechando en algunas partes el curso del río. Pero cuanto más avanzábamos hacia el norte más potente se hacía la fuerza de la corriente. A veces se extendía la anchura hasta seis o siete estadios. Cerca de la orilla se extendían campos verdes, extensiones de cultivo de mijo y trigo con sus amarillas espigas. Detrás de éstos se divisaba el azul lapislázuli de las cepas de uva. Luego el paisaje cambió, aparecieron las palmeras y acacias. Las ramas se agitaban bajo el viento. Como grandes cestos, colgaban de esos árboles enormes nidos de pájaros. Podíamos divisar también las casuchas de pueblos y localidades. Los remeros debían esforzarse por remontar la corriente. Cruzamos en nuestro viaje algunas barcazas que transportaban troncos. Nuestra flota encontraba el cálido saludo en la orilla, pues la caballería avanzaba anunciando nuestro paso y todos los moradores eran concentrados para expresar su saludo al rey.
Nuestros barcos viajaban en línea de flotación; tan sólo junto al barco real, a su misma altura, bogaban dos botes de vigilancia. Cuando se levantaba el viento, que generalmente soplaba desde el sur, desplegábamos las velas. Cuando cesaba, cosa que también ocurría con mucha frecuencia, los remeros se lamentaban pues debían con sus fuerzas solas lograr que el barco avanzara por el agua. De todos modos, a través del Nilo avanzábamos, pese a las corrientes que dificultaban la marcha. El rey, puesto que no sabía nadar, no gustaba del agua. Creo que incluso tal era la razón de sus prisas. Los remeros, cuando protestaban por su trabajo, lo hacían en voz baja, pues estaba claro que a la menor ocasión Cambises era capaz de montar en tal cólera que podía costar a más de uno la vida. Por ello se inclinaban si sonaba el gong del barco real y con todas sus fuerzas hundían sus remos en el agua. En ocasiones los esclavos del barco cantaban una monótona canción o gritaban, cuando nos acercábamos a la orilla —pues Cambises no gustaba de bogar por el centro si podía estar cerca de la tierra—, palabras jocosas a la multitud que se agolpaba a nuestro paso. Los destacamentos persas habían contribuido a agrupar a los pobladores, para que el paso del rey persa fuera saludado con el máximo de entusiasmo.
En el barco del rey se hallaban, además de los guardias personales del monarca, dos médicos, algunas de sus mujeres preferidas, Prexaspes y yo. El rey me demostraba por entonces mucha simpatía; veía muchas veces a Batike, pero no tenía ocasión de hablar con ella. Sin embargo, nuestras miradas se cruzaron en más de una ocasión y más de una vez sus labios esbozaron una sonrisa al sentir mi mirada posada en ellos.
Cambises había aumentado mi paga, además ordenó que se me proporcionaran mujeres con las que dormía, pues mi cuerpo era joven y reclamaba sus derechos. Además me otorgó un palacio contiguo a la casa real. Anteriormente había pertenecido a Menumenit. Ahora era Papkafar quien en su interior mandaba a los esclavos como un príncipe a sus súbditos. La gente le temía a él más que a mí, pues les hacía trabajar y hacía restallar el látigo mientras hablaba con ellos. Batike había conservado su vida gracias a mí. Erifelos me dijo que comprendía que sin mi intervención hubiera sido pasto de los cocodrilos.
Por la tarde nosotros descansábamos conversando, mientras los barcos repostaban víveres y agua en la orilla. Cambises gustaba de conversar conmigo y con Prexaspes. Muchas veces se distraía disparando flechas a los pájaros y animales que cruzábamos en nuestro viaje. También muchos habitantes de estas regiones, avanzada la tarde, reposaban junto al río, porque era el lugar donde, después del fuego del día, más fresco hacía. Muchas veces se ponían de espaldas al río, con la parte trasera desnuda, para hacer sus necesidades; otros, en cambio, con las palmas de la mano tomaban agua del mismo río para apagar su sed, o lavaban sus cacharros. Pero nosotros llevábamos para el rey y sus mujeres vasijas con agua de fuentes del interior de la tierra.
Acompañada de otras mujeres, Batike bajaba muchas veces a la orilla a dar un paseo. Era tan joven como el primer día, con sus hombros anchos, caderas estrechas y largas piernas. Tampoco sus pechos habían variado. Peces egipcios que se encontraban apresados en las redes preparadas en el barro de la orilla, se agitaban ante su hermosura, antes de que nuestros guardianes los cogieran en cestas, pues, tal como se decía, en todo el país la belleza de Batike era famosa.
Sais era una ciudad extremadamente bella con paseos y enormes jardines. Comprendí por qué Amasis había querido terminaran allí sus días. Columnas claras se elevaban hacia el cielo, las casas tenían allí formas distintas. Una gran cantidad de palmeras adornaban la ciudad, y las gentes, bajo sus vestiduras azules, parecían satisfechas. Había innumerables estanques con peces y muchos parques con animales. Cambises ocupó el anterior palacio del faraón, Prexaspes y yo nos instalamos en las habitaciones para los invitados.
Durante el primer día, en que dispuso nuevas órdenes, el rey enfermó. Todo cuanto ingería lo devolvía. Su cuerpo se veía sometido a parálisis y ataques. En una ocasión Erifelos me acompañó a sus habitaciones y quedé horrorizado. Bajo la frente pálida, torturada por la enfermedad, me contemplaban sus ojos mate que no alcanzaban a reconocerme, pues murmuraba con sus labios el nombre de Batike y extendía sus manos hacia mí. Pero, por lo visto, todavía no había llegado su última hora; logró sanar bajo los solícitos cuidados de sus médicos.
Durante el camino los persas indagaron dónde se hallaba la sepultura de Amasis, repartiendo oro y plata, torturando hombres, incluso llegaron a informarse cerca de los ladrones de sepulturas para facilitar el objetivo de los deseos de Cambises. Quizás esto pudo influir en su curación. En todo caso, un día alcanzamos la tumba, frente a la que se elevaba un templo mortuorio, donde se realizaban sacrificios a los dioses y los sacerdotes celebraban sus ceremonias religiosas. Desde allí un paso conducía a la cámara mortuoria. Cambises repartió abundante cantidad de oro y plata para comprar el silencio de las gentes. Pese a que tomaban las dádivas permanecían inclinados sin decir nada.
La construcción de la tumba del rey tenía varias cámaras y pasadizos. Los ojos de los persas, que habían trabajado aquí, estaban ciegos por el polvo, sus manos cubiertas de porquería, pues muchas puertas habían sido abiertas inútilmente ya que la mayoría de pasadizos constituían en realidad un mero laberinto. Tan sólo cuando los persas torturaron el cuerpo de un egipcio, el pobre desgraciado traicionó su secreto. Los soldados volvieron a emprender el trabajo de derruir muros y abrir brechas en la piedra. Primeramente se logró el acceso a un espacio en que se encontraban víveres dentro de vasijas de oro y bebidas en jarras y una copa con un nombre grabado: Amasis.
Desde esa sala doce gradas conducían a una especie de antesala con una ancha puerta. Dentro se encontraban algunos utensilios del rey, un palanquín de seda, vasos de alabastro, sillas talladas, armas y bustos dorados de Ptah. Todo lo llevaron los persas a la luz del día. Pero la pieza más bella era el trono real, adornado con pinturas y bajorrelieves llenos de piedras preciosas.
Una última puerta daba entrada a una cámara llena de dibujos alegóricos. Los soldados cogieron el cofre que se hallaba en su interior y lo sacaron también a luz del día. Ese gran cofre contenía en su interior otro cofre, más pequeño, que era el auténtico sarcófago. Lo abrieron; mientras, mi corazón no se sentía de acuerdo con los soldados y me admiraba de que Batike pudiera contemplar la escena con tanta tranquilidad.
Dentro se encontraba una momia ricamente ataviada, Amasis, el último gobernante de Egipto. La cabeza y hombros estaban ocultos por una máscara delgada de oro, muchas cadenas rodeaban su cuello. Cambises sonrió y mandó se desenvolviera a la momia. Con puños muy pequeños el cadáver sostenía en sus manos un bastón de mando, símbolo de su poder. Un tesorero persa tomó la máscara de oro. Durante todo el rato nos molestaban moscas y bichos. Cambises estornudó y ordenó a las gentes que se dieran más prisa.
—Me has librado de una preocupación —dijo luego a Amasis, muerto y disecado—. Creí que eras muy corpulento, un poderoso hombre, pero pese a cuantos países he cruzado jamás vi una cabeza tan pequeña como la tuya. Realmente te ocultaste sin sospechar que un día disfrutaría yo contemplando tu débil aspecto —dejó la momia en el suelo y mandó a los soldados que la pisotearan.
Los cortesanos del rey estaban sentados formando un círculo. Yo continuaba con mis ojos puestos en Batike. Bellamente ataviada, con un vestido blanco y un cinto dorado, estaba sentada y mostraba un rostro inmóvil. Por el contrario, Cambises apretaba sus labios, como si degustara vino muy dulce.
—¡Realmente no has hallado en mí compasión alguna, Amasis! —gritó fuerte—. Continúo odiándote, pues más de mil guerreros persas tuvieron que morir e igual cantidad quedaron heridos.
—¡Ninguna compasión para Amasis! —gritaron a coro los soldados.
El rey se mesó la barba con una sonrisa cruel.
—Creíste que tu tumba sería como una isla en medio del mar, a la que nadie lograría llegar —continuó—. Pero los persas descubren todos los secretos del mundo e incluso pueden averiguar qué oculta la noche bajo su negro manto. Ahora te encuentras a la luz del sol, descubierto, y yo me río del abismo de tu tumba en que te hallabas para escapar a mis manos. Destrozad su cadáver, soldados, y echad su polvo en todas las direcciones del viento.
—¡Lo destrozamos y lanzamos hacia todas partes! —gritaron los persas.
Un tambor resonó sordo. Pese a que los soldados eran bastantes para destrozar por sí solos el cadáver, sacaron sus espadas y puñales que hundieron en la momia. Pero por lo visto resultó más dura de lo supuesto, pues los soldados hubieron de realizar esfuerzos para despedazarla. Después fueron en busca de caballos y ataron las distintas partes del cuerpo a ellos, azuzándolos luego para que galoparan por aquel lugar. Como una piedra que cae rodando, se separó la cabeza del cuerpo. Un soldado la agitó en el aire triunfalmente y la lanzó a tierra con un grito salvaje.
Mientras profanaban el cadáver yo contemplaba a Batike. Mi pecho sintió tristeza. Batike sonreía. ¿Cómo podía ella aprobar que los persas profanaran el cuerpo de su abuelo y lanzaran a todas partes los restos de la momia destrozada?
La misma tarde encontré de nuevo a Batike en su residencia de Sais. Cambises me había indicado que su mujer deseaba hablar conmigo para expresarme su agradecimiento por lo ocurrido en Memfis.
—No te dejes llevar por ninguna debilidad —me dijo—. No te prohíbo hablar a solas con ella, tal como es su voluntad, pero sea quien sea que defraude mi confianza, encontrará todo el peso de mi castigo, sean cuales sean sus méritos ante mí.
Yo respondí:
—Tú me muestras una gran confianza, Cambises. Pero si tú lo prefieres, no tengo inconveniente en que una tercera persona esté presente durante nuestra entrevista. Sin embargo, ten en cuenta que yo sé muy bien lo que es correcto y lo que podría significar traición a tu confianza.
Cambises sonrió astutamente y dijo:
—Veo como resplandece tu rostro, Tamburas. Realmente ciertas mujeres logran encender la pasión en el hombre. Incluso te envidio, pues tus sentidos parece que logran inflamarse con mayor rapidez que los míos, pues yo necesito largas horas para sentir en mí el deseo. Mientras tú conversas con ella yo me entregaré a dos mujeres que se dice son verdaderas artistas en esta cuestión.
Dio unas palmadas y sus guardianes ordenaron a dos mujeres que entraran. Rápidamente se quitaron la ropa, a excepción de un paño triangular que llevaban a la altura del ombligo. Sus pelucas de abundante pelo llegaban hasta los hombros. Tenían los ojos exageradamente pintados. Con movimientos desvergonzados comenzaron a moverse de modo que el pequeño paño triangular cayó al suelo. Cambises las miraba atentamente, siguiendo con todo detalle sus movimientos. Yo me incliné profundamente ante él y desaparecí.
Atossa, a causa de una indisposición, se había quedado en Memfis. Por esa razón Batike ocupaba la habitación más bella de la casa. Estaba reclinada encima de un almohadón bellamente tejido y movía sus dedos. ¿Cómo no alegrarme de poder estar por fin a solas con ella y poder hablar sintiendo en mi cara su aliento? Pero en realidad mi corazón se sentía entristecido. La sala era grande y recordaba un salón. Cuatro potentes columnas sostenían el techo abovedado. Los eunucos estaban junto al umbral de la puerta. Yo carraspeé fuerte y avancé.
Levantó sus ojos cuando me incliné ante ella. Su rostro brillaba. Llevaba los labios muy pintados y sus grandes ojos verdes me contemplaron atentamente. Como si hubiera sentido frío, sus hombros se estremecieron. Yo me quedé quieto delante de ella, como el sediento que contempla la fuente. Mi mirada se posó un instante en sus pechos para seguir contemplando sin recato todo su cuerpo. Lentamente acercó hacia sí un tambor de bordar, como si quisiera que algo interpuesto entre ella y mi mirada la protegiera. Llevaba los brazos llenos de pulseras. Al mover el brazo se oyó un ruido metálico. Ese ruido me hizo recuperar el dominio.
—Te saludo, hija del faraón, reina de los persas.
Inclinó su cabeza y luego se apoyó en los almohadones. Entonces me dijo:
—Leo en tu cara que has acudido con gusto a mi llamada —su voz era agradable, aunque algo aguda—. ¿Por qué no llevas aquel manto real con que apareciste ante mí por vez primera? Estoy habituada, Tamburas, a que ante mí se rindan honores; incluso reyes ante mi presencia llevan ricas vestiduras.
Un jarro de agua fría no hubiera sido más eficaz para enfriar mi pasión que sus despectivas palabras.
—Yo no doy importancia al vestido —respondí secamente—. Soy un hombre y en ti sólo veo a una mujer. Reconozco que antes pensé muchas veces en ti y confusas imágenes atormentaron mi mente. Pero ahora me río de ello e incluso comprendo que el rey ocupe sus ratos de ocio con bailarinas antes que contigo. ¡Llevas la peluca bien colocada! Pero desde que Cambises te la arrancó ante mí no has logrado colocarla tan bien como antes.
Mis desvergonzadas palabras causaron impresión en Batike.
Confusa, se pasó la mano por el pelo. Luego se humedeció las puntas de los dedos y se las pasó por las cejas.
—Yo no quería creerlo, pero realmente eres tan violento como se cuenta. Siéntate, Tamburas, y olvida lo que te dije hace un momento. Quería probar tu paciencia y si quizá te resulto indiferente. Pero por tu comportamiento ya veo que estás molesto. Puede resultar paradójico que considere que tus palabras son muestra de interés, pues cuanto más aprecia un hombre a una mujer, más fácilmente se siente herido que otro para el que nada significa.
Su brazo se extendió hacia adelante, hacia mí, y un agradable perfume se extendió por la sala. Yo la contemplaba desconfiado. Lentamente mis músculos se distendieron y me abandoné a los almohadones. El sol se había puesto. La luz que entraba en la habitación originaba sombras rojas. Batike tomó una entonación tierna.
—Nadie mejor que tú sabe lo que hiciste por mí, Tamburas. Por ello rogué a Cambises la gracia de nuestra entrevista de hoy. Nunca hasta este día estuvo un hombre a solas con la mujer del rey.
¿Qué es lo que quería? Batike era demasiado astuta para esperar tan sólo una hora de tensión. Los dioses me dieron fuerzas y otorgaron una mente clara. ¡Qué grande había sido mi pasión por ella! La había amado en la distancia. Fue para mí como un rubí inalcanzable. Pero ahora su mirada estaba próxima a mí. ¿Qué había dicho en otra ocasión Erifelos? En comparación con Goa, Batike sería una prostituta en mis brazos. Tenía razón.
—Ya estamos solos. ¿Qué quieres? —le pregunté—. ¿Darme las gracias? Yo no hice nada que no hubiera hecho otro en mi lugar.
Me miraba a los ojos; sonrió y dijo:
—¡Qué modesto eres! Era peligroso prestar testimonio en contra de Atossa. Yo me admiré de tu valentía.
—Nuestra vida está en manos de los dioses.
—¿Quiénes son tus dioses? Hablemos de ellos.
—Son los dioses de los griegos. Reinan por encima de todas las cosas, son espíritus poderosos, que establecen el destino de todo. Nada se les oculta. Nos conocen a ti y a mí, a Cambises y a todos los hombres. Desde el cielo y desde el Olimpo, donde moran, dirigen nuestros pasos. Pero también a veces dan libertad a nuestros actos.
—Son dioses inteligentes los tuyos —dijo lentamente Batike—. Te protegen y te dejan libre de acción. ¿Dirigieron también tus pasos cuando penetraste indebidamente en la casa de las mujeres o fue simplemente el vino el que te confundió, tal como dijiste a Cambises?
—Puesto que ha de causarte más gusto, considera que fueron los dioses los que me guiaron. Quizá Dione, la instigadora de los sentidos.
Sonrió comprensivamente.
—Dijiste Dione. ¿Es la encarnación del amor? ¿O… —Batike titubeó— es la diosa del vino?
—Tiene el poder de confundir los sentidos del hombre —respondí sin contestarle.
Satisfecha, se echó hacia atrás.
—Entonces te preguntaré otra cosa. ¿Querías aquel día encontrarme a mí? —Sus verdes ojos sostuvieron mi mirada. Habló luego rápidamente—. Yo, por mi parte, he de conceder que me admiró el modo como me mirabas. Tus ojos me producían calor en la piel como el sol —ronroneó como una gata—. No digas nada, Tamburas, tan sólo afirma o deniega con la cabeza: ¿Es cierto que entonces, cuando nos vimos por vez primera, sentiste deseos de mí y tu mente se vio acometida de malos pensamientos?
Puso su mano en mi brazo. Pese a que yo me resistía, sentí que mi cuerpo experimentaba como un golpe. Como un niño dio palmadas.
—Es tal como yo suponía —dijo con voz satisfecha—. Y, sin embargo, no sabes hoy todavía qué sucedería si mis miembros te acogieran o tu mano rozara mi pecho.
Mi rostro se desencajó.
—Hablas como si quisieras probarme. No tengo ganas de saltar desde la cumbre de una montaña. Sería un absurdo.
—Tamburas, Tamburas —dijo. Su lengua humedeció sus labios dejando una huella de brillo. Realmente experimentaba como si un veneno causara en mí algo extraño y me hiciera desear beber de esos labios y sentir bajo mi cuerpo el suyo. Pero mis hombros permanecieron quietos como si fueran de madera—. ¿Por qué te resistes? —preguntó con voz cálida—. He de saber si sientes algo por mí. Tan sólo entonces estaré segura de tu fidelidad. Tan sólo entonces podré hablar contigo.
—Antes sí sentía por ti deseo.
—¿Y por la noche perdías el sueño?
Batike tomó mi mano derecha y la puso sobre su pecho. Yo la retiré como si hubiera sentido sobre mí el roce con una serpiente. Pero la miré a los ojos, que se hicieron de pronto muy grandes; brillaban y un extraño poder se adueñó de mí. Todo parecía desaparecer de mi vista. Su vestido era de una finísima tela rosa, bajo la cual adivinaba yo la piel. Me sentía como si estuviera en medio del mar con una pequeña barca, llevado por la tormenta. Era igual de donde procediera el viento. Todo era distinto a como yo lo había imaginado, todo resultaba irreal, como si fuera un sueño. Sentí a Batike en mis brazos, cómo me excitaba su contacto; el roce con su cuerpo, me liberaba, me liberaba…
—¡Tamburas! —gritó Batike.
Yo estaba ante ella de rodillas jadeando como un loco que no comprende al principio, tan sólo comienza a comprenderlo después y muy lentamente, que ha soñado, que nada ha pasado. La vergüenza se reflejó en mi rostro. Me despreciaba y la odiaba.
Lentamente Batike comenzó a hablar.
—Creí que ibas a lanzarte como un perro sobre una perra. Tu pasión por mí es muy fuerte por lo visto, pues de lo contrario no te hubiera sucedido esto. Además yo no hice sino tan sólo mirarte y permitir que rozaras con tu mano mi pecho.
Desde luego sabía cómo situarse. Mi lengua continuaba negándose a hablar. Además poco hubiera podido decir, como máximo un sonido gutural. ¿Estaba aliada con algún demonio? ¿Me había embrujado?
—Eres tan joven como irreflexivo —continuó Batike—. Me imagino cuando tus brazos me mueven, cuando me rodean (con más fuerza que el rey), cómo podrían nuestros corazones unirse en uno solo hasta que tan sólo se oyera un solo latido.
Esa mujer tenía poder sobre mí, pues con su voz susurrante excitaba más todavía mi pasión, de modo que comencé de nuevo a jadear. Pero ella se retiró, se soltó de mí y me murmuró al oído:
—¿Estás loco, Tamburas? En cualquier instante podrían sorprendernos. Una mujer, un eunuco o el mismo rey.
Durante un momento mis labios permanecieron pegados a su cuello, luego me apartó.
—Posteriormente podrás tú gozar de todas estas cosas. Las sirvientas me contaron muchas cosas que probaremos una tras otra —su voz se hacía penetrante—. Pero antes has de obedecerme y serme útil.
—¿Qué debo hacer?
Estaba de nuevo sentada entre sus almohadones y continuó hablando como si nada hubiera pasado. En lugar de responderme dijo:
—Has de amarme como nunca a otra mujer.
—Esto no es difícil, pues nunca me pasó con otra algo semejante. —Titubeé algo antes de decir—: ¿Cómo es posible que hoy sonrieras cuando se profanaba el cadáver de tu abuelo?
Su boca esbozó una sonrisa. Batike se inclinó hacia adelante y yo aspiré su aliento y el olor de su piel.
—Amasis era un viejo zorro. Muchos ladrones de sepulturas buscaron antes cadáveres para robar. Por ello ordenó Amasis a su hijo, mi padre, que erigiera un lugar distinto para ocultar su cuerpo, y en el que todo el mundo creyera estaba su tumba, ordenara que se colocara el cuerpo de alguien desconocido. Ni yo misma sé dónde está su verdadera tumba. Pero puedes creerme, Psamético se preocupa de que a mi abuelo no le falte nada. Por eso yo hoy me sonreía, pues tan sólo yo sabía que Cambises no tenía ante sí a mi abuelo. Conmigo ríen Amasis, Psamético y todos los reyes muertos del país.
Ocultó sus refulgentes ojos.
—También tú, Tamburas, llegará el día en que desprecies a Cambises, como yo. ¿No le odias ya cuando piensas que dispone de mi cuerpo, apoya su cabeza en mi pecho y con manos frías toca mis caderas? —sus palabras atenazaban mi corazón—. Su aliento fétido me hiere. ¿Cuánto tiempo permitirás que suceda esto?
Me sentí como un perro rabioso. Me puse en pie y anduve de un lado para otro. Mis pies parecían andar por sí solos.
—¿Eres tú, Batike, la mujer del rey, la que así habla? ¿Son realmente tus palabras las que suenan en mi oído? Mi cara se siente roja de vergüenza. Pero ¿de verdad tan sólo quieres torturarme? En verdad, tú te ríes de mí igual que antes, cuando tus ojos me apresaron.
—Se dice, Tamburas, que eres un león persiguiendo a tus enemigos. Pero ahora tu rostro brilla como si hubieras comido carne podrida. ¡Además estás a solas conmigo! ¿Por qué te muestras holgazán? Un hombre que goza de la mujer de un rey, sin arriesgar por ello un solo pelo, es como una ciudad abierta sin muros. ¿Sabes lo que te daría por la cabeza del rey?
—¡Estás loca, Batike! Un acto semejante… No, prefiero no oírte.
Se encogió. Sus manos se crisparon como cuando el rey tenía ataques. Luego se enderezó y se puso de pie.
—¿Es que no tienes razones para acabar con su vida, Tamburas? Ahora gozas de mí e incluso podría huir yo contigo —como un zorro avanzaba hacia mí, luego se sentó de nuevo sobre los cojines. La cortina se movió. Eran eunucos. Les oímos reír y conversar entre ellos. El rostro de Batike se contrajo—. Ahí estás, como un niño que no comprendiera nada. Siéntate, Tamburas, así estarás más cerca de mí y podré ver los rasgos tristes de tu cara, pese a que me disgusta que seas poco comprensivo y, pese a la fama que gozas entre tus soldados, no te atengas a razones. —Molesta, frunció su entrecejo—. Por lo visto, la mayoría de hombres en las cuestiones importantes son necios.
Me senté pues, de nuevo, frente a ella.
—Batike, tus palabras suenan en mi oído como ruido de oro y plata. Me parece estar escuchando las voces de muchos hombres. Contigo sucede como si una piedra cayera al abismo. Y cuando tus ojos se posan en mí como antes, anunciando un abrazo que no existe ni nunca existió, me siento triste.
Su cara permaneció inmóvil como si estuviera sorda. Yo sí escuché mis palabras. ¿Me escuchaba también ella?
—Yo soy la reina de Egipto —dijo Batike en voz apenas perceptible. Sus verdes ojos comenzaron a brillar, se tornaron nuevamente oscuros y misteriosos, una noche llena de estrellas. Escuché su voz y me costaba grandes esfuerzos sustraerme al encanto de sus palabras—. Soy Batike —dijo—, la reina del país. Quien me posee y llena mi cuerpo con vida será en su día quien posea Egipto. Y quien posee Egipto es el rey. Podrías llegar a serlo, Tamburas, si quisieras. Tus brazos son fuertes como bambú, flexible como papiro es tu cuerpo. Si tú haces lo que yo pido que hagas, huiremos y nos ocultaremos en una cueva. Estaríamos solos, totalmente solos. Mis besos te harían feliz y mis abrazos te encantarían. Mientras, los persas abandonarían el país. Un día, Tamburas, podríamos cambiar nuestra morada y regresar a palacio. Nuestro regreso no causaría disgusto, sino que seríamos recibidos como rey y reina. —Hizo una pausa y dejó que el silencio influyera sobre mí—. ¿No te incita esto que te digo?
—No hubiera debido venir.
—Pero has venido. ¿He de decirte por qué? Tú aguardabas algo. También yo esperaba algo de nuestro encuentro. Pero ¿quién sabe? Quizá nuestras esperanzas transcurren por los mismos cauces. ¿Tienes tú algo en contra?
Sus palabras torturaban mi piel como un enjambre de mil abejas.
—¿Qué debo hacer?
—Mata a Cambises para que las cadenas que me ligan a él queden rotas y no pueda volver a ensuciarme.
Guardé silencio un momento.
—¿Ves tú en mí a un asesino? Soy un guerrero y no un criminal. Has de saber, Batike, que un hombre que ensucia sus manos con sangre es despreciable hasta que se terminan sus días.
—Y quien cierra sus oídos a los deseos de la reina y se marcha sin cumplir sus deseos llegará el día en que lo pague —hizo un movimiento y de pronto brilló en su mano un filo delgado con un breve mango—. ¿Sabes qué es esto? —se levantó rápidamente—. No es un puñal, es sólo un cuchillo de los que emplean los sacerdotes para cortar el cuello de los animales que sacrifican a los dioses. Puede incluso desaparecer de mi mano. Pero hay algo que falta a su empuñadura, algo que es rojo como el rubí.
Me lo mostraba como un tigre ante su presa. Sus ojos echaban destellos amenazadores. Se puso de pie rápidamente.
—Es muy sencillo, Tamburas. Primero ocultas el cuchillo como una rosa, que llevas a tu amada. Mira, mis dedos se cierran sobre él como sobre una fina hoja. Aquél en quien yo pienso está echado de espaldas inconsciente.
Representó ante mí realmente como si ya sucediera. Inclinó su cuerpo como si estuviera frente a ella ya la víctima. Cerró los ojos y siguió diciéndome:
—Marcharemos en la oscuridad de la noche. Los eunucos y guardianes duermen. Yo te conduzco, Tamburas, pues tú no conoces todas las salas y podrías errar —respiraba nerviosa—. Entonces le encontraremos. Las lámparas de aceite están apagadas. No oímos sino su débil respiración. Está cansado, yo ya me habré preocupado de que así sea. Por última vez con mi fuerza de mujer le habré arrebatado sus fuerzas. Está en el mismo centro de la cama. Tú buscarás tu cuchillo, Tamburas, pues es tan pequeño que debes buscarlo. Ya lo tienes en la mano. Necesitarás hundirlo tan sólo una vez. Pero todavía tiemblas, llena de sudor tu frente. Mas yo estoy detrás de ti; mi presencia te dará valor. Por la ventana penetran los rayos de luna. Tú ves su cabeza. Su cara está pegada al almohadón. No, no está ahogado. Está estirado como siempre al dormir y tiene aspecto de muerto. Mientras tales cosas reflexionas, Tamburas, tus músculos se crispan y comienzas a temblar. Pero yo te doy ánimos, confianza en ti mismo en voz apenas perceptible, te transmito mis fuerzas internas. Te sientes tranquilo, muy tranquilo, escuchando su débil aliento. Ese ruido llega a enervarte y quieres terminar definitivamente con él. Tu cuchillo se hunde en su cuerpo y rompe lo que le une a la vida… —Una sonrisa terrible apareció en su rostro—. Entonces me tendrás, entonces. Cuando en el cuchillo haya esas gotas encarnadas, rojas como el rubí.
Su brazo descendió como si ya no fuera dueña de sus actos. Mis pies estaban pegados a tierra como una mosca al mosto. Mi mano tomó su brazo por encima de la muñeca. El cuchillo me rozó la piel. Fue más la sorpresa que el dolor lo que me arrancó un grito…
Mis ojos la miraban aterrados. Batike comenzó a reír. Se sentó detrás de su tambor de bordar, como si no se hubiera levantado, ni su cuchillo hubiera amenazado mi piel.
—Por lo visto, no te sientes bien, Tamburas. Hace un momento te estaba hablando y parecía que no me escucharas tan siquiera. ¿Quieres que llame a un esclavo para que te traiga agua o leche?
—¿Dónde está el cuchillo?
Se rió sarcásticamente.
—¿Qué cuchillo? —Sus dedos se deslizaron por la tela del tambor de bordar—. En realidad has soñado —reflexionó un instante y continuó hablando—. Es una pena que no pueda contar esto a nadie, y menos todavía al rey, pues no es un honor para una mujer que un hombre se duerma ante ella.
Sus palabras parecían algo absurdo, pero suscitaron en mi corazón la desazón. Sentí de nuevo ante mí una visión. Mientras mis dientes se movían como si masticaran una nuez, miré mi mano por todos los lados. No vi ninguna herida, ni siquiera un rasguño. Yo mismo me senté de nuevo sin lograr comprender lo ocurrido. Desesperado, buscaba comprender qué había pasado. ¿Dónde estaba el encanto?
Cerré los ojos y volví a abrirlos. Nuestras miradas se cruzaron. Me decidí a hablar:
—¿Qué pasa que tu presencia me incita a tener sueños desagradables? Por segunda vez mi imaginación, bajo la influencia de tus ojos, me ha llevado a ver algo que no ha existido. ¿Por qué has hecho esto?
Batike sacudió su cabeza, pero luego respondió como obligada a ello. El éxito la hacía feliz.
—El rey dice que poseo gran fuerza de voluntad, Tamburas. ¿Qué mejor sino medir mis fuerzas con las tuyas? —Su mirada se sumergió en el vacío—. Lo que la comparación ha dado por resultado, tú mismo puedes comprenderlo. Sin embargo, me ha costado mucho esfuerzo llevarte a que siguieras mi voluntad. Chorosmad, el sacerdote de los persas, que está a mi lado porque ama mi espíritu y mis esbeltos miembros, me enseñó el secreto. Por ello yo puedo hablar y mirar a los ojos a un hombre que esté desprevenido, llevarle a un mundo de fantasías y sumergirle en la noche. Chorosmad es viejo. Puesto que ya domino su arte ya no gusto de su presencia. Es una persona muy dominante y tan sólo piensa en envolverme en sus sueños de amor de los que luego despierto con desagrado. Por el contrario, tú, Tamburas, eres joven y hermoso. Puesto que ahora has experimentado las fuerzas que poseo sobre ti, quizá te sentirás inclinado a depositar en mí tu confianza. Podríamos gozar indeciblemente y además lograríamos realizar dos objetivos.
Así se expresó Batike. Pero sus palabras me dejaron frío. Eran demasiadas las heridas que en mí causara para que ahora pudiera simplemente unirme a sus deseos, ya que muy poco quedaba del edificio que fuera mi pasión por ella.
—Tú buscas poder y placer —le dije con voz algo airada—. Necesitas palabras engañosas que juren lo imposible y falso. No puedo seguirte, Batike, pues creo que tan sólo desgracias te aguardan en el futuro.
—Olvídate ahora de los dioses, de los tuyos y también de los míos. —Hizo con su mano un movimiento despectivo—. Si es que existen, son seres que nadie puede comprender, imágenes muertas ante las que los hombres se postran. Se dice que tienes talento, Tamburas. Piensa por una vez con sagacidad y emplea ese talento que te atribuyen. —Se humedeció los labios con la lengua—. Lo que fuéramos antes de nuestro nacimiento, si nebulosa o gotas de agua que se diluyen en la corriente del Nilo, nada sabemos de todo ello. Puesto que ni tú ni yo ni nadie posee saber acerca de nuestra existencia anterior, ¿no resulta natural que después de la muerte regresemos allí de donde vinimos, a la nada? Procedemos de las tinieblas y volvemos a caer en ellas. No poseemos saber, ni futuro, ni recompensa ni castigo a no ser que nos lo procuremos en esta vida. En cuanto reina, desde luego fomento en el pueblo la creencia en cualesquiera dioses, sean egipcios, griegos o persas. Pero el temor a lo divino hace a los hombres instrumentos del poder y débiles ante su ejercicio.
Pequeñas gotas de sudor surcaron mi frente; sin embargo, sentía frío. Era una mujer astuta y fría, tan astuta como Megea, la hija de las tinieblas. Pero que existen dioses y desde lo oculto guían nuestros pasos lo había yo experimentado en muchas ocasiones para poder resistir a sus palabras. Toda la vida en la tierra, en el agua y en el aire está subordinada a un orden sobre el que el hombre no tiene poder. Pero si el hombre no es quien domina sobre ello, ¿quién entonces? Sin semilla no existirían flores, sin Helios no habría luz. Probablemente los dioses se reían de las palabras de Batike. ¿No constituía la creación entera una prueba en contra de su razonamiento? El verano, el invierno, el día y la noche se suceden invariablemente. La claridad a la oscuridad, la lluvia a la sequía, el nacimiento a la muerte. Todo crece y surge y lleva en sí el fruto para algo futuro. Desde luego los dioses permiten muchas cosas injustas, pero ¿quién podía comprender sus designios? ¡Y la conciencia! ¿Es que Batike no la tenía, no sentía ella también la balanza que sopesa nuestros actos buenos y malos?
Me humedecí los labios. Mis sentimientos por Batike estaban ya apagados. Una mujer que en nada cree no es capaz de amar.
—¿Adquiriste este saber de Chorosmad? —le pregunté lentamente y rechacé su mirada, pues me molestaba que pese a su juventud lograra confundirme.
—Él es sabio y conoce el poder de las cosas. —Su voz se hizo clara y parecía dar órdenes—. ¡Mírame, Tamburas! ¿O es que sientes temor ante una mujer?
Hice lo que me pedía. Pero esta vez sus ojos no me vencieron, pues llamé a Poseidón y a Zeus que protegen mis sentidos, de modo que pude burlarme de Batike.
—¿Eres un ser mortal o un demonio? —le pregunté—. ¿Cómo es posible que me contemples y no sienta yo sino un ligero miedo de que tus ojos cayeran de tu cara? Habrás de rendirte, Batike. Nunca volverán los dioses a permitir que me molestes con tus sueños y fantasías. Es mejor que si quieres alcanzar algo sacrifiques en el templo y pidas a los dioses que cumplan tus anhelos.
Suspiró como si sintiera un gran dolor.
—De tu frente parece surgir un viento desfavorable. ¿Por qué no sigues mis deseos, Tamburas? —Su voz se quebró.
Lentamente me levanté.
—Al igual que ciertos vencedores que mantienen a los vencidos en la esclavitud, has intentado colocarme las cadenas para que te sirviera. Con ayuda de los dioses las he roto. Procura en lo sucesivo aconsejarte de los dioses, vence tu error y busca la verdad.
—¿Quien conoce un error ve ya la verdad? —preguntó.
—Siempre un sol de mañana anuncia el fin de la noche.
La miré, pero esta vez sus ojos se apartaron de mi mirada. Me fui y sólo escuché el ruido de mis pasos. Pero Batike pareció querer nuevamente probar mis fuerzas e interpuso entre la puerta y yo un lazo, un lazo de pensamientos y de sueños que excitan la sangre. Yo pasé por el lazo, como vence el sol la luz de las estrellas. Mi amor quedó pues como una lejana playa, un absurdo deseo que descendía en el horizonte.
El tiempo en que el Nilo se desborda sobre sus orillas y las cubre con el fango fructífero, lo pasamos nosotros en Sais. La tierra recibió el viento del sur, trajo oscuras nubes de lluvia y colocó sobre las colinas la niebla. Los dioses produjeron en las nubes los terribles rayos y truenos, Zeus dirigía la tormenta y causó destrozos en las mieses egipcias.
Bajo el cielo tormentoso, las aguas del Nilo crecieron e inundaron los campos circundantes hasta sumirlo todo en un mar infinito. Pero al cabo de largos días, en los que desapareció la fuerza de resistencia humana, los elementos se calmaron y el pulso de toda vida, el sol, volvió a brillar como antes en el cielo. La fuerza de la tormenta cedió, el agua se retiró, el Nilo recuperó de nuevo sus orillas y las aguas amarillas volvieron a tomar sus viejos cauces. Sobre el país fecundado por las aguas se extendió el sol con su luz potente. Los pájaros manifestaban su júbilo, y mientras los hombres al despuntar el día se dirigían a su trabajo, cantaban sobre los campos los pájaros en busca de la comida.
Puesto que nuevamente durante el mediodía el calor era agobiante, Cambises sintió prisa. Mensajeros y enviados de todos los países llegaban a Sais para informar a Cambises. Éste les escuchaba, tomaba los presentes y regalos que traían y ordenaba que se les recompensara por su misión. Por el momento no sabía todavía el valor que tenía la paz. Los países estaban obligados a separar oro y plata para él. Pero por conversaciones con el rey y Prexaspes yo sabía que entraba dentro de sus planes pelear por lo menos contra tres pueblos: los cartagineses, los amonios y los legendarios etíopes, que habitaban al sur de Egipto y disfrutaban de muchas riquezas.
Durante la época de lluvias, Cambises había sufrido con frecuencia malhumor, del que ni siquiera los cuidados de Erifelos habían logrado arrebatarle. A veces ni siquiera aparecía ante sus más íntimos y se quedaba en sus habitaciones durante todo el día. Permanecía sentado en la habitación a oscuras.
—Los días declinan —me dijo en una ocasión—, pero también la noche tiene claridad y arde el fuego ante mis ojos, incluso aunque los cierre. Existen tantos misterios, Tamburas. Incluso la mirada de la reina parece oculta por el velo de lo eterno. A veces, en cambio, mi mente siente un destello de conocimiento. Queda tanto por hacer, algo inexplicable me impulsa hacia adelante, pues todos mis actos son como agua en un pozo sin fondo. La gloria de hoy no sirve para mañana. Por ello debo apresurarme, llevado por la fuerza que me impulsa, y hacer que nuevas sombras se extiendan sobre el mundo.
Luego se puso a gritar contra los fenicios que no querían atacar a Cartago y conquistar para él la ciudad.
—Las gentes de Samos están más dispuestas a hacer esto —me dijo—. Pero son débiles para conseguirlo —me miraba como si esperara que yo le rebatiera—. Meldones, el caudillo de los fenicios, dice que en ningún caso está dispuesto a dirigir sus barcos en contra de Cartago. En esa ciudad habitan demasiados parientes y amigos, con los que se siente unido. ¿Qué harías tú, Tamburas, si estuvieras en mi lugar?
—Si sientes hambre, señor, —le respondí con precaución—, debes buscar, como todo el mundo, primero cocineros que puedan servirte comida que puedas comer y beber con placer. Quien quiere segar debe sembrar primero. Cartago está lejos. En tu lugar procuraría hallar algo para forzar a los fenicios a que se sintieran a disgusto. Junto a los samios, son tus únicos aliados que disponen de una flota. El mar hacia el oeste es grande y está lleno de muchos peligros. Busca primero una excusa para la guerra contra Cartago. Búscate un camino más cómodo que pueda servir a tus propósitos.
En lo que respecta al ejército, los destacamentos persas traían noticias alarmantes. El estado de salud de muchos soldados dejaba que desear. Los jefes militares no se ocupaban de que los soldados a ellos confiados se endurecieran con el trabajo y los juegos, sino que les dejaban hacer lo que quisieran. Los hombres desperdiciaban sus fuerzas con el vino y las mujeres, de modo que enfermaban de afecciones cuya causa resultaba difícil de establecer. Erifelos visitó a algunos de ellos. A su regreso informó al rey.
—Tus soldados desperdician todo el día, Cambises. Se entregan a todas las ocupaciones perniciosas e, incluso, intentan entrar en contacto con comerciantes que les engañan y roban el dinero. Además tu gente no está contenta con lo que hace; sospecho más bien todo lo contrario, pues su aspecto cada día empeora; pierden el prestigio de que antes gozaban y gradualmente todo el mundo pierde el respeto por ellos.
—Tus guerreros, rey —apoyé las palabras de Erifelos—, son como los demás. Y del mismo modo que todo el mundo, cambian sus ropas de tiempo en tiempo y son llevados por unos u otros demonios. Castígalos con el poder de tu palabra, llena su fantasía, dales algo que les saque de su inactividad. Abandona a los fenicios y ocúpate de tus soldados para que renazca en ellos el fuego, sus miembros vuelvan a sentir la fuerza y su fama no se eclipse.
Pero todo esto, en realidad, lo decía yo para apartar a Cambises de Cartago y de mi pueblo, pues era tan cierto como la muerte que se proponía continuar la guerra por aquellas regiones.
El rey reflexionó durante largo tiempo antes de comenzar a hablar.
—Tensaré mi arco y pondré en él una flecha. Esto será para los persas una señal. El ejército desplazará los límites fronterizos por el sur y las banderas persas se plantarán en tierra etíope, pues, como se dice, allí las gentes son tan ricas que ni siquiera dan más importancia al oro que a la plata. Pero para que no me suceda como a quien sólo escucha con un oído o incluso oculta sus ojos, primero quiero enviar emisarios. Deben espiar, hallar buenos caminos e incluso ser buenos guías de mi gente.
Cambises sonrió astutamente.
—Desde luego, los etíopes deben haber oído hablar de mí y del arte de pelear de mis soldados. Por ello mis emisarios no deberán ser persas, pues si tal fueran, seguramente cortarían sus cabezas. Tú, Tamburas, te has manifestado ya capaz en otras ocasiones… —sonrió impenetrable—. Incluso Batike habla siempre bien de ti. Alaba tu inteligencia y busca tu compañía, pese a que, según a mí me parece, tu espíritu está más decantado por los asuntos de la guerra. Por ello esta nueva y difícil misión recae en ti. Realízala y te alegrarás del aplauso que recibirás, de la benevolencia y recompensa que el rey ha de manifestar para contigo. Recorre el incómodo camino hacia el sur y graba en tu mente lo que haya de tener importancia para los persas.
Antes de que los barcos nos llevaran de Sais a Memfis, escribí tres rollos de papiros con noticias mías para los míos en secreto. ¿Qué debían pensar en mi patria, en Atenas y en Falero? Un profundo dolor me acometió. Mi fantasía se vio llena de terribles imágenes. Agneta era ahora toda una mujer. De las cenizas del pasado surgió su imagen bajo una nueva luz. Con frecuencia permanecía sentado con la frente fruncida y me imaginaba su presencia, pero de nada servía. Hubo noches en que ni siquiera lograba conciliar el sueño. Cuantas más veces me enviaba Batike mensajes para que acudiera a verla, más decidido estaba contra ella y más me refugiaba en mis pensamientos para Agneta, la pura, la reina que merecía realmente mi amor y cuya posesión, por lo visto, los dioses diferían.
En el viaje de regreso, Cambises sufrió otro ataque, pero los cuidados médicos lograron una rápida cura. Durante dos o tres días permaneció sin compañía alguna, negando la visita a Prexaspes, e incluso a sus mujeres y fue, según me contó Erifelos, un simple hombre que busca la paz para su corazón. Luego, como si despertara de pronto, recuperó sus fuerzas. Estaba sentado bajo la vela escuchando el sonido del gong. Un ligero viento del sur soplaba sobre el río; los remeros se esforzaban en su trabajo y cada impulso suyo nos acercaba a la ciudad.
A los catorce días se divisaban ya los edificios y jardines del templo de Memfis. Durante el viaje había pensado con frecuencia en Agneta y en mi patria, y había escrito varios papiros con mis noticias para los míos. Al releerlos me di cuenta de que mis pensamientos se repetían constantemente; eran las mismas frases, las mismas palabras. Por ello rompí los rollos y eché sus pedazos a la corriente del río.
Cambises quería desembarcar con la luz del día y prometió a los remeros una recompensa; pero a nuestra llegada la tarde comenzaba ya a perderse en el violeta de la noche. Yo estaba fatigado por el largo viaje. El ligero viento había dejado de soplar y las palmeras habían perdido su dulce rumor. El rey no quería que se le dispensara un gran recibimiento. Emisarios suyos se habían adelantado y habían procurado que sus deseos fueran cumplidos. Sin embargo, nos aguardaban una gran cantidad de dignatarios de la corte y personalidades egipcias. En la luz de las antorchas, reconocí a Atossa. No permitió que nadie saludara al rey antes que ella. Su mirada ignoró a Batike, que, en su arrogancia altanera, tampoco prestó atención a su rival. La última luz del día se ahogaba en el Nilo cuando Atossa se inclinaba ante el rey.
—Bajo la mirada de tus ojos, que durante tanto tiempo he imaginado, mi corazón se dilata —dijo—. Atormentada de sed, aguardaba tu presencia. Sé bien venido, mi señor. En nombre de todos los hombres y mujeres de la corte te transmito el primer saludo.
Cambises rodeó con el brazo su cuello y posó su mejilla junto a la suya. Era más esbelto y más joven que la mujer que a la vez era hermana y mujer suya. Me di cuenta de que Atossa miraba a Batike por ver si adivinaba en su cuerpo alguna novedad. La egipcia de ojos penetrantes y manos delgadas estaba tan delgada como antes de nuestra marcha. Me pareció que Atossa suspiraba aliviada.
Cambises soltó a su hermana. La mujer retrocedió un paso. Artakán se inclinó profundamente y muchos dignatarios se postraron en el suelo. Cambises saludó, pero nuevamente Atossa tomó la palabra.
—El amor mora en mí igual que la preocupación, pero puesto que has regresado sano, permaneceré junto a ti solícita para cuando dispongas llamarme.
El rey titubeó. Luego rogó a Atossa que subiera al carruaje. Pero al otro lado colocó a Batike y se mostró con ambas igual, como si no tuviera preferencias. Los cortesanos formaron detrás de los jinetes de la guardia real un paso. Algunos gritaron en tono festivo:
—¡Se te saluda, rey de los persas!
Yo, personalmente, estaba contento de no tener que participar en el acto de recibimiento. Rápidamente me despedí de Erifelos, saludé a Prexaspes, que iba en un carruaje detrás del rey, rechacé el caballo que un persa me ofrecía y marché a pie hacia la noche. Tenía ganas de mover mis piernas, luego quería dormir como un muerto, apretada la cabeza en los almohadones, las manos sueltas.
La gente hablaba en voz alta y alborozada en la calle. Los hogares en las casas semejaban fauces brillantes. Era un eterno ir y venir como si se estuviera con los preparativos de una fiesta. ¿O es que tan sólo me lo parecía a mí? Desde hacía mucho no había tenido ningún contacto con el pueblo. Me propuse pasear con más frecuencia en la noche y escuchar lo que la multitud dijera para poder, de ese modo, conocer la verdadera opinión que tuvieran sobre el rey y sus seguidores. Luego pensé en Etiopía. Decidí hacer sacrificios a Zeus y Hera antes de mi partida.
Los guardianes en el distrito del palacio me saludaron respetuosos y me dejaron pasar. Todavía cien, mil pasos. Qué colosal, qué enorme aparecía mi mansión con el frontispicio iluminado por las antorchas. Silbé entre dientes como un muchacho que se admira de algo, apreté el paso y pasé rápidamente ante un esclavo que me miró fijamente sin reconocerme y penetré en los jardines con la intención de dar la vuelta a la casa y visitar su establo.
—¡Intchu!
Pasé por delante de un esclavo de Nubia y tropecé luego con una verja destrozada. Realmente Papkafar sabía poner orden. ¿Qué habría hecho durante todo este tiempo, a quién habría engañado? Sin embargo, me alegraría de ver nuevamente su larga nariz, sus despiertos ojos y su cara, cuando estuviera frente a mí.
Intchu relinchó y levantó sus patas delanteras al aire. Luego apoyó su cabeza en mi hombro y su aliento caliente me rozó la cara. Por extraño que pueda parecer, conversamos un rato, pues Intchu conocía muy bien los tonos y matices de mi voz y yo comprendía sus expresiones a través de sus alegres relinchos. Del barco había traído algunas golosinas para darle. Cuidadosamente mi caballo tomó lo que le daba de mi mano; por lo menos Papkafar habría procurado que nada le faltara a Intchu. El animal relinchó largo rato después de que marchara, como si el tiempo que habíamos estado separados le hubiera despertado el gusto por mi compañía.
Volví a pasar por delante del esclavo nubio, que estaba durmiendo. Quizás estaba encantado o un golpe en la cabeza le había quitado el sentido. Fuera me recibió un cielo lleno de estrellas. De la casa provenía mucho alboroto. Parecía como si alguien estuviera golpeando un barril vacío. Yo reflexioné. ¿Quizás Olov estaba invitado? ¿Sabía Papkafar que había regresado? Oí alguien que reía, luego se oyó la voz de una mujer. Primero mis pies se detuvieron, luego apretaron el paso. La curiosidad me aguijoneaba. Quería averiguar qué pasaba.
Detrás del umbral de la puerta aguardaba un esclavo de Menumenit, el cual ahora estaba a mi servicio. Su rostro brillaba claro bajo la luz de las lámparas de aceite. Primero me saludó desabrido y quería tomar mi abrigo, luego me reconoció. Sefelnis, así se llamaba, quedó petrificado. Su respiración se detuvo y sus ojos reflejaban espanto. Yo oía las conversaciones y charlas de las voces que resonaban en la sala y me dirigí hacia allí.
¿Era realmente mi casa, o me habían conducido mis pies a un templo de placer? En la sala más grande de todas, junto a las columnas adornadas con lirios, algunas mujeres muy acicaladas estaban reclinadas en almohadones echados en el suelo. Algunos hombres, destacados persas, según reconocí, disfrutaban con ellas. Gritaban palabras obscenas y tocaban las espaldas y caderas de las mujeres como si fueran catadores de vino que primero quieren asegurarse del valor de la mercancía. Un vapor desagradable llenaba el aire. Un par de borrachos tropezaron conmigo con la boca abierta y ojos redondos infantiles.
No, era mi casa, debía serlo, me di cuenta por un esclavo que servía a los invitados. En el suelo, junto a las alfombras, había algunas flores deshojadas. Cuando mis ojos miraron en derredor, reconocí todas las caras. Casi todos los hombres que aquí se divertían eran caudillos o jefes militares de los persas y los medas.
Gritos, chillidos, risas. El alboroto me sublevaba la sangre. Mientras los hombres no se preocupaban de mi presencia, una de las mujeres se me acercó. Yo no conocía a la mujer, pero con sus ojos pintados de color violeta me sonreía. De sus vestiduras blancas destacaban sus manos morenas, extendidas hacia mí como si quisiera ponerlas en torno a mi cuello.
—¡Bien venido, rompecorazones! —dijo.
Involuntariamente retrocedí algunos pasos. Era una muchacha joven todavía; sus hombros brillaban bajo la luz de las lámparas de aceite untados con grasa. Reía alegre y continuó acercándose como alguien que no ceja en su empeño; se colocó junto a mí.
—¿Por qué miras asombrado a todas partes como si fueras un hombre sencillo que regresa y descubre algo inesperado? —qué cerca de la verdad estaba—. En todo caso, tienes aspecto de alguien que no encuentra su sitio. ¿Quién eres y cómo te llamas? ¡No te había visto nunca por aquí!
Con un movimiento calculado me dio una palmadita en la cara. En su muñeca llevaba pulseras; un dulce perfume me invadió. Como no respondí a sus preguntas se cogió de mi brazo. Su cara y su rostro estaban muy pintados. Tenía dientes muy blancos y hacía todo lo posible para mostrarlos mientras reía o hablaba.
—¿Eres un invitado de honor, y por eso apareces tan tarde? —continuó con sus preguntas—. Pareces alguien que prefiere no ser visto y que además es sordo. En cambio, el capitán, con el que estuve sirviendo hasta ahora, era tan charlatán que hastió mis oídos con gritos insulsos. ¡Qué placer poder gozar de tu silencio!
Realmente mordisqueaba mis vestidos, luego inclinó su cabeza con curiosidad.
—Hueles igual que el agua del Nilo y tienes aspecto de regresar de un viaje. Tu lengua parece fatigada, casi agotada, y no tiene ganas de moverse como la de los demás hombres. Tus manos muestran el aspecto de muy cuidadas, como si fueran propias de un hombre que sólo se ocupa de los menesteres de la corte y del rey. Por ello quiero cuidar de tu cansancio con toda atención, pues poseo conocimientos de las artes más secretas. Si es que tienes deseos de ocuparte de mí, sígueme rápidamente, para que los demás ojos no nos observen y se den cuenta de cuanto te digo. —Sonrió misteriosa—. Te aseguro que no te desengañaré.
Era egipcia y sus ojos brillaban tan verdes como los de Batike. Pero su sonrisa desapareció lentamente.
—¿Por qué no respondes? ¿Es que realmente eres mudo? Entre tus cejas hay arrugas y no parece por tu expresión que estés demasiado contento. ¡Espera! Yo te he visto en algún sitio.
Separé la capucha que ocultaba mi cabeza y me pasé la mano por los cabellos rubios. Sus ojos se agrandaron.
—¡Tamburas! —gritó asombrada. Bajo la pintura su cara se sonrojó—. Tú eres Tamburas, el caudillo del rey persa.
—Sí, soy Tamburas y además el dueño de esta casa. —Estaba casi sin respirar frente a mí—. Pero tú, ¿qué haces aquí? ¿Y qué quieren esas gentes, hombres y mujeres que están sentados en mis almohadones? Yo no he invitado a nadie ni he dispuesto que mis siervos repartieran vino ni que hombres y mujeres disfrutaran en mis salas.
Quedó petrificada como por un viento agudo. Pero en lugar de responder a mis preguntas, se dio la vuelta y echó a correr. Irritado por las risas, me dirigí hacia un lado. Codo con codo estaban dos caudillos, junto a mí, bebiendo vino. Uno de ellos parecía bebido y daba golpes con la jarra vacía en el suelo. El otro reía. Yo le conocía, era un caudillo de la columna de Jedeschir. Se levantó e intentó coger a dos mujeres para danzar del mismo modo que los jinetes danzan por la noche junto al fuego del campamento. Resbaló y riéndose cayó al suelo. Volvió a ponerse en pie. Pero su risa desapareció al ver que yo le contemplaba muy fijamente.
Colocó su mano sobre sus ojos y dijo:
—¿Has regresado, Tamburas? Realmente posees una bella casa —me dijo con su media lengua de borracho. Levantó la mano—. Supongo que te asombras sobre nuestra compañía. Pero no te precipites y no decidas nada malo contra nosotros —a una mujer que gritaba, la separó groseramente hacia un lado.
Yo contemplé a los hombres, unos y otros. Algunos respondían a mi mirada con expresión estúpida, pero los más inteligentes saltaban y se ponían de pie adoptando una postura más correcta ante mí.
—Tú deberás decir, Tamburas, qué es lo que va a pasar —murmuró el jefe de caballería.
—¿Qué es lo que pasa aquí?
—Si es que no lo sabes, prefiero que te informes por otro. Pregunta a Papkafar, tu siervo, que a la vez goza de tu confianza.
—Apenas abandonó el gato la casa y ya los ratones se pasean por la mesa —dije acremente—. Dime cómo fuiste invitado antes de que te castigue.
El hombre dio una bofetada a una mujer que se había quitado su peluca e intentaba colocársela a él.
—Papkafar nos invitó. Pero antes le dimos mucho oro. Puesto que no se me ocurre nada para defendernos, lo mejor será acabar esto cuanto antes. Perdóname, señor, y no castigues tampoco a los demás. Muchos, tal como tú mismo ves, se han vuelto como niños por efecto del dulce vino. Podrías hacer que fuéramos castigados, pero antes de que ello suceda prefiero marchar. Perdona mis prisas, señor, pero me siento apremiado y debo ir junto a un árbol a hacer mis necesidades.
Dando tumbos desapareció de mi vista. Una de las mujeres se quejó y marchó tras él, como quien teme no recibir el regalo prometido.
Mientras, mi nombre iba de boca en boca. La mayoría me contemplaban petrificados, como si fuera una aparición divina. Pero mi dura mirada les ponía en movimiento, aunque algo lentamente.
—¡Al último que se quede mandaré que le castiguen en presencia del rey! —grité amenazador—. ¿Es que no he empleado mi tiempo en servir al rey? Y ahora a mi regreso me recibe este momento de malestar, y en lugar de tranquilidad y descanso encuentro borrachos y sudor de muchos hombres. —Mi voz volvió a sonar amenazadora—. ¡Fuera todos, si no, romperé mi escudo en vuestras cabezas!
Un par de caudillos despertaron a algunos de sus camaradas dormidos con una patada.
—¡Tamburas está aquí, el caudillo de Cambises! —gritaron distintas mujeres con voz apagada.
Yo ordené a un esclavo aterrado que fuera a buscar un látigo y sacara a las mujeres a latigazos, pues parecían resistirse más que los hombres y yo no deseaba tener que ocuparme de ellas.
—Desapareced antes de que la ira me impulse a algo peor.
El ruido de pasos y el tumulto aumentó. Mientras, visité las habitaciones restantes. ¿Dónde se habría ocultado? El jefe de caballería me había dicho: tu siervo nos invitó, pero antes le dimos mucho oro. ¡Papkafar las pagaría!
Desde luego, mi esclavo no esperaría escuchar mis palabras de agradecimiento. Casi durante tres lunas estuve fuera y ya se consideraba el dueño de mi casa, a la que intentaba convertir en un edén con mujeres públicas.
Los siervos que hallaba se postraban sumisos a mis pies. Eran inocentes de todo y tan sólo habían hecho lo que Papkafar les ordenara. Les mandé que se pusieran en pie y limpiaran la casa. Una última pareja se hallaba en una habitación. La mujer reclamaba su dinero. Cuando aparecí ambos se dieron a la huida. Fuera, en el jardín, continuaban oyéndose voces. Probablemente la gente se peleaba.
Si no estuviera viendo las flores y los restos de vino, casi creería que todo había sido un sueño. Me esforzaba por encontrar a Papkafar. En su habitación, dos puertas más allá de la mía, no estaba. Por todas partes, sin embargo, todo parecía más reluciente y rico que antes de mi partida. Descubrí nuevas piezas de adorno, vasos, vasijas, tapices, joyas de plata y un gong de oro. Probablemente Papkafar llamaba con este último a los siervos cuando quería ordenarles algo. Sus bolsillos en mi ausencia se habían llenado de oro y muchas otras dádivas.
Detrás de la cortina azul observé un movimiento.
—¡Papkafar! —grité en voz alta.
Dos, tres pasos y mi mano separó la cortina. Con un grito de espanto mi siervo se lanzó por la ventana al jardín. Se oyó un ruido como un saco al caer. Luego se levantó del suelo sin nada roto. Le miré a los ojos. Sus ojos parecían aterrorizados. Su enorme nariz temblaba.
—¡Papkafar! —grité de nuevo.
No me dio respuesta, pero no hizo movimiento de volver a huir. Pero ¿qué era aquello? Los hombros y brazos que salían de la cocina pertenecían a una mujer, precisamente la misma que poco antes había sido la primera en dirigirme la palabra.
—¡No me mates, Tamburas! —gritó asustada—. Mi comercio sirvió a ése que saltó por la ventana. Pero para que las cuentas estén claras quería hablar de nuevo con él, pues ahora parece haber perdido su razón. Está tan aterrado que me deja aquí como si yo fuera una prostituta sin dignidad alguna.
Luego se sonrió y puso su hombro bajo mi mano.
—No es que sea muy sensible, pero doy importancia a que recibas de mí una buena impresión. Y en lo que respecta a tu mano, me proporciona alegría cuando me roza. Nunca me impresionó tanto la presencia de un hombre, a no ser que me ofreciera oro. Por eso tu regreso, Tamburas, tiene también un aspecto bello; creí que nunca volvería a amar —me besó en los hombros—. Me llaman Gela. Hazme llamar cuando necesites mis servicios. Hoy, sin embargo, me da la impresión de que necesitas descanso y no quieres compañía alguna. Tu siervo sabe dónde vivo. Pero si le mataras ahora mismo, puedo decírtelo.
Cerró sus ojos y susurró algunas palabras en mi oído. Luego se sonrió y desapareció.
Lentamente me dirigí hacia el diván. Colgado de un garfio de plata había un látigo con empuñadura de plata. Lo cogí y marché al jardín. Los esclavos y esclavas se separaban a mi paso, pero sofocaban todos una sonrisa.
—¡Papkafar! —mi grito resonaba sin hallar respuesta.
Tomé una antorcha y le busqué por el jardín. Oí un respiro y sollozos. No podía, pues, estar lejos.
—Tamburas —me respondió detrás de una mata—. Te has enfadado muy rápidamente. Quizá, lo reconozco, he cometido un error respecto a la confianza que en mí depositaste, pero por qué no sigues los consejos de los sabios que dicen que es mejor dormir antes de tomar una decisión. ¿Por qué sales de la casa y me persigues con el látigo, que es demasiado duro para mis débiles espaldas? Dame tiempo, señor, a que te lo cuente todo. Si algo injusto sucedió, en todo caso fue para acrecentar tu fortuna.
—¿La mía? ¡Quieres decir la tuya, mentiroso!
—¡Tienes razón! —se apresuró a responder—. Pero ¿cómo podía recibir tu autorización? Desde hacía mucho estabas fuera y nadie, ni siquiera Olov, sabía cuándo regresarías. Estuvo por dos veces aquí en tu casa y cada vez le pregunté. Has de comprender que una visita esperada causa alegría. Has de comprender que si hubiera sabido el día en que volvías, habría adornado la casa. Tranquilidad y orden te hubieran acogido. Pero ahora tu enfado quiere ensañarse conmigo.
—¡Sal de la mata! —le grité furioso—. Sal, pues de lo contrario la incendio con la antorcha y tu carne arderá como madera seca.
Esa amenaza le movió a salir.
—Por mi padre y mi madre, no lo hagas. —Las ramas se movieron—. También tú, Tamburas, tienes padres, aunque habiten en un país allí donde el sol se oculta.
Como un canguro dio un salto y un paso hacia adelante, sorprendido, creo, de su propia valentía. Con su enorme nariz y su joroba tenía un aspecto tan cómico que hube de hacer esfuerzos para contenerme la risa.
—Antes de que tu brazo me castigue y el duro cuero se hunda en mi piel, permite a mi lengua que se defienda en lo defendible, pues actué siempre como un amigo. Oye, pues, Tamburas, y juzga luego si realmente merezco el castigo. Tu rostro denuncia pasión y temo con razón acercarme a ti, pues quien está preso en su ofuscación difícilmente razona.
Temblando dio un paso hacia adelante, luego otro. Si hubiera sido un perro, sin duda hubiera tenido el rabo entre las patas. Me dijo entonces:
—Con el susto olvidé que todavía no has comido nada, Tamburas. Me voy a la casa para ordenar que te preparen una buena comida. Come y repón tus fuerzas, señor, pues un hombre con el estómago lleno reflexiona más antes de enzarzarse en una lucha.
Quiso pasar por delante de mí, pero al agitar mi látigo permaneció quieto en su lugar.
—¡Estáte quieto ahí, embustero! —le dije.
Levantó sus cejas como si hubiera cometido yo alguna injusticia.
—Lo que más me placería, Tamburas, que es una alabanza, jamás lo oí de tus labios.
—Acércate; de lo contrario, me veré obligado a perseguirte como un cazador a su presa. El castigo lo recibirás de todos modos. Pero antes te permito que digas en tu defensa lo que se te ocurra. Y procura no excitar mi ira más todavía con embustes.
—Ahora eres el Tamburas de siempre, el que todo el mundo ama y aprecia —me dijo el siervo—. Ya me acerco, pese a que de ese modo me pongo totalmente en tus manos, pero así podré hablar en voz más baja, e incluso susurrarte al oído lo que los demás es mejor que no oigan.
Se acercó aunque muy lentamente y temblando. Papkafar había engordado en mi ausencia y los vestidos que llevaba no parecían los de un esclavo, sino los de un primer dignatario del rey. Estaban confeccionados con el lino más fino de Egipto, cubierto de perlas y oro.
—Casi creo, Tamburas —dijo con voz quejosa—, que te proporciona placer desanimarme y torturarme. Que la juventud disculpe tus actos, apenas me sirve de consuelo. Pero permíteme antes una comparación. Cuando alguien dice algo sobre ti que no es agradable en tu ausencia, cómo podrías sentirte molesto. Tú estabas fuera y tu casa sirvió a otros. Dime, ¿qué hay de malo en eso?
—¿No has hecho nada malo? —le respondí en tono de asombro—. Permite que refresque tu memoria. ¿No permitiste que mi casa fuera sala de visita para hombres y mujeres que se sentaron en mis cojines? ¿No tomaste por ello dinero como un hombre sin honra? —Yo levanté el látigo—. ¡Ven hacia la casa conmigo! Allí recibirás el castigo y todo el mundo oirá lo que guste.
Mientras yo agitaba significativamente el látigo, Papkafar pasó aterrado por delante; estaba claro que no veía muy seguro que antes de llegar a la casa no le soltara algún golpe.
—Ormuz no permita que hagas un disparate.
Yo hacía restallar el látigo, aunque procuraba que no le tocara. Echó a correr por el jardín.
Mientras yo le seguía lentamente, oía su chillona voz. Las siervas y esclavos tenían tanto respeto a Papkafar que desaparecieron al instante. Cuando yo entré en la casa su cara cambió de expresión. Derrotado, cruzó los brazos e inclinó la cabeza.
—Bueno, Tamburas, ahora te toca a ti —dijo—. Puedes comenzar. Desde luego, todos cometemos errores, naturalmente también yo los cometo; pero en el último tiempo creo que no he hecho sino acrecentar nuestras fortunas, la mía y la tuya. Incluso mandé que repintaran la fachada.
—Oye, pobre esclavo —le respondí airado—, ¿es que quieres convencerme de que tan sólo te preocupaste de mejorar mi casa durante mi ausencia? ¿Es que te has procurado toda esa compañía por mi bien y no por tu egoísmo? ¿Quizá no sabes, esclavo, que todo el oro que tú tengas no te pertenece, sino que es propiedad mía?
Papkafar extendió sus manos en ademán de súplica.
—Pero ¿crees realmente, Tamburas, que durante este tiempo he pensado en algo distinto a tus intereses? Soy un esclavo y te pertenezco. Del mismo modo todo cuanto poseo te pertenece, y todo cuanto tú adquieres repercute en mi bien, puesto que soy yo quien administro tus bienes.
—Te presentas más desprendido de lo que en realidad eres —le dije—. Realmente, para hallar un mentiroso como tú debería recorrer medio mundo. ¡Quizás incluso debería llegar a la conclusión de que no existen gentes de tu ralea! ¿Invitaste a toda esa gente y a las mujeres tan sólo para mejorar el aspecto de mi casa? ¿No me lo hubieras ocultado todo si no te hubiera sorprendido? Voy a decirte, esclavo, lo que pienso de ti. Después de que saqueaste a tantos soldados y ya no hallaste medio para continuar con tus robos, has intentado situar tus negocios a escala mayor. Es decir, ahora ya no han sido esclavos sino caudillos y jefes militares las víctimas de tu avaricia. Como he podido comprobar, tuviste éxito en tus propósitos e incluso lograste convertir mi propia casa en un lupanar.
Papkafar suspiró profundamente.
—Deja que te explique, Tamburas, cómo sucedió en realidad. Te digo toda la verdad, pese a que a veces pueda sonar a mentira. Escucha pues. Después de que el rey marchara y tú con él, en una casa, visitada tan sólo por gentes destacadas y a la que no tenían acceso los soldados, ocurrió una lucha. Un persa de alto rango perdió la vida. El dueño de la casa era amigo mío. Temía, naturalmente, el castigo que pudiera imponérsele. Me solicitó ayuda, me dio dinero y yo me propuse ayudarle. Me procuré un médico que certificó que el muerto había rodado por las escaleras, encontrando en esto su desenlace fatal al romperse la nuca. Pero que la verdad se descubriera, no fue culpa mía, sino de Kawad, que es un lejano pariente del muerto. Castigó al culpable y mandó que la casa fuera cerrada. Día tras día las mujeres acudían a esta casa a quejarse, explicándome que ya no tenían medio con que alimentarse e incluso creían que terminarían muriéndose de hambre. También los caudillos parecían disgustados, pues el lugar donde empleaban su tiempo libre había desparecido y no querían acudir a las casas en que hubiera soldados.
Yo permanecí en silencio.
Papkafar hizo un gesto como si todavía sintiera pena por los pobres caudillos.
—Quizá tengo un corazón demasiado blando, Tamburas, pero, créeme, a la larga resultaba imposible resistir a esa gente. Me llamaban amigo, benefactor de la humanidad y más cosas todavía, todo tan sólo con la intención de que yo les proporcionara un par de habitaciones algún día para sus distracciones. A la gente que acudía les exigí el doble de lo que las mujeres pidieran, e incluso, el triple para de ese modo lograr que acudieran tan sólo los más dignos y selectos. Nuestra casa muy pronto adquirió una gran fama de tal modo que algunos incluso sacrificaron la mitad de su fortuna para poder visitarla, aunque fuera tan sólo una vez. Todo cuanto gané lo dividí siempre en dos partes iguales, una para mí y otra para ti. Tú eres el dueño y yo el esclavo, pero ambos gozamos a la larga de los mismos bienes.
Guardó un respetuoso silencio en la espera de que yo le respondiera algo; pero en vista de que yo nada decía, continuó hablando:
—También Olov nos honró en ocasiones con su presencia. Estaba muy triste por tu ausencia, pero luego, cuando pudo entretenerse con Gela, consideró que tu lejanía ya no le resultaba difícil. Gela llegó incluso a darle su peluca y permitió que le tocara su cabeza afeitada. Te digo, Tamburas, que realmente no ha sucedido nada malo, y si un hombre cuando está bebido puede quizá cometer disparates con una mujer, esto no debe generalizarse. Por el contrario, creo que podrían contarse esos casos con los dedos de la mano.
Papkafar se rascó la nariz.
—Tal como tú muy bien sabes, la soledad es algo que atormenta más que cualquier cosa. El bello canto de las mujeres atraía a los hombres. Incluso los caudillos y dignatarios persas como Kawad se sentían orgullosos de poder acudir a tu casa. Si es que esto te disgusta, Tamburas, puedes estar seguro que tal no era mi intención. Como un hijo abandonado, busqué compañía alegre, me sentí contento por las voces alegres y los cantos de los esclavos, tus siervos. Pero en lo que precisamente respecta a éstos, puedo asegurarte que procuré en todo momento mantener la disciplina y su trabajo como es debido. Uno tras otro me aseguró…
Se colocó la mano en la cara, asustado.
—Pero, Tamburas, te aseguro que tu mirada me causa espanto. Tu mente parece empeñada en juzgar desfavorablemente mis actos. Yo no quería molestarte y, desde luego, llevas razón en mucho de lo que me censuras. Yo pensé que lo que mi señor ignora no puede molestarle. Si oculto la mitad de lo adquirido en su cofre, preguntará por su procedencia. Enfermará de ira. Por ello me decidí a guardarlo yo mismo, pues en la guerra no te preocupas lo más mínimo de procurarte lo necesario para la vejez. Así pues, para procurar incluso acrecentar tu parte, la presté con altos intereses y esto ha de beneficiarte a ti, aunque también a mí, pues cuanto más rico seas mejor para mí.
Tras esas palabras me miró con tanto miedo que ni siquiera sentí fuerzas para levantar el látigo y azotarle.
—Eres un embustero y un tramposo —le dije simplemente—. Ni siquiera tienes conciencia de tus malos actos. Estás tan inmerso en tus mentiras que ya ni tú mismo te das cuenta quizá de lo que haces. Por ello no quiero castigar tus actos con golpes que parece te resultan muy duros de resistir. Pero todo el oro y la plata que has adquirido en mi casa de este modo reprobable lo distribuiré totalmente entre los soldados que durante la guerra perdieron sus miembros o resultaron heridos.
Papkafar quiso protestar, pero yo hice restallar de nuevo el látigo; se dio, pues, por vencido.
—Por lo demás, ya me preocuparé yo de que en lo sucesivo no acudan a tu mente ideas descabelladas y nos acontezcan nuevas desgracias mientras esté ausente; me acompañarás, pues, en mi próximo viaje.
Semitemeroso, semicurioso, levantó sus cejas.
—¿He de acompañarte? ¿Es que regresamos a la patria, señor?
—Nuestro camino va en dirección totalmente opuesta, almacén de grasa y de embustes, y nadie sabe si nuestros pasos hacia esa dirección podrán ser desandados. Cambises me envía hacia el interior del país. He de encontrar un buen camino para los soldados persas hacia Etiopía. Tu misión consistirá en vigilar mis sueños y procurar mi bienestar físico. En este trabajo perderás seguramente mucha de esa grasa que te sobra, pues el viaje hacia Etiopía resulta terriblemente fatigoso y el camino transcurre por altas colinas y escarpados bosques.
Papkafar estaba tan sorprendido que durante un rato ni siquiera articuló palabra alguna. Se frotaba con dedos temblorosos la nariz.
—Tus palabras resuenan como truenos de tormentas en mis oídos. Señor, ¿por qué mi destino es tan negro? El país que los egipcios llaman la mesa del sol, está lleno de leones y otros peligros. ¡Yo sería más una carga que una ayuda para ti!
—Marcharás sobre un camello o en un carro —le dije sin tomar en cuenta sus palabras—. Suceda lo que suceda, ¿dónde está mejor un esclavo sino junto a su señor?
Papkafar guardó silencio. Como sobre otras cosas, supongo que también en ésta se haría sus propias fantasías.