Dos días después de las maniobras, Olov y yo fuimos llamados a presencia de Prexaspes. El primer ministro de la corte nos entregó el cetro de plata, signo de dominio sobre mil soldados. Era un cetro muy bien trabajado, artísticamente adornado con jinetes y corazas. Olov sentía un gran orgullo.
—El rey y tú, Prexaspes —dijo lleno de alegría—, estaréis contentos de nosotros. Cada recompensa despierta mi celo por serviros con nuevas y más importantes acciones.
Prexaspes sonrió y nos condujo hacia afuera. Junto a un establo real había soldados que sostenían dos caballos por las bridas. Uno era oscuro, huesudo y casi tan grande como un elefante. Realmente un corcel que parecía muy capaz de poder soportar el peso de Olov. El otro animal junto a él, incluso parecía pequeño. Tenía un elegante cuello, ojos fogosos, piel oscura y crines largas, negras.
—Son de la más pura sangre árabe —dijo Prexaspes.
Dio un silbido. Los soldados trajeron el caballo junto a nosotros. Su piel estaba bien cuidada y tenía aspecto sedoso. Llevaba cadenas de plata. El animal relinchó y se movió cuando le toqué.
—Un semental —dijo Prexaspes—; parece hecho a tu medida, Tamburas. Mira sus ojos cómo brillan. Parece que le guste incluso que lo acaricies.
Hablé con el animal y le hice dar un rodeo lentamente. El barbarroja gritó de alegría. Estaba sentado en su caballo y se dejaba llevar por él. Los soldados se hicieron a un lado rápidamente. Yo le agradecí a Prexaspes el regalo del rey, pues mi animal era por lo menos tan valioso como veinte caballos de los más normales que empleaban los soldados persas. El primer ministro volvió a sonreír y dijo que el rey conocía mi valor como jefe.
—Tu caballo se llama Intchu —explicó antes de marchar hacia la casa—. Es tan inteligente como un hombre. Al igual que con un hombre, puedes hablar con él. Estoy seguro de que en poco tiempo llegará a comprenderte.
Una sacudida del caballo de poco me derriba. Intchu colocaba su cabeza en mi hombro. El jefe de la cuadra le colocó un sillín de piel de leopardo. El olor de la piel pareció intranquilizar al animal. Acaricié su cabeza y le hablé suavemente. Luego monté sobre él. La más ligera presión conseguía dirigir al caballo. Nos pusimos al galope. Los soldados miraban interesados. Sin esfuerzo, alcancé a Olov, que arrugaba su frente y decía:
—Desde luego tu caballo es veloz, Tamburas. Pero en lo que respecta a resistencia, creo que no será como Mala-cola —así se llamaba su caballo.
En el transcurso de las siguientes semanas nos habituamos mucho el uno al otro. Tanto yo a mi caballo como el caballo a mí. Me seguía obediente y sabía interpretar todos mis deseos al menor movimiento de mis manos. Papkafar cuidaba muy bien a Intchu de modo que daba gusto verle. Por muy enamorado que parecía de Goa, hallaba también tiempo para ocuparse del caballo como si quisiera mostrarle a Intchu que Tamburas era el señor y Papkafar realmente el siervo.
Cambises envió embajadas por todo el mundo. Cada vez nuevos soldados y tropas auxiliares llegaban a Susa y acampaban al sur de la ciudad. Por todas partes en el horizonte se veía aparecer los lugares en que tales soldados acampaban. Olov silbaba contento.
—Una voz interna me dice, Tamburas, que no abandoné mi pueblo inútilmente y de algo sirvió aprender tres idiomas. Quizá llegaré a caudillo. Cuando los egipcios hayan sido derrotados rogaré a Cambises que piense en conquistar otros pueblos. ¿Sabes qué pienso hacer? Con miles de soldados pienso ir hacia las montañas de mi país y someter a los godos. Quizá la gente de mi estirpe viva todavía, los que en otro tiempo me traicionaron al enemigo. Seré magnánimo con ellos y les perdonaré. Pero a la mujer que soltó mis cadenas la haré reina sobre la mitad del país. Todos los hombres habrán de someterse a ella. Tendrá poder sobre todos.
—¿Y Pura? —le pregunté yo.
El barbarroja entornó los ojos.
—Hay tiempo y habrá lugar para todo. Es mi primera mujer y probablemente lo será toda mi vida —suspiró—. ¿Sabes que en su cuerpo hay ya nueva vida?
Me describió tal como imaginaba que sería su hijo futuro.
Las herrerías del país trabajaban día y noche. Cambises había ordenado vestir a la caballería con hierro de pies a cabeza. Los corceles recibieron corazas para el vientre y el pecho. También los jinetes recibieron sus finas corazas para llevar bajo sus ropas. Incluso Olov y yo recibimos también tales armas de defensa. A diferencia de las corazas de los demás soldados, las nuestras eran doradas.
Dentro de la ciudad real se hablaba persa, pues tal eran las disposiciones del gobierno. Pero si se abandonaba aquel recinto los soldados hablaban muy diversos dialectos. En todas partes había hombres de distintos pueblos, medos, frigios, sogdianos, gentes de Armenia y soldados de Bactria. Misios, lidios, capadocios, partos y hombres de las regiones de Chawa formaban también en la caballería. Había también sargatas, veloces jinetes que sabían construir lazos y que echaban sobre la cabeza de sus enemigos para lanzarlos al suelo y luego matarles con el puñal. Los chalibios llevaban distintos objetos que lanzaban en la lucha; además, a diferencia de la mayoría, que cubrían su cabeza con gorros de piel, llevaban yelmos de hierro, adornados con cuernos. Sus arcos eran de una rara madera de cerezo. Soldados de otros pueblos llevaban yelmos de madera, pequeños escudos y espadas de largas puntas. Los maros luchaban con yelmos adornados, lanzas y flechas que sabían lanzar con gran rapidez. Casi todos los soldados tenían sus caballos, eran los menos los que sabían entablar una lucha con infantería. La infantería iba armada con corazas y espadas, arcos y flechas. Sin considerarse en lo más mínimo su nacionalidad, eran divididos en secciones para asegurar luego la vanguardia del propio ejército en las batallas.
Todos los jefes militares fueron llamados sucesivamente a presencia del rey para que éste examinara sus fuerzas, destreza y armamento de sus tropas. Estos estrategas eran individuos en su mayoría incultos, aunque procedían de las mejores estirpes de las estepas del este y norte de Susa. Sus costumbres eran groseras, su lenguaje tosco, poco sabían de la técnica militar. Por ello resultaba asombroso que Ciro con tal gente hubiera logrado tantas victorias.
Cuando Cambises concedía audiencias estaban presentes casi siempre Prexaspes o Damán. Dos veces fui a verle, una con Olov, la otra solo.
Era un día en que la antesala estaba llena de soldados y Prexaspes estaba muy ocupado, pues el rey había descargado sobre sus hombros todo el peso del trabajo y de las responsabilidades. Subí las escaleras rápidamente. Me había entretenido con Goa y llegaba algo tarde. Cada vez que levantaba mi bastón de mando los guardianes se inclinaban y me dejaban pasar. Ante sus ojos yo era un escogido del rey. Me reconocían por el pelo rubio e inclinaban sus espadas.
—Llegas tarde, Tamburas —me dijo Prexaspes—, pero no demasiado para saludar con el rey a una importante persona.
Oscuras sombras velaban sus ojos. Parecía haber dormido muy poco.
—¿Una persona importante? ¿Quién es? —interrogué curioso—. ¿Un nuevo aliado? ¿Un caudillo? ¿Quizá Cresos, el rey de los lidios? Creía que era anciano y estaba ya a punto de morir. Prexaspes, da la impresión de que la fiebre haya acometido a la ciudad. Por todas partes se ven soldados armados.
—El tiempo es ya llegado —respondió el primer ministro de la corte—. Muy pronto los persas partirán y llevarán sus ejércitos a países lejanos. El hombre del que te hablaba es un egipcio. No puedo decirte más. Ni siquiera los otros caudillos saben nada de él.
En la antesala se encontraban también Ormanzón, Jedeschir y Damán. Juntos entramos a ver al rey y le rendimos nuestro homenaje.
—Que el sol proyecte sus sombras sobre tu magnificencia y sobre tu pueblo, oh rey, incluso cuando se encuentra muy alto en el cielo —dijo Damán.
Cambises inclinó la cabeza en señal de aprobación. Nos hizo seña para que nos acercáramos. Dos soldados se adelantaron y desplegaron una obra de arte en tela. Reconocí un mapa del mundo de mi compatriota Anaximandro. Todo el continente formaba como una isla rodeada por el océano.
—Los astrólogos me auguraron un año de luna tranquila —dijo el rey, inclinado sobre el mapa y con voz pausada. Pero sus ojos miraban nuestros rostros—. Dentro de esta misma semana vamos a emprender acciones y marcharemos por Babilonia hacia Egipto. He enviado ya un mensaje a los babilonios para que coloquen puentes sobre el Tigris y al norte de su ciudad sobre el Éufrates. Nuestro camino está señalado. Los gobernadores y todos los hombres han sido advertidos para que tengan provisiones de agua y pan, así como ganado y forraje para los animales. De Babilonia marcharemos por el río Éufrates hacia adelante a través de Mesopotamia hasta el país de los milanos. El ejército habrá de atravesar muchos desiertos donde con seguridad perderá muchos caballos. Luego marcharemos hacia el sur, pasaremos junto al río Orontes y en el país de los sirios muchos soldados nos aguardan. A la vez mi majestad dará la señal de partida a más de trescientos barcos fenicios y cripios. —Cambises sonreía—. Atacaremos a los egipcios desde dos partes distintas y mataremos sus soldados de modo que les parecerá ser aplastados por dos piedras de molino.
Hizo una pausa. Los soldados volvieron a doblar el mapa.
—Comunicaros esto era una de las razones por las que fuisteis llamados —continuó Cambises—. La segunda es la llegada de un estratega egipcio, que se ha enemistado con Amasis, huyó de su país y hoy ha llegado aquí. —Cambises estudió los rostros sorprendidos de sus caudillos; parecía satisfecho—. Da la señal, Prexaspes, para que Fanes aparezca ante nuestros ojos.
El primer ministro de la corte dio unas palmadas. Por entre una puerta oculta tras cortinas entraron tres hombres: dos guardias personales y un extranjero distinguido que parecía tener unos cuarenta años. Llevaba el pelo cortado al modo de los egipcios. Los soldados le llevaron a dar un rodeo al trono y le dieron un ligero golpe con las espadas para que se inclinara ante Cambises.
—Yo soy Cambises —dijo el rey. La nuez del cuello le subía y bajaba. Le incitaban estas escenas—. Ante mí está un hombre postrado. Un egipcio, según veo. ¿Quién eres, hombre, y qué quieres de mí? Habla para que mis caudillos te conozcan.
Todo esto dijo Cambises, pese a que sabía con toda exactitud quién era el hombre allí postrado.
—Mis palabras son tan concisas como mis hechos, rey Cambises —dijo el hombre, echado en el suelo—. Soy Fanes, un hombre de Halicarnaso, y hasta hace poco fui vasallo fiel de los egipcios. Un caudillo de los ejércitos del faraón. Pero vivía a disgusto, pues el faraón me trató injustamente. Para disminuir mis desgracias, abandoné a mis soldados, huí del país antes de que me pudieran matar, pues tengo profundos conocimientos de las regiones del Nilo y sé cuáles son los planes de los estrategas.
—Dices que huiste por desgracias —preguntó Prexaspes—. ¿Por qué?
—Amasis es viejo, tiene hijos e hijas y nietos ya mayores. Batike es de todas las muchachas la más bella. Yo, Fanes, le hice la corte, desde luego, pero por alguna razón me calumnió ella y dijo que había intentado hacerle violencia. Su padre, Psamético, que es ya tan viejo como yo, estaba lleno de indignación. No me quedaba más salida que huir.
—¿Estás casado?
—Tengo mujer y dos hijos.
—¿Dónde están?
—Los dejé.
—¿Y ahora?
—Tengo muchos deseos de volver a verlos. Todo me parece justo con tal de poder derrotar a los egipcios, pues egipcia era la mujer que causó mis desgracias.
Prexaspes se dirigió al rey.
—Has oído sus palabras, Cambises, rey de los reyes. A tu benevolencia queda si Fanes habrá de sernos útil o no.
—¡Levántate, egipcio! —ordenó Cambises—. Hablas en la alfombra y no logro entenderte bien. —Esperó hasta que el hombre se hubo levantado—. Te probaremos, pero no me desengañes. ¿En qué consiste el plan de guerra del faraón?
Yo contemplé al mercenario de Halicarnaso. Tenía un color de cara muy insano. Su piel era amarilla, como si se irritara con frecuencia. Fanes humedeció sus labios con la lengua.
—Te aguarda a ti, poderoso, tras los muros de su ciudad protegida. Por lo que sé, Amasis no tiene la intención de entregarse a una batalla abierta contra ti. Los muros de Memfis son altos y gruesos. Se dice que son inexpugnables. Incluso aunque llegaras con catapultas y armas para el asedio, los egipcios podrían resistir durante largo tiempo, mucho más del que podría resistir tu ejército.
Cambises arqueó sus cejas.
—Hablas como un jabalí. Nadie puede resistir más que los persas en la guerra. Pero prefiero olvidar tus palabras como si no hubieran sido pronunciadas. Infórmame ahora cómo lograr que Amasis y su hijo salgan de la ciudad.
Los oscuros ojos del traidor de Halicarnaso, que no era egipcio, sino jonio y mercenario, nos contemplaron y volvieron a mirar al rey. Cambises hizo un gesto de impaciencia. Una sola palabra suya y los guardias personales hundirían sus espadas en la espalda de Fanes. Éste se dio cuenta de la falta de escrúpulos del rey y que muy poco le separaba de una muerte posible. Arrugó la frente, sus venas se hincharon, su rostro se tornó sombrío. Sacudió su cabeza.
—Se te llama el conquistador del mundo, Cambises. Pero desiertos sin agua que separan Egipto de Babilonia tienen una extensión de unos cinco días de marcha como mínimo. Yo los he atravesado y sé de sus graves peligros. En lo que respecta a los árabes, han logrado instalar pozos en puntos determinados que tan sólo ellos conocen, de donde pueden sacar agua. Además la recogen de las lluvias en cisternas y las sepultan en lugares secretos. Los pocos oasis que existen tienen muy poca agua. Debes, pues, llevar grandes provisiones de agua, oh rey, pues en el desierto tienen más valor que el hierro o el oro.
—Mi ejército es muy fuerte en caballería —respondió Cambises—, pero no está habituado a la infantería y los carros con provisiones. Así pues, la amistad que propones con los árabes no me parece oportuna, pues el camino a través de los desiertos me parece malo, pese a que quizá podría ahorrarnos más de treinta días. Los árabes los conoceré en otra ocasión y quizás entonces les ofrezca mi amistad.
Fanes reflexionó un instante, luego dijo:
—Tus palabras son sabias e indiscutibles, conquistador de mundos. —Yo le contemplé más detalladamente. Llevaba una túnica amarilla, muy descolorida por el sol; probablemente no había tenido tiempo de cambiarse. La ceñía un cinto de cuero adornado con bronce—. Necesitas una batalla a campo abierto, oh rey —continuó—, para poder derrotar rápida y seguramente a los egipcios. Tan sólo existe un medio para hacerles salir de la ciudad. Manda hordas delante para que devasten los territorios fronterizos y los incendien sin la menor contemplación. Pero debes dejar que algunos sobrevivan. Los soldados los llevarán hacia la ciudad para que entren en ella y cuenten lo que han visto. Haz que se sepa que tú, Cambises, piensas hacer del país de los egipcios un desierto y no eres tan débil como tu padre Ciro, que fue para los pueblos vencidos como un padre, pese a que mató muchos soldados. Fomenta rumores de que despiadadamente harás castrar a cuantos muchachos hagas prisioneros, para emplearlos como cocineros o como eunucos. Haz decir, también, que te llevarás a todas las muchachas a tu reino, pues la pasión de los persas por las mujeres es inagotable. En cambio, los ancianos, sean mujeres u hombres, serán muertos por tus soldados para regar con su sangre aquella tierra. Además me atrevería a aconsejarte que se difunda el rumor de que piensas arrasar e incendiar todos sus templos por voluntad de tu dios. Especialmente sientes interés por las tumbas de los faraones. Mientras los egipcios ricos están sentados detrás de su ciudad y se devasta al pobre pueblo, enriquecerás tus bienes con los tesoros que halles a tu paso. Haz que se diga que piensas sacar las momias embalsamadas de las tumbas y echarlas como pasto a los cerdos. Para todo ello tendrás tiempo mientras Amasis permanece inactivo en Memfis y contempla cuanto sucede con su país y sus reyes muertos.
Cambises se mesó la barba.
—Oigo timbales y trompetas que resuenan en mis oídos. Tu proposición no está mal, Fanes, casi había creído que Ahriman estaba en tu pecho y tenía poder sobre ti. Por ello determino que seas responsable de hacer que se difundan tales rumores.
—Te agradezco, Cambises, tu gracia. —Fanes miró aliviado. Un profundo suspiro se elevó de su pecho—. Para disipar una posible última duda que podrías tener, deseo decir todavía que Amasis es un zorro astuto. Sería el único capaz de ver este plan. Quizás el faraón comprenda tu astucia. Sin embargo, Psamético, su hijo, es apasionado y está muy unido a los sacerdotes. Ciro nunca hizo nada a los sacerdotes de los países que conquistó. Así pues, como último será conveniente que difundas, oh rey de los persas, que piensas matar a todos los sacerdotes y cuantos rinden servicios en los templos si caen en tus manos —dramáticamente Fanes levantó sus brazos—. Un terror se expandirá por entre los egipcios. Los sacerdotes contribuirán a sublevar al pueblo y a convertir a todos los hombres en soldados para que defiendan los templos y el país de la tierra negra. Así pues, Amasis no tendrá más salida que inclinarse a su voluntad y enfrentarse contigo con su ejército para proteger a los egipcios de la irrupción de los bárbaros, tal como os llaman a vosotros.
Durante un rato reinó el silencio. Fanes dejó que sus palabras surtieran efecto, luego dijo:
—Los egipcios hace mucho tiempo que no han tenido guerras. Los soldados están desentrenados, su valentía resultará insuficiente. Especialmente la infantería está muy indisciplinada. Cuando se trate de dar la gran batalla, todos se darán a la fuga. Tus jinetes, Cambises, les perseguirán y podrán vencerles sin dificultades.
El rey ordenó que le abanicaran para aliviar el calor que sentía.
—Tus palabras me han satisfecho —le dijo a Fanes—. Tú has cumplido con tu misión. Ahora solicita la recompensa.
—Quiero vivir a la sombra de tus gracias —contestó rápidamente Fanes—. Amasis es ya viejo y ni siquiera podrá sobrevivir al ocaso de su país. Dame Batike, su nieta, para que pueda vengarme —luego, desparpajadamente, dijo—: Dame tu palabra, rey, de que no lo olvidarás.
Cambises manifestó su asombro.
—¿Quieres negociar conmigo? Me llaman Cambises el perfecto. Sin embargo, ¿tú exiges mi palabra?
Los guardianes personales dispusieron las espadas para atacar. Fanes vio que había cometido una falta y cayó de rodillas. El rey levantó la mano. Los guardias se detuvieron.
—Te prometí recompensa, por ello se te respetará. Te regalo la vida, Fanes. No recibirás nada más. Alégrate de que podrás volver a ver a tu mujer y tus hijos. Pero en lo que respecta a las hijas y nietas del faraón, me pertenecen. Quizá las regale a alguno de mis caudillos, pero no sé todavía. Levántate, Fanes, y no temas nada. Pero en lo sucesivo guárdate de que la lengua se te dispare en exceso pues te reduciría a la nada.
El mercenario y caudillo de los egipcios se levantó. Su cara estaba pálida en extremo. Se recuperó rápidamente.
—Una profetisa me auguró que el día de hoy sería feliz. Perdóname si falté. Yo hablé con Cambises, el rey de los persas, y realicé con él un trato. La fama y dignidad me son conocidas. Te doy las gracias, oh rey. Huí de Egipto para escapar del infierno y lucharé para conquistarme un sitio en el cielo de tus gracias. Yo, Fanes, juro por lo sagrado poner a tu servicio mis palabras y mi espada mientras el aliento anime mi cuerpo. Lo que me ligará a ti en lo sucesivo será la confianza en tu poder real.
Así habló Fanes. Sus últimas palabras causaron satisfacción en el ánimo de Cambises. El rey le miró complaciente. Damán tomó al hombre de Halicarnaso y se lo llevó con él para terminar de preguntarle sobre los preparativos de los egipcios. Prexaspes se quedó junto al rey, mientras Jedeschir, Ormanzón y yo nos despedíamos. En casa de Jedeschir tomamos vino dulce que las esclavas echaban en las ricas copas de plata. Ormanzón no se fiaba de Fanes. No sentía compasión por él e incluso dijo:
—Su dignidad está perdida. Qué hay que pensar de un hombre que traiciona al pueblo que durante años le ha brindado su amistad.
Jedeschir cerró los ojos y se mesó los cabellos grises.
—Nosotros los persas, Tamburas, somos un pequeño pueblo —dijo—. Apenas tenemos cien mil jinetes, igual número de mujeres y quizás el doble de niños. Sin embargo, dominamos países y gobernamos sobre pueblos que son cien veces mayores y más poblados que nosotros. Pero un traidor es hombre que no tiene dignidad. Su camino es oscuro. Engaña a otros, pero las más de las veces se engaña a sí mismo, pues lo que busca no logra alcanzarlo. Nosotros, persas, no tenemos traidores y vivimos como es debido, podemos pasar incluso diez días con un puñado de semillas. Lo que el dios del fuego nos da y el rey proporciona nos hace ya contentos. Luchamos y morimos por el reino, y la grandeza de Ormuz es nuestro bien, a lo que todos nosotros aspiramos.
En el camino de regreso a casa, hallé a muchos soldados que me saludaron respetuosamente. Yo levantaba mi bastón de mando y les devolvía el saludo. Ante mi casa reconocí a Papkafar. Vino hacia mí excitado.
—¡Ha sucedido una desgracia! Ven en seguida, Tamburas, ha pasado algo a Goa.
Yo salté de mi caballo y me lancé a la casa. Intchu relinchó, pero esta vez no le hice caso, sino que precipitadamente entré en la casa tropezando con cuanto hallaba a mi paso; llegué por fin a la habitación de Goa.
Con una mirada me hice cargo de lo que pasaba. Goa estaba echada, con el pecho lleno de sangre que manchaba sus blancas ropas. Pura estaba junto a ella y humedecía paños en una jarra de agua.
Sin hablar siquiera la aparté a un lado.
—¡Goa!
¿Me oía? Lentamente abrió los ojos. Estaban velados, sus labios temblaban. Mi corazón latía apresuradamente, la sangre hervía en mis venas. Con un paño sequé la boca de Goa y le quité la sangre de las mejillas. Su aliento se hacía difícil. Volvió a vomitar sangre. Goa sentía que le faltaba aire; luego comenzó a toser convulsamente. La tomé por un hombro. Murmuró algunas palabras incomprensibles y parecía ahogarse. A cada acceso de tos me lanzaba salpicaduras de sangre al rostro. Mis manos se colorearon de sangre.
Goa había tosido muchas veces con sangre, pero había intentado siempre ocultármelo. Escondía los paños manchados bajo los almohadones y Papkafar los encontraba a veces al hacer la limpieza. La primera vez me lo había mostrado irónicamente, pues suponía otra cosa que no era lo que pasaba. Pero luego quedó preocupado y procuraba que Goa descansara y no se fatigara. En lo que respectaba a Goa y a mi caballo, Papkafar era una perla.
—¡Ha de permanecer echada! —dijo Pura a mis espaldas—. Si no, será peor, señor.
Yo la cogí por los hombros y la saqué de la habitación a gritos, pues estaba fuera de mí. Goa respiraba con grandes dificultades y tenía la cara enrojecida. Su pecho se agitaba. Cuando abría los ojos aparecían cubiertos de lágrimas. Me miraba como un niño que aguarda ayuda de su madre. Pero yo no podía hacer otra cosa que estar a su lado; le cogía la mano y se la presionaba; le acariciaba el brazo como si ello pudiera bastar para detener la sangre que fluía de su boca.
—¿Qué puedo hacer?
No conocía a Pura, pero me di cuenta de que debía ser ella por el olor de su sudor.
—¡Maldita mujer! «Qué puedo hacer». ¡No estés por aquí rondando! ¡Haz algo, actúa!
Alguien carraspeó en la puerta. Yo salté a su encuentro y le cogí por un brazo. Era Olov. La respiración de Goa me enloquecía.
—Deberías ir en busca de Erifelos —me dijo Olov—. Es el único que puede hacer algo.
—Sí, hemos de conseguir que detenga el vómito —dije.
—Quizás esté en el harén.
Papkafar estaba allí y su rostro había perdido todo color.
Yo corrí otra vez hacia Goa, me puse a su lado. Sus ojos se habían abierto, su rostro tenía un tono azul amarillento. Tosía. Tos y sangre, sangre y tos. ¿No terminaría el tormento?
Las lamparillas de aceite en la pared parecían danzar. Yo me incliné y puse mi mejilla junto a la suya.
—Voy en busca de Erifelos —le murmuré al oído.
Goa cerró los ojos. Yo no sabía si me había comprendido. Pasé por delante de Pura, Papkafar y Olov, fui en busca de Intchu y marché a galope.
El viento lanzaba polvo a mi cara. Los guardianes se sintieron sorprendidos al verme aparecer tan rápidamente de nuevo. Dejé a Intchu a un guardián y me lancé por el palacio, pasé apresurado por la sala de las cincuenta columnas, rodeé la antesala del trono, donde ya no había nadie, salté escaleras, crucé por entre columnas y me acerqué hacia la casa de las mujeres.
Hasta el portal principal faltaban por lo menos treinta pasos. La pequeña puerta lateral parecía un agujero oscuro. Con asombro comprobé que estaba abierta. Un eunuco que parecía borracho estaba algunos pasos alejado del puesto de vigilancia. Mi repentina aparición le sorprendió tanto que ni siquiera gritó. Pasé por la puerta como una exhalación. Hubiera sido mejor desde luego que hubiera mandado llamar a Erifelos en la puerta central, pero sabía que los eunucos eran gente holgazana y no quería perder un solo instante.
Mis pies tropezaron en el suelo con un castrado. También parecía bebido. Su rostro estaba abotargado, su cuerpo torpe. Su espada estaba echada al suelo. El eunuco me lanzó una zapatilla y murmuró algo incomprensible. Le di una bofetada y le sacudí por los hombros.
—¿Me oyes? ¿Dónde está Erifelos, el médico?
El hombre parecía despertar de un mal sueño.
—¿Quién eres? Desde luego no eres Erifelos. ¿Quizás el rey? ¡Qué haces aquí!
De nuevo eructó fuerte. Perdió el conocimiento.
Marché corriendo y subí las escaleras con toda la rapidez que pude. Por todas partes encontraba eunucos bebidos. Parecían festejar algún acontecimiento, pues muchos cantaban con agudas voces como mujeres. En mi confusión pasé por entre ellos sin que reaccionaran, llamando a Erifelos a voz en grito. Uno de ellos se lanzó a mí e intentó besarme las piernas. Le di una patada. Vomitó vino. Otro murmuró:
—Oh, gato. Vigila las gatas del rey, pues estamos castrados y sólo podemos servir al rey de los persas. —Su voz se apagaba.
—¡Erifelos! —murmuré. ¿Dónde estaría? Debía hallarle, costara lo que costara—. ¡Erifelos!
Mi voz resonaba en las paredes. ¿Cuántos castrados debía haber en la casa de las mujeres? Se retorcían en el suelo como lombrices después de la lluvia. Me dirigí hacia otro lado, pero por todas partes hallaba aquellas criaturas borrachas.
Sin embargo, pasé por entre ellos como un puñal candente corta la grasa. La sala siguiente estaba llena de castrados. Vapores húmedos me ofendían el rostro. Se divisaba la sala de baño, con espejos en las paredes. Refulgían como el mar cuando el sol se pone. Olía a sudor y aceite caliente. Mujeres con cabellos mojados y piel brillante gritaron. Pero en lugar de huir despavoridas se lanzaban a mí. Me enseñaban sus pechos y se interponían en mi camino.
Una mujer cuyo oscuro cuerpo estaba cubierto de sudor saltó frente a mí como una fiera. Sentí sus dientes en mi nuca. Un grito de placer resonó en mis oídos. Le di un golpe para apartarla de mí.
Otra mujer abrazó mis pies. Era casi blanca.
—¡Gocemos! —gritaba—. Ha llegado un hombre o un dios que viene a por nosotras.
Otras contestaban a sus gritos:
—¡Un hombre! ¡Un hombre! —Parecían locas.
Detrás de mí se agolpaban los eunucos. Uno levantó su espada, otros caían al suelo nuevamente. Tropezaban unos con otros. Además procuraban no herir a las ocho o nueve mujeres que había en el baño. Puesto que nuevamente dos mujeres se lanzaban hacia mí para llenarme de besos y tirar de mí por todas partes, comencé con todas mis fuerzas a separarme de ellas. Pero mi vestido comenzó a ceder entre sus dedos. Les dejé algunos jirones sobre los que se lanzaron y pude alcanzar la salida, di un empujón a otro castrado que estaba en medio y levanté mi bastón de mando como si intentara golpearlo. Dio un grito:
En el patio me vi acorralado; así pues, hube de volver a la casa. Con rápidos pasos crucé dos o tres habitaciones. Oía tras de mí los gritos de los eunucos. Una puerta de hierro me cortaba ya el camino. Probé abrirla, pero estaba cerrada. Los eunucos se acercaban. Puesto que ahora ya no había ninguna mujer, podían echarse contra mí.
Eran diez o doce castrados. El hecho de su superioridad numérica les daba valor. Gritaban y se animaban unos a otros. Pero permanecían quietos.
—Cogedle y llevadle a presencia del rey —dijo uno.
Se veía venir otro grupo de ellos.
Los eunucos parecían indecisos; sacaron sus espadas y vinieron lentamente hacia mí. Yo guardé el bastón de mando en el cinto y recibí al primero con un puñetazo que le hizo dar varias vueltas sobre si. Cayó sobre los otros y provocó confusión. Para no herirlos lanzó su espada al suelo. Rápidamente di un salto y tomé el arma del suelo. Asustados, los eunucos retrocedieron. Blandí la espada en el aire, y los hombres, que ya no eran hombres, volvieron a retroceder.
—¡Vosotros, imbéciles! ¿Habré de mataros a todos antes de que entréis en razón? —Mi pecho ardía de indignación—. Estoy buscando a Erifelos, el médico. Por casualidad hallé la puerta lateral abierta. Decidme dónde está el médico antes de que termine con vosotros, pues todo me da igual, ya que no tengo más que una vida por perder.
—El médico que cuida de las mujeres del rey y al cual buscas no está aquí —respondió el más gordo de todos los castrados; parecía ser el jefe—. Pero tu vida, extranjero, está perdida. Ningún hombre puede entrar en el harén. Puedes imaginar lo que va a sucederte. Si quieres, es mejor que abandones tus armas. Te mataré personalmente. Tan sólo de ese modo puedes salvarte de las terribles torturas que te esperan.
Lo que no debía hacerse lo había hecho ya. En lugar de ayudar a Goa me rodeé de eunucos. No quería ni siquiera pensar en Cambises y en su indignación. En lugar de ello reflexionaba ansioso.
—Mi muerte es cosa mía, como la vuestra cosa vuestra —dije con voz alterada—. ¿Quién pretenderá impedirme la salida de esta casa? Antes de que alguien logre cogerme le habré matado y así haré con todos uno tras otro.
—También esto lo sabrá el rey. Tu muerte será algo terrible.
—Lo que haya de ser lo determinarán los dioses. Pero de qué te sirve a ti mi muerte y a tus castrados, ya que igualmente habréis de morir. No habéis cumplido con el deber que teníais que cumplir. Si no logro mataros a todos, será Cambises mismo quien realice mi obra, pues vuestra vigilancia fue tan mala que pude penetrar en el harén y llegar hasta las mujeres. Pero no buscaba a ellas sino a Erifelos, que es amigo mío y al que necesito para que salve a Goa, que está muy enferma.
—¿Goa? —dijeron algunas voces sorprendidas—. ¡Habla de Goa!
—Es mi mujer —expliqué rápidamente—. Yo soy Tamburas, el extranjero heleno. Seguramente habréis oído hablar de mí. Erifelos fue quien junto al rey presenció cómo pedí a Goa para mujer. El tiene mucha influencia en la corte y sabrá vengarme cuando sepa cómo me tratasteis.
—Realmente ese hombre es Tamburas —dijeron algunos—, sus cabellos brillan como el oro, sus mejillas son blancas y sus ojos dan vida a Goa como el aceite a la llama.
—Penetraste inútilmente en la casa de mujeres —dijo el jefe—. Erifelos no está aquí. Probablemente esté con el rey. Así pues, has sacrificado tu felicidad y la nuestra por nada, pues la ira de Cambises nos alcanzará a todos.
—Dejadme salir —ordené con voz decidida—. Nada sucederá. —Observé sus rostros indecisos, en que se reflejaba el miedo, la duda y la esperanza que luchaban entre sí—. Os propongo un trato, que será bueno para ambos. Desde luego deberéis hacer lo que os diga. Cambises no necesita saber nunca que un hombre penetró en su harén y que sus guardianes estaban descuidados. Estabais bebidos. Esto sólo bastaría para que el rey os mandara cortar narices y orejas. Pero por mí no lo sabrá, si me prometéis no decir una sola palabra de mi estancia aquí.
—Pero las mujeres… Una parte de ellas te vieron —gimió el castrado.
—Desde luego sois tontos. —Dije despreciativamente—. ¿No se dice que sabéis manejar el bastón? Dadles a las mujeres de vuestro vino hasta que pierdan el sentido. Cuando luego hablen de apariciones, por ejemplo de hombres que penetraron en el baño, les dais nuevamente vino que las haga perder la razón. Encerradlas luego en una habitación oscura para que luego ellas mismas crean que su razón estaba confusa, pues los días son muy cálidos y según me dijeron durante tiempo el rey no visita a las mujeres. Por ello se sienten ansiosas y beben vino para gozar con fantasías y ver cosas que no existen. Pero me parece que bastará con una vez para hacerlas que olviden lo visto. De ese modo vosotros no seréis castigados, y yo tampoco.
La mayoría de los castrados gritaron satisfechos después de mis palabras y aplaudieron contentos.
—Llevas razón —dijo finalmente el jefe—. Cuando dos partes se acusan generalmente ambas salen perdiendo. Suceda, pues, como tú propones.
Nuevamente se consultaron entre ellos mientras yo estaba allí sudoroso y con la espada en la mano. No tenía sentido alguno pretender dominar a los eunucos. Por el contrario, hubiera provocado su temor y dificultado su decisión.
—Te dejamos salir —dijo el gordo.
Su papada temblaba de excitación. Me hice a un lado para que otro abriera la puerta. No me sentía confiado del todo y no dejé que quedara aquel jefe a mis espaldas. Un salto, un golpe y todo quedaba de su parte. Pero probablemente eran muy miedosos.
Mis precauciones resultaron excesivas. Abrieron la puerta.
—Ahora vete, griego —dijo el jefe de los eunucos—, pero no olvides tus palabras.
—Oye —dije yo—. Has de saber que soy hijo de rey. Debería golpear tus mejillas o darte una patada como a bestia de carga porque crees tener que advertirme. Probablemente la grasa pesa más en ti que el cerebro. Así pues, dejaré que sean los dioses quienes castiguen tu desvergüenza.
Se inclinó profundamente y murmuró:
—Tienes razón, Tamburas. Ya oímos hablar mucho de ti. Pero nadie nos había dicho nunca que poseyeras una lengua tan aguda. Sin embargo, el día de hoy me parece que ha sido funesto para el harén, pese a que al principio transcurrió bien y nos permitieron festejarlo un poco. Además, durante la comida, Prexaspes nos dio una ración extra de vino que pagó de su dinero y nos dijo que el rey no necesitaba de sus siervos ni de sus mujeres, de modo que teníamos el día libre para hacer lo que quisiéramos.
¿Era esta explicación la solución del enigma? ¿Por qué Prexaspes les había dado dinero para vino? Saludé a aquel hombre y me marché inmediatamente. Me apresuré en busca de Erifelos.
De nuevo estaba fuera, allí donde había comenzado mi camino y un destino inexplicable me había lanzado a la casa de las mujeres.
—Oh dioses; ayudadme. Dadme alas y desvelad lo que está oculto. Dadme signos para que sepa, pues soy un simple hombre y no se me alcanza saber qué es lo justo.
Una estrella cayó antes de que respirara, pues, mientras, había anochecido. Corrí en dirección de aquella luz caída. Dos patrullas de la guardia real me dieron el alto. Me di a conocer y mostré mi bastón de mando.
—¡Al rey! —dije—. Haced paso, soldados. Soy Tamburas y llevo prisa.
Rápidamente pasé ante ellos y atravesé una puerta y al cabo de poco estuve ante la sala del trono, donde el destino y Cambises habían decidido la suerte de Fanes. Junto a la puerta oculta por un tapiz, ardía una lámpara de aceite. Retiré la cortina y entré. No había nadie, ningún guardián, ningún siervo, ningún caudillo, ni canciller, ni Cambises. Todo estaba sumido en el silencio y parecía muerto. ¿Es que el rey había dado fiesta a todo el mundo? Además había oído decir que había llegado alguien muy importante de los persas.
—¡Erifelos! —apenas me atrevía a llamarle.
Mi voz sonó débil e irreal. Las gruesas alfombras casi la ahogaron. Pensé en Goa y oí su respiración dificultosa. Luego me sentí sobrecogido. El grito que acababa de oír era auténtico, no podía ser producto de mi excitación ni de mi fantasía. Se repitió, sordo y ahogado. Se oían voces humanas.
Mi pulso se apresuró, el corazón me martilleaba. ¿Qué sucedía en palacio? ¿Es que había alguna conjura contra el rey? Avancé con mi bastón de mando en alto como si fuera un arma y tuviera la intención de golpear a algún enemigo invisible.
Por entre una puerta vi luz. Fui hacia aquella habitación. Alguien jadeaba como si estuviera agonizando. Titubeé, luego retiré la cortina. Una figura tropezó conmigo y luego cayó de rodillas para derrumbarse después en el suelo. Sentí mis miembros paralizados por el terror.
—¿Quién eres? —murmuré—. ¿Eres un hombre? Entonces date a conocer. Si eres un diablo, entonces…
El velo de mis ojos cayó. Podía pensar de nuevo, podía reconocer, reflexionar. La figura borrosa era un hombre. Estaba echado en el suelo. Su espalda estaba manchada de sangre. ¿Cambises? No. Para ser Cambises el hombre era demasiado grueso, pese a que me pareció observar cierto parecido con el rey. Murmuraba algo e intentaba en vano ponerse de rodillas. Coloqué mi mano sobre él y le ayudé.
En el mismo instante penetraron por otra parte tres hombres. Miré a lo alto.
—¡Tamburas! —oí que alguien decía.
Era Prexaspes. El hombre que estaba junto a mi pecho jadeaba. Le abracé y mis manos sintieron la humedad de su sangre. Miré hacia delante y reconocí al rey. Parecía pequeño como un ciervo. De su rostro sólo imponían los ojos.
Cambises llevaba un arco en la mano. La luz de las lámparas de aceite daba a su rostro algo de irreal. El tercero era Samin, un noble y hombre de confianza del rey ante cuyo nombre mucha gente temblaba, pues creían que era el que decidía junto a Cambises quiénes debían morir si no resultaban de su agrado. Samin tenía en su mano un dardo. La punta brillaba húmeda y estaba manchada con algo de color oscuro.
El hombre que estaba en mis brazos rechinó con los dientes. Parecía muy débil, cuando le levanté. Las rodillas le fallaban. Si no le hubiera sostenido, habría caído.
—Te maldigo, Cambises —murmuró jadeante—. Yo… tu hermano Esmerdis… vine de Persépolis. Has dejado que tu verdugo me golpeara… como si fuera un geótrupo bajo un cerdo.
Estaba como paralizado. ¿Sería esto un sueño del que despertaría?
—El buen Dios habrá de castigarte —continuó Esmerdis—. Eres la vergüenza de nuestra familia… Ciro, nuestro padre, estaba conmigo y no contigo. Mi sangre caerá sobre tu cabeza, Cambises. ¡Fratricida!
El rey de los persas no respondió. Apretaba los dientes como un perro y tensaba su arco.
—¡No! —gritó Samin, el verdugo del reino—. Tú mismo, Cambises, no debes poner la mano sobre él, pues la ira de Ormuz puede desencadenarse. ¡Ése debe terminar! —señaló a Prexaspes—. ¡Ése debe terminar la obra!
Vi que Prexaspes empalidecía más todavía y observé las oscuras sombras que rodeaban sus ojos. Su barbilla estaba como paralizada, tenía la boca entreabierta. El rey titubeó. Luego entregó el arco y la flecha al canciller. Esmerdis, en mis brazos, casi ya no respiraba. Le mantenía de modo que teníamos los pechos uno junto al otro. Sus ojos se hundieron en mi cara. Mis manos, que le sostenían, estaban llenas de sangre.
¡No!, quería gritar yo, pero no lograba que la voz volviera a mi boca. Vi como Prexaspes se disponía a tensar el arco con una cara terrible, como si estuviera a punto de fallecer. La indignación me dio fuerzas. Rápido como un pájaro retiré hacia atrás mis piernas, pero la flecha alcanzó al cuerpo que caía. Tropecé, caí al suelo, todavía con el cuerpo de Esmerdis en mis brazos, oí su estertor y la vida abandonó su cuerpo.
Una mano rodeó mis hombros y me puso en pie. Era Samin. Prexaspes contemplaba fijamente al muerto. Cambises parecía meditar algo. Luego me miró.
—Esmerdis no murió por nada. Falleció como un hombre del más alto rango, para que la dignidad real quede entre mis manos, —dijo con pasión hipócrita.
En el diálogo interno le respondí:
«¡Tú, ojos de mono! ¡Tú, criminal, los dioses te maldecirán por este acto!». Pero en realidad nada dije.
—Murió para que tú vivas, Cambises —confirmó Samin. Sus labios se movían sin que se le oyera, de modo que parecía masticar algo—. Pero ¿qué pasará con Tamburas? —Su mano me soltó y dio un paso hacia atrás—. Nunca debe saber el pueblo lo pasado. Esmerdis vive, aunque su cuerpo esté muerto ante nuestros pies.
Cambises temblaba. Contemplé al rey ante mí en su miseria y pobreza. ¡Ante él se postraban los hombres! ¡Guiaba el destino de medio mundo! Rabia y desengaño anidaron en mi pecho, pero debía mantener mi control.
—¿Qué buscabas en el trono del rey? ¿Por qué viniste? —me preguntó Cambises con voz tranquila.
Estaba sin su turbante real. Me di cuenta de lo pequeño e insignificante que era en realidad. En el mismo instante sentí arder en mi pecho la ira.
—Tú no me llamaste —dije con una voz que apenas lograba ocultar la indignación. El muerto estaba a un lado. La flecha se hallaba clavada en su espalda. Prexaspes me miraba fijamente—. Buscaba a Erifelos, porque Goa está enferma y necesita de su ayuda. De modo que tropecé con este día que no alcanzo a comprender. Sí, no lo comprendo, y también un rey deberá responder de sus actos cuando muera, pues los dioses son justos y saben siempre hacer justicia.
—Tamburas debe morir —dijo Samin—. Su lengua no tiene dominio y no guarda respeto alguno ante tu presencia. El rey es dios.
Levantó el dardo para alcanzarme. Fríamente la muerte me miraba desde la punta de hierro.
Finalmente mi indignación supo hallar el cauce debido. Rápidamente derribé a Samin, golpeé con mi pierna izquierda su rodilla y cayó al suelo. Los ojos suyos se agrandaron de asombro. Le golpeé en la cabeza con mi bastón de mando hasta que su cráneo se rompió. La sangre saltó en torno suyo. Con una patada le eché a un lado. Pero recogí del suelo el dardo y amenacé con él a Cambises. Prexaspes ni siquiera intentaba tensar su arco, pues no disponía de más flechas, la única la había lanzado a la espalda de Esmerdis.
El rey se asustó ante mi decisión. Pequeño e indefenso, miraba a mis ojos. Sonreí con desprecio.
—Cierra tu boca y abre tus oídos para que recuperes el habla. Has asesinado a tu hermano. Realmente es un acto terrible para un rey. Seguro que hubieras permitido también que Samin me matara. Pero ahora la situación ha cambiado: tu vida está en mis manos. Sí, Cambises, no temblaré en destruirte si me place.
—¡Deja las armas, Tamburas! —me ordenó Prexaspes con voz insegura—. Estamos en tu poder, es cierto. Pero no olvides que Ormuz, el dios, es quien determina los reyes y reinas sobre los hombres. Él y Ahrimán velan por sus actos desde la eternidad. Así ha sido y será siempre. Ni tú ni nadie puede exigir cuentas a lo que un rey hace.
Cambises observó mi duda y rápidamente se recuperó.
—Deja las armas, ¡loco! —gritó—. Pero ¿qué pretendes al dirigir la punta contra mi cuello?
Sin embargo, su valentía era sólo comedia, pues cuando hice ademán de lanzarle el dardo dio un grito y marchó tras de Prexaspes.
—Si te mato, quizá seré yo entonces el rey de los persas.
Casi me sentía a punto de reír, tan irreal me parecía la situación. Pero los dos muertos a mis pies me hacían comprender la realidad de la situación.
—Oye, Tamburas —murmuró con voz apagada Prexaspes—, termina ya ese juego.
—¿Qué garantía me das de que no me sucederá nada malo?
El canciller no respondió nada. Aguardaba a que su rey hablara. Lentamente Cambises salió de detrás de Prexaspes.
—Vida contra vida —exigí yo, y hablé como si el rey ni siquiera estuviera presente.
Mi pulso había vuelto a la normalidad, apenas recordaba a Goa. Los últimos minutos habían sido demasiado agitados. Lentamente bajé el dardo, la punta señalaba el cuerpo de Samin. Cambises aprovechó la situación para hacerse el magnánimo.
—Puedo imaginarme que no pudiste controlar tus nervios y que por tal razón perdiste la cabeza, —me dijo con voz suave.
Miró a su hermano muerto. El rey aparecía pequeño y débil. Hubiera bastado un puñetazo para matarle.
—Así pues, te dejaré la vida, Tamburas. Dispondré incluso el modo y manera como podrás estar junto a mí sin que nadie te llame. Lo demás lo explicaré como casual, el que Samin cayera bajo tu bastón de mando. Tú solo, junto con Prexaspes, eres el único que sabe esta historia. A él le liga la flecha. De ti exijo juramento por tus dioses de que jamás traicionarás una sola palabra de lo sucedido en esta sala.
Hizo una pausa.
—Tal como seguramente advertiste ya, di fiesta a los guardianes para que pudiera realizarse todo esto en el mayor secreto. Has de saber, Tamburas, que hace aproximadamente veinte días soñé que mi hermano Esmerdis intentaba tomar mi trono mientras yo peleaba contra los egipcios. Si fue Ahrimán u Ormuz quien me hizo conocer eso, no lo sé, pero mandé en secreto que mi hermano fuera llamado para que durante mi ausencia hiciera de rey. Realmente nada mejor le podía suceder. Ahora, puesto que todo el mundo le tuvo siempre por un buen hombre, tendrá su sitio al lado de Ormuz. Murió con ventaja.
Tales palabras pronunció Cambises, el rey de los persas, para disculpar su fechoría. En el fondo de mi corazón despreciaba a ese hombre con todas mis fuerzas, mientras recordaba a la vez que también mis hermanastros habían intentado terminar conmigo.
Como en una lucha de sombras entre el Bien y el Mal, apareció una nueva silueta: Erifelos. Nadie había oído sus pasos. Cambises había hablado y las alfombras ahogaron el rumor de sus pasos. El médico descubrió los dos cadáveres y permaneció quieto como si hubiera algún muro invisible que le impidiera avanzar. Su cara estaba pálida. Yo me sequé la boca, que me sabía amarga, con el dorso de la mano y le miré.
Erifelos reconoció primero a Esmerdis, luego a Samin. Cambises le observaba curiosamente. Cuando el médico se levantó, el rey puso una cara desconcertada mientras tosía agitadamente. Habló de manera atropellada, como si intentara montar un engaño tras otro.
—Samin, que ves aquí estirado, estaba loco. Su espíritu había enloquecido por causa ignorada. Antes de que pudiéramos impedirlo se lanzó para matar a ése, que es mi hermano. Entonces perdió todo control y tomó el arco en sus manos. Lo dirigió hacia Prexaspes, pero volvió a herir a Esmerdis. Por suerte, Tamburas se interpuso, el cual iba en tu busca, Erifelos, y le golpeó con su bastón de mando en el cráneo. Así enmudeció para siempre la lengua de Samin. En lo que respecta a Esmerdis, el pueblo no debe saber nada, pues era mi sucesor por orden divina. Si las gentes supieran lo sucedido, podrían interpretarlo como un mal signo para la campaña. Por ello os ordeno guardar silencio, especialmente a ti, Erifelos, y también a ti, Tamburas, te ruego lo mismo para que no caigan sombras sobre la casa real.
Cambises sonreía fríamente. Dominaba tan perfectamente el arte del engaño, que hasta incluso lograba aparentar amistad.
—Estabas buscando a Erifelos. Llévale contigo y haz lo que tuvieras que hacer. Pero no malgastéis el tiempo con charlas inútiles o sobre historias acerca de lo ocurrido. Prexaspes ocultará a mi hermano con todo secreto. Después de la guerra le instalaremos en otra sepultura. Hacia Persépolis enviaré mensaje de que mi hermano me acompaña a Egipto. Así, todo quedará cubierto. También Samin tendrá reconocimiento digno, pese a que no lo merece. Ahora marchad, amigos míos, y olvidad lo que visteis y oísteis.
Las pupilas del rey brillaban como las de un gato felino. Levantó el brazo. Erifelos y yo nos inclinamos. Salimos y sentí en mi espalda la piel de gallina.
El campo de batalla de los criminales quedó atrás. Fuera, Erifelos aspiró el aire puro. Iba a mi lado en silencio. Luego preguntó:
—¿Sucedió realmente tal como el rey lo contó? ¿Qué buscabas tú en palacio? ¿A mí? Yo te suponía al lado de Goa.
Al decir esas palabras recordé a Goa y su imagen apareció ante mí claramente. Con rápidas palabras le informé sobre su tos y vómitos de sangre y nos apresuramos hacia casa. Mientras, los guardianes habían marchado. Intchu me saludó alegremente.
Al igual que fuego, diversas noticias se difundían por entre el ejército. Algunos soldados no querían creer que Cambises se dirigiera hacia Egipto y consideraban que pretendía marchar hacia el norte. En cambio, otros suponían que el campo de batalla estaba en la ciudad de los gruesos muros, donde hombres amarillos como limones y bellas mujeres habitaban, existían incalculables tesoros y las gentes vestían ricas telas de seda.
Al tercer día después del fratricidio terminaron las dudas. Cambises dio orden para partir. La divisa para los soldados era: ¡Por Ormuz y el rey! ¡Soldados, a Egipto!
El pueblo estaba en las calles. Nadie trabajaba ese día, pues nadie quería perderse el espectáculo. En las casas habían quemado plantas olorosas. Las calles estaban llenas de esos perfumes. En todas partes donde había altares se había encendido el fuego sagrado. Los sacerdotes cantaban himnos y el pueblo sacrificaba animales y granos. Todos bebían vino y festejaban por adelantado el triunfo de Cambises.
El ejército se dirigió en tres columnas hacia el sur. Las primeras secciones estaban compuestas de tropas de caballería, que se adelantaron tanto que apenas se les divisaba. Luego seguían la mitad de las tropas compuestas de gentes extranjeras, que se encargaban de llevar los carros con las provisiones e instrumentos de la primera columna del ejército, después seguían pequeñas columnas de jinetes acorazados y tropas de infantería que en caso de encuentro con el enemigo debían proteger la segunda columna y ser la primera fuerza de choque.
Cambises iba en una carroza en el centro de su poder militar. Delante de él cabalgaban diez caballos. Él mismo iba sentado en el carro real tirado por ocho corceles blancos. Junto a él estaba un guía real, así como un acorazado y un espadachín. Cambises estaba rodeado por doce mil soldados a pie y doce mil jinetes, la élite del ejército. Al pueblo el rey le parecía como un rayo de luz en el cielo; una tiara coronaba su cabeza, llena de diamantes, perlas, rubíes y esmeraldas. El brillo de las piedras preciosas rodeaba su cabeza. Puesto que se mostraba en muy pocas ocasiones al pueblo para aumentar su dignidad, mucha gente se arrodillaba a su paso y le rogaba como si fuera un dios.
Sobre su carruaje había un palio, de color blanco, púrpura y dorado, adornado con los emblemas del dueño del sol. A izquierda y derecha se hallaban colgadas borlas azul oscuro. Las vestiduras del rey estaban llenas de plaquitas de oro. Los remates del cuello y de los bolsillos iban adornados por verdaderos ramos de refulgentes diamantes. El cinto estaba a su vez lleno de perlas; eran enormes y de formato bello. Una doble hilera de perlas colgaba de su cuello; eran las más grandes del mundo. El pueblo manifestaba su entusiasmo cuando el rey levantaba su brazo y saludaba, pues nada podía igualar la belleza de los brazaletes de Cambises. Los sacerdotes llamaban su brazo derecho «montaña de luz» y al izquierdo «mar de luz». Además, al entorno del rey brillaban los objetos de valor y las joyas, pues para tal día se había reunido lo más valioso de la corte.
La tercera columna estaba constituida en su mayor parte por gentes de Susa, soldados persas y soldados de Ekbatana, así como una gran parte de gentes del pueblo persa. Esas tropas llevaban catapultas y dromedarios y bestias de carga para poder construir campamentos, así como otros instrumentos. Hacia atrás volvían a aparecer más jinetes que cerraban el cortejo.
Todas las secciones del ejército poseían, naturalmente, signos de campaña adornados y estandartes, banderas bordadas con oro, en que figuraban animales o barras: leones, elefantes, caballos o perros. El sol y la luna eran los emblemas de los invencibles, que no tenían animales en sus estandartes, sino solamente el símbolo de Ormuz, ya que su misión era proteger con sus cuerpos la vida del rey.
Cuando alcanzamos el Tigris, el paso se realizó de la siguiente manera: la masa del ejército se detuvo junto al puente. Los soldados formaron un semicírculo. El rey abrió el cortejo con sacerdotes y demás dignatarios de la corte, bebió en medio del río con una copa dorada que luego lanzó al río. Junto al río, por lo menos cincuenta hombres ayudaban al traslado del pesado equipaje. Los sacerdotes echaron luego ramas secas al puente que algunos soldados encendieron. Un sacerdote rogó la bendición para Cambises. Luego dos grupos de los invencibles, adornados con ramas y coronas, abrieron la marcha. Por la tarde, el rey, con los corceles blancos, pasó el puente. Aproximadamente unos cincuenta mil soldados estaban ya al otro lado del río; le recibieron con grandes gritos y demostraciones de júbilo.
Detrás del rey siguieron los carruajes y los palanquines de su harén. Tan sólo Cambises se había permitido llevar mujeres. Todos los demás, incluso los caudillos, tenían prohibido disfrutar durante las campañas de mujer o esclava. Algunos se quejaban, pero la mayoría de soldados consideró que la medida era acertada. Las primeras víctimas de la guerra en los países conquistados hubieran sido las mujeres y las muchachas.
Detrás del harén seguían las cajas de guerra. Iban protegidas por quinientos guerreros elegidos, que se habían obligado a no perder los tesoros mientras la vida animara sus cuerpos. Nueve saragatas ladrones, que eran expertos en robos, lograron una noche llegar hasta esos carros en que estaba el tesoro; pero fueron atrapados, y les golpearon hasta sangrar, les cortaron la nariz y las orejas y les sepultaron hasta el cuello en la tierra. Luego les sacaron los ojos y les colocaron en las heridas excrementos de caballo para que las moscas y otros insectos acudieran. Los más robustos sobrevivieron dos días, hasta que el viento se llevó su alma.
Todos estos acontecimientos los viví yo como entre sueños. Un día antes de la marcha, Goa murió. Yo juré que su rostro, después de que Erifelos le colocara cataplasmas fríos con los que se cortaron los vómitos, volvió a recibir un color sano y en sus mejillas volvió el rubor. Se encontraba animosa cuando yo sostenía sus manos, y escuchaba ansiosa mis mentiras de que pronto sanaría. A veces, cuando estaba durmiendo, yo me desesperaba pidiendo ayuda a los dioses. ¡En vano! Siempre que Goa despertaba su aliento era débil. Cada vez estaba más agotada, ni siquiera podía incorporarse sola.
Sin embargo, cuando yo entraba en la habitación sus ojos me sonreían, aunque podía verse la angustia que se ocultaba tras su alegría. Llevamos a Goa a mi habitación porque allí tenía más luz. Cuando los deberes no me reclamaban, permanecía junto a ella y le contaba cuanto se me ocurría. Erifelos me había rogado que le hablara con mucha suavidad. Pero ella debía hablar lo menos posible. Sin embargo, lo único que ella decía era:
«Tamburas… ¿Me quieres?». O: «¡Qué carga soy para ti!».
Por la noche yo dormía a su lado. Se despertaba muchas veces. Una vez me murmuró al oído, en voz apenas perceptible:
—No soy desgraciada, aunque sé que me muero. Lo comprendes, Tamburas. Nuestro encuentro ha sido muy breve. No has tenido tiempo de aburrirme o de descubrir mis defectos. Las mujeres no son siempre iguales en su humor. Por ello, puesto que no conoces mi lado malo, me recordarás siempre con cariño.
Yo tomé su rostro húmedo con mis manos. La luz de la luna iluminaba la habitación y se reflejaba en sus enormes ojos.
—No hables, por favor, puede causarte daño. No son los hombres quienes deciden su destino, sino los dioses que habitan más allá de las nubes.
Cuando la luz de la mañana comenzó a inundarlo todo, los acontecimientos se precipitaron. Goa me miró sin decirme nada. Sus ojos se agrandaron en forma extraña. Su rostro tenía un color roto. Oscuras ojeras ensombrecían su mirada. Murmuraba mi nombre. Su pecho respiraba con dificultad, tenía mucha fiebre. Llamé a Papkafar, que dormía delante de la puerta de mi habitación, y lo envié en busca de Erifelos.
El médico llegó y todos entraron: Erifelos, Olov, Papkafar y Pura. Erifelos puso su mano en mi hombro. Lloró conmigo. Contemplamos a Goa. Tenía los labios violáceos y resecos, pese a que yo se los humedecía constantemente con un paño. Abrió los ojos y los cerró en seguida. Sus labios se movieron. ¿Me llamaba?
Me incliné y la besé en la boca. Ya no respiraba y sus manos colgaban como si buscaran algo. Estaba muerta, un hilito de sangre salió de su boca.
Erifelos le acarició la cara y le cerró los ojos. No sé cuánto tiempo permanecí sentado a su lado. Tan sólo recuerdo que Erifelos separó mi mano de la suya, que, inerte, estaba presa entre mis dedos.
Fuera, el sol brillaba. La luz de Helios me pareció insoportable.
—¡Goa! —dije—, ¡Goa! —pero la respuesta no llegó…
Alejada de todo mundo, fuera de Susa, la llevamos al cementerio. Los sepultureros persas que nos ayudaron cuidaron especialmente de apartar de su cuerpo las moscas, pues en su creencia son demonios femeninos que pretenden llevarse el alma para Ahrimán.
Aquel lugar en el que otros seres dormían el último sueño tenía varias cámaras. En una de ellas depositamos el cuerpo de Goa, para que el pájaro sagrado de Ormuz pudiera llevarse su alma. Yo sentía desagrado y hubiera preferido quemar el cadáver. Pero eso hubiera parecido un insulto a la religión de Zoroastro. Los sacerdotes me hubieran acusado, puesto que dicen que en el fuego habita Ormuz mismo, que es quien decide sobre las almas, mientras que el cuerpo debe ser tomado por su pájaro.
Dos perros acompañaron nuestro cortejo fúnebre, uno amarillo y otro blanco con manchas negras sobre los ojos. Según la fe de los persas, el perro desempeña la función de guía para los muertos que es quien entrega la carne del cadáver al pájaro divino.
—No estés triste, Tamburas —intentó consolarme Erifelos—. Todo pueblo tiene sus costumbres. Algo que a ti te puede parecer terrible. Pero la inteligencia humana está limitada por el reino de Dios. Lo que realmente Goa fuera y lo que la eternidad hubiera decidido sobre ella es algo que queda fuera de nuestro alcance. Sin embargo, lo cierto es que la carne, el cuerpo, desaparece. Si ha de ser comido por gusanos en la tierra, o ha de ser reducido a cenizas por el fuego, o debe dejarse descomponer expuesto al aire, el fin es siempre el mismo.
Al día siguiente se inició nuestra marcha. Apenas me afectó, aunque hoy sé que sentí alegría de abandonar Susa. Olov y Pura se despidieron emocionados. Luego la negra comenzó a sollozar de tal modo que se la podía oír creo desde toda la ciudad. Yo me puse mi manto de púrpura y cabalgué en compañía del rey, detrás de Ormanzón. El pueblo aclamaba a Cambises. La gente parecía enloquecida, algunos se arrodillaban y oraban. No podían lanzarle flores al rey, pero a mí me tiraban incluso ramos contra el pecho, pues mi manto llamaba la atención de todos.
Papkafar seguía junto con los carruajes. Durante algunos días apenas le vi. Pero cuando descansamos y los soldados montaron la tienda real, vino hacia mí como un perro sin amo. Mi esclavo tenía realmente un aspecto cómico, pues para poder seguirme se había tenido que vestir de soldado. La coraza colgaba de su pecho como si estuviera suspendida de un palo. Entre las flechas llevaba ocultas monedas de plata y dados falsos con los que en el tiempo libre enredaba a los soldados y ganaba dinero hasta que yo se lo prohibí y hubo de procurarse otras fuentes de ingresos.
A veces me miraba triste y me decía:
—Ahora todavía me tienes, Tamburas. Sin embargo, eres injusto como si no supieras compadecerme. Pero ¿quién es tu único amigo? ¿Quién tu protector? ¿Quién se preocupa de ti? Puedes responderte tú mismo. Si sabes ser sincero, reconocerás que tan sólo dos seres te son fieles por completo: ése de ahí, tu caballo, y yo. Puesto que los animales no pueden hablar, tan sólo yo puedo sanar tus pensamientos tristes. Puesto que nadie sabe todavía qué es lo que va a pasar en esta guerra y si podremos volver con nuestros miembros enteros, ya que los egipcios parece son hombres terribles, te contaré rápidamente lo que hice antes de nuestra partida y cómo me preocupé con antelación por tu vejez. Tú no te has preocupado por verlo, pero tu arca está ya casi vacía. Yo me procuré una casa pequeña y un campo en el norte del reino. Si Cambises vence a los egipcios, hará de Susa una enorme ciudad. Así lo supongo, y raramente me equivoco en tales cuestiones. Para engrandecer la capital del reino habrá de recompensar ricamente a los que posean terrenos por allí. Todo lo compré por muy poco dinero, puesto que ya casi nada nos quedaba. La propietaria de la casa se avino a que le pagara un precio muy módico, ya que le prometí podría vivir en su casa, en una pequeña habitación. De este modo, además, guardará la casa como una sierva que nada recibe de salario. Pero del dinero que le di siquiera podrá vivir algunos años, puesto que es mujer ahorradora y no tiene hijos. Su marido murió hace un cuarto de año. En lo que respecta a la finca, la puse a nombre tuyo y mío, puesto que no tienes ni mujer ni hijos y el que está más próximo a ti soy yo. —Su voz se tornó grave—. Ya ves, Tamburas, que me preocupo por ti como si realmente fueras pariente mío. —Se asombró de que yo no manifestara contento, sino que por el contrario, me enfadara—. Los días pasan y hay que preocuparse por el mañana. Pero ahora debes preocuparte por comer mucho para recuperar tus fuerzas. Según tengo entendido, los soldados te respetan mucho. Creo que realmente tienen razón, pues eres el más notable de entre todos.
Los días, desde la mañana hasta la noche, estaban ocupados con el ajetreo de los siervos, el rodar de los carros y el grito de los soldados. El ejército se trasladaba como si fuera un pueblo entero. El polvo que hombres y animales levantaban, ocupaba todos los territorios como una nube inmensa.
Tal como dije, le prohibí a Papkafar que jugara a los dados, pero halló otras fuentes de ingresos que le proporcionaban mucha cantidad de plata. Se dedicaba a transmitir oráculos; en tales ocasiones echaba aceite en un recipiente lleno de agua e interpretaba las figuras que las manchas de aceite formaban en el agua. La fantasía de Papkafar parecía inagotable. En las figuras de aceite reconocía montañas y palacios, dientes y orejas, caballos, serpientes, perros, leones y peces, gacelas, escorpiones, salamandras, veía nubes y fortalezas, hormigas y elefantes, palomas, buitres y muchas otras cosas, de cada una de las cuales sacaba una interpretación distinta que podía tener importancia para el que le había consultado. Con entusiasmo apasionado, interpretaba las imágenes de su saber, pronosticaba éxitos en las batallas y ricos botines, les decía que sus mujeres en la patria les eran fieles, al contrario de los soldados, que muy poco valor daban a ser fieles a sus esposas; éstos reían en seguida y terminaban por darle el dinero que éste les exigía por su profecía.
Cuando le advertí que no continuara con tales ocupaciones, se me presentó inocente y me dijo:
—Pero ¿qué es lo que exactamente quieres, Tamburas? Las gentes me consideran un gran sabio, incluso a causa de mi joroba, la cual a veces tocan secretamente. Poseen dinero y quieren desprenderse de él. Si no acudieran a mí, lo dejarían en otra parte. Además les digo siempre a los hombres lo que les ha de proporcionar la paz. De este modo se sienten contentos en lugar de lamentarse, pues cuando un guerrero va al combate, nunca está cierto de si podrá regresar con los huesos sanos.
Especialmente Olov entregaba bastantes monedas de plata a mi siervo. Decía que no creía en las profecías de Papkafar, pero casi cada dos días acudía a consultarle sobre su futuro.
—Es una cabeza muy lista —me dijo en cierta ocasión—. Tu siervo sabe muy bien conservar ligado mi corazón. Anteayer me dijo que Pura me daría un hijo. Hoy, en cambio, me ha dicho que el oráculo decía que la madre tendría un parto muy difícil y temía por la vida de mi hijo. Estoy seguro que mañana me dirá algo más concreto. Recibir un hijo no es un juego, pero en lo que respecta a las figuras de su recipiente, parece que mi oráculo no está mal del todo.
Cuando le dije que Papkafar daba siempre buenos oráculos para conseguir dinero, Olov me respondió:
—Yo no creo en los dioses, Tamburas. Pero en lo que respecta a mi hijo, nunca se puede saber. La previsión es siempre mejor que no estar informado. Quizás existan poderes ocultos. —Se frotó la nariz y continuó—: A veces tu esclavo se pone misterioso, pues, a medias, cuanto dice corresponde a la realidad. ¿Quizá sepa algo de brujería? Por ello prefiero entregarle monedas de plata, pues no quiero que por mi deseo de ahorcarme quede sin saber alguna desgracia que haya de sobrevenir.
De este modo Olov demostró ser supersticioso y se dejó quitar su dinero por Papkafar.
Doce días después de nuestra partida de Susa el ejército llegó a Babilonia. La enorme ciudad estaba rodeada por grandes muros, muy gruesos. Alrededor había una fosa que en este tiempo estaba vacía. En la parte posterior del muro había unas torres desde las que se podía disparar flechas, y ventanas desde donde se podía lanzar nafta incendiada, si los atacantes lograban pasar el primer muro. Otras torres albergaban catapultas y piedras grandes como una cabeza. Entre los muros había tierra amontonada hasta una altura de dos hombres, de modo que se formaba un amplio cauce que llevaba a todo alrededor de la ciudad y por donde podían pasar cómodamente dos caballos juntos y en caso de asedios podían rápidamente comunicar con otros departamentos.
Cuando Ciro conquistó Babilonia, los soldados contaban que el pueblo celebraba una fiesta. Las puertas permanecieron cerradas y los guardianes se preocuparon muy poco del enemigo. Ciro, el padre de Cambises, desde hacía mucho tiempo había estudiado detalladamente los planos de las regiones que rodeaban Babilonia.
Mientras el pueblo celebraba esa fiesta, hizo que se quitaran las compuertas del Éufrates y las aguas del río descendieron hasta el punto de que las tropas de Ciro, con el agua hasta el pecho, pudieron avanzar y entrar en la ciudad. Si los babilonios no hubieran estado de fiesta, todavía hubieran podido cerrar la compuerta antes de la muralla y los soldados persas hubieran muerto ahogados como ratas. Pero los defensores estaban bebidos y todo el reino de Babilonia, pese a los muros invencibles, cayó en las manos de Ciro.
Babilonia, en esta ocasión, nos recibió con gran júbilo. Desde luego, los persas habían sometido el país, pero habían dejado mucha libertad a los sacerdotes e incluso habían comprado al pueblo, pues en todas partes, como aquí también, la opinión de los sacerdotes fácilmente logra influir en la de las masas. Las autoridades religiosas festejaban a Cambises como si fuera el elegido del pueblo. Creían que era más suave que Ciro. Pero en esta cuestión se equivocaban, pues todavía no había llegado el tiempo en que Cambises debiera desengañarles. La mayoría de ellos hasta ese momento se sentían contentos con los persas.
El país era rico, los impuestos soportables y probablemente se decían que era mejor mal conocido que bien por conocer.
No les interesaba mucho la guerra, sino que preferían la paz para poder comerciar.
Así pues, los babilonios eran conocidos por su afición a las fiestas. En tales ocasiones las gentes bebían una clase de vino de cebada al que a veces echaban semillas. Sorbían este líquido con cañas. Tenía un sabor más amargo y menos embriagador que el nuestro, pero naturalmente los efectos se producían igual al cabo de haber bebido una cierta cantidad.
Olov alabó mucho este vino de cebada.
—Puedes beber y beber, Tamburas —decía—, sin que sientas temblar las piernas ni veas doble.
Él no empleaba las cañas sino que lo bebía directamente de las jarras, de las que consumía dos, tres e incluso a veces cuatro en una tarde, hasta que se sentía como un barco llevado por la tormenta y se echaba a dormir.
Puesto que desde Babilonia, siguiendo consejos de Fanes, se enviaron vanguardias contra los egipcios, permanecieron siete días frente a la ciudad. Sobre el Éufrates se extendía un puente colosal. Olov y yo íbamos con frecuencia a visitar los alrededores y nos admirábamos especialmente de la torre de Ischtar, donde se hallaba narrada la historia de Babilonia en bajorrelieves polícromos. Yo llevaba siempre mi manto de púrpura. La gente nos contemplaba con curiosidad y respeto.
Al igual que sucede en todas las campañas, también en ésta los soldados intentaban procurarse mujeres. Sin embargo, los caudillos advirtieron a sus soldados del peligro de las enfermedades contagiosas.
—Toda Babilonia es como una prostituta —me explicó Erifelos al día tercero después de nuestra llegada.
Tenía ya en tratamiento a algunos persas nobles, puesto que no se le encargaba nunca que visitara a soldados. Entonces comprendí por qué el rey había llevado consigo mujeres del harén.
En lo que respecta al arte de hacer el amor de las mujeres de Babilonia, los soldados contaban las cosas más increíbles. Un caudillo me contó algo de lo que sus soldados decían. Explicó el caso de un soldado al que una mujer de aquéllas le había arrancado o dado un mordisco en la mitad del miembro viril. Pero la mayoría de los persas parecían muy satisfechos de la libertad de costumbres de Babilonia, a la que consideraban un paraíso. Las mujeres se arreglaban mucho y se pintaban con grasa blanca, roja y violeta. Las más distinguidas llevaban pelucas de distintos colores que cambiaban varias veces en el mismo día. Lo mismo hacían con los afeites de sus miembros. Por la noche empleaban distintos perfumes que durante el día. Disponían de toda una serie de distintos perfumes. Incluso los soldados babilonios recibían, además de su paga, una ración de tres perfumes, pues se perfumaban la barba con distinto perfume que el cabello. Para lavarse las manos empleaban jabón perfumado que olía a rosas o lirios. Los ciudadanos más notables untaban el umbral de sus puertas con aceite perfumado. Pero me parece que su objetivo era en primer lugar mantener con tal olor alejadas a las moscas y demás insectos.
En Babilonia había calles enteras habitadas exclusivamente por prostitutas. En tales calles se encontraban siempre soldados que dejaban allí muchas veces, además del dinero, su salud. En todo caso, Erifelos contaba que muchos habían contraído enfermedades de la piel por tales andanzas. Estas mujeres no podían salir de tales barrios. Sucedía incluso que algunas de ellas habían nacido allí y morían en esos barrios sin que jamás hubieran puesto los pies en otras partes de la ciudad.
Olov se sintió muy contento al oír hablar de tales barrios. Pero por su cargo de caudillo no podía permitirse el acudir a esas calles como un simple soldado. Al principio de nuestro viaje parecía no tener problemas con estas cuestiones, pero al cabo de unos días su cuerpo volvió a sublevarse contra la soledad.
Las mujeres de los notables de la ciudad iban también muy arregladas y eran hermosas. Sus vestidos eran preciosos. Se adornaban con pendientes, aros en los tobillos y cadenas de oro. Ajustaban el vestido en sus cinturas con cinturones ricamente adornados, de los que a veces colgaban campanitas de plata. Se cuidaban mucho el cabello. Algunas lo llevaban alto, otras se lo peinaban hacia adelante y lo llevaban cortado poco antes de los ojos. Sus pies calzaban sandalias de colores o zapatos de piel.
En lo que respecta a los hombres, eran más altos que los persas, pero parecían algo afeminados por las costumbres de su vida licenciosa. Cortaban su barba en ángulo recto y las tenían muy onduladas. Observaban el ajetreo de los persas con total indolencia. Si una mujer era importunada por un soldado, levantaban sus hombros y hacían como el que nada ve.
Un día, el quinto después de nuestra llegada, vino Olov muy excitado a mi tienda. Había oído contar muchas cosas de los jardines de Ischtar. Ischtar era la diosa del placer y de la guerra. Se decía que a veces se aparecía en la tierra con figura humana. A quien la encontraba y al que ella concedía su amor se volvía joven, según contaban los babilonios ancianos. Incluso aunque fuera ya un anciano. La piel se hacía tersa y la cara se tornaba la de un joven. Esto explicaba que muchos babilonios ancianos, después de haber bebido mucho, merodearan por la ciudad en busca de Ischtar para recuperar su juventud.
Olov me contó entonces por qué los jardines de Ischtar estaban prohibidos para los soldados. Esto tenía que ver con las costumbres de los babilonios.
—Oye, Tamburas —me dijo interesado—. Toda mujer, toda muchacha en su vida debe acudir a ese jardín del amor, sentarse allí plácidamente y aguardar hasta que llegue un hombre al que plazca. Por una pequeña moneda debe entregarse a él, no puede rechazarle. Las mujeres, sin embargo, tan sólo han de hacer esto una única vez en su vida, pues con esto han satisfecho ya a la diosa de la sensualidad.
El barbarroja ardía en deseos.
—Esto, Tamburas, es una costumbre que realmente quisiera conocer directamente.
Me explicó que pensaba visitar el jardín por la tarde y me rogó que le acompañara. Yo me negué, pero me forzó tanto que finalmente asentí para que me dejara tranquilo. Vino Erifelos y corroboró las palabras de Olov. Sonreía al decir:
—Además en Babilonia, como en todas partes, hay muchachas hermosas y otras que no lo son tanto. Se dice que las peores se pasan un cuarto de siglo e incluso más tiempo aguardando hasta que llegue algún borracho y las interpele, mientras que las más hermosas es poco el tiempo que han de aguardar.
Olov gruñía de placer y volvió a intervenir:
—Además, he oído contar de mujeres ricas cuyos maridos son débiles o viejos. Esas mujeres sienten gusto por el encanto de Ischtar y acuden varias veces, siempre que pueden. Algunas van con vestidos que ocultan su personalidad, otras van por la noche y en secreto para que nadie las reconozca. Pero una vez conseguidas, tal dicen, se ofrecen mil veces para lo que la diosa tan sólo exige una vez.
Cuando cayó la tarde Olov ya no podía retenerse. Cuanto más nos íbamos acercando al jardín más soldados veíamos.
—Parece que han oído contar lo mismo que tú —le dije irónicamente.
Pero Olov nada respondió y continuó su camino. Junto con otros entramos en el jardín. Nos afanamos por buscar aquellas hermosas muchachas, pero pese a que se oían voces, parecía que los hombres que hubieran tenido suerte sabían desaparecer muy rápidamente con las mujeres.
Transcurrido algún tiempo, tanto como tarda la arena en pasar de un lado a otro de la clepsidra, Olov se secó el sudor de la frente.
—Parece que son tan escasas en el jardín del amor como un grano de trigo en un montón de heno.
Olov se lamentaba.
—No es que vaya a dudar de la costumbre. Es posible que tantos hombres hayan asustado a las muchachas, de modo que se hayan dado a la huida. El amor es algo que sólo puede florecer en secreto. ¡Vayámonos! Lamento lo ocurrido y me consolaré pensando en Pura, en sus proporcionados miembros y en mi hijo, pues ayer me dijo Papkafar que en el oráculo vio un niño. Por esa razón quizá no me está permitido cometer algo incorrecto, pese a que mis miembros sienten la fuerza y ni siquiera sé dónde tengo la cabeza. Vamos, pues, a beber jugo de cebada, pensaremos en mi hijo y ensordeceremos nuestros sentidos. —Se quedó un momento parado—. Quizá tenga la culpa ese Papkafar, pues no quería que tú me acompañaras. Desde luego tu siervo entiende de brujería y conoce muy bien los dioses de los babilonios.
No pude contenerme la risa y pensé en Papkafar, que, antes de partir, se lamentaba y decía:
—No vayas con Olov, Tamburas. Las mujeres en este país son una tumba, son agujeros en la tierra, son sepulturas. Los hombres caen en ellas. Deja a Olov que tome ese camino, pero no le sigas, pues tú en el amor eres apasionado. No te dejes coger por segunda vez, Tamburas. Además, ¿por qué? Se precia a las mujeres que todo lo dan, se las llena de oro y plata y a cambio ofrecen a tus miembros la enfermedad y la debilidad. Tal como Erifelos dice, más de uno ha perdido su salud entre ellas. Y todo por una mujer a la que no conocía y que nada significaba para él.
Sumido en sus pensamientos, Olov sacudió la cabeza. Me parecía como si considerara a Papkafar en estos momentos más que otras veces.
Sobre el tiempo que transcurrió hasta que el ejército se enfrentó con los egipcios diré pocas cosas. De Babilonia, donde varias secciones se nos unieron, partimos hacia el norte, atravesamos Mesopotamia y reclamamos de los moradores de aquellas regiones tributos en forma de especies y guerreros para el vientre insaciable del ejército. Los soldados de infantería de allí eran famosos por su destreza en el manejo de las armas. Sin embargo, Cambises exigía que también trajeran sus carros de combate. Poseían cientos de ellos. Dos caballos tiraban de ellos, uno de los cuales era complemento del otro. Iban protegidos por gruesas corazas y adornados con multicolores plumas y plumeros. La dotación se componía generalmente de tres guerreros, un jinete, el arquero y un acorazado, que tenía por misión rechazar los disparos enemigos. Ese trato les pareció a los jinetes persas muy complicado.
Las tierras de aluviones eran ricas en arcilla. Las gentes de allí sabían sacar todo lo posible de ella: lámparas y vasijas, cestas y hornos, sellos para los comerciantes y muñecas para niños, ataúdes de arcilla y cunas. Sus productos los secaban al sol o los cocían en hornos enormes que a su vez también eran de arcilla.
Cambises ordenó que todo soldado se proveyera de una vasija de arcilla que debía llenar con agua para períodos de escasez. Mandó que se hicieran pruebas y castigó duramente a cuantos no siguieron sus órdenes.
Cuando más avanzábamos hacia el norte más intransitables resultaban los caminos. También escaseaban cada vez más las provisiones para el ejército y el forraje para las bestias. Prexaspes mandó que se formaran varias columnas a izquierda y derecha del camino para que se cuidaran de exigir en aquellas regiones el debido tributo. Pero cuanto más pobres aparecían las regiones, más distantes estaban los pueblos entre sí y menor era el poder del ejército. Cambises ordenó que todo se anotara en su libro, pues a la vuelta de su campaña pensaba impartir a los moradores de Mesopotamia una dura lección, a excepción de algunas tribus que habían obedecido las disposiciones suyas y enviaron al ejército provisiones y agua. Pero existían muchas tribus de hombres descontentos que se ocultaban, asaltaban a los que querían ofrecernos sus productos y se enriquecían de ese modo. Nuestros jinetes perseguían a esas gentes y llegaron incluso a hacer algunos prisioneros. Antes de ser ahorcados, muchos de ellos contaban que lo hacían para perjudicar a los persas, pues ellos eran un país libre e independiente que no aceptaba sumisión alguna: Tal, decían, era su verdadera razón para actuar de ese modo y no las ganancias que pudieran obtener.
Por ese tiempo Cambises supo la noticia de que Amasis, el rey de los egipcios, había muerto hacía algún tiempo. Los sirios, que son conocidos por su crueldad, habían sido enviados por Cambises como vanguardia para que devastaran las zonas limítrofes. Nos enviaban algunos prisioneros, pocos, que estaban llenos de espanto y contaban cuanto sabían sin que ni siquiera se les hubiera de preguntar. En Tebas había sucedido algo inesperado. Bajo el gobierno del nuevo faraón, Psamético, el cielo allí había abierto sus compuertas varios días, pese a que en esas regiones desde hacía más de cien años no había llovido. Todos los egipcios lo habían celebrado y visto en ello un signo divino. Consideraban que bajo el reino de Psamético el país se haría más grande y mejoraría.
Damán pareció aliviado cuando oyó la noticia de la muerte de Amasis. A mí me dijo:
—Amasis era un gran soldado. Ninguna noticia podría serme más grata que la de su muerte. Hace más de cuarenta años rechazó, tras una derrota de los soldados egipcios contra los mercenarios griegos de Cirene, al faraón de entonces, Apries. Amasis era hombre inteligente y un caudillo genial y durante más de cuarenta años ha sabido mantener todas sus conquistas. Ahora me da la impresión de que la guerra está ya decidida a favor nuestro.
En contra de su plan original de evitar los desiertos, Cambises se dejó convencer por Prexaspes de que era mejor atravesarlos. Pactó amistad con los árabes. Muchos miembros de las tribus de los desiertos ayudaron a transportar al ejército con todos los camellos disponibles. Las bestias iban muy cargadas con nuestros bagajes y provisiones de agua. De las cisternas que Fanes mencionaba a Cambises, nada vi. Pero siempre sucede igual, no todas las previsiones se cumplen.
No tropezamos con dificultades importantes, si se prescinde de que doscientas bestias de carga y caballos perdieron su vida a causa del calor o de insolación, enfermaron más de cuatrocientos soldados, sin que se supiera exactamente de qué. Erifelos consideraba que podía ser a causa de algún fruto, o quizás el agua de los árabes estaba corrupta de modo que hubiera perjudicado el vientre de los soldados, puesto que la enfermedad consistía en que vomitaban cuanto ingerían. El médico ordenó que todos los aquejados se separaran del resto para que se evitara el contagio. Sin embargo, de los cuatrocientos, unos ciento setenta se debilitaron hasta el punto que dejaron sus huesos en el desierto.
Nuestro camino pasaba por Damasco, Megido, Samaria, y Jerusalén. Las gentes de la tribu de Judá enviaron, además del tributo, mensajeros al rey. Esos hombres llevaban unas barbas hasta la cintura y agitaron palmas ante el rey. Luego comenzaron a lamentarse y a quejarse. Puesto que no habían conseguido la ayuda de Ciro prometida y el gravamen del impuesto, en lugar de haberse reducido, cada vez se había acrecentado, y además los vecinos les robaban en las zonas fronterizas, se veían forzados a enviar allí hombres y hubieron de parar las obras de reconstrucción de su templo. Algunos de los enviados llegaron incluso a presentar el exilio en Babilonia como si hubiera sido para ellos mejor que la actual patria en Jerusalén, donde los persas les habían instalado. Se esforzaban en aparentar desgracia y en lamentarse con grandilocuencia, y resultaba claro que su objetivo era suscitar la pena de Cambises para que no les pidiera hombres para la guerra. El rey, al poco rato, se sintió abrumado y mandó callar a los emisarios. Consiguieron pues, por fin, lo que se proponían.
Al oeste de Jerusalén se extendía un gran mar, que los moradores de allí denominaban «mar muerto» y que tenía mucha sal en sus aguas. Olov, como viejo marino, se adentró en él. Por la tarde regresó.
—Realmente, Tamburas —me dijo—, ese mar es un enigma. No habita un solo pez y ni el menor movimiento se observa en sus aguas. El contenido de sal del agua es tan acusado que tan sólo por el olor produce molestias. No vi a hombre alguno por los alrededores. Eso me pareció extraño. Sin embargo, me atreví a entrar en sus aguas. ¿Sabes qué sucedió, Tamburas? Sin hacer un solo movimiento para nadar me vi ya en la superficie del agua como un pato que flota en un estanque. La sal formó una capa áspera en mi piel. No pude sumergirme. Sin embargo, las piedras realmente se hunden en sus aguas, aunque te aseguro que no me hubiera extrañado que flotaran como madera.
Al día segundo de nuestro descanso, que debía durar tres días, Papkafar desapareció junto con unos cien soldados con los que generalmente estaba. Tan sólo a su regreso supe qué es lo que mi esclavo había hecho y dónde había estado. Había escuchado lo que Olov dijera y nada mejor se le ocurrió que decir a sus soldados que deseaba llevarles a nadar. Casi el cincuenta por ciento de todos los jinetes no sabían nadar, tampoco Papkafar, y cuando les dijo que con él podrían aprender la natación se sintieron inmediatamente interesados. Además tan sólo les pidió un precio módico. Por ello todos se procuraron permiso para poder recibir lecciones.
Después de su regreso todos estaban muy satisfechos y contaban a todos que Papkafar era un maestro magnífico que les había enseñado rápidamente las artes de la natación.
Yo me enfadé con él.
—Oye, mentiroso —le dije a mi siervo—. ¿Quién te dio permiso para que abandonaras el campo? No contento con ello, has vuelto a abusar de los soldados para quitarles el dinero. ¿No te da vergüenza? ¿Es que no tienes conciencia ni el menor atisbo del sentido de la responsabilidad? Debería abofetearte y darte una paliza, luego habría de enviarte de nuevo a tu país para que no vuelvas a molestarme con tus cosas o me traigas otro día mayores preocupaciones. Pues ya se dice: tal el criado, así el señor.
Papkafar me miró asombrado. Luego se lamentó y puso sus manos delante de su pecho:
—Pero ¿es que he hecho algo inaudito para que me trates de ese modo, Tamburas? Olov contó algo sobre un agua extraña en la que era posible nadar aunque no se supiera, se fuese hombre, perro o gato. ¿Qué más natural que un siervo como yo, que cree en lo que sus dueños dicen, quisiera ver por mis propios ojos lo narrado? Tú estabas durmiendo tan inocentemente que no quise molestarte para pedirte el permiso. Pero algo es cierto y es lo que me ocasiona desventajas: yo me traslado por todas estas regiones a disgusto, en parte a causa del peligro y en parte por la amenaza de ladrones. Además a mí lo que me gusta son los negocios y el descanso. Así pues, conté a los soldados muy poco de lo oído, pero así y todo más de cien quisieron acompañarme.
—Me parece que pronto necesitarás un carruaje entero para poder trasladar toda la plata que estás consiguiendo —le dije acremente.
Papkafar apretó sus labios y dijo:
—Mira, Tamburas, lo que pasa es que no sé por qué pero el dinero fluye hacia mí, como si mis dedos tuvieran una fuerza mágica de atracción. Yo no puedo hacer nada para impedirlo. Por otra parte, estoy seguro de que los soldados se molestarían si yo rechazara sus regalos. Además, todo acto valiente merece su recompensa. Tú crees que yo no sé nadar y sin embargo fui el primero en atreverme a lanzarme a las aguas. Primero con precaución, es cierto, pero luego, confiado en las palabras de Olov, me atreví incluso a ponerme de espaldas sobre la superficie del mar. Ciertos espíritus que no conozco mantuvieron a flote mi cuerpo. Moví piernas y brazos y animé a los soldados a que hicieran lo mismo. Hubieras debido verlo, Tamburas. Se alegraban como niños a los que el padre trae un nuevo juguete. Además, lo que he hecho incluso debería alabármelo el mismo rey. Pues los soldados, por el convencimiento de que ahora ya saben nadar, han aumentado mucho su confianza en sí mismos.
Se dio la vuelta rápidamente y marchó antes de que pudiera pegarle, además entonces entró Erifelos, que venía a buscarme para una representación de Nebiim. Esos Nebiim, me explicó, eran una especie de derviches judíos, que se autodenominaban a sí mismos profetas, pasaban en procesión, acompañados por una música orgiástica, danzando, publicando profecías extrañas y que se desgarraban con agujas pecho y brazos sin experimentar dolor alguno. Los auténticos profetas judíos se distanciaban de los Nebiim, porque éstos pedían dinero y además lo que celebraban era juegos de manos. En realidad, consideraban los auténticos profetas, los Nebiim no se preocupaban de la verdad, sino tan sólo del premio esperado y de lo que se les diera para comer, mientras que ellos, los auténticos, se vestían muy sencillamente y día y noche se ocupaban de Dios. Así pues, esos Nebiim hablaban con todos y exponían oráculos o espantaban demonios que en realidad quizá no existían.
Esos hombres que nosotros, Erifelos y yo, vimos como muchos otros persas y a los que lanzamos a sus pies mucha plata como a juglares, nos prometieron muchas cosas buenas. Grandes victorias para Cambises y muchas décadas de reino. Todos los pueblos serían sometidos por él e inclinarían sus espaldas ante él. Tal dijeron los Nebiim, que pertenecían a una familia que juró fidelidad al nombre de un viejo rey, puesto que, según decían ellos, Dios les había dado sus mandamientos escritos en unas tablas de piedra.
El ejército continuó su camino por entre aquel país que respiraba las sombras de viejos recuerdos. Los mensajeros trajeron noticias de que doscientos barcos de fenicios, samios y chipriotas habían levado anclas y se dirigían hacia las costas egipcias, donde en estos momentos hordas de jinetes sirios y persas peleaban, saqueaban y aniquilaban a la población y difundían las noticias inventadas por Fanes. Jedeschir había dispuesto que cada uno de estos jinetes llevara consigo dos o tres caballos de repuesto para que ningún persa, en caso de ser perseguido, pudiera ser alcanzado por los egipcios. La fama de que los soldados de Cambises eran muy crueles, se difundió rápidamente y muchas tribus de pueblos fronterizos ni siquiera intentaron defenderse, sino que procuraron con toda su gente huir en cuanto divisaron simplemente la figura de algunos persas en el horizonte.
Los soldados cabalgaban y los carros rodaban por los caminos día y noche. Cuando el sol del mediodía con su brillo amenazaba nuestras cabezas, descansábamos. A medianoche proseguíamos la marcha, y al amanecer los soldados se sentían contentos al encontrar hierba para sus caballos o un lecho de flores bajo árboles para estirar sus miembros. Un montón de huesos, porquería y desperdicios quedaba en cada lugar donde reposábamos.
Después de medianoche de un caluroso día, Cambises dio la señal para detenemos. La mitad del camino quedaba ya detrás de nosotros. Un grupo de jinetes trajo prisioneros importantes, un jonio y un caudillo de una sección fronteriza egipcia. Los persas habían logrado sorprender a una columna que huía y habían derrotado a todos. El rey les alabó y les entregó plata a los guerreros cuando le trajeron los prisioneros.
El caudillo se llamaba Apodot. Su familia estaba desde generaciones en Egipto. Al igual que él, su padre y abuelo habían sido soldados. Rodeado de sus caudillos, Cambises hizo que le trajeran ante sí a Apodot.
—Dime lo que sepas y no emponzoñes el aire con mentiras; te prometo una muerte digna.
Las palabras de Cambises eran como veneno de serpiente en los oídos de Apodot. El jonio miró al rey sin miedo. Sangraba por una herida en el hombro, su mejilla estaba rasgada por un latigazo.
—Yo no temo la muerte, pues soy un guerrero —dijo lentamente—. De todos modos, me es ya imposible sobrevivir, pues no supe ser suficientemente astuto para salvar a mi gente de la derrota y defenderles de la muerte. Si quieres demostrarme una gracia, mátame rápidamente y haz que mi cadáver arda, tal como sucede desde hace mucho con los héroes de mi patria. Desgraciadamente he fallado de modo ignominioso, pero espero que mis dioses tengan compasión de mí.
Los persas manifestaron su desagrado. Cambises levantó su mano y ordenó que Apodot continuara hablando.
—De todos modos, no es ya un secreto, pues tus espías muy pronto te informarán —murmuró el jonio. Explicó que el faraón Psamético había irrumpido con un gran ejército de Sais y Memfis, mientras del norte cada vez más hombres iban a unirse a él. Aguardaría a los persas en la desembocadura del Nilo—. Nadie es capaz de poder ver en el futuro —dijo Apodot—, pero los egipcios son conscientes de lo grave que es su situación. No confían en la posibilidad de un arreglo pacífico contigo, rey de los persas, como Amasis en vida consideraba posible. Por ello construyen y se afanan con el agua a las espaldas, tal como Psamético ha ordenado, puesto que a los soldados egipcios no les queda más alternativa que el enfrentarse con tus soldados.
Cambises se mesó la barba meditando.
—Arrastraremos los búfalos egipcios a pares y les serraremos los cuernos —prometió—. Pero tú, Apodot, no serás torturado. Según tu voluntad, tu cuerpo será quemado.
Ordenó llevar a Apodot a un círculo de cien jinetes. Al mismo tiempo indicó a tres de sus guardias personales una misión que yo no comprendí. Olov y yo estábamos entre los cortesanos persas. El barbarroja se movió intranquilo.
Los soldados con quienes Cambises había hablado subieron a sus caballos y marcharon hacia los carros en que había todos los trebejos de guerra, pero muy pronto regresaron. El rey habló con Prexaspes. Apodot, cuyos brazos estaban atados y en cuyas piernas había cuerdas, hubo de arrodillarse en el círculo de los jinetes. Mantenía su cabeza inclinada. Aguardaba alguna orden tras la cual uno de los jinetes se lanzara sobre él y le atravesara con su lanza.
Pero sucedió de otro modo. Era casi de noche, pues el crepúsculo caía rápidamente. Los soldados a quienes Cambises había encargado una misión entraron en el círculo. Dos llevaban un cubo, el tercero llevaba una antorcha encendida. Los soldados derramaron sobre Apodot, que no se movió, un líquido sobre el cuerpo. Olov arrugó la frente. El viento venía en nuestra dirección.
—Huele a nafta o aceite persa —murmuró en voz baja.
Un terrible miedo le recorrió el cuerpo. Sospechaba lo que Cambises preparaba. Quizá también los demás, pues la mayoría de persas miraban al suelo.
—¡Fanes!
Era Cambises que llamaba al jonio. Tras una cadena montañosa desaparecía el último rayo rojo del sol, que se ponía. La nafta molestaba con su olor mi nariz. Fanes carraspeó sorprendido y se adelantó desde las últimas filas donde estaba. Se hizo un silencio de muerte.
—Tú has oído qué muerte desea tu compatriota.
El rostro del traidor estaba pálido como el de un muerto. Apretó sus labios fuertemente. Luego dijo:
—Sí, comprendí lo que todos oyeron.
Apodot quiere morir quemado como un héroe de su patria. Tú eres de su mismo pueblo. Así pues, tendrás el honor de cumplir su voluntad. —Entornó ligeramente los ojos—. Nosotros, los que procedemos de Persia y Aqueménidas, sabemos que en el fuego vive el espíritu Ormuz. Así pues, no le está permitido a un persa lanzar llamas sobre Apodot, pues ello sería un grave pecado. Sin embargo, tú no eres de nuestro grupo, sino un jonio que niega la verdadera fe y pacta con los dioses de los griegos y los egipcios. Aunque quisieras, no ofenderías a Ormuz, pues tu alma está ya perdida de antemano. ¡Lanza, pues, sobre Apodot la llama de su muerte!
Los tres soldados abandonaron el círculo de jinetes. Uno se acercó con la antorcha. Fanes la tomó temblando. Lentamente retrocedió algunos pasos. Creí que en estos momentos pensaba que abandonó a los egipcios por una causa que no era tan grave como imaginara. De pronto sus ojos miraron a izquierda y a derecha y dijo:
—Yo no soy un verdugo, oh rey. Permite que sean tus jinetes los que maten a Apodot, luego yo mismo seré quien inflame su cuerpo inánime.
El rey castañeó con sus dedos. Vi en su cara la crueldad insatisfecha. Por vez primera me vino la idea a la mente de qué pasaría si alguien le matara. Se ahorrarían muchas desgracias a hombres de distintos países. Sin embargo, era seguro que los persas harían saltar a pedazos al asesino. Yo quería vivir y volver a ver a Agneta y mi patria.
—No te preocupes por Apodot y las imágenes marmóreas de los dioses que habitan en su mente, y haz lo que digo: entrega a las llamas a ese hombre —dijo Cambises en un tono grave de amenaza—. Te ordeno todavía otra cosa. Antes de prenderle fuego, desata sus pies para que pueda correr.
Fanes estaba paralizado por el terror. A mí mismo las rodillas me temblaban. Olov respiraba con dificultad.
—Realmente quiere quemar su cuerpo en vida —susurró el barbarroja.
—Y ahora empieza —dijo con dureza Cambises—. Creo que he hablado ya suficientemente claro.
Como si bajo sus pies hubiera planchas de plomo candente, Fanes se puso en movimiento. Una vez le cayó la antorcha. El círculo de los jinetes se abrió para dejarle paso y se cerró nuevamente tras suyo. Era un espectáculo bárbaro. En el cielo brillaban las primeras estrellas. La noche que caía descendió sobre nosotros como algo terrible.
Apodot no se movió. Con toda seguridad había visto la luz que se le acercaba. Detrás suyo Fanes se dio la vuelta como si aguardara que se hubiera producido un cambio en la decisión del rey. Pero nada sucedió. Así pues, vi cómo el jonio, tras un momento de silencio roto tan sólo por el relinchar y coceo de los caballos, sacó el cuchillo y se inclinaba. Mi corazón latía salvajemente. Era de esperar que apuñalara a su compatriota. Sin embargo, Fanes tan sólo rompió las ligaduras de los pies. Bajo la luz de la antorcha se les podía ver perfectamente a ambos. Los jinetes formaban en silencio el cordón oscuro. Apodot giró algo su cabeza. ¿Dijo algo? La tensión de sus nervios parecía enorme.
Fanes titubeó. Se dio nuevamente la vuelta. No fue Apodot el que gritó sino su verdugo. Fue un grito terrible de desesperación. ¿Cayó la antorcha de sus manos, o la lanzó voluntariamente? No lo sé. Tan sólo vi que la nafta se incendiaba y formaba una llama azulosa. El hombre que se llamaba Apodot se iluminó por completo.
Yo clavé mis uñas en la carne para no gritar. Olov castañeteaba con los dientes. Apodot saltó sobre sus pies y avanzó como una antorcha viva. Lo más terrible era que permanecía en silencio. Cayó al suelo y se revolcó en la tierra para ahogar las llamas, arañó con las manos la arena y el suelo, pero la nafta encendida no podía apagarse.
¿Había perdido ya la conciencia? ¿Vivía tan sólo su carne? Apodot cayó sobre la tierra precisamente hacia donde Fanes había huido, con los brazos en alto. Al llegar junto a los soldados Fanes permaneció quieto, inmóvil. Apodot, envuelto en llamas, volvió a levantarse. Tan sólo entonces oímos su grito agudo de un tormento sin nombre y casi inmediatamente el último grito. Los cabellos estaban ya quemados. La piel parecía romperse y contraerse. Brilló primero rojo, luego amarillo. Cayó de nuevo al suelo. Las llamas perdieron fuerza, formaron todavía durante un rato pequeñas lengüetas azulosas en su espalda y fueron extendiéndose por sus brazos y piernas.
Sentí cómo la indignación ardía en mi pecho. Me sentía enfermo. Olov me cogió por el brazo y me apretó fuertemente. El círculo de jinetes se abrió para dar paso a Fanes, silenciosamente. El viento me lanzó a la cara el olor de carne quemada. Separé el brazo de Olov y me marché de allí rápidamente.
El ejército necesitó siete días para recorrer la distancia entre Gaza y Pelusium. Cambises parecía tener prisa; en cambio, Prexaspes y Damán opinaban que cuanto más tiempo hubieran de aguardar los egipcios más nerviosos estarían. Pensaban, además, que no se debía fatigar inútilmente al ejército, pues necesitaría de todas las fuerzas para el combate. Kamala y Menumenit, los caudillos de los egipcios, eran conocidos como buenos organizadores y estrategas. Yo evitaba encontrar a Cambises, pues después de la muerte de su hermano ya no le apreciaba y había perdido toda mi consideración para con él.
Olov y yo cabalgábamos a la cabeza de la segunda columna del ejército. De pronto el barbarroja gritó de alegría. A lo lejos se divisaba el mar azul. Estaba agitado y lo surcaban incontables velas blancas. Las aguas se dirigían hacia la costa occidental. Cuando pregunté a Olov si sería con gusto uno de aquellos capitanes de aquellos barcos, sacudió su cabeza.
—Desde luego mi vida pertenece al mar y desearía eternamente desembarcar en las costas. Pero la fama y las riquezas sólo podré alcanzarlas al lado de Cambises. Esto creo y puedo decirte que lo siento con toda certeza.
Los emisarios trajeron noticias de que nuestra flota, en una breve batalla, había conquistado once barcos a los egipcios. Sin embargo, más de cuarenta remeros enemigos estaban en los brazos del Nilo y taponaban el paso de las aguas junto a Sais y a Memfis. Al ocupar los once barcos muchos de sus ocupantes estaban todavía con vida. Cambises mandó que la mayor parte de ellos fuera liberada y los envió hacia la desembocadura del Nilo para que allí pudieran contar a los soldados que respetaba la vida de los que abandonaban las armas. Sin embargo, a aquél que tensaba su arco o levantaba su espada contra los persas el rey mandaría que se le cortaran las manos sin terminar de matarle para que cayera lentamente en la desgracia y en la miseria.
—Naturalmente, el rey no se propone hacer eso —dijo Prexaspes—; los hombres sin brazos no pueden trabajar ni crear, por tanto, riquezas para los persas. Pero en lo que respecta a esa terrible disposición, seguro que inquietará en extremo a muchos soldados egipcios y causará deserciones. Eso es, precisamente, lo que Cambises se propone.
El enorme gusano formado por el ejército avanzaba muy lentamente. Sin embargo, era asombroso lo que la vanguardia de Jedeschir lograba. Con sus jinetes inspeccionaba el terreno, marchaban de un lado para otro, descubrían puestos de avanzada de los egipcios, les sorprendían con sus flechas y lanzaban dardos a las espaldas de los que huían.
Por la tarde del día cuarenta, contado a partir de nuestra salida de Susa, alcanzamos la parte media de la desembocadura del Nilo y vimos desde una colina a los egipcios. Los terraplenes brillaban ante el sol como bronce oscuro, detrás de los cuales, como llamas terribles, miles y miles de puntas de espada brillaban. Ante ellos había profundos fosos en la tierra. Esos fosos estaban dispuestos desordenadamente de modo que formaban caminos que parecían laberintos, tan estrechos, que resultaba evidente que no podían ser atravesados por un caballo. Los espías informaron que además en tales caminos habían colocado obstáculos para impedir el acceso a los caballos. Tan sólo había algunos puntos concretos por los que podía pasarse tras muchas maniobras. Sin embargo, era muy probable que esos lugares fueran obstaculizados rápidamente por los egipcios y tenían el exclusivo objetivo de facilitar su propio paso para una posible persecución de los persas.
Cambises dio orden de construir el propio campo. Yo calculé que disponíamos aproximadamente de unos ochenta mil soldados. Al lado de los egipcios estaban, calculado por lo bajo, unos sesenta mil. Damán había pensado en sus fuertes defensas. Era posible que Prexaspes llevara razón al suponer que los egipcios que hubieran oído hablar de que se les cortaría las manos no estuvieran dispuestos a defenderse, porque ningún hombre se atrevería a ponerse voluntariamente en tal peligro para defender a los ricos y poderosos de su país.
Jedeschir trasladó frente a la colina a tres mil jinetes. Las ancas de los caballos estaban llenas de polvo y ocultaban lo que por parte nuestra resultaba visible. Lo primero que hicieron los persas fue cavar un foso profundo en forma de círculo y construyeron con la tierra una empalizada. En su interior colocaron los carros con el material y las provisiones, con lo que formaron una segunda línea de defensa.
En el mismo centro del campo estaba, naturalmente, la tienda real. Era un enorme espacio que disponía de varios departamentos. Todos ellos estaban llenos de valiosas alfombras, por todas partes se veían objetos de plata y oro. Junto a ella estaba la tienda del harén, con un departamento para los eunucos. A una distancia de unos cincuenta pasos, había el campo de los guardias personales del rey, que formaban un cordón cuádruple. Las tiendas cuadradas de los guardias y las redondas de la cocina y panadería estaban colocadas a su continuación; junto a ellas estaban los establos y algunos espacios para los caballos. Visto desde el centro, todo el conjunto de los jinetes formaba un punto más de defensa para Cambises. Luego seguían los lugares para los soldados, la infantería, los acorazados, los guardianes, los arqueros. Con los jefes de cada sección había hablado Damán sobre lo que debían hacer en caso de un ataque por sorpresa por parte de los egipcios. Incluso muchos camellos y bestias de carga no fueron aligerados de sus cargas o tan sólo en parte, en lo que se trataba de material imprescindible. Muchos de los instrumentos fueron ocultados como valiosos tesoros.
Los persas se apresuraron en sus obras y todavía había luz cuando éstas habían ya terminado. La guardia personal de Cambises dispuso un camino alfombrado hasta la parte norte de la empalizada. Cambises cruzaba por allí montado en un corcel blanco. Luego bajó de su caballo y continuó a pie rodeado de los gritos de saludo de sus soldados y seguido de los magnates y caudillos. Se colocó junto a la empalizada.
Un cabecilla ondeó una bandera purpurada, sonaron señales de cuerno y los tres mil jinetes de Jedeschir se retiraron del territorio de vanguardia. Lentamente se elevó una nube de polvo detrás de él. Quien tuviera buena vista podía divisar varios egipcios que abandonaron sus puestos de defensa y a pie se internaron por el laberinto de los fosos, llevando consigo dos mujeres —¿o quizás eran niños?— cuyas manos parecían atadas. A una cierta distancia del campo egipcio, detuvieron sus pasos. Ahora se podía distinguir claramente que no eran mujeres sino dos niños. Los egipcios los mantenían atados, probablemente para impedirles la huida.
Fanes, después de que hubo de lanzar las llamas sobre Apodot, había hablado lo menos posible con los persas. Se aislaba y permanecía en silencio durante horas, como alguien absorto en problemas. Pero ahora dio un grito. Entornó primero sus ojos y luego los abrió desmesuradamente como si no lograra comprender lo visto.
—¡Mis hijos, mis niños! —gritó.
Antes de que nadie pudiera impedírselo se lanzó contra la empalizada con su espada desenvainada. Olov quería ir detrás de él pero Prexaspes le obligó a permanecer quieto. Veíamos en el sol de la tarde la espada egipcia cómo brillaba. Describió un círculo brillante; al siguiente instante cayó la cabeza de uno de los muchachos en el polvo.
Nuevamente se repitió el mismo espectáculo. Oímos gritar a Fanes, como si con su voz pudiera salvar la vida de los niños. Sus pasos se hicieron más lentos. Con rabia impotente sacudió su puño. Finalmente se quedó quieto. Sus hijos ya no existían.
Los egipcios cogieron las cabezas de los niños por los cabellos y las colgaron de las puntas de sus espadas. Con toda certeza gritaban algo, pero nosotros no alcanzábamos a oírles, pues la distancia era excesiva. Fanes ocultó su rostro entre sus manos. Lentamente, como un sonámbulo, regresó. Tenía el rostro pálido por completo. El intento de dominar sus labios que temblaban le hizo sangrar el labio inferior. El traidor miró al rey. En sus ojos se veía el tormento de un tigre herido mortalmente.
—Mañana y en los días que sigan tendrás ocasión de vengar a tus hijos —dijo Cambises.
Saludó y se dejó llevar hasta el caballo. Lentamente pasó por la alfombra nuevamente en dirección a la tienda real. Probablemente quería visitar ahora sus mujeres, pues una sonrisa extraña flotaba sobre su rostro.
Damán ordenó que se formara una cadena de puestos ante el campo. Los hombres tuvieron que sepultarse en la tierra. En la oscuridad debían no tan sólo tener muy abiertos sus ojos, sino estar con el oído pegado al suelo, puesto que se puede oír antes a quien viene que verle.
Olov rogó a Prexaspes que hablara en su favor ante el rey. Le recordó la promesa de que en caso de guerra se le permitiría dirigir un ala del ejército. Prexaspes prometió recordárselo a Cambises.
La noche transcurrió tranquilamente. Tan sólo una vez hubo cierto pánico al descubrir a un grupo de espías egipcios. Asustado, me desperté. El aire se había llenado de gritos excitados. Los caballos relinchaban y coceaban, los hombres huían. Por la empalizada se cruzaban flechas. En el primer momento de nerviosismo incluso se lanzaron espadas que mataron a un centinela. Pero también dos de los egipcios fueron muertos. Tras un rato todo se sumió de nuevo en el silencio y en la oscuridad. Tan sólo la luz del fuego de los sacerdotes, que estaban celebrando sacrificios a Ormuz, brillaba.
Papkafar vino a mi tienda.
—¿Qué ha pasado, Tamburas? —me preguntó—. ¿También tú te asustaste? A mí todavía me tiembla todo el cuerpo. Cuando la guerra está lejos de los hombres se puede discutir cómodamente sobre ella. Vista desde cerca, me parece un asunto terrible y mucho más peligroso que todas las aventuras de un comerciante.
—No me molestes con tus habladurías —murmuré medio dormido—. Si hasta ahora conseguiste plata, ya no tendrás a partir de este momento ocasión de aumentarla. Hubieras debido permanecer en Susa y cuidar de tu cuerpo. Pero por curiosidad creíste poder pescar en las aguas revueltas de la guerra, puesto que conoces la ignorancia de los soldados. Ahora tiemblas porque hay una cosa que está ya clara: hay dos que se enfrentan y ambos quieren vencer. Aquél que pierda, perderá oro, plata e incluso quizá la vida.
Papkafar se frotó la nariz.
—Tú me desprecias, Tamburas. Tan sólo la preocupación y la estima que te tengo me trajeron a tu tienda. Tal como ya sabes, soy pequeño y fácilmente podré ocultarme de la batalla. Además soy esclavo. Si los egipcios vencieran, fácilmente lo verían por mis orejas cortadas. Mientras los persas descendieran a las tumbas o la prisión, podría vivir con los que vencieron, puesto que conozco a todos y qué rango ocupan y podría ser de utilidad para los mismos egipcios. Así pues, por mí no tengo de qué preocuparme; tan sólo tú eres el que me preocupas. En cambio, en lo que respecta a tu persona, deberías permitirme darte un consejo. No te dejes emplear por Cambises y no te metas en cuestiones que te perjudiquen luego. Eres caudillo, Tamburas, y debes hacer que sean los otros los que luchen, pues no lograrías luego recuperar un brazo o una pierna perdida. Por los soldados, sé que te gusta estar siempre en primera línea. Si estuvieras casado, te recordaría a tu mujer. Pero puesto que tan sólo me tienes a mí, te hablo como un padre a su hijo. Reflexiona: ¿Qué sería de mí si un egipcio te matara? Cambises me entregaría a otro dueño que no fuera tan inexperimentado y tan fácilmente guiable como tú. Esto sería para ambas partes doloroso. Espero que te des cuenta de la bondad de mis preocupaciones y veas las razones que me inducen a hablarte. Respeta, pues, mis palabras y ve con cuidado.
Le había dejado hablar demasiado y había terminado ya con mi paciencia. Le lancé un almohadón y mi yelmo a la cabeza, dio un salto para que no le alcanzara y salió inmediatamente de la tienda. A mí su cómica mímica me quedó presente durante un rato y finalmente no pude contener una carcajada. Junto a mí, Olov se despertó y se quejó. Yo me di la vuelta y me dormí inmediatamente.
Cuando la mañana nacía y se hizo tan claro que podía ya distinguirse una mancha clara de una oscura, el sonido de los cuernos despertó al ejército. Los caudillos y estrategas de todas las tribus persas y de los pueblos que habían puesto a nuestra disposición sus tropas tocaron los tambores frente a la tienda real. Llegaron los dignatarios más elevados de los aqueménidas y parsagatas, los príncipes y caudillos de los medas y partos, los de Susia, Bactria, Armenia, los jefes de los casitas, liquios, sogdianos, capadocios, babilonios, asirios y de muchos otros pueblos.
Cambises estaba sentado en un pequeño trono blanco como la nieve. Mientras desayunaba y dos catadores probaban previamente el vino que debía tomar, pronunció una arenga a su ejército que veinte intérpretes copiaban y traducían a la vez, puesto que todos los caudillos debían repetirla a sus tropas. Cambises dijo:
—Soldados de los pueblos y luchadores para Ormuz. Ha llegado el día y la hora. Ahora podréis demostrar que vuestros músculos no son débiles como la arena húmeda y vuestros huesos no son tan finos como el papiro. No es mi intención poneros la miel en la boca, pues yo soy Cambises, al que pronto se llamará dueño del mundo. Tal como sabéis, no nos hemos trasladado para admirar las bellezas del país de Egipto, así como sus hermosas ciudades y ríos. Hemos sacudido de nuestros miembros la pereza, porque los egipcios nos ofendieron al considerar que los persas no tienen cultura y huelen como cabras. Además miraban con envidia nuestros ricos territorios. Cuál sea el olor de los persas podrán pronto comprobarlo por sí mismos. Les enviaremos las puntas de nuestras flechas y espadas que sabrán probar en propia sangre. Antes de que el caudillo más importante de los suyos moleste en lo más mínimo al último de mis soldados, le cortaremos el cráneo. Además, como también vosotros sabéis, tampoco vinimos a Egipto para admirar junto al país a los hombres y gozar contemplándolos. La tierra aquí es terrible y por lo visto también sus hombres. En Egipto hay muchos bueyes; pero desde lejos no huele el lugar en que los egipcios los ocultaron en la tierra, para poder luego colocarlos junto a los muertos. Se dice que las mujeres egipcias son hermosas. Sus cráneos están rasurados, pero llevan pelucas negras que caen sobre sus frentes y ocultan sus apasionados ojos. Durante tres días esas mujeres os pertenecerán; también después de la victoria será vuestra la mitad del oro que descubráis. Pero antes de esto deberéis luchar. Mirad adelante y nunca hacia atrás. Seguid las órdenes de vuestros caudillos y estrategas. A mis jinetes les recomiendo especialmente no asustarse de los carros de combate de los egipcios. Se acercan envueltos en una nube de polvo y presentan un aspecto terrible. Sin embargo, en realidad son menos peligrosos de lo que parecen. Sobre vuestros caballos sois mucho más ágiles que ellos y podéis cambiar rápidamente de dirección. No disparéis vuestras flechas a los que guían esos carros, sino a los animales que los arrastran. Cuando los animales caigan, los carros se derrumbarán. Entonces los guerreros egipcios se encontrarán indefensos y constituirán fácil botín para vuestras espadas. Pero por ahora están todavía ocultos en sus empalizadas y fosas. Debemos intentar sacarles de allí. La mayoría de egipcios son vagos y no se mueven con agrado, prefieren permanecer ocultos en agujeros. Creen que su situación es ventajosa respecto a la nuestra. Pero los egipcios tienen a su espalda el agua y nosotros en cambio la montaña, desde la que bajaremos como rueda pesada que de este modo adquiere velocidad. Si los egipcios son tan perezosos como supongo, será necesario que nosotros iniciemos el combate. Pero no dirijáis vuestras flechas contra las empalizadas, donde quedarían detenidas por la arena, sino lanzadlas alto hacia el cielo para alcanzar con ellas los hombros y cabezas de nuestros enemigos. Los egipcios no llevan yelmos, a excepción de los extranjeros y mercenarios que luchan con ellos. Sus cráneos son duros y están quemados por el sol como piedras; sin embargo, creo que nuestras flechas sabrán abrirse paso a través suyo y encontrar sus huesos. Observad también la debida distancia de la posición enemiga. No queráis ser héroes, que naturalmente sois, y no galopéis inútilmente sin temor demasiado lejos, sino intentad dividir el campo para que vuestros caballos tengan sitio para correr y no se molesten unos a otros. Atacad con vuestros jinetes gradualmente, lanzad vuestras flechas y daos la vuelta rápidamente, mientras la infantería sigue vuestros movimientos y aguarda vuestra señal para atacar. Pensad: detrás de las posiciones de los egipcios está el Nilo y el campo abierto con las mujeres más hermosas y los tesoros más ricos. Vosotros y yo, la real majestad, estamos en el límite de dos mundos. Es decir, oriente contra occidente. En medio está el árbol de la muerte. Yo quiero que sean los otros quienes prueben sus frutos. Cazad a nuestros enemigos y sed como gatos que juegan con ratones. Cortad la mano derecha de todos los egipcios muertos, pero tan sólo los muertos, y traédmelas. Al que me presente más de cinco le recompensaré especialmente. Sabremos romper el muro de nuestros enemigos y gozaremos de sus mujeres; conseguiremos madera, marfil, oro y plata. Mientras os muestro todo esto ante la vista, sé con toda certeza que lucharéis como nunca, hasta el punto de que el adversario deseará no haber nacido. La pasión guerrera que mostraréis en vuestros ojos, causará espanto y temor entre los egipcios, de modo que se asustarán como moscas a las que un manotazo espanta. Luchad por vosotros, soldados, luchad por Ormuz y venced por vuestro rey.
Cambises no habló con fluidez sino de modo interrumpido y violento, hizo grandes pausas y mientras comía grandes trozos de carne asada. Bebía un trago tras otro de la copa que llenaba constantemente el servidor real. Los traductores copiaban afanosamente el discurso. Algunos estrategas, expresaban a veces su aprobación o manifestaban su contento. El rey, después de la comida, lavó sus manos en una jarra. Prexaspes hizo una señal y los jefes marcharon corriendo con los traductores junto a sus tropas.
Por el este, dos caudillos abrieron la empalizada del campo para que pudieran pasar a la vez varias columnas de jinetes. Los soldados pasaron y se reunieron en torno al campo señalado. Sus caballos estaban bien alimentados. Todo el campo se movía como un panal de abejas. Los caudillos leyeron a sus hombres la arenga del rey. Naturalmente, no todos terminaron al mismo tiempo, pues según su temperamento propio, unos hablaban más rápidamente que otros. Pero a poco tiempo de distancia se oyó el grito de guerra como se elevaba al cielo de todas partes. Olov apretó violentamente sus labios. No tenía la dirección de nada en especial. El barbarroja y yo estábamos a las órdenes de Damán.
Era ya tiempo. Los tambores del ejército resonaron, se agitaron banderas y estandartes. Jedeschir levantó su mano. Los jinetes de veinte grupos de mil hombres espolearon sus caballos en los flancos. Yo espoleé a Intchu y le coloqué junto a un carro. Formando columnas abandonaron los jinetes el campo y se colocaron frente a la empalizada en dirección hacia el noroeste en una línea formada por diez secciones. Cambises y sus jefes militares, Olov y yo nos situamos, como el día anterior, en la plataforma de observación junto a la empalizada.
A nuestra derecha el disco del sol hacía poco había abandonado el horizonte en una distancia aproximada de la palma de la mano; los jinetes comenzaron a avanzar. A izquierda y derecha, las alas del ejército iban algo retrasadas. La infantería se formó detrás de nosotros y marcharon en torno a la empalizada. El ataque se inició con un único grito al que se añadieron grupos y grupos, columnas y columnas, miles y miles. De este modo el grito se elevó a un ruido infernal con el que los soldados se animaban a sí mismos, mientras yo, desde mi lugar de observación, sentía que el frío recorría mi espalda. ¿Se les erizaban también a los egipcios los pelos?
La tierra estaba todavía húmeda del rocío. Los caballos, en su galope, levantaban poco polvo. Pero con toda certeza causaban terrible impresión en el enemigo. Pero, según parecía, los egipcios habían organizado muy bien a su gente, pues ni siquiera uno de ellos sacó su cabeza de las fosas para mirar.
En estos momentos el primer miembro de la caballería persa atacaba. Como una nube terrible dispararon varios miles de flechas que se elevaron a lo alto y cayeron lentamente sobre los defensores. Incluso nosotros oímos el zumbido. Los jinetes dieron la vuelta y avanzó la segunda ola, tensaron sus arcos y dispararon a galope. Algunos de ellos, guerreros elegidos especialmente para eso, saltaron de sus caballos y avanzaron en el campo de obstáculos para destruir las obras de fortificación. Pero la mayoría de ellos perdieron su vida en ello, pues era muy fácil para los defensores, detrás de sus corazas, matarles uno a uno con sus flechas.
También a la ola que atacaba le fue mal en su avance, pues mientras disparaban sus flechas a lo alto, los egipcios enviaron sus flechas contra sus cuerpos y muchos de ellos fueron derribados. Los persas tuvieron que acercarse cada vez más a la línea de defensa. Por todas partes veía caballos que caían. Los egipcios gritaron triunfalmente, mientras la caballería de Jedeschir entraba progresivamente en un estado de confusión, se impedían unos a otros el paso y las avanzadas, que ya debían retirarse precipitadamente, obstaculizaban el paso de la siguiente. Algunos persas saltaban de sus caballos para ayudar a los compañeros heridos y eran a la vez alcanzados por las flechas enemigas.
La infantería había seguido lentamente a la caballería. Confusos, los soldados estaban en el centro entre dos campos y no sabían qué hacer. Cambises ardía en indignación. Excitado, dio órdenes a Damán. Unos emisarios corrieron velozmente. La confusión pareció total en el llano, cuando los egipcios comenzaron a prorrumpir en gritos de victoria. Detrás de las obras defensivas aparecieron infantería pesada y ligera. Dispararon contra la caballería persa, que apenas podía controlar su confusión y disparar contra el enemigo.
En lugar de continuar con esta táctica, los egipcios cometieron su primer error en sus maniobras de respuesta. Según posteriormente supe, Kamala y Menumenit querían ya retirarse, pero Psamético, impresionado por la imagen de confusión ante sí, dio órdenes de contraatacar y perseguir al enemigo, aparentemente derrotado.
Así, a mí me costaba creer a mis ojos cuando vi una corriente de carros de combate y hordas de caballería salir por entre los caminos laberínticos delimitados por las fosas e intentar dirigirse con complicadas maniobras hacia los confusos persas. Éstos dieron la vuelta y buscaron su salvación en la huida. Los egipcios, en sus empalizadas, gritaban y agitaban sus armas. Era una imagen terrible. Las lanzas junto a las ruedas de los carros brillaban en el sol. Detrás, al lado y delante, galopaban jinetes mercenarios. Había por lo menos, seiscientos carros de combate y varios miles de jinetes. Sin embargo, los persas eran superiores numéricamente. Olov me susurró algo al oído. También él consideraba que era tonto que los egipcios hubieran abandonado sus empalizadas.
Pero ya era demasiado tarde. Los emisarios de Damán habían alcanzado el ala derecha e izquierda de los persas. La mayoría de ellos se componían de jinetes acorazados que hasta ahora no habían participado en el combate, sino que habían dejado a la caballería ligera que lanzara flechas. En cambio, ahora se unían y formaban un movimiento envolvente.
En medio del campo, que se veía muy bien desde nuestro lugar de observación, estaba ahora la infantería, dentro de la caballería que huía y que volvió a reagruparse detrás de la infantería. Los guerreros se colocaron en hileras de cinco y clavaron sus lanzas en el suelo. Luego retrocedieron algo y formaron columnas de tres miembros. La primera fila lanzó sus flechas sobre los egipcios, la segunda tensaba sus arcos, y mientras ésta disparaba, la tercera se disponía ya a hacerlo. Así siempre que la fila delantera bajo la orden de mando lanzaba sus flechas, la siguiente tensaba ya sus arcos para hacer luego lo mismo y dejar paso después a la siguiente.
Todo esto sucedió ordenadamente, de modo que el aire se llenó de flechas. Las flechas alcanzaban a los egipcios ahora descubiertos y atravesaban fácilmente los caballos de los carros. La caballería persa se había ya reagrupado y participaba también en estos disparos de la infantería. Los caballos de carga de los enemigos llevaban en sus espaldas bosques de flechas.
Esa pared de miles y miles de flechas volantes era imposible de romper por los egipcios. No hubo de hecho resistencia alguna. Con dolorosos relinchos y heridos muchas veces mortalmente, caían los caballos a derecha e izquierda. Con tal confusión, los jinetes se vieron también impedidos en su avance y eran lanzados de sus caballos incansablemente por la infantería persa.
Mientras, entraron en escena los jinetes armados de lanzas: partos, medas, susianos, todos armados con corazas en sus caballos. Sus yelmos eran de hierro ligero e iban protegidos de pies a cabeza, con unos simples agujeros en los ojos para permitir la visión.
El ala de caballería egipcia fue derrotada por completo. Nuestros jinetes acorazados les persiguieron, les alcanzaron con sus lanzas o empujaban sus cuerpos para hacerles caer de sus caballos. Según posteriormente supe, en ese momento de la lucha Psamético quiso enviar a su infantería y a todo el resto de caballería egipcia de que disponía en auxilio de los carros de combate derrotados, pero Menumenit, algo más prudente que el faraón, logró impedirlo en el último instante.
Por fin dejaron de verse flechas. Nuestra tropa estaba loca de alegría y saltó hacia adelante. Los soldados tomaron sus lanzas y remataron a muchos egipcios derribados entre los carros. Nuestra caballería avanzó por segunda vez hacia adelante y alcanzó a los egipcios que huían. Todos, incluso los heridos, fueron muertos, pues los persas se afanaban por conseguir aquella recompensa prometida por el rey, e incluso, según dijo Papkafar, llegaron a matar a compatriotas para conseguir una quinta mano. Después de la lucha, el rey manifestó que su promesa tan sólo era válida para ese primer combate, pues los persas parecían capaces de todo por la avaricia. ¿Quién podía distinguir una mano persa de una egipcia?
El júbilo por parte nuestra era indescriptible. Todo el mundo se movía y se abrazaba. Los jinetes saltaron de sus caballos para participar de la caza de brazos. Todo el orden de los soldados en el llano cesó por completo. Los guardias y la infantería, los armados de lanzas y todas las tropas auxiliares daban fuertes gritos y se dirigieron en tropel hacia la empalizada. Naturalmente llegaron demasiado tarde, pues, mientras, los últimos fugitivos habían alcanzado sus lugares seguros tras los fosos egipcios. De entre los caídos tan sólo podían hallarse manos izquierdas. Muchos, incluso cortaron ésas, pese a que de nada les servían. Yo creo que si en ese instante el faraón Psamético hubiera dado señal de ataque, hubiera logrado destruir medio ejército persa.
Cambises parecía transformado. Rebosaba alegría y regaló a Damán una condecoración. Había mandado cortar la cabeza a un egipcio que corría sin su mano izquierda, pese a que el hombre seguro que igualmente habría muerto.
En el júbilo de la victoria transcurrió rápidamente el tiempo. Yo observaba cómo en la parte de los egipcios reinaba la agitación. Con toda seguridad no tenían intención de volver a abandonar sus puestos de seguridad. Cambises mandó que se repartiera una comida especial. Yo dije a Prexaspes que en realidad aquello no había sido una victoria total. La fiesta de victoria era precipitada, puesto que los egipcios sólo habían perdido de tres a cuatro mil soldados, y quizás un número igual de caballería nuestra había también encontrado la muerte en el campo de batalla, frente a las fosas enemigas.
Triunfalmente se llevaron al campo unos cuatrocientos carros de combate egipcios. Lentamente la excitación se calmó. Muchos soldados habían conseguido dos o tres manos cortadas; con ello nada podían conseguir, pues tan sólo se recompensaría al que presentara cinco. Papkafar se movía entre los soldados y a cambio de plata les daba buenos consejos. Hizo que los hombres se unieran por el interés y varios unidos delegaron a uno que presentara al rey el trofeo de cinco, para luego repartirse entre todos el premio.
—No puedes imaginarte, Tamburas —me dijo—, qué tontos son la mayoría de guerreros. No saben solucionar el más mínimo problema. Muchos querían tirar las manos cortadas por no llegar a cinco el número, mientras otro a su lado tenía el número que faltaba para completar el trofeo. Finalmente me besaron agradecidos y me regalaron un tercio de su ganancia. Otros me llamaron padre. Cuando les pasa algo siempre vienen a mí en busca de consejo en lugar de correr tras su caudillo, que sólo les importuna, y se molesta por esto. Pero yo nada puedo hacer para que esos soldados no me llamen su benefactor y me respeten.
Por la tarde Cambises conferenció con sus jefes militares. La situación parecía confusa, pues al cabo de una hora Prexaspes envió un emisario en mi busca. Cuando entré todos tenían unas caras muy serias y preocupadas. Especialmente Jedeschir había recibido censuras por parte del rey, pese a que ni él ni su caballería eran responsables del primer caos ocasionado al principio del ataque. Cambises me hizo seña y me alargó una copa de la que él mismo bebió primero. Esto era un signo de máxima honra y yo vacié la copa de un solo trago.
—¿Qué harías tú, Tamburas, si estuvieras entre los egipcios? —me preguntó el rey.
—Nada.
Asombrado, abrió sus ojos.
—¿Nada?
Jedeschir se inclinó hacia adelante. Parecía esperar su definitivo despido.
—Si yo guiara a los egipcios, aguardaría —expliqué nuevamente—. Son numéricamente inferiores a nosotros y por tal razón en una batalla abierta perderían. Si yo fuera jefe de las tropas enemigas, dispondría que los soldados permanecieran detrás de sus puestos de seguridad. Tal como tú mismo viste, rey de los persas, todo ataque contra sus fortificaciones fracasará. Ni siquiera los más veloces y valientes jinetes del mundo de nada te servirían cuando se lanzan al llano frente a otros que se ocultan detrás de la tierra y apenas muestran sus cabezas, pero en cambio lanzan muchas flechas. Normalmente de cien flechas, diez alcanzan su objetivo. Pero cuántos hombres pierdes tú en el combate y qué pocos los egipcios; esto ya pudimos verlo. Si no hubieran sido tan poco inteligentes al enviar sus carros de combate y parte de su caballería, apenas quizás hubieran debido lamentar una sola baja y ahora habrían podido festejar su triunfo.
El rey me miró molesto como un perro al que acaban de dar una patada. Tan sólo Jedeschir parecía satisfecho.
—Tus palabras me duelen como si en mi ojos hubiera entrado una semilla —dijo Cambises—. Realmente hablas como un egipcio.
Yo contemplé sin miedo el rostro del fratricida.
—Que no lo soy lo sabes de sobra. Los persas están aliados con Polícrates. Yo estoy aquí como enviado suyo. Si tú me preguntas mi opinión, debo exponerla según la verdad. Pero si es que debo mentir, debías haberlo advertido antes.
Según me constaba, durante el tiempo de descanso, cuando el sol estaba en el cenit, varias secciones de infantería se habían deslizado hacia adelante y habían intentado destruir las obras de defensa de los egipcios, pero éstos les habían derrotado fácilmente, por lo que hubieron de regresar rápidamente. Cuando el emisario apareció, Papkafar me había aconsejado decir que me sentía enfermo y que no me presentara al rey. Cambises debía de estar excitado y seguramente no querría oír mi opinión.
—Como sabes, tenía yo muy buenas orejas, pero desgraciadamente hube de presentarme al rey en un momento en que tenía jaqueca. Por ello descargó en mí toda su ira. Te aconsejo, pues, Tamburas, que llames a Erifelos. El sabrá disculparte ante el rey.
Así había hablado Papkafar. Pero ahora estaba ya ante el rey y soportaba su dura mirada. Eran segundos de decisión extrema, pues un simple movimiento de su mano podía costar incluso mi vida. Sin embargo, desde el día en que la vida de Esmerdis expiró en mis brazos, en mi cara había algo, o quizás era mi actitud, que hacía meditar a Cambises. Sus ojos inseguros se movieron de un lado para otro.
—Tú me hablas como si fueras un igual a mí —murmuró desabridamente.
Mi mirada no le abandonaba.
—Tú eres Cambises, rey de los persas. Pero para aquéllos que todavía no lo saben, quiero en estos momentos hablar de mi procedencia. Yo soy Tamburas, un hijo de Pisístrato, el único dueño de Atenas y rey de los helenos. Yo te hablo sin temor, Cambises, como un rey ante otro.
Un murmullo de asombro recorrió a los asistentes. Ormanzón saltó sobre sus pies y se quedó paralizado. Cambises mandó que le llenaran la copa y tragó rápidamente todo su contenido. Luego se echó sobre la alfombra.
—Mis jefes militares se encuentran sin ideas sobre el ataque general. No tienen paciencia para aguardar e instalar un sitio que pudiera durar meses. Tampoco yo tengo paciencia para ello, pues creo que los egipcios están muy bien abastecidos de provisiones. ¿Qué harías tú, Tamburas, si yo te pidiese que decidieras, a ti, hijo de rey y quizás el de más alto linaje después de mí, y te entregara a la vez el mando sobre el ejército?
Trompetas y timbales resonaron en mis oídos, como anunciando próximas glorias. Que Cambises hablaba en serio lo comprendí por la expresión de su rostro. Transcurrieron unos minutos de silencio. Mi corazón latía tan fuerte que me daba la impresión que podía ser oído por todos. Algo cuyo nombre desconozco me otorgó de pronto la fuerza necesaria. Sonreí, abrí mis labios y dije:
—Los actos de un guerrero forman la gloria de un rey. Di la palabra necesaria, Cambises, que me otorgue poder sobre tu ejército y te manifestaré qué haría yo. Una lucha después de otra podría ser como una nueva herida sobre la piel desgarrada. Por la mañana el guerrero lucha mejor que luego, en la tarde, cuando hace calor y el aire no es fresco. Cuanto más durara el sitio más debilitadas estarían las fuerzas de los sitiadores. Un ejército victorioso debe vencer y concretamente en el plazo más breve de tiempo. Di, pues, esa palabra, oh dueño, pues también yo tengo mis ideas sobre la lucha como se desarrollaba en tiempos de los argonautas, que han quedado en mi pueblo como héroes inmortales.
Observé que el rey dudaba. En sus ojos se leía cierto desconcierto. El olor de axilas de sus jefes militares enrarecía la atmósfera de la tienda. Suspiró, quizá molesto, quizás inquieto, quizá tranquilo. Damán bajó los ojos. El pigmento de su piel se tornó oscuro como el fuego de una antorcha quemada.
Cambises levantó su mano. ¡Qué blanca, qué frágil aparecía! En su mente la decisión estaba ya tomada. Un jinete malo es aquél que se deja rechazar. No tan sólo los soldados, sino también las razones hay que permitir que se lancen, para verlas más concretamente. El caudillo debe ser visto por otro como compañero.
—Yo, el rey —dijo Cambises— que va por la tierra para conseguir más poderío para su pueblo, te otorgo a ti, Tamburas, el mando supremo de nuestro ejército a partir del momento en que abandones esta tienda y hasta que la próxima mañana despunte.
Probablemente su decisión de confiarme el mando de los soldados sorprendió, incluso, a sus caudillos y generales, pues Jedeschir quedó paralizado y Ormanzón se mordía literalmente las uñas.
—Bien; ahora, extranjero que has encontrado mi gracia —continuó Cambises—, habla ante estos testimonios. Expón tu plan, pues aunque eres joven, tus experiencias en la guerra, tal como todos los aquí presentes saben, son dignas de tener en cuenta. Puesto que los egipcios compran mercenarios, sin que sus frentes se frunzan por ello, habla ahora tú, Tamboras, como instrumento de gran valor de mi mano real.
Yo le miré y luego contemplé a los jefes militares allí presentes.
—La suerte de la guerra es como la chispa de fuego que una ligera brisa apaga —comencé lentamente—. Arde, pero puede apagarse en cualquier momento imperceptiblemente. Para vencer a los egipcios hay que considerar varias posibilidades, pero elegiré el método más simple para forzarles a salir de sus posiciones y vencerles en batalla abierta. Les daré ocasión a que puedan caer sobre nuestro campo persa. Por ello planeo lo siguiente y lo expongo, a grandes rasgos, mucho más burdamente intencionalmente de lo que en realidad será. Pero nadie sabe todo esto, a excepción de vosotros y yo. Los egipcios ven lo que ven y oyen lo que oyen. Naturalmente tan sólo comprenderán lo que nosotros les queramos mostrar. Estoy decidido a mostrar que antes de terminar la noche, más de la mitad del ejército persa abandona nuestro campo. Pero no lo abandonarán para atacar de improviso a los egipcios en sus fortificaciones. No, más de la mitad de los persas marchará hacia el sur, pero tan sólo en apariencia; se trasladarán, pasando por delante de los egipcios, hacia el llano como si el rey de los persas tuviera la intención de conquistar tales regiones, incendiarlas y saquearlas y marchar luego con su ejército hacia Memfis.
El rey, los caudillos y estrategas escuchaban mis palabras con la frente fruncida. Yo actuaba como un filósofo ateniense ante el tribunal real.
—Naturalmente, no es mi intención hacer eso en realidad —continué con voz cada vez más segura—. Eso significaría destruir todas nuestras fuerzas y disminuir la protección del campo para el rey y la mitad de sus tropas. ¿Qué se propone mi plan? Pretendo engañar con esta comedia a los egipcios y situarles ante una prueba. ¿Pues no es una comedia que cinco mil jinetes y cinco mil soldados de infantería abandonen el campo, golpeando el suelo con sus bastones para levantar mucho polvo, y procurando que los caballos relinchen y den fuerte con sus cascos en la tierra? La gente debe producir un gran alboroto, como si no se tratara de la mitad sino de todo el campo. Las primeras columnas de caballería y tropas producirán una enorme nube de polvo que lo oculte todo, pues hace mucho que no ha llovido y la tierra está seca. Incluso en la noche, en que el enemigo tan sólo vigila por medio de algunos guardianes, todo esto no quedará en saco roto. Los egipcios deben tener la impresión de que bajo la protección de la noche toda una corriente de hombres armados se dirige hacia el sur. Todas sus sospechas y temores crecerán infinitamente. No podrán saber que todo ese ruido no está causado, luego, por soldados que marchan hacia el sur, sino por los mismos que pasaron primero y que ahora regresan, puesto que luego de las primeras maniobras volveremos al lugar de origen. Tan sólo dos mil jinetes continuarán hacia el sur, procurando con su ruido que parezcan diez mil y no dos mil. Progresivamente todo ese ruido se desplazará hacia el sudeste. Los egipcios verán confirmadas sus sospechas, pero tan sólo sabrán lo que los persas les muestran.
Tan sólo sobre el rostro de Prexaspes apareció una sonrisa. Cambises, extrañado, preguntó:
—¿Cuál es el objetivo de tu maniobra y qué conseguirás con esto?
Yo humedecí los labios con la lengua.
—Los egipcios conferenciarán durante la noche. Nada sabrán de un engaño y supondrán que lo que han visto y oído corresponde a los hechos. Siquiera la mitad de los persas, así parece, ha abandonado el campo. Los caudillos entonces se encontrarán divididos. ¿Qué hacer, qué ordenará el faraón? ¿Continuarán los egipcios junto a sus fosos como perros atados por cadenas, que ladran amenazadores pero no son capaces de enfrentarse realmente al enemigo? Esto sería algo deprimente y cobarde, pues nada destruye más la moral de los soldados que la inactividad y la duda indecisa. ¿Deben, por el contrario, seguir a los miles y miles de persas, cuyo traslado vieron y oyeron, antes de que los extranjeros devasten y conquisten el país del sur y la capital? Podría así decidirlo el faraón, pero los egipcios se sentirían entonces divididos en sus opiniones. Los caudillos comprenderían que en tal caso se encontrarían cogidos entre tenazas, pues por una parte estaríamos en Memfis y en nuestro campo, ellos en medio. No podrán, pues, aguardar. Esa situación significaría una muerte lenta. Simplemente no pueden esperar mientras al día siguiente el pueblo egipcio es arrasado por los persas. Tan sólo les queda una salida, puesto que Cambises no se presta a la única y decisiva batalla: han de mantener libres sus espaldas para poder seguir tranquilamente a los persas hacia Memfis. Así pues, se echarán sobre nuestro campo e intentarán cogerlo. Esas reflexiones, así lo espero, madurarán en el curso de esta noche en las mentes de los caudillos egipcios. Para fortalecerles en su decisión, haré que la serie de guardianes esté muy disminuida. Incluso el fuego del campo se limitará al mínimo, mientras nuestros soldados se comportan muy silenciosamente, se ocultan y fingen no estar en el campo. Los caballos deberán colocarse todos juntos en un lugar aparte y deberán haber comido mucho. Si tú me preguntas, rey Cambises, por qué y cómo sospecho y supongo que así actuarán los egipcios, te contestaré que pienso con el cerebro de nuestro enemigo, me coloco en su situación y veo lo que yo en su lugar decidiría en tal situación. ¡Tan sólo existe esa posibilidad para ellos! Los egipcios han de atacar. Abandonarán sus fortificaciones e intentarán tomar nuestro campo para conseguir la primera victoria. Además eso les libera de un eventual perseguidor por la espalda y les ofrece la posibilidad de ser ellos los que formen las tenazas contra esa mitad del ejército que se traslada hacia el sur, puesto que ellos estarían en una parte y con toda seguridad debe haber más soldados por la parte de Memfis. Así sucederá, pues conozco el corazón de los hombres, y en lo que respecta a los soldados de Egipto, son criaturas como nosotros. Pero cuando los enemigos se acerquen todo el ejército persa en su conjunto descenderá de la colina y les destruirá por completo.
El rostro de Ormanzón brillaba.
—La voluntad del rey es la voluntad de Ormuz. Tamburas tiene razón. Aguardar sería muerte lenta. Este plan abre sus fauces que podrán ser llenadas con egipcios esperanzados. Yo apruebo el plan y le garantizo mi apoyo.
Jedeschir aprobó con la cabeza, incluso Damán me miró interesado. Prexaspes me observaba con aire reflexivo. Su cara expresaba admiración. No era envidioso, pero seguramente no pensaba que yo fuera capaz de tales ideas.
Sentado allí, con la barbilla inclinada y sombras negras en sus ojos, estaba Fanes en un rincón, sin que nadie le tuviera en cuenta. La muerte de sus hijos le había destrozado, y si algo rondaba en su mente, era con toda seguridad la idea de venganza. Intranquilas, sus manos se movían por encima de sus rodillas. A veces se mesaba el pelo. Nadie le miraba.
Cambises extendió su mano sin decir nada. Ante su gesto tuve miedo, pero era una consecuencia previsible. Damán me miró con respeto. Alargó al rey el bastón de mando de oro, adornado con esmeraldas y rubíes. Yo lo recibí de manos de la majestad persa. Pesado y frío, el metal estaba en mi mano. Los rubíes lanzaban destellos rojos como la sangre sobre mis dedos.
—Todavía una cosa, Tamburas —dijo Cambises, y sonreía fríamente al hablar—. Tus exposiciones de hace un instante estaban llenas de promesas. Espero que no hubiera ningún error en ellas, pues haré que tu nombramiento sea proclamado por heraldos. Dirán que cuanto suceda tiene a ti por responsable. Un fracaso recaerá exclusivamente sobre tu cabeza.
Yo sabía qué significaba eso. ¡Qué pobre, miserable era ese fratricida de rey! Un fracaso caería sobre mi cabeza. Esto significaba: gloria y fama en caso de victoria; pero si mis predicciones no se cumplían, mi muerte.
Todos los caudillos, incluso Fanes, me miraron. Yo me incliné profundamente y abandoné tranquilamente la tienda.
Fuera, aspiré profundamente el aire fresco. Algunos hombres de la guardia personal del rey reconocieron el bastón de mando real y profirieron exclamaciones de asombro. Pedí que me trajeran mensajeros y rápidamente di órdenes. El bastón de mando lo agité en el aire. No me quedaba mucho tiempo. La gente de mayor importancia corría de un lado para otro, mientras yo paseaba por el campo como un matemático de mi patria, al que los dioses sugieren la solución; meditaba mis cálculos.
Mientras, de la tienda de los médicos sacaban a muchos heridos que habían fallecido. Los jefes militares persas y Erifelos tenían mucho trabajo. En realidad, su labor al día siguiente se triplicaría o cuadriplicaría.
El signo de mi nueva dignidad dirigía la atención de todos los soldados hacia mí. Como fuego se difundió la noticia de tienda en tienda. Así Olov estaba ya al corriente cuando retiré la cortina y entré en su departamento. Pese a que se sentía molesto de que el rey no le hubiera llamado a él, se interesó por mi plan, me alabó y me dio golpes cariñosos en la espalda. Yo dije que dejaba sobre sus hombros gran parte de responsabilidad y le colocaría al frente de la infantería persa.
—Está bien que pienses en mí, Tamburas —me dijo Olov reflexivo—. En lo que respecta a tu plan estratégico, eres a veces astuto. Pero también los soldados necesitan, aparte de mentes claras, la mano dura que pueda dar el golpe final. ¿A quién podrías mejor confiarte sino a tu compañero, que en la corte de Polícrates tenía más rango que tú?
Esto no había olvidado mencionarlo. Pero al decirlo, el barbarroja sonreía y me guiñaba los ojos, como para indicarme que no estaba celoso y consideraba mi victoria como suya.
Los ruidos de cuernos y de los tambores se sucedieron. El campo comenzó a agitarse. Por todas partes se proclamaban mis órdenes y disposiciones. En todas partes donde me mostraba, los soldados me aclamaban. Fui a ver a Prexaspes y dispuse que los hombres recibieran doble ración alimenticia. También propuse se les diera vino con más prodigalidad, pues sabía que nada aumenta tanto el valor de los soldados como la bebida y los cantos.
Todavía faltaban dos horas hasta el crepúsculo. Con Damán y Prexaspes indiqué a los caudillos de las tropas escogidas lo que debían hacer. Cien, quinientos, mil, cinco mil jinetes se pusieron en pie. Los demás se quedaron allí. Igual cantidad de infantería se dispuso también a la marcha. Comenzó la gran marcha, que en realidad no era tal.
Miles y miles abandonaron el campo. Entre la infantería hice que marcharan también los carros vacíos que rodaron tan lentamente como si llevaran pesada carga.
Con Olov y otros caudillos me oculté en una empalizada para observar la reacción de los egipcios.
Allí los hombres se agitaban como hormigas. Diez mil se mostraron en las empalizadas. Me podía imaginar cómo estaban discutiendo y reflexionando. Antes de que el crepúsculo ocultara la imagen de la columna de persas que se trasladaba, me decidí a hacer un gesto teatral. Con Olov y un grupo de caudillos salí, sobre Intchu, con mi manto real del campo. Mi manto se agitó frente a los egipcios como una lengua roja. Por todas partes donde me mostraba los soldados me saludaban con la mano en alto e inclinaban sus armas.
—¡Con Tamburas, por Cambises y Ormuz! —se oía gritar por el llano a mil voces, que seguro debía llegar como rumor a oídos de los egipcios.
Bajo la protección de la noche regresé de nuevo al campo y ordené máximo silencio. Por otra parte, era necesario que durante rato se oyera todavía ruido por la parte sur para que ellos creyeran que se trataba de una marcha sin fin. Ormanzón envió patrullas a pie —los caballos se hubieran oído en la noche— para que observaran los movimientos de nuestros enemigos. Según me informaron los nuestros, hicieron probar las puntas de sus lanzas a catorce espías enemigos. Con toda seguridad habían recibido el encargo de seguir al ejército.
Durante la noche apenas dormí, pese a que Papkafar, radiante de entusiasmo de que su dueño hubiera sido nombrado jefe supremo, vigilaba mi tienda con toda solicitud.
—Ahora duerme, Tamburas —me decía—. Me armaré con una lanza y derribaré al que se atreva a acercarse a tu tienda. Nadie ha de molestarte a no ser que llegue un mensaje del rey. Si estás intranquilo, no temas, pues sabré con mis manos darte un masaje reparador, que te ponga en seguida a punto. No estarás dormido cuando comience la batalla. Si vencemos, Cambises te recompensará ricamente. Por ello he encargado dos carruajes con los correspondientes animales de tiro, pues sin duda te serán necesarios.
Yo apenas le oía, pese a que me daba la impresión de que nuevamente Papkafar se merecía una bofetada. Varias veces afirmé con la cabeza y me entregué bañado de sudor a nerviosos sueños. Agneta aparecía en mi subconsciente como un fantasma blanco. Yo corría a su encuentro para salvarla de los egipcios que la perseguían, pero de pronto tenía la cara de Goa. Mi amigo Limón estaba detrás de ella y levantaba su espada.
Después de ese sueño perdí las ganas de dormir. El resto de la noche lo pasé nervioso. Una vez me levanté y escuché. Quizá los egipcios llegaran durante la noche. Había ordenado que los vigilantes tras las empalizadas recibieran refuerzos, aunque no debían dejarse ver. La noche permanecía tranquila, tan sólo crepitaba el fuego de algunas fogatas. ¿Vendrían los egipcios? Papkafar roncaba sobre un almohadón. Era realmente un buen guardián; prometía velar por su dueño y se dormía.
Mi esclavo se asustó cuando le toqué con el pie.
—Hasta ahora tan sólo vi soldados —me dijo— que nada querían sino echar una mirada sobre el nuevo jefe supremo. Yo me incliné para respirar hondo y me sumí en el sueño, tan agotador había sido mi trabajo. —Me contemplaba atentamente—. Tienes aspecto de necesitar algo, Tamburas. ¿Necesitas una mujer? Podría procurarte una, pues algunos soldados han traído muchachas a escondidas, que apresaron en los pueblos conquistados. Con el cocinero vive una, oculta entre los sacos de harina, una belleza morena, que con toda seguridad es capaz de apagar tu tensión. Para que no la traicionara, ayer me regaló una moneda de plata. Sin duda sería una honra para el cocinero compartir con el jefe la mujer, pues si tus dedos la tocaran ganaría en valor ante sus ojos.
Yo nada respondí, sino que volví a mi tienda. Con toda certeza esa noche era el hombre más intranquilo y solo del mundo. ¿O me engañaba? ¿Qué sentiría Psamético, el faraón de los egipcios? ¿Dormía Cambises? Aparté tales ideas de mi mente y me estiré.
Antes de que se levantara el día ordené que se despertara a los soldados. Los hombres buscaron sus armas, los caballos fueron alimentados. Entonces los soldados recibieron su ración. Lo demás dejé que el vino lo hiciera. ¿Me fatigaría ahora que se acercaba el momento supremo? Yo me sentía bien, pues Papkafar con su masaje me había hecho recuperar las fuerzas.
Cuando me presenté a Damán, Prexaspes y los demás caudillos, me sobrecogió un pánico horrible. Apenas podía respirar. ¿Actuarían los egipcios como yo deseaba? ¿Serían mis suposiciones meras utopías? La preocupación destrozaba mi corazón y sentí la experiencia amarga de la decisión aislada. Todo cuanto yo había planeado y reflexionado era mera teoría. Muchas veces la práctica no se adecuaba a lo pensado. Además ni una sola vez había pensado en los dioses ni solicitado su bendición. Prexaspes fue el único en reconocer el pánico en mis ojos y se hizo a un lado. Ese simple gesto me devolvió parte de la seguridad perdida, y departí órdenes, sin mirar a nadie. Cambises debía permanecer en su tienda real para no exponerse al peligro durante el ataque previsto.
Una pálida pincelada gris de la mañana que nacía se dibujó en el horizonte. Todavía era de noche, pero todo el ejército persa se movía con energía inusitada. Los soldados habían comido y bebían ahora vino; mientras, yo reflexionaba si era posible que algunos espías egipcios hubieran alcanzado a nuestras patrullas y quizás estaban ahora en trance de contar a sus jefes que los que marcharon no eran sino dos mil jinetes. ¿Se burlarían los egipcios de nosotros? Pero, me decía yo, no podía ser que tales espías regresaran antes de mediodía, puesto que nuestros jinetes se habían alejado mucho.
Papkafar me trajo el manto real. Yo había olvidado echarlo sobre mis hombros. Tal como me aconsejó Prexaspes, envié algunos casitas que sabían ocultarse bien, hasta la línea de defensa egipcia. Regresaron cuando el sol comenzaba ya a despuntar y anunciaron que tras las empalizadas enemigas se oía mucho ruido y alboroto, producido por las armas. Ordené a todos los soldados que tomaran los lugares previstos y me situé con otros caudillos en el sitio de observación, detrás del muro de la empalizada. La tienda real la hice proteger por una triple hilera de guardias del rey. Cambises podía distraerse con sus mujeres. A izquierda y derecha de la parte prevista para el ataque de los enemigos se abrieron caminos para los caballos, pues en caso de tal ataque la caballería debería abandonar inmediatamente el campo.
Desde el noroeste hasta el oeste había en estos momentos más de veinte mil hombres de infantería persa, ocultos. En cambio, en la empalizada, siguiendo mis órdenes, tan sólo unos pocos se dejaron ver, para provocar la impresión de que la vigilancia había disminuido en el campo.
Lentamente amaneció el día. Ya se podía divisar a la distancia de un estadio, cuando dos grupos de caballería egipcia surgieron ante nosotros. Mandé que se dispararan flechas; tan sólo unos cien soldados debían participar contra los egipcios. El enemigo se retiró rápidamente. Que no se enzarzaran en seguida en la lucha, me pareció buena señal; mandé, pues, que se repartiera de nuevo vino.
Mis caudillos mostraban apenas la punta de la nariz al espiar por la empalizada. Un velo ligero se extendía por la atmósfera que el viento del norte iba desgarrando progresivamente. El clamor que oí en ese momento me sonó como la mejor música. Se oía el chocar de las espadas contra los escudos.
El día llegó sobre corcel ágil. En la claridad que crecía de instante a instante, pude reconocer la primera sección de las tropas egipcias, vestidas de verde, amarillo y azul. En largas hileras se sucedían los soldados que salían por entre los caminos marcados por sus fosas. Estaban ya frente a nosotros, cientos, luego miles y finalmente más de diez mil. Yo aspiré profundamente. Mi corazón latió apresuradamente. Los dioses me habían ayudado aunque nada les solicité. Pero todo cuanto sucedería estaba ya determinado previamente.
Lentamente se formaron la cabeza de ataque y las falanges. Observando el despliegue de sus fuerzas, yo pensaba que, en algunos aspectos, habría procedido de distinto modo si hubiera estado en la parte de los egipcios. Habría aprovechado la niebla de la mañana, habría irrumpido con la protección de su velo, para así ocultar la mirada hasta estar más cerca del campo. En cambio, ahora yo podía, junto con los caudillos persas, seguir perfectamente todos sus movimientos.
Junto a los cráneos egipcios, reconocí los yelmos de los jonios, así como las típicas capas de los dorios. Muchos de los soldados enemigos llevaban yelmos de metal ligero tal como los que poseían en mi patria Artaquides y Delfino. Así pues, estaba luchando en contra de hombres de mi propio pueblo. Pero esto apenas me resultó consciente, pues en estos momentos tenía el mando supremo del ejército persa y tan sólo veía en frente al enemigo.
Los bloques, grupos y secciones, primeramente desordenados, se dividieron en columnas de egipcios y se unieron progresivamente formando una unidad cerrada, dispuesta para la lucha. Era una imagen imponente, impresionante. Dos tercios del ejército egipcio, más de cuarenta mil hombres, eran soldados de infantería. Estaban hombro junto a hombro y sus escudos redondos y cuadrados les cubrían los flancos. Las falanges con los yelmos jonios imponían por el atuendo de su cabeza. Esos hombres se veían más altos que los demás. Ante su visión, los vigilantes persas enmudecieron, y yo me sentí contento de que los soldados persas hubieran bebido vino y no estuvieran en este momento contemplando la imagen que nosotros veíamos.
Damán inclinó su cabeza hacia mí. En su rostro reseco parecían trabajar miles de hormigas. Intranquilo, hizo de su mano un puño. Así pues, ordené que nuestros vigilantes dieran señal de alarma. Era una alarma necesaria tan sólo para continuar el engaño de los enemigos, pues nuestras cadenas de defensa, que en estos momentos se mostraban detrás de la empalizada del campo, estaban al corriente y sólo querían fortalecer la impresión en el adversario de que la mayoría de persas no estaban allí. La masa de infantería y toda la caballería se mantenía silenciosa, pese al vino, a la espera de mis órdenes.
Ahora sonaban de parte de los egipcios los tambores. Las secciones y columnas, cada una de ellas de quinientos hombres, se pusieron en movimiento. Muy lentamente, al principio y casi sin abandonar su lugar, pues los jefes querían conseguir una línea única, de diez miembros.
Pero precisamente esa entrada lenta, precisa, implacable, mecánica de decenas de miles de piernas, de rodillas que se levantaban al son del tambor, produciendo reflejos dorados bajo el sol, que danzaba sobre las puntas de las lanzas y espadas de los egipcios, causaba tal miedo que muchos de los soldados persas lanzaron un suspiro de temor. Algunos incluso ahogaron gritos de miedo, y tan sólo las filas de infantería oculta conservaron toda su valentía permaneciendo en los puestos. Mandé nuevamente repartir vino para que renaciera de nuevo el valor entre los soldados y para que, ocupados en beber, no se preocuparan de los egipcios.
Prexaspes murmuró a mi oído:
—No me parecía posible, pero realmente engañaste a nuestro enemigo, Tamburas. Inconscientes como peces que nadan en la red que les apresa, se mueven. Parece que estén seguros de causar impresión, al mostrarnos la majestuosidad de su aspecto y orden. No retardes dar la señal para el ataque. Si los egipcios alcanzan nuestro campo, de nada nos servirá la caballería.
Vi cómo su piel se tornaba como la de una gallina. Apenas podía contenerme la risa. Se veía que nunca hasta hoy había visto tan cerca la amenaza de un ataque enemigo. Entre los egipcios una parte de la caballería se trasladaba de lugar. Se situaba en los flancos, mientras el grueso del ejército permanecía en el centro, detrás de los cuarenta mil soldados de infantería. Parecía que Kalmala y Menumenit habían aprendido del ataque de caballería de los persas y estaban dispuestos a emplear su caballería tan sólo para perseguir al adversario derrotado.
Pese a que las falanges marchaban muy lentamente, estaban ya tan cerca nuestro que algunos persas detrás de la empalizada dispararon ya las primeras flechas, porque no podían contener su nerviosismo. Pero puesto que los jonios protegían con sus hombros a los egipcios y sabían manejar muy bien sus corazas, esas flechas causaron muy pocas bajas.
—¡Conservad la calma! ¡Contraataque tan sólo a mi señal! —susurré a izquierda y derecha.
Olov refunfuñaba entre un grupo de infantería.
Cierta tensión se soltó en mi pecho.
—Lanzas hacia adelante —ordené—. Los hombres más fuertes y los mejores lanzadores, en las primeras filas.
Con flechas poco se podría conseguir contra los pesados escudos de la infantería egipcia. Esto tan sólo lo había comprendido en este momento.
Yo miré por la empalizada. Los egipcios estaban ya tan cerca que sobrecogía verles. Los nuestros avanzaron a los primeros puestos todo el material que podía lanzarse. Sin mirarles, oía el paso firme de las columnas egipcias. Pum-pam, pum-pam. Primero se oía el tambor, luego seguía el ruido terrible de los pasos.
Parecía haber muerto toda la vida detrás y delante de mí. Los soldados escuchaban con los rostros contraídos. Nuestros defensores gritaron de tal modo que parecía que mis venas iban a estallar. Prexaspes, a mi lado, jadeaba. Yo cogí su brazo para que no terminara de dar la señal, que sentía como imprescindible en su nerviosismo. Cuanto más dejáramos avanzar a los egipcios, más sorpresa les causaría nuestro ataque. De entre los lidios, babilonios y capadocios, algunos hombres huyeron despavoridos por la empalizada. Vi cómo Olov pegaba a varios soldados y con duras palabras mantenía el orden y la razón. Los soldados de infantería que permanecían ocultos dispusieron sus espadas para el ataque.
La mayoría de nuestra gente detrás de la empalizada se comportaban como locos. Disparaban flechas o lanzaban espadas casi sin apuntar. Por ello apenas lograban tocar a un enemigo. Su valentía parecía como el espanto de un ratón ante el gato. Con precaución miré por encima de la empalizada. Las falanges marchaban lentamente para permitir a las tropas de atrás que se acercaran. Los egipcios sonreían ante las flechas de los persas y se ocultaban detrás de los escudos. Ahora los atacantes formaban como una pared de hombres fuertes, corazas levantadas y brillantes espadas.
Con un redoble de tambores los egipcios se lanzaron al ataque. Entre los egipcios se oyó un grito imponente. Vi las bocas desgarradas, los escudos que descendían para proteger piernas y cuerpo. Sus pies resonaban cada vez más fuerte. Veinticinco pasos de distancia, ahora veinte…
¿Era ya demasiado tarde? ¿Había aguardado demasiado? Prexaspes, junto a mí, parecía estar al cabo de su control. Su cuerpo sudaba. Yo levanté la mano. Los cuernos resonaron. Al mismo tiempo salté sobre la empalizada. Mi manto real ondeó como una bandera. Vi a Olov; le seguían los soldados de infantería como un solo hombre. Muchos parecían borrachos. Sus rostros estaban rojos, gritaban.
—¡Adelante, Olov! —grité.
—¡Adelante, Tamburas! —respondió el barbarroja.
Entre los soldados se difundió ese grito.
—¡Adelante con Tamburas! —así dijeron miles y miles de voces persas.
—Nuestra es la victoria —me dijo Prexaspes, con voz alterada.
Frente a nuestro campo el terreno descendía. Así pues, los egipcios se agolparon ante la pendiente. Quince pasos, diez tan sólo había de distancia. Pese a que mi corazón latía, me di cuenta de la situación desfavorable en que se encontraban. Las tropas que venían de lo alto podían ser el doble de eficaces que las de ellos que subían.
Yo agité mi espada, la lancé y tomé de nuevo otra. Ambas atravesaron a egipcios, de los que llevaban corazas y estaban situados en los flancos. Ambos hombres se tambalearon y cayeron finalmente al suelo. Al caer no pudieron soltar sus manos del escudo. Olov se lanzó y junto con él todos nuestros hombres que hasta entonces habían aguardado en la empalizada. Más de doce mil lanzas fueron arrojadas con toda fuerza contra los enemigos y destrozaron sus corazas. Ya volaba la segunda ola de lanzas sobre los sorprendidos egipcios.
El orden de las compactas filas se rompió, las falanges se dividieron. Se oían por todas partes quejas y gritos, el estertor de la muerte. A mis pies se extendió inmediatamente un bosque impenetrable de escudos abandonados. Hasta el quinto y sexto miembro ya no había ningún egipcio en las filas. Los persas gritaron de alegría. Cada vez se arrojaban más lanzas hacia adelante. Los más fuertes de entre nuestros soldados llegaron a pelear con diez enemigos. Cuando las últimas formaciones del enemigo emprendieron la huida y chocaron contra las columnas de caballería egipcia, lanzamos flechas a sus espaldas descubiertas.
Yo daba órdenes. Con el clamor del triunfo, naturalmente, suponía que no me oirían los encargados de tocar el cuerno; sin embargo, automáticamente se colocaron sus instrumentos en la boca y soplaron para dar la señal a la caballería. Todos cuantos disponían de caballo, por lo menos cincuenta o sesenta mil hombres, emprendieron el galope y rodearon a los egipcios derrotados con un amplio movimiento envolvente.
Rápidamente desenvainé otra espada y la agité en el aire. La infantería se agitaba como loca.
—¡Adelante con Tamburas!
Sacaron sus espadas y se lanzaron por la pendiente en formaciones de decenas. Olov peleaba valientemente. El suelo estaba cubierto de egipcios muertos o heridos. Los persas golpeaban hacia todos los lados por donde veían egipcios. Ya no había una resistencia seria. Tan sólo en una sección de los flancos, formada por guerreros jonios, intentó oponerse a nuestros soldados, pero fueron rápidamente derrotados por las lanzas de nuestras tropas, irresistibles en su impetuosidad.
Era una victoria, una gran victoria, no había duda alguna de ello. Las tropas de caballería persa alcanzaron a los egipcios que huían y los detuvieron. De este modo el grueso del ejército fue obligado a replegarse en el centro. En parte los que huían lanzaban sus armas. Pero allí donde los persas encontraban a un egipcio, lo despedazaban sin consideraciones de ningún tipo. Hubo también mercenarios de los egipcios que se orientaban a gritos y se agrupaban para pelear en contra nuestra, pero su inferioridad numérica era tan notable que todos pagaron con la vida tal intento desesperado.
Cada vez más egipcios se lanzaban al suelo, pese a que muchos ni siquiera parecía que estuvieran heridos, aparentando estar muertos. Pero esto de poco les servía porque los persas, llevados de la pasión de sangre, atravesaban con sus espadas a todos por lo menos tres veces, antes de continuar su caza. Puesto que los soldados de Cambises perdían en esto algo de tiempo, los egipcios ganaron algo de espacio. Muchos incluso llegaron a alcanzar su campo. Pero confusos por la derrota, ni siquiera lograban ellos mismos atravesar los obstáculos de su defensa y permanecían ocultos con sus caballos en el campo de obstáculos, o se lanzaban a las fosas.
El grupo que permaneciera en su campo lo había contemplado todo detrás de las empalizadas. Los gritos de terror que lanzaban se extendían por el llano. Fuera de sí por los persas que les derrotaban, se lanzaron a una salvaje huida, pese a que hubieran podido siquiera defender su campo.
Los egipcios frente a nosotros llamaban a sus caudillos. Pero éstos probablemente desde hacía mucho habían abandonado, junto con el faraón, el campo, puesto que los emisarios constantemente les habían tenido al corriente de los hechos. Lentamente me fui quedando hacia atrás y cerré mis ojos al terrible espectáculo.
Prexaspes envió un emisario al rey para transmitirle la noticia de la victoria. Damán y Ormanzón cabalgaron en sus caballos por entre el campo de batalla. Fanes no se veía en ninguna parte. Probablemente ahogaba su sed de venganza entre heridos y muertos. De la empalizada de nuestro campo vino un caballo sin jinete hacia mí. Intchu relinchaba y apoyó su cabeza en mi hombro. Yo monté sobre él y cabalgué lentamente como jefe supremo del ejército detrás de mis tropas.
Grupos de egipcios y jonios a pie habían alcanzado la desembocadura del Nilo. Se lanzaron al agua, pues, a diferencia de los persas, la mayoría de ellos sabían nadar. Los nuestros continuaron persiguiéndoles con flechas, pero muchos lograron escapar. También Psamético parecía haberse escapado. Todo su campo estaba vacío a excepción de algunos locos a los que el miedo había paralizado la razón. Se arrodillaban como perros locos o lloraban como niños. Abandonaron sus armas y el enorme campo cayó en manos persas.
Como pequeños arroyos que se unen para formar un gran río, se agruparon todos nuestros soldados y se lanzaron sobre el campo de los egipcios en busca de botín. Durante largo rato se oyeron gritos y clamor de victoria. Por la avidez de rapiña dejaron en estos momentos los persas a los egipcios heridos o desarmados. Jedeschir, junto con un grupo, iba juntando los prisioneros frente a las fosas, donde les vigilaba y a la vez protegía de posteriores malos tratos.
De pronto me sentí terriblemente cansado. Lentamente cabalgué hasta nuestras empalizadas y observé los rostros de nuestros caudillos. Lentamente también parecía aflorar a sus rostros la fatiga por el vino, la lucha y la victoria. El campo de batalla ofrecía un espectáculo desagradable. A montones se veían los cuerpos inánimes de los egipcios. El polvo lo cubría todo, el olor de la sangre se extendía por todas partes. Hacía calor y el sol quemaba implacable. Por la tarde todo aquel campo junto a la desembocadura del Nilo parecía un enorme cementerio. Los cuervos aparecían ya en el cielo. Los pájaros sagrados de Ormuz podían darse un buen banquete.
Por la tarde Cambises apareció en el campo y lo inspeccionó todo, tomó la noticia de la victoria con la mayor naturalidad, como si no fuera de esperar nada distinto. Allí en el campo me otorgó la máxima condecoración. Junto a él, a unos cinco pasos de Prexaspes y Damán, cabalgué por entre el lugar conquistado. Los soldados se inclinaban a nuestro paso, tocaban la capa del rey y la mía, besaban nuestros pies y gritaban a coro:
—¡Tamburas, caudillo de Cambises!
Papkafar disfrutaba especialmente de este espectáculo. Se colocaba por entre la gente y aunque no quisieran oírle decía a todos:
—Tamburas es mi dueño y señor. Además es también mi amigo. Su amistad me resulta patente siempre que conversamos; además para mí es el primero de todos mis amigos.
Los soldados, en su alegría, le festejaban también, llevándole en hombros. Después de Cambises y yo, fue el hombre más aclamado por el ejército. Esto le puso tan contento que durante dos días ni siquiera se preocupó de engañar con algún nuevo truco a los soldados.
Con Erifelos hablé tan sólo una vez, tenía mucho trabajo con los heridos y agonizantes. Se podían contar 40 000 egipcios muertos; por parte persa habían caído seiscientos.
Olov fue el primero en abrazarme después de la victoria. Posteriormente bebió tanto que apenas se mantenía en pie. Yo mandé que le llevaran a la tienda.
—Los soldados te llaman antorcha en la noche —me dijo cuando le censuré—. Tu camino está siempre mucho más cerca de la gloria que el mío, Tamburas. He bebido vino y por fin me doy cuenta de las cosas. Por Zeus, también yo en el futuro sacrificaré a tus dioses para que cambien definitivamente mis asuntos y mi suerte, pues eres un héroe, Tamburas, y yo no lo soy todavía.
Esas palabras pronunció Olov. Al igual que todos nosotros era un hombre y como tal se dejaba llevar por la estupidez y la envidia.