No es mi intención valorar el tiempo que pasé en la isla de Polícrates, pero hubo momentos que hicieron agradable mi estancia en ella cuando regresábamos de nuestros viajes. La amante del rey, cuyo nombre era Pandione, era también la mía. No creo que Polícrates se sirviera con frecuencia de ella, pero hablaba diariamente con ella y oía gustoso sus consejos.
Siempre que nos encontrábamos secretamente, aquel-que-tú-ves-en-mis-ojos, como yo llamaba a Pandione, parecía más hambrienta de mis besos. Parecía esforzarse en que resultara dolorosa hasta el máximo la despedida tras una noche de estar juntos.
He de confesar que visité varias veces a Sina, pese a que su cuerpo era tocado por más hombres extraños que marinos incultos puedan existir. Ni siquiera hoy puedo aseverar cuál de las dos era la más experimentada, cuál era más perfecta en los asuntos de amor. Pandione la compartía con el rey, esto realmente hacía que la prefiriera.
Transcurrieron casi dos años. En el mundo sucedieron muchas cosas. Lo inesperado sucedió y también lo que los dioses desde hacía mucho habían pronosticado. En lugar de una respuesta de los míos, supe de mi país que Pisístrato había muerto. Hiparco e Hipias dominaban ahora incondicionalmente en Atenas. También Ciro, el gran rey de los persas y medos, conquistó Lidia; Ciro, el que había llegado hasta Babilonia y con sus soldados había abatido las murallas tenidas por invencibles, para conseguir el reino de Babilonia, también él fue llamado por los dioses, que lo enviaron al reino de las sombras. Pero murió como es propio de un soldado y rey, en el campo de batalla.
Como tormenta irresistible, la fama del persa había llegado a Occidente. Su victoria había liberado a fenicios y judíos. Como político hábil, supo ganarse amistades e hizo de las dos naciones sus aliados, los fenicios a causa de su flota, los judíos porque le adulaban y le llamaban elegido de sus dioses. Un profeta llamado Isaías, desde hacía mucho, había predicho la liberación de los judíos del yugo de Babilonia.
Ciro comunicó a los judíos la autorización de regresar a Canaán. Allí le resultaban útiles, a causa de su odio a los babilonios, en contra de un posible resurgir del poder babilonio. Ciro permitió la restauración del templo judío, en donde halló de nuevo lugar el arca sagrada, que Nabucodonosor había llevado consigo a Babilonia como trofeo.
Así pues, ese hombre, Ciro, había muerto. De su hijo, Cambises, las noticias informaban que estaba dispuesto a proseguir la obra de su padre, y pensaba incluso en superarla. Mensajes secretos informaban de sus preparativos para la guerra contra Egipto. Cambises quería someter a medio mundo y hacer que todos los hombres temblaran al pensar en él.
Polícrates, el astuto zorro, envió secretamente un mensaje a Cambises solicitando la amistad de los persas. No importunaría así a un aliado; por ese tiempo tenía Polícrates otras preocupaciones. Miles de los habitantes de Samos, que no estaban a su lado, y que él había separado del poder al adueñarse de la isla, se habían trasladado hacia Occidente y se habían puesto a las órdenes de los lacedemonios. Contrajeron amistad con los espartanos y procuraban arrastrarles a una batalla contra Polícrates. Nuestros barcos habían despojado a varios comerciantes lacedemonios, de modo que las palabras de estos hombres hallaron oídos propicios.
Para complacer a los persas, Polícrates llegó a traicionar incluso al rey de Egipto, Amasis, con el que le unían muchos asuntos y al que llamaba amigo para toda su vida.
Un día, cuando las colinas estaban verdes, los campos florecían, la uva maduraba en el campo y las ramas se inclinaban en los árboles por el peso de los frutos, Sardos nos llamó a mí y a Olov a palacio. Marchamos hacia allí en un carruaje que me había comprado para no olvidar por completo mi arte en guiar caballos. El brillo rojizo de las nubes de la tarde se extendía por los campos y la ciudad.
—El rey pide le disculpéis —dijo Sardos—, en estos momentos no se siente bien. Grandes cambios proyectan ya sus sombras.
Sus ojos brillaban como si fuera un perro que ve un hueso ante sí. Para mí resultaba mejor que Polícrates no apareciera, pues a causa de mis relaciones con Pandione me sentía con mala conciencia ante él.
—Cuando os veo sentados ahí —suspiró Sardos—, a ti, Tamburas, un valiente joven, y a ti, Olov, imagen de la fuerza, ambos sin ataduras ni vínculos con nadie, con qué gusto me cambiaría por vosotros.
Olov frunció la frente desconfiado.
—Si quieres meterte en mi suerte, te confesaré que con gusto me casaría. Pero la mayoría de las madres esconden a sus hijas y se ponen ante ellas en cuanto simplemente las miro.
—No se trata de bodas. —Sardos reía, pero de inmediato volvió a ponerse serio—. Se trata de asuntos de la mayor trascendencia. Cambises, el rey de los persas, ha hecho saber a Polícrates que acepta su amistad. Nuestro rey, para mostrar nuestra buena disposición, ha enviado mensaje de que estaría dispuesto en una futura campaña a contribuir con 40 barcos. Pero ayer llegó la noticia de que Cambises desea algunos caudillos o estrategas para tomar conocimiento de ellos del modo de hacer la guerra en Occidente, puesto que nosotros, griegos, conocemos mejor a los egipcios que ellos, persas.
El sol había desaparecido ya. Un siervo vino y alumbró dos lámparas. Sardos miró como una vieja lechuza.
—Polícrates te consagra una gran atención, Tamburas. Ha pensado en ti. Por tu fama en ejercicios militares, cree que podrías ser la persona indicada. Incluso últimamente se habla de tus éxitos entre las mujeres.
Su boca se torció.
—Muchas gentes quieren atribuirte cosas malas, pero el rey no presta crédito a sus palabras. Por el contrario, ha pensado en enviarte como héroe a la corte persa. Espero que su elección resultará tan de tu agrado que haga saltar lágrimas a tus ojos de agradecimiento, pero parece que no comprendes mis palabras, pues por tu expresión se diría que te comunico que vas a ser ejecutado.
Olov carraspeó. Cruzó sus piernas. Con toda seguridad se sentía incómodo. Sardos rió complacido.
—Dejemos, pues, a Tamburas con sus pensamientos y ocupémonos de ti, Olov. Tu misión será acompañar a tu compañero. Polícrates piensa que un hombre de tu estatura y aspecto habrá de impresionar a los persas. Son más bajos que nosotros y admiran la fuerza, la valentía y la corpulencia. Has sido, pues, también elegido.
El barbarroja reflejó en su cara la expresión del descontento. Según tenía entendido, dijo, los persas daban más importancia a guerreros de otro tipo y no a los hombres de mar; él no sabía nada sino de las artes de los barcos.
Sardos rió por lo bajo. Sus afilados dedos mesaron su barba.
—Prefiero hacer como si no hubiera oído tus palabras, Olov. Tamburas y tú sois tenidos por amigos. Polícrates no os ha quitado la vista de encima desde la historia del anillo. Vosotros habéis seguido sus indicaciones y él os ha recompensado. Hasta aquí todo es correcto. Pero en lo que respecta a cierta mujer, Tamburas, podría suceder que la desgracia de uno recayera en el otro, Olov.
El tono de su voz se hizo más penetrante.
—No sientas pena por los bellos días aquí pasados, amigo. Cuanto mejor le va a un hombre más rápidamente pierde su cuerpo. Créeme, todavía sois jóvenes y fuertes. El mundo de la aventura os aguarda. Si yo estuviera en vuestro lugar, preferiría partir hoy que mañana, por miedo a que el rey llegara a tomar otra determinación. Puesto que no deseo que así suceda, le diré a Polícrates que estáis dispuestos.
A mí me dijo todavía:
—¿Cómo actuarías, Tamburas, si alguien te robara un objeto de tu casa, aunque lo usaras generalmente poco, pero del que no quieres desprenderte? —Me miró significativamente—. El amor de las mujeres da a veces muchas alegrías, pero también a veces puede ser lo contrario.
Olov estuvo toda la noche dando vueltas y bebiendo.
—Hay hombres que ven formarse la tormenta a lo lejos y se quedan tan tranquilos. Pero yo no soy uno de tales hombres. En mí se produce una constante desazón. Incluso los pájaros pueden volver cada año al mismo lugar. En cambio, qué va a ser de mí.
—Es mejor para ambos —le dije—. En realidad, aquí tú no eres feliz. Además, te prometo que será nuestro último viaje juntos. Si regresamos con vida, marcharé a mi país, suceda lo que suceda.
Puesto que sin responderme continuó paseando, le seguí, para que no cometiera ningún desatino. El barbarroja se enzarzó con el comandante de la guardia del puerto y diez de sus hombres, sin que pudieran detenerle.
—¡Vamos, vamos! —gritó Olov.
Echamos a correr y nos metimos en casa.
Por la tarde nos visitó un hombre bajo, de pelo rubio y de piernas curvadas como los jinetes.
—Me llaman Pataras —dijo—. Lo que poseo fuera de mi arte como jinete y en el amor no es digno de ser mencionado, a no ser que alguien se interese por el idioma persa.
Tras decir esto se sonrió misteriosamente.
Olov, echado en su cama, cruzó sus brazos bajo la cabeza. Su cara estaba inexpresiva y algo hinchada a causa de los golpes recibidos.
—No necesitamos para nada tus conocimientos lingüísticos. Ya aprenderán los persas nuestro idioma o el de los nórdicos y nos entenderemos.
Pataras sonrió amablemente.
—Sardos me envía según deseos del rey. He de enseñaros a vosotros y acompañaros en el viaje para que podáis disponer al principio de un intérprete. El camino es largo y en todas partes donde hagamos una pausa podremos aprovechar el tiempo.
Olov lanzó un grito de indignación y se puso de pie.
—¡Qué absurdo! ¿Crees que estoy loco? Mientras los demás descansan habré de estudiar yo como un niño. ¡Jamás! Quizás estás mal de la cabeza, puesto que tal te imaginas.
Pataras conservó la calma y su respeto hacia nosotros. Olov de pronto se paró ante mí.
—Ojalá no te hubiera conocido nunca, Tamburas. Si hubiera sospechado que me llevarías a la desgracia, la primera vez te hubiera matado.
—Es mejor que tapes tus oídos y no tomes en cuenta lo que estás oyendo —le dije a Pataras—. Olov no piensa siempre lo que dice. Cuando el peligro amenaza está siempre junto a los que vigilan. Lo único que lamenta es haber de abandonar el mar que durante tanto tiempo le ha hecho de patria, y tener que marchar a un viaje por tierra.
Pataras puso una mano sobre su pecho y se inclinó profundamente.
—He de marcharme, pues por la noche vendré nuevamente para comenzar la primera lección. Ya verás, señor, que al principio el persa es algo difícil, pero luego resulta divertido de aprender.
Tres días después abandonamos la ciudad, sin ver siquiera por última vez a Polícrates. Pandione me había enviado un recado para que nos viéramos, pero yo no acudí para despedirme. De Sina me despedí. Lloraba, gemía y parecía desconsolada, pues cuando una prostituta ama, su pasión es tan grande como la de diez mujeres juntas. Prometió esperarme y comenzó a lamentarse con tales gritos que yo no acertaba a comprender qué le pasaba.
Pensé en cómo lloraban Agneta y Tambonea cuando abandoné mi casa. Por entonces era yo un hombre sin experiencia y sólo supe ver mi propio dolor. Ahora, en cambio, agradecía a los dioses que hubieran mujeres que me quisieran, pues aunque Sina tenía un negocio vergonzoso y muchas manos tocaran diariamente su cuerpo, pensaba en serme fiel y amarme.
Polícrates nos había procurado lo más rico y valioso que existía en cuanto a vestidos. En el barco de Olov había abundantes regalos para los persas. Teníamos suficiente dinero para comprarnos caballos y carruajes en cuanto el barco tocara tierra. Para dinero de emergencia nos había proporcionado un cofre lleno hasta arriba de monedas de oro.
Olov parecía desconfiar. Tomó una de las monedas e intentó doblarla. Lo consiguió a medias. Por fin tomó un hacha y la partió en dos. Era realmente de oro. Pero Olov no quedó tranquilo con eso y continuó partiendo otras monedas del cofre.
Finalmente sus dientes rechinaron. Las monedas del fondo eran de un metal blando, tan sólo tenían una débil capa de oro en la superficie.
Estábamos presentes Erifelos, el médico, Olov y yo. El barbarroja rompió otras monedas «de oro» y ya todas las del fondo eran falsas.
—Así, pues, es verdad —dijo Olov— lo que un mercenario me contó. Para situaciones especiales y para prevenirse de posibles extranjeros que quisieran despojarle, Polícrates hizo acuñar una gran cantidad de monedas falsas. Los esclavos que se ocuparon de ello fueron envenenados todos. El mercenario que me lo contó colaboró en ese trabajo y era uno de los pocos que sabía por qué se mataba a aquellos esclavos.
El barbarroja nos advirtió que debíamos guardar silencio.
—Sólo nosotros tres lo sabemos. No daremos las monedas a los persas, pues si descubrieran la falsedad nos cortarían la cabeza. Pero en Efesos podemos engañar con ellas a los comerciantes.
El viaje duró tres días. El viento nos era desfavorable. Hubimos de luchar contra él y contra las olas. Los remeros tuvieron que esforzarse para impulsar el barco. El cielo estaba cubierto y amenazante. Peces azules acompañaron nuestro viaje, saltaban alto fuera del agua, de modo que sus formas se perfilaban claramente en el aire, y volvían a sumergirse en el elemento líquido.
En Efesos, el puerto jónico de los lidios, Olov tomó el falso oro y se compró una casa con un gran jardín. La inscribió a su nombre en el registro.
—Siquiera así el acto malo de Polícrates habrá tenido un final bueno —observó—. En lugar de causar un perjuicio, ahora poseo una casa; si los asuntos van mal, siempre podré regresar aquí y cuidar de mi persona. —Me miró—. Jamás tuve nada mío, Tamburas, incluso el barco que hasta ahora he gobernado pertenece a Polícrates. Así pues, nuevamente la desgracia se ha convertido en suerte. Esto hace que me reconcilie con tu destino y también contigo.
Su frente parecía ocupada con alguna reflexión.
—Quizá sería mejor que me quedara aquí y te dejara partir solo, Tamburas —tras una pausa continuó—. Nadie sabe qué clase de hombres son los persas. Es seguro que a causa suya tendremos preocupaciones. En cambio, aquí la vida es hermosa. Podría tomar una mujer y educar hijos, Erifelos podría quedarse conmigo y ejercer su profesión. Es algo útil tener en casa un médico.
—Si tal es tu voluntad, para que me quedara te verías obligado a pegarme y hacerme prisionero para retenerme —dijo indignado Erifelos—. Mi camino está al lado de tu compañero. Anteriormente pensaba, Olov, que tu felicidad y tus palabras eran siempre una misma cosa, pero ahora me parece que has cambiado. Además, Polícrates se enteraría de tu disparate. Lo que pudiera pasarte en tal caso puedes tú mismo comprenderlo sin que yo nada te diga.
Erifelos tomaba parte en las clases que Pataras nos daba. Al contrario de Olov, era aplicado.
—Podría ser que llevaras razón —dijo Olov, después de meditar un rato—, por ello haré lo que me aconsejas y me quedaré con vosotros. Desde luego no emprendo con gusto un viaje por tierra, pero lo que haya de ser que sea.
Agradecí en silencio a los dioses que hubieran iluminado la comprensión del barbarroja. En Samos sólo una vez estuve en el templo de Hera para orar y hacer sacrificios. La isla y Polícrates vivían sin dioses. Tal como la historia enseña, el rey terminó de un modo terrible. Fue traicionado por el sátrapa lidio de los persas, Oretes, y fue crucificado.
Por Pataras supe algo de la religión de los persas. No constituyen un único pueblo sino que proceden de varias tribus distintas, entre las que el fuego y el agua son algo sagrado. Al comienzo, en el mundo persa de los dioses, existían la luz y las tinieblas. Ormuz, el dios del Bien, se manifestó a Zoroastro, que transmitió cuanto le dijera. Ormuz, el Bien, y Ahrimán, el Mal, gobernaban el mundo como dos potencias contrapuestas aunque no de igual fuerza, sino que el primero tenía un poder superior. Ambos dioses son inaccesibles; están en todas las cosas, también en el corazón del hombre, donde luchan incesantemente. Pero Ormuz no puede vencer por completo a Ahrimán. El símbolo de Ormuz es el sol, que surge cada día de las tinieblas a las que vence.
Las explicaciones de Pataras me causaron profunda impresión, pues desde hacía mucho había advertido que en mi corazón moraban el bien y el mal y las luchas que se entablan entre ambos.
Tras una estancia de varios días, durante la cual completamos nuestras provisiones, adquirimos esclavos y anunciamos a la administración de Lidia nuestra presencia, abandonamos por fin la ciudad de Efesos y marchamos con diez carros y más de treinta esclavos en dirección a Oriente, hacia donde hacía años los persas habían vencido, bajo la dirección de Ciro, a los lidios, en una gran batalla.
Olov lanzó una última mirada de añoranza a su casa y al agua espumante del mar. El mar proyectaba sus colores verde azulosos sobre la tierra. Pero estábamos ya tan lejos que no podíamos oír sus voces. Lentamente su imagen fue desapareciendo.
Durante el primer día Olov apenas decía palabra. Estaba en su carro, con la mirada fija, sin mirar siquiera el paisaje nuevo. Me daba pena. Yo procuraba distraerle en lo posible. Pero un día volvió a tomar parte en las clases como si nada hubiera sucedido.
Cuanto más nos apartábamos de los campos ribereños más nos acercábamos a nuestro destierro. De Sardes, la capital del reino lidio, procedían muchos caminos que conducían adonde hubiera agua potable. Sardes estaba hacia el norte, junto a la montaña de Tmolos, en la fértil región de Hermostal. La parte inferior de la ciudad estaba presidida por una fortificación amurallada que se conservaba pese a los muchos asedios, cuando la ciudad fue tomada hacía siglos por los cimerios y saqueada. Después de que Ciro conquistara Lidia, Sardes se convirtió en la sede del sátrapa y era a la vez el último oasis floreciente en nuestro camino a través de estepas, polvo y regiones rocosas.
Detrás de Sardes comenzaba la vía real, construida por los persas para su correo. Primero llevaba en dirección al este y luego hacia el sudeste, pasaba a través de frigios, capadocios y armenios, jalonaba el país de los sagartiros y casitas, para finalmente terminar en la residencia nórdica del dueño, en Susa. A una distancia de cinco parasangas[3] consecutivamente los persas habían construido a izquierda y derecha del camino estaciones guardadas por cientos de soldados, cuya misión consistía en proteger el comercio y el tránsito. También había puestos administrativos y escribas que se encargaban de tomar nota de quienes pasaban, y ejercían el poder policial.
En estas estaciones cambiaban sus caballos los mensajeros persas, encontraban comida y bebían, a la vez que recibían un lugar para dormir mientras otros tomaban su correo y llevaban los mensajes del rey.
Las cuestas de Sardes quedaban ya detrás de nosotros. El suelo se hizo duro y pedregoso. Por el norte venía el viento arenoso de Misia y al mediodía un disco de sol despiadado nos abrasaba. La visión era más perfecta por la mañana, cuando desmontábamos las tiendas. Entonces divisábamos la masa de las montañas, un vago montón de piedras, lanzado por los dioses como mancha azul gris. Un abismo de silencio que impresionaba.
A causa del calor, al mediodía descansábamos en las pocas sombras que hallábamos en el camino. Por el contrario, por la noche, mientras el cielo centelleaba lleno de estrellas, hacía mucho frío y Pataras nos contaba que en invierno incluso a veces las piedras estallaban a causa de la intensidad del frío.
En todas partes donde llegamos, pueblos o localidades, Olov despertaba un gran escándalo a causa de su estatura y su barba de fuego. Esto complacía especialmente a Olov, sobre todo cuando se dedicaba a perseguir muchachas. Y puesto que siempre continuaba con sus ideas sobre lo que es el amor, un día llegó a ponernos en auténtico peligro.
La última estación persa estaba totalmente ocupada. Había dos caravanas descansando y además aguardaban una sección de jinetes. Por eso nuestra gente continuó camino hacia el pueblo siguiente para buscar allí sitio. Al cabo de media hora de camino llegamos al puesto de agua. Algunas cabañas pobres se agrupaban en círculo a su alrededor. A una distancia prudencial Pataras ordenó que se montaran las tiendas. Los hombres que allí se veían tenían una cara correosa. Masticaban cebollas y pan duro y tenían aspecto de gente medio muerta de hambre.
Uno de nuestra gente, llamado Lamisak, procedía de esta región. A mí me resultaba desagradable. Tenía unos ojos inquietos. Los tenía muy juntos bajo una frente pequeña y encima de una nariz enorme muy huesuda. Su boca era estrecha y hablaba muy poco. Pero aquella tarde paseó con una muchacha por el campo. A diferencia de la mayoría de los habitantes de allí, la muchacha tenía muy buen aspecto. Cuando la vi sonrió. Me di cuenta de que Olov la miraba significativamente.
El barbarroja, que tenía algo especial entre las mujeres fuertes, se pasaba la lengua por los labios. Luego le vi con la muchacha. Estaban hablando. Ella reía y se ponía la mano en la boca. Después desapareció en dirección a las cabañas, donde jugaban niños semidesnudos en el polvo. Lamisak salió de una de las tiendas de los siervos. Sonreía y dijo algo a Olov. Rápidamente me dirigí hacia ambos.
Lamisak se inclinó.
—Te saludo, señor.
—También yo te saludo —le respondí—. El día ha sido agotador y estoy cansado. ¿Quién era la muchacha? ¿La conocías?
No respondió.
Olov se mesó la barba.
—Te quedarás admirado —dijo Olov—. Habló de ti, aunque primero preguntó mi nombre.
Lo que pasaba por su mente yo ya lo sabía.
—Siempre que las sombras comienzan y ves una muchacha, Olov, parece que te venga fiebre. Pero te ruego permanezcas aquí, dentro de nuestra tienda. Si tienes ganas de conversar, podemos tomar algo de vino. Aquí dentro estamos los dos más seguros. Las cabañas tienen aspecto muy pobre. No conocemos la región ni sus habitantes.
Olov arrugó la frente.
—Eres joven, Tamburas, más joven que yo. En cambio, a veces te comportas como si fueras mi hermano mayor. ¿Qué temes, o a quién? Tengo una espada y llevo el puñal en mi cinto. Déjame, pues, en paz y no me des la lata con discursos morales que no necesito. —Pasó su mano por la nuca—. Poco a poco empieza a hastiarme tu preocupación por mí. Por mi parte, hubiera podido advertirte en otras ocasiones, pues bien sabía que Pandione era una mujer de Polícrates. Nos encontramos aquí por culpa tuya, y ahora me vienes con historias de este tipo.
Lamisak estaba junto al barbarroja, con los ojos hacia el suelo.
—Como quieras —le dije tranquilo—. En mí no hallarás sino paz. Haz lo que tú quieras. Pero antes bebe conmigo una copa, pues el vino es el mejor amigo de la amistad.
—Será otra vez —dijo.
Yo no estaba molesto, pero marché bruscamente. Olov quería jugar su suerte, pero no sabía las reglas en esta región, pues los frigios, sucesores de los hititas, eran un pueblo extraño. Me fui, pues, de la tienda que compartía con Olov, Pataras y Erifelos. El barbarroja desapareció con Lamisak en las brumas.
Erifelos me curaba con una infusión de hierbas el muslo y la nalga. Hacía unos días había ido con Pataras a cabalgar un poco. Quizá quise alcanzar en poco tiempo más de lo que incluso un persa puede, pues mi piel se irritó y el dolor en mis músculos penetraba hasta el hueso.
Después del masaje me sumí en un profundo sueño. Cuánto duró, no lo sé. Una mano me despertó. Era Pataras. Necesité un rato para entenderle.
—Ha pasado algo, Tamburas. Despierta, por favor, despiértate. Olov marchó con Lamisak. Ahora ha regresado el siervo solo. Solo. No nos ha dicho nada, pero desea hablar contigo… —Pataras se inclinó hacia adelante y me susurró al oído—: Creo que ese individuo pertenece a una banda de ladrones, de los que aquí abundan. Quizá se propone hacer algo…
En un instante me sentí despierto. Las ideas iban y venían. Confieso que me sentía a la vez satisfecho. Olov había desoído mis consejos y ahora parecía estar en dificultades. O… ¿Quizás incluso le había pasado algo? El espanto recorrió mi cuerpo como un cálido flujo. En voz baja, di órdenes a Pataras.
—Indiferentemente de lo que suceda o no suceda, tomarás un caballo y marcharás rápidamente a la estación. Pide la ayuda de los soldados persas. Pero aguarda a que haya hablado con Lamisak para partir. Si yo no te hago ninguna seña, haz lo que acabo de ordenarte. Ve ahora fuera; yo voy inmediatamente; sal pues, no sea que el individuo sospeche algo.
Me vestí rápidamente, envainé la espada y abandoné el calor de la tienda. Lamisak estaba junto a Pataras y Erifelos.
—Bueno, ¿qué pasa? —pregunté desabrido para impresionar al hombre—. ¿Dónde está mi compañero? Marchó contigo. ¿Qué ha sucedido?
—¿Puedo hablarte a solas, señor? —rogó Lamisak con voz baja.
—¿Tú pones condiciones, un siervo? —Levanté la mano como si fuera a golpearle en el rostro. Lamisak me miró con ojos aterrados—. Haré que te golpeen hasta que tu lengua se suelte.
—Eso sería mala cosa. Para ti y para tu amigo. Antes de que llegaras a saber algo él habría muerto.
Erifelos gruñó indignado. Sacó una navaja para clavársela en el costado. Rápidamente levanté la mano.
—Para esto hay siempre tiempo. —A Lamisak le dije—: Pongámonos hacia un lado.
Así lo hice para dar oportunidad a Pataras a que se alejara sin ser advertido.
Nos acercamos hacia dos siervos que vigilaban los caballos y los carros. Uno de ellos bostezaba.
—Habla, pero sé breve —le ordené—. Indiferentemente de como terminen tus palabras, no creas que podrás salirte de este asunto. Mis pies son muy ligeros. Pese a la noche, mi puñal te alcanzará con toda seguridad. —Lamisak guardaba silencio—. ¿Eres un bandido?
—Los hombres ricos son más poderosos. Sólo hay dos caminos, o se los cuelga o ellos ganan.
—No creo que hayas venido para discutir conmigo; otra cosa leo en tu frente. Habla, pues.
—Nada más sencillo que lo que pasa —sus ojos brillaban—. Eres rico, señor, y también inteligente. Por el contrario, la tribu a la que pertenecemos la muchacha y yo es pobre. La gente ni siquiera vive en el pueblo, como podrías suponer. Mis camaradas nos seguían desde hace tiempo. Que los encontrásemos aquí no es casual.
—Vayamos al asunto.
—Quiero proponerte un negocio, señor, un intercambio. La vida de tu compañero a cambio de una parte de las cosas que lleváis. Digamos, la mitad de tu oro y diez caballos, nueve de ellos llenos de cosas y víveres. —Me dejó tiempo, luego continuó—: Ya ves que no somos malvados, vosotros sois dos y cada uno puede renunciar a la mitad, pues donde hay riqueza acude nuevamente la riqueza; en cambio, nosotros los pobres sólo tenemos el pan seco.
—¿Cómo sé yo que Olov vive?
—Si te atreves, puedes convencerte por ti mismo.
—¿Me llevarás junto a él?
—Deja tus armas aquí.
—¿Y si me niego?
—Entonces no podrás convencerte. Además —encogió sus hombros—, podrías quizá dejarte llevar por el temperamento. Un movimiento falso y mis amigos te matarían.
—Realmente eres un pozo de sabiduría —murmuré, y lancé mi puñal al suelo.
Luego solté el cinto de mi cintura con la espada. Lamisak avanzó. Abandonamos el espacio iluminado por la llama del fuego. Un caballo resoplaba, otro relinchaba.
Dejamos el camino y dimos la vuelta al pueblo. Una vez tropecé con una piedra. Inmediatamente surgieron sombras a nuestro alrededor. Era la otra parte del pueblo.
—¿Habéis ya robado aquí en otras ocasiones?
—Nunca aquí, señor. Mi estirpe está siempre en las montañas. Te digo la verdad, aunque quizá no me creas. Tu compañero está en la última casa. El habitante de la cabaña es un pobre hombre al que sorprendimos y atamos para que no moleste en nuestros asuntos.
Lamisak iba más despacio. Por fin llegamos. La cabaña no tenía puerta. La puerta era un agujero oscuro. Yo titubeé.
—Está oscuro, no hay luz en parte alguna.
—Nada te sucederá si te comportas tranquilamente —dijo intencionadamente Lamisak en voz alta, como si fuera una señal convenida.
En el mismo instante cayó arena detrás de mí. Yo me di la vuelta. De la entrada de la cabaña salió algo oscuro que se lanzó sobre mí. Una gran capa me cayó encima. Al mismo tiempo me cogieron los brazos de Lamisak. Yo intenté darle una patada, pero mis sandalias golpearon al aire. De la cabaña habían salido cuatro o cinco individuos. Me cogieron por el cuello y me echaron a tierra. Debajo de la capa no pude reconocer nada y apenas podía mover los brazos. Puños duros agarraban mis manos, me echaron al suelo. Luego alguien quitó la capa.
—Lo siento, señor —murmuró Lamisak—, pero así estaba convenido con mis compañeros.
Oí a media voz una orden. Alguien encendió una antorcha. Parpadeé. Olov estaba atado con expresión de enfado sobre un montón de escombros. A sus pies estaba aquella muchacha. En otro rincón estaba el dueño de la cabaña con su mujer y cuatro niños. Parecían sedientos. La mujer tenía los brazos desatados para poder dar el pecho a un niño. Todas sus ropas estaban destrozadas y sucias. Parecía una cuadra de cerdos.
El rostro de Olov estaba rojo de ira. Rechinaba con los dientes, pero no me miró a los ojos.
—Ves, no mentí —dijo Lamisak—: Tu amigo vive.
Yo no respondí, sino que me acerqué al barbarroja.
—Te invitaron, pues, a pasar aquí la noche, Olov. Creía te esperaba una noche agradable ¡Olov! Pero yo no dudo de que le gustas, pues es cierto que gustas a las muchachas corpulentas.
El barbarroja jadeó.
—Me echaron redes sobre la cabeza; de lo contrario, les hubiera derrotado. Además, ese mentiroso de Lamisak… —Sus palabras apenas resultaban perceptibles—. Cuando oí que llegabas quise gritar y advertirte, pero esa mujer y uno de estos individuos me taparon la boca.
—Tu noche de placer nos está costando cara, Olov —le dije, y mi voz tomó un tono desagradable.
—Suéltame de aquí y veremos.
Yo sabía cómo molestar su orgullo. Para que los bandidos no tomaran en cuenta el doble sentido de sus palabras, le dije a Lamisak en voz bien alta:
—Está bien, ahora ya me he convencido que nada ha pasado a su salud y por tanto haré lo que exigís.
Eran seis bandidos y la mujer que llenaba la cabaña con su aliento.
—No te engañes con falsas esperanzas de poder burlarnos. Has de hacerlo todo muy rápidamente. Lamisak irá contigo para que los siervos no sospechen. Mientras tanto, abandonaremos la cabaña y tomaremos con nosotros a tu compañero. En lo que respecta al botín, cárgalo sobre caballos y átalos unos a otros. Tú ya sabes dónde encontrarnos —le dijo a Lamisak—. Nadie podrá venir contigo más que ése. —Luego se dirigió de nuevo a mí—. En un punto que yo sé muy bien os aguardamos.
—¿Qué les pasará a esa gente? —pregunté, señalando a la mujer que daba de mamar a su hijo.
—Nada. —El cabecilla me miró—. Son pobres, nosotros también. ¿Son necesarias más explicaciones?
—¿Y mi compañero? ¿Y yo? Quizá tu gente nos maten cuando hayan obtenido lo que desean, pues donde no hay queja no puede haber juez. ¿Qué seguridades puedes ofrecerme?
—Está bien que hables de esto —el cabecilla mostró orgullo—. Me llaman Mirón. Mi vida corre peligro si alcanzaran a cogerme, al igual que la de mis compañeros. Pero no tenemos miedo. No odiamos ni a vosotros ni a los persas ni a ningún otro hombre de cualquier raza. Por ello os dejaremos con vida y os liberaremos al romper el alba. Antes de que vosotros, a causa de vuestro desconocimiento del camino, podáis llegar a pie a vuestro campo, estaremos nosotros ya en las montañas.
—Jura por tus dioses que nos dejarás con vida.
Mirón, el cabecilla, mostró sus dientes. Luego escupió en el suelo.
—Te lo juro por la tierra que está bajo nuestros pies. Es la madre que lo da todo y luego lo quita, incluso la vida. —Su rodilla avanzó. Hizo una seña a su gente. Desataron mis manos. A mí me dijo—: Ve y apresúrate ahora. No olvides, griego, que al primer signo de traición tu compañero pagará con la vida.
Fuera, con el frío de la noche, mis miembros temblaban. Me sentía mal todavía a causa de la mala atmósfera de la cabaña. ¿Habría marchado Pataras en busca de los persas? ¿Nos ayudarían? Lamisak venía junto a mí. Al cabo de un rato dijo:
—Si estuvieras en mi lugar, señor, verías las cosas bajo otro prisma. La muchacha es mi hermana. No es muy gruesa, su cuerpo fue alimentado con raíces y sopas poco sustanciosas. Cuando se está ante la alternativa de permanecer pobre y morirse lentamente de hambre o convertirse en bandido, novecientos noventa y nueve hombres elegirían lo último. Lo único que se arriesga es no ver más el sol ni respirar más el aire. Todos los bandidos tienen mujeres e hijos. Nuestras cabañas están en suelo sediento. Es un país sin agua. La corriente de la vida, así decía mi padre, es el camino de las caravanas.
—Los persas actúan con tranquilidad y orden —le dije—, terminarán por cogeros.
—Ahora somos todavía pobres —respondió Lamisak—. Pero con tus caballos y el oro podremos permanecer por mucho tiempo en las montañas sin tener que descender. Así pues, nada tenemos que temer de ellos, pues siempre están junto a los caminos.
En el campo había un guardián que azuzaba el fuego. Le ordené que despertara a varios siervos, que cargara nueve caballos con víveres y objetos de valor y trajera a mi tienda el décimo sin carga alguna. Primeramente pareció no entender mis órdenes, luego dijo:
—¿Quieres abandonarnos, señor?
Por lo visto y por suerte, Erifelos no había contado nada a nadie, pues el guardián estaba sorprendido como un niño.
Erifelos vino hacia mi tienda.
—Habla lo menos posible con él —me advirtió Lamisak—, tan sólo lo imprescindible.
Erifelos entró y le clavó la mirada como si quisiera petrificarle. Su cara estaba roja de indignación.
—Olov se encuentra en manos de los bandidos —le dije—. Debemos comprar su vida. No hay otra posibilidad para poder continuar nuestro viaje sin impedimentos. No hagas preguntas ahora, por favor. Debemos ocuparnos en que todo esté a punto. Lo demás lo sabrás luego. Uno de los siervos traerá un caballo. Indícamelo cuando esté frente a la tienda.
Tomé una de las antorchas que ardía allí en la tienda. El arca estaba llena hasta la tercera parte con monedas auténticas; encima había monedas de plata. Puesto que Olov logró comprar su casa en Efesos a muy buen precio y para la compra de caballos y carros empleó el dinero restante de las monedas falsas, había quedado mucho dinero del que Polícrates nos había dado para el viaje.
Lamisak miraba en derredor. Una copa de oro y una ánfora adornada ricamente le gustaron mucho. Junto con varias copas que tenían incrustaciones de piedras preciosas, lo escondió todo en su saco. Cogió anillos, aros y una pequeña alfombra para alegrar con ello el corazón de su mujer. Cuando iba a coger mi manto mi indignación se sublevó.
—Cógelo —le dije con los labios pálidos— y será la primera prueba que te conduzca al castigo, pues todo el que te encuentre se preguntará cómo pudiste conseguir tal manto real.
Lamisak torció la boca.
—Estás loco por advertirme. Pero llevas razón, por poco hago algo absurdo; el verdugo hubiera podido cortar mi cabeza por ello.
Dejó, pues, el manto, pero tomó tres botellas de alabastro.
Un caballo coceaba frente a la tienda. Erifelos entró. Me ayudó a cerrar el arca. Juntos la llevamos fuera, donde Lamisak la ató, junto con su saco, al caballo.
Una luz clara se desprendió de una estrella fugaz e iluminó la noche. Lamisak se asustó y se encogió como un árbol agitado por el viento. Miró a Erifelos.
—Antes que partamos, señor, ordena a aquél que nadie nos siga, pues ello podría costarte la vida y la de tu compañero.
—Nosotros somos hombres de bien —respondió Erifelos, y su cara reflejaba el odio—. Pero nos movemos bajo el sol con la conciencia tranquila. Por el contrario, tú eres malo e incluso una luz de estrella pierde por ello su lugar en el cielo. El mal pesa sobre tu vida. No, en cambio, sobre la de mi señor, Tamburas, al que los dioses protegen y seguramente no han predispuesto que tenga un final doloroso. En cambio, tú y los tuyos hallaréis inevitablemente el castigo.
—¡Vamos! —ordené rápidamente antes de que el médico pudiera decir algo que nos comprometiera.
Que Pataras faltaba pareció no observarlo Lamisak. Di un suave golpe al caballo y se puso en movimiento. Hice una seña a Erifelos y le dije que estuviera tranquilo en lo que respecta a mí y a Olov.
Lamisak expresó sus temores.
—Tu médico es un hombre violento —dijo mirando con temor hacia la tienda—. Su cara es redonda como la luna llena, pero cuando me mira siento algo desagradable a pesar de que me esfuerzo en reír.
Sacudió su cabeza como si no alcanzara a comprender sus propias palabras.
Tal como yo había ordenado, estaban los nueve caballos con los víveres junto a la fogata.
—¿A dónde marchas en la noche, señor? —me preguntó uno de los guardianes—. ¿Quizás ése, Lamisak, que al igual que nosotros es un siervo, te ha forzado a algo?
—Nadie nos fuerza sino los dioses —le respondí—. No os preocupéis, pues ya pasó la medianoche. Si mañana no hubiera regresado, seguid las órdenes de Erifelos.
Lamisak ató los caballos.
—Adelante —dijo—. Tú, señor, irás delante. Mantente sobre el camino que lleva hacia el oriente hasta que te diga otra cosa.
Tenía miedo de que me quedara junto a los siervos, hablara con ellos y les ordenara que nos siguieran.
Así pues, me puse delante y avancé en la noche. El campo donde acampamos era cada vez más pequeño, casi no se divisaba ya la luz de las antorchas. Cuando el camino se internó más en la noche despareció de la vista. Los caballos relinchaban como si temieran adentrarse en la oscuridad.
Al cabo de poco rato Lamisak se puso a mi lado.
—Nadie nos sigue —dijo satisfecho—. Ese guardián es tonto. Tan sólo tu médico me preocupa. Es un terapeuta y quizá tenga poder sobre mí.
Todo hombre tiene su punto débil. El de Lamisak era Erifelos.
Al cabo de un rato salimos del camino. El bandido tenía ojos de lince. Sabía orientarse muy bien en la oscuridad mientras que yo tropezaba incluso con las piedras. Repetidamente Lamisak hacia detener los caballos y escuchaba. Si los caballos relinchaban, se ponía furioso.
Continuamos andando. Lamisak se orientaba por las piedras y arbustos. En cambio, yo andaba como en tinieblas, junto al caballo, y perdía la sensación del tiempo y del espacio. ¿Dónde estaba el pueblo, dónde el camino? Me pareció haber transcurrido una eternidad hasta que oí una voz en la oscuridad.
—¿Eres el que llegas con cuarenta patas?
—Soy él mismo —respondió Lamisak, y su voz pareció aliviada—. A las cuarenta se suman cuatro que pertenecen a dos hombres.
Mi corazón latía en el cuello. Las sombras se desprendieron de las rocas y nos rodearon. Los bandidos reían, gritaban y daban golpes en los hombros de Lamisak. Si hubiera sido uno de ellos, también hubiera dado golpes en su espalda, pues realmente Lamisak era el que había realizado el mejor trabajo.
Mirón era el único en conservar la calma. Mandó que se separaran todos, contó los caballos, comprobó lo traído y vino hacia mí.
—¿Cómo está Olov? —le pregunté en seguida.
—Tu compañero goza de buena salud —respondió a mi pregunta—. Le golpeamos en la cabeza porque se mostró muy rebelde y así logramos quedar en paz. Aquí cerca hay un desfiladero. Allí está; en seguida estarás con él.
Dio un grito a media voz. Otro hombre me ató las manos en la espalda. El terreno era algo movedizo y luego se hizo de nuevo rocoso. A veces ascendía, luego descendía. Puesto que yo no sabía exactamente qué pasaría con nosotros, hablé con los dioses, rogué a Zeus que fuera mi benefactor y aplacara a Hera, pues sólo la visité una vez en el templo de Samos.
Mirón, a la cabeza, dio la señal para detenerse. Dos hombres me cogieron por los hombros y me empujaron hacia adelante. Tras grandes piedras había un hueco y se veía una cueva de pequeñas dimensiones. Atado como un paquete de mercancías, yacía Olov en el suelo. Jadeaba. Por lo menos vivía.
—No es mi intención engañarte —me dijo Mirón— y pretender presentarme ante ti como más magnánimo o mejor de lo que en realidad soy. Pero puesto que es la primera vez que conseguimos un botín tan grande sin perder una sola gota de sangre, intentaré mantener mi palabra y regalaros la vida como a bufones desgraciados. Pero permite que ate tus pies y te deje junto a ése, que creyó ser un toro y no fue sino un buey. Quizá lograrás o lo logre tu compañero, salvarte a ti mismo. De lo contrario, con toda seguridad acudirán hombres que descubran vuestra desgraciada situación. Aquí en este lugar hay lobos sólo en invierno, no sé que haya otros animales salvajes. Así pues, lo peor que podrá sucederos es tener que pasar frío. Pero creo que ya estaréis acostumbrados.
Después de tales palabras los bandidos me ataron y me dejaron junto a Olov. Éste murmuró algo incomprensible. Cuando le pregunté qué decía, me contestó que un individuo le había golpeado con un enorme mazo. Temía, dijo, que el chichón fuera más grande que su cabeza. La muchacha que le vigilaba se echó a reír al oír estas palabras.
Nos quedamos solos, pues Mirón y la muchacha estaban en ese momento hablando con Lamisak y los otros. Oíamos sus voces alteradas, aunque no podíamos entenderles.
—Seguro que están tramando alguna otra perrería —dijo Olov—. Lástima que sólo conozco la técnica de la guerra, así han podido cazarme con una red, como se hace con un oso. ¡Esos malditos bandidos!
Tenía ganas de reír, pues pensaba que Olov en realidad no hizo para Polícrates más que sorprender en los mares a viajantes pacíficos. En realidad, las cosas cambian mucho según desde qué prisma se contemplen.
Las voces fueron apagándose, luego dejaron de oírse por completo. La caravana, con nuestros caballos, víveres y oro, se puso en movimiento. Oí como hombres chasqueaban con la lengua e incitaban a los caballos a marchar más deprisa. Uno de los bandidos se quedó y vino hacia nosotros.
Era Mirón.
—En realidad, hallaros ha sido para mí una suerte —comenzó a decir—. Os aprecio ciertamente, pues ahora podremos comer, y antes, en cambio, nos moríamos de hambre; ahora podremos beber y antes nos moríamos de sed. Ahora somos ricos. Y todo eso os lo debemos a vosotros. Nuestras mujeres nos alabarán, nuestro acto no quedará sin gloria ni pena en el pasado. Los más ancianos de la tribu se alegrarán y los jóvenes nos manifestarán su respeto. Por ello no quiero hacer lo que la mayoría me pide.
Hizo una pausa, aguardando que nos diéramos cuenta de lo que estaba diciendo.
—Deberíais morir —continuó Mirón—. Para que no hubiera ningún testigo, a pesar de que ya les dije que toda vuestra gente bien conoce a Lamisak, al que podrían reconocer en caso de que nos cogieran. Pero mis compañeros, pese a todo, están por vuestra muerte, todos ellos, a excepción de la muchacha y yo. Es hermana de Lamisak. Pero tiene un corazón blando y cree que nuestro gigante de aquí la amó verdaderamente… Sí —concluyó—, ahora ya sabéis lo que se ha decidido respecto a vosotros.
Olov había abierto los ojos y le miraba petrificado.
—Oye, bandido —murmuró indignado—. Nadie te obliga a dejarnos con vida. Además, poco sudor te costaría. Con dos golpes en el lugar adecuado y estará terminado el asunto.
—Ya ves —me dijo Mirón—, tu compañero es verdaderamente un buey —abrió la boca como un león que bosteza—. En todo caso, estoy ya harto y por una vez deseo actuar con benevolencia como si fuera un buen caballero que puede mantener su palabra. Vuestras cabezas me pertenecen, pues yo soy el cabecilla. Así pues, hago lo que me viene en gana.
De pronto le dio una patada al estómago de Olov. El barbarroja gimió de dolor.
—Así está bien —dijo satisfecho Mirón. Luego me miró a mí—. Grita tú también fuerte para que no haya de golpearte. Mis amigos creerán que he terminado definitivamente con vosotros. Así quedarán tranquilos y yo también.
En el frío que por todas partes entraba y convertía el suelo rocoso en un témpano de hielo, mis miembros empezaron a anquilosarse. Olov comenzó a realizar grandes esfuerzos para liberarse de las cadenas que le sujetaban, saltaba, se agitaba, golpeaba en la roca con las cadenas, pero no conseguía sus propósitos. Al hacerlo daba grandes gemidos y profería terribles juramentos, pronosticaba a los bandidos la peste sobre sus cabezas y predecía que les haría pedazos si los volvía a encontrar.
También yo intentaba conseguir desatarme, pero pronto comprendí que era trabajo en vano. ¿Qué podía hacer? Sin ayuda de los dioses, todo era tan inútil, como buscar nieve en medio del verano. Una piedra se soltó de la pendiente y rodó hacia el abismo. La piedra era yo. ¡Quién podía detener mi caída si la eternidad no colocaba un arbusto en el camino! Erifelos creía en mi amistad con el Eterno. Así pues, ahora podría verse, y si me ayudaba, quizás en la cara suya no se reflejaría la desilusión.
Poco a poco comencé a notar que perdía la sensación de vida en las piernas. El frío de la tierra flagelaba mi cuerpo. Me distendí, oí murmurar en voz baja a Olov, cada vez resultaba más imperceptible su voz, sus voces resonaban confusas y comencé a dormirme. Imágenes violentas se me representaban. Estaba nuevamente en mi casa. Todo el mundo me sonreía. En primer plano estaba Mirtela. Pero luego oí la voz de Gemmanos, y Tambonea y Agneta se presentaron ante mí. Agneta me besó.
«¡Qué felicidad —decía—, morir en tus brazos!».
De pronto era Pandione la que estaba frente a mí y me reconocí en sus ojos.
Olov venía de pronto. Me arrancaba de sus brazos.
«Hemos de huir», decía.
En un bote marchamos hacia el interior del mar. Las olas se elevaban y nos lanzaban contra las rocas donde estaba sentada aquella muchacha fuerte. Reía complacida, pues detrás de él estaba Lamisak, que llevaba sobre sus hombros mi manto real.
«¡Rema, Tamburas! —gritaba Olov—. Si no, nos estrellaremos».
Una ola nos levantó muy alto y nos lanzó contra las rocas. La madera del bote se rompió y saltó hecha pedazos…
Medio dormido, abrí un ojo y vi brillar las estrellas en el cielo. Se oía cabalgar en la lejanía. Un perro ladraba. Abrí ambos ojos e intenté mover brazos y piernas. Estaban helados por el frío. No pude conseguir ni siquiera doblar las rodillas. El barbarroja estaba echado al lado con la cara vuelta hacia mí. Dormía el sueño de la creación.
—Olov —intenté llamarle, pero mi voz no logró expirar sino un suspiro.
El barbarroja gemía y se movía en sueños como si estuviera con una mujer. Un perro ladró nuevamente y una voz humana gritó algo. Mientras me esforzaba en levantar la cabeza vi acercarse la luz de una antorcha.
—¡Aquí! —¿Era yo el que gritaba?— ¡Aquí, socorro!
Realmente sonaba como una voz. Y lo asombroso era que fuese la mía.
Aparecieron unas sombras y algunas figuras descendieron de caballos. Las antorchas proyectaban una luz irreal. Un perro lamía mis pies. Alguien le llamó.
—¡Tamburas!
Éste era Pataras. Una sensación de alivio se derramó en mi cerebro como una corriente de sangre caliente. Los dioses habían escuchado mis preces, estábamos salvados. Oí voces que hablaban en persa. Comprendía algo de lo que los soldados decían, pero no era momento de mostrarme orgulloso de mis conocimientos del idioma. Manos protectoras me levantaron y con un puñal soltaron mis ataduras. Dos, cuatro, seis brazos trabajaban a la vez y me pusieron en pie. Me hubiera caído si me hubieran soltado. Pataras me abrazó y besó, su boca pronunciaba palabras, pero no fui capaz de responderle.
Olov recibió la misma ayuda que yo. Los persas nos condujeron hacia un lado y otro, nos apoyaban, mientras nosotros procurábamos que las piernas volvieran a la vida. Olov con su barba ofrecía un cuadro lamentable. Parecía que su cara se hubiera petrificado.
—¡No estás helado! —le dije, y sentí que una sonrisa subía a mis labios.
Olov exhaló un quejido. Sonaba tanto a queja, que Pataras y yo rompimos a reír liberados.
Por fin nos tranquilizamos.
—Cabalgué como un rayo —explicó Pataras—. Pero me parecía que el caballo no daba un paso. Los persas comprendieron muy pronto de qué se trataba, pero puesto que mis palabras se agolpaban unas a otras no llegaron en un principio a entenderlo todo. Me rogaron que volviera a contarlo todo. Así pues, hasta ahora no pudimos llegar, y si quieres puedes darme las culpas a mí.
Sonreía, pero antes de que Pataras continuara, el jefe de los persas le llevó hacia un lado.
—En estos momentos espero que mi gente esté alcanzando a los bandidos. Dejo dos soldados con caballos junto a ti y tus compañeros para que fácilmente regreséis a vuestro campamento. Antes de que me marche, quiero darte un consejo, a ti que estás en camino hacia el rey de los reyes. Instalad siempre vuestros lugares de reposo junto a estaciones, pues quien lleva plata y oro no ha de asombrarse de que los bandidos le localicen como a un pedazo de carne las moscas. —El persa tenía un rostro oscuro. Dio un paso hacia atrás—. Esto te lo dice Kaikadán, el jefe. Toma en serio mi consejo, pues no acostumbro a repetir mis palabras.
Se dio la vuelta y saltó a su caballo, sin decir nada más. Levantó su brazo y espoleó su caballo. La luz de las antorchas nos abandonó y también los ladridos de perros. Todo sucedió con la misma rapidez que en los sueños.
Los dos soldados levantaron a Olov, luego a mí y nos colocaron encima de los caballos. Pataras cabalgaba en medio y vigilaba que no cayéramos. El camino me pareció tan largo que me admiraba que no amaneciera todavía. Mis miembros volvían a sentir vida, pero los pies me dolían atrozmente.
En el campo todo el mundo estaba despierto. Los soldados habían despertado a todos los siervos. Una parte de ellos nos recibió con antorchas, pese a que las estrellas ya palidecían su brillo y en el oriente el cielo estaba ya rojo. Los hombres reían, apretaban nuestras manos y se alegraban de nuestro regreso. Nos acompañaron hasta la tienda donde Erifelos estaba. Erifelos se inclinó ante mí. Levantó sus brazos, sin decir palabra. Sus ojos brillaban.
—Pese a que mi razón no creyera en ello, Tamburas, mi corazón me aseguraba que volvería a verte. Los dioses están contigo y protegen tu camino, de modo que las desgracias con que Olov tropieza nada pueden contra ti.
Con ayuda de los demás descendí del caballo. Olov tenía cara de dolor. Tenía un chichón enorme en la cabeza y ahora comenzaba a dolerle. Cuando los bandidos le cogieron le habían arrancado un diente.
—Estoy cansado y medio muerto —dijo—. ¿Qué he de hacer, Erifelos, para que te ocupes de mí y de mi salud? De aquella gente espero lo mejor: que se hayan helado en el frío. Pero quema mis vestidos y dame otros para que quede todo bien olvidado.
Pronto ardió una fogata y calentaron agua. Pataras procuraba hacernos entrar en reacción aplicándonos agua caliente y fría, sucesivamente. Los vestidos fueron quemados. Luego, Erifelos nos dio masajes en el cuerpo con aceite perfumado. Los siervos nos envolvieron en toallas calientes y nos llevaron a la tienda.
Con el calor me sumí de inmediato en el sueño profundo y me desperté hacia mediodía, tomé algo de carne, verduras, fruta y una sopa caliente, oí estornudar a Olov y me dormí de nuevo inmediatamente.
Cuando el día declinaba me sentí descansado. Sentía intranquilidad y quise levantarme. Fuera oía voces, relinchaban caballos y oía reír a soldados persas. ¿Habían regresado ya? Erifelos entró en la tienda. Me prohibió que me levantara y dijo:
—Puesto que hoy soy tu médico, has de obedecerme. Mañana podrás de nuevo hacer lo que quieras de tu cuerpo. Mira a Olov, es más razonable que tú. Duerme y ni siquiera le despiertan nuestras voces.
El barbarroja roncaba.
—Los soldados han regresado —continuó Erifelos—. Pataras está hablando con el jefe. Desde luego, no hubiera creído que llegaran a cogerlos.
Así pues, no era un sueño, ni fantasías, no se trataba de imaginaciones de mis nervios destrozados.
—¿Cómo están?
—Dos persas han resultado heridos.
—¿Y los bandidos?
—Al mediodía Kaikadán los cogió. Los bandidos se protegieron tras rocas y cabañas, pero los caballos los traicionaron al relinchar. Los soldados les rodearon y les lanzaron flechas hasta que dejaron de resistirse.
—¿Han muerto todos?
—Vive el cabecilla, otro hombre y una muchacha. —Erifelos movió su cabeza pensativo—. A veces el tiempo de los malos se prolonga, pero siempre son alcanzados por el castigo.
Yo nada respondí. Mirón había mostrado frente a mí y Olov su magnanimidad. Ahora estaba preso y con toda seguridad le aguardaba la muerte.
Al día siguiente me despertaron unos gritos. Olov se había levantado ya. Tenía la nariz muy enrojecida y estornudaba con frecuencia. Entró en la tienda con Pataras.
—Levántate, Tamburas —me dijo—. Hoy hemos de ir a la estación, pues, después de comer, los bandidos recibirán el castigo merecido. Por todas partes se ven soldados que acuden para llamar a la población a que acuda. Los persas tienen miedo de que uno de ellos pueda morir de la fiebre.
Mirón y la muchacha se me aparecieron. Sentí desasosiego.
—No podré ver eso —le dije de malhumor.
—Pero debes ir, Tamburas —dijo Pataras, y su voz manifestaba preocupación. Si no acudes, Kaikadán, el capitán de los persas, se sentirá molesto. Además, nadie más que tú y Olov puede reconocer realmente a los bandidos y descubrir el complot suyo con Lamisak. El siervo fue muerto ya con seis disparos de flechas. Un saludo tras otro de los persas se hundieron en su cuello.
La luz que caía sobre nosotros era roja como la sangre. El disco solar estaba ya en el cielo, frente a él se veía una nube delgada. Levanté la cortina y contemplé a los siervos comiendo, bebiendo y charlando. Algunos manifestaban su descontento de que la muerte de Lamisak hubiera sido tan rápida. Hice seña a Pataras y le dije:
—Los persas con toda seguridad torturarán a los bandidos. ¿No sería mejor que no acudiéramos y continuáramos nuestro viaje?
Pataras me miró asombrado, como si no me comprendiera.
—Espero que el espanto pasado no haya hecho perder tu razón. Kaikadán te necesita a ti y a Olov como testigos. Ya te lo dije. Enviaría soldados a que nos buscaran. No ganarías, Tamburas, sino que simplemente perderás tiempo y prestigio entre los siervos.
Cuando nos pusimos en camino vimos muchos grupos de gente que iban en la misma dirección: hacia la estación. Eran grupos de hombres, mujeres y niños. Algunos iban en burros; la mayoría, sin embargo, a pie. La llamada de los cuernos persas hacía acudir a esas gentes como a hormigas.
Erifelos fue el único en quedarse en el campo, pues según dijo debía vigilar a los dos enfermos que quedaban. Uno de ellos tenía lombrices, el otro descomposición. Antes de subir al carro, Erifelos me entregó una cantimplora de cuero llena de vino.
—Tómala, la necesitarás.
Junto a la estación, en una edificación de madera con establos para los caballos, estaban ya cientos de hombres. Por lo visto, las gentes estaban dispuestas a contemplar esta muerte como si se tratara de un acto festivo. Charlaban animadamente, comentaban los distintos tipos de tortura y contraían sus rostros como si estuvieran saboreando el vino más dulce.
Junto al camino en que la casa proyectaba su sombra, soldados persas cavaban la tierra e instalaban dos palos. Venían más soldados de la estación. Traían a los dos bandidos atados. La gente murmuraba; luego apareció Kaikadán. Por todas partes la gente estiraba el cuello para ver mejor. Delante, en las primeras filas estaban mujeres y niños sentados, detrás los hombres. Mi mirada encontró a aquella mujer de la cabaña que daba a su hijo el pecho. Me miró indiferente y continuó acariciando el cabello a una pequeña niña.
Junto con Kaikadán entramos Olov y yo. Fuimos junto a los bandidos. Uno de ellos parecía más muerto que vivo. Sus ojos estaban cerrados, apenas respiraba. Su espalda estaba perforada por tres puntas de flecha. Mirón estaba herido en el pecho y en los brazos. Los persas le habían clavado las flechas y luego las habían cortado. Las puntas estaban todavía dentro de su carne. La cara de Mirón tenía un tono azul amarillento, pero parecía conservar la conciencia. La muchacha era la única que no presentaba heridas.
—Os pregunto a vosotros, Tamburas y Olov —dijo Kaikadán—. ¿Reconoceréis en esa gente a los bandidos?
Afirmé con la cabeza, pues no podía hablar.
—Son ellos —dijo satisfecho Olov. Se sonó—. Pase lo que pase, son ellos los culpables de su castigo —continuó—. No me siento responsable del castigo que recibirán.
Un sonido de queja salió de los labios de la muchacha. Mirón había comprendido bien las palabras de Olov. Le echó una siniestra mirada, luego sus ojos me buscaron a mí. Me incliné para comprender sus palabras. Mirón jadeaba y hablaba con mucha calma.
—Tu vida y la de tu compañero… estaban en mis manos… Yo respeté vuestra vida… contra la voluntad de los demás… Por tus dioses… haz que lo que ha de suceder sea rápido… y procúrame una muerte sin dolor… Que debo morir… lo sé… Pero tú puedes mostrarte benévolo…
Mis manos comenzaron a temblar, sentía que en mi boca se acumulaban palabras torpes. Mi mano se curvó sobre la espada. Kaikadán me tomó por los hombros y me levantó. Daba señas con su cabeza. Inmediatamente varios soldados se interpusieron entre nosotros y los bandidos.
—Si habéis de matarle, hacedlo rápido —le dije a Kaikadán.
Pareció no comprender mis palabras y yo repetí mi petición.
—¿Tú suplicas por ellos? —preguntó asombrado—. Cometían actos de violencia, barbarie y latrocinio. Que haya una mujer entre ellos no cambia las cosas, si es que a ello te refieres. Los castigos están ya determinados. Nadie, ni siquiera yo, puede cambiarlos. —Kaikadán me miró fijamente—. La gente dice que eres un héroe en tu país. Yo no lo sé. Pero si alguna vez hubiera de entrar allí con mi gente, vencería con toda seguridad si las gentes de tu pueblo tienen un corazón tan blando como el tuyo.
Pataras me tiró de las ropas. Olov abrió el saco y bebió vino, luego me alargó a mí la botella. Me propuse no mirar, pero desde donde estaba me era imposible.
Los persas echaron al suelo al primer bandido, le quitaron los ojos con un cuchillo candente, cortaron grandes pedazos de carne de su pecho desangrado y echaron sal en las heridas. Por lo visto, su espíritu estaba ya apagado a medias, pues sólo por dos veces enrojeció; su cuerpo parecía el de un cadáver. Indiferentes de que sus torturas obtuvieran tan poco éxito, los soldados le cortaron brazos y piernas y separaron finalmente el muerto torso.
Un murmullo se elevó de entre las gentes. Ahora era la muchacha la que tocaba en turno. La desgraciada ofrecía un aspecto lamentable. Su rostro estaba blanco y cubierto de sudor. Sus ojos reflejaban terror. Gritos terribles surgían de tanto en tanto de su garganta y me golpeaban la espalda.
Por orden de Kaikadán los soldados trajeron dos caballos. Ataron a la muchacha por el pelo a un caballo y por los pies al otro. Sus manos estaban asimismo atadas sobre la espalda.
Estaba casi desnuda. La muchacha se encogía llena de miedo sobre la tierra. Sentí una gran compasión, pues vi en sus piernas las señales de mordiscos de perro. Lo que Lamisak me dijo vi que era verdad. No era gruesa ni estaba bien nutrida.
El capitán dio la señal. Dos soldados golpearon a los caballos. Los animales saltaron. La muchacha flotaba sobre el aire como una pluma. Sus gritos de dolor provocaban heridas en mi pecho. Me sentía paralizado, hubiera querido saltar en su ayuda, pero mis pies estaban fijos. Lleno de terror, ni siquiera podía apartar mis ojos del espectáculo.
Por diez o veinte veces los soldados azuzaron a las bestias. El pelo de la muchacha tenía una fuerza increíble. Pese a que los animales estiraban con toda su fuerza, no podían arrancar el pelo, mientras un hombro se le dislocaba y los tendones se rompían. Finalmente la muchacha sucumbió por un terrible golpe en la nuca. La indignación inundaba mi pecho como si dentro tuviera miles de hormigas.
Mirón sonreía con desprecio cuando los persas echaron excrementos secos bajo sus pies, pero vi sus ojos aterrados y empalidecer su rostro. Desde lejos el fuego aparecía como imagen de fiesta. Los tendones de Mirón se crisparon en el cuello, su pecho se elevaba y descendía rápidamente, pero sus labios permanecían cerrados.
Puesto que no lanzaba gritos de terror, Kaikadán mandó que le cortaran la lengua. Los persas colocaron en sus pies cuñas de hierro, le pusieron de pie y le obligaron a correr golpeándole. Pero el bandido se echaba siempre al suelo y no hacía lo que ellos querían.
Finalmente Kaikadán ordenó que se le colgara de los palos con la cabeza hacia abajo, como si fuera un buey. Un soldado abrió de un corte sus vestidos, y entonces le echaron aceite hirviente en el ano.
El cuerpo de Mirón se balanceaba de un lado a otro. A izquierda y derecha suya había soldados que mantenían sus brazos atados de modo que el cuerpo permanecía recto. El más cruel de los persas tomó una lanza engrasada y la colocó cuidadosamente entre las piernas atadas a los palos. Como un rayo violento la pasión ardía en mi sangre. Mis rodillas desfallecían al ver tales terribles actos. Oí junto a mí cómo Olov bebía vino, luego me lo pasó. Mecánicamente se abrió mi boca para beber.
Mis manos estaban sudorosas. A la vez sentía un frío helado que recorría mi cuerpo, mi frente sudaba también. Sentía dolor por todas partes y especialmente en el cerebro. «¡Zeus! —clamaba en mi interior—. ¿Por qué permites esto?». Pese a que mi corazón sangraba, no logré comunicarme con los dioses. Me abandonaron a mí y a Mirón.
Un suspiro recorrió la gente. Otros dos soldados ayudaron a los persas en sus esfuerzos por continuar introduciendo la lanza en el cuerpo tenso de Mirón. Varias veces sus brazos y piernas se agitaron, pero los persas, a su derecha e izquierda, le mantenían tenso. La cabeza de Mirón pegó una sacudida como si fuera llevada por una tormenta. Espuma roja cubrió sus labios y goteó en el suelo.
Un grito corrió por entre el pueblo. Por última vez el bandido hizo un esfuerzo, luego su cuerpo quedó sin vida. Junto a mí algo había caído. Algo pegó un golpe a mis pies. La botella de cuero del vino me había resbalado de entre los dedos sudorosos.
Me subió a la garganta como un gas de tierra que me hizo sentirme mal. Me levanté con las rodillas temblorosas y de poco casi caigo. Continué andando y pasé por entre la gente, que no se fijó en mí. Con los ojos temblorosos llegué a mi carro y allí caí, esforzándome en respirar, como pez en tierra, y vomité todo el vino y creo que algo más de mi estómago.
Pese a todo cuanto bajo el cielo sucede, la vida es bella para aquéllos que se someten a la voluntad de los dioses. El olvido lo cura todo, ninguna desgracia es eterna. Así por lo menos dicen los persas. Y es cierto. Siempre le crecen al hombre nuevas alas. Nuestra vida transcurre como la corriente de un río. La última palabra no estaba dicha todavía y ninguno de nosotros estaba al término de su viaje, aunque en ciertos momentos yo pudiera creer lo contrario. Pero los más felices son las gentes como Olov, que no conocen ni la vergüenza ni la conciencia.
Todos los días traían nuevos acontecimientos, nuevas caras, nuevos hombres. Yo me mantenía casi siempre junto a Erifelos y hablaba poco con los demás. Olov le dijo una vez a Pataras:
—No debes lamentar que Tamburas lleve en sí el aliento del destino que nosotros no comprendemos. Para mí el recuerdo de Mirón y los bandidos es como una nube que ya pasó. Al cabo de poco tiempo ha desaparecido. ¿Por qué, pues, Tamburas tiene esa expresión sombría? ¿Quizá soy culpable del triste fin de esa gente? Al fin y al cabo, todos hemos de morir alguna vez. —El barbarroja hablaba en voz bien alta para que yo también le oyera—. Tamburas puede decir que Mirón se portó como un hombre, sin mostrar la menor debilidad ante sus enemigos. Esto es excesivo; si realmente existen demonios del averno, sabrán valorar su valiente comportamiento y le reservarán un buen lugar en su reino.
Por la tarde, cuando descansamos junto a la confluencia de dos arroyuelos y el disco del sol en ocaso teñía de rojo campos y huertas, Pataras me contó que para los persas todo hombre posee un alma que después de esta existencia del cuerpo está durante tres días y tres noches cerca de la cabeza. Ormuz, el dios del Bien, y Ahrimán, el dios del Mal, luchan por poseerla. Mientras el alma lucha y ora. Los actos que el cuerpo ahora muerto realizó en su día, se le aparecen al alma y motivan su miedo, si es que son malos, o elevan su esperanza, si es que son buenos. Pero después de esas tres noches el alma ha de traspasar el paso del tiempo a la eternidad. Ese paso es muy estrecho en el medio y agudo como una espada. El alma en que pesan más los malos actos resbala y cae al abismo; la buena, por el contrario, puede pasar con facilidad y alcanza el lugar de la bienaventuranza.
—Ningún cuerpo, Tamburas —me explicaba Pataras—, ni el tuyo, ni el mío, ni el de Mirón, es destruido. Contempla las cosas de este mundo. Al igual que nubes se forma siempre nueva vida, de las partes de nuestro cuerpo se logra dar nueva vida a la tierra, las plantas, animadas por el agua o el fuego, para que en más o menos tiempo alcancen una nueva forma, un nuevo cuerpo, una nueva planta, es decir, renacen en una nueva materia.
Todo esto me explicaba Pataras y muchas cosas me resultaban con eso comprensibles de cuanto creían los persas.
En nuestro viaje a Cambises, el rey de los reyes, hallamos pueblos y localidades distintas, pequeñas y grandes, descansamos junto a ríos, atravesamos ciudades alegres y pasamos por estaciones donde funcionarios, escribas y soldados tenían mucho trabajo en conseguir que los pueblos vencidos pagaran los debidos tributos.
Olov aprovechaba al igual que yo el tiempo para aprender. Pataras le enseñaba también ejercicios acrobáticos de equitación. Una vez el barbarroja necesitó tres días para curarse la inflamación que tales ejercicios le causaron. Pero no por eso perdió el buen humor y se reía de sus propias debilidades. Cada día preguntaba más cosas sobre las amazonas, que en otro tiempo se supone habitaron esas regiones. Esas mujeres semihombres tomaron en su fantasía casi cuerpo de realidad. Torturaba a Pataras para que le contara siempre más historias acerca de ellas.
Una vez encontramos a un comerciante que había viajado mucho. Detrás de las enormes montañas del Cáucaso y entre los dos mares interiores, decía aquel hombre, había todavía pueblos hermosos donde las mujeres gobernaban. Realizaban toda clase de trabajos duros, iban a cazar, se encargaban de comerciar mientras los pocos hombres que existían descansaban, se cuidaban y no hacían nada que pudiera ensuciarles las manos. Ese comerciante continuaba explicando que él había visto con sus propios ojos como a las niñas de cinco a seis años les operaban el pecho derecho para que sólo se desarrollara el izquierdo y la parte derecha quedara lisa para poder apoyar en ella el arco, ya que allí las mujeres sólo sabían cazar con flechas y arcos.
Con eso la curiosidad de Olov quedó satisfecha. Pero puesto que nuestro viaje no pasaba por el país de las amazonas, se mostró descontento y durante algunos días se mostró enfadado.
En el lugar en que el camino de los comerciantes y el camino real y del correo se cruzaban, región en que se atravesaba de Asiria a Media, nos encontramos con una caravana cuyas bestias de carga arrastraban grandes cantidades de cobre, plata, madera, aceite, alfombras y vasijas con bebidas. El dueño de la caravana llevaba a su mujer en un palanquín, pues desde hacía dos días había entrado en dolores de parto. Nosotros oímos sus gritos. Me parecieron tan terribles como los de aquella muchacha de los bandidos a la que torturaron los persas.
Cuando el sol se ponía sobre la tierra, el comerciante vino a mi tienda porque había oído decir que Erifelos era médico, y se lanzó a sus pies. Erifelos se fue y visitó a la embarazada. Cuando salió de la tienda en que estaba el palanquín, su rostro estaba pensativo.
—¿Está perdida? —preguntó el comerciante. Era distinto de los demás persas para los que una mujer nada vale. Sus manos temblaban—. Dime que no está perdida. Ubugird es mi sol. ¿Qué será de mí sin ella? Desde hace dos noches está en trance de parto y grita de tal modo que mis siervos sienten hervir la sangre en sus venas. ¿Cómo he de sentirme yo, que conozco su situación y nobleza? ¡Ayúdame, ayúdame!, te recompensaré espléndidamente.
—Si es la voluntad de los dioses que tu mujer muera —explicó Erifelos—, has de inclinarte a tal voluntad como un hombre. Su constitución es demasiado estrecha, el niño no puede abandonar su cuerpo por la vía natural. Si tú me lo permites, comerciante, podría intentar una operación que muy pocos hombres de nuestro arte conocen y del que sé que hasta hoy tan sólo logró realizarla con éxito un médico de Corinto. Es, pues, lo más probable que tu mujer no sobreviva. Te queda, sin embargo, la esperanza de que el niño venga con vida al mundo.
El comerciante gimió:
—¿Qué es un hijo? Para mí nada significa. Tengo muchos.
—¡Pero ninguno de esa mujer! —le dijo Erifelos.
—¡Sálvala! Te daré una tercera parte de cuanto llevo conmigo.
Erifelos miró al suelo.
—Lo más probable es que muera. No puedes albergar otras esperanzas.
El comerciante temblaba y gritó tan fuerte como la mujer embarazada en su tienda. Para él todo dejaba de tener sentido si la perdía. Se llamaba Paluk, según luego supimos. Se puso a pegar y maltratar a los siervos como un loco.
Yo estaba en un lado y Erifelos vino hacia mí.
—Voy a hacer lo que el comerciante me pide —me dijo preocupado—. Pero tú, Tamburas, habrás de ayudarme, pues contigo están los dioses. Si logramos lo que nos proponemos, les sacrificaremos una recompensa para manifestar nuestro agradecimiento. Los dioses son magnánimos y dan siempre más de lo que reciben de nosotros. En tu vida, Tamburas, está claro que hay algo de divino, algo que está entre lo visible e invisible. Esto pude ya advertirlo en el barco de Polícrates. Ponte, pues, a mi lado. Lo que voy a hacer tan sólo lo conozco por referencias. El hombre de Corinto sé que cortó el vientre de una mujer y salvó a madre e hijo. Lo que me anima a realizar esta operación es un sueño que hoy tuve. La diosa de la luna subía en el cielo y se sentaba a mi lado. Tú sabes que el disco de la luna en un mes, es decir en 28 días cambia, se empequeñece y luego crece de nuevo para volver a tomar su forma, del mismo modo que la mujer está sometida al proceso mensual de 28 días…
Erifelos me contemplaba con los ojos fijos.
—Cuando la diosa estuvo a mis pies, tenía los labios cerrados y sin embargo yo oí su voz: «Mi fuerza actúa en el seno de la mujer. Haz siempre todo para cumplir mis mandamientos y conserva la vida». —Erifelos sonrió—. Por ello, Tamburas, estoy hoy tan contento como nunca lo estuve y pienso atreverme a realizar tal operación si es que tú decides ayudarme. Tú estás predestinado por la suerte. No creo que pierdas la serenidad cuando abra el vientre de esa mujer con un corte y luego lo una de nuevo con un hilo.
Después de esas palabras advertimos que toda la gente del campamento estaba a la expectativa. A Olov le encargamos que vigilara a Paluk para que no irrumpiera en la tienda y molestara el trabajo de Erifelos. El barbarroja nos dijo:
—De mí te puedes fiar. Mi mano tomará sus muñecas y no le dejará mover. Yo sé que los hombres de las mujeres que dan a luz parecen enloquecer y son capaces de las tonterías mayores.
La mujer del comerciante parecía apenas tener veinte años. Su cara estaba surcada por ríos de sudor. Su cuerpo parecía una esfera. Se encogía y curvaba, sus dedos se contraían cogiéndose en la litera. Erifelos cerró la entrada a la tienda con la cortina y le dio a beber un líquido de diversas plantas.
—De ese modo notará poco lo que hacemos y le parecerá todo un simple sueño —me dijo al oído.
Me dijo que hablara con la mujer. Mientras, él preparó sus instrumentos, colocó un cuchillo, pinzas y ganchos en un recipiente con agua hirviente y preparó las demás cosas que necesitaba.
Ubugird, la mujer del comerciante, me apretaba la mano cuando sentía dolor en su cuerpo.
—¡Ayúdame! —susurraba, pero su voz era ya suave y su respiración se hacía más débil.
Presioné sus hombros hacia atrás para que no se cayera de la litera. Paulatinamente sus músculos fueron perdiendo la contracción y sus ojos reflejaban la calma. La bebida de Erifelos surtía sus efectos.
Con tranquilidad Erifelos le ató brazos y piernas.
—Aunque está algo dormida, los músculos a veces se contraen solos. Por ello hago eso, pues después puede ser de gran utilidad, ya que cuando el cuchillo abra el cuerpo todo movimiento puede ser mortal.
Ubugird estaba tranquila. Erifelos se echó agua sobre las manos y se lavó los brazos hasta el codo. Luego desnudó su cuerpo. El vientre aparecía amarillento y estaba tenso. Finas arterias cruzaban la piel. Como olas, a veces se veía que el vientre tenía algo en el interior que se agitaba. Erifelos le dio primero un masaje.
—Tiene la pelvis tan estrecha como una muchacha —me dijo—. Con toda seguridad lograba provocar un gran placer en su marido, pero no es capaz de traer al mundo un hijo por vía natural.
Con una toalla limpia lavó bien a la mujer. Antes de tomar el cuchillo quedó algo ensimismado. Su cara reflejaba tranquilidad.
—Vosotros, dioses, que lleváis su nombre y también los que no la conocéis, guiad mi mano y no hagáis que mi esperanza haya sido en vano albergada, haced de mí un maestro del bien y de lo grande, que logre salvar ambas vidas. Con lograr salvar una sería ya un gran regalo.
Con un movimiento rápido y seguro, Erifelos hizo un corte sobre la piel tensa. Apenas salió sangre, pero Ubugird gimió y contrajo sus piernas. Erifelos me hizo seña y yo apreté mis manos sobre sus rodillas para que estuvieran quietas y se relajaran los músculos.
Con dos cortes, hacia arriba y hacia abajo, amplió Erifelos el corte sangriento, introdujo los garfios de plata en la carne y separó la capa superior de piel y grasa, del mismo modo que se separa por la mañana la ropa que nos cubre el cuerpo en la cama. Continuó cortando y separando. Bajo la sangre oscura que ahora manaba terminó de cortar la capa que cubría el vientre. En medio abrió un agujero como si el vientre riera con una terrible boca.
La mujer gimió. Parecía sentir algo, aunque estaba durmiendo. Juntaba fuertemente los labios, sus manos se apretaban y se abrían de nuevo. Su cuerpo parecía una gran herida en donde penetraban las manos de Erifelos para continuar su obra. Yo no podía hacer nada. Mi cabeza ardía, la lengua estaba paralizada en la boca. Lentamente comencé a sentirme mal, pues sospechaba cómo se arqueaban las costillas de la mujer bajo la piel, y sabía que debajo de él latía un corazón. Erifelos quitó la sangre con una toalla limpia, pero la sangre continuaba manando; por fin quedó al descubierto el saco gelatinoso en que estaba el niño. Las vísceras gris y rosa temblaban bajo la respiración jadeante de la operada.
En estos momentos sangraba todavía más. Erifelos arrancó con las pinzas de madera pequeñas venitas.
—¡Ayuda, dioses! —le oí murmurar.
Ubugird tuvo una convulsión. Sangre y agua abandonaron por el camino normal su cuerpo. Su olor penetrante y desagradable inundó el espacio. Mis rodillas sentían debilidad. Era como si un puño estuviera en el interior de mi estómago golpeándole por todas partes.
Erifelos colocó trozos de lino en la herida y dejó algunos junto al saco del niño. Ahora vi la bolsa de aguas como una medusa rojo oscuro en la que algo nadaba. La poca luz que las antorchas daban no me permitieron verlo todo exactamente. Erifelos cogió de una de las jarras que tenía a su lado un pequeño cuchillo y abrió lentamente y con mucho cuidado la bolsa de las aguas. Vi cómo sus manos desaparecían mientras la mujer gemía y los paños de lino se llenaban de sangre; luego volvieron a aparecer las manos. Todo transcurría lentamente, muy lentamente. Las manos sostenían un niño húmedo, goteante, me pareció diminuto. Los ojos estaban cerrados, pero su cráneo tenía pelo. Era niño.
Erifelos cortó el cordón umbilical y sostuvo el niño, lleno por todas partes de sangre y linfa, con la cabeza hacia abajo. En ese instante sucedió que los dioses dieron la vida a ese niño que venía al mundo. El niño gritó. Me pareció como el maullido de un pequeño gatito. Erifelos sonrió satisfecho. Luego apretó de nuevo sus dientes.
La sierva que hasta entonces había permanecido detrás de nosotros cogiéndose las manos para aplacar su agitación, tomó al pequeño niño, lo arropó con telas y se lo llevó para lavarlo en otra tienda. Oímos cómo Paluk gritaba fuera.
Erifelos tenía ahora trabajo con el cuerpo desgarrado. Colocó de nuevo en la posición adecuada las entrañas abiertas, quitó todos los instrumentos clavados en la carne, secó la sangre que goteaba por todas partes, apretó las capas de grasa y carne hasta que los tejidos parecieron unidos bajo la sangre que manaba.
El tiempo pasaba lentamente. ¿Cuánto rato había durado la operación? Mi malestar se había aliviado en algo. Erifelos empleó una espina de pescado como aguja y cosió con fibras de intestino de animales las capas de carne y piel del vientre.
Una vez me pareció que la respiración de Ubugird se detenía. Erifelos masajeó inmediatamente la región del corazón y puso su oído en el pecho de la mujer. La saliva salía de la boca de la mujer. Pero Erifelos pareció satisfecho de lo oído en el pecho. Aplicó el último paño de lino sobre la herida para limpiar la sangre y luego lo echó al suelo.
—Vive —dijo orgulloso—. El gran Zeus me ha concedido la gracia de que salvara sus vidas. Pero nada se consigue sin trabajo y esfuerzo. Estoy, pues, satisfecho. Alabo a Zeus por encima de todos los dioses, como al padre.
Contemplé fijamente al médico. Mi boca se abrió de asombro. Sus vestidos estaban llenos de salpicaduras de sangre. Desde el pecho hasta las rodillas se apreciaban manchas. Tenía el aspecto de un guerrero que hubiera peleado sangrientamente. La arena del suelo de la tienda estaba húmeda del agua caída, sangre y linfa. Erifelos se incorporó. La mujer dormía. Su respiración era débil, aunque regular y tranquila. Erifelos sonreía. Me miró con los ojos brillantes, cubierta, la frente de sudor, y salió de la tienda.
Fuera, todos se le echaron encima como una jauría de perros hambrientos. Erifelos levantó la mano. Todos quedaron quietos y guardaron silencio.
—He hecho lo que podía —dijo en voz baja el médico—. Los dioses guiaron mis manos. La mujer, comerciante, vive. Pero no sé si logrará conservar la vida como el niño que ha nacido. Eso deberán decidirlo mañana los dioses cuando cambie la luna.
Oí lo que Erifelos decía, pero con toda seguridad no hubiera podido resistir presenciar una segunda operación. Me sentía como el que se siente impulsado a abandonar sus armas y emprender la huida.
Pese a que Erifelos, tal como puedo garantizar, hizo cuanto pudo con su arte, Ubugird murió al segundo día de dar a luz aquel hermoso niño. Su cara y su cuerpo se pusieron al rojo vivo, de modo que todo el mundo comprendió que se abrasaba en el interior. Pero antes de morir pudo hablar con Paluk. Éste alabó el arte del médico. Pese a su pena, nos invitó a Erifelos y a mí a visitar su casa en Ekbatana. Además, le regaló a mi amigo una cadena de oro y mucha plata.
Nosotros continuamos nuestro viaje, avanzando mientras el sol estaba en el firmamento, atravesando llanos y bosques, cruzando desfiladeros y montañas, viviendo el presente y olvidando el pasado. Al día 47 después de nuestra salida de Efesos, llegamos finalmente a Susa, la sede administrativa del rey Cambises, donde había una fortaleza que, según decían sus moradores, era más grande y hermosa que la de Persépolis o la de Ekbatana.
La ciudad estaba entre tres colinas. Por todas partes se veían muros, torreones y pequeñas fortalezas. Las calles entre las casas estaban bien cuidadas, pero eran muy estrechas, hasta el punto de que dos carros no podían atravesarlas a la vez, si no era con grandes dificultades. Por debajo del suelo transcurrían canales que llevaban el agua de las lluvias. Inteligentes constructores habían edificado casas de varias plantas situadas en espacios limitados; se agolpaban unas contra otras. También había edificios espaciosos que tenían anchos patios o salas cubiertas de columnas. Casi todas esas casas tenían agua corriente. Conducciones grandes la llevaban de las fuentes a las casas. Sin embargo, frente a las puertas había una cavidad que hacía de estanque donde se encontraba un agua sucia, llena de musgo y moscas.
Cuanto más nos acercábamos a la residencia real, más aglomeración encontrábamos. El distrito en el que se hallaba el palacio estaba rodeado de varios muros delgados que estaban coloreados de siete colores distintos. Las almenas brillaban en blanco, rojo, negro, azul y naranja. Además, tenían adornos cubiertos de capas doradas y plateadas. Cada color era símbolo de un planeta. El oro recordaba al sol, la plata a la Luna, el rojo a Marte, el azul a Mercurio, el naranja a Júpiter, el blanco a Venus y el negro a Saturno. Los persas habían tomado de los babilonios el culto a los astros y tenían, al igual que éstos, notables astrónomos.
La fortaleza real constituía una pequeña ciudad dentro de la misma ciudad de Susa. El palacio del rey parecía la obra maestra. Unas bellas escalinatas conducían al mismo. A su alrededor había muchas edificaciones con numerosas habitaciones, espacios, salas, etcétera. Todos los edificios destinados al almacenaje parecían llenos. Por todas partes se veían siervos, comerciantes, gentes de palacio y funcionarios. Había esclavos de los más blancos y esclavos prácticamente negros. Todos estaban ocupados en los cargamentos que provenían de los muchos impuestos que los persas exigían a los países vencidos y que éstos entregaban generalmente en forma de víveres.
Durante el viaje habíamos encontrado a muchos persas, y gracias a las clases recibidas estábamos ya en disposición de entender el idioma del país. Cuanto más avanzábamos hacia el sudeste observaba yo más acusadamente una cierta transpiración que parecía comparable con el olor de una jauría de perros. Persia era un país pobre. Sus habitantes, desde hacía mucho, habían luchado contra la esclavitud y por su libertad. Cuando los hombres han de luchar para vivir, todo, incluso un pedazo de pan duro o una raíz extraída del suelo, adquiere valor. Aquí las gentes estaban habituadas a ser despojadas de cuanto tenían, a sufrir hambre y humillaciones y soportar miles de desgracias. Habían debido someterse a los medas, tuvieron que echarse a sus pies y besar sus sandalias, hasta que una sublevación violenta logró terminar con tal tiranía y vencieron a los dominadores.
Pero en sus rostros todavía se reflejaba una humilde sonrisa. Esos nómadas y jinetes que ahora regían como pueblo guerrero y dominador, parecían no poder creer que el poder de su reino estaba establecido y cimentado sobre bases fijas. Ciro había construido hermosas ciudades y era norma que todo persa, siquiera una vez en su vida, hubiera visto una de ellas. Por ello junto a los muros de la ciudad se agolpaban las gentes; a veces llegaban con sus mujeres e hijos, que admiraban, al igual que nosotros, aquellas magníficas construcciones.
Yo me sentía admirado siempre al contemplar la pequeña estatura de los persas. Desde luego, muchos hombres tenían ojos vivos, llenos de orgullo, pero la mayoría, especialmente las mujeres que nos encontrábamos, eran delgadas, de muy pequeña estatura y rostro amarillo pálido que no parecían haber recibido muchos rayos de sol. Entre los hombres, por lo visto, era moda llevar el pelo largo; en cambio, la barba se la rasuraban.
La gente de la calle hablaba diversos dialectos. Había muchos soldados, pues los persas para sus guerras se servían de distintos mercenarios. Precisamente en esa época habían concentrado muchos de ellos en Susa. Todos ellos, sin embargo, se comportaban muy correctamente, apenas podía hallarse uno de ellos bebido, ya que Ciro había castigado los excesos en el campo duramente, pues se les permitía precisamente para evitarlo diez días de total libertad en los países conquistados.
Nos detuvimos frente a los muros que tenían una puerta de hierro, junto a los guardianes y los capitanes de los soldados y otros funcionarios que allí estaban.
—¿Por qué lloras, hermano? —preguntó Olov a un persa que estaba junto a esos muros y se secaba los ojos.
—Lloro de gozo —respondió el anciano.
—Pero no se llora de alegría sino de pena.
—Pues yo sí lloro de gozo, pues he cabalgado muchos días y noches. Ahora siento alegría al pensar en mi pueblo. Pero todavía no he visto al rey. —El anciano nos miraba atentamente—. Tan sólo soy un simple hombre sencillo; bajo la dirección de Ciro vencí a los soldados del rey de Lidia. Pero ahora dicen: «Quédate tranquilo. Márchate a casa. El rey tiene otros asuntos de que ocuparse que mostrar su figura ante ti y hablar contigo».
La gente que se agolpaba obligó a Olov a marchar de aquel lugar. El barbarroja dijo pensativo:
—Esto es más de lo que esperaba ver. Las gentes cabalgaban para poder ver a su rey como si éste fuera un dios.
Miró luego hacia adentro, algo decepcionado, pues había creído que Cambises nos recibiría en ese día. Pero por el momento no lográbamos entrar. Pataras hablaba con un guardián. Varias veces señaló hacia nosotros, pero el hombre parecía no dejarse convencer.
—Me parece que estamos aquí como si no nos permitieran desembarcar —dijo Olov—. Mi espalda me duele de tanto cabalgar. ¿Qué crees, Tamburas: debemos bajar del carruaje e instalarnos en alguna casa para poder arreglarnos y lavarnos, cambiarnos de ropa, comer y beber?
—¡Esperemos a ver qué nos dice Pataras! —le respondí.
Por fin se había logrado que acudiera el guardián que podía decidir en nuestro caso, pero envió a Pataras a otra puerta real. Pataras y yo entramos en una habitación de guardia para rogar una audiencia con Cambises por escrito. Tal era la norma, nos explicó el funcionario. Pataras redactó el escrito con mano ágil. Y yo añadí el papiro en el que Polícrates nos presentaba a Olov y a mí como guerreros enviados.
Cuando regresamos, el barbarroja puso cara de descontento.
—No podemos hacer otra cosa sino esperar —le dije—. Diariamente acuden aquí cientos y miles de personas y todos desean hablar con el rey. Nuestra solicitud será con toda seguridad examinada, así lo ha dicho el funcionario.
—Hubieras debido enviarle flores —me contestó Olov con amable ironía. Se rascaba su barba descuidada y suspiraba en vano—. Polícrates demostró una gran simpatía por mí cuando me describió en el papel como gran estratega. Pero ¿de qué sirve toda mi fama en Samos si ningún persa me considera? Estoy cansado. Y se nos obliga a aguardar en la calle, como si fuéramos mendigos. ¡Además, somos gente que debemos explicar a Cambises el modo de vencer a los egipcios!
Miró a Erifelos y luego hacia mí. Puesto que nadie le contestaba, continuó lamentándose.
—Quizás yo podría aconsejaros cómo hacer para terminar con esta espera.
Por poniente se alejaban unas nubes. Desaparecieron por delante del sol y colorearon la ciudad de un color azul y gris. Después del calor del día venía el frío. Un viento fresco me despertaba. Coloqué mis ropas lo más cuidadosamente que pude y pregunté a Olov:
—¿Cómo pondrías tú fin a esta espera?
—Pues llamando la atención de las gentes sobre nosotros. —Olov sonreía maliciosamente—. Yo no he estado nunca en Persia y las costumbres de aquí me son desconocidas. ¿Qué crees que pasaría si de pronto comenzara a hacer la corte a mi modo a aquellas dos mujeres de allí? En mi país no está prohibido.
—En esta ciudad ningún hombre se atreve a importunar a las mujeres en la calle —le dijo Pataras—. Estás loco, Olov. Creo que la larga soledad ha confundido tu mente.
—Entonces puedo dedicarme a apagar el fuego de esos altares. Algo dice en mí que de ese modo muy pronto nos llevarían ante el rey.
—Eso sería lo más inoportuno que podías hacer —dijo molesto Pataras, sin advertir que Olov pretendía divertirse con él—. Ahora creo realmente que el sol te ha hecho un agujero en la cabeza. Los altares son algo sagrado. Ningún guardián permite que ese fuego se apague, ha de arder Constantemente. ¿Qué dirías tú, Olov, si alguien en tu país llegara como enviado de otro pueblo y profanara tus templos?
—Quitadme esa inmundicia de ahí, diría —el barbarroja ironizaba—. ¿Cómo se multiplican los persas? Veo a muy pocas mujeres y siempre van acompañadas.
Su rostro estaba cubierto de polvo. Lentamente su expresión cambió. Cuando Olov no encontraba ninguna mujer para dormir se sentía irritado y no se podía hablar ni siquiera con él.
Yo me giré en el coche para cerrar los ojos y descansar un poco, pero de pronto vi que la puerta de hierro se abría y un caballo con un jinete salía dirigiéndose hacia nosotros. Para ser persa era realmente alto; podía tener quizás unos 40 o 50 años. Su rostro era pálido y su tronco iba inclinado. Una vez tosió fuerte como si estuviera marcado por una enfermedad mortal.
Rápidamente descendí del carruaje. Olov también se sentó algo más correctamente.
—Me llamo Artakán y soy el jefe de la corte en el palacio —el hombre se inclinó cortésmente—. Un escriba me ha entregado vuestros papeles. Por ellos supe quiénes sois vosotros y os doy la bienvenida, en nombre del rey —levantó sus dos brazos en señal de saludo—. Cuándo será posible que veáis al rey no os lo puedo decir hoy. Pero seguramente que necesitaréis tiempo para reposar del cansancio del viaje. Así pues, he dispuesto que os preparen lo necesario. Una casa aguarda ya a los enviados de Polícrates, donde hallaréis cuanto necesitáis y también sirvientes. Por ello te ruego, Tamburas, y a ti, Olov, que me sigáis con vuestros hombres.
—Te agradezco tus amables palabras —respondí en voz alta—. Es asunto de los guerreros sufrir dificultades, pero el viaje llegó ya a su término. Me siento contento al mirar en tus ojos, pues en ellos veo reflejada la amistad.
Artakán se dirigió hacia su caballo, que un soldado le guardaba, y se puso al frente nuestro para abrirnos paso por entre la verja.
Los edificios, calles, jardines y construcciones que se ofrecían a nuestra vista eran realmente algo selecto de majestad real y buen gusto, pues Cambises, al igual que todos los gobernantes de pueblos pobres, sabía rodearse de cosas selectas para olvidar las estepas áridas y los campos yermos del pueblo. Había salas y edificios con verjas artísticas. Más adelante vi los lugares donde los soldados y guardianes tenían su administración. Muchas casas tenían jardines colgantes, de modo que muchos frontales parecían un ramillete colgado. Por todas partes brillaba el oro, la plata y electrón (mezcla de plata y oro). En las caras y vestidos de los que encontrábamos a nuestro paso reconocí que además de soldados tan sólo funcionarios y personas de alto rango se encontraban en ese recinto.
Artakán nos señaló un pequeño edificio. Disponía, sin embargo, de gran cantidad de establos y anejos, así como de un pequeño jardín, y a nosotros nos pareció un palacio, pese a que parecía ser la casa más pequeña de todas las que había en la ciudad real. En el almacén de provisiones había frutos y cereales sirios. Mientras Olov, Erifelos, Pataras y yo buscábamos la sala de baño para en primer lugar lavarnos, oí como los criados traían al patio varios carneros. Artakán había pensado en todo y nos procuraba incluso carne fresca. En unas estufas de piedra ardía ya un buen fuego. Los cocineros de entre nuestros criados tostaban pan.
Después del baño Olov halló en la despensa varias tinajas de vino. Echó nuestros vestidos sucios del viaje al suelo y mandó a los siervos que los quemaran, luego se puso ante sí un buen vaso de vino y se puso a beber.
—¡Ah! —dijo mientras hacía chasquear sus labios—. Ese Cambises es un rey que sabe muy bien lo que necesitan unos huéspedes fatigados por el viaje.
En el patio un carnero gritaba; los corderos fueron sacrificados y asados por los siervos en el fuego. Olov probaba la pulpa dulce y blanda de una fruta que nadie de nosotros jamás había probado, Erifelos y yo nos dedicábamos a saborear el buen vino. Charlábamos sobre lo que nos esperaba en Susa, y hacíamos nuestros planes para el futuro. El barbarroja opinaba que debíamos enviar a los siervos de nuevo hacia Efesos, pues de lo contrario habríamos de alimentarlos y nos costaría mucho dinero. Yo estaba cansado y le daba la razón. Al día siguiente yo quería presentar un escrito. Pataras, cuya misión había consistido en traernos hasta Susa, podría entregarlo a Polícrates e informarle oralmente sobre el viaje y podría contestarle a lo que él quisiera preguntar.
Pataras quedó petrificado. Sus ojos brillantes se hicieron fríos. Dirigió una dura mirada a Olov.
—Haré lo que vosotros dispongáis. Aunque estoy cansado y creo que los sirvientes merecen un descanso, mañana mismo puedo ponerme en camino. Pero ¿de qué puedo informar a Polícrates en realidad? Todavía no habéis visto a Cambises, el rey de los persas, ni le habéis hablado. Lo único que podría contar a Polícrates es que Olov se compró una casa en Efesos. Eso realmente podría interesarle. —Oyó como el barbarroja murmuraba—. Creo que el vino te ha inundado el cerebro, Olov, pues tan pronto quieres despedirme para ahorrarte un par de monedas de plata. Pero no deberías exagerar tus ansias de ahorro, pues de lo contrario puede ser que algún día lo pierdas todo. —Pataras se dirigió a mí—. Con tu permiso, Tamburas, los siervos y yo permaneceremos algunos días aquí hasta que hombres y animales hayan descansado y hayamos logrado saber si el rey Cambises se muestra favorable hacia vosotros o no. De lo contrario, muy pocas cosas podría contar a Polícrates sino mentiras. En lo que respecta a los bandidos, preferiría no tener que contarlo.
El barbarroja se rió de buena gana.
—Ya sabía que éramos amigos —le dijo a Pataras y puso su fuerte mano en su hombro, pues que alguien llegara a saber lo que había pasado con los bandidos era algo que él naturalmente no deseaba.
Los siervos trajeron pan y carne. Al comer casi se me cerraban los ojos. Así pues, fui el primero en prepararme la cama y caí en un profundo sueño tranquilo.
Al cabo de dos días Olov y yo fuimos llamados a presencia del rey. Antes de presentarnos nos bañamos y prestamos gran atención en el arreglo de nuestro aspecto externo. Los cortesanos de palacio tenían aspecto de cuidarse mucho de esas cosas. Untamos nuestros miembros con aceite perfumado y nos pusimos toda la ropa limpia. Finalmente Erifelos me colocó sobre los hombros mi manto real.
—Pareces un joven dios —me dijo.
Olov se puso una capa azul de la que dijo que sentía que rodeaba su cuerpo como el brillo celestial de la noche.
El corto camino lo hicimos a pie. En una antesala nos recibió Prexaspes, el primer ministro de la corte. Antes hubimos de pasar muchos puestos de control. Al igual que Artakán, también Prexaspes había ya pasado la mitad de la vida. Tenía una frente alta y ojos muy expresivos. Sobre su cara se extendía una red de pequeñas arrugas. Su cabello era negro como el carbón, los labios delgados pero de rojo intenso. La curvada nariz producía la impresión de dignidad y orgullo, pues los persas pensaban que cuanto más curva es una nariz más noble es la ascendencia de la estirpe.
Nos inclinamos profundamente. Luego oímos la profunda y agradable voz de Prexaspes que nos decía:
—Cambises, el rey, no ha olvidado su trato con Polícrates, pese a que en estos últimos tiempos padece fuertes jaquecas. Realmente tú pareces un jefe de ejército o un hijo de rey —me dijo a mí—. Y tú —se dirigió a Olov— recuerdas a un luchador valiente de los tiempos primitivos en que los hombres poseían todavía una fuerza de gigantes para poderse defender de los ataques de las fieras. Creo que los ojos del monarca quedarán complacidos al veros. Pero cuando vayamos a su presencia, por favor prestad atención a mi mano izquierda. En cuanto os haga un signo echaos en tierra, extended vuestros brazos hacia adelante y ocultad vuestras manos en los vestidos. Tal es la regla de etiqueta en la primera visita. Ciro era sencillo, pero Cambises ha mandado incluso cortar la cabeza de hombres que olvidaron manifestar el debido respeto ante él. Ahora aguardad un instante. Voy a ver si todo está ya dispuesto.
Sus pasos se alejaron.
—Ya sabía yo en Samos que emprendíamos un peligroso viaje —me susurró al oído Olov—. Pero si hubiera sospechado que con tanta rapidez nuestra cabeza puede estar en peligro de ser colgada en los muros, hubiera perseverado más acusadamente en mi decisión de permanecer lo más lejos posible de este país en que las mujeres son guardadas como ganado.
Yo no respondí, pues Prexaspes volvía ya.
—Nadie puede entrar sin que el rey le llame.
Tras esas palabras se puso a la escucha, y cuando sonaron los tonos de un cuerno nos hizo seña para que le siguiéramos.
Atravesamos un pasillo y varias puertas con sus guardianes. Por todas partes había valiosas alfombras en el suelo, mis pies casi se hundían en ellas. Cambises tenía un hermano llamado Esmerdis. Pero, puesto que ambos no se sentían a gusto juntos, mientras el rey residía en Susa, Esmerdis estaba en Persépolis.
La sala del trono estaba muy bien arreglada y tenía mucha ventilación; era enorme. Por todas partes había figuras y en las paredes abundaban los objetos de valor de todos los países conquistados; destacaban especialmente los tapices con imágenes tejidas de los lidios. Todavía estábamos muy lejos del rey para poder distinguir sus facciones. El trono estaba encima de un estrado y el rey llevaba la cabeza cubierta.
Mucha gente danzaba en torno a Cambises. Al aparecer nosotros, se quedaron quietos, incluso el hombre que con plumas de pavo real apartaba las moscas de cerca del rey. En seguida observé que el rey llevaba sus orejas adornadas. Una cadena de oro colgaba de su cuello, su mano derecha sostenía un cetro. Un signo de Prexaspes detuvo nuestros pies, luego el rey dio permiso para que nos acercáramos más.
El trono era elevado. Las columnitas que formaban los pies estaban trabajadas artísticamente y parecían garras de león. Muchas piedras de distintos colores formaban figuras; mostraban hombres que sostenían el trono. La silla en que Cambises se hallaba sentado estaba muy adornada y tenía tapices y almohadones. El respaldo alcanzaba hasta su cabeza, las patas de la silla terminaban en las garras de león. Sobre el trono colgaba un palio, ricamente adornado con figuras de animales y leones. Exactamente en el medio del techo de la sala estaba el símbolo de la divinidad, el disco del sol.
Cambises estaba sentado muy erguido; sus pies, cubiertos por ricos zapatos, se apoyaban en una tela de seda. Llevaba un manto meda azul rojo oro. Detrás de él estaban hombres con sus grandes abanicos de pluma de pavo real y otros nobles y altos funcionarios. Cerca de él se hallaba un representante de los sacerdotes, distintos escribas y hombres que conocían muchos idiomas y terminaban de elaborar sus documentos, así como también el jefe del ceremonial. Para los asuntos de estado el protocolo señalaba también la presencia de un jefe de cuadras y caballos, tres financieros y un contable, grupos de distintos funcionarios y el jefe de cocina que fijaba los banquetes, un encargado de dar las horas, el que recibía a los huéspedes, el médico de la corte y especialistas en perfumar y untar los cuerpos.
Algunos de esos hombres faltaban en ese día quizá porque el rey no estaba interesado en que nuestra presencia aquí se proclamara a los cuatro vientos, pues los tratados para las guerras se procura siempre mantenerlos en el más estricto secreto.
De pronto un hombre vestido casi por completo con ropas femeninas se acercó al trono. Llevaba en una mano una tela y en la otra botellas con sales y aceites. Ese extraño ser vació diversas botellas en un recipiente de metal calentado. En seguida se dispersaron por la atmósfera distintos perfumes. Hizo oscilar en diversas direcciones el recipiente, se echó al suelo y marchó luego.
Prexaspes andaba cada vez más lentamente. Estábamos ya tan cerca que podía alcanzar a distinguir las facciones del rey Cambises era un hombre joven, quizá tendría algunos años más que yo, sus mejillas eran fláccidas y sus ojos oscuros y brillantes. No era muy alto y llevaba ropas muy gruesas y pesadas para parecer más corpulento. Una barba negra, elegantemente cuidada, cortada hasta la barbilla, le iba de oreja a oreja. Cambises me examinó con una mirada rápida. Yo miré sus pies para que no pudiera advertir el asombro en mis ojos, pues bajo sus costosas vestiduras adivinaba yo un débil cuerpo. En lo que respecta a su cara, daba la impresión de un fanático y enfermo.
Prexaspes carraspeó ligeramente. Vi como sus dedos se estiraban y contraían. Olov suspiró. Nos echamos al suelo y casi nos hundimos en la blanda alfombra. Yo pensaba en lo que Prexaspes nos había dicho y oculté mis manos en los brazos de mis ropas.
—Yo, Cambises, guía de los pueblos, padre de las naciones, cuyo imperio es total, cuyas rodillas jamás temblaron, en cuya mano está toda vida, yo, hijo de los dioses, os doy la bienvenida.
Su voz no se adecuaba a su débil aspecto; resonaba fuerte y profunda. Sus palabras salían con rapidez de la boca. A mí me parecía que a cada palabra su frente se contrajera para conservar el sentido de lo dicho y pensar luego en ello.
—Vosotros venís a mí como enviados de Samos —continuó Cambises. Miré hacia arriba. Fríamente y con gusto me contemplaba, así como mi manto real, pues yo parecía un rey que estaba postrado ante él—. Mis guerreros, mis jinetes, mis arqueros llevan el miedo y el terror a todo el mundo. Incluso los más ricos inclinan sus espaldas a mi voluntad. Me siento amigo hacia Polícrates. Sus enviados podrán estar en mi ciudad cuanto tiempo deseen. Deseo comparar el arte de la guerra de los griegos con el de mis soldados. Pero si vosotros no lo necesitáis, podréis hacer lo que os plazca. Podéis servir a vuestros dioses o a los míos, pues en esa cuestión, al igual que mi padre, doy libertad a los pueblos. Pero llegará el día en que todos los pueblos y muchos de sus soldados sean mis esclavos y me llamen señor y padre y el perfecto. Pero aquéllos que se me resistan los destruiré; hundiré sus rodillas en el polvo como si fueran un rebaño.
De esa forma nadie había hablado, ni Pisístrato, ni Polícrates ni el más poderoso del mundo. Yo debí reconocer que a cada palabra del rey un escalofrío recorría mi espalda. De reojo contemplé a Olov. Su cara estaba roja. Suspiraba por lo bajo como si le faltara el aliento.
—¿Quién es Tamburas?
Yo levanté mi torso y lo incliné en seguida de nuevo.
—Soy yo de quien hablas, Cambises, rey de reyes, vencedor sobre el mal y luchador por los oprimidos. Tu voz suena como las trompetas, timbales y flautas de tus soldados, sobre los que tu brazo es el que manda. Puedes también echar al polvo a quien se resista. La misión mía y de mi compañero es servirte en el sentido que concertasteis con el que gobierna Samos. Nos sentimos felices de poder consagrar a ti nuestra fuerza y conocimientos. De mí mismo no hablaré, pues tal impone la humildad. El hombre que está junto a mí es Olov, el marino. Como capitán de muchos barcos, hubo de servir también en diversas ocasiones en tierra. Es alto y fuerte, sus fuerzas son inagotables. Ha luchado con osos y hundió los cuernos de toros en el polvo. Tan grande y fuerte como sus actos es su corazón. Si tú lo permites, oh señor de reyes, se pondrá a tu obediencia por el tiempo que dispongas, luchará por ti y acometerá en contra de los enemigos de los persas como una tormenta en la noche. —Hice una pausa—. Además, en nuestra compañía se halla un médico que ha demostrado mucha sabiduría en dar de nuevo salud a los enfermos. Ha viajado durante años con mi compañero en un barco de guerra y amputó brazos y piernas heridos. Ha dado a la vida a muchos; con toda seguridad podría también prestar buenos servicios a tus soldados. En lo que respecta a los presentes de Polícrates, oh rey, los hemos entregado ya a la corte a quienes son los responsables del tesoro del trono. Pero todo ello aparecerá pobre y nadería en tu presencia, eclipsado por la riqueza que según me contaron posee el rey de los persas. Incluso tinajas llenas de oro y piedras preciosas se cuentan entre tus riquezas. Así, pues, yo ahora estoy ante ti, pobre pese a mis riquezas y débil pese a mi fortaleza. Lo que antes contaba se ha convertido en nada; sin embargo, mi compañero y yo, oh Cambises, confiamos en tu clemencia.
Me callé y esperé a ver si mi intervención había resultado del agrado del rey. Olov expiraba el aire por su boca, muy abierta. Con toda seguridad estaba satisfecho, pues le había alabado en gran medida.
—Levantaos —dijo por fin Cambises—. Tú, Tamburas, y tú, Olov, hallasteis gracia ante mis ojos.
Yo me puse rápidamente en pie; junto a mí, Olov se levantó como una torre.
—Seáis quienes seáis —continuó el rey—, en el futuro seréis responsables sólo ante mí. Vuestro saber lo vendéis a mi reino. No os recompensaré mal. Tomad ahora esto como regalo —nos alargó a ambos un aro de oro para el brazo—. Además, te otorgo a ti y a ti también el rango de jefe de un grupo de cien hombres. Cuándo pienso probar vuestro arte en la guerra lo sabréis en otra ocasión. Pero no hagáis nada de cuanto envilece a un hombre, pues mi reino es perfecto y los traidores y elementos nocivos son castigados aquí quitándoles la piel en vida. En cambio, si sabéis comportaros virtuosamente y camináis hacia el poder bajo la protección de mi mano, pronto lograréis ascender. Si vosotros ansiáis riquezas, podréis conseguirlas pronto. Tal como hacía mi padre, Ciro, os prevengo de no incurrir en los defectos de los soldados más inferiores que oprimen los pueblos y realizan actos deleznables contra los soldados persas. Mi majestad se siente por tales reprobables actos herida, al igual que el orgullo y la soberbia desagradan a mi carácter. Yo soy el señor, el rey de los reyes, mis palabras son ley.
Yo me incliné profundamente, volví a ocultar mis manos bajo las mangas y dije:
—Gran Cambises, no soy un descontento sino realmente tu amigo. Lo mismo puedo afirmar de ése que está junto a mí, Olov, al que nada le interesa sino serte útil y servirte por encima de todo. En lo sucesivo nos esforzaremos en el más breve plazo de tiempo en enseñar a tu pueblo nuestro saber y alabarte a ti y a tu padre, Ciro, desde que sale el sol hasta que se pone.
Tras muchas inclinaciones y reverencias, andando hacia atrás, abandonamos, por una indicación de Prexaspes, la sala real. Olov se enderezó al salir y dio un fuerte suspiro. Yo me sequé el sudor de la frente.
—Has hablado muy bien —me dijo—. Yo sentía calor y frío a la vez, cuando te oí hablar sobre mí, pues no soy tan fuerte. En el barco me venciste y por segunda vez fui derrotado por los bandidos. Te agradezco que silenciaras ambas cosas, pues lo que el rey ignora no puede tampoco impresionarle.
Las blandas alfombras ahogaban los pasos. Prexaspes carraspeó ligeramente. Había hablado sólo unos instantes con el rey y vino hacia nosotros a la antesala donde ya otras gentes aguardaban para la audiencia con el rey.
—Habéis causado una buena impresión —nos confió—. Cambises siente especial interés por tu médico, Tamburas. Como dije, el rey padece con frecuencia jaquecas. Nuestros terapeutas no logran ayudarle. Envíame mañana a tu médico para que le prepare con vistas a una entrevista con el señor.
—¿Es de esperar que nada malo le suceda?
—Cambises es duro en sus actos, pero no por eso tiene la mente ofuscada y, por tanto, no considera que un medicamento o tratamiento haya de causar efectos tan rápidos como el rayo. No tengas cuidado, tu protegido poco puede perder y sí, en cambio, mucho que ganar. En el harén real hay muchas mujeres. Tan sólo los eunucos tienen acceso, aparte los médicos. Al último hace poco tiempo ellas le golpearon. Ya ves, pues, que si tu médico resulta del agrado del rey puede conseguir muchas ventajas. En lo sucesivo quisiera aconsejarte no oponerte nunca a los deseos del rey. Esta corte es un lugar que tiene muchos escuchas, aquí todo el mundo espía. Os digo eso porque sois extraños aquí y desconocéis nuestras costumbres. Cuando Cambises está de mal humor por el menor descuido manda cortar a alguien la nariz o las orejas, o entregar su mujer para el harén, lo que le causa siempre cierta satisfacción y contribuye a mejorar su humor. Me asombra que hoy haya estado tan benevolente con vosotros y no haya dicho algo desabrido. Pero realmente tú, Tamburas, hablaste muy bien, o quizás es que su humor mejoró esta noche al gozar de alguna mujer. El rey acostumbra a usar de ellas muy regularmente y las goza por lo menos una vez a todas mientras la luna realiza su completo curso.
Éste era justamente el tema que podía desatar a Olov.
—Hablas de mujeres y de gozarlas —murmuró con desasosiego—. ¿Cuántas mujeres posee el rey?
—Pocas —respondió Prexaspes—. Se mantiene siempre sobre las relaciones con el número sagrado siete. Multiplicadlo por tres, y sabréis que Cambises posee veintiuna mujeres selectas. Cuando se haga más viejo, ampliará su harén siete veces por siete.
—Yo no dispongo ni siquiera de una —se quejó el barbarroja, entornando los ojos—. Las costumbres de tu país me son desconocidas. Pero quizá, tú, Prexaspes, podrías confiarme dónde puede un hombre como yo recibir lo que ansía, concretamente una mujer. —Miró quejoso sus pies—. Durante todo el viaje fui como un sembrador que dispone de muchas simientes, pero no tiene surco en el que derramar sus granos.
Prexaspes se echó a reír.
—Desde luego esa situación es grave —reconoció—, pues eres un hombre y, según me parece, en plenas facultades. Enviaré para Tamburas y para ti dos esclavas para que en el ejercicio de vuestros miembros sintáis satisfacción. Posteriormente el rey quizás os regale otras, pero por el momento podéis contentaros con mi elección.
Yo expresé mi agradecimiento a Prexaspes, pero le dije que no me era necesaria ninguna esclava. Prexaspes tenía prisa, debía ocuparse de sus asuntos. Sin embargo, Olov se inclinó y dijo:
—Al igual que la tierra seca necesita del agua, necesito yo el regazo de una mujer. Son dos las cosas que me han llenado siempre por completo: la lucha contra iguales a mí y el abrazo en una noche cálida.
Al decir eso el barbarroja se reía alegremente de ver que Prexaspes hubiera sabido comprender tan bien sus necesidades.
Cinco días después de nuestra presentación al rey, Pataras nos abandonó con los siervos, caballos y bestias de carga para marchar a Efesos y disolver allí la caravana. Yo había escrito un papiro para Polícrates. Pataras prometió por su vida que se lo entregaría al tirano de Samos. Pese a las protestas de Olov, no le entregué oro ni plata, sino que mandé a Pataras que vendiera en Efesos los caballos y carros y cuanto llevaba para pagar a los siervos y que conservara el resto, aproximadamente la mitad de todo, para sí. El barbarroja, naturalmente, hubiera preferido que la venta de todo ello hubiera servido para comprarse una segunda casa en Efesos. Pero, aunque a regañadientes, hubo de conformarse con mi decisión. De todos modos, encargó a Pataras que fuera a ver cómo estaba su casa y preparara todas las cosas para su posible regreso. A Polícrates le enviábamos también saludos.
—Puesto que el tirano nos envió aquí —me dijo Olov—, también en lo sucesivo podrá prescindir de nosotros, pues yo no pienso regresar a Samos. Si logro pasar sin perjuicios esta experiencia entre los persas y consigo obtener algo de plata y oro, me retiraré a mi casa de Efesos. Además, dentro de poco medio mundo pertenecerá a los persas. Quizá Cambises me recompense con algún puesto de mando. Espero, pues, Tamburas, que podré llegar a hacer algo más que ser caudillo de un ejército. La esclava que hace unos días Prexaspes me envió pienso conservarla como a mujer propia. Pues entiende, ciertamente, de preparar comidas y bebidas y sabe, además, cómo satisfacer a un hombre. Su nariz es huesuda y sus labios algo anchos, como si se los hubiera besado un camello. Pero cuando me habla es como si varias voces susurraran. Me ama hasta la aniquilación de su propio cuerpo y desea darme un hijo grande y fuerte como un ternero.
Me despedí de Pataras como de un amigo, le abracé y di palmadas en el hombro.
—Que tu viaje sea bendito. Que los dioses dirijan tus pasos, protejan tu mente y te guíen por el camino seguro. Buena suerte.
Afloraron lágrimas a sus ojos.
—Tus dioses no son los míos, Tamburas. Sin embargo, y puesto que no puede saberse cuáles son los auténticos, les llamaré, les sacrificaré y oraré para que te protejan como a la pupila de sus ojos. Tú has sido muy amable conmigo, son muchos los días que he vivido junto a ti y te agradezco todo cuanto has hecho por mí. Que el dios del bien descargue tus hombros de toda carga.
Nosotros nos quedamos con dos caballos y después de la marcha de Pataras nos cambiamos a una casa más grande que estaba junto al palacio del rey. El edificio estaba rodeado por un magnífico jardín con muchas flores. Artakán nos dijo que se trataba de la casa para los invitados que venían de otros pueblos a traer sus presentes cuando solicitaban una audiencia con el rey. Una gran cantidad de salas y habitaciones estaban vacías, pues además de nosotros sólo vivían algunos militares de alto rango y algunos funcionarios.
Prexaspes me presentó un día a Damán, el jefe de la guardia personal del rey, y de los soldados llamados inmortales. Los inmortales se componían de unos 10 000 hombres elegidos entre la infantería, de unos 1 000 alabarderos, 1 000 jinetes y muchos carros de combate que, sin embargo, los persas empleaban poco porque resultaban insuficientes para las necesidades de la guerra. En realidad, el rey los tenía más bien a título decorativo. Damán, un hombre muy ágil y de despierta mirada e inteligente, decía que tan sólo resultaban útiles en terreno llano. En regiones abruptas o montañosas no eran capaces de maniobrar y quedaban desprotegidos frente a las hordas enemigas, que lograban aniquilarles rápidamente con sus flechas.
—Un jinete puede dominar de modo mucho mejor su caballo. Incluso en terreno llano, los carros de combate ofrecen pocas seguridades cuando el enemigo sabe atacar con suficiente ímpetu, lanzarse contra los carros, derribarlos y atacar a los hombres, que se ven obligados a huir, pues han perdido sus caballos en la refriega. —Por el contrario, a Damán los ataques de la caballería persa le parecían irresistibles—. Tan pronto están ahí como allí, Tamburas, y pueden rápidamente ir de un lado para otro del lugar de batalla.
Conversábamos a menudo. Yo le contaba lo que por los estrategas e historiadores griegos sabía de los egipcios. Parece ser que la fuerza principal del ejército estaba formada por infantería que estaba provista de corazas, hondas, lanceros y espadas. El ejército marchaba en grandes formaciones, con columnas de quinientos hombres. Un equipo especial de hombres montados a caballo, camellos o carros, se les adelantaba para irles informando de los movimientos y situación del enemigo, sin que nunca participaran en los combates propiamente dichos. Cuando las tropas se detenían, construían un gran campamento rodeado de empalizadas y soldados. Todos los egipcios colocaban los carros de combate en una línea. No los escalonaban como los griegos.
Olov, que estaba siempre presente en estas conversaciones, porque consideraba que Damán con toda seguridad debía informar al rey de todo ello, muchas veces después ponía una cara seria y me decía:
—Yo Olov, estoy destinado a luchar y en ello hallo sentido a mi existencia. Este descanso y conversaciones sobre lo que los egipcios hacen y podrían hacer en caso de que se les atacara no lleva a nada. Me cansa y hastía. Me siento con ganas de comenzar a hacer algo. Un enemigo sólo se le conoce cuando se le ataca.
El barbarroja gruñía:
—¿Cuándo podré demostrar al rey lo que oculto en mí? —Sonreía despreciativamente—. Mira a los persas, Tamburas, son pequeños y sólo confían en sus caballos. Pero me parece que los egipcios van a hundirles las lanzas en el vientre, romperles las costillas con pedradas y terminar lo demás con sus lanzas y espadas. Si me permitieran combatir contra los soldados de aquí como prueba, me situaría detrás de lanzas clavadas en el suelo, desde allí lanzaría flechas detrás de mi escudo, y luego cuando hubiera derribado sus caballos, saldría con mi espada y terminaría con los persas. Yo no creo que Cambises logre conquistar la fortaleza de los faraones, si no es con astucia. Menfis tiene murallas que son muy superiores a las de Babilonia. Los muros son tan altos que los caballos no pueden saltarlos. Y menos todavía un hombre. Además, tal como tú mismo ayer contabas a Damán, el rey de los egipcios, Amasis, tiene mercenarios griegos que al igual que tú, Tamburas, proceden de Lacedemonia o del Ática y conocen excelentemente las artes de la guerra. No estoy seguro de que nuestra próxima guerra contra el faraón no nos traiga algún día desventajas…
—Psisst… Habla más bajo. Prexaspes dijo que aquí las paredes tienen oídos. Sería desagradable que Cambises decidiera quitarte esa cuchara que te llevas a la boca.
Olov cambió inmediatamente de tema. Por vez primera en su vida parecía realmente enamorado, pues Pura no sólo despertaba su placer sino que le dominaba también en el aspecto espiritual. Por las tardes permanecía con la cabeza en su regazo y Pura le contaba cuentos e historias de héroes de su patria.
—Todos nosotros somos prisioneros, Tamburas —me dijo un día—, prisioneros de nosotros mismos, prisioneros de nuestro afán por el dinero, por nuestro deseo de poder y felicidad. Pura es una esclava y sin embargo a mí me parece que me proporciona satisfacciones con el fin de convertirme en su esclavo y que le sirva en cierto aspecto.
Puesto que yo no había pedido una esclava a Prexaspes, me envió un esclavo para los trabajos de la casa. Papkafar era un pillo muy listo. Bajo de estatura, tenía un gran joroba y piernas curvadas, sobre las que se movía muy rápidamente. Llevaba sus cabellos peinados sobre la frente, cortados poco antes de llegar a los ojos. Su cara, larga y delgada, me recordaba a veces la cabeza de un caballo. Cuando Papkafar se enfadaba resoplaba con todas sus fuerzas por la nariz. Su barbilla salía hacia adelante como si hubiera recibido un puñetazo debajo de ella que la hubiera dejado en tal postura. Para que tuviera el último grado de aspecto despreciable, Cambises le había mandado cortar ambas orejas. Papkafar me contaba con voz apenada que en cierta ocasión había robado una pequeña cantidad de trigo de los graneros reales, y lo había vendido, por lo que le habían aplicado tal castigo.
—El rey me hubiera podido cortar la cabeza —me decía—. Valiente es el rey de los reyes, Cambises. Imagínate, Tamburas, lo que pasa cuando el verdugo con la punta del puñal te roza la espalda para que tus músculos se tensen. El acero luego llega a tu cabeza. Ormuz, dios del Bien, la coge y con un golpe te echa al suelo, mientras tu cuerpo siente todavía vida y tu mente no alcanza a comprender qué ha pasado con tu vida. El rayo de sangre, señor, que le sigue… Brrr…
Papkafar se estremecía hasta el punto de que yo creía ver su nariz moverse de oreja a oreja.
El primer día que llegó enviado por Prexaspes, se echó al suelo.
—Por voluntad del primer ministro de la corte ahora serás tú, Tamburas, mi dueño y señor. Pero para que sepas quién entra a tu servicio, te contaré que procedo de una noble familia meda y antes fui señor. Por ello trátame como desearías que otros a ti te trataran. Prexaspes me ha colocado a tu lado, pues como extranjero debo velar por tu persona para que en nuestra ciudad nada desagradable te suceda y no cometas disparates. Hasta qué punto se puede descender podrás verlo en mi persona. Desde luego no soy ninguna beldad, pero antes con mis orejas tenía un aspecto distinto. —Mi esclavo sacudía la cabeza lamentándose—. Cuando pienso en ello todavía siento arder en mi pecho la indignación. Mi mano siente deseos de abofetearme a mí mismo, pues lo peor de mi acto no fue el robo sino el permitir que me descubrieran.
Arrodillado ante mí, Papkafar me examinaba como un perro.
—Eres un gran señor —continuó—. Probablemente también muy inteligente. Yo ignoro las costumbres que imperan en tu país. Pero, puesto que no conoces a los hombres persas, deja en mis manos todas las cosas habituales. Yo guardaré tu dinero, compraré barato para que puedas ahorrar algo, y si luego has de venderte algo, lo venderé a precio caro. Yo conozco un lugar donde se encuentran algunos comerciantes para concluir negocios que pueden proporcionar riquezas. Tratan sobre cosas que no poseen y se expresan como si sus dedos tocaran ya las mercancías. Además conozco también un hombre que tiene muchos hijos por los que ha de velar. De él supe que en los próximos meses habrá poco trigo para vender. A consecuencia de ello el precio aumentará, quizá llegue a multiplicarse. Se puede, pues, ahora comprar sacos llenos de trigo para estar provisto para tal tiempo. Si realmente viene la guerra tal como algunos dicen, el pueblo bendecirá a los que dispongan de víveres. Así pues tú, Tamburas, puedes llegar a ser rico sin mucho trabajo y además ser un benefactor del país. Es poco lo que has de hacer, pues en tales negocios soy yo un experto y podré hacerlo todo con tal de que me proporciones dinero.
Pensara lo que pensara de sus palabras, no pude menos que reír al ver que un esclavo me viniera a proponer negocios con que poner en peligro mi vida.
—Lástima, Papkafar, pero he de desilusionarte, pues soy un guerrero y no he nacido para los negocios. Tampoco tú debes dedicarte a eso, pues ahora tu destino es ser esclavo y obedecer. Libérate pues de tales fantasías de poder en mi nombre acaparar víveres para poder luego en tiempo de escasez venderlos a precio más elevado. ¿No sería fácil poner al descubierto tu pasión y avaricia puesto que lo has demostrado otras veces? Te aseguro que sentiría que además de las orejas perdieras la nariz. Creo que Cambises actuaría de modo realmente drástico en caso de que llegara a sus oídos cuáles son tus proyectos comerciales.
Papkafar manifestó su preocupación.
—Te propongo esto, señor, porque de verdad tengo ganas de aumentar tu bienestar y porque creo poder serte útil con mi experiencia. Además no entraba dentro de mis propósitos el robar sino comprar con toda publicidad, lo cual ciertamente no está prohibido, pues de lo contrario ya no existirían comerciantes en el país y Cambises habría de cortarles la cabeza a todos. Por hoy, sin embargo, Tamburas, me daré por satisfecho con tu respuesta. Volveré a preguntarte acerca de esto dentro de unos días. Cuando amenacen tiempos de guerra no está mal preocuparse de guardar algo o pensar en la vejez. Te admirarás de la gran cantidad de soldados que conozco que durante el reinado de Ciro perdieron las piernas o los brazos. Si hubieran sabido a tiempo pensar en su futuro o hubieran tenido un siervo como yo, no necesitarían hoy en día mendigar un pedazo de pan.
Mi nuevo esclavo se hizo muy útil en las dependencias que estaban a mi disposición. Papkafar era odioso, pero resultó un hombre muy limpio. Cuidaba de las comidas, lavaba mi ropa, limpiaba los vestidos y cuidaba de mi manto. Cada vez que venía del mercado me explicaba cuán barato había comprado, que nadie había logrado engañarle y que sería realmente juicioso por mi parte no solicitar mujer alguna de Prexaspes que perdiera inútilmente su tiempo, se preocupara de su cuerpo y no hiciera sino aguardar al hombre mientras él, Papkafar, era una verdadera perla, listo y fiel y que jamás me engañaría en cuestiones económicas como hacían siempre las mujeres.
Yo tenía muchas cosas de que ocuparme. Damán, el caudillo de los persas, nos dio un número de soldados a Olov y a mí para que ejercitáramos con ellos el arte de la guerra de los griegos, puesto que los egipcios habían tomado muchas cosas del arte de la guerra de los griegos. Posteriormente debíamos realizar una maniobra en presencia de Cambises y confrontar con los persas nuestra capacidad de guerrear.
Y a ello nos pusimos.
Olov gritaba y se desgañitaba con los hombres que nos habían confiado porque no alcanzaban a comprender cómo se debe marcar el paso al compás del tambor.
—Podéis dar gracias de que seamos Tamburas y yo quienes estemos encargados de enseñaros. Quizás a caballo seáis diestros, pero a pie se diría que tenéis dos pies izquierdos. Mirad y prestad atención, yo doy golpes con el tambor y Tamburas marcará el paso. Lo hacemos por vuestro bien y queremos que delante de vuestro rey hagáis un buen papel. Respecto a lo que Tamburas os enseñará además de esto, me siento desconfiado si ya en cuestión tan sencilla os mostráis tan torpes. Podéis poneros como queráis, pero la cuestión es que todos prestéis atención al paso que marca el compañero, pues la disciplina es una de las cosas que más impresiona al enemigo. Cuando veo cómo sostenéis vuestras corazas me siento mal. Se diría que son para vosotros como un espantamoscas. A caballo podéis ser buenos soldados, pero a pie presentáis el aspecto de un montón de cerdos.
Su voz violenta suscitaba espanto entre los soldados. Se sentían desconcertados, corrían de un lado para otro, tropezaban con los pies del que tenían al lado, se daban golpes con la espada en las piernas y daban gritos como si fueran un rebaño de ovejas. Desde luego esos soldados sin sus jamelgos perdían todo su valor. Además tenían que ejercitar sin el arco, que era lo que mejor dominaban.
Cada tarde Erifelos me visitaba en mis dependencias. Papkafar mostraba gran respeto ante el médico y le obedecía quizá más rápidamente que a mí. En lo que respecta a Erifelos, sucedió lo que Prexaspes predijera. Poco después de nuestra presentación al rey le mandaron llamar y visitó al monarca. Erifelos le dio unos polvos contra la jaqueca, hechos de diversas plantas. Realmente actuaron en contra de sus males y al día siguiente se levantó sin tales dolores. Por ello le nombraron de inmediato médico del harén, donde muchas mujeres padecían diversos males.
—Su única enfermedad consiste en su estado —me contaba Erifelos—, en que se sienten locas por los hombres. Los eunucos tienen miedo de Cambises y vigilan a las mujeres como si fueran las hijas de sus matrimonios. Esto significa, con otras palabras, que ninguna de las encerradas tiene oportunidad de engañar al rey y ha de aguardar hasta que él las llame. Pero puesto que él en esta cuestión actúa con mucha regularidad y norma, cada una de ellas lo consigue como máximo cada veinte o treinta días. Puedes imaginarte, Tamburas, qué impaciente, excitable y malhumorado es ese harén. Dos o tres de ellas, quizás incluso alguna más, sienten gusto en tocarse entre ellas. Pero esas mujeres son la minoría. Son precisamente las que no desean ser llamadas para dormir con el rey. Las demás son normales y sufren por el retiro obligado. Algunas están tan apuradas que apenas logro desprenderme de ellas. Beben a veces vino dulce y me piden les muestre mi miembro viril para compararlo con el del rey, que, según dicen, es muy pequeño.
Erifelos suspiró.
—Para esas mujeres sería bueno que pudiera ir a verlas alguna vez con Olov. Entonces conseguirían lo que desean. El barbarroja no se sentiría aterrado como yo ante ellas. Créeme, Tamburas, esas sirenas casi llegan a desgarrarme las ropas. Yo llamé a los eunucos. Ellos les pegaron con largos látigos. Dos de ellas incluso parecían sentir con ello un gran placer. Gritaban con rostros encendidos como si una fuerza extraña se posesionara de ellas.
El médico hizo una pausa.
—¿Sabes además, Tamburas, que Ciro dejó una hija que se llama Atossa? Es hermana de Cambises y a la vez la mujer más principal del harén. Los eunucos me contaron que en Persia los matrimonios entre hermanos están prohibidos, pero al rey le está permitido, pues se le considera como dios. Atossa, pues, duerme con Cambises como todas las demás mujeres. Si llega a quedar en estado, su hijo sería el sucesor del trono.
Erifelos volvió a hacer una pausa. Yo le contemplé asombrado.
—¿Por qué me cuentas estas cosas? Poco me importa a mí qué mujer será la que dé a luz al sucesor. Según tengo entendido, hasta hoy Cambises no ha engendrado ningún hijo.
—Es cierto —continuó Erifelos—, pero deja que continúe explicando y no me interrumpas, Tamburas. —Echó la cabeza hacia atrás y bebió de su copa un trago de agua—. En lo que respecta a las mujeres del harén, el rey cuida de cambiar de tiempo en tiempo las más viejas por otras más jóvenes. No le gusta que sus mujeres tengan más de veinte años. Las desplazadas han de vivir en una dependencia aneja al harén y son dedicadas al servicio de veintiún favoritos. Cuanto más viejas se vuelven más enfermas e inútiles se sienten. Son precisamente ésas las que me llevan más tiempo. Pero he de confesarte, Tamburas, que voy con gusto a verlas, pues entre ellas se halla una joven muchacha que no tan sólo es exótica por su nombre, sino también, cosa extraña, se ha conservado intacta.
—¿En el harén real? ¿Es eso posible?
El médico lanzó un suspiro.
—Está muy enferma. En el plazo de dos o tres meses como máximo, te lo puedo jurar, morirá. —Erifelos volvió a suspirar—. Padece una enfermedad en que la vida va agotándose lentamente, pero que con toda implacabilidad es mortal. Su cuerpo es delgado, pero sin embargo su bello aspecto suscita la pasión del hombre. No obstante, sus mejillas palidecen cada día y sus ojos se agrandan. Cuando tose su pecho se destroza. Entonces su cuerpo se contrae, pues con toda seguridad sufre fortísimos dolores, pero sus ojos se mantienen tranquilos.
—Ha de ser muy hermosa cuando hablas de ella con tales expresiones —murmuré—. Ruega a Esculapio, el dios de la medicina, que te infunda saber y puedas ayudarla en sus dolencias. Pero si su destino es otro, ruega que el dueño del hades la reciba con benevolencia.
Erifelos continuó contándome como si no hubiera oído mis palabras.
—La muchacha se llama Goa. Procede de un país del sur donde los hombres son hermosos y poco guerreros. Su padre era el cabecilla en el pueblo. Puesto que el viento del oriente azotó aquellas regiones y lanzó arena contra los hombres y animales, el cabecilla se trasladó con su pueblo hacia el sudeste, en tierras de los egipcios. Pese que allí las gentes ven a menudo a extranjeros y les permiten que se instalen para aumentar así sus fuerzas de defensa, surgió en esa ocasión la lucha. Casi todos los hombres de su pueblo, entre ellos el padre de Goa, fueron derrotados. Goa y otras muchachas jóvenes, así como algunos muchachos, fueron enviados como botín al rey de los egipcios, Amasis.
—Si estás cansado, Erifelos, podemos hablar en otra ocasión —le dije—. El día ha sido caluroso. No permanezcas lejos de tu casa a causa mía.
—Las cosas importantes requieren tiempo —me respondió—. Déjame, por favor, terminar. Cuando Cambises accedió al poder en Persia, albergaba ya en su pecho ideales de conquista. Siempre veía como objetivo Egipto. Cambises, sin embargo, envió regalos al rey Amasis y le envió como muestra de amistad una hermosa muchacha, tal como muchos reyes acostumbran hacer para lanzar a los ojos de los demás arena y así ocultar sus planes secretos. Además mandó decir al rey de los egipcios que Cambises para sellar tal amistad solicitaba de él que le enviara alguna hija del Nilo como mujer. De tal modo se concluyó una alianza entre ambos de mantener la paz. Amasis, el zorro listo, no se confió en sus palabras y no estaba dispuesto a creer en las palabras de Cambises y no quiso enviarle una de sus hijas. Pero para impresionar, sin embargo, al hijo de Ciro envió a la bella esclava Goa a Susa. Puesto que la muchacha no hablaba ni persa ni egipcio, no pudo confiar a Cambises si era hija de Amasis o no. Amasis la envió vestida ricamente como si fuera realmente su hija y ordenó al que la acompañaba que dijera que tal era el regalo que enviaba para el rey de los persas. Pero luego pasó lo que al principio muchos no creyeron. Los inviernos en Persia son muy duros. Goa se enfrió durante el viaje y estuvo al borde de la muerte. Cambises no pudo gozar de ella a su llegada. Por el contrario, su salud fue empeorando. Ardía como una piedra calentada, y sacaba por la boca espuma roja. Cambises pidió consejo a sus médicos y cogió miedo, pues le dijeron que tal enfermedad va quitando la vida paulatinamente y tan sólo deja la fuerza del enfermo en el brillo de los ojos, bajo ciertas circunstancias es contagiosa e incluso podía atacar al propio rey. Así pues, Cambises alejó a Goa del círculo de sus favoritas. Vive ahora entre las viejas y desplazadas, pero no tiene sin embargo miedo a la muerte.
Yo no respondí.
Erifelos me contemplaba fijamente como si quisiera echarse sobre mí o pegarme, tanto parecía molestarle mi silencio.
—He decidido ayudar a esa muchacha tan hermosa, que logra excitar la sed de los hombres —me dijo violentamente, como si esperara que yo me opusiera.
—Si quieres ayudarla, hazlo con tu arte en medicina —le contesté en voz baja—. Otra cosa resulta imposible, a no ser que decidas darle una muerte más pronta. —Miré extrañado a Erifelos, pues de pronto comenzaba a sospechar que sus palabras tenían algún propósito oculto—. ¿Por qué me has contado la historia de esa muchacha? Yo no puedo hacer sino escucharte y en tu ayuda no podré estar a tu lado aunque decidieras, como quizá pienses, huir con ella para que muera en el lugar de su pueblo, ya que un acto de tal naturaleza sólo puede tener lugar contra la voluntad del rey. Los eunucos vigilan todas las mujeres que allí están. Cambises se enteraría de una tentativa de huida y quizás eso resultaría mucho peor para la muchacha.
Erifelos arrugó la frente. Se me quedó mirando de modo pensativo y luego me preguntó:
—Si estuviera dentro de tus posibilidades, ¿me ayudarías a liberar a Goa para que en sus últimas semanas de vida aprendiera de nuevo a sonreír? —Me hizo callar con un gesto al ver que iba a responderle—. Por Zeus todopoderoso, tú eres un elegido de los dioses, Tamburas. No digo eso para enorgullecerte o para ganar tu favor en pro de mis palabras. Lo único que pretendo es constatarlo, pues lo he comprobado en muchas ocasiones. Además, estoy seguro de que será posible, pues Goa te ha visto pasar frente a su casa, Tamburas, y se ha enamorado de ti. Ahora habla persa, lo ha aprendido y me lo ha dicho. Te ama.
—¿A mí? —pregunté, y mi voz sonó extraña.
Las palabras resonaron en la habitación. Le miré extrañado.
—Sí, a ti —respondió Erifelos—. Quiere saber cosas de ti; me ha preguntado muchas cosas, si vives solo, y besó mi mano cuando se lo confirmé. Tu pelo rubio brilla como los rayos del sol, como los de un dios, me dijo. Al decirlo me miraba. Oye, Tamburas: ¿no has sospechado realmente nada, no has oído ninguna voz, no tuviste ningún signo de los dioses? —Sacudió su cabeza como si no alcanzara a comprenderlo—. Sin embargo, me parece que tu vida está unida a su destino, pues con seguridad tienes que aceptar que esa muchacha siente deseos de ti como un sediento de agua. Todo se andará con el tiempo. Estoy seguro que Goa ha de morir pronto. Pero de ti depende, Tamburas, que acceda al reino de las sombras feliz o desgraciada.
—Pero ¿qué pretendes? —le respondí—. No entiendo nada. Hablas tan oscuro como un adivino. Eres más viejo que yo y sabes más de ciertas cosas. ¿Cómo puedo ser útil a tu muchacha a la que según me parece profesas afecto?
—Los caminos de los dioses son como un arroyo —dijo Erifelos—. A veces alcanzan lugares insospechados para regar regiones sedientas. Esa muchacha, Tamburas, es hermosa como el cielo. Si vieras el brillo de su mirada y el fuego que lo anima, sentirías que el mundo se hundía a tus pies. Sus miembros son proporcionados y su piel pura como el marfil. Tú apareciste ante ella como un enviado del cielo, pues tu pelo refleja el sol. Está convencida de que un día lograrás liberarla.
—¿Y tú? —le pregunté—. ¿No crees que sus sueños la engañan?
Mi voz sonó enfadada, pero me sentía avergonzado.
Lentamente el médico denegó con su cabeza.
—Estoy convencido que es el destino y que los dioses están con ella; de lo contrario, no mantendrían todavía su aliento. ¿No te dije que Goa habla ya persa? Los eunucos la interrogaron y le contaron a Cambises que no es hija del faraón tal como los persas creían. El rey se indignó mucho y juró ante Prexaspes no verla nunca más. Desea entregarla al primero que la solicite. Yo creo, Tamburas, que sería algo magnífico para su salud que marchara del harén antes de que logre contagiar a otras.
Erifelos calló un momento.
—Tú, Tamburas, vives sin mujer. Te sería fácil pedirle al rey un regalo y llevar a Goa a tu casa.
—No pienso hacerlo —respondí—. No se trata de que tenga miedo de su enfermedad ni de contagiarme. Pero tan sólo he visto al rey una vez; en cambio, tú le ves diariamente y le ayudas con tus medicamentos. No se negaría a tu ruego si le pidieras poseer la esclava.
Erifelos sonrió tristemente.
—Has olvidado algo, Tamburas —me miró fijamente—. Has olvidado algo, aunque te lo he repetido por dos veces.
—¿Y qué es lo que olvidé?
—Goa te ama a ti y no a mí.
Su cuerpo se inclinó y su rostro reflejó gran tristeza. Luego ya no dije nada más. Miró pensativo la alfombra y yo me sentí avergonzado e incapaz de dirigirle la palabra, pues comprendía que sufría por la muchacha que iba muriendo lentamente.
Llegó el día en que Olov y yo debíamos realizar nuestros ejercicios ante el rey. Cambises había elegido como lugar de maniobras una explanada detrás del palacio real. Cuatro mil soldados de los invencibles formaron un gran círculo. Puesto que el rey muy excepcionalmente abandonaba sus dependencias de la corte, el acontecimiento revestía carácter de festividad para todos. Nadie trabajaba. Cuando el rey se acercó bajaron de sus caballos los jinetes formados detrás de las filas de los soldados que formaban el círculo, ocultaron sus manos en sus mangas y se inclinaron profundamente. Cambises venía en un carruaje. Sin embargo, no guiaba a los caballos él solo, sino que un soldado especial del estado mayor militar sostenía las bridas. El rey llevaba la cabeza cubierta por una tiara. Su vestido era azul mar y los extremos del mismo iban adornados con tiras doradas y blancas. Un cinto especialmente bello ceñía su cintura. Llevaba las piernas cubiertas con tela rojo brillante. Sobre sus hombros destacaba un manto rojo púrpura.
El cortejo real estaba formado por 400 hombres de la guardia personal que abrían paso a Cambises con alabardas y escudos. Los flancos del cortejo estaban jalonados por jinetes que asían largas lanzas. Llevaban gorros de piel sobre sus cabezas. Detrás del carruaje real iban los dignatarios del reino, a pie. Prexaspes y Damán estaban entre ellos. Además reconocí a Jedeschir y Ormanzón, dos cabecillas militares de los persas. Detrás de los prohombres marchaban 200 guardias reales.
Pese a que el camino hasta el lugar de maniobras era corto, el cortejo causaba impresión en mi persona, aunque más todavía la gran cantidad de persas asistentes. Cambises o Prexaspes, o quien hubiera preparado esta demostración, sabían muy bien qué se llevaban entre manos. Los ojos de los espectadores brillaban. Algunos parecían incluso expresar en sus rostros la decisión total de dejarse matar por su rey.
La guardia real y los inmortales se colocaron después formando un semicírculo. Había un tapiz con el emblema del dios del sol. Bajo ese tapiz se sentó Cambises en un trono pequeño portátil. Pese al palio que había, que proyectaba suficiente sombra, dos sombrilleros se esforzaban en alejar del rostro del rey todo rayo solar. Varios sacerdotes trajeron el cofre del fuego sagrado y lo colocaron junto al trono del rey. El fuego ahora no resultaba visible, tan sólo la fuerza mágica de su oscuridad lo manifestaba. Sin embargo, ese cofre debía acompañar siempre al rey, pues así lo establecía la religión persa.
Cincuenta soldados a pie tocaron los cuernos. Después reinó un silencio impresionante. Todo el mundo miraba hacia el rey. Él levantó la mano y comenzó a hablar. Sorprendentemente, si se tiene en cuenta su escasa figura, la voz resonó potente y resultó perceptible incluso entre las últimas filas de soldados, frente a las cuales estábamos Olov y yo.
—Yo soy Cambises y me llaman el grande, el señor. Mi silla es el trono del poder. Ormuz me la otorgó. Sobre mí descansa la mano de Dios y de su gracia. Por ello mi estrella es vencedora y mis ideas y palabras resplandecen sabiduría. Los que se encuentran ciegos deben someterse como súbditos de mi imperio. Mi gracia se derramará sobre ellos magnánima y dulce; los demás que se resistan soportarán el peso de mi poder. Mi espíritu somete a la carne. Pero me mantengo siempre abierto a lo nuevo, incluso aunque proceda de otros pueblos. Por eso ahora quiero experimentar lo que nunca otro de mi dignidad hizo. Todos mis cabecillas y soldados han de aprender de la dirección de guerra y asimilar saber y conocimientos del comportamiento táctico de los dos grupos adversarios. Yo, Cambises, doy la señal para el inicio de la lucha.
Su mano, que sostenía un cetro, descendió. Inmediatamente se oyeron resonar los cuernos como un grito penetrante. El barbarroja y yo nos pusimos al frente de nuestra tropa y comenzamos a desfilar marcando el paso, pero algunos de nuestra gente no alcanzaban a seguir el ritmo al pasar frente al trono real.
—Esos carneros… —siseó Olov entre dientes—; si creyera en los dioses como tú, en estos momentos les pediría que nos ayudaran a guiar los pies de ese tropel para no avergonzarnos.
Su cara estaba roja de indignación, pero más rojas aún estaban sus orejas.
Pero me parece que en conjunto causamos buena impresión, pues entre la multitud se expandieron expresiones de admiración, incluso hasta las últimas filas de espectadores. Olov golpeaba con todas sus fuerzas el tambor que llevaba frente a su vientre, procurando imponer así el paso de marcha. Todos llevaban pesadas lanzas, corazas y armas de madera que Damán nos había proporcionado para ese día.
En las filas posteriores del campo nos aguardaban un centenar de jinetes: los contrincantes. Sus armas se componían de flechas y arcos, pequeños escudos y una pequeña espada en el cinto. En las prácticas, Olov y yo habíamos procurado que nuestros hombres se adiestraran en rechazar las puntas de flecha de hierro con las corazas.
Olov continuaba dando golpes a su tambor en el ala derecha; yo marchaba al frente de nuestra columna. Levanté mi espada, la giré y grité la orden en voz bien alta. Como un solo hombre, todos se colocaron a izquierda. Una segunda orden, y cambiaron de nuevo su posición. Detrás nuestro oímos las exclamaciones de admiración, pues con tales movimientos marchábamos ahora contra nuestros enemigos en filas compactas como un solo hombre.
Mi gente lanzaba gritos de satisfacción, pues ni siquiera ellos esperaban que nuestra maniobra resultara tan satisfactoria. Para aprovechar la buena disposición de ánimo entre ellos, hice que marcharan en cinco columnas de veinte hombres cada una, ordené que se protegieran estrechamente la espalda para entrenarlos en los movimientos de conjunto y finalmente volver a formar una falange. Mientras, la caballería azuzaba a sus caballos y profería gritos de impaciencia. Ya habían visto bastante y deseaban comenzar con la lucha. Cuando uno de los hombres que iba junto a Olov, tropezó y cayó, prorrumpieron en un grito de alegría. Pero el hombre se puso en pie inmediatamente y en seguida estuvo de nuevo entre sus filas.
Ordené a mis hombres que formaran un cuadrado y clavaran las lanzas al suelo. Para que la tensión no se redujera inútilmente di la señal a los persas para la lucha. Sus corceles relincharon, los jinetes estiraron las bridas. Pero nuestros adversarios todavía estaban a mitad de camino, mostraron al desfilar frente al trono del rey su pericia en equitación y en un tropel abierto pasaron frente a nosotros y volvieron a reagruparse para disponerse al ataque.
Olov se movía junto a mí entre nuestra gente ordenando formar una falange de diez filas de diez hombres cada una. El jefe de los jinetes levantó su arco. Un fuerte grito se elevó al cielo. Como una misma ola de agua todos los caballos se pusieron en movimiento y se dirigieron hacia nosotros. Durante ese corto camino el persa levantó por varias veces su arco. Era admirable la rapidez y precisión con que lanzaba sus flechas y tensaba su arco mientras galopaba.
Junto al barbarroja, estaba yo en primera línea de combate. Desde luego los persas ofrecían un aspecto magnífico e impresionante con sus corceles que venían velozmente hacia nosotros. A mí el corazón me latía y entre los nuestros se oyeron gritos de terror. Olov se giró y amenazó a la gente con su puño. Todos hicieron gala de agilidad en los movimientos imprimidos a sus corazas para rechazar las flechas que nos lanzaban; las flechas pasaban sin causar daño alguno entre los nuestros.
Los jinetes estaban ya cerca nuestro. Yo lancé un grito ahogado y levanté mi espada. Aunque quizá sintieran miedo, los hombres siguieron mis tres pasos hacia adelante. Pusimos nuestras lanzas detrás de los escudos y las clavamos en el suelo, después retrocedimos detrás de ellas, mientras las otras columnas hacían otro tanto y colocaban sus lanzas en el lugar abandonado por nosotros. Formamos así una línea de lanzas de cinco filas, frente a los jinetes.
Puesto que nuestra falange estaba muy unida, la caballería hubo de unirse también para atacar de frente. Los caballos se molestaban unos a otros al querer los jinetes introducirse por entre las lanzas. Relincharon, se encabritaron y algunos lanzaron a tierra sus jinetes. Una parte logró introducirse, pero no logró pasar todas las filas. Los animales se detuvieron, algunos comenzaron a atacarnos directamente, pero las puntas de nuestras espadas les tocaban y en un intento de retroceder armaron un caos impresionante.
Las últimas filas de nuestros hombres se dieron la vuelta a las órdenes de Olov, pues una parte, menos de la mitad, de los jinetes venían ahora por el lado opuesto. Otra vez una lluvia de flechas cayó sobre nosotros. De nuevo bajo las órdenes de Olov, los nuestros hundieron sus lanzas en el suelo. En las primeras filas la gente esquivaba las flechas con ayuda de sus corazas, los de las últimas levantaron bien alto sus escudos mientras la tercera fila sostenía las corazas sobre sus cabezas, de modo que las flechas lograron alcanzar a muy pocos hombres. Pero esos pocos incluso eran culpables, puesto que en el calor de la batalla habían olvidado observar todas las instrucciones.
El tumulto era inexpresable. Ante nuestras lanzas y entre ellas el grueso de los atacantes, danzaban echados a la arena y se amontonaban unos sobre otros. Yo di un grito e hice señal de atacar; también la voz de Olov se elevó potente. Había sacado su espada de madera y pasaba por entre las calles formadas por nuestras lanzas. Cayó sobre los persas como un dios nórdico de la guerra. Golpeaba en todas direcciones de modo que a todo espectador le resultaba claro que el barbarroja, si se hubiera tratado de una verdadera batalla, hubiera aniquilado por lo menos diez o veinte adversarios él solo. Un persa recibió en el rostro la coz de un caballo encabritado. Retrocedió, gritó y cayó en tierra con el rostro ensangrentado. Yo levanté mi espada y moviéndola en el aire hice signo para los nuestros. Les había advertido que al atacar debían gritar bien fuerte para aumentar la confusión entre las filas adversarias, que se situaran en filas de diez hombres y avanzaran en tales formaciones y empuñaran sus espadas y tras rápido ataque se retiraran para dejar paso a la fila siguiente, que debía a su vez hacer lo mismo.
Pero esto no daba resultado, pues algunos hombres, como niños, no querían abandonar sus puestos, encontrando la maniobra divertida como un juego. Sin embargo, los espectadores manifestaron su entusiasmo por la maniobra, pese a no haber resultado satisfactoria para mí, que había previsto más rapidez de movimientos. De todos modos fue un éxito total.
Una parte de nuestra gente parecía haber perdido la cabeza por el éxito inesperado. Gritaban y reían sin prestar ya atención a sus escudos y protecciones, de tal modo que algunos persas que dispararon desde lejos lograron de nuevo causar víctimas entre nosotros. Olov gritó lleno de indignación, abandonó a los vencidos y se impuso entre nuestra gente, pues realmente tenía el don de hacer volver en razón a los soldados. Vi con mis propios ojos cómo una flecha alcanzaba a un hombre en un ojo; aunque eran flechas sin punta, cegó para siempre al desgraciado.
Junto con otros, tomé rápidamente las lanzas del suelo, puesto que los jinetes habían caído todos de sus caballos, y ataqué con armas de mano a los caídos. El cabecilla de los adversarios intentaba salvar lo salvable y dio señal de huir. Muchos de los nuestros quisieron seguirles, pero la potente voz de Olov paralizó sus pies. Yo reagrupé a los hombres y espanté a unos treinta jinetes caídos de sus caballos que allí quedaban.
Según las indicaciones mías, antes de las maniobras un grupo de soldados había construido un muro de arena y cemento que yo mismo luego adorné artísticamente en el centro como si estuviera medio derruido por una batalla. Bajo mi mando, los hombres, después de la victoria sobre los jinetes, formaron una figura, llamada entre los griegos tortuga, que posibilitó la entrada por entre un trozo de pared que faltaba.
Nosotros marchábamos en dos secciones, con los grandes escudos hacia adelante los de enfrente, hacia el lado los que estaban situados en los flancos y hacia atrás los que ocupaban las últimas filas. Los del centro los mantenían sobre sus cabezas de tal modo que en el eventual caso de ser atacados de nuevo por flechas tan sólo muy pocas podrían alcanzarnos. Cuando llegamos al muro atacamos a un enemigo imaginario, nos situamos estratégicamente y protegidos con el escudo maniobramos con las espadas, haciéndolas penetrar por los intersticios del muro y con los escudos de la primera fila formamos un techo que en el centro estaba apoyado por escudos cuadrados como por columnas, y Olov con otros hombres pasó por encima y logró escalar el muro. De ese modo demostramos cómo los hoplitas sabían apoderarse de fortalezas sin necesidad de construir obras de fortificaciones para realizar el sitio. Los que estaban sobre nuestros escudos lograron penetrar en el muro. Yo ordené a mis guerreros que se alinearan y llamé a Olov para que volviera junto a nosotros. En el otro extremo de la explanada, nuestros anteriores adversarios se reagrupaban y tranquilizaban a sus caballos. Sin embargo, muchos estaban ya sin caballo y presentaban un aspecto lamentable.
Hice que mi gente marchara y en ocho formaciones de doce hombres con lanzas en posición de ataque avanzamos de nuevo contra los persas. Repetimos de nuevo las anteriores maniobras y nuevamente los enemigos chocaron con los obstáculos puestos por nosotros. Las caras brillaban de entusiasmo entre los nuestros, pues todos sabían ya que ante el rey habíamos conseguido la victoria. Así pues, al atacar gritaban con todas sus fuerzas.
Puesto que teníamos varios heridos —tal como ya dije— y algunos caballos yacían también sobre la explanada con los huesos rotos, Damán, tras consultar con el rey, dio por terminados los ejercicios.
Olov y yo hicimos formar de nuevo a nuestra gente, dejamos atrás a los heridos para que no molestaran la vista del monarca y marchamos marcando el paso en dirección hacia donde se hallaba el rey, y allí todos, tras mi grito de mando, se detuvieron al mismo tiempo y permanecieron juntos como un solo hombre. La cara de Olov estaba sucia y llena de polvo, su nariz sangraba, pero me dijo satisfecho:
—Por Zeus, Tamburas, hemos demostrado al rey que la infantería, si está bien organizada, no tiene por qué huir ante la caballería persa.
Le hice señal de callar, pues sentía dirigida hacia nosotros la mirada del monarca. Todos los prohombres y dignatarios nos contemplaban.
La sección de caballería derrotada avanzó. Los soldados saltaron de sus caballos y sostuvieron a los mismos por las bridas. El jefe de todos ellos dio unos pasos adelante y se hizo un gran silencio. Pero en lugar de pedir nueva oportunidad para luchar, tomó su puñal del cinto y se lo clavó en el pecho.
—Ormuz me reciba, pues como vencido ya no puedo vivir más ante ti, oh rey —tras esas palabras cayó en el suelo muerto.
Mis pelos se erizaron. No hubiera pensado que los persas se tomaran tan en serio este juego. ¿Qué hubiera pasado si llegamos a perder? Prefería no pensar en ello, pero que los persas aprobaban el suicidio del jefe de la caballería lo demostraba su silencio. El rey hizo seña con su cetro y Damán dijo en voz alta:
—De un vencido ha surgido un vencedor. El rey todopoderoso recordará tu gloria. Ve, alma, sin aguardar, hacia tu destino. Tú conoces ya cuál es tu lugar.
Varios soldados se llevaron al cadáver hacia un lado. Siempre reinando un silencio impresionante, los espectadores contemplaban interesados cuanto sucedía. Todos aguardaban el discurso del rey.
Finalmente comenzó:
—Vosotros, que estáis ante mí y me contempláis, hicisteis lo que os pedí y mostrasteis valentía y arrojo en la lucha, tal como es propio a un jinete. Que una parte ganara y otra perdiera tiene poca importancia. En cambio, los espectadores han visto lo que sucede cuando muchos luchan contra muchos y tan sólo uno de los jefes ha pensado un plan mientras el otro no ha sabido reflexionar. Según mis cálculos, la caballería hubiera podido atacar por dos lugares a la vez. Además, ha quedado demostrado que nuestros caballos necesitan corazas para sus vientres, para que no les esté privado penetrar entre lanzas clavadas en el suelo. En todo lo demás mi majestad se ha sentido impresionada de cómo Tamburas y Olov supieron convertir a los jinetes en infantería y lograron provocar el entusiasmo entre los suyos. Aunque esta maniobra haya sido breve, extraeremos las justas conclusiones. Está claro, sin embargo, que el triunfo final depende siempre del arte que posea el jefe de la tropa. A vosotros, mis soldados y guerreros, nuestra corte os recompensará ricamente. Los que recibieran heridas o daños corporales recibirán el doble de plata que los ilesos.
Cambises hizo una pausa. Sus ojos, más negros que la noche y llameantes como el fuego, quemaron mi rostro.
—Tú, Tamburas, y tú, Olov, avanzad. Me siento especialmente complacido de vosotros. Os recompensaré especialmente.
Las filas de los persas prorrumpieron en exclamaciones sofocadas de admiración. Como en sueños avancé hacia adelante y oí junto a mí la respiración fatigosa de Olov. Nos arrodillamos en la alfombra de Cambises.
—Eres el rey —dije en voz alta—. Todos saben que los ojos del buen dios te contemplan complacido. Eres justo y sabes hablar a los corazones. Castigas a los malos y alabas a los buenos, tal como es voluntad del eterno de los cielos. Los hombres sabrán apreciarte siempre.
Esta vez mis palabras surgieron sin ser pensadas, cierta fuerza interior desconocida movió mi lengua y me hizo pronunciar las palabras que parecieron satisfacerle. También los dignatarios del reino movían sus cabezas en señal de aprobación.
El rey habló de nuevo:
—Levantaos y miradme —ordenó Cambises. Sus ojos refulgían—. Si tienes algún deseo, Tamburas, no temas y exponlo. Por el dios del sol y por el fuego sagrado te lo concederé.
—Mi deseo es estar junto a ti con la mayor frecuencia para poder conversar y aprender de ti, mi rey —respondí yo.
—Ese deseo no es un deseo a mi juicio, pues a ello te autorizo ya gustoso —dijo Cambises—. Además os nombro a ambos jefes de un batallón de mil hombres. El bastón de mando de plata os lo dará después Damán. En rango militar estarán por sobre vuestro tan sólo Prexaspes, Damán, Jedeschir y Ormanzón. Así lo digo yo, Cambises, pues el rey puede derrocar a uno y elevar a otro. En las batallas, Olov mandará un ala. En cambio, tú, Tamburas, estarás a mi lado y dirigirás las operaciones desde el centro.
Uno de los que sostenían los grandes abanicos se adelantó y colocó bien la tiara de Cambises, que al hablar se le había caído sobre la frente.
—Ahora no seas simple y dime un deseo que pueda satisfacerte.
Mis ojos miraron a Cambises. Luego miré detrás de él y reconocí a Erifelos. Estaba junto al médico del rey un hombre pequeño de rostro amarillento, al que las cargas de su función y el temor del rey quitaban el apetito hasta el punto de que pasaba días enteros sin probar bocado. Erifelos me miraba fijamente. Su boca pronunciaba sin sonido un nombre como si tuviera la intención de indicarme algo. Estaba claro que yo debía hablar al rey de Goa, si no quería perder mi amistad con el médico.
—¿Bueno? —insistió el rey. El disco solar estaba muy alto en el cielo. Sus rayos penetraban bajo el palio y proyectaban luz sobre sus fláccidas mejillas—. Si no tienes deseos, te haré donación del broche real que llevo en mi pecho.
Detrás de Cambises los rostros de todos mostraron estupefacción. Erifelos me hacía señas.
—Quisiera expresar un deseo, oh rey.
Mi lengua se sentía paralizada, apenas lograba abrir la boca. ¿Y si el médico estaba equivocado y Cambises se sentía ofendido al pedirle yo una mujer de su harén?
—Tú, que tienes conocimiento de todo, sabes con toda certeza también que estoy sin mujer. Esto tiene sus ventajas, pero a veces representa desventajas. —Callé, algunos persas sonreían, el mismo Cambises estaba muy serio—. Quizá te indignarás conmigo, oh rey de reyes, por mi atrevimiento. He oído hablar de una mujer que está enferma y de la que tú ya no requieres más servicios. Tú tienes suficiente; en cambio, para mí sería un gran honor (como recompensa me parecería lo máximo) poseer una mujer de tu harén. Regálame a Goa.
Cambises puso cara de asombro. Callé extenuado. Gotas gruesas de sudor surcaban mi frente y mejillas. Junto a mí el barbarroja carraspeaba. Estaba molesto, pues creía que había cometido una imprudencia.
—Por el alma de mi padre que me guía, será tal como pides, aunque tu deseo me resulta incomprensible. Goa está enferma y no puede dar a ningún hombre el placer necesario. Temo incluso que pueda perderte con su enfermedad. Hubiera debido hacerla desaparecer. Pero ahora ya es demasiado tarde. Tu boca ha hablado y ordeno que Goa sea llevada a tu lado. Así será.
Yo me incliné profundamente. Así pues, Erifelos llevaba razón. Era cierto que para los persas una mujer no tenía valor. Debía satisfacer a un hombre y dar hijos al mundo. Cuando tal función se había cumplido, los ricos las cambiaban por otras más jóvenes y más bellas, aunque las conservaban hasta el fin de sus días en su casa, pagando sus gastos.
El rey sonrió irónicamente.
—Siento asombro, Tamburas, de cómo supiste eso. Probablemente por Erifelos, el médico. Los eunucos me contaron que visita con frecuencia a Goa y parece preocuparse mucho de ella. Puesto que sé de su enfermedad, no me esforcé en alejar al médico de tal relación.
Los persas, a su alrededor, rieron estrepitosamente. Señalaban hacia Erifelos. El médico miró humillado hacia el suelo, como si quisiera rehuirlos.
El rey levantó el cetro.
—Ahora tú, Olov. —Entornó sus ojos y contempló al barbarroja de pies a cabeza—. ¿Tienes algún deseo? Si así es, espero que no sea tan tonto como el de Tamburas. En todo caso, te lo concederé. Pero no pidas una alfombra mágica, pues no la tengo.
Probablemente Cambises se sentía de buen humor, puesto que se permitía bromear como un hombre cualquiera. Los cortesanos rieron complacientes. Tan sólo Prexaspes se mesó serio los cabellos.
Olov humedeció sus labios. Luego dijo:
—A mí una mujer ya me la proporcionó tu primer ministro, rey Cambises. Su piel es oscura y sus pechos me gustan mucho. A veces se mueven como el galope de dos gacelas jóvenes. Sus ojos brillan como la luna en un estanque oscuro, sus caderas son acogedoras y su cuello está frío como el marfil. Te aseguro que lo único que me falta para ser feliz y poder gozar con ella en la tranquilidad, sería una casa propia, pues en mi actual residencia muchas veces me visitan inoportunas gentes que quieren conversar conmigo, pues en esa residencia todo el mundo siente ganas de perder algo el tiempo. Pero, en cambio, no siempre me siento yo dispuesto a tales entretenimientos. Sus palabras me resultan como piedras y con gusto cerraría mi puerta. Si tuviera casa propia, sería mi fortaleza. El único que podría vivir allí sería Tamburas, mi amigo, pues en nuestras ideas y actos somos como madre de una misma carne.
A veces el barbarroja sabía expresarse. Sobre todo cuando le interesaba alcanzar algo sabía ser astuto como un zorro. Cambises sonrió y dijo:
—Así será pues, tal como deseas. Hoy mismo Artakán os indicará a Tamburas y a ti otra vivienda.
El rey se levantó de su trono. Su rostro se contrajo. Levantó el brazo y se hizo el silencio. Cambises dijo:
—Desde el día de mi nacimiento el destino del mundo está en mis manos. No olvidéis, soldados, permanecer alertas y prepararos para acontecimientos venideros. Cuando la hora haya llegado yo daré la señal. Entonces en los corazones de unos asomará el dolor y en el de otros la alegría. El elegido vencerá sobre los demás elegidos. La presunción de los reyes quedará derrotada en la desesperación. Pues su estrella ha entrado en decadencia, su anhelo de gloria no es ya sino ceniza llevada por el viento. En cambio, mi estrella ascenderá hasta el sol de Ormuz. Persia se extenderá desde oriente hasta poniente, siempre hasta la eternidad…
Un grito potente surgió de las bocas de todos los presentes, espectadores y cortesanos. Miraron al cielo. Pese a que eran más de cinco mil bocas, su grito pareció ser el de un único hombre.
El mismo día por la tarde nos cambiamos a una casa muy hermosa en la que Pura tomó para sí y Olov cinco habitaciones. Papkafar se quejaba y decía que era una mujer egoísta y perezosa como todos los negros. Yo le había rogado que no entrara en discusiones por pequeñeces. Él me decía:
—Imagínate, Tamburas, que para afianzar el amor de Olov le ha contado que las gentes de la casa pretenden verla cuando se baña para gozar de su visión. Por ello le pedía cambiar de casa. Y ahora que estamos aquí se queda con cinco habitaciones para ellos dos y nos deja sólo cuatro para nosotros con quienes quizás incluso vivirá Erifelos.
Yo me paseé por las habitaciones. Estaban muy bien arregladas, con gruesas alfombras en el suelo y blandos almohadones en los rincones. Papkafar me acompañaba e iba anotando cuanto faltaba, diciendo que pensaba comprarlo todo lo más barato posible. Yo asentía y le decía que tuviera todo a punto para cuando viniera la muchacha. Pero no llegaba. ¿Quizá Cambises había olvidado su promesa?
Papkafar se metió en la cocina para preparar la comida. Sabía cocinar verduras de mil maneras distintas y siempre decía que con verduras y frutas mi cuerpo se mantendría ágil y joven. Anochecía ya cuando apareció con la comida. Me di cuenta de que refunfuñaba.
—¿Qué te pasa? —le dije—. ¿Te sientes mal? ¿Quieres más dinero, aunque ya te di bastante, pues la plata en mi cofre cada vez escasea más?
Puso mala cara.
—Se trata de algo peor. Pura, esa mujer tonta, me ha contado lo que Olov le dijera. No has actuado inteligentemente, Tamburas, cuando Cambises te dijo que le expusieras tu deseo; hubieras podido pedir algo mejor que una mujer. ¡Además está enferma! Con toda seguridad esa mujer traerá malos sueños a nuestra casa. Una mujer de harén… —Despreciativamente sacudió la cabeza—. Con toda seguridad será una perezosa y despilfarradora. Además somos pobres, puesto que me has impedido que pudiera especular con tu dinero. ¿No podríamos ahorrar más dinero si la pusiéramos en la puerta? Traes una mujer y seguro que tu dinero así desaparecerá. Ya ves a Olov. Le hace regalos a Pura, que es una esclava como yo soy esclavo, como si hubiera perdido la razón. No, no, mañana mismo buscaré una mujer sabia y pondré plata en su lengua para que nos ayude a detener la enfermedad ante nuestra puerta. Ah, señor, con lo cómodos y bien que hubiéramos podido vivir; en cambio, ahora nos amenaza lo peor. Tú pareces encantado, Tamburas. Si mañana esa mujer te pide algo, con toda seguridad se lo concederás, pues las mujeres saben muy bien cómo han de pedir las cosas a un hombre. Así, pues, seré yo el que deberé batallar en contra de sus ganas de derrochar.
Papkafar suspiró hondo y me miró con pena.
—Pero tú la conoces tan poco como yo —le dije asombrado—. ¿Cómo sabes que es derrochadora?
Mi siervo continuó lamentándose.
—Con certeza Ormuz desea mi perdición. Volveré desnudo de donde vine. Sé seguro que no son imaginaciones mías. Esa mujer te arruinará, te engañará y mentirá. Y si se da cuenta de que sientes gusto en mirar a sus ojos, incluso te propondrá que me vendas para tomar a otro esclavo que le resulte más agradable.
Papkafar se estaba comportando como una mujer celosa que teme perder el amor de su señor.
Para tranquilizarle denegué lentamente con mi cabeza.
—Eres realmente tonto. Tú razón se parece a una vasija que pronto derrama lo que tiene dentro porque debajo arde mucho fuego. Piensa un momento, Papkafar, que lo que tú dices no es justo, pues estás intentando indisponerme contra esa mujer. Tu lugar en esta casa no está en peligro. Yo te dejo en libertad; nadie te molesta si no es porque te sientes un esclavo. Si Goa resulta ser realmente una bruja que malgasta su tiempo y se comporta mal contigo, sabré castigarla, como lo haré si en lo sucesivo te lamentas tú injustamente.
Papkafar me miró asombrado, pues no había previsto que reaccionara amenazándole. Quedó callado un momento, luego se puso la mano en la frente como si sintiera jaqueca.
—Sólo se conoce el carácter de un hombre en la desgracia. Tu corazón, Tamburas, está siempre abierto y estoy seguro de que ni tú mismo crees lo que estás diciendo. Pero no quiero exponerme a pasar la prueba. Es preferible que piense que Goa no es una mala mujer que pierda día y noche con malos pensamientos para poner a prueba su poder con los hombres. A un esclavo como yo no le molestarán ni siquiera como una mosca pesada.
Mi siervo desapareció. Cuando regresó, sus ojos brillaban. Suspirando recogió los restos de comida en una fuente de madera. Fue el primero en oír ruido. Sus ojos se agrandaron y luego volvieron a entornarse. Verdaderamente me miraba como un perro que suplica. Entre varias voces reconocí la de Erifelos. El médico había recuperado en algunas semanas su orgullo y su voz resonaba potente. Rápidamente me lancé al pasillo y traspasé el umbral de mi casa.
Cuatro portadores dejaron en el suelo un palanquín. Las cortinas eran de rica tela y estaban profusamente bordadas. Dos hombres con antorchas en las manos iluminaban el espacio; otros tres hombres traían cofres, cajas y paquetes, llevaban incluso utensilios de hogar.
Erifelos se adelantó hacia mí. Llevaba arrollada al cuello una tela oscura. Yo temblaba casi hasta las rodillas, pues en realidad no sabía qué me aguardaba.
—Bienvenido —le dije con voz apenas perceptible.
Erifelos me miró y dijo:
—¡No te inquietes, Tamburas! —Tomó la tela que llevaba en su cuello y me la echó sobre los hombros—. Toma eso. Está consagrado a Afrodita y quizás ayude a ponerte de mejor humor —su voz se hizo apenas perceptible—. Todo hombre ha de casarse algún día. Algunos lo hacen demasiado pronto, otros demasiado tarde. En cambio, tú estás en el momento adecuado y el destino ha decidido que tengas ya mujer. Pero aunque deberías ser feliz pareces molesto. Mientras unos árboles tienen flores otros se secan en la tierra. Así es la vida.
Se dio la vuelta y ordenó a los portadores que descargaran sus paquetes y los llevaran a la casa. Papkafar les condujo. Sus labios se movían, pero quizás yo me engañaba, pues no le oí decir nada. Junto a mi habitación había preparado otra para Goa. Papkafar la había perfumado. Yo me dirigí hacia el umbral de la casa con los brazos caídos. El palanquín pasó ante mí. Me pareció ver unos estilizados dedos y una mirada femenina tras las cortinas, que volvieron a caer y tan sólo vi los pies de los portadores que resonaban en la piedra.
Yo me pasé la lengua por el labio inferior. La noche se impuso sobre la tarde. En el patio vi a Olov. Pura estaba con él. Él contemplaba su espalda desnuda. Miró hacia donde estábamos nosotros y pensé que vendría, pero en lugar de ello se fue tras la mujer como un cazador tras su presa.
Los portadores regresaron. Papkafar les regañaba, pues llevaban los pies sucios y habían manchado la alfombra. El palanquín, vacío, estaba en el jardín.
—¡Tamburas! —oí decir a Erifelos.
Lentamente entré en la casa. Papkafar pasó frente a mí rápidamente. Marchó con Goa. Oí que murmuraba algo.
Erifelos puso su mano en mi hombro. Una lámpara de aceite iluminaba el pasillo. Yo sonreí.
—No olvides que Goa es un recipiente frágil —pronunció el nombre de Goa como si fuera una melodía lejana—. En cuanto hija del cabecilla de su pueblo, era la reina de su pueblo. Nunca lastimaron sus dedos el trabajo. Su cuerpo semeja una flor en cuyo cáliz todavía no se ha posado abeja alguna —en esos momentos su voz se quebró—. No olvides, Tamburas, y te lo digo por vez primera, que si alguna vez el cuerpo de Goa experimentara deseos y tú quisieras poseerla, ello significaría su muerte.
Yo comprendía muy poco de lo que el médico me decía. Es decir, debía amar a Goa pero no demasiado. ¿Era un recipiente frágil? En todo caso, sentí intranquilidad por la noche que se avecinaba y no quería que Erifelos marchara.
—He de marchar —le oí decir; yo levanté la mano para detenerle.
—¿Por qué no te quedas? Mi casa es tu casa. Puedo ofrecerte una habitación. Muchos almohadones te aguardan. Por la noche cantan los grillos y te arrullarán. Puesto que la casa pertenece al palacio real, apenas viene gente aquí, de modo que encontrarás tu estancia tranquila.
Su rostro se ensombreció.
—Goa es ahora tu mujer —me dijo rápidamente—. Yo debo ir con el rey. El día de hoy le ha fatigado mucho. No te preocupes por mí, Tamburas, sino que te ruego que manifiestes tus respetos por Goa. Es lo más valioso de todo. Pero ya sabes que una obra de arte cuanto más valiosa es menos debe ser tocada para no destruir su belleza. Compórtate con ella como un hermano.
Papkafar pasó por delante. Sus ojos brillaban. Parecía que cien impresiones alteraran su corazón. Además andaba como ciego, tropezó con Erifelos y a mí me dio un golpe involuntariamente. No sé de dónde se había procurado una tela blanca que llevaba arrollada a su cabeza y con la que tapaba las heridas de sus orejas.
—Perdona, señor —dijo con voz amable—. Tu mujer debe pensar que somos gente que no pensamos en nada. Ni siquiera tenemos comida preparada. Además falta bebida, de modo que debo ir por jugos, pues no toma vino. Pienso exprimir una manzana y añadirle miel y leche y algo de avellanas. No puedo, pues, detenerme y espera a otro momento si has de darme alguna orden.
Tras esas palabras nos hizo un saludo y desapareció por la puerta de la despensa.
Erifelos suspiró. Hubo un momento de silencio. Luego sonrió y dijo:
—Había oído hablar de tu siervo. Prexaspes dice que fue en otros tiempos un buen comerciante y un criado muy listo. Antes de caer en desgracia era un hombre rico. Según me parece, también tiene buen corazón, pues Goa le ha impresionado.
—Sí, es asombroso —le dije sin hablarle de nada más.
Erifelos volvió a suspirar. Su mirada se hizo opaca.
—Ahora debo ir a ver si la bebida que di al rey para tranquilizarle ha surtido efecto. A veces cae en terribles depresiones. Déjame repetirte de nuevo, aunque quizá te parezca patético, que es un objeto frágil.
Eran palabras inútiles. Pues, verdaderamente, no pensaba en Goa. En realidad, la había pedido sólo por dar gusto a Erifelos.
—¡Salud!
El médico se marchó con rápidos pasos y desapareció en la noche. En la lejanía oía hablar a una patrulla de soldados.
¿Qué me pasaría en las próximas horas? Marché hacia la casa y fui a sentarme en un almohadón. ¿Qué aspecto tendría Goa? ¿Sería su piel muy oscura? ¿Sería alegre, o seria? Tratarla como a una hermana no me resultaría muy difícil. Pensaba en Agneta, en el color de sus ojos y la luz que despedían. ¿Lograría algún día hallar la felicidad a su lado? Un profundo dolor atravesó mi pecho.
Junto al dolor sentí nacer en mí la indignación. Yo no necesitaba el amor de esa débil Goa. Papkafar pasó por mi habitación sin haber advertido mi presencia. En la habitación de al lado oí un suave ruido. Apenas oía la voz de Goa. Hablaba en voz muy baja. La tarde había ya pasado y pronto habría terminado la noche. Mañana tendría otras tareas de que ocuparme. De pronto sentí la necesidad de la compañía de Olov. Con qué gusto habría charlado con él…
—Vengo a que me indiques qué quieres que haga, señor —me dijo Papkafar. Apareció en la habitación por la puerta que comunicaba con la de Goa—. Para el desayuno nada de carne, tan sólo frutos y pequeñas golosinas. Haré de todas esas cosas un pastel y dejaré a tus dedos el cortarlo y hacer pequeños pastelitos que pongas en tu boca.
Suspiró a mi lado y me lanzó una mirada significativa.
—Sus ojos son más dulces que las gotas del rocío. Tiene unas piernas esbeltas y un aspecto muy agradable. Te aseguro, Tamburas, que esa mujer resultará muy útil para nosotros si la conservas. —Papkafar sonreía—. Ahora te está esperando para conversar contigo —entornó los ojos—. Pero no te propases, pues Goa tiene un puñal para hacerse respetar. En lo que respecta a limpieza, es como una de las mejores egipcias. Eso significa que se lava todos los días y además antes de las comidas y después de ellas. Tiene plantas olorosas con que perfuma sus manos. Mañana en honor suyo sacrificaré un cordero. Lo cocinaré con leche y de un modo que conozco. Precisamente ahora tenemos fresas. Ya verás cómo nunca comiste cosa igual.
—Por lo visto, temes terriblemente que me pida que te venda —le dije desabrido—. ¿Por qué razones, si no, habrías de prepararme manjares de rey? A mí todos los días me haces ensalada, poca carne, pan seco, porque dices que el tierno estropea el estómago. En cambio, ahora tus ojos parecen tener fiebre como si sintieras anhelo de algo que excita tu fantasía; piensas incluso en sacrificar un cordero. Habré de recordarte que has prometido ahorrar dinero y no malgastarlo inútilmente.
Me hizo una seña de que callara.
—Habla más bajo, Tamburas, Goa podría oírnos y pensaría que somos gente mal educada. Me sentiría avergonzado. Quiero que me aprecie y no tenga mala impresión de ti.
—¿Es que te ha embrujado? —le pregunté irónico—. Pero ¿qué te pasa que tú, un esclavo, me hablas como un cómplice? Te atreves incluso quizás a decirme que sus dientes son como perlas cuando sonríe. Oye, bufón. Me duele la cabeza de oír tus sandeces.
—Tamburas, yo me equivoqué al suponer que Goa sería como todas las mujeres. He de reconocer que es distinta. Ve, pues, a verla y convéncete por tus propios ojos. Y has de hacerlo en seguida; de lo contrario, me aborrecerá, pues me dijo que te está esperando.
¿Desde cuándo obedece un hombre a una mujer? Quería demostrarle a Papkafar que yo no me dejaba dominar y que no iría a ver a Goa, pero como por sí solos mis pies se movieron. Me levanté del almohadón. Papkafar continuó diciendo en voz baja:
—He reflexionado ya qué cosas puede necesitar tu mujer. Para la casa zapatos de cabra y además un vestido suave para la noche que le permita tener un buen descanso —con voz más baja continuó—: Además conozco a un comerciante que tiene los pendientes más bellos de Susa. Brillan en la noche y complace el mirarlos…
—Será algo especial para tus orejas —le dije rápidamente, y levanté el pie como si fuera a darle una patada. Papkafar se salvó de un salto—. Márchate ahora y no me importunes. Por la noche deseo estar tranquilo. Y además, sobre lo que en el futuro haya de comprarse, seré yo sólo quien lo decida. Ya estoy harto de tus decisiones. Deja, pues, en paz mi dinero, pues de lo contrario puede ser que pierdas ahora la nariz.
Papkafar se inclinó profundamente.
—No creo que Ahrimán, el malo, haya confundido tu mente. Seguro que mañana pensarás de otro modo y corregirás tus palabras.
Yo me di la vuelta e hice un brusco movimiento, como si fuera a darle una patada. Mi esclavo marchó corriendo.
Todo estaba en silencio. Me parecía que en las paredes hubiera miles de ojos y oídos. En la habitación de al lado se oía un suave ruido. Eran pasos que andaban sobre la alfombra. Tosí intencionadamente para que mi voz se oyera e incliné mi cabeza para pasar por entre la estrecha abertura de la pared. La habitación parecía más caliente de lo que yo recordaba haberla encontrado en la tarde. Sobre una mesita baja había un búcaro con flores. Vi unas manos afiladas y un rostro claro. La muchacha incorporaba su cuerpo. Una comparación me vino a la mente: la flor se inclinaba sobre las flores.
No es difícil describir el rostro de una mujer. Ovalo, forma, nariz, mejillas, ojos, boca. El brillo que daban las lámparas de aceite se reflejaba en los cabellos oscuro azulados. Goa tenía una frente alta, despejada, bonitas cejas, grandes ojos oscuros que miraban desde el interior del espíritu tal como posteriormente pude advertir, una nariz ancha, bien formada, una boca delgada aunque apasionada, así como una barbilla noble, bonita de forma. Sus manos eran largas y delgadas. Tenían algo de pintura en las uñas, tal como era costumbre entre las egipcias. Puesto que no parecía interesada en contemplarme, me sentí incómodo y volví a toser.
Ella esperaba, y el que aguarda tiene aire de reflexión. Y reflexionar es a la vez el primer paso para obtener la victoria. Pero tampoco necesitaba un primer paso. Como un rayo sentí arder en mi pecho la inclinación hacia la muchacha. El chal que llevaba sobre sus hombros le había resbalado y permitía adivinar cuello y espaldas, que surgían del blanco del vestido con inusitada belleza. Goa podía tener quince o dieciséis años.
Lentamente se levantaron sus ojos como oscuras lunas y me miraron. Mi boca estaba seca, sentía que el silencio me oprimía. Sus labios eran rojos.
—Bienvenido, señor, a tu casa. La criada ha llegado para servirte.
Su voz temblaba. Así pues, Goa no estaba tan segura de sí misma como yo creyera en un principio. Puse mi mano en su coronilla y le acaricié los cabellos. Mi corazón palpitaba en el pecho hasta el punto de que creí que debían oírse los golpes. Goa sonrió y en ese momento observé que llevaba las mejillas pintadas. Daba la impresión de ser persona que fácilmente se fatigara.
—Bienvenida, Goa —murmuré.
Los almohadones estaban colocados formando como dos sitios uno junto al otro para sentarse. Mi sensación de anhelo aumentó; Goa inclinó su cuerpo hacia adelante y señaló el lugar para sentarme. Aliviado, me dejé caer. ¿No había pasado muchas semanas de soledad? Parecía que eso estaba ya lejano. Los ojos de Goa parecían no tener fin, infinitos, ilimitados. Una profunda sensación de paz me invadió.
Luego oí su voz, mientras continuaba contemplando su cara; sonreía de nuevo.
—Erifelos, el médico me ha contado tantas cosas de ti, Tamburas, que te conozco mucho. Lástima que he tenido poco trato con hombres —se inclinó confiadamente hacia mí. Parecía haber superado el momento de timidez—. Casi desearía que hubiera sido de otro modo, pues quizás ahora sabría conversar mejor contigo o hacer lo que pudiera alegrar tu corazón. Ya sabes que soy del país del sur. Allí las muchachas sienten muchas veces nostalgia. A veces lloro sin saber exactamente por qué. Lo peor, sin embargo, es cuando recuerdo mi pueblo, mi madre o el día en que los egipcios nos derrotaron.
Pobre pequeña Goa, pensaba yo, pero mis labios no se movieron. Era hermosa como el rocío en el prado, el sol sobre el agua y a la vez tan frágil como una mariposa. Yo estaba sentado y soñaba, contemplaba a Goa y sentía la paz en mi corazón. Su voz parecía el murmullo fresco de una fuente.
De pronto me preguntó inquieta:
—¿Te aburro, Tamburas? ¿Quizá tú piensas en otras cosas? ¿Tienes deseos de recibir besos? Si tú lo ordenas, te abrazaré inmediatamente.
Con sus bellos ojos me taladraba el corazón y encendía en mí la pasión. Pero entonces recordé las palabras de Erifelos. Recordaba las palabras pronunciadas por él. No tocaría a Goa, pero, desde luego, ningún dios ni hombre podría impedirme pensar en ella día y noche.
—Estoy cansado del ajetreo de este día —le respondí displicente—. En este instante lo único que deseo es escucharte. Tu voz es agradable y tiene un tono de melodía. Erifelos es mi compañero y amigo. Tú le gustas mucho, Goa. Él me ha hablado de ti porque deseaba para mí lo que no podía conseguir para sí. Por eso ha sido él quien me ha traído la felicidad.
Ella sonrió y miles de soles parecieron reflejarse en su cara.
—¿Has dicho que soy tu felicidad? Esto es mucho más hermoso de lo que esperaba —como un niño palmeó con sus manos—. Yo te amo, señor. —Sus palabras salían a borbotones—. Con Erifelos no hablaba de nada más que de ti. Y mi corazón se sentía embrujado, pues mi vida se perdía en la inacción como llevada por una ola que se pierde en la cercana playa. Yo te había visto, Tamburas, como ibas con los soldados. El sol brillaba en tu pelo, llameaba como oro. Por las noches soñaba contigo y te veía como el rey, y yo era la primera mujer de tu harén. Los eunucos separaban a las demás mujeres, pues tú me pertenecías a mí sola.
Yo sonreí, pero su rostro se ensombreció.
—Soy terrible, ¿no es verdad? Pero a veces la vida es terrible. Cuando despertaba, el sueño desaparecía y la amarga realidad me golpeaba en el rostro. Mi corazón amenazaba con romperse. Yo rogué a Erifelos que me liberara de mi prisión, pese a que no tenía esperanza alguna de que nunca pudiera alcanzarlo.
En estos momentos sus ojos parecían rayos bajo sus cejas bien formadas que se habían arqueado.
—Eres una niña, pero hablas como una mujer vieja amargada que no creyera en los dioses —le dije.
Goa era una gatita que supiera mostrar a veces sus uñas. Su tristeza pareció desaparecer. Sonrió inocente.
—No sé en verdad cómo hay que hablar con los hombres. Quizá realmente soy demasiado joven. Dime, ¿soy demasiado joven?
Su boca se abrió y mostró una hilera de dientes bien formados. Sus labios parecían sugerir sensualidad, alegría y cierta melancolía. Las mujeres quieren que se luche por ellas. Las mujeres gustan de la lucha. También Goa deseaba esa lucha. Con toda seguridad se entregaría al fuerte. Sus ojos brillaban. Estaba coqueteando inconscientemente, pues el juego le causaba placer. Es un eterno círculo vicioso. La mujer se entrega para poder vencer. Pero Goa estaba enferma. Sería un disparate causar su muerte a causa del amor.
—¿Me escuchas realmente?
—Bebo tus palabras como el agua de un arroyo.
—Oh, hablo muy mal el persa.
—Me da la impresión de escuchar el canto de un pájaro.
—Es de esperar que tus oídos no te traicionen.
Supo absorber el cumplido como la tierra seca el agua de lluvia. Había dejado bajo la mesa sus cosméticos. Sus manos estaban sobre el regazo. Contemplé la tranquilidad de Goa. Su cara se veía delgada y tal delgadez acentuaba la grandeza de sus ojos. Qué graciosa parecía, qué bonitos se veían sus pies.
—Me contemplas de un modo que me siento desnudada —ahogó su risa nerviosa ocultando su cara bajo sus manos. Su pelo cayó lentamente sobre los hombros.
—Te contemplo con ojos terrenales, pues soy un hijo de esta tierra. Sólo un bufón o un enfermo podría despreciar tu belleza. Toma por ejemplo un animal. Un animal es siempre algo digno. Cuando tiene hambre ruge. ¿Por qué he de presentarme yo como un hipócrita? Tú eres bella, hermosa y lo sabes. Tan sólo un castrado podría comportarse indiferente frente a tu belleza.
—Pero estoy enferma —murmuró misteriosa—. Es ya asombroso que no haya tenido ningún acceso que me deshaga internamente y me agite como el fuego sometido al viento. Quizás es la diosa del amor la que me anima, me siento agradecida y pienso servirla durante toda mi vida.
—¡Sírveme! —le ordené. Lo hizo, llenó mi copa y cruzó los brazos sobre el pecho. Yo bebí un trago y dije—: Afrodita te conserve la belleza.
Parecía sentir escalofríos. Su rostro recibió sombras de frío. La habitación tenía una atmósfera muy caliente, pero temblaba como sacudida por el viento.
—No puedo soportar el frío.
—Pero hace calor —respondí.
—No, hace frío —me replicó sin excitación—. Me da la impresión de que llegará el otoño. Sus colores son hermosos y lo colorean todo con el tono de la nostalgia. ¿Brillan mis mejillas? Las coloreé para ti —sus ojos despedían destellos de fuego—. Para mí, tú eres el sol, Tamburas. Tu pelo brilla como la luz del dios celestial. Ven más cerca para calentarme.
Junto a los almohadones había echado un chal. Rápidamente lo había colocado ella hacia un lado. Se lo puse encima de los hombros. Ella lo echó hacia atrás y cerró los ojos.
—Me da la impresión de conocerte desde toda la vida. Mi amor por ti es ancestral. La existencia de un hombre es muy poco, ¿no te parece? Tan sólo un soplo en la sombra del buen dios.
Contemplé su cara. El pelo negro rodeaba su cabeza como un yelmo oscuro. La cara era de rasgos nobles y bien conformados. Ningún defecto ni imperfección afeaban su piel. Su voz despertaba en mí pensamientos lejanos.
—No me contestas, tan sólo me miras. Yo, por el contrario, apenas puedo casi entreabrir mis ojos, tan cansada estoy. Perdona, pues, si parpadeo, pero tus ojos brillan como azules estrellas. Me da la impresión de que están muy lejos. Yo temo la lejanía. La extensión causa frío. Ven más cerca para que te sienta y sepa que estás junto a mí.
Me incliné profundamente. Mis labios casi rozaron su frente. Pasé el brazo alrededor de sus hombros.
—¿Estás mejor así?
Suspiró aliviada y apoyó su cabeza en mi pecho. Sentí arder en mí la sensación de felicidad. Pensé en Erifelos. La sensación de alegría previa era distinta, aunque no menos fuerte que la experiencia de amor misma. Goa debía morir si no sucedía algo extraordinario. Pero quizá sucediera. Los dioses me habían castigado en muchas ocasiones, pero también me ayudaron con mucha frecuencia. Goa abrió los ojos.
—Soy feliz, tan feliz como desde hacía mucho no lo fui. —Parecía quejarse—. Junto a mí muy pocas veces llega el sol. Pero ahora está aquí y no dejaré que se marche.
Yo estaba sentado tranquilo y acariciaba sus hombros. Ella se movía como una gatita. Lentamente los párpados cayeron sobre sus ojos como cansadas mariposas. Yo tomé un almohadón y lo coloqué bajo sus pies.
—¿Estoy muy enferma? ¿Qué dice Erifelos? ¿Moriré pronto? A mí no quiere decirme nada. Sólo me dice que debo comer mucho para recuperar fuerzas. Pero no puedo. A veces lucho por tomar un bocado y parece como si yo luchara contra él y él contra mí. ¿Qué dice Erifelos?
—Espera que pronto puedas curar —le susurré tranquilizador—. Quizá te volverás entonces muy fuerte, saltarás todo el día y lanzarás piedras contra mi criado.
Se rió. Bajo los puntos coloreados por la pintura en su cara pareció ruborizarse. De pronto sus ojos se agrandaron. Algo pasaba en el pecho de Goa. La sonrisa se murió en la cara y fue sustituida por una tos seca. Su cuerpo se sacudía y yo sentía su estremecimiento en mí. La cogí fuerte y sentí lo débil que era, tan ligera como un niño.
Con un pañuelo sequé su frente y su boca.
—Protégete de mi boca —susurró Goa—. El médico dice que en mis labios se posa la enfermedad y la muerte —agotada, aspiraba en busca de aire. Su tos reapareció. Nuevamente agitó su pecho y luego desapareció—. ¿No sientes miedo de mi enfermedad?
Yo denegué con la cabeza.
—Soy soldado. Creo en la vida y no en la muerte.
Sus dedos se cogieron a mi mano.
—¡Qué feliz soy! ¿Debo recompensarte por ello?
Yo me incliné. Mis labios rozaron su cuello.
—Nadie ha de pagar nada. Los dioses fijan nuestra vida desde el comienzo. También que debíamos encontrarnos y amarnos es algo determinado desde hace mucho. Conténtate con eso. No escuches con el oído sino con el corazón.
—Cuando me falta el aire y toso, siento que he de morir.
Yo acuné su cabeza en los blandos almohadones. Su boca estaba pálida, temblaba.
—¿Piensas en mí?
—Sí, pienso en ti, pues es imposible no pensar en ti, del mismo modo que resulta imposible no amarte. Tranquilízate y duerme para que mañana despiertes con el nuevo día.
Contemplé la muchacha. Mis labios no se movieron más, pero mi mente continuó hablando:
«¡El amor hacia ti es como un lejano objetivo! Cuanto más ando más inalcanzable resulta. Y sin embargo siento que cuanto por ti experimento es amor, la llama de la felicidad que arde potente. Tú no desaparecerás, Goa. En mi recuerdo permanecerás siempre y serás inmortal».