PRIMERA PARTE

Verdaderamente el tiempo es como un niño juguetón, y sin retorno es el camino que los dioses nos señalan. He aprendido en mi vida que no soy nada, una hoja en el viento, y que nada más importante existe que yo mismo. Ahora cuento veintisiete veranos; a los diecinueve salí al encuentro de pueblos y tribus, príncipes y reyes; conocí la guerra y la paz, hambre y saciedad, dignidades y humillaciones, hallé amigos y enemigos, vi cosas admirables y terribles, recorrí la senda de la gloria y de la muerte; sin embargo, los dioses no me perdieron.

Ahora he regresado nuevamente donde comenzó mi marcha. Gemmanos, el hombre al que llamé padre, ya no existe. Poseidón lo alcanzó en la tormenta. La que me dio el nombre, Tambonea, murió poco después. Sólo vive Agneta. Pero es la mujer de otro, y cada vez que mi mente piensa en ello mi espíritu se confunde y mi boca sabe a sangre. Pero al mal sueño sigue siempre el despertar, y la prudencia se impone de nuevo a la irreflexión. Por ello quiero contenerme para no exponerme al peligro; esto me ordena noche y día una voz interna.

Pero ¿qué es lo que me mueve a explicar historias que me acontecieron? Los dioses escribieron el libro de la tierra, crearon la vida, lo eterno y lo pasajero, la fuerza y la belleza: nuestro mundo. Pero los hombres son ciegos. No ven lo que miran y no comprenden lo que reclama comprensión; no intuyen que todo cuanto hacemos es vano. Nada acontece para bien sino es lo que orienta nuestros pasos a lo supraterrenal, y nuestros actos obtienen su recompensa.

Por esta razón quiero exponer de cuanto sé la verdad, sin silenciar nada; mencionaré lo bueno, pero también lo oscuro del corazón humano; quiero transcribir.

Pues el tiempo que me resta es breve. Pisístrato, mi padre corporal y tirano de Atenas, fue derribado por los dioses y sus rodillas descansan en el seno de la noche. Sus hijos, Hiparco e Hipias, obtuvieron la tiranía. Sabrán de mi regreso, pues la palabra es como el viento y miles de palabras semejan la tormenta. No permitirán que mis pies toquen el polvo de la patria y enviarán esbirros para aniquilarme.

Así pues, quiero apresurarme y escribir lo que he comprendido, y lo que no alcancé a comprender lo escribiré también, pues el fuerte se entrega voluntariamente a lo eterno, sólo el débil se rebela con quejas contra su destino. Así, quiero explicar como un aedo y rapsoda los eslabones de mi acontecer, miembro por miembro hasta la última argolla en que ahora descansa y que no conoce futuro, a no ser la muerte.

Mi patria es Falero, la ciudad puerto del sur de Atenas. Allí donde una ancha avenida conduce de la acrópolis al mar, y tras el último recoveco, está la ciudad. Cuando era muchacho gustaba de corretear por los laberintos de las callejas junto con mis compañeros, persiguiendo a perros y al ganado perdido.

Mi padre, Gemmanos, era un hombre rico. Poseía una gran casa y doce esclavos, todos sanos y fuertes y ninguno de ellos tenía un valor inferior a cuatro bueyes, sin contar a las siervas y a los libertos. Poseía también dos barcos que navegaban constantemente de Falero a Eleusis, Citera, y otros lugares a donde llevaban lino y joyas, tinajas y herramientas. La tripulación le engañaba, los hombres robaban a los comerciantes o se llevaban mujeres, de modo que en algunos puertos no podían volver sino bajo peligro de muerte. Pero mi padre estaba contento, pues cada hombre que tenía sabía valorarle en lo que era y sabía respetar lo suyo. Lo importante para mi padre era que el que guiaba el barco, comprara por bajo precio gran cantidad de múrices recogidos por los pueblos de las costas, pues Gemmanos era un artista con los tintes. Un fenicio le había enseñado el secreto, conocido de muy pocos, del arte de colorear. Por ello nuestras capas eran las más bellas de todas y tan sólo príncipes y reyes u hombres muy ricos podían pagar un manto de púrpura hecho por alguno de los esclavos de mi padre. Cada múrice proporciona muy pocas gotas de color y a veces se necesitan miles y miles de tales animales para colorear una sola túnica.

La casa de mis padres se encontraba en un lugar destacado en medio de la ciudad. Toda una serie de edificios la formaban y al pasar por la gran puerta y atravesar el taller de tintes se podía divisar una parte de la ciudad, el puerto y el mar, como desde un montículo. Cada mañana, cuando el sol daba al agua un brillo de sangre, corría yo con mis compañeros de juego hacia la playa para llamar a Poseidón y tras encomendarnos a él saltábamos sobre las olas.

Como todos los hijos de hombres ricos y ciudadanos libres, a los siete años se me separó de mi madre y se me preparó para la futura misión de la guerra. Pese a que Falero era una ciudad independiente, Atenas gobernaba nuestra vida. Pisístrato proseguía las huellas de Solón; favorecía el comercio y fomentaba la artesanía de todos los ciudadanos con la convicción de que sólo la riqueza podría proteger lo que poseía. Una élite de hombres regía Atenas, pero la cabeza era el mismo Pisístrato.

Recuerdo con gusto mi formación espiritual y adiestramiento físico. Junto con Artaquides, era el mejor de mi sección en cálculo y en escribir. Aprendíamos poemas y cantos de contenido guerrero, trabajábamos cinco días a la semana en un cañaveral lejos de allí, hacíamos marchas diarias y pasamos nuestras pruebas gimnásticas. Saltábamos, corríamos y lanzábamos el disco y luchábamos con lanzas y espadas de madera. Yo no era el más alto, pero sí el más diestro de entre mis camaradas. Así pues, en la lucha no sólo lograba vencer a Delfino, sino también a Aquios, al hijo de Celebanes, y presioné más de una vez los hombros de éste contra el polvo del suelo.

Mi madre, Tambonea, me veía raramente en este tiempo. Procedía de Calcídica y poseía don de gentes. Pero a veces se entregaba a la melancolía y entristecía. Después de mi nacimiento se le apareció en sueños un buitre negro. Cuando corrió tras él, echó a volar. Pero ella se quedó con un pájaro caído del nido, que intentaba alcanzar el árbol. Por todo esto Tambonea se preocupaba constantemente de que mi estado de salud fuera bueno y me daba jugos de cebolla, amargas bebidas de raíces sagradas y otras cosas para que la bendición de los dioses cayera sobre mí.

En mi dieciocho aniversario mi padre me regaló un carruaje con caballos negros y acabados de plata. Ahora era ya un guerrero y un ciudadano notable de la ciudad. Como efebo, junto con mis amigos, juré en el templo de Aglauro, a la hija de Crecops en el norte de la acrópolis, no mancillar jamás nuestras armas. Nos habíamos consagrado a los dioses y habíamos prometido no abandonarnos nunca y luchar hasta la eternidad por el hogar patrio.

Durante el período de mi educación tuve poco tiempo para mi familia, pero luego, en posesión de dos hermosos caballos y una carroza de lucha, gozaba de mi posición y gustaba de enorgullecerme en casa y de contar historias sobre mi valentía, de tal modo que las siervas al oírme sentían correr por su espalda un escalofrío. Todos me admiraban cuando sacaba mis caballos de la cuadra. Con frecuencia oía pronunciar mi nombre al pasar frente a la casa de las mujeres y las palabras que escuchaba sonaban agradablemente a mis oídos y endulzaban mi boca como la miel.

Solamente Agneta, mi hermana de catorce años —la nombro ahora por vez primera—, casi siempre guardaba silencio. Sin embargo, escuchaba muy atentamente a los demás cuando hablaban de mí. Muchas veces sorprendí su mirada sobre mí, abierta, cálida y brillante como el mar. Entonces me sentía más alegre que nunca y mi corazón se ensanchaba y se sentía fuerte. Había de contenerme para no entregarme a derribar un árbol con el fin de aplacar mi pasión o hacer cualquier imprudencia.

Era mi hermana, pero noté un gran cambio en ella en el período de un año. Su piel se hizo tersa y clara, sus mejillas florecían, también sus miembros me parecían haberse perfeccionado. Apenas me llegaba al hombro y semejaba una flor que de pronto en una sola noche hubiera salido del capullo.

Una vez en que no vinieron a buscarme mis camaradas, mientras Gemmanos se encontraba en los barcos o en el taller y Tambonea se hallaba entre las criadas, llevé a Agneta con la carroza fuera de la ciudad. Su rostro resplandecía y jadeaba de alegría por la velocidad. Jugamos con los pies desnudos sobre los prados y nos echamos a reír en montones de gavillas. Yo gustaba de sentir los rayos del sol, la luz dorada resplandecía sobre Agneta y cuando un grupo de palomas se elevaron por encima de los campos, le agradecí a Afrodita la belleza de mi hermana.

Un rebaño de corderos nos obstaculizó el camino. Dos muchachos con bastones conducían lentamente a los animales. Entonces Agneta rió echando su cabeza hacia atrás. Reconocí el ritmo maduro de su pecho al respirar, pero mis manos permanecían en sus caderas.

—Eres bella como Diana —le dije—; no, más bella todavía.

Agneta frunció las cejas, se sintió halagada, pero tuvo miedo.

—No tientes a los dioses. Todas nuestras palabras las oyen y nada les es oculto.

—Nos crean a su semejanza. Incluso a la del maestro cuya obra es tan perfecta.

—¿Soy realmente hermosa? —preguntó Agneta.

Era el arte de las mujeres lo que hablaba en ella. De madres a hijas se lo transmiten y para las mujeres miles de afirmaciones son preferibles a cien o sólo diez.

—Eres hermosa como el sol que de pronto sale de entre las nubes —le dije, y rocé sus cabellos. El rebaño había ya pasado, Agneta me miraba y sus ojos, como su corazón, me golpeaban. En mi confusión fustigué a los caballos con el látigo. Los caballos corrieron. Un fuego ardía en mi pecho, mi corazón parecía una brasa.

Muchas veces con Artaquides, Aquios y Delfino habíamos corrido tras las muchachas. Conocíamos los secretos del cuerpo y especialmente Aquios conocía algunas mujeres libres que habitaban junto al puerto, a las que nada importaba que fuéramos jóvenes y no tuviéramos experiencia. Algunas parecían incluso disfrutar con ello y se reían de nuestra excitación y besaban nuestras caras. Sin embargo, nunca había sentido en mí arder una llama parecida.

Dirigí la carroza hacia la derecha, a la orilla donde la tierra pierde su consistencia. Ante nuestros pies apareció el agua. Una clara espuma corría por encima de las olas verde azulosas, aclaraba la arena y volvía de nuevo al mar.

—Podríamos, como años antes, cuando tú te enfadabas si yo te perseguía, sentir sobre nosotros la frescura del agua —dijo Agneta.

Miré hacia abajo, la corriente del agua.

—El aire es caliente, pero el mar está frío todavía.

Agneta rió.

—Tanto mejor —respondió.

Dejé mis caballos y a pie marché junto a mi hermana por el sendero. Sus movimientos eran ágiles y ligeros, y yo admiraba su valentía. Mi corazón estaba preso.

—¿Quién es el primero?

Lancé mi túnica sobre una piedra. Agneta recogió su túnica sobre su pecho. Me miró y la timidez de la mujer ante el hombre, tan antigua como los siglos, estuvo de pronto entre sus ojos. Rió tímidamente. Me di la vuelta. Durante un instante las puntas de mis pies intentaron penetrar en el frío elemento, luego llamé a Poseidón y me lancé al agua.

Agneta gritó un poco. Su voz llegaba como desde la lejanía. La corriente me había alcanzado. Pasé frente a las desnudas rocas, nadé y, lleno de brillantes perlas de agua, alcancé el agua tranquila, recuperé aliento y me hundí en las profundidades, en medio de pequeños peces que huían atemorizados. Con un gran impulso salí de nuevo a la superficie.

Mi hermana había dudado muy poco. Estaba detrás de mí. Una golondrina de mar pasó cerca de ella, yo le lancé agua y como un rayo blanco se elevó al cielo, miró con fríos ojos. A Agneta el pelo mojado le caía sobre la cara. Resoplamos y reímos, saltamos y jugamos. De nuevo era como de niña, cuando peleaba contra su hermano mayor. Su cuerpo danzaba como el de una ninfa. Ja, ja, reí y la alcancé, pero ágil se desprendió de mí como una ligera piedra. Una vez me mordió en el brazo cuando yo le cogí la nuca.

Luego me eché jadeante junto al agua, mientras Agneta se ponía el vestido. El mar lanzaba sus olas como cadenas de hierro contra la arena. Se divisaba un velero. Una gaviota pasó por delante y con sus patas cogió un pez…

Mi padre y mi madre estaban en el patio cuando regresamos. Tambonea gesticulaba como un gorrión. Tomé su mano y la besé, pero ella me miró como perro enfadado.

—Tamburas, te rogué muchas veces velar por Agneta y no llevarla en tu carroza. —Su voz se volvió grave—. El lugar para tu hermana es la casa. Fuera podría encontrar a tus amigos. Son salvajes y podrían no entender justamente que un muchacho de buena familia como tú vaya a la montaña con su hermana, que es una doncella. Allí os amenazan muchos peligros, y piensa también en las malas lenguas de la gente.

—No estuvimos en las montañas, madre —le expliqué—. Nuestros cuerpos están puros, pues nos bañamos en el mar. Poseidón es testigo; veló sobre una ola del mar por mi hermana.

Gemmanos me miró complacido.

—En todo caso, has desobedecido a tu madre —me dijo—. Tus compañeros son tan mayores como tú o más. Os podían seguir y ver que tu hermana es una bella muchacha. Creo que es demasiado pronto para que otros visiten mi casa, pues Agneta ha crecido en mi corazón después de ti, de modo que no podré separarme de ella sino con dolor.

—Comprendo, padre —le respondí—, comparto tu temor. Pero en lo que respecta al baño le pregunto a mi madre: ¿Dónde está la hermana más segura sino bajo la protección de su hermano? Mi fama como guerrero es conocida. Nunca consentiría que un extraño o alguien de mis amigos importunara a Agneta o se le acercara.

Así hablé yo, pero Tambonea, mi madre, continuó murmurando y se llevó a Agneta a la casa.

Aquella noche permanecí largo rato despierto. Finalmente salí de la cama, pues el sudor me cubría la frente, y contemplé el cielo estrellado, desde donde los ojos de los dioses me miraban, pero ninguno de ellos me dio un signo. Así pues, por la mañana marché al templo de Hera y sacrifiqué un carnero con cuernos dorados, pero incluso después de esto la imagen de mi hermana me perseguía. Toda una serie de callejas de claros deseos construí en torno a ella, pues lo único que sabía con certeza es que la amaba y no como un hermano a su hermana, sino como un hombre ama a su futura esposa.

Hacia la tarde me vinieron a buscar mis amigos. Fuimos, como tantas otras veces, por la ciudad, reímos y disfrutamos con muchachas de familias inferiores y buscamos la aventura. Al igual que otras veces anteriores, fuimos a una taberna. En el puerto de Falero hay muchas tabernas; sin embargo, la mayor era sin duda la de Fumiacos, un bastardo de rica familia, que tenía la cara de ratón. Acudían allí ciudadanos de todos los estamentos, aunque en su mayoría eran gente de mar. Los barcos permanecían en el puerto y estas gentes procedían de Andros, Tenos, Icaria o venían de más lejos todavía. Alejados de los suyos, bebían aquí vino y se distraían con agradables muchachas.

Nosotros éramos cuatro: Artaquides, Delfino, Aquios y yo. Nos pusimos en un rincón, comimos higos y bebimos un vino claro que parecía inofensivo, pero era traidor, pues poseía la fuerza de embrujamiento y excitaba la fantasía, paralizaba la lengua hasta el punto de que ninguno se daba cuenta de lo que bebía. A un hombre que dormía, totalmente encantado, le arrastraron fuera de la taberna, después de vaciarle los bolsillos.

Varias muchachas del lugar hacían su trabajo y bebían entre los huéspedes. El dueño les ordenaba que trajeran jarras de vino con las que llenar las copas hasta el borde.

Una de las más bellas era Euboida. Era graciosa, de figura muy esbelta y tenía una piel muy clara. Euboida tenía un corazón abierto, así se decía, y una mano más abierta todavía con la que recibía regalos. Sin embargo, esa tarde sus ojos no tenían brillo y su rostro presentaba un tono pálido a la luz del aire enrarecido de la taberna.

Cada vez que Euboida se acercaba a nosotros, Aquios comenzaba a charlar como un muchacho. Era el que más vino había bebido.

—Por Zeus —decía—, en mí veis vosotros al vencedor de los próximos juegos. Lanzaré el disco más lejos que Tamburas, y en la carrera de carruajes me mediré con él para ganar el premio. Realmente él o yo será el que obtenga el disco dorado.

—Tú eres ya un héroe —se burlaba Artaquides—, pero en el amor tienes tan poca suerte precisamente porque para ello no se trata de una cuestión de fuerza sino de entendimiento. No consigue el huevo de la gallina el que dispersa la paja, sino aquél que conoce el nido. Mira, Euboida, por dos veces le regalaste joyas, pero cuando quisiste recoger la recompensa y rozaste su seno, recibiste un baño de agua sobre la cabeza. ¿Dónde estaba ayer cuando la aguardabas y qué hizo durante ese tiempo?

—Ayer fue ayer y lo pasado ya no cuenta —respondió Aquios—. Una mujer es como una gamuza frente al hombre al que ama. Su huida sólo aumenta la esperanza. —Tomó su copa y miró codiciosamente a Euboida—. Soy como un campesino que primero siembra y aguarda a que el fruto esté maduro.

—Así pues, vigila tus campos, pues hay muchos ladrones —le advirtió Artaquides.

Miró también a Euboida; coqueteaba con un hombre llamado Medeones y le ponía vino de su jarra. Pero cuando éste le susurró algo en el oído y puso su mano sobre sus caderas, sacudió ella enfadada la cabeza y se desprendió de él.

—Ya estoy harta de batallar todo el día con hombres —dijo en voz alta, de modo que todos pudieran oírla—, cuya excitación es mayor que su sed. Todas tus palabras de nada sirven, Medeones, me fastidian y resuenan en mi cabeza como golpes en una vasija vacía.

Al decir esto bostezó y soltó sus dedos.

Delfino, a mi lado, ahogó la risa y pidió vino. Fumiacos, el dueño, dio palmadas y envió a Euboida hacia nosotros. Éramos sus huéspedes predilectos, pero más que nuestro agradable aspecto creo que valoraba nuestro dinero. La muchacha se acercó hasta el punto de que con sus rodillas rozó las mías. Al verter el vino se inclinó y me permitió ver un instante lo oculto hasta entonces por sus ropas.

—Bueno —dijo luego, y se separó el pelo de la frente—. ¿Por qué no hablas conmigo, Tamburas? Como se dice, soy una bella muchacha desgraciada. Por lo menos tus amigos así lo consideran y casi todos los hombres me acosan. ¿Te aburres simplemente o piensas en otra muchacha? Sea lo que fuere, recibo diariamente regalos, pero por el precio de cualquier cosa estaría dispuesta a pasar largo tiempo contigo.

Al decir esto tomó mi mano y sin timidez alguna la colocó en su pecho.

Yo retiré rápidamente mis dedos, pues Aquios nos contemplaba con ojos de animal herido.

—No me importaría hacerte un regalo —le aseguré—, pero habrías de entretenerte no conmigo sino con un amigo, pues según he oído le has prometido muchas veces recompensarle sin que mantuvieras tu palabra.

Así hablé y Aquios me dio pena, pues sus ojos brillaban como si hubiera perdido la razón.

Euboida abrió sus labios.

—Hablas como un imbécil y no como un hombre, Tamburas —dijo—. Pero quizás eres tonto o sólo tacaño, aunque tu padre sea rico y podrías regalarme lo que quisieras. De tus amigos nada quiero saber; tienen aspecto de hombres y saben ya lo que les espera.

Después de esto desapareció tras una puerta por la que ningún huésped podía pasar.

—Vigila, amigo Aquios —dijo Artaquides—, le gusta Tamburas. Verdaderamente no es el que más grita el que es escuchado, sino frecuentemente aquél cuya voz es baja y susurrante. Pero deberías saber sufrir la derrota como un guerrero. ¿Cuenta tanto una mujer cuando hay cientos y miles aguardando que les hagas una simple señal?

—El vino me ha embrujado —se quejó Aquios—. Pero no estoy dispuesto a creer lo que dices, Artaquides. Euboida ni me quiere a mí ni a Tamburas ni a ningún otro. Sólo ama los regalos y presta favores sólo muy excepcionalmente.

—¿Pues para qué perder tiempo? —preguntó Delfino—. Siempre rige el principio: aquí la mercancía, allí el dinero. Si Euboida no se aviene a este cálculo, no debes desperdiciar miradas ni dinero. Por mi parte, pienso en una criada de mi casa. No es muy joven, pero cada vez que el calor de mi cuerpo me lo pide voy hacia ella y en la oscuridad su seno arde exactamente tanto como el de una muchacha joven.

Pero Aquios no estaba para bromas. Sacudió de nuevo la cabeza.

—Le regalé más cosas que cualquier muchacha llega a recibir. Por ello no es justo que me niegue la recompensa. Os digo que hoy quiero hallarla o que me devuelva mi plata.

Delfino vació su vaso y lo puso en el suelo. Luego se levantó y dijo:

—Estoy ya harto de bromas y de vino. A nada conduce preocuparse por las mujeres. Vamos a casa a dormir y recuperar fuerzas para que podamos competir en los juegos.

Artaquides se unió a él, pero cuando quise levantarme, Aquios me tomó del brazo y me forzó a sentarme de nuevo.

—Suceda lo que suceda, Tamburas, fuiste siempre mi amigo y estuviste a mi lado. Así pues, quédate también esta vez, pues bien sabes que sufro y estoy decidido a mostrarle a Euboida que por mis venas corre sangre de hombre y no de buey.

Mi cabeza estaba pesada, en mi estomago el vino hacía estragos. Así dije sólo:

—¿Cómo quieres comportarte con ella? ¿Quieres pelear con los inferiores como un perro que persigue a las perras, tú, que has nacido en una cuna noble?

—Estate tranquilo —dijo Aquios—. Lo que dices no corresponde a la verdad y oprime mi estómago como si en él hubiera piedras en lugar de vino. Pero precisamente porque mi padre es uno de los más notables, me siento intranquilo y no hallaré descanso mientras la espalda de Euboida no toque la tierra bajo el peso de mi cuerpo.

Artaquides y Delfino dieron al dueño de la taberna dos óbolos de plata por el vino bebido. Luego se abrieron paso entre la gente y se dirigieron a la salida. La débil llama de la lámpara de aceite proyectó sombras sobre sus caras. Delfino gritó algo, pero su voz no se entendió a causa del ruido de las gentes. Observé como Medeones, quien poco antes había susurrado algo a Euboida a la vez que le cogía las caderas, desaparecía poco después también por aquella puerta.

Aquios pidió más bebida, pues su copa estaba vacía. A la vez buscó con la mirada a Euboida, pero no se la veía por ninguna parte. El dueño de la taberna envió otra muchacha en su lugar. Sus rasgos eran groseros, tenía los ojos atormentados y pechos como melones. Contemplé los dedos de sus amarillentas manos mientras nos servía el vino.

Aquios colocó la mano en su brazo.

—¿Dónde está Euboida? —le preguntó con voz alterada.

La muchacha encogió sus hombros.

—No lo sé, señor —dijo, y me miró—. Quizá se sintió enferma o… quizás abraza en estos momentos a algún hombre. Nadie lo sabe. —Su mirada se agudizó—. No deberíais entregaros a una sola —y continuó hablando, dirigiendo sus palabras hacia mí—. Goza de mala fama y ya ha arruinado a varios jóvenes. Su lengua es afilada y su corazón duro como la piedra, tortura despiadadamente y explica riendo cómo se comporta con los hombres. Por ello os aconsejo no pensar más en ella.

Aquios golpeó fuerte con el pie en el suelo, indignado.

—Segregas veneno como una serpiente. Márchate, pues tus palabras molestan mi oído. Si necesito consejo, le preguntaré a éste —me señaló—, pues es inteligente. En cambio tú pareces tonta y tu corazón está enfermo de envidia, pues Euboida es hermosa y su cuerpo comparado con el tuyo parece una gacela al lado de una vaca.

De este modo tan burdo habló Aquios entonces.

La muchacha no pareció molestarse.

—Tu amigo tiene ojos desesperados —me dijo—, y la ceguera le impide ver. Necesita una guía y no estaría mal que tú se la proporcionaras. —Entonces se me acercó y acariciando mis mejillas me dijo—: Eres un muchacho que me gusta y tu mirada no es confusa. Por ello te digo: no bebas más vino, pues pierde la mente y hace de los hombres y jóvenes irreflexivos muchachos. Quisiera llevarte afuera y refrescar tu espalda con agua fría para que sepas quién te quiere bien.

A mí no me sirvió vino.

Aquios la miró enfadado y murmuró algo ininteligible. Parecía haber olvidado mi presencia, pues sólo se ocupaba de su copa. Tras un rato se levantó y se deslizó, puesto que el dueño estaba distraído con un hombre bebido, por la puerta por la que Euboida había desaparecido. Me apresuré a seguirle para protegerle de cualquier posible disparate.

En la pared sólo había una lámpara de aceite y realmente se veía poco. Aquios tropezó con una gran tinaja y cayó al suelo. Le ayudé a levantarse, mientras mi cabeza retumbaba como un tambor. Una gruesa rata corrió por delante de nosotros y desapareció detrás de un montón de porquerías. A través de una puerta llegamos al patio. Euboida no se veía por ninguna parte.

—Se debe haber sentido enferma a causa del vino y por ello ha marchado —le dije a Aquios—. Dejémoslo estar, pues temo que me abandonan las fuerzas.

Aquios refunfuñó enfadado y me dio la espalda.

—¿Crees —oí su voz— que me dejo engañar tan simplemente? La buscaré, y he de encontrarla aunque sea a costa de toda la noche.

Atravesamos el patio. Un pasadizo estrecho terminaba en una calleja. Detrás nuestro oímos la voz del dueño de la taberna, que gritaba. Corrí tras Aquios como un perro tras su dueño. Sobre nosotros estaba el cielo estrellado. Del mar venía una fresca brisa que nos secó el sudor de la frente. La luna aparecía sonriente sobre el firmamento. Oí como Aquios orinaba en el polvo.

Tenía un gusto amargo en la boca, a causa del vino. Contemplé a Aquios, le puse la mano en el hombro y le llevé hacia adelante, subiendo la estrecha calleja, en dirección contraria al puerto, donde mora todo lo bueno y todo lo malo y donde hay más mujeres fáciles que en ninguna otra parte del mundo.

Aquios respiraba con dificultad. El vino se rebelaba en su interior; estábamos junto a una casucha y temí que Aquios no pudiera ya andar más porque le sentía débil. Cuando le animaba a andar sacudía la cabeza y miraba fijamente hacia una puerta.

Descubrí demasiado tarde que allí vivía Euboida. De pronto se oyeron voces y se abrió la puerta. Un hombre salió. Pese a la oscuridad reconocí a Medeones. Dijo algo y luego se oyó responder a una mujer.

—Por hoy ya recibiste bastante —dijo la voz de mujer—. Te aconsejo que no vuelvas a abrazarme, pues me aplastas los huesos. Mi cuerpo está enfermo, debo cuidarme y reflexionar si tu regalo alcanza para comprarme un adorno. Verdaderamente creo que hubiera hecho mejor en ocuparme de algún muchacho agradable, pues están enamorados y me dan lo que les pido. Además se dejan orientar y siempre vuelven como jóvenes perros. En cambio, tú eres un hombre, y porque esperaba que tu regalo fuera tan grande como tu fuerza te di preferencia.

Se la oyó sollozar fuerte.

La que hablaba era sin duda Euboida. Antes de que hubiera comprendido bien lo que sucedía oí el grito de Aquios. En un instante estuvo junto a Medeones. Como una piedra que lanzada por una pendiente alcanza a un hombre, se lanzó sobre él y ciñó sus manos sobre la garganta. Ambos cayeron al suelo. Él, sorprendido, parecía confuso e incapaz de defenderse. Aquios le atacaba y le presionaba la cara contra el polvo del suelo. Temí que le matara.

Euboida salió de la puerta y se colocó entre los hombres. Se apretaba las manos y llevaba sus puños a la boca, pero sólo para no gritar de placer, pues vi que sus ojos resplandecían y su pecho se elevaba y descendía.

Intenté separar a Aquios antes de que matara a Medeones, pero era fuerte y se adhería al otro como una cadena. Mis manos le cogieron por el pelo y con toda mi fuerza intenté arrancarle.

Aquios lanzó un grito de dolor. Los dedos se soltaron de la garganta del otro; rodó hacia la izquierda, lentamente, por el suelo. Mientras, tomé a Medeones por las piernas y lo coloqué junto a la pared. Respiraba dificultosamente, le sangraba la boca y la nariz, en sus ojos se reflejaba un miedo loco. Le di un golpe y con dificultad logró ponerse en pie. Con un gran esfuerzo consiguió echar a correr.

Me sequé el sudor de la frente. El espíritu del vino ya no poseía poder alguno contra mí. Podía de nuevo pensar claramente. El aliento caliente de Euboida me cubrió el rostro. Se apretó a mi cuerpo como un gato.

—Qué tonto eres, Tamburas —susurró—. Hubieras debido dejar que matara a Medeones. Con toda seguridad mi fama hubiera aumentado y todos hubieran venido a ver la mujer a causa de la cual los hombres se matan. Has actuado incorrectamente, pero no quiero quejarme de la fama perdida, pues eres fuerte y posees a partir de este momento un lugar en mi corazón, pese a que tu modo de actuar me ha costado perder mucho.

Así habló Euboida mientras se apretaba a mí y sus manos pasaban por mi espalda, recorrían mis brazos y rozaban mis músculos.

Debo reconocer en pro de la verdad que me sentí desfallecer, pues tenía el don de excitar a un hombre. Pero mi mirada tropezó con Aquios, que estaba echado en el suelo sumido en la inconsciencia. A causa de ello quité sus manos de encima de mí y di un par de pasos.

Su voz me persiguió y se me acercó.

—Te duele lo que te dije en la taberna, Tamburas. Pero eras como un leño. Por ello te dije que para venir hacia mí necesitabas regalos. Pero ahora te digo que no los necesitas. Eres el dueño y yo soy la esclava, pues eres distinto a los demás hombres. Mi orgullo se acrecentaría y te haría feliz. Incluso podrías disponer de mis ahorros, pues además de joyas he recogido oro. Te digo esto aunque sé que tu padre es rico. Pero quizá no te da bastante. Ya ves, Tamburas, que lo que ahora está de un modo podría cambiar y mucho podríamos gozar si quisieras. Disfrutaríamos y nos alegraríamos mutuamente.

La miré, contemplé sus ojos de animal, que estaban cálido-húmedos; supe en seguida que pensaba cuanto decía en ese instante. Pero en un par de días volvería a dominarla el viejo aliento. No podría cambiar, pues la paloma es paloma y un cerdo es siempre un cerdo. Por ello nada respondí y me dirigí hacia Aquios. En estos momentos respiraba ya más profundamente e intentaba ponerse en pie.

Aquios era mi amigo y le había pegado. Todavía estaba allí echado, pero qué diría cuando recuperara sus sentidos por completo. No obstante, yo era consciente de no haber cometido falta alguna, pues sólo le había impedido matar a un hombre que nada malo le había hecho.

De nuevo sentí la mano de Euboida sobre mi brazo. Su voz ahora sonaba más dura y fría que antes.

—Esta tarde te vi en una carroza con una muchacha —rió malignamente—. La muchacha era bella y joven, pero la mujer a la que pregunté dijo que era tu hermana. Por ello te digo, Tamburas, ¡no tientes a los dioses! Ven hacia mí y te daré lo que inútilmente esperas de tu hermana, incluso te daré más de lo que ella pudiera darte.

Rápidamente di la vuelta y cogí fuertemente a la mujer por los hombros. La indignación velaba mis ojos. Levanté la mano para pegarla, pero ella no manifestó miedo.

—No me pegarás —dijo sin temor—, no pegarás a ninguna mujer ni muchacha del puerto. —Mientras me inclinaba y con gran esfuerzo cargaba sobre mis hombros a Aquios, continuó diciendo—: No olvides mis palabras. Te espero, Tamburas, pues quizás otro día cambies de opinión. Y cuando estés en mi cama y contemples la belleza de mis miembros comprenderás cuán grande es la alegría que puedo proporcionarte, y que mi seno es más cálido que todo el placer que puedas aguardar de tu hermana.

Anduve con mi carga sobre la espalda y sentí lo que es ser vencido. Por ello miré hacia el polvo. Pero en mi corazón sentía la vergüenza, pues un hombre que tiene juicio se condena a sí mismo.

Fue por este tiempo cuando me consagré junto con otros muchachos a Artemisa y marché con ellos sin armas, sólo con las cosas imprescindibles, a las montañas para vivir allí medio año con el fin de, mediante esta prueba, consagrarme como guerrero. Con lazos corredizos cazábamos los animales del bosque, comíamos fresas y buscábamos raíces comestibles. Dormíamos siempre con vigilancia para no permitir que nos sorprendieran otros; estábamos sin criados y sin provisiones.

Conservé en lo sucesivo mi amistad con Aquios. No quiso creer que le golpeé en el puerto, y explicaba lo que quería oír, que con un rayo un dios o demonio le había derribado antes de que cometiera la torpeza de dar muerte a Medeones.

En las montañas y bosques hablamos mucho con los dioses, rogamos a centauros y sátiros su ayuda para que no nos aquejaran ni enfermedad ni miserias y les transmitíamos nuestros saludos para los antepasados. Nuestra vida parecía a veces un sueño pesado del que uno se despierta bañado en sudor, y a veces estábamos tan sedientos que nos atacábamos unos a otros como perros rabiosos.

En una ocasión Artaquides halló en un árbol miel colectada por las abejas. Ocultó los panales para tomarlos a solas, pues era un goloso y gustaba de las cosas dulces en extremo. Pero su acto estaba en contra de las buenas costumbres, pues todo cuanto uno hallaba o conseguía debía repartirse. Cuando se conoció su comportamiento, Delfino fue el primero en censurarle y luego todos nos lanzamos sobre él como una horda de lobos. Descargamos nuestras insatisfacciones y anhelos sobre nuestro amigo. Incluso al cabo de unas semanas apenas podía andar, su rostro estaba azuloso y lleno de heridas.

Pero del mismo modo que el agua pule la piedra, pasó lentamente ese período de duras pruebas. Cuando regresamos ya hombres, mi padre dio un gran banquete. Volví a ver a Agneta y mi corazón sintió alegría. Estaba más hermosa, si ello es posible. Siempre que encontraba ocasión visitaba la casa de las mujeres, donde la hallaba ocupada en trabajos manuales, o dedicada a otras labores. Tambonea me censuraba por mi frecuente ir y venir, pero Agneta sonreía, sus ojos me saludaban alegremente y muchas veces rozaba con mi mano su cabello rubio. Refulgía como los prados en el verano.

Gemmanos, por este tiempo, sacrificaba un toro, en presencia de un sacerdote, a Zeus. Mi padre había invitado solamente a gente acomodada. Las sirvientas iban y venían con fuentes y rociaban las manos de los invitados con agua. Repartían panes y copas para el vino. Otras servían la carne preparada en fuentes de madera mientras dos hombres escogidos mezclaban vino y agua para dar gusto con él a los invitados.

Mi padre, antes de servir a los preferidos, tomó un pedazo de carne especialmente bello y lo puso en mi plato para honrarme de este modo. Comimos y bebimos y mis ojos buscaron a Agneta. Durante el banquete, en la puerta pedían limosna los mendigos y ancianos. Algunos más atrevidos llegaron hasta nuestros pies para pedir algo de pan y carne.

Un aedo semiciego, llamado Dedocos, nos deleitó con sus cantos que referían cómo Hefestos, el divino maestro herrero, ardía en amor por la joven Atenas. Ella se resistía y huyó. Sin embargo, en la ciudad de Atenas encontró a la diosa. Mientras Hefestos la abrazaba ella se defendió y el semen cayó en la tierra y Atenas, profundamente avergonzada, lo hizo penetrar en la tierra. La diosa de la tierra recibió el semen y engendró un muchacho, que luego fue rey. Poseía pies de serpiente y por ello sólo podía moverse con lentitud y de joven descubrió el carro tirado por renos. La diosa le enseñó a cazar caballos y domarlos, pues en aquellos tiempos primitivos eran todavía salvajes. Él los unió a su carro y Zeus eterno admiró su obra. Por ello le nombró jinete en el cielo y sus ojos de estrella nos contemplan hoy todavía.

Las jarras de vino se vaciaban y las copas se llenaban constantemente. Las voces aumentaron después de lo narrado por el aedo. Varios flautistas entonaron un canto y se comenzó a danzar. Los ancianos aplaudían con sus manos. El rostro de Agneta brillaba como el fuego, lleno de anhelo y amor. Sí, era mi enamorada y yo sabía que me deseaba. Pero era un deseo que los dioses impedían y que por ello había de quedar sin consumar. Mi madre nos señalaba y hablaba a veces con mi padre, al que vi reír y denegar con la cabeza.

—Me alegro de estar de nuevo en casa. Fuera mi corazón sentía anhelo —le dije a Agneta.

—Todos sienten la falta de los suyos; también el hombre se siente atraído por la familia.

—Pero mi corazón estaba sediento sobre todo de ti.

—¡Oh! —Una ola de sangre le subió por el cuello y la espalda y coloreó su piel—. Si ello te complace, también yo pensé a diario en ti, y a veces mis pensamientos dieron gusto a mi corazón.

—Es hermoso que seas mi hermana, pero infinitamente mejor sería que no lo fueras.

No me miró a la cara.

—No debes quejarte. Tal como los dioses dispusieron es lo mejor.

Yo no respondí, pues es muy difícil juzgar lo inmortal. Pero ¿no sabían ellos que un amor insatisfecho es como un dardo de fuego, que hiere de muerte?

Después de las danzas se volvió a beber. Tambonea se llevó a Agneta. Varios hombres, hartos del vino dulce, comenzaron a cantar en voz alta, incluso los mendigos en el patio recibieron de beber. Dionisios, el dios magnífico, les regaló también una fiesta. Cuanto más vino bebía más veía saltar a sátiros, semihombres, semianimales, con alegres ojos con cuernos de cabra. Saltaban, golpeaban los tambores y soplaban en las flautas. Delfino se enzarzó en una lucha contra Artaquides, como sucedía con frecuencia. Se necesitó de toda la prudencia de mi padre para separarlos. Pero Agneta había marchado y yo ya no sentía alegría alguna con los demás.

Seis días después marché con el barco más grande de mi padre hacia el norte y luego hacia el sur, a la isla de Egina y más lejos, hacia los lacedonios, para comerciar. Coronaos era el triarca del barco, un hombre de pelo oscuro quien al marchar de viaje prometió a mi padre guardarme como a su propio hijo.

Viajamos a través del viento y el sol, dormimos por la noche en la arena caliente y sentí en mis músculos la fuerza. Bajo los benditos rayos del sol me creció una rubia melena y mi barba surgió como la de un hombre. Nadé mucho y me dejé llevar por las olas como un madero. En una ocasión alcancé un pez con las manos y lo lancé como una flecha plateada a la luz. Rogué a Poseidón su protección y bendición para Agneta. Pero con la espuma de las olas mis palabras se perdieron en el viento. Medí mis fuerzas contra la tripulación. Entre ellos había un hombre fuerte, que sabía emplear llaves de lucha que me eran desconocidas y que daban posibilidad de vencer al más fuerte.

En los puertos que visitamos se agolpaban las gentes. Encontramos mentirosos y ladrones, comerciantes honrados, campesinos y noble gente, también marinos había entre ellos. Comerciaban y vendían sus botines, a veces a precios irrisorios. Coronaos explicó que también él en otros tiempos había hecho buenas ganancias con las conquistas.

En una taberna de Citera nuestra tripulación entró en lucha con otros hombres. Naturalmente se trataba de una mujer, una danzarina, que golpeaba el tambor como nunca yo había visto. Iba mal ataviada y tenía el pelo alborotado, y los buenos perfumes que llevaba eran regalos de hombres que los habían robado. Pero excitaba a las gentes al odio cuando danzaba, golpeaba el tambor y agitaba su cadena de rojos corales. Su cuerpo oscuro brillaba de sudor. El fuerte olor excitaba nuestros sentidos, pese a que en cualquier otro lugar u ocasión me hubiera molestado.

Quién comenzó la lucha ya no lo sé, en todo caso perdimos a cuatro hombres. Entre ellos al que cuidaba de las velas, pero otro ocupó su lugar, y mientras Coronaos curaba las heridas, yo me ocupaba de remar para recuperar las fuerzas y porque muchos hombres no podían ocupar sus puestos a causa de sus heridas. Mis músculos se fortalecieron y las palmas de mis manos sufrieron llagas.

Veinte días antes de mi diecinueve aniversario llegamos a casa, descargamos las ganancias y los sacos llenos de púrpura. Hubimos de luchar contra tormentas y piratas. Mi padre y Coronaos hicieron sacrificios a Poseidón y les encomendaron las almas de los cuatro caídos. Yo saludé a Tambonea y Agneta y marché con mi carroza a ver a mis amigos. Por la tarde me dirigí hacia el mar. Sabía que Agneta estaba en esas callejas, pues había de procurarse algo allí con la criada.

En una casa del herrero Aenón encontré como siempre un grupo de charlatanes. Una herrería constituye entre nosotros un punto de encuentro y ningún industrial recomendará detenerse allí. Allí se cambian noticias y se encuentra a cientos y miles de gentes.

Los esclavos soplaban en los fuelles, el fuego de la herrería ardía, y Aenón trabajaba con una camisa sin mangas que estaba desgarrada en su hombro derecho de modo que le quedaba al aire un hombro y medio pecho. Sin embargo, su arte hallaba poca admiración. Algo había sucedido, pues los curiosos se habían separado del taller y charlaban animadamente aparte. El mismo Aenón quitó el hierro del fuego y los esclavos también marcharon al corro.

En este instante yo vigilaba a Agneta y junto a ella a la criada que la acompañaba, pues Tambonea nunca dejaba salir a mi hermana sin compañía. La criada se llamaba Mirtela. Tenía una aguda lengua y charlaba por los codos, pues en el transcurso de los muchos años que estaba a nuestro servicio creía haberse ganado derechos especiales. Cuando me reconocieron, la criada se lanzó a mi encuentro, mientras Agneta la seguía con los ojos bajos.

—Qué suerte que te encontremos, Tamburas —me dijo nerviosa—. Un desaprensivo ha molestado de palabra a tu hermana que yo me esforzaba en proteger. La ha tratado como sólo se trata a las muchachas peores del puerto. La moral me impide repetir la expresión, pero…

La interrumpí con un gesto de la mano y me dirigí a Agneta, que mantenía abierta la sombrilla para protegerse del sol.

—Tu rostro arde como si tuvieras fiebre. ¿Es cierto lo que Mirtela dice?… Si es así, el desaprensivo deberá presentar sus excusas.

Me miró como un ciervo asustado.

—Desde luego la expresión no fue tan grosera como Mirtela pretende. Fue un extranjero quien la pronunció y no un hombre del puerto. Yo no presté atención y ya lo he olvidado. Te ruego, Tamburas, no le des importancia, pues el extranjero es grande y fuerte y no deseo que por mi causa luches con él.

Lentamente moví la cabeza, orgulloso como un gallo de pelea, porque se preocupaba por mí.

—No se trata de eso, hermana —le dije—. Había demasiados testigos en la herrería. ¿Qué pensarán de mí? También soy yo fuerte y suficientemente atlético para reclamar justicia de quien sea.

Mis palabras parecieron gustar, especialmente a Mirtela.

—Así habla un auténtico hombre —dijo—. Pese a que yo vigilo a Agneta y todo el mundo ve que tu hermana es de buena familia, ese extranjero la trató como a una mujer cualquiera. Nunca nos había pasado algo semejante. Si esto se deja sin respuesta, Tamburas, lo sucedido puede acaecer otra vez.

—Ahorra tus palabras y muéstrame el hombre con el que he de habérmelas —le dije impaciente—. Quiero exigirle que se disculpe o repare lo dicho en alguna forma.

Muy satisfecha, me indicó dos hombres que estaban a un lado de la herrería. Allí había también un carro de lucha, mucho más bello que el mío, con dos hermosos corceles. Un hombre joven, alto y hermoso se separó de sus amigos y vino hacia mí. Llevaba una lanza en la mano y sobre los hombros un manto del lino más fino. Su compañero parecía igualmente importante, aunque era más bajo y tenía una oscura barba.

—Tamburas, no vayas —oí detrás de mí la voz de Agneta. Pero era ya demasiado tarde.

Como por sí solos, mis pies se habían puesto en movimiento. Volví la cabeza y ordené a Mirtela llevar a mi hermana a casa. Miré a los hombres, que, sin advertirme, observaban a las dos mujeres que se alejaban; levanté la voz para hacerme notar.

—Llevas una lanza —le dije al más alto—, y si aquel carro es el tuyo, has de ser ciertamente hombre de rango. Por ello, precisamente, deberías saber lo que es correcto y lo que es reprobable. Pero por lo visto a ti eso no te importa y has molestado con tus palabras, según me dijeron, a mi hermana; cuantos aquí están lo han presenciado.

La gente nos rodeó curiosa, muchos niños acudieron.

El hombre alto rió y pasó por sus labios la lengua.

—Pese a que no te tengo por nadie, olvidaste, sin embargo, darnos tu nombre. Así pues, oye primero el mío. Soy Limón, hijo de Limónides de Atenas. Mi padre pertenece al Consejo de los Quinientos, más poderoso que él es sólo el dueño. Este hombre de aquí es Dirtilos, un gran luchador, no menos conocido que yo, y mis caballos se cuentan entre los más famosos del mundo. Di ahora quién eres, pues tienes aspecto de un guerrero y como tal hablas, aunque por el aspecto, y puedes creerme, no siempre se acierta.

Al decir esto me miró de pies a cabeza como si meditara si debía continuar hablando conmigo.

De Limón había oído contar muchas historias que hablaban sobre su valentía y arrojo. Por ello respondí con rapidez y olvidé mencionar a mi padre:

—Me llaman Tamburas, procedo de una buena familia de esta ciudad. Aquella muchacha es mi hermana.

Ambos se miraron. Luego el más alto dijo:

—De tu hermana ya habías hablado. Pero ¿quién es tu padre? ¿Es un siervo, o eres un bastardo, o qué debo pensar?

Yo me mordí los labios.

—Gemmanos es mi padre. Posee el taller de tintes más importante de la ciudad. Una de las capas teñidas en su taller la lleva Pisístrato, el tirano de Atenas.

Limón se apresuró a responder:

—La fama de su destreza y virtud es conocida. Así pues, Gemmanos… Pero ¿cómo es que tu nombre es Tamburas? ¿Eres hijo de una mujer ilegítima o de una sierva?

—Tambonea es la única mujer de mi padre —respondí con orgullo—. Me dio su nombre porque me regaló la vida. También ella procede de noble estirpe, su familia habita en Calcídica. Es de la sangre helena más noble y tiene una piel más clara que muchos atenienses.

—Está bien —dijo Limón—, con esto quedan ya terminadas las presentaciones. Pero estoy sorprendido, pues me pregunto qué es lo que quieres de nosotros. ¿Buscas pelea meramente porque alabamos la belleza de tu hermana?

—En cuanto hermano, he de velar por su buen nombre. Según me dijeron, vuestras palabras fueron desagradables. En todo caso, resultaron molestas y no puedo alegrarme por ello.

Por segunda vez Limón rió.

—Lo que a ti te alegre es cosa tuya. Tu hermana alegró mis ojos. Por ello le dije lo hermoso que sería poder dormir con ella. Si ello la molestó, aquí me disculpo. —Diciendo esto sacó una moneda de oro y me la ofreció—. Esto bastará para calmar la indignación de tu hermana.

Más indignado todavía, denegué con la cabeza.

—¿Es que estás bebido que me ofreces oro? Soy un guerrero y la honra de mi hermana es mucho para mí.

Dirtilos, el amigo de Limón, se inmiscuyó por primera vez en nuestra conversación. En su voz sonaba un tono de amenaza.

—Eres joven, Tamburas, y además tienes la mente exaltada. Si quieres pelear, busca a otro, pues Limón es el más fuerte de entre los fuertes y arroja la lanza más lejos que ninguno. En los próximos juegos de Panatenea vencerá con toda seguridad, así lo piensa también Hiparco, el hijo de Pisístrato, y además posee la carroza más veloz del mundo.

—Ciertamente Limón puede ser fuerte —admití rápidamente—. Pero tan grande como su fuerza es la medida de su grosería, pues como un hombre borracho ha molestado a una muchacha. Si se niega a reparar su descortesía, deberá luchar para darme satisfacción. Si me vence, la vergüenza caerá sobre mi hermana, pero si soy yo el que vence entonces Limón habrá de hacer lo que yo le exija.

Los que estaban presentes lanzaron un grito. Algunos dijeron que había perdido la cabeza, pues de lo contrario no habría iniciado tan peligroso diálogo. Dirtilos quería replicar, pero Limón le hizo callar con un gesto.

—Tamburas —dijo—, eres un guerrero y, según veo, también un hombre por la edad. Cuando una palabra ha salido de la boca ya no vuelve a ella. Habrá, pues, de suceder según dijiste. —Señaló con su mano a la gente que nos contemplaba—. Todos los presentes son testigos y jueces a la vez. —Sonriendo me miró—. Puesto que no traes contigo carroza alguna, será mejor nos busquemos un campo para realizar nuestra lucha con lanza, la carrera y la lucha libre.

Manifesté mi aprobación; entonces Aenón, el herrero, se dirigió a mí. En voz baja me previno acerca de Limón.

—Yo he visto cómo ha vencido a muchos hombres. Te doy un consejo, Tamburas, porque tengo muchas cosas que agradecer a tu padre. Cierto que eres valiente, pero ganar a Limón es prácticamente imposible. E incluso en caso de que le vencieras, podría ser peor para ti, pues Limón te perseguiría con su odio. No olvides que su padre está en el Consejo de Atenas. Abandona este asunto. Yo puedo decir que te sentiste enfermo y disculparte.

Algunos niños nos rodeaban y me contemplaban. Con toda seguridad habían oído algo. Yo repliqué orgullosamente:

—No temo a Limón ni al Consejo de Atenas. Para protegernos y decidir una lucha bastan los dioses.

Los niños se alegraron por lo dicho y manifestaron su alegría saltando. Les ponía contentos no perder el espectáculo de la lucha.

Un muchacho me dijo:

—Nosotros pediremos a la eternidad que haga justicia.

Pero era muy joven y los demás se rieron de él. Algunos recién llegados preguntaron qué pasaba. Aenón explicó el asunto. Al terminar añadió:

—Los hermanos es justo que se amen. Y un hombre, mientras no tiene mujer, ha de defender el honor de su hermana.

Limón manifestó su impaciencia. Nos marchamos junto con los curiosos. Solamente Aenón y los esclavos volvieron a la herrería.

En una altiplanicie cercana a la ciudad había de tener lugar nuestra competición. Dirtilos midió una superficie y trazó una línea. Mientras, Limón se ocupaba de su lanza. No es que le despreciara, ni tampoco prestaba atención a los consejos de los presentes, que pese a que deseaban mi triunfo dudaban de su posibilidad. Encontraba a faltar a mis amigos Aquios, Delfino y Artaquides.

—Muy bien, la lucha puede empezar.

Dirtilos levantó el brazo, Limón se dirigió a mí y me entregó la lanza. Sonreía al decir:

—A ti te toca iniciar la lucha. Deseo que la lanza en tu mano sea ligera como una pluma y en el cielo pese como una piedra que persigue a su enemigo.

Me quité el manto. El joven muchacho que creía en mi victoria estaba junto a mí. Examiné la lanza.

—Es de la más noble madera —me aclaró Limón.

Yo asentí y miré hacia el sol. Brillaba y calentaba nuestras cabezas. Una ligera brisa venía desde el mar. Había de tenerla en cuenta.

Tomé por fin la lanza con mi mano dispuesto a lanzarla, tomé impulso en unos quince pasos, primero lentamente y luego cada vez más rápidamente, poniendo los pies cada vez más juntos, y arrojé la lanza; me detuve poco antes de llegar a la línea, eché con un gran impulso la lanza hacia atrás; sentí un dolor en el hombro, como si alguien me desgarrara el brazo.

La lanza se elevó rápidamente hacia el cielo y descendió con la punta hacia abajo, lentamente. Algunos niños gritaron y aplaudieron; sin embargo, no alcancé a lanzarla tan lejos como hubiera deseado. Pero me parece que muy pocos de los que nos contemplaban hubieran logrado lanzarla tan lejos como yo.

Un hombre corrió y marcó una señal en la tierra para indicar dónde cayó la lanza. Entonces nos la devolvió. Limón no se tomó la molestia de quitarse la capa. Tras breves pasos para tomar impulso, agitó la lanza y la lanzó bastante más lejos que la mía.

Nosotros disponíamos de tres oportunidades. Cuando tomé la lanza por segunda vez, vi que el muchacho que había creído en mí se ponía hacia un lado. Si Aquios hubiera estado allí, me hubiera llamado mentiroso, pues como en otras ocasiones intencionadamente me había esforzado en alcanzar la primera vez el máximo para engañar a mis enemigos.

Pero ahora puse todas mis fuerzas en arrojar la lanza. Mis pies retumbaron en la tierra y un poco antes de llegar a la línea me detuve. Un apasionado «Ooooh» acompañó la trayectoria de la lanza que no parecía dispuesta a descender sobre la tierra. Llegué unas diez brazas más lejos que Limón.

Mientras los niños saltaban de contento y los mayores gritaban, Limón me miró. De pronto las comisuras de sus labios se movieron.

—Dirtilos —dijo a su amigo—, Tamburas es más listo que un zorro. Hasta ahora no ha mostrado toda su fuerza. —Dejó de sonreír—. Pero no te alegres demasiado pronto. La competición no ha terminado todavía.

Limón tomó una carrera más larga que la mía. Llegó a la línea jadeando. El sol molestaba con su calor y luz, me coloqué la mano sobre los ojos para poder ver mejor el curso de su lanza. Quedó más de cinco pies antes que la mía.

Sacudió su cabeza como si no lograra comprender su destino.

—Quizás el viento te venía en contra —le dije amablemente—. ¿O quizás el sol te molestó?

Algunos niños rieron. Todos se sentían ya a mi lado.

Limón frunció el ceño.

—Debemos probar por tercera vez; así pues, no te vanaglories todavía, Tamburas. Ganaré, aunque al levantarme hoy ya sentí jaqueca y dolor de estómago.

—Esto es por no haber dormido bien —dije en voz baja—. Sentiría que hubieras perdido tus fuerzas por haber disfrutado con mujeres.

—Pero ¿qué sabes tú de las mujeres y qué te importan mis noches? —respondió molesto—. Toma la lanza y lánzala por última vez. Como me llamo Limón, he de ganarte, o los dioses quieren mi perdición.

Yo no respondí. Las miradas entusiastas de los que nos contemplaban me daban ánimo. El muchacho que desde el comienzo creyó en mi victoria se me acercó. Corrí rápido como una flecha y lancé la lanza más lejos que antes.

Dirtilos pretendía que había pisado la línea, pero nadie sino él dijo haberlo visto. Yo no me sentía consciente de falta alguna, pero puesto que el rostro de Limón se oscureció y no creí fuera capaz de sobrepasar mi segundo lanzamiento, dije que aceptaba que se anulara mi tercer lanzamiento. Los niños manifestaron su desencanto, yo sonreí y alargué la lanza a Limón.

Él tomó la lanza y tras tomar impulso la lanzó con todas sus fuerzas. Yo no miré el curso de la lanza, pero por la expresión de los espectadores comprendí que Limón había conseguido su objetivo. La lanza había llegado más lejos que mi segundo lanzamiento. Así pues, Limón era el vencedor. Yo mismo había anulado mi victoria al anular el tercer lanzamiento.

Dirtilos respiró aliviado. La mirada que me lanzó daba a entender que me consideraba ahora de distinto modo que antes.

—A la carrera, a la carrera —gritaron los niños.

Algunos gritaron como perros a los que se lanza un hueso, otros me animaron. Dos hombres trazaron el recorrido, aproximadamente dos estadios. Limón se ató las sandalias y dijo que estaba ya dispuesto para la carrera.

Dirtilos dio la señal. Dio una palmada y yo me lancé a correr. Al comienzo di largos pasos para reservarme para el final. Pero Limón se mantenía detrás de mí. Yo sabía que en velocidad nadie podía aventajarme. Fui el primero en alcanzar la meta, donde me recibieron triunfalmente cuantos allí estaban.

Limón, en el último trecho, había acelerado sus pasos. Sudando alcanzó nuestro grupo y me dijo malhumorado:

—Me has engañado, Tamburas. Dirtilos dio la señal. Pero antes de que diera la palma tú ya comenzaste a correr. Además tropecé con una piedra. Si eres justo, deberás consentir en que repitamos la carrera.

Los espectadores protestaron, levanté la mano para que guardaran silencio.

—Entonces podemos correr el mismo trecho en sentido inverso. Que sea otro el que dé la señal, no Dirtilos, y un tercero que se fije en si soy el primero en echar a correr. Pues quiero ganar sin discusiones, pese a que estoy cierto de que un vencido siempre se siente defraudado y pretende siempre disculpar su fracaso.

Los niños alborotaron y un hombre de Falero dio la señal. Esta vez actué con mayor precaución, dejé que Limón corriera un trecho con ventaja, pero luego le avancé y terminé la carrera con una ventaja pequeña por parte mía.

—La competición no está decidida —dijo Dirtilos—. Será la lucha libre la que decida definitivamente. Personalmente no tengo duda de quién va a vencer. Conozco a Limón y sé que no nació todavía el que logre vencerle.

Los niños y cuantos nos contemplaban intentaron protestar. Pero decidimos luchar para comparar nuestras fuerzas. Desde luego Limón era más diestro y capaz que yo. Era más alto y ancho que yo.

—Limón es como un árbol —le dije a Dirtilos—. Pero el árbol puede ser derribado por la tormenta. Es fuerte como un oso. Pero también a un oso se le puede vencer con destreza. Si Limón no perdió hasta hoy, quizás ha llegado el tiempo en que se eclipse su suerte.

Los niños manifestaron su júbilo. El rostro de Limón ensombreció de rabia. La gente formó un cuadrado en cuyo centro nos situamos nosotros. Limón se inclinó y pidió a Atenea le diera fuerza y apoyo. Yo por mi parte llamé en mi ayuda a Poseidón, que siempre me había ayudado y era el dios al que mi padre sacrificaba y más honraba.

Los espectadores manifestaban su impaciencia. Lentamente nos acercamos uno al otro y comenzamos, como todos los griegos, la lucha con un diálogo.

—Seguramente has luchado contra muchos hombres, Limón —le dije—, pero por lo visto eran débiles o dependían de tu casa de tal modo que te dejaron vencer intencionadamente. Harías bien en no provocarme, pues de lo contrario me veré obligado a romperte un par de huesos.

El rostro de Limón se contrajo como si acabara de beber algo amargo.

—Tienes la cara de un muchacho, Tamburas, pero berreas como una cabra. Todo cuanto dices sólo tiene al miedo por origen. Si te contemplara más largamente terminaría derramando lágrimas de pena, pues tus palabras, sin duda, sólo sirven para incitar en ti la valentía, para que no te veas obligado a entregarte voluntariamente a mis fuerzas. En seguida voy a abrazarte y forzarte a que eches tu último aliento, para que termines de hablar de una vez.

—Lástima que no se encuentre estanque alguno en las cercanías —le respondí a mi vez—, pues te lanzaría al agua para que el agua fría te quitara de la cabeza la presunción. Ya en otra ocasión luché contra un meón que era todavía más corpulento que tú. Pero creo que no es necesario que diga quién me resultaba más desagradable, si tú o él.

—¡Basta! —gritó Dirtilos.

Pero Limón denegó con la cabeza.

—Los berridos de este muchacho son como una picada de pulga. Apenas si penetran en mi piel. Pero, sin embargo, tiene el veneno de una culebra. Le oprimiré la cabeza contra el suelo, a la vez que mis manos le destrocen el pecho y los hombros.

Limón avanzó y retrocedió, pero mis pies se adhirieron al suelo. Nos lanzamos el uno contra el otro, como el viento sacude las ramas de un árbol. De pronto, como obedeciendo una orden, nos soltamos, levantamos los brazos y volvimos a la lucha. Nuestros cuerpos sangraban, nuestras bocas se adherían a la piel del otro.

Limón intentó echarme al suelo, pero logré resistir su ataque. Entonces me golpeó veloz como un rayo en la espalda y con una llave maestra me colocó sobre sus caderas. Caímos al suelo, yo primero; pero puesto que Limón no supo hacer correctamente su llave, cayó también él.

Ágil como un gato, se levantó en seguida. Yo rodé por el suelo y me levanté jadeando. Limón guiñó los ojos. Me burló con un gesto y, mientras mis brazos golpeaban al aire para defenderme del esperado ataque, sus brazos rodearon mi cuerpo y me lanzó de nuevo al suelo. Su cabeza oprimió mi estómago hasta el punto de que creí que una roca había caído sobre mi cuerpo. Desesperado, le apreté la frente. Inútil, sólo gimió. De pronto sentí que el peso de su cuerpo se desplazaba. Todo su peso trituró mis costillas. El dolor era peor que cien puñetazos a la vez.

Incapaz de defenderme, intenté coger aire. De nuevo sentí su ataque y me colocó de cara al suelo. Él mismo rodó por el suelo y me oprimió la espalda con sus brazos como con barras de hierro. Una enorme fuerza me obligó a poner la cabeza sobre el pecho. Limón me levantó, y pese a que de momento parecía que ya podía defenderme, inmediatamente volví a caer al suelo, mi boca probó el polvo, tal como poco antes había amenazado me pasaría.

Mis ojos vieron manchas rojas. Intenté levantar algo la cabeza y deshacerme de Limón, buscaba aire, pues aire significaba vida. Una vez intenté cogerle de los pelos para terminar con el dolor de mi espalda, pero necesité de mis dos manos para proteger mi cara del suelo, para darme la vuelta y no ahogarme.

Los gritos de la gente me parecían venir de muy lejos. Estaba perdido, y la gente de Falero lo sabía, por ello gritaban como locos. Entonces me recuperé, me recuperé como una bestia que aguarda el último instante y hace una última y desesperada tentativa de salvación. Las manchas rojas de los ojos se volvieron amarillas y sentí que una ola de sangre me invadía las orejas. Oí la voz de Agneta que decía: «El extranjero es fuerte y corpulento. No desearía que por culpa mía lucharas contra él…».

«¡Poseidón, ayúdame!», exclamé en mi interior. Mis brazos golpeaban al aire, aunque el peso de la tierra contra mi cara agudizaba mi dolor.

Sin darme cuenta de que empleaba una de las llaves que aprendí en el barco de mi padre, mis brazos rodearon con los dedos curvados la espalda de Limón. Contraje el cuerpo y desplegué toda la fuerza de que era capaz. Asombrado, me sentí liberado. El peso sobre mi espalda cedió y Limón, primero lentamente y luego más rápidamente, cayó al suelo jadeando.

El grito de los espectadores resonó en mis oídos. Me puse en pie para tomar aire.

—¡Ve con cuidado, Tamburas! —gritaban los niños.

—¡Tamburas! —gritaban también los mayores.

Limón se levantó y me atacó como un león. Yo me hice hacia un lado y erró el golpe, aunque un puñetazo me alcanzó en un hombro que casi llega a derribarme.

—¡Quédate ahí y defiéndete! —gritó Limón.

Y desde luego esta vez me quedé en el lugar y puse en práctica todos los ataques que los marinos de la tripulación del barco de mi padre me habían enseñado. Limón me alcanzó con toda la fuerza de una bestia. Yo me retiré unos pasos, cogí su cabeza a la altura de las orejas, golpeé con mis pies su cuerpo. Limón cayó al suelo.

Semiinconsciente, sacudió su cabeza, pero se levantó antes de lo que yo esperaba.

—¡Ven aquí, perezoso, y vénceme ya de una vez! —le grité para incitarle.

Limón atacó de nuevo. Me di la vuelta, le tomé por los hombros, me incliné y lancé su cuerpo desde la altura de mis hombros al suelo por segunda vez. El suelo retumbó al recibir el golpe de su cuerpo.

Necesitó unos segundos para volver en sí. Se arrodilló. Seguro que todos sus huesos le dolían, todos los huesos del cuerpo. Pero, sin embargo, se apoyó con los brazos y levantó su cuerpo. Rápidamente me coloqué entre sus brazos, le di vuelta a su cabeza con las manos y con un tirón le coloqué una rodilla bajo la otra.

Limón cayó hacia atrás y rodó inconsciente por el suelo. Era más fuerte, más alto y más atlético que yo, pero había caído como el fruto golpeado por la piedra. Le había vencido.

Los gritos de la multitud cayeron como lluvia. Los hombres se abrazaban, los ojos de los niños brillaban como si tuvieran fiebre. Jadeante, me quedé quieto. Entonces levanté mi pie y lo puse encima de la espalda del vencido Limón.

Los dioses me habían elegido para ser el vencedor. Haber vencido a Limón me enorgullecía. Pero en algo me equivocaba, pues al igual que los que adivinan el tiempo prometen a veces rayos de sol mientras en realidad tormentas sombrías rodean ya las costas del mar, caí en el engaño. Limón no me guardó rencor; por el contrario, me alabó en gran medida y dijo:

—Eres un gran luchador, Tamburas. Desde luego, yo no me sentía bien del todo, pero esto no puede ser una excusa y no disminuye en lo más mínimo tu gloria.

Luego dijo que daba gran valor a mi amistad, pues probablemente podría aprender mucho de mí. Ser vencido por un enemigo como yo no constituía una ignominia.

Así pues, pasé a fijar lo que imponía como reparación y le pedí a Limón cuatro bueyes, un esclavo sano o una litera para mi hermana. También debía realizar sacrificios en los templos de Niqué y Afrodita para pedir salud para ella.

Limón manifestó su acuerdo y dijo:

—Del mismo modo que te mereces la gloria de un gran luchador, merece tu hermana el trono de las mujeres, pues nunca hasta ahora encontré una muchacha que me endulzara el corazón tanto como ella.

Dos días después cuatro esclavos trajeron un palanquín con valiosos adornos y cubierto de dibujos de luchadores de las olimpíadas. Mi padre frunció el entrecejo, pues temía perder pronto a su hija, pero mi madre no cabía en sí de gozo. Explicaba a las siervas que también ella de joven había sido muy hermosa y se sentaba en el palanquín y se hacía llevar por cuatro siervas al patio.

Agneta reía. Mirtela, la criada, explicaba que ella conocía la historia ocurrida, aunque no había estado en la lucha, y se enorgullecía de que ella había sido la que había incitado a la lucha.

Por la tarde vinieron mis amigos. Festejamos mi victoria sobre el gran héroe de Atenas con vino y cantos, hasta que mi madre, harta de tanto griterío, nos ordenó marchar.

Casi todos los días veíamos a Limón. Reíamos alegremente y nos entregábamos a luchas amistosas en las que tan pronto ganaba él como yo, pero sus ojos buscaban siempre a Agneta. Esto resultaba patente para casi todos. Mirtela, la criada, contaba a todo el mundo, la quisieran escuchar o no, que con toda seguridad llegaría el día en que Limón la liberaría.

Tales cosas a mí me molestaban hasta el punto de que sentía con toda mi alma haber conocido a Limón. Agneta, en todo caso, disfrutaba con su nuevo enamorado. A veces cuando estábamos solos me hacía bromas. Sus mejillas brillaban, pues yo manifestaba mis celos y siempre hablaba mal de mi nuevo amigo.

Hasta entonces Dirtilos había sido el compañero inseparable de Limón. Ahora esto había cambiado. Limón estaba más a menudo conmigo o en casa de mi padre, y Dirtilos manifestaba su descontento cuando nos encontrábamos casualmente. Su sonrisa desaparecía y sus ojos no indicaban alegría. En una ocasión dijo:

—Me he quedado solo, Tamburas. Y la culpa la tienes tú. Ahora duermo mal, bebo vino muchas veces y pierdo muchas noches con muchachas indeseables. Mis músculos se debilitan, incluso me duele el cuerpo, y veo aproximarse el día en que ya no pueda ni siquiera tensar el arco. Incluso los caballos apenas obedecen a mi látigo.

Dirtilos me daba pena. Estaba apegado a Limón como un amante a su novia. Por ello intentaba consolarle todo lo que podía, pero siempre me respondía con amargas y duras palabras.

—Tu rango es superior al mío, pero en tu cabeza parecen cantar los grillos, Dirtilos. Tu amigo Limón no viene conmigo por mí, sino a causa de mi hermana Agneta. Deja, pues, el vino y las mujeres y busca a un médico que te dé polvos para dormir, pues cuando recuperes la tranquilidad sabrás ver las cosas de un modo totalmente distinto.

Así le hablé yo. Pero Dirtilos marchó sin responder. Hasta tal punto la misma amistad entre los hombres tiene debilidades. Pero también yo experimentaba debilidades. Estaba celoso, aunque me lo ocultaba a mí mismo.

Una vez sorprendí a Limón. Estaba en casa de mi padre y conversaba con mi hermana. Estaban solos. Me quedé en la sombra de la puerta y escuché sus voces.

—Te llamas Agneta —decía Limón—. Tu nombre es como un canto, sonoro y bello. Cuando estoy solo lo pronuncio, a veces incluso te nombro en sueños.

Agneta suspiró, pero luego oí su risa.

—Eres igual que Tamburas. Mi madre ya me ha advertido. Todos los hombres están siempre dispuestos a enredarnos a nosotras, las muchachas, con las palabras.

—¿Tamburas te dice también lisonjas?

Ella contestó al cabo de un momento.

—Nosotros nos queremos mucho.

—¡Pero es tu hermano! En cambio yo soy un hombre que tiene sangre ajena a tu familia. Cuando llegue el momento podré gozar de ti.

Agneta no respondió. Yo podía imaginarme el rubor de sus mejillas.

—¿Cómo es posible que no te hubiera visto antes? —preguntó Limón.

—Tampoco yo te había visto. Tú vives en Atenas, yo en la ciudad junto al puerto. Los amigos de mi hermano me conocen, pero apenas me tienen en cuenta, pues hasta hace poco era para ellos una niña.

—Atenas es el mundo —le dijo Limón orgulloso—. La diosa Atenea protege la ciudad. Nuestros ciudadanos son ricos y buenos. A ti nada te faltaría. Mi madre ha muerto y la mujer que ahora tiene mi padre no cuenta para nada. Serías la dueña más hermosa que vigilara la gran casa.

—Estuve tres veces en Atenas —dijo Agneta—. Siempre con mis padres. Hicimos sacrificios en el templo, hablamos con los dioses y luego fuimos al mercado. Esto es todo.

—Ardo en deseos de mostrarte todo lo que no conoces. Mi casa es bonita. Desde ella se divisa hasta tu ciudad. Estarías siempre unida a los tuyos.

Durante un rato callaron. Luego Agneta dijo:

—No puedo darte respuesta, no quiero pensar tan pronto en dejar a los míos. Mi madre dice que soy demasiado joven para pensar seriamente en el matrimonio.

—¿Amas mucho a tus padres y les respetas?

—Sí.

—¿Y a Tamburas?

Sentí que mi corazón latía con rapidez. Las palabras de Agneta resultaban apenas perceptibles.

—Ya te lo dije antes. Nos queremos mucho. Le quiero más que a nadie.

La voz de Limón sonó áspera.

—Es tu hermano. Y a un hermano se le quiere de modo distinto que a un hombre. Quizá realmente eres demasiado joven para notar la diferencia. Pero llegará el día en que comprendas lo esencial, o… —su voz se enronqueció—. O quizás ya lo comprendes. Pero tú quieres incitarme, pues los hombres se vuelven tontos cuando están enamorados. Las dádivas que daría a tu padre con motivo de la boda serían de lo más valiosas…

Oí que se acercaban pasos, por ello procuré que mis sandalias resonaran en la tierra para hacerme notar y me presenté. Inmediatamente Limón se levantó y me cumplimentó como se cumplimenta a alguien a quien se aprecia. Miré a Agneta y mis ojos se ahogaron en su mirada.

—Parece que he interrumpido vuestra conversación —dije, y sentí que mi voz temblaba—. Las mejillas de mi hermana están cubiertas de rubor como el cielo en la puesta de sol. Sus ojos brillan y te agradezco mucho, Limón, la atención que prestas a su juventud.

Lo que estaba diciendo era mentira. Notaba lo falsas que sonaban mis palabras y apenas me atrevía a mirarles a los ojos. Pero Limón no advirtió nada a causa de su enamoramiento.

Mi madre llegó. Eran sus pasos los que había oído. Nos dijo que marcháramos y se quedó con Agneta. Limón andaba absorto en sus pensamientos. Yo le contemplé. Desde luego era un gran guerrero y si no hubiera existido Agneta me hubiera sentido orgulloso de su amistad.

Marchamos con nuestras carrozas hacia Atenas. Limón quería presentarme a Pisístrato. Yo no había dicho nada a los míos, quería sorprenderles a mi regreso con la noticia. Hoy era el día en que hablaría con el primer hombre del pueblo. Limón, cuyo padre Limónides conocía muy bien al poderoso señor, había hablado a Pisístrato de mi fuerza y le había contado que le vencí en la lucha.

La casa de Limón en Atenas era más grande y hermosa que la de mi padre, a pesar de que nuestra casa se contaba entre las mejores de Falero. Limónides no se encontraba en sus dependencias, tampoco vi a la mujer que vivía con él. Nos arreglamos, pues, sin molestia alguna y nos bañamos en una bañera de piedra pulida. Siervas jóvenes todavía y bellas nos echaban grandes cubos de agua caliente. Luego secaron nuestros cuerpos con suaves toallas y pusieron aceite perfumado en nuestros miembros. Un esclavo que gozaba de una especial situación en la casa, me arregló la barba y coloreó el pelo con un tinte claro sin que sin embargo lograra conseguir el tono que mis cabellos tenían de natural.

Una de las muchachas que llevaba el agua me miraba con simpatía. Limón rió y dijo que si la quería podía tenerla, pero yo me contuve y la rechacé.

Antes de que termináramos por completo, Limón me regaló una aguja de oro con doble cierre. Yo la prendí a mi túnica. Dejamos los carruajes y marchamos a pie a través de Atenas. En el ágora se agolpaba la gente. Se nos hizo paso fácilmente, pues Limón era conocido de todos. Además por nuestras ropas se podía colegir que éramos importantes.

A medio camino de la Acrópolis, antes de llegar al Partenón, dedicado a la diosa Atenea, se encontraba el palacio. Como todos sabían, Pisístrato tenía una casa muy hermosa, fomentaba la economía y la arquitectura bella en la ciudad y hacía poco había solicitado se volvieran a reproducir los escritos de Homero. Este libro había sido copiado ya cincuenta veces, pero yo todavía no había visto ninguna copia.

Las columnas del palacio estaban cubiertas de pinturas de todos los tipos. Traspasamos la bella puerta, guardianes comprobaron nuestra identidad y llegamos a un patio cerrado en el interior del edificio. Limón dijo que en la casa había 28 salas, todas grandes y bellas. Yo admiré el patio. En el centro había una fuente y dos pozos. Incansablemente manaba el agua. Había higueras, olivos y granados y algunas flores. Según explicó Limón, Pisístrato se sentaba a menudo en este patio para reflexionar sobre los asuntos de estado.

Los criados conocían a Limón, y se inclinaban a su paso. Uno que tenía aspecto de hombre libre nos anunció. La puerta de la sala era de la madera más noble. De cuatro columnas colgaban unas perchas de madera en las que dejamos ambos nuestras lanzas, pues como ciudadanos llevábamos nuestras armas.

Una sierva que había limpiando el suelo desapareció. Contemplé admirado las pinturas de las paredes, entonces se abrió una puerta lateral y apareció Pisístrato. Yo había oído hablar mucho de él y cuando era niño le había visto en dos ocasiones, pero su imagen no la tenía presente, pues la impresión había desaparecido como un barco en el mar.

Se acercó a nosotros. Mi corazón latía apresuradamente. Pisístrato era tan alto como yo y delgado. Tenía todavía mucho pelo, aunque ya gris. Su cara indicaba paz, una firmeza inexpresada se manifestaba en sus rasgos. Su frente era despejada. Muchas arrugas la surcaban, pero sus ojos brillaban como el fuego.

Las palabras que Limón pronunció en su presencia resonaron en mis oídos. Apenas lograba recuperar mis sentidos. Contemplé a Pisístrato y vi que me miraba. Me sentí confuso. Dije algunas palabras sin saber a ciencia cierta qué estaba diciendo.

Él indicó tres sillones de madera que se encontraban en el centro de la sala. Informó de que acababa de llegar a casa después de un juicio contra un conocido destrozador de muros, pues en Atenas todavía había siervos que destrozaban muros para entrar en las casas a robar.

—Los ricos necesitan muros al igual que las ciudades, para proteger sus posesiones, pues no todos llevan su oro a las casas en que se guardan tesoros. Temen los impuestos que entonces habrán de pagar —dijo Pisístrato y suspiró.

Luego se dirigió a mí.

—Así pues, éste es el héroe que obligó a Limón a inclinar la espalda —se sentó hacia atrás cómodamente—. Eres valiente, también tu aspecto me agrada. Si tienes gusto en ello, puedes estudiar leyes, pues estaría contento en contarte algún día entre mis ayudantes. Pero explícame algo de ti y de los tuyos.

Me esforcé en que mi lengua obedeciera a mi voluntad e hice un breve resumen de mi vida. Pisístrato apoyó su esbelta cabeza en su mano. Escuchó y me contempló atentamente. A veces su frente se fruncía. Parecía admirado y como si meditara atentamente alguna cosa.

Cuando terminé, Pisístrato se dirigió a Limón.

—Nos miras asombrado y tus ojos van de tu amigo a mí repetidamente. Si observas algo raro dilo. Quizás es lo mismo que me preocupa.

Limón se sintió incómodo.

—Señor, tú y Tamburas… No, no me atrevo a decirlo.

—¿Y si te lo ordeno?

Limón me miró y luego al primer hombre de Atenas. Su rostro estaba confuso.

—Si no supiera nada de cuanto sé, diría, señor, que os parecéis como un padre a su hijo y un hijo a su padre.

Ante mi asombro, Pisístrato empalideció. Se levantó de pronto y me dijo:

—Di de nuevo el día en que naciste.

Se lo dije.

Apretó sus labios.

—En ese tiempo me nació un hijo, el tercero de mis hijos legítimos. Pero está muerto, y yo mismo personalmente pude comprobarlo.

Su rostro se oscureció. Volvió la cabeza para que no pudiéramos leer en sus ojos qué pensaba.

—Por hoy la conversación ha tocado a su fin, pues quiero reflexionar y preguntar algo. Los dioses nos llevan siempre a nuestro camino, pero a veces el pasado se presenta de nuevo como una nube que vuelve.

Levantó la mano. Limón y yo nos inclinamos. Tomamos nuestras lanzas y abandonamos la sala.

Fuera nos recibió el ruido de la calle. Primero apenas hablamos, luego Limón movió la cabeza y dijo que no lograba comprender lo pasado. Me parecía al tirano más que Ripias e Hiparco, sus hijos.

—Él mismo lo advirtió, pues nunca había visto a Pisístrato como hoy. Quizás eres el hijo de una esclava o de una mujer que poseyó en alguna ocasión.

Me reí y repliqué:

—Hay muchos hombres que se parecen. Mi padre es Gemmanos y mi madre Tambonea, y mi madre no estuvo nunca en Atenas sin ir acompañada de mi padre. Esto es tan cierto como hay noche y día.

En casa silencié la entrevista. Desde luego había pensado en contarla, pero consideré que me preguntarían con curiosidad lo pasado y se molestarían conmigo. A veces es mejor silenciar lo que dignifica que llevar la intranquilidad a los hombres.

Limón no apareció durante largo tiempo. Dos días antes de mi cumpleaños llegó un mensajero de Pisístrato y me invitó a su casa. Mi padre estaba ausente y mi madre estaba ocupada en la casa de las mujeres. Agneta se asombró por la gran distinción de que se me hacía objeto, pero le rogué guardara silencio.

Cuando más me acercaba al palacio, con mayor fuerza palpitaba mi corazón. Esta vez Pisístrato no estaba solo. Detrás de su sillón estaba un hombre anciano, sin duda un siervo de la casa. Pisístrato me saludó seriamente.

—Siéntate, Tamburas —me dijo—, y escucha lo que este hombre, Licano, que sirve en mi casa desde hace cuarenta años, ha de decirte.

Aguardó hasta que me sentara y continuó:

—Pero antes de que hable quiero decirte alguna cosa que desde luego no me dignifica mucho. —Miró al suelo pensativo—. Hubo un tiempo en que mi mente estuvo en tinieblas, pues mi corazón estaba preso por la pasión. Amaba a dos mujeres. La primera, de la que proceden mis hijos, mi mujer legítima. La segunda una esclava…

Menos mal que estaba sentado, pues mis rodillas temblaban. Limón había clavado un puñal en mi corazón al decir que quizás era hijo de una esclava. Por ello en mi casa había estado contemplando mi rostro y pensando en el de Pisístrato. Desde luego era bien posible que el suyo en la juventud se pareciera al mío.

En cambio, Gemmanos tenía aspecto distinto. Sus ojos eran saltones, su cara blanda, pálida y fláccida. Su nariz era larga y delgada. También su estatura era menor y su pecho menos ancho que el mío. Sus brazos y piernas no eran musculosos como los míos. En cambio, Pisístrato y yo teníamos más parecidos. La nariz, los ojos, la barbilla. La cabeza era la misma.

¿Y Tambonea? Tenía una cara ancha con ojos verdes. Sus dedos eran delgados. No nos parecíamos en nada.

Deseché mis pensamientos, pues Pisístrato hacía ya un momento que estaba hablando.

—Desde luego no supe actuar y no pido hoy disculpas por lo hecho. Oye pues lo que entonces pasó en mi casa. Éste —señaló a Licano— fue testigo. Te confirmará lo pasado.

Pisístrato se detuvo un instante y sólo se oía la respiración del anciano siervo.

—Había comprado una esclava a unos comerciantes. Era joven, muy hermosa y, según me dijeron, todavía doncella. Se llamaba Irmida y procedía de una región del norte de nuestro país. Pagué el costoso precio de diez bueyes por ella (entonces se pagaban tres animales grandes por un hombre robusto), pero hubiera dado cincuenta igualmente, pues al verla la amé, tanto que en su presencia me deshacía como el rocío en presencia del sol. Mi primera mujer odiaba a la esclava, la molestaba continuamente, la hacía humillar por las criadas e incluso quiso envenenarla. Por ello decidí separarme de mi mujer legítima y hacer de Irmida mi mujer. Mientras tanto, transcurrían los días. Irmida quedó embarazada y dio a luz un muchacho, pero antes del tiempo calculado. En la casa las criadas murmuraban, las esclavas reían y mi mujer legítima, de la que todavía no me había separado, clavó sus palabras envenenadas en mi cuerpo como veneno. La duda me acometió, pues las mujeres saben engañar al corazón de un hombre. ¿No era posible que el mismo comerciante hubiera derramado en ella su semen antes de vendérmela?

De nuevo Pisístrato hizo una pausa. Mis manos sudaban, mis labios ardían.

—El bien y la razón me habían abandonado. Mi corazón estaba dividido; amaba a la esclava con mayor fuerza que nunca, no quería castigarla, pues ella lloraba y aseguraba su inocencia. Pero al hijo no lo quería. Por ello encargué al cabo de una noche en que no logré dormir, que éste, Licano, quitara a la madre el niño, que tenía un día, mientras ella descansara, y lo matara. Pero no hizo lo que le ordené, sino que marchó a las puertas de la ciudad y por temor al castigo de los dioses depositó a medio camino, junto al puerto, al recién nacido, encomendando la sangre inocente a la tierra.

El siervo se echó al suelo y comenzó a sollozar desconsoladamente.

—Señor, perdóname y no me castigues. Mi mente estaba confusa. Pensaba en el niño como si fuera de mi mujer. No podía matarle, no podía ahogarle. Por ello lo dejé en el suelo, pues de la tierra nace la vida y toda vida vuelve de nuevo a la tierra. Lleno de confianza, lo encomendé al Eterno, pues sus ojos contemplan todos nuestros caminos y censuran nuestros malos actos. Por ti, señor, hice sacrificios en el templo, para que no cayera sobre tu casa el castigo, pues también yo vivo en ella.

Pisístrato se pasó la mano por la frente.

—¡Levántate! —le ordenó amablemente—. No hay nada perfecto; tampoco, pues, la fidelidad de un siervo.

Pero Licano permaneció echado en el suelo. Como torrente de agua surgían sus palabras.

—Aquella noche, señor, no pude dormir. Me apresuré a pedir ayuda a los dioses. Mi mujer se despertó. Me dio toallas para secarme el sudor. Pero yo continuaba sudando, pues seguía oyendo el llanto del niño. En mi corazón su eco resonaba de modo irresistible. En la oscuridad volví a marchar a donde había dejado al niño. Cuando alcancé el lugar, el niño no estaba. Elevé mis manos al cielo y di las gracias, pero entonces mi mirada vio un bulto. Con las manos separé la tierra. Era el niño que estaba muerto y enterrado. Alguien lo había hallado y sepultado para salvar su cuerpo de las fieras.

Gemía y sus hombros se agitaban.

Pisístrato me miró.

—Eres joven, Tamburas, y todo cuanto aquí ahora sabes de mí podrá servir a tu conocimiento y aumentar tu sabiduría. Oye lo que el cielo me llevó a hacer luego. Irmida, al despertar y no hallar al niño, se vio acometida por la fiebre. En los pocos instantes en que recuperaba la razón llamaba al niño. Pero yo continuaba fuera de mí y no procuré consolarla. Su corazón se durmió, sus ojos perdieron el brillo y su boca se cerró para siempre. Demasiado tarde llamé a los mejores médicos. Perdí la mujer que más amaba, y la perdí porque no me escuché a mí mismo sino a los demás.

Se levantó y me contempló.

—Al niño lo había visto sólo una vez, algunos días antes, cuando una criada lo mecía. Estaba desnudo y tenía una pequeña peca oscura en el hombro. En lo que respecta a nuestro parecido, permite te diga, Tamburas, que la búsqueda de la verdad es como correr tras el viento. Para que mis pensamientos no vuelvan a engañarme, desnuda, por favor, tu espalda y podré salir de dudas definitivamente.

Parecía que resonaran en mis oídos tambores y timbales. Con manos temblorosas solté mi túnica. No, era imposible. ¿Por qué hacían esto los dioses, por qué permitía Zeus que pasara esto?

Pisístrato exclamó como loco:

—¡Hijo mío! Parece imposible, pero lo eres.

Había descubierto la señal. En mi mente se sucedían las imágenes llevadas como por aspas de molino.

—A veces el destino tiene tentáculos que encadenan nuestro espíritu —dije yo casi sin darme cuenta.

Licano se había levantado y me contemplaba con ojos petrificados.

—Perdona, señor, que te abandone en este instante, pero he de preguntar a mis padres. Según tengo entendido, fue Tambonea la que me trajo al mundo. Debo acudir a ella para que mis dudas desaparezcan.

Tras estas palabras marché y ensillé mis caballos. Hice que corrieran más veloces que nunca. La tarde avanzaba por el mar. Descendió sobre el agua. El sol despedía destellos de púrpura. Al igual que un lobo salta sobre el rebaño, me lancé contra mis padres, dije lo oído por boca de Pisístrato y pedí a mi padre me hablara.

Tambonea comenzó a sollozar. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Agneta estaba sentada en un rincón. Se levantó y puso sus manos en su pecho.

—¿Soy hijo tuyo, madre? —miré a mi padre—. Padre, ¿soy tu hijo?

Los hombros de Gemmanos se inclinaron hacia delante. Sus ojos tomaron una expresión sin igual. Lentamente comenzó a hablar; yo apenas oía su voz.

—La verdad es amarga, Tamburas. Hubiera preferido que nunca la supieras. No te precipites en tus juicios. He visto a muchos que por la pasión llegaron a perder la razón. Pero la verdad es siempre la verdad, siempre la misma, suceda lo que suceda bajo el sol. —Carraspeó y continuó—. Cuando tú naciste, Tambonea, mi mujer, daba a luz un niño. Pero nació muerto. Todavía no lo sabía yo e iba por el campo pidiendo ayuda a los dioses. Era de noche, las estrellas brillaban en el cielo. De pronto oí junto a mi camino un ruido. Parecía que un niño llorara. Acudí al lugar de donde procedía el llanto y vi a un niño al que se acercaba ya una fiera. Hallé, pues, un niño como si los dioses me lo hubieran enviado. El niño iba envuelto en ricas ropas. Rápidamente lo llevé a casa. La criada de Tambonea, la cual ha muerto ya, lloraba porque mi mujer había dado a luz un niño muerto. El cordón umbilical se había enredado alrededor de su cuello y lo había ahogado. Tambonea gemía, entonces le puse en los brazos al niño que los dioses nos habían deparado. Inmediatamente se tranquilizó su corazón. Advertí a la sierva que no dijera a nadie ni una palabra de lo ocurrido. Me lo juró, pues amaba a Tambonea como a su propia vida. Pero al niño muerto lo envolví con las ropas del hallado y lo llevé a aquella colina, donde le cavé sepultura, pues para mí el lugar donde se me manifestó la inagotable bondad divina era sagrado.

Gemmanos calló agotado.

—Ahora ya lo sabes todo. Pero no seas duro en tus juicios. Hicimos lo que era justo que hiciéramos, te defendimos de la muerte y te amamos con el amor de que es capaz un matrimonio.

Tambonea gemía amargamente. Lloraba, me abrazaba y decía cosas incomprensibles. De pronto sonrió y dijo:

—Has sido mi hijo, Tamburas, y continuarás siéndolo. Te alimenté y te cuidé. Bajo mis ojos creciste y te hiciste fuerte. Te enseñamos el temor de los dioses y el amor a lo bello y bueno. Nadie tiene un derecho mayor sobre ti que nosotros. Ni siquiera el tirano, pues sus actos fueron reprobables y su intención era perderte.

Aunque intentaba dominarme, también me saltaron las lágrimas. Abracé a Tambonea y la besé en las mejillas. Por fin todo había quedado en claro y la alegría volvía a mi corazón. Pues de pronto algo había tomado conciencia en mí. Era el hijo de Pisístrato y por consiguiente dejaba de ser el hermano de Agneta. Mi mirada miró la suya por encima del hombro de mi madre. Los labios de Agneta habían empalidecido y su boca estaba ligeramente entreabierta mostrando sus bellos dientes. Yo podría hacer de Agneta mi mujer.

—No te preocupes, padre —le dije a Gemmanos—, a ti te debo mi vida. Pese a que en mis venas corre otra sangre, siempre os amaré y respetaré.

Tras estas palabras marché. Salté por los campos, loco de alegría, aunque de pronto me asaltaban temores. Pero de nuevo la despreocupación de la juventud vencía; me alegraba de mi destino y me sentía feliz pensando en el futuro que me esperaba al lado de Agneta.

Pese a que era ya oscuro, marché de nuevo a Atenas, esta vez, alegre, lleno el corazón de júbilo. Hiparco e Hipias, mis hermanastros, se encontraban en compañía de mi padre. El primero era alto, tenía una mirada fría y sus piernas curvadas delataban al jinete. Hipias, por el contrario, era bajo. Era un hombre intelectual, de labios delgados, ojos inflamados y mirada penetrante. Mi padre les había revelado el secreto de mi nacimiento, y yo confirmé sus palabras. Hipias me miró con animosidad y abandonó la sala sin dirigirme una sola palabra.

—No te preocupes por él —dijo Pisístrato—, está de mal humor, y a veces se comporta como una mujer histérica.

Me besó en ambas mejillas y mandó a Hiparco que me saludara como a un hermano.

Hiparco vaciló un momento.

—Yo no soy un adulador y no has de esperar de mí grandes exclamaciones. Nos conoceremos en las competiciones y el día en que midamos nuestras fuerzas. Limón ha contado de ti cómo le venciste, pero yo creo que las cosas no debieron marchar con toda limpieza en vuestra lucha. Por lo demás, no siento nada por ti en mi pecho, pues me eres totalmente desconocido. Mi padre se deja llevar fácilmente por sus sentimientos.

—Ya veo que todo ha sido demasiado rápido —repliqué yo—. A mí me pasa como a ti. Todavía no me siento en mi nueva situación. Pero lo cierto es que en el futuro no pretendo ser impedimento alguno ni quiero luchar contra ti. Una palabra a destiempo es como el agua mansa, pues la siguiente desencadena ya una corriente. Di, pues, también a tu hermano todo esto. Es hombre culto y supongo que sabrá comprender que en mí no hallará a un enemigo que busque quitar lo que es de su padre. Yo soy Tamburas y continuaré siendo el mismo en el futuro.

Hiparco me miró con desprecio y dijo:

—Por hoy hablamos ya bastante. Por las palabras de mi padre la cabeza me da vueltas.

Se levantó, saludó y abandonó la sala.

—Los dos son impacientes e incorrectos —observó amargamente Pisístrato—. Tuve poco tiempo que emplear con ellos. Pero en el futuro pienso desembarazarme de muchas obligaciones y emplear más tiempo con mis hijos para comunicarles parte de mi experiencia y hacerles entrar en razón. Es mejor que al principio te preocupes poco de ellos. —Me miró amorosamente—. Bueno, también en este día magno tendremos que dormir. En la casa están ya preparadas dependencias para ti. Pero también puedes regresar junto a tus padres, haz lo que prefieras. Dentro de algunos días daré la nueva al consejo. Desde luego, según las leyes tú no eres hijo legítimo, pero yo ya me ocuparé de que tengas para ti un alto cargo.

Pisístrato me acompañó hasta la puerta, me abrazó y me dijo:

—Verdaderamente te amo como a mis otros hijos, incluso quizá más, pues eres el hijo de Irmida, que era bella y amable.

En Falero hallé las lámparas de aceite de la casa de mi padre todavía encendidas, pero marché a mi habitación como un ladrón. Habían sido demasiadas impresiones para un solo día. Extrañamente logré conciliar el sueño en seguida. Al despertarme, el sol estaba ya muy alto en el cielo.

Todo había cambiado en la casa de un día al otro. En la casa imperaba un gran ajetreo: a las veinticuatro horas cumpliría diecinueve años. Quería hablar con Gemmanos y Tambonea acerca de mi futuro, pero prefería hacerlo algo más adelante. Mis padres andaban despacio como si llevaran pesadas cargas en los hombros. Incluso Agneta reaccionaba de distinto modo que hasta entonces. Cuando le hablaba empalidecía, hasta de los labios se le iba el color para luego ruborizarse violentamente.

Poco antes de la hora de la comida entró un carruaje en el patio. Era Limón. Hiparco le había puesto al corriente de la noticia. El rostro de Limón permanecía sombrío. Me miró un rato en silencio, luego dijo:

—Nunca hubiera pensado esto de ti.

Lo dijo como si yo hubiera hecho algo incomprensible.

No pude contener la risa y dije:

—Pareces un perro al que le han quitado un hueso. ¿Tanto te ha impresionado el misterio de mi procedencia, o es que sabes algo que yo ignoro? Dilo. Que no gusto a mis hermanastros ya lo sé.

Frunció el ceño.

—La situación no es tan sencilla como imaginas. Cuanto más se eleva un hombre más profunda puede ser su caída. Ahora, Tamburas, eres el hijo de Pisístrato. Todos te reconocerán como tal y muchos intentarán ganar tu amistad. Pero no eres un hijo legítimo sino de una esclava, así pues no tienes oportunidad de hacerte dueño del poder. Pisístrato es ya viejo, por ello Hiparco se considera ya su heredero.

—Si esto es lo que angustia a Hiparco, puedes tranquilizarle. No es mi intención ocuparme de tales cuestiones. ¿O es que no me crees?

—Lo que yo creo no hace al caso —dijo Limón inquieto—. Convencer a Hiparco es difícil, e Hipias es como un zorro. Nunca se sabe qué hará al momento siguiente. De ti, desde luego, no piensa lo mejor.

—Explícale que pienso quedarme siempre en Falero. Soy un guerrero y podría gobernar hombres al igual que mis hermanos, pero sin embargo aquí transcurrió mi juventud, aquí me hice hombre, también aquí pues, si los dioses me lo permiten, terminaré mi vida.

Los ojos de Limón dejaron de mirarme.

—¿No te trasladas al palacio de tu padre?

—No. Es decisión tomada.

—Y tu familia… Perdona, quise decir Agneta. Ya no es tu hermana. ¿Qué piensas de ella?

—Ésta es su casa y es la mía. Viviremos juntos y felices.

Sus ojos se clavaron en mí.

—¿Piensas hacer de ella tu mujer?

—Sí.

—Quizás hablas sin pensar. No olvides que hasta ahora te vio con ojos de hermana. ¿Y si decide dar su corazón a otro?

Hube de contenerme la risa. Me daba pena, sabía lo terrible que es el amor imposible.

—Deja este asunto al tiempo, Limón. Puedes preguntar a Agneta, y si te elige a ti respetaré su amor, aunque me resentiré de ello como una lámpara pierde la luz al terminar su aceite. Pues te aprecio mucho, Limón, a ti te debo mi felicidad, fuiste el que descubriste mi parecido con el tirano. Pero ahora ya no soy el hermano de Agneta.

Limón quedó paralizado.

—Desde luego el destino estaba en mis manos. Y te digo, Tamburas, que también yo pretendo a tu hermana e incluso aunque nuestra amistad haya de romperse por ello.

—Habrás de luchar por ella con honradez —le dije— e inclinarte a su decisión y la de mi padre. Desde luego uno de los dos será el elegido, pero todavía no está decidido quién goza de su favor.

Dije esto aunque estaba cierto de que su corazón desde hacía mucho tiempo latía por mí. Pero no quería cerrar a Limón toda esperanza. Pues el tiempo podía curar su herida. Seguro que otro día hallaría una muchacha con la que ser feliz. Se marchó de casa con aire sombrío, no parecía ver la belleza del día.

La conversación con Limón me había decidido a hacer algo. Había puesto de manifiesto mi decisión y me había llevado a decidir lo que realmente quería. Así pues, hablé con mis padres, pues siempre continuaba llamándoles igual, y les comuniqué mi decisión de permanecer siempre junto a ellos y compartir su destino.

De nuevo Tambonea tuvo los ojos llenos de lágrimas. Me apretaba contra su pecho y acariciaba mi cabello.

—¡Hijo mío, hijo mío!

—Sólo he conocido una madre y eres tú —le dije—. Pero Agneta ya no es mi hermana. La quiero mucho, tanto que estaría dispuesto a entregarlo todo por obtener su consentimiento. En fin, ahora ya lo sabéis todo.

Gemmanos rió de buena gana y puso amablemente su mano sobre mi hombro.

—Tambonea lo sospechó siempre y estaba muy preocupada por el destino de nuestros hijos. Pues entonces eras nuestro hijo, igual que Agneta es nuestra hija; pero ahora los hombres sabrán quién eres en realidad. Así pues, perdemos a un hijo pero recuperamos otro en el mismo instante. El buen nombre de la casa está salvado y nuestra alegría es casi perfecta. Nunca, Tamburas, te hubiéramos revelado que eras un ahijado y no tienes nuestra sangre. Especialmente Tambonea temía perder con esto tu amor.

El hielo estaba roto; me sentí aliviado. Mi decisión estaba tomada. Por ello le dije a Tambonea:

—Fueron tus manos y tus cuidados los que me formaron y cuando un hombre hace el bien lo halla siempre de nuevo. Mañana cumpliré diecinueve años. Todo el mundo ha de saber entonces quién soy: vuestro hijo y de Pisístrato. Uno y otro son el mismo y cada uno de ellos es sólo la mitad de la verdad. Desde luego los caminos del hombre están en sus ojos, pero nadie ha actuado más justamente, en mi opinión, que vosotros.

El día transcurrió y todos eran felices. Nuestra alegría parecía haberse transmitido a nuestros siervos y criados, pues toda la casa respiraba paz y alegría como en tiempos de boda. Muchas veces estuve junto a Agneta. Nos cogíamos de las manos y departíamos dulces frases o nos contemplábamos enamorados. Cuando Tambonea nos veía así nos interpelaba y me decía:

—Harías bien, Tamburas, en abstenerte de estar con Agneta por algún tiempo. Desde luego los hijos de los hijos son la felicidad de los viejos, pero la castidad es la mejor joya de una mujer.

Fui a ver a mis amigos. Tan feliz era mi corazón que no cabía en sí. Había de comunicárselo, pues ¿quién estaba más cerca de mí, después de mis padres, sino mis compañeros? Pero Aquios, Delfino y Artaquides estaban de caza y nada sabrían de mi fiesta de aniversario hasta su regreso. Con toda seguridad habían pensado en regalarme el botín que consiguieran en la cacería.

Gemmanos envió mensajeros para invitar a los amigos con ocasión de la fiesta. En la casa todo el mundo estaba atareado en limpiar, arreglar todas las cosas y preparar los manjares del día siguiente. Decidí no ir a ver a Pisístrato. Era inútil molestar a mis hermanastros con visitas frecuentes. Su inteligencia parecía ser corta. Primeramente había de conseguir aplacar las amarguras del corazón de Limón.

Esa noche dormí mal. Pensaba en Limón. ¿Qué pasaría, entre nosotros en el futuro? Quería casarme con Agneta al cumplir los veinte. ¿Y Limón? Había dicho que pensaba luchar por ella. ¿Estarían en el futuro tres hombres poderosos contra mí? ¿Hiparco, Hipias y Limón, el hijo de Limónides?

Varias veces me desperté, lleno el cuerpo de sudor. Media noche había transcurrido y no podía hallar descanso. Las estrellas brillaban, tenía ya diecinueve años. Pensaba en la vida. Su culminación es el amor. Gracias a él se vive realmente. El amor separa montañas y abre abismos entre les hombres; acerca a los que antes no se conocieron. El amor es también lo más puro y noble de lo que los dioses nos deparan y sin embargo crea injusticias y violencia cuando no llega a satisfacerse.

Pues tal era: el amor de mi padre físico había engendrado odio en el corazón de sus otros hijos. Amaban el poder y el oro y no querían repartir con nadie el aprecio de su padre. Yo, a mi vez, amaba a Agneta. ¿Me odiaría por ello en el futuro Limón? Pero finalmente rechacé todos mis oscuros pensamientos y sospechas y pensé tan sólo en mi futura esposa. La copa del amor podría proporcionarme finalmente la felicidad.

Lentamente amaneció. Reconocí ante mis ojos mi mano. Oí ruido en el patio, me llamaban. Mi boca estaba seca. Me levanté y bebí un par de sorbos de la copa de noche. Junto a un carruaje vi a mi padre, a Limón y a Dirtilos. Hablaban excitadamente. Gemmanos parecía aterrorizado. Limón fue el primero en descubrirme. Se echó sobre mí, me abrazó y dijo:

—Precisamente íbamos a despertarte. He venido por tu causa, Tamburas. He de comunicarte algo verdaderamente terrible.

Gemmanos me rodeó con su brazo como si quisiera protegerme. Una débil neblina cubría el cielo de tono gris. Limón me miró a los ojos; continuaba siendo mi amigo.

—¿Qué es lo terrible? ¿Ha muerto Pisístrato?

Limón negó con un movimiento de cabeza. Su voz tomó un tono grave.

—Estoy arriesgando mi vida. Nadie sabe que estoy aquí, excepto Dirtilos. Pero me está obligado por una deuda y callará; habrá de acompañarte además, pues tan sólo una rápida huida puede salvarte.

—¿Salvarme? ¿Hablas de huir? ¿Por qué he de huir y de quién?

Sus palabras se precipitaban unas detrás de otras.

—Tal como ya sabes soy compañero de armas de Hiparco. Tus hermanastros pasaron la noche sin dormir. Yo llegué muy temprano y les hallé durmiendo con dos mujeres. Habían bebido y el vino soltó su lengua. A veces hablaban en voz muy baja, pero logré oír lo más importante… Han alquilado asesinos, a un criminal, a un bruto y a un envenenador, además a una mujer muy lista, para poder actuar con todas las garantías necesarias. ¿Sospechas a quién pretenden hacer desaparecer?

—¿A mí quizás? Yo no les he hecho nada de malo.

—En lugar de ir a consultar el oráculo de Delfos, fueron a ver a un sacerdote que es un ladrón, pues me consta, y un mentiroso. Leyó en las entrañas de un animal sacrificado, y luego se tapó los ojos con una mano y dijo que veía dos pájaros que eran atacados por un tercero. —Limón respiró excitado—. Ahora tus hermanastros creen que en ti está el peligro. Mientras bebían vino, pronunciaron tu nombre. Además me enteré de que tienen un plan según el cual tú no debes vivir ya cuando el día de hoy termine.

Por fin me sentía totalmente despierto. Ananque, la necesidad oscura, «lo que ha de ser», cayó sobre mí. Mi moira, «la que decide la suerte», había hablado. Sin embargo, intenté rebelarme.

—Soy fuerte y diestro y capaz en el manejo de las armas. Yo no temo nada. Pisístrato me protegerá, además al criminal le aguarda el castigo.

—Pero ¿quién podrá protegerte de las sombras y de lo injusto que nadie conoce? Si Pisístrato les preguntara, tus hermanos mentirían. Además sabrían quién les ha traicionado, pues tan sólo yo estuve allí cuando comentaban su intento.

Gemmanos apretó mi cabeza contra su pecho. Respiraba con dificultad.

—Incluso el más valiente es impotente contra un puñal o espada que le ataque por la espalda —continuó Limón—. Podría ser también que algún mendigo o aquella mujer te pusiera veneno en el vino, cuando hoy celebres tu aniversario. Esta gente está ya en camino. Yo he de marchar y te aconsejo que sigas mis indicaciones para proteger tu vida.

Mis dedos se contrajeron. Me deshice de los brazos de mi padre y paseé nervioso.

—Tengo amigos. Si tú llevas razón, pueden estar a mi lado día y noche.

—Desde luego, pero algún día su vigilancia desfallecerá y la paciencia para protegerte. El brazo de tus hermanos puede llegar muy lejos, a pesar de que creo que no pasarías el día de hoy. Así pues, Tamburas, avente a la razón o, si no, pregunta al hombre que ha sido tu padre qué piensa de mi consejo.

Gemmanos lanzó una maldición. Nunca había oído en mi vida una cosa semejante de mi padre. Sus hombros temblaban, coloqué mis manos sobre él para tranquilizarle.

—Padre, no temas, durante diecinueve años los dioses han guiado tus pasos y protegido mi vida. También ahora serán benévolos.

—Serán benévolos —dijo Limón— si eres razonable y haces lo que te digo. Has de marchar y muy lejos, no al interior del país. Conozco un barco que en poco tiempo levará anclas y conozco también al capitán. Quizá por un año, quizá sólo por un par de meses. Tú y los tuyos os encontraréis de nuevo después de esta separación. Tú regresarás cuando los ánimos estén calmados y vuestra alegría entonces será grande. Mira qué muestra te doy de mi aprecio hacia ti, que Dirtilos marchará contigo para ocultarte en alguna isla de oriente. Luego regresará y nos dirá dónde estás. También podrás enviarnos noticias por marinos mientras yo intento que el hijo de Pisístrato vea claro en esta cuestión y se convenza de tu inocencia.

—¿Y al tirano? —me oí preguntar—. ¿Qué le contarás?

—En su mente parece residir la sabiduría. Ha conocido muchas cosas en esta vida, caminos que llevaban a lo profundo y a lo elevado. Por dos veces, hubo de huir de Atenas, porque le amenazaban rebeliones. Yo le manifestaré que tú aspiras a volver, a regresar. Con toda seguridad sospechará que tus hermanos tienen la culpa de tu desaparición. Nadie sabe qué cambios pueden ocurrir y así está bien, pues ningún hombre debe conocer su futuro.

Gemmanos habló:

—Creo que debemos actuar así, Tamburas, tal como tu amigo aconseja. Pero antes quiero hablar con tu madre. Nunca me perdonaría que hubiéramos tomado una decisión sin consultarla.

—¡El tiempo apremia! —gritó imperiosamente Limón—. Poco después de levantarse el día el barco ha de abandonar el puerto.

Apremió a Gemmanos para que informara rápidamente a Tambonea.

Yo miré a Dirtilos. Durante todo el rato no había dicho una sola palabra.

—¿Por qué haces esto y qué motivo te lleva a acompañarme? ¿Qué te importa a ti mi suerte?

Contestó de mala gana:

—He dormido poco y tengo mal humor. No estoy en ánimo de dar explicaciones. Lo que hago es por bien de Limón. Esto es todo. Ahora te aconsejo juntar tus armas y cosas. No olvides tomar provisiones.

Mi pulso latía como si tuviera fiebre. Corrí hacia la casa, oí las voces de mis padres y de Limón. Luego llegó Agneta. Llorando se echó en mis brazos. Por vez primera la besé en los labios y creí que mi corazón iba a estallar. Su aliento olía a cama, lágrimas y muchacha joven. Yo estaba sediento de su aliento, de su voz, de sus sedosos cabellos y si debía morir deseaba fuera a su lado, en tal instante.

Pero todos los demás se acercaban a mí. Las criadas hablaban en voz baja por los pasadizos. Tambonea lloraba, Gemmanos corría de un lado a otro como loco, tan sólo Limón conservaba su calma, apoyado en la pared y ordenaba con voz penetrante lo que debíamos hacer.

—Coge pescado salado, Tamburas, y carne ahumada. En lo que respecta a cosas de valor, limítate a tomar sólo lo necesario. Mucha gente puede intentar robarte. Pero no olvides tus armas, pues eres un guerrero y has de ir armado por lo que pueda suceder.

Miré a Agneta. Su cabeza se apoyaba en mi pecho, lloraba en silencio. Dulcemente la aparté de mí.

—Te agradezco —le dije— todo cuanto he conocido por ti. Ahora debemos separarnos, pero mi corazón queda aquí. Deseo decirte algo: volveré, volveré; tan cierto es esto como que el mar echa siempre de nuevo sus olas contra la playa. Has de esperarme, promételo.

Me miró a través de las lágrimas. Afirmó con la cabeza, pues no podía hablar. Luego se echó en los brazos de mi madre.

—¡Cómo permiten los dioses tal injusticia! —clamó mi madre. Había recuperado sus fuerzas. Con Agneta sobre su pecho, se sentía fuerte y orgullosa, como la madre de un héroe que marcha a la lucha. En su voz se adivinaba el odio. Miró al suelo como si quisiera horadar las piedras—. Eterno Zeus, yo clamo hacia ti. Maldice a cuantos quieren el mal de Tamburas. Castiga a sus hermanos y aniquila a los asesinos que han comprado.

—Rápido —dijo Limón—. Ven, Tamburas, debemos apresurarnos.

Tambonea abrió los labios. Con dulzura se desprendió de Agneta y me abrazó y besó en ambas mejillas.

—Cuando eras niño la felicidad moraba en esta casa. Pero el sol con rapidez alcanza el mediodía y pronto comienza su descenso en la tarde. A todas las madres les sucede lo mismo que a mí. Educan hijos para tener que abandonarlos luego. Las muchachas apenas han llegado a la madurez abandonan el lugar seguro para casarse. De los muchachos nacen los hombres, cambian la voz y les crece la barba. Aprenden a luchar y marchan a veces a la guerra de la que ya no regresan. Yo he rogado siempre a los dioses que no suceda contigo tal cosa, pero he de perderte por otra causa que quizá resulta más dolorosa todavía.

Gemmanos había salido poco antes y en este momento volvía. En sus manos reconocí una capa de color púrpura del lino más selecto, como el que se utiliza para los reyes. Gemmanos colocó la fina tela en mis manos.

—Esta capa había de ser el regalo de tu aniversario. Eres nuestro hijo, Tamburas, pero también el hijo de un tirano y príncipe. Así, pues, tienes derecho a esto. Pero no la uses más que en ocasiones solemnes, al igual que no se debe frecuentar en exceso la casa de los amigos para no perder su valor. Ocúltala durante tu viaje en el saco para que no se eche a perder por el polvo y el agua del mar. Es la pieza más bella de todas las mías y estoy orgulloso de ella. Pero todavía más orgulloso estoy de ti, Tamburas.

Me abrazó.

—Y ahora, hijo mío, ve a conocer al mundo. Todo muchacho debe algún día abandonar la casa de sus padres para defenderse él solo. Mantén en todo momento la razón y el comedimiento. No visites el reino de las tinieblas, sino dirígete siempre al reino de la justicia. Sé justo siempre, dentro de los límites de lo posible y si las circunstancias te lo permiten. Nadie es perfecto, pero que jamás te abandonen el bien y la prudencia. Sé magnánimo con tus enemigos, pues avergonzados perderán la cabeza ante ti. Confíate a los dioses de todo corazón, no te apoyes sólo en tu razón, pide siempre ayuda al Eterno. Mira siempre adelante y no mires al pasado, y si hallas hombres que beben en exceso o se comportan como cerdos, abstente de frecuentarlos. Si te suceden desgracias, como a nosotros en estos instantes, no te desesperes, entrégate a la voluntad de los dioses. Las intenciones de la moira nos son desconocidas. Manténte siempre prudente, pues la prudencia conserva la vida. Sé humilde, pues la humildad merece todas las gracias.

Alguien carraspeó de modo impaciente. Era Limón. Me tomó firmemente por el brazo y dijo que debíamos apresurarnos, pues podría ser demasiado tarde y el barco haber zarpado ya.

De nuevo las mujeres se colgaron de mi cuello. Gemmanos ocultó la capa en el saco. Como dormido tomé mis armas de la pared: lanza, coraza, aljaba y arco. Me sentía desgraciado y mi corazón parecía que iba a romperse al instante. Una última esperanza de que todo fuera un sueño se deshizo como el fuego que desaparece en las cenizas cuando sopla el viento de la moira.

Algunos esclavos me dieron la despedida con cara de sueño, dos mujeres lloraban y se echaron al suelo. Una de ellas era Mirtela.

—Levantaos —les dijo con dulzura Gemmanos—. Rogad para que Tamburas vuelva.

Limón me llevó con su carruaje. Dirtilos estaba junto a mí con la cara sombría, no me miraba.

—¡Tamburas! —oí la voz de Tambonea—. He sido tu madre, vi cómo creciste, curé tus heridas y dolores cuando estuviste enfermo y refresqué tu frente cuando ardía por la fiebre. Vuelve, hijo mío, vuelve… Oh, vuelve pronto… —Su voz se quebró.

Con ojos que todo lo veían, pero nada comprendían, miré la mañana naciente y posé mis ojos en Agneta. Mi boca estaba seca y mis labios tirantes como si tuviera fiebre. En mi pecho el corazón me dolía como si alguien me pusiera sal en una herida. No quería perder a Agneta, quería amarla y tenerla junto a mí durante toda la vida, pero cuando Limón azuzó los caballos con el látigo supe que todo había tocado a su fin, antes de comenzar.

En el puerto nos aguardaba un barco. Era viejo, pequeño y estaba en el agua tranquila, parecía la mancha de carbón de un dibujante. El día todavía no había despertado. Los vigilantes rondaban por el puerto, pues también en Falero, como en todas partes, había ladrones.

Alguien en el barco gritó en voz alta. Limón hizo seña con la mano. Me ayudó a bajar del carruaje, pues mis rodillas estaban débiles. Llevó incluso mis cosas. Dirtilos estaba ocupado con las suyas.

Por una plataforma accedí al barco. El capitán vino y saludó a Limón, quien nos presentó como a sus amigos.

El triarca se llamaba Dimenoco, el ayudante Fonostro. La tripulación se componía de hombres fuertes que tenían aspecto de saber pelear tan bien como los remeros, pues a diferencia de otros pueblos, donde los esclavos son remeros, los nuestros son en su mayoría hombres libres, en su mayoría hijos terceros o cuartos de campesinos pobres o gentes del bajo pueblo que ansían tener aventuras y se prometen grandes ganancias de los viajes.

El triarca miró hacia el cielo. En estos momentos había clareado ya por completo y era ya tiempo de levar anclas. Los rayos del sol proyectaban reflejos dorados en el agua del mar. Limón habló con Dirtilos, luego se dirigió a mí.

—Te ha sucedido una desgracia, Tamburas, pero piensa que todo cuanto te acontece es por voluntad de los dioses, al igual que todo cuanto está todavía por suceder, y que tu desgracia puede ser la felicidad de otros.

A Dirtilos le dijo:

—Tú sabes por qué te he rogado que fueras su compañero. —Al decir esto le miró intensamente—. Así pues, no desengañes a nadie y hazlo lo mejor posible.

Dirtilos nada respondió y cerró algo los ojos.

Poco antes de desembarcar, Limón volvió a dirigirse a mí:

—Está pagado el viaje hasta Icaria. A partir de allí tú mismo habrás de preocuparte de todo. Te recomiendo que no hagas locuras, ni imprudencias, pues pocos son los que logran volver de allí.

Luego rió, pero para mí esto no significó nada, pues en aquellos momentos poco me importaba que riera o llorara.

Limón desde abajo me saludaba y el barco comenzó a separarse del muelle. Mi cabeza daba vueltas, oí la voz de mando que ordenaba a los remeros ocupar sus puestos. La vela grande se desplegó. Dimenoco, el triarca, estaba sentado en una gran silla de madera. Detrás de él se veía el puente, donde estaba Fonostro, vigilando a los remeros.

Seguí inconscientemente a Dirtilos hacia una vela desplegada que debía servirnos de protección contra el viento y el sol y donde debíamos realizar nuestro viaje.

Cuanto más se alejaba el barco por el impulso de los remeros del puerto, mayor era mi dolor. Vi desaparecer Falero, mi patria, y detrás de él como si sólo fuera una maqueta, se elevaba Atenas con la Acrópolis. En el aire transparente adiviné el Olimpo. De allí los dioses nos contemplaban. ¿Se ocuparían de protegerme o ya nos habían olvidado, a mí y a los míos?

Alrededor de la tierra que abandonábamos, se ceñía una línea verde claro de agua. Pero ahora estábamos ya tan lejos de la orilla que el borde se hizo oscuro. Pequeñas montañas azul verdosas y bosques emergieron y volvieron a desaparecer, las olas golpeaban contra el barco y a veces la espuma subía hasta cubierta.

No, no llovía. Las gotas que de pronto cubrieron mis mejillas eran lágrimas. Era ahora cuando el dolor contenido estallaba. Pero me esforcé en que Dirtilos no me viera. Con toda seguridad se hubiera reído de mí como de un muchacho. Así pues, hice como si un insecto me hubiera entrado en el ojo, sequé mi cara con un pañuelo y me soné varias veces.

¡Qué pequeño se veía el puerto! Hombres y casas eran como pequeñas manchas. Un gusto amargo me subió a la boca. Una sacudida del barco nos hizo tambalear. Como el rayo frío de Poseidón me golpeó el rostro el agua fría. Una golondrina de mar pasó volando y se elevó luego hasta el cielo.

Me fui a la sombra que daba la vela, coloqué mi saco bajo la cabeza. El sol se elevaba cada vez más alto. Sobre el agua refulgía la luz. De nuevo las olas agitaban el barco.

Hacia mediodía el barco quedó tranquilo. Los remeros abandonaron sus puestos, pues un ligero viento arrastraba el barco. Algunos cantaron o contaban cosas de sus países y de las mujeres de allí, pues procedían de diversos lugares. Dirtilos estaba aparte y hablaba con Fonostro. Bordeaban la costa ática hacia el sur.

Vino el triarca y fue un signo de gran deferencia que se preocupara por el estado de mi salud. Originariamente Dimenoco era un aqueo de la región de Troya, pero los viajes por el mar Egeo le habían llevado a Rodas, donde poseía una gran casa. Observó mi tristeza y contó algo de sí mismo para hacerme olvidar las penas. Sin descanso navegó, de pueblo en pueblo, de país en país, recogió vino de las islas, pieles de Ciro, marfil de Libia, cereales de Egipto e incienso de Siria. Además, transportó madera de Creta, embarcó ganado de Megara o esclavos de Epidauro; cargó pescado en el Helesponto, almendras y nueces de Citera o frutos de Eubea. Dimenoco tenía cincuenta años, pero yo le hubiera puesto tranquilamente diez de más. El viento y el sol habían oscurecido su piel y habían surcado su cara con profundas arrugas.

El segundo hombre de a bordo era Fonostro. Tenía casi cuarenta años; era moreno y hablaba poco con la tripulación. Si dirigía la palabra a alguien era para dar órdenes. Muchas veces se ponía de puntillas, quizá con la esperanza de parecer más alto, pues realmente era muy pequeño; sin embargo, tenía gran experiencia en su trabajo.

Antidoro era el vigilante de los remeros. Era uno de los primeros en el trabajo. Su rostro estaba cruzado por una cicatriz, recuerdo de un combate con piratas, según me contó.

Lentamente descendió el sol por el horizonte, la primera tarde de nuestro viaje. Puesto que la noche prometía ser clara y tan sólo algunas pequeñas nubes cubrían de vez en cuando la luna, el triarca no buscó ninguna bahía, sino que continuó navegando a lo largo de la costa para aprovechar el viento favorable.

Nuestro barco marchaba incansablemente por encima de las olas. La espuma brillaba por encima de la sombra del mar. En la tierra se veían fuegos que parecían ojos brillantes. Junto al mar se veían rocas escarpadas que se adentraban en el mar, por ello Fonostro mandó que tomáramos otro rumbo más hacia adentro.

Intenté dormir. Junto a mí estaba Dirtilos, bajo la vela. Desde comienzos del viaje apenas habíamos cruzado diez palabras entre nosotros. El viento jugaba con mis cabellos, me azotaba el rostro y el eterno canto de las olas me arrulló, finalmente, para conciliar el sueño.

Al despertar era todavía de noche. La luna lucía en el cielo como medio disco. Dirtilos no dormía. Le vi inclinado sobre la borda. Miraba hacia oriente, donde estaba el continente. Me levanté y me puse a su lado. Dirtilos ni siquiera movió la cabeza.

—Estamos lejos de la patria —le dije—. Si sientes nostalgia, podemos conversar, pues en realidad nadie te obligó a hacer este viaje; fue Limón, tu mejor amigo, quien te lo pidió. No comprendo por qué lo hizo. Yo también hubiera podido embarcar sin ti y hallar mi camino.

Dirtilos parecía meditar. Tosió y esputó en el mar. Luego dijo:

—Hay muchas vías y caminos en el mundo, y algunos son duros de recorrer. Limón dijo que intuía que no llegarías a viejo. Sobre mi función como protector tuyo es mejor que no me preguntes, pues aquí me ves débil, junto al respirar del mar, pese a que las olas no se elevan ni siquiera dos pies. Pero deberías saber que la muerte nos aguarda a todos, del mismo modo que la vida existe.

Tras estas palabras su rostro se ensombreció y su cuerpo se inclinó. Dirtilos eructó fuerte, luego comenzó a vomitar. Yo sostuve su cabeza y él intentó desprenderse, pero de nuevo se sintió mal y dejó que le sostuviera.

Navegamos y navegamos, encontramos barcos que nos saludaron al igual que nosotros, pues los piratas incluso se acercan amablemente, bajo la máscara de barcos comerciantes para de pronto atacar y por sorpresa derrotar a la tripulación y hacerse con la carga del barco.

Sin embargo, cruzamos sin contratiempos la costa del sur, pasamos por delante de Ceos y al llegar a la isla Andros nos enfrentamos a una tormenta. Poseidón nos amenazó. Nunca hasta tal día había visto tantas preocupaciones. Dimenoco mandó plegar las velas y se esforzó en llevar el barco a una bahía, pero era ya demasiado tarde. Mientras la tripulación se ocupaba en hacer todo lo necesario, unas terribles nubes gris violáceas se acercaban por el horizonte y cubrieron la mitad del cielo.

Dirtilos y yo buscamos abrigo bajo el puente. Dimenoco ordenó que nos atáramos para que las olas no nos lanzaran al mar. Nuestros compañeros de viaje me ataron las rodillas. Dirtilos continuaba con los mareos. Por lo bajo murmuraba palabras incomprensibles mientras yo ataba una cuerda por sus caderas.

Las nubes amenazadoras tomaron proporciones gigantescas. Yo rogué a Alecto, que no conoce el descanso, y a Tisifona, la vengadora de los criminales, que persiguieran a mis hermanastros hasta que lograran darles el merecido castigo. Pero a la primera ventada mis palabras no lograron salir de la boca. El mar se convirtió en una montaña de cumbres coronadas de nieve que incansablemente chocaban entre sí, descendían, volvían a ascender y caían en las profundidades.

Fonostro, pese a su escasa estatura, lograba trabajar muy eficazmente. Sabía mantener la proa del barco al amparo del viento. Las nubes se nos acercaban como si quisieran chocar contra nosotros. El viento se estrellaba contra mis vestidos. Si no hubiera estado atado, con toda seguridad me hubiera lanzado al mar. El barco era sacudido por las olas y el agua inundaba su cubierta. Miré a Dirtilos. Tenía los ojos cerrados y el viento lo lanzaba, de un lado para otro como a un muerto.

Continuas olas nos zarandeaban de un lado a otro, éramos un juguete de las potencias que se reían de nuestra debilidad, del pobre pedazo de madera que era el barco y que, sin embargo, era lo único que podía protegernos. El centro de la tormenta pasó sin descargar sobre nosotros y despareció en dirección hacia Creta.

Un rayo iluminó el barco. Casi inmediatamente se oyó el trueno y luego cayó precipitadamente la lluvia en forma torrencial. El agua entraba en el barco por todas partes, por abajo, por arriba, por los lados.

Pero del mismo modo que había comenzado rápidamente, así desapareció de pronto la tormenta. Las nubes se deshicieron y apareció el sol en el cielo azul. Durante el temporal había refrescado, pero el calor del sol volvió a subir la temperatura. La tripulación se quitó los trajes empapados, desplegaron la vela y chapotearon en el agua que quedaba en la cubierta del barco.

En Andros nos quedamos sólo tres días. La población procedía en su mayor parte de Jonia y se dedicaban a cultivar limones, viñas y olivos. Dimenoco vendió vasos y ánforas decoradas, del Ática, o las cambió por frutos, verduras y cítricos. Renovamos nuestras provisiones de bebida, y Antídoro reparó algunos desperfectos causados en el barco por la tormenta. Muchos muchachos del barco buscaron mujeres, pero no se lograba ver ninguna, aparte de las que trabajaban en el puerto. Los precavidos pobladores de la isla guardaron sus hijas en las casas, pues sabían que de las tripulaciones de barcos extranjeros sólo se podía esperar que robaran mujeres, les hicieran violencia, les provocaran embarazos o enfermedades contagiosas.

Así pues, pronto volvimos a levar anclas y en siete días estuvimos en Tenos y Miconos. El triarca tenía la intención de navegar hacia Icaria y desde allí pensaba marchar a Mileto, pues allí podía procurarse osos que sabían bailar de modo admirable. También allí los comerciantes bebían con abundancia antes de comerciar. Luego Dimenoco quería marchar hacia el sur, pasando por Cnidos, e ir hacia su patria elegida, Rodas.

Dirtilos cada día estaba más sombrío. Ya en Andros, le rogué regresara. Pero se negó y dijo:

—Todavía no llegó mi tiempo. Limón tiene en mí a un buen amigo. Lo que prometí he de cumplirlo. La enfermedad que estropeó mi estómago la he pasado sin medicamentos ni cuidados especiales. Además, tampoco sé de barco alguno que marche hacia el Ática.

Yo me había habituado a su silencio. Así pues, le dejé en paz, al igual que él a mí, y conversaba preferentemente con Antídoro, que parecía ser un buen hombre, o con Dimenoco, el capitán. También Fonostro me contaba muchas aventuras.

Tales conversaciones me distraían; con el tiempo iba olvidando mis desgracias. Muchas veces intentaba hablar con los dioses, llamaba inútilmente a Zeus, Poseidón, Atenea y Hera, me quejaba de mi desgracia y les preguntaba cuál era mi delito por el que tanta desgracia caía sobre mí. Había infinidad de hombres que comían, bebían en paz y se alegraban de su vida, mientras inocentes como mis padres y Agneta debían sufrir un terrible destino como si hubiéramos provocado las iras del Eterno.

Muchas horas permanecía bajo la vela y pensaba en la belleza del paisaje de mi patria, donde los campos de olivo cubrían la tierra, el mar verde azul acariciaba las costas, o pensaba en los dioses que nos contemplaban, en el bien y en el mal, que permitían se castigara a justos e injustos, aunque me parecía eran los primeros los que más sufrían.

Detrás de nuestro barco llevábamos siempre un bote salvavidas. Dimenoco lo había comprado a un fenicio para que en caso de urgencia pudiera utilizarse para ir en busca de auxilio. También servía para guarecerse rápidamente en alguna bahía.

Cuando pasamos por Micono, Dirtilos estaba contemplando fijamente este bote. Me acerqué despacio, y él se asustó al advertir mi presencia como si le hubiera sorprendido haciendo algo censurable.

—¿En qué piensas? —le pregunté—. El bote salvavidas pertenece al capitán. Además no hay peligro para nuestras vidas. El cielo está tranquilo y las olas se estrellan con suavidad contra nuestro barco. ¡Oye una cosa! En Icaria podemos terminar nuestro viaje en común, pues he decidido vivir temporalmente allí. Puedes, pues, tranquilamente regresar e informar a Limón y a los míos.

No me respondió, continuó contemplando fijamente el bote.

—Deberías proteger tu cabeza del sol —le dije—. El sol quema mucho y a veces puede enloquecer a la gente. Si te parece bien, sacrificaré a Poseidón algún objeto de mi pertenencia para que no suceda ninguna desgracia.

Dirtilos me miró, pero su lengua no se movió.

—¿Todavía no ha llegado el tiempo de que me digas qué piensas? —le pregunté—. Nunca tuve un compañero como tú. Estás ahí, me contemplas como si esperaras que caiga muerto o me pase algo. Te llamas Dirtilos y eres amigo de Limón. Pero ¿en qué piensas?

—Deberías estar contento de no saberlo —me respondió por fin—. En lo que respecta a Limón, en una ocasión me salvó la vida. El jabalí que cazábamos estaba a punto de matarme y él con su lanza le alcanzó. Si estoy contigo es por su voluntad. No quieras saber más de mí, pues no pienso traicionar nada. Pero algo es, sin embargo, cierto: incluso el más incapaz puede alguna vez servir para algo, y si quieres hacer sacrificios haz únicamente lo que no puedas dejar de hacer.

Intenté sonreír, pero Dirtilos giró su cabeza. Como una sombra Micono quedaba tras nuestro. Ni siquiera el nadador más ejercitado podría alcanzar la costa. Dejé a Dirtilos con sus oscuras ideas que no alcanzaba a comprender, luego le vi pasear y mirar en su derredor como para comprobar que nadie le veía. Luego desapareció por las escaleras que llevaban al fondo del barco.

Por dos veces me desperté por la noche. Busqué con la mirada a mi compañero, pero su sitio estaba vacío. No se le veía, en alguna parte del barco debía estar solo, pues no creía que Dimenoco o cualquier otro tuviera ganas por la noche de entablar conversación. Pero poco me importaba lo que hiciera Dirtilos. Pronto debería regresar a Atenas, mientras se iniciaba mi estancia en país extranjero. A veces pensaba que hubiera sido mejor no haber seguido el consejo de Limón, haberme quedado con los míos y presentarme a mis hermanastros. Me había puesto de nuevo en mi lugar y había comenzado a dormir…

En estos momentos Dirtilos estaba en el fondo del barco. ¿Qué podía hacer allí? ¿Quizá se dedicaba a perseguir a las ratas? Tales animales abundaban en tales departamentos. Detrás de mí oí alguien que se acercaba. Salí de mi escondrijo y reconocí a Antídoro, el vigilante de los remeros. Levantó su brazo derecho y contestó al saludo. Su rostro era casi negro a causa del mucho sol que había tomado, tan sólo la herida se mantenía roja.

—Quisiera preguntarte algo, señor —me dijo—, si me lo permites. —Yo asentí y continuó—: Tu cara se cubre muchas veces de un velo de tristeza y en tus ojos leo la desgracia. Quizás es falso lo que sospecho, pero me parece que tienes miedo de tu compañero. Su cuerpo está sano, pero su mente parece que trama algo malo. Más de una vez le he visto en el fondo del barco. No es que yo pensara nada malo, pero siempre que le pregunté qué hacía allí, contestaba con frases absurdas y parecía confuso.

En su voz se percibía la preocupación, pues Antídoro era el capitán y responsable de todo cuanto sucediera bajo cubierta. Pero sus asuntos no eran los míos. Yo me encogí de hombros y dije:

—Mi pena nada tiene que ver con Dirtilos ni con lo que su mente trame. Tampoco le rogué que embarcara conmigo. Si actúa en contra del reglamento del barco, díselo a Dimenoco. El podrá exigirle que actúe correctamente.

Antídoro inclinó su cabeza.

—Perdona, señor, si te he molestado. Soy hombre de mar y conozco todas las tablas de este barco. Las cicatrices de mi cuerpo las hicieron piratas. A veces sucede que esa gente tiene amigos. Por ello sospeché que tu compañero era uno de ellos y sólo esperaba el momento favorable en alguna bahía para hacerles señal para que piratas armados nos atacaran. Pero cuando miro tus ojos, señor, no veo en ellos falsedad alguna.

Era la primera vez desde que embarqué que volvía a reír de nuevo. ¡Dirtilos un aliado de los piratas! Luego se lo diría, quizás esto lograra disipar su malhumor. A Antídoro le dije:

—Puedes estar tranquilo, a Dirtilos no le preocupa el viaje del barco. Si hace algo que no logres comprender, es mejor que no te preocupes, pues es hombre noble, de la mejor estirpe y nunca hará nada prohibido.

Antídoro movió la cabeza. También yo oí algo extraño. Cuatro o cinco golpes oscuros resonaron. Se oía picar en el fondo del barco. Durante un rato reinó de nuevo el silencio, luego se repitieron los golpes.

El hombre me miró seriamente. Sus ojos manifestaban preocupación.

—Tu compañero, señor, está abajo y nadie sabe qué es lo que está haciendo.

Fuera de sí, se lanzó por las escaleras, que conducían a los sótanos. ¿Dónde estaba Dimenoco? Busqué al triarca con la mirada, pero por lo visto debía estar durmiendo. Así, pues, me encogí de hombros y dejé que Antídoro se ocupara del asunto.

En el mismo instante, de las profundidades del barco subió un grito ronco, al que siguieron voces de los remeros. Parecía que alguien estuviera peleándose. Tuve un sentimiento de intranquilidad. ¿Estaría realmente loco Dirtilos?

Una voz de hombre pidió auxilio, otra gritó de dolor. Antídoro gritó:

—¡Cogedle!

Me levanté rápidamente y descendí por las escaleras. Un hombre con un hacha ensangrentada subía por las escaleras. En las sombras reconocí a Dirtilos. Su cara parecía la de un loco. Tras él iban otros gritando como si hubieran visto a un fantasma.

Le grité una advertencia. Era ya demasiado tarde. Dirtilos atacaba a un hombre con su hacha, le golpeó por la espalda y se la hundió en el cuerpo.

—¡Dirtilos! —grité. Lo terrible de su acto paralizó mis piernas—. ¡Dirtilos! —grité de nuevo—. ¡Loco!

Subió los tres últimos peldaños, tosió y blandió el hacha. Vi algo terrible en su mirada al acercárseme. Su brazo y sus ropas estaban cubiertos de sangre. En sus ojos brillaba la muerte. Corrí, tan rápido como pude, junto a algunos remeros que habían acudido.

Pero Dirtilos no me persiguió. Marchó hacia adelante, como llevado por la furia, trepó por el puente de popa, se lanzó por el puente de estribor, donde Fonostro con un grito de terror huyó, y balanceándose en la popa se apoyó en la barandilla.

El hacha brillaba en el sol. Por dos o tres veces Dirtilos golpeó y cortó la cuerda que sujetaba el bote de salvamento de nuestro barco. Todavía junto a los demás me acerqué al puente de popa por ver qué pasaba entonces. Dimenoco apareció también. Yo veía mejor lo que pasaba desde mi sitio, pues el triarca estaba a mi lado. Dirtilos se enredó con el hacha y sin querer se la hundió él mismo en la espalda antes de lanzarse al bote de salvamento. Dio un salto al agua a la vez que profería un grito.

El capitán gritó algo. Yo no oí qué decía y me lancé junto con Fonostro. Dirtilos estaba junto al bote de salvamento, dentro del agua. Al saltar se había dado un golpe en los hombros contra la madera. Parecía haber perdido el sentido y estar herido, pues no lograba entrar en la barca. Se agarraba con una mano al bote.

Yo quería ir en su busca, pero Dimenoco me lo impedía. Algunos hombres de la tripulación pedían que plegáramos las velas, pues, para poder alcanzar el bote de salvamento, debíamos bogar en contra del viento.

Antídoro subió por las escaleras. Su rostro estaba congestionado. Tenía señales de haber sido atacado con un hacha. Con voz angustiada dijo que el barco estaba en peligro.

—¡El barco está perdido! —gritó—. Entra agua. Hay un boquete en el fondo. Este loco, noche tras noche, se ha dedicado con un puñal a hacer un boquete. Hoy con el hacha ha terminado su obra preparada desde hace mucho tiempo.

Junto con Dimenoco y otros hombres bajé por las escaleras. Todo el fondo del barco estaba inundado. El agua cubría la parte del centro que estaba más abombada. Los hombres fueron en busca de antorchas, pues allí estaba oscuro. El agua se veía oscura por todas partes menos por una, donde entraba en el barco como si fuera una fuente.

Un hombre gritó aterrorizado. Cayó al agua por el espanto. Se quejaba y juraba a los dioses reformar su vida. También decía que nunca más engañaría a su mujer y respetaría siempre en el futuro a su padre.

Dimenoco lanzó una indignada mirada en derredor, dio una bofetada al hombre que había perdido el control de los nervios y pidió que le trajeran sacos de arena, estopa y placas de madera para tapar el agujero.

—Si trabajamos todos coordinadamente, fácilmente lograremos taparlo —dijo—. He visto agujeros mucho más grandes. Como vosotros sabéis, todavía vivo hoy y jamás perdí un barco.

Los marinos se dispersaron rápidamente para cumplir las órdenes del capitán. Dimenoco rió y dijo que Dirtilos era tonto.

—Con este boquete llegaremos hasta Mileto. Me podéis matar si miento, pues en realidad tengo yo más que perder que todos vosotros. Pero al culpable le castigaremos, si es que vive todavía.

Esto llevó mi pensamiento de nuevo a Dirtilos.

—¿Creíste quizás en un principio que yo apoyaba a mi compañero y también quería huir? —le dije al capitán mientras éste trabajaba.

—En un principio me sentía confuso, pero sé que tienes poco de común con él. Ve fuera y preocúpate de él para que podamos cogerle vivo. Sabremos por fin la verdad, pues de lo contrario le arrancaré la lengua.

Ordenó a los hombres que formaran una larga fila para que con la mayor rapidez le entregaran el material para tapar el boquete.

Yo subí de nuevo a cubierta. Antídoro estaba sentado sobre un montón de cuerdas. El hombre que Dirtilos había atacado estaba colocado en un lado.

El bote de salvamento estaba cada vez más lejos. Si nuestra marcha continuaba en la misma dirección, no lograríamos alcanzarlo. Le dije a Fonostro que el capitán había mandado conservar a Dirtilos. El timonero dio vuelta al timón hacia la derecha. El bote de salvamento estaba ya más cerca nuestro. A Dirtilos no se le divisaba.

Me quité las ropas y salté por la borda al mar. Mi cuerpo sintió frío y mis pulmones pedían aire. Por fin salí de nuevo a la superficie del agua. Mi corazón daba sangre a mis venas y por fin logré ver el bote.

Lo que desde la borda parecían aguas tranquilas tenía dentro del agua aspecto distinto. Pequeñas olas me impedían constantemente ver de nuevo al bote. Me orienté por el barco y nadé en la dirección que suponía correcta. Yo era, por suerte, un buen nadador. Cuando creía apenas haber nadado la mitad del camino una ola me lanzó contra la madera del bote.

Estuve a punto de perder el conocimiento. Mis ojos vieron cosas inexistentes y mis oídos oían ruidos imaginarios. Alguien gritaba. Oí la voz de Agneta y su rubio cabello disuelto en el agua. Sus labios se abrían como si quisiera sonreírme. Luego desapareció. Quería gritarle algo y abrí la boca, una bocanada de agua penetró en ella. Escupí el agua salada y sentí sobre mí el bote de salvamento como un pez enorme. Una suave brisa arrastraba el bote hacia el oeste.

Por fin logré echar toda el agua de la boca. La cabeza me daba vueltas. Oía sonar flautas y timbales. Luchando por conseguir aire, logré en un impulso sacar el pecho del agua, tosí y logré inspirar aire.

Pude colocarme en postura horizontal sobre el agua y tras un momento de descanso me sentí de nuevo capaz de acercarme al bote de salvamento. Por uno de los lados no se divisaba nada. Nadé por el otro y vi cómo Dirtilos se hundía en el agua.

Aspiré, pues, aire, me sumergí y logré coger a Dirtilos por el pelo. Mientras le sostenía con mi mano izquierda, con la derecha me agarré al bote y con un gran impulso logré elevarme. No fue fácil arrastrar al cuerpo inánime. Pero por fin Dirtilos estuvo junto a mí.

Dimenoco había mantenido su palabra. El barco estaba salvado, el boquete tapado. Había clavado placas y las hendiduras las había cubierto. Durante todo un día la tripulación estuvo empleada en quitar agua del barco. Pero nuestro viaje continuó.

Dirtilos vivía. El triarca tenía nociones de medicina. Con un cuchillo incandescente había separado el hacha y había curado su herida con agua salada.

—Volverá a la vida —dijo Dimenoco—, pero sólo para dar explicaciones sobre sus actos. No estoy seguro de si mañana respirará todavía. He visto muchos heridos, pero éste me parece más cerca de la muerte que ninguno.

Dirtilos recuperó la conciencia por algunos instantes. Gritó. Pese a que tres hombres le sostenían, se incorporó. Sus ojos estaban petrificados, parecía que me buscara. Una corriente fría me recorrió la espalda. De nuevo cayó en la inconsciencia.

Durante toda la noche estuve junto a él y enfrié su frente con trapos húmedos. A veces susurraba algo, prácticamente imperceptible. Yo humedecía sus labios con una esponja y lo acostaba de nuevo cuando a causa de la fiebre se incorporaba.

Antídoro apareció con la cabeza vendada. Ahora tenía otra cicatriz, y si no hubiera vigilado yo al lado de Dirtilos, con toda seguridad le hubiera matado, tal era su odio.

El triarca se comportó muy razonablemente.

—Los dioses no permitieron que tu compañero nos abandonara —dijo—. Todos nosotros sabemos muy poco, por no decir nada, de cuanto ha sucedido. Precisamente tal ignorancia es lo que nos diferencia de los dioses y demuestra que somos hombres. No siempre nuestros actos están escritos en nuestra frente. Sin embargo, yo desconfié en un principio de los ojos de tu compañero y en cambio vi claro en los tuyos, Tamburas, en que se lee que eres joven y apasionado, pero hombre de bien. Pero en lo que respecta a él sus actos han de responder a una causa. Cuídale bien para que pueda explicárnoslo todo, pues ha ocasionado graves daños a mi barco, ha herido a Antídoro y ha matado a un hombre.

Yo asentí, pues lo que decía el capitán demostraba su comprensión.

—Eres un hombre razonable y justo —le dije—. Mi situación frente a ti es difícil en estos momentos. Desgraciadamente no puedo en estos momentos recompensarte de todos los daños ocasionados, pero todo cuanto pertenece a Dirtilos, además de mi dinero, habrá de servir para recompensar a la viuda del muerto. Antídoro puede tomar las armas de mi compañero. Por ahora no puedo hacer más.

Dimenoco asintió y manifestó su acuerdo.

—En cuanto subisteis al barco y vi a tu compañero por primera vez, tuve un desagradable presentimiento. Aquel hombre orgulloso y rico que os trajo puede ser un buen amigo tuyo, pero éste que está aquí no me miró nunca a los ojos. Todo indicaba que las cosas no estaban claras. De ello sacaré una enseñanza y quizás en lo sucesivo permanezca en mi patria para descansar, pues ya acumulé muchas riquezas. Cuando un león se hace viejo ha de dejar que los jóvenes sean los que luchen. Dos de mis hijos son ya mayores. Si ellos quieren, pueden proseguir mi obra. Por mi parte, yo me dedicaré a gozar de la vida y las mujeres, cuidaré mi cuerpo y sacrificaré en el templo a los dioses que durante tanto tiempo vienen protegiéndome.

Suspiró y su mirada se extendió hacia el horizonte.

—Pero nuestro viaje todavía no ha terminado. Hay que precaverse de no querer predecir los hechos, pues muchas veces las cosas suceden en contra de nuestros deseos. El hombre no domina su futuro, sino que son las moiras las que lo fijan.

Dimenoco tenía una gran arca de madera. Allí depositó todo mi dinero y las monedas de oro y de plata de Dirtilos. A la tripulación repartió vino en abundancia y una porción de carne extra; habló con todos y alabó su trabajo, pese a que en realidad había sido él solo el que había salvado el barco.

A la mañana siguiente la fiebre de mi compañero aumentó. Su cara y su cuerpo estaban empapados de sudor. A causa de su herida en la espalda había de permanecer echado sobre su vientre. Para que no se ahogara —muchas veces vomitaba sangre— yo sostenía su cabeza y le secaba con una esponja la boca y le daba a beber jugo de limón.

La herida en su espalda sangraba de nuevo. Dirtilos estaba intranquilo; se movía sin cesar, temblaba. Su rostro parecía el de un niño. Pensé en nuestro primer encuentro. Entonces en Falero era fuerte y orgulloso y casi tan imponente como Limón. ¿Qué quedaba ahora de él?

Cuando el sol se elevó en el mar su respiración se hizo jadeante. Tosía y movía los brazos como si luchara con un enemigo invisible. Luego se mantuvo tranquilo. Vi cómo sus ojos se abrían. Mis manos sostenían su nuca. Sus músculos se endurecieron. ¿Me veía, me reconocía?

—Oye —dijo de pronto—. Oíd todos. Quiero… Tamburas… Limón ha… Limón ha…

Fueron sus últimas palabras. Lentamente, interminablemente su cabeza se inclinó, los músculos se hicieron fláccidos y la mirada se fue de sus ojos. Dejó de respirar. Dirtilos estaba muerto.

Cuando el capitán despertó visitó a mi compañero. Dimenoco dijo:

—No pudo decirnos su secreto. Quizá no tenía ninguno, y simplemente había enloquecido.

Mandó que pusieran el cadáver en un saco y cuatro hombres lo echaron al mar, junto con piedras atadas al saco. Sacrifiqué a Poseidón una parte de mis provisiones para que recibiera a Dirtilos con clemencia.

Estaba muy cansado y muchas ideas se agolpaban en mi mente. Pensaba en Pisístrato, que era mi padre, en Agneta, a la que amaba y hube de abandonar, en mis hermanastros que amenazaban mi vida y en Dirtilos, al que los dioses se llevaron.

En la noche contemplé las estrellas y rogué a los dioses que dieran fin a mis desgracias, pero una de las estrellas iluminaba con tanta luz que me sentí incapaz de continuar mi ruego. Terminé por cerrar los ojos. Antes de dormirme me vinieron a la mente las palabras de despedida de Gemmanos, su advertencia de no oponerme a la voluntad divina y someterme a sus designios. Pues nosotros, hombres, no podemos comprender los caminos que los dioses nos envían.

Era el noveno día de nuestro viaje. Vimos un barco que se acercaba. Era un barco grande con ciento setenta remeros, de los cuales sesenta y dos estaban en la parte superior y los demás ocupaban en hileras de cincuenta y cuatro remeros las filas laterales.

Hacía mucho viento y el gran barco bogaba por las aguas rápidamente. Yo estaba junto a Dimenoco y divisamos los marinos de guerra en la borda del barco que se acercaba, algo así como treinta o cuarenta. Sus corazas brillaban. Las partes laterales del barco estaban protegidas por planchas de cobre.

—Un barco de Polícrates —dijo Dimenoco, y sus labios palidecieron.

Dijo que esto era terrible, peor que si hubiéramos encontrado a piratas normales, cuyos barcos no son tan grandes y con el nuestro hubiéramos logrado huir.

—¿Es, pues, Polícrates más peligroso que un pirata? —pregunté asombrado.

—Posee la más potente y veloz flota que existe —me explicó el triarca, preocupado— y sus soldados son los peores y más desalmados. Sus barcos se reconocen por la vela negra. Polícrates posee cientos de tales barcos y su riqueza es famosa en el mundo, su procedencia originaria es la piratería, pues qué es sino robo cuanto se acerca a los barcos que encuentra y les exige un tributo. Si un capitán se niega a dárselo, le hunde el barco o mata a todos sus hombres.

—He oído hablar muchas veces de Polícrates —dije—, pero nunca sospeché que fuera algo tan terrible.

—Terrible o no —dijo Dimenoco—, en su país impone el orden. Pero hace de la justicia un asunto de su capricho, lo cual a mí no me place. Si nos alcanzan, diré que vamos de camino hacia su isla para tratar con ellos. Pero antes procuraré evitar el encuentro.

Llamó a Antídoro, al que por lo visto la herida en la cabeza ya no preocupaba, y le dio órdenes. Éste las trasmitió a su vez y los remeros apresuraron el ritmo. Fonostro, sobre el puente, desplegaba gran actividad. Esta vez todo su arte de poco le valía, sólo podía dirigir el barco hacia adelante.

Cincuenta remeros, con muy poco viento, en lucha contra ciento setenta, era una competición muy desigual. El gran barco describió un ángulo de noventa grados y llegó cerca de nosotros. Los remeros, sudados, brillaban ante el sol. Pese a que aquel barco era grande y largo, se deslizaba muy bien en la superficie del agua. Muy pronto pudimos distinguir los guerreros en su cubierta. Gritaban amenazadores y blandían sus armas.

Dimenoco y algunos hombres de nuestra tripulación se apresuraron de un lado para otro y colocaron armas junto a los remeros. Así pues, también yo tomé las mías y me coloqué junto al capitán y dije:

—Si luchamos, quiero estar a tu lado e intentar hacer todo lo que esté a mi alcance.

El triarca arrugó la frente:

—Ya ves que llevaba razón al decir que no se puede hablar del futuro. Si nos vemos obligados a luchar, sucumbiremos. Por ello es mejor que tan sólo mostremos nuestras armas para causar impresión y exigir se nos respete. Pero si la lucha llega, estamos perdidos, pues los mercenarios de Polícrates no dejan a nadie con vida; incluso a los heridos los rematan. Pero aguardemos.

En la parte delantera del barco de guerra, que navegaba ahora junto al nuestro, había un hombre con una barba roja, que sostenía en su mano una coraza. Sacó su arco y lanzó una flecha contra nuestro barco.

—Esto es una advertencia y ya ves lo fuertes y peligrosos que parecen los mercenarios —dijo Dimenoco—. Debemos plegar nuestra vela y escuchar lo que nos digan, pues de lo contrario fácilmente pueden hundir nuestro barco.

La vela se plegó y los remeros abandonaron sus remos y tomaron las armas.

En el barco de guerra los preparativos tenían el aspecto de fiesta. Nuestros remeros se colocaron juntos en cubierta. Ya se podía ver claramente el rostro de los hombres en la cubierta del otro barco. Mientras los remeros preparaban también allí sus armas, algunos hombres tensaban sus arcos y lanzaron a la vez varias flechas contra nuestro mástil. El barbudo rió en voz alta.

Como siempre antes de iniciar una batalla me sentía mal. Los guerreros del barco contrario presentaban un aspecto de desafío, en especial el hombre de la barba pelirroja. Nuestros barcos se aproximaron tanto que se rozaron casi. Ataron nuestro barco al suyo. Y como una horda los mercenarios se lanzaron sobre nuestro barco.

Al frente de todos ellos iba el hombre de la barba pelirroja. En su mano izquierda sostenía una coraza de madera, en su derecha llevaba una espada corta que para la lucha cuerpo a cuerpo le podía servir mejor que una larga.

Yo continuaba junto a Dimenoco, detrás nuestro estaban Antídoro y Fonostro, el timonero. Quedaban pocos pasos entre nosotros y los que nos asaltaban. Así pues, levanté mi espada y calculé qué parte del cuerpo del hombre barbudo quedaba al descubierto, pero Dimenoco me cogió del brazo y dijo:

—Domínate, puede costarnos la vida.

Poco antes de llegar hasta nosotros la muchedumbre se detuvo. Mi espada descendió. El barbudo reía y me contemplaba con desprecio. Era más alto y fuerte que el mismo Limón. Su rostro era ancho, la piel enrojecida y llena de manchas amarillas. Bajo su frente brillaban los ojos azules de mirada irónica. Sus piernas eran robustas, en sus hombros y brazos se veían fuertes músculos, parecidos a los que en Atenas había visto a los atletas.

—¿Querías luchar contra mí? —me preguntó divertido, pero no me dejé impresionar, pues sus ojos se mantenían fríos. Tenía un acento extraño que recordaba a las gentes del norte—. Vuestro barco es pequeño y tenéis poca gente para luchar. Por lo visto, eres un comediante o quizá tu arrojo es tan grande que te atreviste a amenazar. Me llaman Olov, el navegante. Te aconsejo que no vuelvas a incitarme, pues de lo contrario, sentirás el filo de mi espada sobre tu cuerpo y tu cadáver será echado a los peces.

Una fuerza interior contra la que nada podía hacer me hizo responder:

—Todo perro ladra a otro cuando no le conoce. ¿Por qué no procuras antes saber con quién estás hablando? Tu estatura y tus músculos no me asustan. Si crees que con tus armas eres más fuerte que nosotros y puedes hacer injusticias, hazlas y pronto.

Primero su rostro reflejó la sorpresa —noté que Dimenoco me hacía señas para recomendarme la calma—, luego se puso a reír.

—¿Eres el capitán, ya que te permites hablar en este tono? Si es así, te pido un tributo que pueda enmudecer tu lengua.

Dimenoco intervino:

—Yo soy el capitán del barco y de la tripulación. Yo sé que vosotros no pretendéis nada malo, pero este muchacho es de Ática y las costumbres del mar le son desconocidas. No comprendo que Tamburas se atreva a provocarte. Yo sí oí hablar de ti. No todo fue bueno lo que de ti contaban. Pero a quien se aviene a negociar, según dijeron, sabes respetarle como merece. Así pues, ten también con nosotros benevolencia y especialmente con éste.

El barbudo le miró complacido.

—Si eres el capitán, hablemos. Pero este muchacho que está junto a ti incita mi curiosidad. ¿Dijiste que viene del Ática? Está bien, ya veremos. —Dio unos pasos hacia mí y me contempló como a una pieza de ganado—. Está bien el muchacho. Tiene una nariz muy bien formada, distinta por completo de la mía, y pelo de oro.

Al decir esto se puso a reír y los demás le corearon.

Hubo una pausa.

—Su rostro es fino y firme —continuó Olov—, pero es bien masculino y no como el de una muchacha. Parece que la luz surja de su piel, que parece de alabastro. Si no me engaño, mi señor de Samos tiene muy buen gusto. En su corte se desenvuelven muchos efebos, pero ninguno me parece tan bello como éste. Sus miembros, por lo que puedo adivinar, tienen las medidas perfectas… Pero no temas —me dijo con amabilidad—, no te convertirás en un instrumento de placer, pues Polícrates gusta de muchachos muy jóvenes y tú eres ya demasiado mayor. Pero a él le gusta rodearse de gente de buen aspecto. Así pues, te llevaré conmigo a Samos y ello no debe causarte enojo, pues quizá llegues a ascender mucho en la corte; posiblemente más alto que yo, pues soy un individuo odioso que tan sólo se emplea para la lucha.

Este siervo se atrevía a proponerme perder mi condición de hombre libre, a mí, al hijo del hombre más poderoso e inteligente de Atenas, y quería regalarme a Polícrates como a un objeto. Pese a que la indignación ardía en mí, logré contenerme y decirle:

—No tan sólo eres odioso sino también tonto. ¿Cómo si no podrías creer que voy a seguirte como un cordero? Si quieres conseguir algo para tu Polícrates, ven y tómalo. Pero no va a serte fácil, pues ya podría haberte matado.

Tras estas palabras levanté mi espada y me planté frente a él con tal impulso que se retiró asustado. Al retirarse descubrió su pecho y yo hubiera podido hundirle la espada. Pero rápidamente volvió a cubrirse con la coraza. Del barco suyo se oían voces de indignación. Más de cien arqueros dispusieron sus flechas para dispararlas sobre mí.

El pelirrojo levantó el brazo para impedirlo y la gente se detuvo.

—He dicho que lo quiero vivo y nadie podrá impedirlo.

—¿Es que no cuentas conmigo? —le dije irónico.

Comprendí que sentía asombro y vi cómo su mirada me medía de pies a cabeza. No podía comprender que tuviera tanta sangre fría. Pero luego dijo:

—Desde luego ya veo que tendré que luchar contra ti. Si no estás loco, tienes realmente valentía. Esto es algo que a mí me impresiona. Según veo, tienes espada. Tómala, pues, y defiéndete. Pero primero te advierto que deseo llevarte a mi dueño sin heridas y que por tanto lo único que haré es desarmarte. Esto no tardaré mucho en lograrlo. Pero luego, has de saberlo, te daré una paliza en las nalgas, para que no vuelvas nunca a atreverte a irritar la ira de alguien como yo.

El pelirrojo hizo una seña con la mano. Inmediatamente cesó el ruido de la gente. Todos se hicieron respetuosamente hacia un lado para dejar sitio, luego todos gritaron en coro:

—Quiere darle una paliza en el trasero.

Dimenoco, Fonostro y Antídoro fueron separados de mi lado, pero el triarca me dijo algunas palabras rápidamente en el oído:

—Entrégate, Tamburas. Puedes ser valiente, pero tu valentía nada podrá contra su fuerza. Ahórrate, pues, la vergüenza.

No pude replicarle, pues uno de los piratas nos separó. Por ello en lugar de respuesta levanté mi escudo y me dispuse a la lucha. Mi escudo era de piel por la parte interna, por donde yo lo cogía. Los ángulos estaban recubiertos de metal y en el centro tenía una púa. El de Olov, por el contrario, como ya dije, era de madera y estaba adornado con piel.

—No te entretengas con los preparativos —le dije—, no creo que pretendas todavía llamar en tu ayuda a los dioses. Muestra pues que tienes tanto fuego en tu espada como en tu barba. También yo te prometo respetarte y no herirte si es posible. Pero si eres vencido, cortaré tu cabeza y limpiaré mi espada con tus cabellos, pues el rojo es un color que me gusta y le va bien a mi espada. Pero antes saca tu espada, pues de lo contrario podrías decir que te gané con medios ilícitos.

Olov gruñó de indignación. Hizo seña y un hombre acudió a sacarle la espada. La gente nos miraba con los rostros contraídos.

A mi alrededor y junto a Olov se formó un muro de gente. Yo me hice hacia un lado y todo sucedió como una serie de imágenes encadenadas, con enorme rapidez. Olov me atacó. Sus movimientos eran mucho más rápidos de lo que había imaginado y por poco me derriba al primer asalto.

Su espada chocó contra mi escudo. Se sintió defraudado e incluso quizá desanimado, pues dejé que mi espada colgara de la mano como si no necesitara de ella. Hice avanzar mi escudo para atacar su madera con la púa del mismo y encadenar de tal modo ambos escudos, pero supo reaccionar con rapidez y separó el suyo.

Entre los espectadores el rumor subía de tono. Casi todos esperaban que Olov me derribara al primer ataque y no podían ocultar su sorpresa. Ese rumor excitó al pelirrojo y le hizo atacar salvajemente. Levantó su escudo como para proteger su cuello, hizo ver que iba a atacar mis piernas y de pronto descargó sus golpes contra mi pecho, pero pude protegerme y dieron en el escudo, donde resonaron como si fuera a romperse. Yo me sentí lanzado hacia atrás, me tambaleé y por poco caí de espaldas.

En lugar de aprovechar el descuido, Olov aguardó a que me recuperara. Manifestaba respeto hacia mí o quizá temía un golpe por sorpresa, pues yo sonreía al rechazarle. Mi espada continuaba con la punta hacia abajo. Ello le irritaba y le hacía precaverse por el momento.

—¿Crees todavía que vas a poder azotarme en las nalgas? —le pregunté.

Los piratas murmuraron descontentos, pero la gente de mi barco rió y aplaudió contenta.

—Dura algo más de lo que creía —dijo Olov y frunció la frente—. Tal como te dije, no quiero herirte. Pero no rías tan pronto, pues no hemos hecho sino comenzar.

Gritó fuerte para acobardarme, levantó el brazo en que tenía el escudo y se lanzó sobre mí. Esta vez ataqué rápido como el rayo y en la forma como había aprendido en las clases. Quería alcanzar el escudo de Olov y dividirlo por la parte superior, pero en el último momento su arma se interpuso y mi espada recibió un golpe.

Ahora el pelirrojo desplegaba sus reservas. Por una vez, por dos veces la espada me atacó. Los golpes fueron tan duros y potentes que mi escudo se vio sacudido y temí que me rompieran algún hueso.

Pude parar sus ataques y lograba escaparme gracias a mi agilidad, que era superior a la suya, de modo que muchas veces su espada daba golpes al aire sin hallar objeto donde atacar. Pero paso a paso logró situarme en frente suyo.

Apretó con un movimiento diestro su escudo contra el mío, de modo que la púa del mío penetró en la piel del suyo; entonces me atacó con el otro brazo para echarme al suelo.

Por suerte logré desprender la púa de su escudo y huir hacia un lado; en cambio, Olov cayó sobre su espalda, aunque rápidamente se puso de nuevo en pie. Mientras su gente guardaba silencio, la mía manifestaba su entusiasmo y alegría.

—Pero ¿qué buscas por los suelos, barba roja? —le pregunté jadeando, pues la lucha me costaba mucho esfuerzo—. Nadie te pidió que te echaras al suelo frente a mí.

Estas irónicas palabras excitaron su enojo. Sus ojos reflejaron de nuevo la ira. En estos momentos parecía resultarle indiferente si me hería o no. En todo caso quería vencer y terminar la lucha. Se lanzó de nuevo contra mí y esta nueva lucha resultaba más dura, pues su espada daba golpes contra mi escudo y los repetía con gran rapidez de modo que casi no lograba seguir sus golpes para impedir que penetraran en mi cuerpo.

La gente manifestaba inquietud. Estábamos junto al mástil. Me sentía acosado, y ante sus potentes golpes pensaba que por suerte mi escudo era de metal, pues uno de madera hubiera estado ya roto.

Desesperado, hice un último intento, me di la vuelta y procuré atacarle en la cabeza. Pero al hacerlo así hallé su escudo, lo que permitió que volviera a atacarme. Olov veía ya su triunfo, pues yo estaba junto al mástil. Pero le engañé, bajé mi escudo como si temiera que me atacara por las piernas, mientras Olov en realidad intentaba dirigir su espada hacia mi cabeza. Exactamente eso había previsto yo. El cielo tenía un azul intenso y algunos pájaros lo cruzaban. Ahora llegaba el fin de la lucha. Su espada era como un rayo. Yo me incliné como el buey ante un golpe, me dejé caer y di un golpe con mi espada a la suya, de modo que se clavó en el mástil.

Como un borracho me puse de nuevo en pie y vi los ojos de Olov que reflejaban el asombro; dirigí mi escudo contra el suyo. El pelirrojo retrocedió, su espada estaba clavada en la madera del mástil. Con nuestros escudos pegados dimos algunos pasos por cubierta. Hice girar la espada. El espanto se reflejaba en sus ojos. Las venas de su cuello se hincharon por el esfuerzo y mientras nuestros escudos, unidos por mi púa, parecían indisolublemente juntos, me arrastró hasta el punto de que mis pies perdieron el suelo.

Yo solté mi escudo y rodé por el suelo como una pelota hasta el mástil. Gritó de alegría. Rápidamente separó los escudos y lanzó el mío al suelo.

Entre él y el mástil, con la espada clavada, estaba yo con mi espada en la mano. El rostro de Olov se tornó rojo, cada vez más rojo. Cogió su escudo con ambas manos y corrió hacia mí como un río que lanza sus aguas contra la roca. Veía la muerte ante sí y a la vez la ignominia. Sus ojos se hicieron redondos como pequeñas esferas. Salvajemente levantó sus brazos y agitó su escudo sobre mi cabeza. Pero yo sostuve mi arma con ambos puños y ya no procuré engañarle con mis ataques. Mi espada se agitó en el aire. Alcanzó al escudo por la parte superior y lo partió en dos mitades.

Gritos de admiración resonaron en el barco. Olov se quedó como paralizado. Luego se adelantó hacia mí lentamente, hacia mi espada.

—¡Estáte quieto! —grité con voz apagada, pero que resonó claramente en el silencio.

Entre sus brazos en alto vi el rostro asombrado de alguien de nuestra tripulación. Mi espada rozó su cuello sin herirle.

Pese a que no quería, le dije:

—¿Quién dará una paliza a quién?

Fueron mis últimas palabras, pues de pronto sentí la noche en mí. Con un ruido terrible algo cayó en mi cabeza. Vi en el cielo una estrella y mi cabeza sintió el vacío, me sentí sumido en las tinieblas sin fondo. Caía, caía, caía…

Continuaba preocupado con mis pensamientos, que nada me aclaraban. El presente y el futuro me quedaban ocultos por un velo; me sentí dentro del pasado. Pero de nuevo olvidaba a qué esperaba y por qué. Vi pasar el rostro de Agneta. Bebía vino dulce. Algo apretaba mi espalda y abrí los ojos.

Vi sólo una sombra. Estaba en aquel barco de guerra con un montón de cuerdas bajo mi cabeza. Un rostro redondo como la luna apareció ante mí. Luego desapareció y yo suspiré.

—Bebe, bebe. —Sentí la copa en mi boca—. El cráneo no está roto —oí decir a la misma voz.

Intenté incorporarme para mirar a Olov, pero en mi cabeza oía sonar miles de flautas. Las tinieblas volvieron a echar su cortina. Mis ojos se habían cerrado de nuevo.

—Parece un cadáver —dijo Olov.

—Tan sólo lo parece —respondió aquella voz—. Déjale dormir. La herida le dolerá algunos días todavía, luego se curará.

De nuevo las sombras parecían invadir mi mente y sentí un lino húmedo que agudizaba mi dolor. Me sentí caer en el sueño.

Cuando desperté por la tarde hacía viento. Alguien me había tapado. El mar se agitaba frente a la bahía. El barco estaba detenido por el ancla. De pronto mis ideas se aclararon. No estaba en el barco de Dimenoco, sino en el de Olov. Un muchacho frente a mí, probablemente un guardián, gritó un nombre.

No tardó mucho rato en aparecer aquel rostro de luna. Tenía una cara redonda.

—Me llamo Erifelos —dijo— y en tus ojos comprendo que me entiendes. Un golpe con la espada horizontal te sacudió la cabeza. Quedaste como muerto, pero cuando te visité pude comprobar que tu cráneo está a salvo.

—Nuestro fin lo fijan los dioses —dije con voz débil—. Te llamas Erifelos. ¿Eres médico?

Sus ojos se hicieron dulces.

—Lo soy y no lo soy. Fui esclavo junto a un terapeuta que servía a los dioses e incluso curaba a gentes pobres. Antes de morir (terminó pobre, pues no pedía mucho por su ciencia) me liberó. Pero, puesto que le ayudé en muchas ocasiones, sé mucho de su arte. Ahora ya sabes acerca de mí, pues también sé yo algo de ti, ya que seguí atentamente la lucha.

—¿Por qué estoy aquí? ¿No vencí honrosamente a Olov?

El hombre que se llamaba Erifelos movió su cabeza.

—Según tengo entendido, el capitán nada te prometió. Tú debías antes haber exigido un trato. Es un individuo terrible y todos le temen, pero ante tantos espectadores con toda seguridad no hubiera roto su promesa.

—Así pues, ¿me venderá a Polícrates?

—Poco sé de los planes de Olov —respondió Erifelos—. El mismo te los dirá. Sólo soy un terapeuta y de los más insignificantes, no tengo poder alguno sobre ti.

—Pero seguro que tienes la obligación de curarme, de modo que sea para él un objeto más del que disponer —le dije amargamente.

Me miró lentamente.

—¿No fui antes esclavo y soy libre ahora? Nuestro fin son los dioses quienes lo fijan, dijiste hace poco. Son palabras que por lo visto tú no crees. Nuestra vida semeja muchas veces una delicada enfermedad. A veces se interrumpe y de nuevo nos sentimos fuertes. No pienses en el mañana, Tamburas, pues está sumido en nieblas. El sol sale siempre y fortalece de nuevo nuestros miembros.

Sus palabras eran prudentes y sentí nuevas esperanzas renacer en mi pecho. Mi lengua paso por mis labios. Erifelos observó mi gesto.

—¿Estás sediento? —preguntó—. ¿Sientes hambre? Sería un buen síntoma.

Yo asentí, y se apresuró a traerme frutas y pan, carne y vino. Mientras comía y bebía, miró de nuevo mi herida.

—La piel se está ya juntando —dijo satisfecho.

Rió y parecía contento de que el golpe no me hubiera destrozado el cráneo.

Sentí que le estaba sonriendo, sentía un terrible apetito y me proporcionaba auténtico placer la comida y la bebida.

—El vino ha sido rebajado para que no te cause daño —dijo Erifelos—. Olov quiere hablar contigo.

Hizo una seña al guardián, que se alejó.

El disco del sol nacía por el horizonte cuando Olov vino. Llegó sonriendo, pero su aspecto fuerte parecía amenazador como un escorpión. Con un gesto de la mano hizo que se alejaran Erifelos y el guardián y a mí me ordenó permanecer echado. Se sentó en un montón de cuerdas.

Nos contemplamos mutuamente. Parecía intranquilo.

—Me has humillado —dijo finalmente—. Soy el capitán de mi barco y un muchacho tan joven como tú me ha vencido. Pasará mucho tiempo hasta que la tripulación vuelva a manifestarme el mismo temor y respeto que antes. Naturalmente pegaré inmediatamente a cualquiera en la cabeza si se atreve a decir algo. Pero un capitán debe ganar siempre.

El barba roja frunció la frente.

—Desde luego, de todos modos hay una disculpa. Tú no venciste por fuerza sino por habilidad, pues eres más listo que una serpiente y haces siempre lo que uno no espera. Pero perder es perder y yo quedé sin espada y sin escudo.

Yo me reí y dije:

—En mi patria hay un león de piedra frente a la casa más vieja. Cuando éramos niños no nos atrevíamos a poner la mano en la boca de piedra. Alguien dijo que podría mordernos. Todavía cuando era ya muchacho hacía una vuelta al pasar frente a él. Probablemente tú no conociste tal estatua.

Ahora fue Olov el que rió.

—Así pues, tú eres un león y yo me atreví a poner la mano en la boca porque creí no podrías morder. Quizá llevas razón. Soy un hombre que hasta hoy cuanto ha pretendido lo ha conseguido. Pero está claro que también a la prudencia debe dársele un lugar. Lo sucedido me servirá de enseñanza en el futuro.

—Me has traído a tu barco. ¿Por qué? Yo hubiera podido matarte. ¿Pretendes ahora vengarte como si fueras un hombre sin dignidad?

—La palabra dignidad no me afecta —dijo Olov—. Es un concepto y se puede tragar o vomitar, según se prefiera. Ningún poderoso consiguió el poder gracias a mantenerse dentro de lo que tú llamas dignidad. Veneno o puñal fueron mejores medios y más rápidos para conseguir el fin. Así pues, no vuelvas a emplear tal palabra, pues de lo contrario provocarás mi risa.

Ahora sabía ya lo que me esperaba. Miré a Olov y me esforcé en hablar con la mayor violencia.

—Un cerdo será siempre un cerdo y jamás conocerá lo que es conciencia. Cuando te vi por primera vez admiré tu fuerza. Sin embargo, también el jabalí es grande y fuerte, pero se mueve entre excrementos y come su propia porquería. Déjame, pues, ya que tu hedor molesta mi olfato.

Tras estas palabras escupí e intenté alcanzar su cara, para provocar que me matara inmediatamente. Ante mi asombro, Olov conservó la calma; yo era el único que temblaba de indignación. Su mano acarició la barba.

—En cuanto alguien como tú pone en su boca la palabra dignidad comienza a actuar irreflexivamente —me dijo lentamente—. Ahora he visto tu debilidad. Pero no sólo eres iluso sino además precipitado, pues todavía no he decidido nada sobre tu destino.

Me molestaba y disgustaba haberme dejado coger tan fácilmente, por eso dije:

—En la próxima ocasión te mataré, si no me encadenas, o saltaré por la borda del barco.

El pelirrojo pareció meditar. Luego pidió vino, y cuando se lo trajeron se bebió de un solo trago toda la copa.

—Como sabes, navego a sueldo de Polícrates —explicó con calma—. Hay muchos mercenarios de Samos. Pero todos actúan en favor de su dueño. Más de una vez sentí la desgracia sobre mi cabeza. Yo no tengo tu aspecto ni poseo tu labia. Lo que me falta es un hombre que tenga tales cualidades y esté conmigo como un hermano gemelo. Pienso que sería agradable conseguir tu amistad. Podríamos luchar uno al lado del otro o de espaldas si lo prefieres. Según deduzco de tu mirada, no sientes por mí mucha amistad. Juntos seríamos invencibles. Reflexiona mis palabras tranquilamente. Si estás de acuerdo, diré a Polícrates que somos compañeros de armas. Él te respetará y recibirás junto conmigo el mando de este barco. De este modo yo habré perdido algo y tú lo habrás ganado; sin embargo, hace ya mucho tiempo que deseo tener a mi lado un hombre que me dé tranquilidad y confianza. No seas irreflexivo, Tamburas. Sé que la amistad no se puede comprar, pero la vida pasa sólo una vez y nadie tiene derecho a tirarla.

Hube de dominarme para no abrir la boca por la admiración, pues esto no lo esperaba. Mientras estaba allí y me esforzaba en poner en orden mis ideas, Olov se quitó uno de los dos gruesos aros de oro que llevaba en el brazo y me lo entregó.

—Los recibí de un rico comerciante de Cartago —dijo—. Saqueamos su barco y nos llevamos las esclavas más hermosas para gozarlas. Este adorno te lo doy como muestra de amistad. Si mañana te lo pones, sabré que has aceptado mi propuesta, y así lo anunciaré en el barco. De lo contrario… —no continuó, su rostro se oscureció.

En lugar de un guardián llegaron dos, uno se puso junto a mi cabeza, el otro junto a los pies. Respiré profundamente. Así pues, sólo necesitaba ponerme el aro en el brazo para salvar mi vida, y también mi dignidad.

Permanecí largo rato despierto y conversé con mis guardianes. Primeramente no querían responderme, pero cuando alabé su barco se soltó su lengua. Olov, además del barco de Dimenoco, había asaltado a siete comerciantes. Las despensas del barco estaban llenas del tributo exigido. Pregunté por mis compañeros y dijeron que tomó de sus mercancías la décima parte de todo. Pero respetó las vidas y el barco. Así pues, me dormí tranquilo y olvidé incluso expresar mi agradecimiento a los dioses.

Por la mañana me desperté al notar que alguien me tomaba por el brazo. Todo estaba sumido en un aire gris, pero reconocí la cara de Erifelos, quien me dijo:

—¿No llevas el aro? —su voz manifestaba asombro—. ¡Eres tonto, Tamburas! ¿Puedes elegir y tú mismo buscas tu perdición? —por lo visto Olov se lo había contado.

Yo no repliqué, sino que busqué en mi derredor, pues al dormirme tenía el aro en mi mano.

—¡Ladrones! ¡Bandidos! —gritó Erifelos, pero los guardianes defendieron su inocencia y miraron con cara de sueño.

Finalmente hallé el aro y Erifelos respiró profundamente. Inmediatamente colocó el aro en mi brazo.

—Así —dijo satisfecho—, así está bien. En cuanto médico, siento especial satisfacción en curar no simplemente heridas sino también en conservar la vida en cuanto tal.

El pelirrojo tardó en salir. Era ya avanzado el día cuando llegó. Yo estaba comiendo y bebiendo. Cuando estuvo frente a mí, me levanté, pese a que la cabeza me dolía todavía y le saludé como se saluda a un capitán con la mano en alto.

Olov me miró, luego colocó su brazo alrededor de mi cuello y me besó en la frente. Su abundante barba me rozó en la nariz. Me vi obligado a estornudar. Él se rió y dijo:

—Bueno, ahora somos hermanos, esto dice mucho en favor de tu inteligencia. Hoy permaneceremos todavía en la bahía, pues espero que mañana cambie el viento. Entonces podremos navegar con su ayuda sin agotar a los remeros. Necesitarán de sus fuerzas cuando lleguemos a Samos, pues allí hay mujeres comprables en la misma cantidad que hay arena junto al mar. Exigen todo cuanto un hombre posee, dinero y fuerza. Pero hoy festejaremos el día con vino y cantos, para proclamar nuestra amistad.

Con un movimiento de cabeza ordenó a los guardianes que marcharan. Yo me desvestí y me lancé al agua, nadé primero con precaución, luego cada vez con más impulso e incluso pasé por debajo del barco. Refrescado y fortalecido, volví a subir a bordo. Festejamos durante todo el día y nuestras copas siempre estaban llenas. Tres hombres se preocupaban de llenarlas constantemente. Ofrendé la primera copa a los dioses y lo mismo hicieron Erifelos y Olov. Así nos convertimos en compañeros de armas Olov y yo.

El pelirrojo contaba cómo había ido a parar entre esta gente. Había nacido en el norte, dónde no sólo hay nieve perpetua en las más altas montañas, sino que durante cuatro o cinco meses cubre el llano. Olov era el hombre más fuerte del pueblo. Mucha gente de allí marchaba a otras regiones para saquear y robar ganado y alimentos. Pero en la última campaña Olov perdió. Perdió la mitad de sus hombres y en lugar de ricos botines tan sólo trajo la hija de un cacique extranjero. Era hermosa y decidió convertirla en su mujer. Pero esto fue un error, pues ya en su pueblo Olov había dejado a muchas muchachas embarazadas. Por esto sus propias gentes se volvieron en contra suya cuando las gentes del norte atacaron el pueblo y le persiguieron. Hombres de la propia tribu de Olov le sorprendieron y le entregaron al cacique extranjero. Gracias a esto obtuvieron la gracia de conservar la vida, y dado que tenían pocas riquezas, hubieron de pagar exiguos tributos. Sin embargo, una de las muchachas del pueblo que tenía un hijo de él le liberó y ayudó a huir una noche. Durante muchos años erró por aquellas regiones, se ocultó en las montañas, padeció miseria y tuvo muchas dificultades, pues era perseguido como malhechor; finalmente logró llegar al mar del sur y a Cirnos, donde durante cierto tiempo prestó servicios como remero a un comerciante. Pero su sangre salvaje no le dejaba tranquilo. Por ello decidió finalmente trasladarse a la isla de Samos y se ofreció a Polícrates como mercenario.

Le pregunté si su pueblo tenía también dioses, pues había participado en mi sacrificio. Olov rió y dijo:

—Hay distintas clases de perros, pero todos ladran entre sí. Del mismo modo actúo yo y cumplo las costumbres de cuantos son mis amigos. Esto es prudente y no perjudica a nadie. Pero si quieres saber la verdad, mis dioses son el rayo y el trueno, al igual que mi fuerza. Nada sino esto he visto de los poderosos. Y lo que no veo no lo creo.

—Los dioses nunca se nos muestran —le expliqué—, pero a veces dan signos. Yo he podido experimentarlo muchas veces y deberías ser más prudente al negar su existencia.

—¿Quiénes son tus dioses? —preguntó—. Vosotros les construís templos y ponéis en su interior imágenes. Esas imágenes reciben vuestros sacrificios y oraciones en que creéis hablar con seres vivos. Pero la piedra es siempre piedra, ¿o crees tú quizá que en ella mora el espíritu que escucha lo que vosotros decís, y que hacen lo que los hombres les piden?

Rápidamente le repliqué:

—Los dioses en el templo sirven de representaciones de ellos mismos. Por ello yo veo en estas imágenes el medio entre el Eterno y yo, por eso rogamos ante ellas.

Olov sonrió y bebió vino.

—¿Crees, pues, que los dioses tienen el aspecto de hombres? Según tengo entendido, hablan entre ellos y a veces uno intenta oponerse a los planes de otro. Tan sólo uno de ellos me impresiona y si existiera sería un individuo de mi agrado. Me refiero a Heracles. Yo pienso que si los hombres poseen dioses, sería normal y justo que los animales también los tuvieran. Imagínate que fueran capaces de alcanzar imágenes que tuvieran su mismo aspecto. Entonces el dios de un asno sería también del aspecto de asno y el dios del cerdo tendría el aspecto de cerdo. Esto me parece ridículo y no comprendo cómo los cretenses pueden en la actualidad adorar todavía a las bestias como sagradas. Entre otros pueblos es la serpiente y entre otros incluso la vaca.

Denegó con la cabeza, y yo medité mi respuesta:

—Hay dioses buenos y malos, y muchos pueblos están castigados con la superstición porque no supieron escuchar a la divinidad. Tú has experimentado muchas desgracias, pero por lo que parece no has aprendido nada de ello.

Olov comenzó a reír a carcajadas.

—Ya ves que vivo y bien. Pero tú, Tamburas, haces el ridículo. Precisamente en tu pueblo existen hombres importantes y sabios filósofos que niegan la existencia de los dioses. Pero por desgracia han muerto, y porque sus palabras no pudieron esparcir el mismo olor que la mierda en las ciudades, poco habéis sabido aprovechar de sus palabras.

Así pues, Olov no era tan tonto como yo creí en un principio. Bajo su frente moraban muchas ideas, pero su lenguaje soez me atemorizaba y le advertí que podía acabar mal.

—De este modo se amenaza a los niños —me dijo pacientemente—. Pero, si ello te tranquiliza, puedo darte la razón. Cree pues en tus dioses y cumple respecto a ellos tus deberes, mientras con ello no me causes perjuicios. Incluso sacrificaré para que continuemos siendo amigos y no haya nada que nos separe.

Yo hice un último intento.

—Fíjate, Olov, si no existieran dioses, entonces nosotros, tú y yo, hombres y mujeres, amarillos y negros, blancos y mestizos, seríamos los seres supremos y más nobles bajo el cielo. Cada uno de nosotros mismos sería un dios, irresponsable de sus actos. Pero tú sabes que no somos así. Lo demuestra nuestro corazón intranquilo, los excrementos, la porquería y degeneración. Nuestra propia debilidad queda ahí patente. Los dioses imperan por encima de nosotros y con toda seguridad deben reír al oír lo que digo, pues saben que predico en el desierto. Pero llegará el día, por lo menos así lo creo, en que recordarás mis palabras. Te deseo que entonces todavía alcance tu comprensión a inclinarte al bien.

El barbarroja se levantó para ir a orinar. Yo me asombraba de la cantidad de vino que ingería sin que su mente se embrollara. Cuando regresó comenzó a despotricar contra las mujeres. En Samos había algunas que gustaban de su fuerza, pero para poseerlas había de pagar. Le hablé de Agneta, que era pura y hermosa como Afrodita.

—Nos amamos infinitamente —dije.

Hizo un movimiento de desagrado.

—Pero ¿qué es el amor? —preguntó preocupado—. Amor es carne, y cuanto más joven es, más digno de valor te parece. Pero no se ama sólo una vez como tú crees hoy. Eres joven, Tamburas, y llegarás a enamorarte quizá diez o incluso cien veces. No existe en el hombre nada definitivo ni absoluto. Sencillamente no somos capaces de ello. En nuestro cuerpo hay jugos que reclaman ser expulsados. Pues, en realidad, sólo se trata de eso. El dolor de un viejo amor que tú pierdes es siempre curado por otro nuevo. Ésta es la única verdad que existe y que yo reconozco. Tú llegarás a conocerla también, pues en torno a Polícrates hay muchas mujeres bonitas. A causa de tu aspecto no te dejarán en paz. Precávete de los jóvenes. Muchos hablan con voz tierna y ojos apasionados. En un principio creí que tú podrías ser uno de ellos, pero he comprendido que no llegarías nunca a serlo. Son femeninos, sus miembros son fláccidos y apenas saben sostener en sus manos una espada.

Tras estas palabras dijo que quería ir a dormir.

Al día siguiente realmente el viento cambió. Abandonamos la bahía y marchamos hacia adentro del mar. En dos días llegaríamos a la isla de Samos. Para recuperar mis fuerzas me ejercitaba muchas horas con la espada, la dirigía con fuerza hacia el cielo o la hacía girar incansablemente sobre mi cabeza. Luego me echaba a rodar sobre el suelo y me levantaba con rapidez varias veces, saltaba como un bufón o corría a gatas. Mis ejercicios atléticos causaban la admiración de la tripulación. Erifelos aprobaba mis actos, decía que eran buenos para la salud y recomendaba a los demás que me imitaran.

Olov mostró cómo con la espada alcanzaba a pescar peces.

—Desde luego fatiga más que hacerlo con red —decía—, pero agudiza la vista y, además, te proporciona el sentido de cuándo debes presionar.

Junto al estrave anterior hizo montar un dispositivo de fuertes cuerdas. Por allí trepó y se colocó casi junto a las olas. Olov demostraba una paciencia que no hubiera pensado yo que tuviera. Pero cuando hundía la espada, con toda seguridad sacaba un pez. Me animaba a que le imitara, pero yo sólo estaba a su lado contemplándole.

Olov reía y se mesaba la barba.

—Los reflejos del agua no te dejan ver los peces. Por ello debes fijarte. Mira ahí, así lo hago —hundía su espada y un pez se movía ya atrapado por él.

Durante toda la tarde ensayé a hacer lo mismo solo, colgado de la red. El sol bronceaba mis espaldas. Veía acercarse peces al barco, pero desaparecían rápidamente. El borde del barco estaba cubierto de musgo y algas. Los moluscos se colgaban encima. Las olas a veces alcanzaban hasta mis pies. Siempre veía peces que cruzaban delante de mí pero antes de ser alcanzados por mí, desaparecían en el agua.

Pero por fin vi un pez enorme. Sus escamas brillaban en el agua. Como si jugara con el barco nadaba en torno suyo. Grité y le hice seña como si pudiera oírme, pero el pez se hundió como si le resultaran indiferentes mis ocupaciones.

Ya quería volver a la cubierta del barco cuando volví a divisarlo. Las manos me temblaban de emoción. ¿Lograría cogerlo? No, pensé en la espada de Olov con la que intentaba pescarlo, incluso podía arrastrar mi arma si lograba tocarle y perdería ambas cosas.

De todos modos aguardé a que se acercara más. Pero el pez parecía no querer darme gusto. Nadaba lentamente y se situó hacia un lado mostrándome su enorme boca como si bostezara. Luego se hundió de nuevo.

Mi brazo, envuelto en las mallas de la red, amenazaba con dormirse. Cambié de postura, sacudí el miembro dolorido para despertar los músculos y entonces volvió a aparecer el pez por tercera vez. Su gruesa espalda brillaba, cola y aletas se agitaban en el agua.

Era la última oportunidad, así por lo menos lo pensaba yo, y si no lograba alcanzarle desaparecería para no volver a dejarse ver. Lentamente levanté la espada, pues el pez se acercaba a mí. El viento me favorecía. El ángel de la muerte se acercaba al morador del mar y se colocaba junto a la punta de la espada.

—Poseidón —murmuraron mis labios—, ¡ayuda!

En el mismo instante en que me disponía a atacar pasó por delante una golondrina de mar. Sus blancas plumas brillaron como un rayo. Hice descender la espada hacia el agua y se clavó en el pez.

—Ek, ek —gritó la golondrina de mar y se elevó hacia el cielo.

El pez dio un coletazo e hizo un esfuerzo por quitarse de encima el arma mortal. Quería volver a sumergirse; hube de emplear todas mis fuerzas para aguantarle. A la vez llamé a Olov y oí como la gente repetía su nombre hasta que lo localizaron.

Yo gemí, pues el pez continuaba dando coletazos y sentía mis dedos resbaladizos. Temí que llegara a romperse la espada. Olov apareció y pidió ayuda, ordenó que lanzaran una gran red sobre el pez. Vino hacia mí. Cuando la red estuvo echada tomó sus cabos y la atrajo con fuerza hacia sí.

Cogimos, pues, el gran pez y lo llevamos a bordo. Olov sacó su espada y le golpeó por varias veces en la cabeza. De nuevo gritó una golondrina de mar. Volaba por encima de nuestro barco, pero no logré verla. Ahora ya sabía lo ocurrido: Poseidón me había escuchado y me enviaba un signo.

Olov contempló el pez muerto, luego se volvió hacia mí:

—Es mi destino que siempre me ganes. Pero ahora ya somos compañeros de armas y hermanos, por ello la victoria de uno es a la vez la de otro —sin embargo, contempló con envidia al enorme morador del mar—. ¡A esto llamo yo un pez! —Se mesó la barba—. ¡Tamburas es un hombre con suerte! —dijo a su gente, que se agolpaba en torno nuestro.

Todos asintieron, tan sólo Erifelos me contemplaba estupefacto.

El barbarroja mandó a algunos hombres que abrieran el pez y lo hicieran en pedazos. Uno de ellos dijo que hacía mucho tiempo había pescado uno parecido en la costa de Creta. Dijo que su carne resultó realmente buena. No obstante, aquel pez no era tan grande como éste.

Olov dijo que ya no sabía qué debía pensar de mí.

—Si esto continúa así, habré de creer en tus dioses —pero al decir esto sonreía con ironía y comprendí que no hablaba seriamente.

Del grupo de hombres que se ocupaban del pez se oyó un grito de admiración. Un hombre dio un salto y mostró algo en su mano. Olov se le acercó con la frente fruncida. Despidió al hombre, que marchó con los demás, y volvió a unirse a nosotros. En sus ojos se leía la admiración.

—Tengo algo en mi puño, Tamburas, y tú no sabes qué es. Pregunta a tus dioses por si te lo confían. Si así lo hacen, creeré en ellos. De lo contrario, creeré que se trata de brujería.

Del grupo de hombres se oyó venir un rumor. Me di cuenta de que algo había alterado la incredulidad de Olov. Sentía que algo me inquietaba.

—No sé qué es lo que oculta tu mano, pero a veces los dioses hacen cosas sin darnos a conocer sus intenciones. Mira el sol, sus rayos te deslumbrarían antes de que lograras ver a Helios.

Los ojos de Olov empequeñecieron. Manifestaban desconcierto e insatisfacción. Se pasó la mano izquierda por la nuca, luego abrió su puño derecho.

—El pez tenía algo en el estómago. Probablemente se trata de un mensaje, en tal caso debe ser para ti.

Junto a mí sentí la respiración de Erifelos. Oí su grito de asombro. También yo experimenté admiración, pues en la mano de Olov había un anillo de oro extraordinariamente bello. Una magnífica esmeralda verde lo adornaba. Refulgía y brillaba bajo la luz del sol, hasta el punto de que hube de cerrar mis ojos, pues me sentía deslumbrado.

—Una señal de los dioses —murmuró Erifelos. Su cara redonda enrojeció—. Vivía sumido como en un sueño, pero siempre se manifiesta su poder con la fuerza de un trueno.

—¡Calla! —ordenó Olov molesto. Pero a mí me dijo—: Jamás vi un anillo como éste, tan sólo Polícrates posee tales joyas. No sé si el pez era especial; lo cierto es que otros peces no tienen dentro de sí un anillo. Pero, puesto que éste indudablemente es un pez también, la joya te pertenece a ti, Tamburas, aunque yo soy el primer capitán del barco y tú sólo el segundo.

Sus ojos parecían clavarse en mi cara como si aguardara mi respuesta. Pero yo no dije nada. Puso el anillo en mi mano, el oro quemaba mi piel como fuego.

Luego marchó hacia el grupo de marineros. Oí su protesta:

—Vosotros, ¡banda de asnos! ¡Cerdos! ¿Habéis buscado ya bastante? No descansaré hasta que haya cortado el último pedazo en pequeños jirones, pues quizá todavía haya otra joya —pegó un puñetazo a un hombre, pues éste no se había apresurado suficientemente a darle el cuchillo.

Erifelos me tocó en el hombro. Tenía unas manos extraordinarias. Eran largas y delgadas, de belleza curiosa que contrastaba hasta cierto punto con su rostro redondo. Se inclinó humildemente.

—Estás aliado con lo Eterno aunque seas un hombre. A veces, en las montañas oí voces; no obstante, el llamado mantuvo muchas veces sus labios cerrados. El eco no responde a todos, o no siempre resulta comprensible su respuesta. Pero el signo que los dioses te han enviado me hace estremecer. Mas quisiera pedirte, Tamburas, que roces mi cara con tu mano y pidas para mí la bendición del Eterno.

Yo no respondí. El anillo estaba en mi mano y la esmeralda brillaba de modo extraordinario. No sé cuánto tiempo transcurrió.

—Fue tonto por mi parte pedirte eso —oí decir a Erifelos.

La piedra preciosa producía destellos como los ojos de un gato en la noche.

—No fue tonto —respondí—, lo único que pasa es que me resulta extraño. Pero si así lo deseas, y ello ha de hacerte feliz, lo haré.

Coloqué el anillo en mi dedo. Me sentaba extraordinariamente bien. La piedra preciosa refulgía. Vi un espacio inmenso y comprendí lo grande que puede ser lo más diminuto.

—Por favor, señor-dijo Erifelos.

Pasé la superficie de la piedra por encima de su frente. Sonrió con aire feliz y cerró sus ojos. Si le hubiera dicho que en ese momento debía morir y cortarse el cuello con un cuchillo, seguro que lo hubiera hecho con la misma expresión de felicidad. Tal fuerza dan los dioses cuando se cree en ellos.

El barbarroja volvió junto a nosotros. Sus manos estaban ensangrentadas y olían a pescado. La expresión de su cara era de descontento. Naturalmente no había hallado ningún anillo más.

—Nos pertenece a ambos —le dije, pues, para consolarte—. Primeramente lo llevaré yo, pues mis dedos son más delgados y los tuyos demasiado gruesos. Pero luego podemos hacer que un joyero lo ensanche para que también entre en los tuyos.

Lentamente desapareció su expresión de descontento e incluso sonrió.

—Sea como dices. De todo cuanto obtengamos, a mí me pertenece tan sólo una parte. ¿En realidad no cogiste el pez con mi espada? Aunque eres joven, Tamburas, actuaste como un sabio.

Miró el anillo y sus ojos reflejaron satisfacción. Rió y bromeó contento. Parecía otro. Levantó mi mano y dijo que yo sería su espíritu bueno. Luego puso el anillo junto a sus ojos y contemplando la esmeralda dijo:

—Como si se contemplara la nada.

—Si lo miras, ello es la nada —dijo en voz baja Erifelos.

Cuando las estrellas aparecieron en el cielo nadaba la isla frente a nuestro barco. Pero hubimos de plegar a media vela y tardamos todavía en alcanzar el puerto. Finalmente lo alcanzamos. El sol nacía ya y producía reflejos en el agua del mar. La ciudad nos contemplaba. Se veían incontables puntos blancos, casas semicubiertas por el verde de los árboles y los jardines.

—Polícrates estará contento —dijo Olov—. Tenemos un botín extraordinario.

En el puerto había muchos barcos. Juntos parecían un bosque en el aire. Por todas partes había hombres ocupados que parecían formar un ejército de hormigas. El barbarroja repartía órdenes. Nuestra vela fue plegada. Los remeros impulsaron el barco hasta el muelle. En Falero no había tanta agitación como aquí. Se veían muchas mujeres. Hombres armados gritaban órdenes; eran mercenarios de Polícrates, según me dijeron. En un lugar elevado de la ciudad, que parecía presidirla, se elevaba una columna de mármol claro hacia el cielo. El templo de Hera era el más bello y famoso del mundo. Olov, que se dio cuenta de mi asombro, se rió orgullosamente como si fuera él quien hubiera construido el templo.

Por todas partes se oían gritos y se veía agitación en el trabajo. El barco fue anclado, yo seguía con interés todos los trabajos. Las casas se veían desde aquí muy juntas y en medio de ellas se advertía agitación y vida. A izquierda y derecha había las viejas construcciones defensivas, murallas arboladas; frente a ellas y detrás de él se divisaban los campos de vid, donde revoloteaban pájaros.

Un edificio grande atraía especialmente la mirada. Tenía varios pisos y en la planta baja había guardianes. Probablemente era un almacén de productos alimenticios y cereales egipcios.

A partir del puerto las calles se elevaban algo empinadas. Verdaderos ejércitos de esclavos trabajaban, se veían por todas partes comerciantes ocupados en sus asuntos. Los vigilantes sostenían en su mano látigos. Había rostros muy curtidos que semejaban ser de madera, brillantes por el sudor y el aceite, algunos de cabellos claros, otros de pelo oscuro, piel amarilla y ojos brillantes. Trajinaban paquetes de mercancías, recipientes de vino o pequeños paquetes; se olía a piel, grasas vegetales, y todas las cosas indefinidas que siempre hay en un puerto.

Había también mucha gente que parecía desocupada. Incluso mujeres con sombrilla paseaban o estaban en pequeños grupos charlando. Parecían esbeltas y hermosas. Algunas tenían pelo rizado y llevaban muchos adornos, otras llevaban perros muy cuidados, llevaban pañuelos decorados en la cabeza e intercambiaban miradas con los hombres armados. Vi también bastantes literas llevadas por esclavos, cuyas cortinas estaban echadas. Pero por aquí y por allí surgía de entre las cortinas un rostro de mujer curioso.

Sentía admiración, pues en mi patria no era muy habitual ver mujeres mezcladas en el puerto. Esto era propio solamente de las muchachas de clases inferiores o las que llevaban una vida ligera.

De un grupo de hombres armados se oyeron gritos, uno soplaba un cuerno, otros hacían señas. Por lo visto, conocían a Olov, pues él devolvió el saludo. Pero al saludar me dijo:

—No pueden verme, pues soy el más fuerte de todos. Y, sin embargo, esos semimonos actúan como si fueran mis mejores amigos. Me envidian el éxito y su único deseo es que algún día no regrese más. Es muy probable incluso que en tal sentido rueguen a sus dioses, pero todo es inútil, pues siempre es Olov el que trae el botín mayor.

Pareció satisfecho de poder decir esto.

Saltó a tierra y habló con un mensajero de Polícrates. Esclavos negros subieron a bordo y comenzaron a descargar las mercancías ayudados por la tripulación del barco.

Cuando el sol estaba en el cenit el trabajo estaba ya prácticamente terminado. Olov comenzó a arreglarse. Mientras el trabajo cesó, durante la pausa de la tarde, se hizo arreglar los cabellos y untar la piel. Uno de los peluqueros cuidaba especialmente de que su obra quedara perfecta. Al terminar su trabajo recibió dinero y también una patada de Olov, que le trataba con evidente desprecio.

Descansamos un rato; luego Olov vino hacia mí y me contempló pensativo.

—Tu cara es agradable, eres un hermoso muchacho —dijo—. No he mirado todavía qué llevas entre tus cosas, pero quizá tengas otro vestido. El que ahora llevas está lleno de polvo del viaje. Todas las cosas están ya en orden; arregla, pues, tu aspecto externo, ya que pienso llevarte a presencia de Polícrates para presentarte.

Tras estas palabras se dio la vuelta y marchó con aires de importancia procurando realzar su figura para que todos admiraran sus bellas ropas.

Me desnudé en un rincón tranquilo y me lavé de pies a cabeza. Tomé de mi saco ropa interior limpia, pero no tenía ninguna otra túnica. Ante mis ojos apareció la capa roja. No había otra solución; así pues, eché sobre mis hombros el fino lino. Al fin y al cabo, era hijo de un rey y quería presentarme a Polícrates con dignidad y orgullo.

Olov me esperaba ya impaciente. Cuando me vio agudizó su mirada, mientras los hombres que allí estaban proferían exclamaciones de admiración como zumbidos de insectos. La boca de Olov tomó la forma de una o, aunque de sus labios no salió sonido alguno, hasta tal punto le impresionaba la capa real.

—¿Por qué me miras así? —le pregunté—. ¿Soy distinto del que era? Me llaman Tamburas y tú mismo me elegiste por amigo.

Pero lo cierto es que me complacía su admiración y espoleaba mi orgullo. Involuntariamente mis hombros se enderezaron.

El barbarroja suspiró.

—Pareces un rey —dijo finalmente—, o siquiera como un rey debieras parecer, pues en realidad la mayoría son odiosos y viejos y se ocultan del pueblo para que nadie conozca su aspecto desagradable y no se rían de ellos.

—¿Así es Polícrates? —le pregunté divertido.

Olov denegó con la cabeza.

—Su frente es alta y su realeza consiste en aventajar siempre a los demás. En ocasiones, hasta yo mismo siento temor ante sus ojos. Me darás la razón cuando estés ante él. Pero ahora ven, pues veo que todos nos están mirando y sospecho los pensamientos que albergan las frentes de las mujeres que te miran.

Me dejó que fuera yo el primero en desembarcar como si el primer capitán no fuera él. Esclavos y libertos se separaron para dejarnos paso. Las conversaciones de las mujeres producían un ruido ensordecedor, parecía el chapoteo del agua en la arena. Nosotros pasamos ante ellas. Algunas olían como flores silvestres, era un olor fuerte y agradable. Vi el brillo de sus dientes blancos como el marfil y oí el susurro de sus palabras. Una de ellas hizo un movimiento de excitación con los labios y alargó su mano hacia mí.

Sentí que mi rostro se ruborizaba hasta tomar el color de mi manto.

—¡Eh! ¡Putas! —dijo Olov en voz alta—, enderezaos y tensad vuestro vientre o elevad vuestros senos. El podrá así escupir encima.

Al decir esto rió y yo bajé los ojos al suelo.

Un susurro acompañaba nuestro paso, sordo como el ruido de tambores, a veces se apagaba para volver a subir de tono al cabo de un rato. Los portadores de agua dejaron de proclamar su mercancía, los comerciantes abandonaron por un instante sus negocios y los hombres armados nos miraban intentando ver mis ojos. La curiosidad se reflejaba en todos los rostros como si yo hubiera de transmitirles una noticia esperada.

Olov sonreía. En estos momentos era centro de la atención de todas las gentes y posó su brazo en mi hombro como si quisiera decir: «¡Mirad, mirad bien! Éste es mi amigo».

Bajo la capa sentía calor. Retiré el manto algo hacia atrás para que el aire refrescara mi piel caliente. Lo hice con mi mano derecha, en la que lucía mi anillo. Yo me esforzaba en aparentar calma y serenidad, pero de pronto sentí espanto, pues una mujer lanzó un grito.

La mujer ya no era joven. Su cara estaba adelgazada e incluso las uñas de sus pies bajo las sandalias se veían coloreadas de rojo. Gritó algo a la vez que señalaba el anillo de mi mano. No cesaba de gritar.

—Verdaderamente, es el mismo… Los dioses no lo querían… Polícrates… Tu anillo…

De pronto nos vimos rodeados por todas partes. Olov levantó su puño para amenazar a la gente, pero nadie conocía nuestros nombres y permanecieron quietos. Todos gritaban a la vez:

—¡El anillo de Polícrates!

Yo levanté mi mano y dejé que el anillo despidiera reflejos sobre sus cabezas. Muchos de ellos se retiraron, otros cerraron los ojos deslumbrados, incluso algunos gritaron de espanto. Olov tomó a un mercenario por el cuello y le dijo:

—¿Qué misterio rodea al anillo? Dímelo; si no, haré que te salten los dientes en este instante.

—El señor lo lanzó al mar —dijo asustado el hombre.

Las palabras que luego pronunció no se pudieron entender, pues una mujer junto a nosotros se quejaba a grandes gritos.

—Desgracia, desgracia… La desgracia se cierne sobre Polícrates y nosotros…

—¡Despreciable plebe! —dijo Olov con desprecio. Soltó de sus manos al mercenario y me hizo pasar por entre la gente—. De Polícrates sabremos todo con exactitud. Nada nos interesa a nosotros esta chusma. Además, cuando un oráculo habla en contra del señor, no gusta él que el pueblo se entere.

Seguidos de la gente que gritaba y gesticulaba, avanzamos. Faltaba todavía bastante camino, pues el palacio estaba sobre una colina. Frente a su residencia salió a nuestro encuentro un grupo de mercenarios. Olov se dirigió al que los capitaneaba y cruzó un par de palabras con él en secreto. El hombre asintió y despidió a su gente, que nos dejó pasar.

Frente a la puerta había otro grupo de hombres armados con espadas y corazas. La gente se agolpó en el patio. Un mercenario les conminó a guardar silencio. Olov elevó sus anchos hombros.

—¡Todo quedará en claro! —gritó—. El anillo de mi compañero no es el de Polícrates. ¡Lo recibió de manos del tirano de Atenas! —Me separó hacia un lado, pues vio que yo quería responderle, informarle, y continuó dirigiéndose a la masa—. Es posible que el mismo Polícrates quiera hablaros y explicároslo todo. Pero antes sin falta debemos ir nosotros a verle y mostrarle hasta qué punto el anillo se parece al suyo.

Me tomó por los hombros y me separó de la gente.

—¿Por qué mentiste? —le pregunté indignado—. Tú sabes de dónde procede el anillo. Yo no lo obtuve de Pisístrato, sino que fueron tus hombres quienes lo hallaron en el interior del pez.

El barbarroja me miró casi con pena.

—Eres joven, Tamburas, y desde luego nada entiendes de política, pues todavía no tienes doblez. Un político y un rey como Polícrates no podrían, en cambio, gobernar sin la mentira, pues sólo ella puede darles poder sobre la plebe, y quien siempre dice la verdad pronto padecería desgracias.

Habíamos llegado a un segundo patio. También aquí hallamos hombres armados. Un anciano con una barba blanca y una cadena de oro en torno a su cuello se detuvo frente a nosotros. Tenía una mirada enojada y su boca se cerraba como la de un perro antes de atacar, que se acerca gruñendo a un extraño.

—¡Qué alboroto! Estorbáis el descanso del señor. Provocaréis su enojo. A ti te conozco, Olov, y tú a mí. Soy Sardos, el consejero. En dos ocasiones ya te presté mis servicios. Pero ¿quién es éste?

Su mirada se clavó en mí, como si alguien con dedos sucios rozara mi manto.

En lugar de dar una respuesta Olov levantó mi mano y le mostró el anillo. El anciano retrocedió como si un escorpión le hubiera picado.

—¡El anillo!

—Exactamente —dijo Olov—, por ello debemos hablar con el señor. El pueblo, fuera, ha visto la piedra preciosa. Polícrates habrá de pensar algo con que calmarles.

Sardos marchó apresurado, como alcanzado por el látigo. De una sala a otra atravesamos puertas jalonadas de bellos adornos. Sardos nos abría paso con palabras imperiosas. Atravesamos un patio en cuyo centro había una fuente sin agua.

Aquí no había hombres armados, tan sólo siervos y siervas. Aguardamos en un tercer patio; el aire estaba cargado del perfume de las plantas y de las flores. Flores blancas, rojas, azules y amarillas ofrecían un bello cuadro multicolor. Pero todo esto no parecía ser objeto de la atención del barbarroja. Me decía qué normas debía observar en presencia de Polícrates y me advirtió de que no respondiera sino cuando se me preguntara.

Finalmente apareció Sardos y nos hizo seña. A ambos lados de la puerta había perros de piedra con cara de lobo. Me apresuré a subir los escalones y mi manto lleno de aire se agitó como una vela tras de mí.

El salón no era excesivamente grande, pero poseía valiosas alfombras. Algunos cuadros y tallas de marfil colgaban de las paredes. Además de la puerta, un orificio en el techo proporcionaba luz a la habitación.

Polícrates estaba sentado en una silla artísticamente tallada. Adornaban el lugar una piel de pantera en los pies suyos y una de tigre en su espalda. Se mantenía erguido con las manos encima de sus rodillas. En contraste con sus ojos, su cara me pareció pálida. Sus mejillas eran fláccidas, como si fuera hombre que gustara de la vida de placer. Puesto que no nos miraba, sino que mantenía sus ojos fijos en sus pies, contemplé sin cuidados su perfil. Tenía la cabeza ladeada. La larga nariz curva dominaba su cara. Su pelo era oscuro y no muy abundante. Una boca fina separaba la cara en dos partes desiguales. La frente era muy alta y llena de finas venas.

Lentamente, como si no quisiera asustarnos, el señor giró su cabeza. Sus ojos brillaban y eran oscuros, parecía que en ellos brillaran llamas de fuego. Mis ojos contemplaron sus manos, sus dedos eran largos, blancos y pulcros como el manto que llevaba sobre sus hombros.

—Te saludamos, oh rey —dijo Olov.

Yo repetí la misma frase. Nos inclinamos. Polícrates señaló los blandos almohadones. Nosotros nos acercamos y nos sentamos a sus pies, mientras Sardos permanecía en pie junto a una silla con los brazos cruzados. Un rayo de luz nos separaba de él.

Yo contemplé el rostro, de proporciones perfectas aunque blando, del rey. Sus ojos me miraron brillantes y rápidamente miré su boca que se abría.

—¡Dame el anillo! —dijo Polícrates en voz baja.

Yo me apresuré a darle la joya. Al hacerlo su mano derecha tocó la mía. La sentí fría. Retiré la mía como si hubiera tocado a una serpiente.

—Es él —dijo Polícrates—. Es asombroso, más de doscientos hombres vieron cómo lo entregué con mis propias manos al mar. —Tras mirar el anillo, me miró a mí y luego a Olov—. Habla, marinero. Pero ahorra tus palabras, pues la gente aguarda en el patio y habré de hablar con ellos.

Su voz había tomado un tono muy bajo, pero podía distinguirse perfectamente.

El barbarroja comenzó su discurso, e informó brevemente sobre el viaje, pero al ver que la frente de su señor se fruncía, de inmediato pasó al tema central y le explicó cómo pesqué el pez en cuyo interior se hallaba el anillo. Olov se cruzó de brazos y cerró los ojos, como si la breve conversación le hubiera agotado las fuerzas.

—Sardos dijo que has dicho a la gente que aguarda en las puertas que este anillo no es el mío. ¿Qué te llevó a decir eso?

—Pensé, señor, actuar en beneficio tuyo —se apresuró a responder Olov—. Son muchas las cosas que he aprendido de ti. Una de ellas es precisamente que no siempre resulta útil al pueblo saber la verdad. También una mentira si resulta convincente puede ser considerada como la verdad por quien la cree. Por ello…

Polícrates hizo un gesto y se levantó de su silla. Involuntariamente también nosotros nos levantamos. Polícrates contempló mi manto de color púrpura que rodeaba mi figura, pero dirigió de nuevo la palabra a Olov.

—Has actuado lógicamente como un capitán en peligro, que sabe despreciar la tormenta ante su tripulación, cuando esa amenaza lanzar el barco contra las rocas. Pero tu compañero mira como si no supiera discernir justamente entre una acción inteligente y otra necia.

Me miraba insistentemente. Sus ojos oscuros se pegaron en mi piel.

—Es una pena que en estos momentos no pueda, joven amigo, que llevas un hermoso manto, darte una lección sobre verdad y razón necesaria. Pero puedo decirte que la primera exigencia de un gobernante es, en contra de toda especulación, tener ante sí el bienestar de sus súbditos y hacer todo lo posible para evitar la intranquilidad, prescindiendo por completo de los medios que para ello deba emplear.

Me hubiera sentido tranquilo si hubiera mirado a Polícrates, pero no era así. Y continuó:

—Para un rey no existen conceptos absolutos. Bien y verdad son hermosas palabras. Pero ¿puede alcanzarse con ellos siempre lo mejor para el pueblo? ¿No miente a veces una mujer a su vecina para ocultar la mala conducta de su marido? Un gobernante debe saber navegar entre la verdad y los subterfugios como un buen navegante a través de rocas escarpadas. Un acto o unas palabras que hoy parecen quizás amorales, mañana pueden hallar en la historia su justificación.

Levantó el anillo y lo puso a la altura de mis ojos.

—Mira esta esmeralda. Sería capaz, puesto que la gente es necia y los rebaños prefieren siempre marchar al paso de la guía, de desencadenar una terrible tormenta que pusiera en peligro la vida y el bienestar, sin que yo pudiera luego salir al paso de todos los rumores.

Por fin dejó de mirarme.

—Te agradezco, Olov, tu habilidad, que se adelantó a mi decisión. No habrá problemas, puesto que un rey no debe avergonzarse de a veces transformar lo blanco en negro o viceversa.

Pensativo, miró Polícrates el anillo. Su mano se cerró.

—Aguárdame —ordenó a Sardos—, y haz cuanto sea necesario para que nada falte a nuestros amigos mientras voy a sanar a la plebe de su ilusa fe de que éste es el anillo que lancé al mar ante más de doscientos testigos.

Pasó ante nosotros, sus labios perfilaban una irónica sonrisa. No lograba comprender todo cuanto había dicho. Pero me sentía algo aliviado; antes sentí más miedo de su mirada que de sus palabras. Sin embargo, me parecía haber asistido a una lucha entre el bien y el mal. Pero la decisión final estaba en manos de los dioses. Con toda seguridad conocían también a Polícrates y a su corazón.

Sardos dio unas palmas y mandó a dos siervas que entraron que trajesen vino. Nos preguntó si teníamos apetito. Puesto que denegamos, nos rogó que tomáramos asiento nuevamente. Las dos muchachas nos sirvieron, pero Olov contemplaba fijamente su copa; yo me admiraba de que no bebiera.

Una expresión extraña se leía en el rostro de Sardos. ¿Sonreía?

—Deberías beber el vino. Es de excelente calidad —dijo finalmente Sardos—. Si lo prefieres, podemos cambiar nuestras copas.

El barbarroja se echó a reír y echó el cuerpo hacia atrás como si se sintiera incómodo.

—Hemos hecho un servicio al amo. Dijo que debías procurar que nada nos faltara. ¿Por qué, pues, había de envenenarnos el rey? He visto morir a muchos desde que nací; no temo, pues, a la muerte. Pero cuando hallo una serpiente que no sé si es venenosa o no, prefiero ir con precaución. Así pues, si no te importa podemos cambiar nuestras copas.

Sardos cambió las copas.

—Polícrates te miró con simpatía, verdaderamente, al igual que a tu compañero. Has recuperado muchas cosas, Olov, que otras veces perdiste. Pues tal como se dice, cuanto más poderoso es tu amigo más se aprecia tu vida.

Sardos bebió el vino y se atragantó. Tosió. Se secó los ojos enrojecidos y dijo:

—Lo único que no está claro en vuestro asunto es que hubo testigos al hallar el anillo. Por ello deberéis procurar que la tripulación sepa guardar silencio. Esto os lo pido en nombre del rey. Los detalles de cómo conseguirlo los dejo en manos del rey. Quizá lo mejor será que emprendáis de nuevo un viaje, de modo que las nuevas aventuras permitan olvidar ésta.

Su tono se hizo más suave.

—Voy a explicaros por qué el asunto del anillo provoca tantas preocupaciones. —Levantó su copa y todos bebimos. El vino era tinto y muy dulce—. Conides, del templo de Hera, es un sacerdote que ya ha ocasionado muchos disgustos a Polícrates. En ocasiones incluso pronuncia discursos que molestan al rey y perjudican su gobierno. En realidad, le veo ya con las piernas y los brazos tendidos… Pero esto no interesa a nuestro asunto. Lo cierto es, en todo caso, que Conides cada vez actúa más irreflexivamente. Quizá cree que Polícrates tiene la culpa de que su templo sea visitado cada vez menos por los hombres, los sacrificios escaseen y el sacerdote pierda de este modo su parte. Por ello un día hizo que se preguntara al oráculo de Delfos, bajo la excusa de que le preocupaba la suerte de Polícrates. Pero la respuesta, según dijo él, afirmaba que los dioses no favorecerían la fortuna de Polícrates. El rey ha sometido una isla tras otra y muchas ciudades incluso en el continente, entre ellas Mileto; venció incluso la flota de los lesbios. Su poder en el mar es invencible. Pero si Polícrates no enmendara su conducta sucedería algo terrible que le sumiría en la desgracia a él y a los habitantes de esta isla. Conides prosiguió que Polícrates debía sacrificar algo valioso a los dioses, algo que estimara especialmente y lograra conciliarle con los dioses. Naturalmente Conides, astutamente, pensaba en él y su templo, pues obtendría así una buena dádiva. Pero Polícrates supo realizar un buen cálculo. Conoce el enorme poder de ese sacerdote y no desea acrecentarlo de ningún modo mediante dádivas valiosas. Cuando se enteró del oráculo tomó un barco, me invitó a mí y a Conides y lanzó al mar el anillo, al que realmente mucho ama, como todo el pueblo sabe, en presencia de la tripulación para aplacar al oráculo y reconciliarse con los dioses. Así pues, Conides no recibió nada y Polícrates obedeció las órdenes del oráculo.

Sardos se mesó la barba. Bebimos y el vino parecía encender una llama en mi cabeza.

—Ahora podréis comprender, amigos míos, por qué el rey se apresura a actuar con tantas precauciones y hasta qué punto fue útil tu reacción, Olov. Conides es un hombre peligroso. Si llegara a saber la verdad, no dudaría un instante en incitar al pueblo. Podría correr mucha sangre, pues muchas veces los sacerdotes consiguen irritar los ánimos y llevar a las gentes a actuaciones irreflexivas en nombre de los dioses, provocando así muchas desgracias.

Tras estas palabras guardó silencio y bebió lentamente el vino de su copa. Olov se contemplaba las manos. Continuamente me miraba con atención como si quisiera hacerme comprender que debía mantenerme prudente y no contradecir a Sardos. Yo sonreí para tranquilizarle, pues ahora comprendía las razones de Polícrates. Pese a que el oráculo me parecía muy amenazador y sabía que llegaría el día en que la desgracia alcanzara a Polícrates, estaba decidido a guardar en mí tal idea y no dejar que mis palabras me traicionaran. No era asunto mío mezclarme entre el rey y el pueblo.

Mis labios estaban secos. Vacié el vaso de un trago y aspiré el perfume que exhalaba. Mi cabeza se sentía ligera y llena de pensamientos lejanos. Sardos dio palmadas. Las siervas aparecieron para llenar de nuevo nuestras copas.

El consejero del gobernante aguardó hasta que desaparecieron.

—Polícrates os recompensará generosamente. Pero tal como sucede con las relaciones entre ricos y pobres, está claro que las dádivas exigen compensaciones. La vuestra será sencilla: guardar silencio, nada más que guardar silencio.

Me miró profundamente.

Tal como Sardos predijera, Polícrates manifestó su agradecimiento. Nos regaló medio talento (25 Kg.) de plata y nos abrumó con miles de dádivas. Yo me compré otra túnica para no emplear inútilmente el manto que suscitaba la curiosidad de las gentes. Olov y yo vivíamos en una casa en que se albergaban mercenarios, pero Polícrates nos prestó dos siervas. La mía era tonta e inculta. Apenas vale la pena mencionarla.

Dos días después de nuestra llegada volvimos a partir. Durante el invierno realizamos tres viajes, de los que trajimos ricos botines. Yo escribí noticias para mi familia en un papiro y lo entregué a un barco que marchaba hacia Ática, pero no recibí respuesta.

Por entonces tuvieron lugar las fiestas dionisíacas en Samos. Era la época en que los días se hacen más largos y la primavera hace florecer las flores. En las colinas verdes había innumerables flores silvestres y las abejas realizaban sus trabajos yendo de cáliz en cáliz.

Frente a las casas, en las calles, había enormes vasijas, pues en los días de las fiestas dionisíacas se ponía todo el vino que se tenía en grandes ánforas. Todas las calles exhalaban un olor penetrante que excitaba los sentidos junto con la primavera. Por eso el lenguaje popular denomina al primer día de estas fiestas el día de la inauguración de los toneles. Pero el punto culminante era el segundo día, el día de la libación.

Las trompetas llamaban a las competiciones entre bebedores. Grupos de gente que festejaban recorrían las calles, gritaban y cantaban, perseguían a las muchachas y hacían muchos desatinos. Muchos jóvenes se habían disfrazado de sátiros y saltaban y alborotaban como carneros salvajes.

Mi mente estaba confusa, embrujada por el vino, las rodillas me temblaban, pues junto con Olov tomé parte en una competición en que él se mostró el maestro en el arte de beber y demostró que era capaz de vaciar las copas con más rapidez que los demás. Un hombre grueso le colocó una corona de hojas en la cabeza en señal de victoria. Olov desempeñó, pues, el papel de Dionisio.

Uno de los bebedores contó que Conides, el sacerdote, en esa noche había sido lanzado a un pozo vacío. Al contarlo se reía, pues era un mercenario y con toda seguridad no era creyente. Los demás no se afectaron por la noticia. Gritaban y estaban excitados sobremanera, tragaban vino y se despreocupaban de todo. De este modo la noticia de la muerte de Conides apenas fue tenida en cuenta por el pueblo, a causa de las fiestas.

Olov y yo paseamos por las calles. Queríamos incorporarnos a los grupos de gentes que festejaban alegremente. A izquierda y derecha se agolpaba la gente para ver el desfile de los festejos. En cabeza iban bufones que cantaban versos sobre los hombres y los animales, incluso sobre Polícrates, pues en esos días había libertad total y se permitía todo oficialmente.

Veinte hombres llevaban un enorme falo. Casualmente el enorme miembro de madera cayó y fue recogido de nuevo. Las mujeres gritaron, las muchachas se ruborizaron y los hombres hacían bromas sobre sus dimensiones[1].

Dionisio hizo su entrada en la ciudad sobre un carro que imitaba a un barco. Era un hombre alto, vestido de dios, que danzaba como un loco sobre su carro y daba al pueblo discursos orgiásticos. El muchacho parecía estar en éxtasis. Su barco iba rodeado de silenos disfrazados, que gritaban a las mujeres voces groseras y se ofrecían como demonios de la fertilidad.

Puesto que todo el mundo bebía, la agitación resultaba indescriptible. Hombres incontrolados se lanzaron sobre las mujeres y las muchachas, abiertamente. Vi con mis propios ojos cómo, apoyados en árboles, las gozaban indiferentes totalmente de la presencia de niños.

Por la noche Olov me llevó a una casa de placer que era propiedad de la prostituta más hermosa de Samos. Sina era una mujer de Lidia y los lidios permitían a sus mujeres, era algo sabido, practicar la prostitución hasta que se casaran, para procurarse un ajuar. Posteriormente, se dice, viven fieles a su esposo y se supeditan a los hombres sin mirar a ningún otro.

En el jardín de la casa de placer se oían risas y susurros. Las antorchas lanzaban una luz irreal. A veces gritaba un hombre que gozaba con alguna mujer, y su voz sonaba como el relincho de un semental.

Sina no sólo era la más bella sino también la prostituta más rica de la ciudad. Disponía de un numeroso grupo de siervas, bellas esclavas, que la ayudaban en el trabajo suyo. Todo tenía su precio y todo podía recibirlo el que allí acudía, si disponía de dinero para pagar. Había también muchachos en la casa y algunos visitantes no acudían por las chicas sino por los efebos. Además acudían mujeres ricas que se sentían insatisfechas de sus maridos o eran demasiado viejos para satisfacerlas. Yo creo que en lo que respecta a placeres de la carne, tales mujeres son las peores y todavía más degeneradas que las muchachas que pertenecían a Sina.

En un estrado del jardín había músicos. Nosotros habíamos dejado nuestras armas en una antesala, pues frecuentemente se entablaban luchas y Sina disponía de guardianes corpulentos. Pero los asistentes se agrupaban según su procedencia o riqueza. Polícrates recibía del negocio su impuesto.

Por todo el suelo había flores diseminadas por entre los almohadones para sentarse. Dos esclavas con la cara pintada, con el cuerpo desnudo desde la cintura como sirenas, estaban junto a nosotros. Un muchacho con profundas ojeras intentó abrazarme. Mi mano le detuvo. Pero, sin embargo, llegó a besarme en la mano y se abrazó, beodo, a una columna.

Las esclavas nos condujeron a un diván especial. El olor a vino y a flores embotaba casi por completo mis sentidos. Sina apenas aparentaba tener los treinta años. Su cuello, hombros y rodillas estaban cubiertos por un vestido fino. Sabía de los misterios de la carne tapada y que lo que oculta un pedazo de ropa parece generalmente de más valor que lo que se ofrece sin tapar.

Era realmente una mujer digna de observar, muy delgada, estilizada, pero de grandes ojos y abundante pelo.

Olov resoplaba. Incorporó hacia adelante su cuerpo y llamó a la prostituta para que se sentara sobre sus rodillas, para lo cual se procuró un almohadón. Sediento, besó el brazo de Sina, como un perro que lame un hueso.

—Eres muy atento, y yo sé valorar esto —le dijo la mujer—, pero mi cuerpo está abrasado por el aliento de los hombres. Además tengo jaqueca y siento mareos. Es mejor que busques a otra, pues yo no lograría bastarte, oso enorme.

Con sus finos dedos acarició su cara y el hombre suspiró.

—Pero te conozco, Olov —prosiguió la prostituta—; no eres un mendigo y sabes lo que es correcto. —Lanzó una cadena de perlas al arcón que había junto a la cama—. Esto me lo dio hace poco un hombre tan famoso y rico como tú.

Con un ademán Olov se sacó dos monedas de oro.

—Ahora ve a divertirte, barbarroja —dijo Sina y dio una palmada cariñosa a Olov—. Estoy cansada y mis muslos están agotados. Búscate una bella muchacha y no olvides regalar algo también a mis esclavas, pues la vida es cara y muchas se proponen comprar su libertad.

Olov se levantó. Parecía que sintiera un calor sofocante.

—Verdaderamente sabes encontrar siempre una nueva excusa para librarte. Pero llegará el día, Sina, que no lo lograrás. Por hoy no te seguiré y me distraeré en tu casa como un escarabajo en el muladar.

Tras estas palabras se apresuró a marchar y comenzó a perseguir a las muchachas como quien caza gacelas.

—Ahora tú, Tamburas —dijo Sina. Con sus brazos delgados y desnudos hacía movimientos cuyo significado a mí se me escapaba—. Es ya la segunda vez que acudes a este lugar. Estás sano y eres hombre, pero ¿qué razones te impulsan a abstenerte? ¿Sientes temor ante las mujeres? ¿Te liga algún secreto? —Sus brazos se enlazaron y me atrajo hacia sí.

Sina se repantigó, ronroneó como una gata y puso sus caderas junto a las mías. Sus ojos eran oscuros, llenos de pasión y muy ágiles. Parecía una mujer que viviera no sólo de la comida y bebida, sino por la irradiación de la sustancia que procedía de los hombres.

—No me has contestado, Tamburas —oí su voz cerca de mi oído—. Pero puedes guardar silencio; siento que eres un hombre.

Sus brazos rodearon mi cuello y atrajeron mi cabeza hacia sí. Una vez, dos veces pasó su lengua por mis labios para penetrar rápidamente en mi boca. Realmente era una experta ramera, pues sus manos no estaban quietas un solo instante, acariciaban mis caderas y yo sentí debilidad y comencé a respirar con dificultad.

De pronto sus manos se detuvieron en mi interior para probar el poder que poseía sobre mí. Sentí que me recorría un escalofrío. Sina se rió.

—¡Muchacho rebelde! —dijo.

Era realmente más fácil curar un dolor de barriga que saciar el ansia que aquejaba mi cuerpo. Pero, sin embargo, logré soltarme de sus manos y levantarme.

—Mi lengua es torpe y mi saliva tiene mal gusto. Tus movimientos poseen una rica fantasía y con toda certeza tu amor es un regalo divino que apenas sé valorar, Sina, pero antes quiero comer.

No hizo intento alguno de retenerme.

—¿Cuál es tu secreto? —preguntó de nuevo. En sus ojos brillaba una luz lejana—. Entre cien hombres creo que apenas lograría hallar uno que supiera resistir como tú. Con toda seguridad amas a una muchacha, o alguna enfermedad ha agotado tu espíritu. Quizás eres uno de aquéllos que es necesario pegar antes con un bastón para que encuentre placer.

Al decir esto Sina reía, y supe inmediatamente que esto no lo pensaba y hablaba por hablar.

—No es ni una cosa ni otra —expliqué—. Así pues, hablas en vacío. Tengo apetito, eso es todo.

Pero el hecho de que hubiera sospechado que amaba a una muchacha me había hecho sonrojar. No quería hablarle de Agneta, a ella, a una prostituta, que no parecía nada santa. Pero hoy, en cambio, sé que era erróneo, pues las malas mujeres en estas cuestiones son muchas veces más comprensibles que muchas otras.

Pero aquella tarde abandoné la cama y me sobrepuse a mí a través de aquella sala, llena de hombres y mujeres, que olían como flores de pantano. Por conversaciones que oía comprendí hasta qué punto están degeneradas muchas gentes de buena posición. Las palabras que intercambiaban con las concubinas parecían absurdas, eran bestiales o simplemente idiotas.

Una mujer me tocó en el hombro. No era una de las criaturas de Sina, se reconocía en su cara bien cuidada y arreglada, sino una dama de las que venían para regalar su cuerpo que envejecía con un muchacho lo más joven posible. Bajo la luz de las antorchas miré sus ojos. Reflejaban cansancio y sus pupilas estaban dilatadas dolorosamente como los de un antílope alcanzado por la muerte.

Me separé de ella y me senté en una mesa en que unas esclavas cortaban carne y colocaban los trozos cortados entre pan. Había ensalada de mejillones, canapés de pescado y diversas verduras en fuentes de madera. Mientras comía, mi mirada vagaba por la sala. Olov no aparecía por ninguna parte. Junto a mí un comerciante resoplaba como un cerdo.

—No hay que arrepentirse de venir aquí —me decía—. Desde luego resulta caro, pero también es cierto que se recibe lo que se desea. La comida es sabrosa y entre las prostitutas uno se siente mejor que en casa. Y todo el que quiera entregarse al amor ha de reforzarse.

Tragaba una copa de vino tras otra. Junto a él estaba una de las esclavas de Sina. Tenía un rostro sensual, sus cabellos estaban pintados de color violeta. Arañaba el cuerpo del comerciante y le daba de comer. Al hacerlo me contemplaba como si fuera una extraña que nada comprendiera. Poco a poco su expresión fue variando hasta que apareció en sus labios una sonrisa infantil. De pronto se sentó a mi lado, pero el comerciante, por lo visto, no estaba para bromas y de un tirón de pelos la hizo volver a su sitio.

—Oye, bella serpiente —dijo—. He pagado para que me atiendas, y exactamente la suma que recibo por el trabajo de cinco días en el puerto. Nadie, ni siquiera un grupo de elefantes, podrá robarme ni un ápice de lo que es mío. De lo contrarío, habrá pelea. ¿Comprendes?

Estaba bebido; primero miró a la muchacha, luego me dirigió una mirada amenazadora.

Yo me encogí de hombros y llevé la copa a mis labios. No tenía ganas de beber, pero la carne había despertado mi sed. Pero ¿dónde estaría Olov? Quería decirle que deseaba marcharme, pues, pese a que hubiera bebido, sabía que me buscaría.

Una esclava alumbró una lámpara de aceite y la colgó de la pared. Vino hacia mí y en voz muy baja me dijo:

—Sina te aguarda, señor. Tiene algo importante que comunicarte.

—Puede hablar con quien quiera —le dije desabrido.

Me miró extrañada, pues la mayoría de hombres se apresuraban a acudir si Sina les llamaba. Pero mis pies se pusieron en movimiento y como por sí solos me condujeron ante la dueña de la casa, que me contemplaba. A pesar de que en la habitación había muy poca luz y en sus mejillas se proyectaban sombras, su sola mirada bastó para encenderme en deseos.

—No te he hecho llamar, Tamburas, para pedirte dinero —dijo—. No soy tan necia, pues sé ver que eres un hombre que sabe apreciar lo que es justo. Con toda seguridad sabrías recompensarme de lo que hubieras recibido. Pero, mientras, ha llegado una a la que temo, pues tiene mucho poder y es una de las mujeres predilectas de Polícrates. Aparece muy pocas veces por aquí, pero según tengo entendido el rey pasa por un período de enfriamiento. Ve arriba, pues ha preguntado por ti. En lo que a mí respecta, quiero advertirte que sería algo terrible que llegara a odiarme por tu causa.

Lentamente asentí con la cabeza.

—Me voy, pero a casa. No me agrada que me hables como si fuera algo tuyo y tú pudieras disponer de mi persona. A mí no puedes comprarme ni tratarme como a un objeto, como si fuera una pieza de ganado.

Pero pese a decir eso, permanecí de pie sin moverme y contemplé fijamente y con enfado a la ramera, que se llamaba Sina. Me sentía como quien no sabe qué decisión tomar. Quería decir algo importante, original, pero nada se me ocurría.

Sina entornó sus ojos.

—No hables tan fuerte —murmuró sorprendida, pese a que nuestras voces no se habían destacado por encima del ruido que se oía—. Si ella quiere, puede perder a quien quiera. Polícrates haría lo que ella le pidiera. Por eso te ruego que le concedas algo de tu cuerpo y que luego vuelvas otra vez, cuando yo me encuentre sola.

Se enderezó.

—Si te estimas en algo, Tamburas, puedes también apreciarme, a pesar de que tengo un negocio que tú desprecias. Ven, pues, mañana o pasado mañana. Estaré por ti gustosa, pues, al igual que tú, aguardo ansiosa la hora en que podamos dormir juntos. Podrás acariciar mi regazo y mis senos y haré que en tus venas corra la llama del amor.

Su mirada se oscureció. Rápidamente separó mi mano, pues algo se acercaba como el suave susurro del viento. Un olor penetrante se expandió por el aire; volví la cabeza. Era una joven muchacha, o mujer, ni alta ni baja, su cabeza me llegaba al hombro. El rostro era hermoso, en lo que se adivinaba detrás del velo con el que se cubría.

Miró primero a Sina, luego a mí. Su perfil era noble y sus cabellos brillaban como un esmalte oscuro. El vestido de la mujer parecía del más valioso lino. Estaba adornado con hilos de oro y le cubría todo el cuerpo hasta los tobillos. Tan sólo su pecho estaba descubierto, como era costumbre de las cretenses. Eran pechos como pequeñas manzanas, que tenían unos pezones artificialmente agrandados, coloreados de escarlata. Sus brazos, al igual que el cuello y los pechos, estaban cubiertos de purpurina. Mientras mi mirada volvía a clavarse en su rostro, sus ojos me contemplaban con destellos de fuego.

—¿Quién eres? —le pregunté suavemente, pues, al igual que Sina, esta mujer tenía poder sobre los hombres. Según la norma, respondió que no sólo tenía capacidad de excitar el cuerpo, sino también el espíritu.

Su suave risa sonó agradablemente en mis oídos.

—Soy aquel-que-tú-ves-en-mis-ojos.

—Separa tu velo para que realmente te reconozca.

Sus dedos tomaron mi mano y permanecieron en ella como un pájaro en su nido caliente.

—Sígueme y apagaré tu sed.

Sin mirar a Sina, que estaba allí con una expresión dura como una enorme gata, marchamos al piso superior, a una habitación que estaba separada por una cortina. Un esclavo viejo salió fuera y se puso delante de la cortina a vigilar.

En el interior apenas había luz. La mujer echó en la cama cómodos almohadones. Sin oponer resistencia, me senté a su lado. Su transpiración me quitaba el aliento, me recordaba un campo lleno de sangre. Sus pezones coloreados de rojo escarlata, ahora más oscuros, presentaban las puntas hacia afuera; la piel, llena de polvo de oro, brillaba. Bajo el velo parecía sonreír.

—Haz que me refleje en tus ojos, como prometiste —murmuré por lo bajo.

Su voz resultaba apenas perceptible.

—¿Por qué no lo haces tú mismo?

Cogí el velo y se lo retiré lentamente de la cara. Mis ojos se habían habituado a la semioscuridad. Su cara era realmente bella. La boca era algo grande para el pequeño rostro, pero pareció abrirse y susurrar órdenes imperceptibles que me excitaban de modo jamás experimentado. Mis nervios temblaban. Sus brazos se deslizaron por mi espalda y abrazaron mis hombros. Los ojos de la mujer refulgían como si miles de luces nadaran en ellos.

—¿Quién eres y por qué me siento sin defensas? —susurré.

—Ya lo sabes y sabrás más todavía —su sonrisa inundaba la cara.

Los labios se separaron y mostraron dos hileras de dientes blancos como la nieve.

La sangre martilleaba en mis sienes.

—Tú, en quien mis ojos se hunden.

Incliné mi rostro hacia su boca, que me aguardaba como garganta sedienta. Fuego ardía en mis venas, de nuevo me sentí acometido por un deseo irresistible. Su lengua jugaba con la mía, los labios susurraban apasionadas palabras[2].

Con dedos temblorosos me quitó la túnica del cuerpo. Sus pechos se apretaban contra mí. Me sentí derrotado por ella y me abrió su cuerpo.

Esa noche olvidé a Agneta, a mis padres, a Pisístrato, a mis amigos y a Limón. Olvidé el mundo.