Las mujeres se esfuman

Mac se levantó y abrió el cajón superior de uno de los seis archivadores metálicos que amueblaban su despacho.

—Está al día hasta la semana pasada —dijo—. Pero desde entonces no hay nada interesante. Mira tú mismo. Están en orden cronológico. Y hay otro archivo alfabético si quieres.

—No, está bien —dijo Gary—. Ven, Rocky, te necesito.

Examinamos con atención las seis primeras fotos. Y a la séptima, agarré el brazo de Gary.

—Escucha —le dije—, todo esto va demasiado aprisa. Más valdría que me cuidaras un poco, porque yo, a este ritmo, me voy a volver chiflado antes de que me salgan las muelas del juicio.

Porque la chica que nos sonreía ampliamente desde la foto era, sin discusión alguna, la bonita muñeca que me había hecho proposiciones deshonestas esa misma noche.

Era ella, no cabía la menor duda. Reconocí sus cabellos rubios, sus labios bien dibujados, su nariz recta y fina, y sus grandes ojos azules. Sé que eran azules porque los había visto tan cerca como veía los de Gary en ese momento. Y los de Gary me estaban interrogando.

—Es ella —le dije, simplemente.

—Pues bien, amigo, sí que eres exigente —respondió sin inmutarse, admirando el palmito de esta muñeca de primera.

—¿Quién es? —pregunté.

Volvió la foto y leyó la ficha mecanografiada.

—Bérénice Haven, diecinueve años. Desapareció hace seis días.

—Sus padres creen que se fugó —explicó Mac, que se nos había acercado—. Salió a bailar y no volvió. Esta semana tenemos a otra chica que desapareció en las mismas circunstancias.

Nos señaló la cuarta foto del montón.

—Cynthia Spotlight, la hija del comodoro W. Spotlight. Una real moza, también. Había ido a una discoteca a encontrarse con unos amigos, igual que la otra.

—Pero bueno —dije—, los periódicos no han hablado ni de una ni de otra. Y en cambio, veo aquí las fotos de Phyllis Barney y de Leslie Daniel, cuyas descripciones han dado todos los periódicos locales. ¿Cómo es eso?

—Es por expresa petición de los padres —explicó Gary—. Puedes estar seguro de que el señor Haven y el comodoro Spotlight son gente muy acomodada y de que han pagado una fuerte suma para evitar el escándalo.

—Pero eso es totalmente absurdo —dije—. ¿Y si han sido secuestradas?

—De todas formas, la policía las busca —dijo el hombre.

Dejé que Gary copiara algunos datos más y salimos del despacho.

—¿No comprendes —dijo Gary— que es muy peligroso para los padres gritar a los cuatro vientos que sus hijas se han largado, si tienen intención de casarlas con personas de buena posición?

—De acuerdo —dije—. Y ahora ¿qué hacemos? ¿No hubiera sido mejor seguir a ese maldito guarro que me hizo fumar su hierba envenenada?

—Ni hablar —dijo Gary—. Si tienes ganas de irte a criar malvas, ése es el camino. Pero yo no pienso jugar a los detectives de esa manera. Escucha, debes de tener hambre. Ahora vete a comer, y luego, a las dos, reunión en mi despacho, en el Call. Entretanto, yo intentaré descubrir quiénes son por el número de la matrícula.

—Seguramente será falsa.

—No creas… —me respondió—. Hacen demasiadas burradas para permitirse tener matrículas falsas en todos sus coches. Existe un medio mucho más seguro para pegársela a la poli.

—¿Cuál?

—Tener placas verdaderas y ser un pez gordo. Quédate tranquilo —me dijo—. Las pistas que consigamos nos llevarán sin duda hasta un senador o incluso un gobernador del condado, pero no a un Smith o a un Brown, tenlo por seguro.

—Es un riesgo que hay que correr —contesté—. Pero sigo teniendo la impresión de que más nos hubiera valido seguirlos.

—No temas —dijo Gary—. Aunque me equivoque, los volveremos a ver antes de lo que desearíamos… No olvides un pequeño detalle.

—¿Cuál?

—Somos nosotros los que tenemos las fotos.

¡Por Dios, tenía razón, el muy animal! Sentí que se me helaba la espalda.

—¿Qué hacemos con ellas? —pregunté.

—Mételas en un sobre resistente y envíalas a la dirección que te daré.

Garrapateó algo en su libreta y arrancó la hoja, y me la entregó.

—Y sobre todo —continuó—, no vuelvas ahora a tu casa. Come en cualquier parte… Hasta luego, Rocky.

—Cuídate —contesté.

Yo no sabía lo que iba a hacer. Cogería un taxi. Recuperaría mi cacharro, que estaba intacto. Me subí, y me largué a casa de Douglas Thruck. De paso, me detuve en Correos y envié la carta. Entré en casa de Douglas a la una en punto.

Estaba roncando.