Nos detuvimos delante del edificio donde yo tenía un apartamento y esperamos. Todavía no habían llegado, puesto que no había ningún coche aparcado. Gary me estuvo mirando con una expresión extraña durante un minuto.
—Dime una cosa —acabó por decirme—, ¿recuerdas tu razonamiento de hace un momento?
—Sí —dije yo, muy orgulloso, pero algo inquieto a causa de su mirada.
—¿Qué te hace pensar que los que atacaron a Defato y los que vinieron al Slammer forman parte de la misma banda?
Reflexioné un poco. Y comprendí lo que quería decir. El asesino de Petrossian debía necesariamente formar parte de un grupo rival al de Petrossian… Si fueron los amigos de Petrossian quienes intentaron conseguir el cuerpo, quizá fueron los amigos de su asesino quienes atacaron el Slammer. Pudo ser así, o al contrario, pero los dos golpes pudieron muy bien ser realizados por distintas bandas. Me rasqué la cabeza.
—Ya comprendo lo que quieres decir —dije a Gary.
Y así pareció aún menos divertido. Movió la cabeza y casi inmediatamente abrió la portezuela y bajó. En el retrovisor apareció un coche. Disminuyó su marcha y volvió a acelerar. Falsa alarma. Gary pasó la cabeza por la ventanilla.
—Me quedaré en la entrada de la casa —me dijo, señalando la que estaba enfrente de donde nos habíamos detenido—. Si nos quedamos los dos esperando en el taxi, parecerá extraño. Y eres tú el que se tiene que quedar para ver si reconoces al tipo que te drogó. Porque si viene alguien no puede ser más que de los que ya te conocen. Ahora, si están a favor o en contra de Petrossian, ésa es la cuestión.
—Vete —le dije—, ahí viene otro coche.
Entró en el edificio y, con el rabillo del ojo, observé a los que se acercaban. Esta vez, pasaron por nuestro lado y se detuvieron exactamente frente a mi casa. Entraron en la vivienda.
No reconocí a ninguno de los dos. Pero inclinándome un poco, me di cuenta de que había otro detrás del conductor. En total, eran pues cuatro tipos.
¿Cómo me las apañaría para ver la cara de ese fulano? Nunca me había estrujado tanto la mollera. Tuve una idea.
—Dígame —le dije al conductor del taxi—, ¿quiere ganarse cinco dólares extra?
—Eso depende… —contestó.
No podía haber oído nuestra conversación. Quizás había escuchado lo que habíamos dicho desde que nos detuvimos, pero eso no le habría aclarado nada.
—Escuche, amigo —dije—, quisiera ver la cara del señor que está sentado en ese coche. Así que usted baja, abre cortésmente su portezuela y le dice que tiene un pinchazo… ¿Conforme cinco dólares por ello?
—Pero es que su neumático está perfectamente bien… —dijo el hombre.
—Sí, claro. Pero él no lo sabe.
—¿Y si es el chófer el que baja?
—Mala suerte —contesté—, pero no para usted. Y hay pocas probabilidades de que el chófer abandone su asiento.
Se rascó la cabeza.
—De acuerdo —me respondió—. Allá voy.
Descendió y abrió la portezuela del otro coche. Era un Crysler gris, cerrado. Dijo algo. Afortunadamente para él, el neumático estaba efectivamente algo desinflado. Volvió, contuve la respiración. En ese mismo momento, Gary bajó la escalinata y subió al taxi. El otro tipo salió.
¡Dios mío…, era él! Me hundí en el asiento para que no me reconociera y le dije al chófer: «Vamos, llévenos a…». No se me ocurría ningún sitio y dije la primera cosa que me vino a la cabeza.
—Al Hollywood Boulevard, al México.
Estaba apartado. Pero el chófer no dijo ni pío y arrancó.
—Fíjate en la matrícula… —le dije a Gary, dándole un tremendo codazo en las costillas.
Se volvió, miró por el cristal trasero y anotó algo en una libreta.
—Era él —le dije.
—Bien —dijo simplemente. Luego, dirigiéndose al conductor—: Diga, amigo, ¿sabe dónde está la Oficina de Desaparecidos? Pues llévenos allí a toda prisa.
El hombre apretó el acelerador, se deslizó hábilmente por entre la circulación como una ardilla y, por segunda vez en poco rato, llegamos a la comisaría. Empecé a darme cuenta de que no había dormido en toda la noche. Pero Gary seguía fresco como una rosa y su pajarita estaba más vivaracha que nunca.
Bajamos y le di veinte dólares al chófer. No me pidió más, claro que no debía de saber que había arriesgado su pellejo.
—¿Sabes? —me dijo Gary mientras subíamos hasta el décimo piso—, esos tipos no se achican. Toda la policía de Los Angeles los persigue y ellos continúan circulando sin preocuparse en absoluto.
—Eso es lo que me hace pensar que hay dos bandas —añadió poco después—. Los mismos no habrían tenido la desfachatez de hacer tantas perrerías en una sola mañana.
—En cualquier caso, me pregunto en qué estado voy a encontrar mis cosas —dije sombríamente.
—Un poco desordenadas, sin duda —se burló ese canalla de Gary.
Lo seguí hasta un despacho en el que un viejo de uniforme estaba compulsando expedientes.
—Hola, Mac —dijo Gary.
—Hola, Kilian —dijo el hombre—. ¿Puedo hacer algo por ti?
—Quisiera las fotos de las últimas veinte chicas que hayan desaparecido en Los Angeles y alrededores.