La Marina, protagonista

Mike y yo nos encontramos en una cocina gigantesca, acondicionada para dar la pitanza a quinientos tipos como mínimo. Mike se detuvo ante el refrigerador y cayó de rodillas para dar las gracias al Señor… No se entretuvo mucho tiempo en ello y se levantó, abriendo la puerta esmaltada del aparato.

Me relamí al ver lo que había dentro… ¡Aquello iba muy bien, íbamos a recuperar nuestras fuerzas…! Langosta, pescado frío, pollo en gelatina, leche… ¡Yupi! Agarramos a manos llenas y comenzamos a masticar.

Pasó un cuarto de hora entre ruidos de mandíbulas y chasquidos de lengua satisfechos. Luego, Mike recobró el aliento.

—Todo parece acabar en agua de borrajas… —dijo.

—Es un buen final…, si se tiene sed, el agua siempre es buena…

—¿Qué hará Sigman?

—Nada… Ya veremos…

—¿Tardarán mucho los del torpedero?

—Ya deben de estar aquí…

Un hombrecito vestido de blanco entró en ese momento:

—¿Es usted Bokanski? —me dijo.

—Es él —dije señalando a Mike.

—Andy Sigman me ha dicho que usted debe reemplazarle —continuó el hombre volviéndose hacia Mike.

—¿No está disponible? —preguntó este último.

—Está completamente desenfrenado —aseguró el hombre con tranquilidad—. Ha cogido cuatro muchachas para él solo y las cuatro están pidiendo misericordia. Pero ha cerrado la puerta.

Miré a Mike con orgullo.

—¿Eh? —dije—. ¡Eso es un jefe!

—¡Y que lo diga! —aprobó el hombre—. Hay un marinero que me ha traído un mensaje para Sigman. Espera una respuesta. ¿Se lo doy a usted?

—Démelo —dijo Mike, y extendió la mano para coger el papel.

El papel llevaba el membrete del Almirantazgo y estaba firmado por Count Gilbert.

«Orden a Andy Sigman y a sus hombres de ponerse a la entera disposición del doctor Markus Schutz o de sus representantes, y, en su ausencia, de tomar todas las medidas susceptibles de ayudarle en sus trabajos, que interesan en el más alto grado a la Defensa Nacional. En el último caso le serán delegados todos los poderes, de lo cual da fe el presente documento».

—Lo que yo te decía, Mike —exclamé—. Siendo que los hombres de Schutz están en el gobierno, trabajar para ellos es servir al país…, y cuando Pottar y Kaplan también estén en él, ya no se les podrá considerar como nefastos.

—Por Dios… —dijo Mike, abrumado—. Vaya futuro que nos espera… ¿No te digo…?

—Vamos, Mike, arriba esos ánimos… Ahora eres tú el jefe…

Mike se enderezó.

—¿Está ahí ese marinero? ¡Que se presente! —dijo al portador del mensaje.

—De acuerdo —dijo éste, que salió y volvió un instante más tarde acompañado de una especie de mono diminuto de lo más espantoso jamás visto con el uniforme de la Marina.

—¿Sabes que debes obedecerme? —preguntó Mike.

—Estamos al corriente —dijo el hombre, y saludó.

—Entonces —dijo Mike. Me miró y dudó—. Entonces —volvió a decir—, que me envíen a los veinticinco marineros más guapos de a bordo y también a los veinticinco más feos. Que formen en el patio y que esperen nuevas órdenes.

—¡Comprendido! —respondió el marinero. Saludó y se alejó a paso ligero.

—Tú —dijo Mike al hombre— haz salir a las cincuenta chicas más guapas del viejo Schutz al jardín que hay delante de la casa. Con sus trajes de trabajo.

—De acuerdo, jefe —asintió el hombre—. ¿La serie P?

—La serie P.

El hombre se alejó y Mike se secó la frente.

—Vamos, Rock —dijo—. Vamos a saber a qué atenernos. Es una experiencia especialmente indicada para ayudar a Schutz en sus trabajos.

—¿Cuánto tardarán en llegar? Quisiera saber ya lo que va a ocurrir…

—Tengo canguelo —dijo Mike—. Tengo un canguelo espantoso, querido Bailey.

Salimos y regresamos delante del gran edificio bajo. Hacía un tiempo radiante. Las palmeras se agitaban imperceptiblemente y las flores hacían daño a la vista con sus colores que resplandecían bajo los rayos ardientes.

Comenzaron a salir las chicas. Desnudas, naturalmente…, en series de cuatro o cinco perfectamente idénticas… Pelirrojas parecidas a las que habíamos tomado esa noche… Morenas… Rubias… Todas hechas de un mismo molde y hermosas como para darle un infarto a un productor de Hollywood.

—Colocaos por allí —ordenó Mike, y las contó—. Vamos a traer hombres y cada una elegirá al que más le guste… ¿De acuerdo? Cuando yo dé la orden, caminad hacia vuestro preferido y señaladlo. Habrá tantos hombres como mujeres.

Llegaron los marineros.

—¡Desnudaos! —ordenó Mike.

Obedecieron sin pestañear. De hecho, se estaba mejor así.

—Formad aquí. En fila. ¿Hay alguno que se oponga a un experimento de fisiología aplicada cuyo objetivo es servir a la Marina y a los Estados Unidos?

—Yo —dijo un gordo marinero mofletudo—; soy objetor de conciencia.

—De acuerdo —dijo Mike—. Nada se opone entonces a su participación en el experimento. Esto ya se hacía en la Biblia en los tiempos del rey Salomón.

Todas las mujeres estaban allí. Los hombres también. A decir verdad, el grupo de los feos contaba con una serie de abortos capaces de agriar la leche de una vaca tejana. Supongo que los cogen así en los torpederos porque los techos son bajos y el reclutamiento difícil.

—¿Listas? —preguntó Mike a las mujeres.

El instante era crucial. Ellas parecían estar con unas ganas tremendas…

—Vamos —dijo Mike.

Fue la avalancha. Y Mike se tapó la cara. Cuarenta y siete muchachas se lanzaron hacia el grupo de los canijos y solamente tres hacia los otros. Por otra parte, las tres se dirigieron hacia el mismo: un tipo estilo Hércules y cubierto con pelos negros como un sátiro, con una gran nariz ganchuda y ojos brillantes…

—¡Basta…! —dijo Mike—. ¡Dejadlos…! Se acabó… Ya basta…

Demasiado tarde. La barahúnda estaba en su apogeo. Los veinticuatro chicos guapos desdeñados miraron a sus camaradas con asco y estuvieron en un tris de vestirse otra vez. Al otro lado había tal enredo de cuerpos que volví la cabeza, completamente aturdido. Mike bajó la vista y se ruborizó. Sólo se oían los jadeos de las mujeres y las exclamaciones de los elegidos que pedían piedad. De tanto en tanto, dos cuerpos acoplados se desprendían de la masa y daban unos pasos para caer más lejos… Entonces una mujer se lanzaba para arrancar a su rival del cuerpo del hombre y deslizarse en su lugar… Poco a poco, nos enardecimos y miramos. Había muchas combinaciones interesantes y que denotaban un espíritu de equipo desarrollado…

—Schutz estaba equivocado —dijo Mike—. Lo lamento por él… Es un buen tipo…, pero se equivocó…, esto va a producirle una generación de monstruos de aúpa.

—¡Bah! —dije—. Démosle un voto de confianza, ya encontrará la forma de solucionarlo.

Un tipo enloquecido se desprendió del movedizo grupo y partió al galope sujetándose las nalgas…

—¡Aquí hay tramposos…! —gritó—. ¡Maldición…! ¿No hay suficientes mujeres?

—Ya ves —me dijo Mike—. Es el fracaso del sistema…

Protesté.

—Es un error, Mike…, ahí dentro no pueden ver lo que hacen…

Los marineros desdeñados habían formado un círculo y uno de ellos sacaba fotografías con un pequeño aparato portátil. Los otros parecían molestos. Algunos se envalentonaban y se acercaban al grupo. Los tres primeros consiguieron incorporarse y llegaron incluso a establecer algunas relaciones dobles…, pero el cuarto, identificado, fue expulsado por dos furias desenfrenadas que le persiguieron, arañándole y gritando insultos… Lo trataron de contrahecho y lo amenazaron con horrorosas castraciones…

Mike me cogió del brazo.

—Ven, Rock —dijo—. Aquí ya no hay sitio para nosotros. Vamos a perder algunos kilos y ablandarnos y afearnos. Tal como van las cosas, no tenemos la menor posibilidad con las mujeres…

Le seguí y nos alejamos hacia el mar en el momento en que los veinte marineros desdeñados, con el sable en la mano, intentaban un ataque en masa. De la lucha se desprendía tal olor a sudor y a carne caliente que la cabeza me daba vueltas.

Caminamos en silencio y Mike sacudió la cabeza, desolado.

—Eso no es vida —dijo—. Schutz tiene razón. ¡Abajo los horrorosos! Se apoderan de todo.

—Tu punto de vista está falseado, Mike —repliqué—. Estás ahí, en medio de diosas que se pasan todo el día en la cama con tipos tan hermosos como tú…, ya están hartas…

—Además —concluyó él—, yo también estoy harto. Son demasiado perfectas.

—Ya no sabes lo que quieres —respondí.

Nos acercamos a la playa. Toqué a Mike con el codo.

—¿Quién es?

Un hombre joven, con cabellos plateados, muy alto, venía hacia nosotros. Iba de paisano… Sonrió cuando nos vio… Se mantenía muy erguido, con un aire muy simpático y seductor.

—Count Gilbert —murmuró Mike—. ¡Lo que faltaba!

Era evidente que salía de la casa de Schutz… Yo sólo lo conocía por sus fotos… Me sorprendió que se hubiera molestado… De todas formas, era un mandamás.

Nos detuvimos y le saludamos.

—¿Señor Bailey? —preguntó—. He visto su foto en las revistas deportivas. ¿Y usted? —continuó, volviéndose hacia Mike.

—Mike Bokanski. Sustituyo a Andy Sigman.

—Encantado de verle —dijo—. Parece usted agobiado. Espero que todo esté en orden… ¿Qué ha hecho con mis cincuenta marineros?

—Oh, están ocupados —dijo Mike—. He hecho un experimento. Temo que Markus Schutz lo encuentre desafortunado.

Expliqué a Count Gilbert de qué se trataba y rió a mandíbula batiente.

—Vengan conmigo —dijo—. Todo va a volver a su cauce por sí solo… Les invito a una copa… He venido a título privado…

—¡Estoy harto! —gritó Mike.

Se detuvo. Su cólera estalló de golpe.

—¡Las mujeres son todas unas marranas! ¡Te rompes el culo para hacerte músculos, para ser un chico guapo, para tener un buen cuerpo, para tener un aspecto limpio, para que no te apeste el hocico, para caminar derecho, para no incomodar a los vecinos con tus pies, para estar sano y bien hecho…, y ellas se precipitan sobre el primer aborto que encuentran, se encaraman sobre su lomo y lo violan antes de haber visto siquiera que lleva dentadura postiza y tiene los pulmones hechos un colador! ¡Es repugnante! ¡Es abusivo, injusto, inmerecido e inadmisible!

—No crea —dijo Gilbert.

Le seguimos… Yo me sentía muy bien… Sunday Love debía de haberse despertado, en mi habitación de Los Angeles… me esperaría…, Mona y Beryl también… La vida es bella…

—Estoy decepcionado —dijo Mike—. Esas mujeres me asquean… Me voy a buscar un mono bien podrido…

Llegamos a la playa. La lancha gris del torpedero nos esperaba.

—Suban —dijo Gilbert—. Cuando vuelvan los marineros, nos dirigiremos a Los Angeles…, y allí, les prometo sorpresas.

Se inclinó hacia Mike.

—No quiero darle demasiadas esperanzas…, pero en este momento tengo a mi disposición una secretaria jorobada…

Los ojos de Mike brillaron.

—¿Es muy fea?

—Es repulsiva —aseguró Gilbert, con una enorme sonrisa—. Y, además, tiene una pata de palo.