Andy Sigman al rescate

Recobré el conocimiento a tiempo para escuchar el canto de los pinzones azules del Gabón en una plantación de naranjos, en una ladera de la carretera, en cuyo borde estaba echado, completamente vestido. Sentía en la nariz el olor del puro de Douglas y me preguntaba cómo se las había arreglado ese idiota para encontrarme.

Cuando me fijé, me di cuenta de que no era el puro de Douglas. Tenía ante mí un taxi naranja y negro, y un viejo simpático, sentado en el estribo, fumaba su pipa mientras me miraba.

—¿Qué hago aquí? —pregunté.

—Eso mismo iba a preguntarle —me dijo el tipo.

—Estoy vestido… —contesté.

—Bueno, eso creo —dijo—. ¿Encuentra a faltar algo?

Toqué mis bolsillos. Aparentemente no me faltaba nada.

—¿Qué hora es?

—Cerca de las seis —dijo.

Me puse en pie. Mi cabeza me demostraba que no se trataba de un sueño. Debí de quejarme, porque me miró con solicitud.

—Tiene usted un buen chichón, amigo…

—Sí.

Me dolían los riñones. Esa pandilla de patanes, con sus porquerías eléctricas. En fin, si eso era todo…, podía haber sido peor. Dudé un instante.

—¿Puede llevarme a la ciudad?

—Sabía que me lo pediría —dijo—. Por eso esperé. Me llamo Andy Sigman.

—Y yo Rock Bailey —dije—. Pues estoy contento de haberle encontrado.

—Oh, no me agradezca nada. Regresaba de vacío. También me va bien a mí.

Reflexioné durante un minuto y mi cráneo me hizo sentir que ése era el tope máximo.

—Vamos —dije—. Lléveme al Zooty Slammer. Vaya hasta la esquina de Pico Boulevard y San Pedro Street y ya le indicaré.

—Sé dónde es —me dijo—. Vamos al club de Hamilton, ¿no?

—Eso es.

Me senté a su lado; a la porra con el reglamento, es más cómodo para charlar y todos los conductores de taxi de la ciudad son charlatanes como viejas negras. Intenté fabricar una historia que se tuviera en pie. Desde luego, no le iba a contar lo que me había sucedido, con pelos y señales.

—Desconfíe de las mujeres —dije para comenzar.

—Es una mala raza —aprobó.

—Sobre todo cuando te empujan fuera del coche después de dejarse manosear durante treinta kilómetros.

—Pues no conduciría muy rápido… —dijo, mirando mis ropas.

—Por suerte, no —contesté—. Iba a volver a arrancar…

—Me extraña un poco que una chica se haya negado a besarle —dijo, ligeramente suspicaz—. No puedo juzgar a causa del chichón en la cabeza, pero no creo que le hagan muchos remilgos…, más bien creo que debe de ser de aquéllos a los que les caen como moscas.

Ni rastro de adulación en su voz. Realmente, debía de pensar lo que decía.

—Normalmente —dije yo—, así es…, pero siempre puedes pinchar en hueso. En todo caso, ésta me ha tomado bien el pelo y sería incapaz de decir qué hice desde el momento en que me quedé grogui.

—Debe de haber dormido allí mismo —dijo.

—Es probable —respondí.

—Es una suerte que haya llevado un cliente hasta San Pinto.

—Una suerte para mí —dije.

—Cuando estuve en Shanghai —comentó—, todos los días encontraba gente en la calle, tirada por el suelo.

—¿Ha estado en Shanghai?

—Era director de la concesionaria francesa de tranvías. Fue un caso muy raro.

Comencé a reír.

—Es una broma.

—No, en absoluto. Realmente, dirigí aquello. A decir verdad, a los diecinueve años me matriculé en la escuela de lenguas orientales, como la llaman allí, para aprender turco. Y el primer día me equivoqué de clase.

Se puso a reír él también.

—Tiene razón —continuó—, parece una broma, pero es cierto. Había en total dos alumnos. Conmigo, éramos tres. Era la primera vez en once años que el profesor tenía tres alumnos…, y no tuve el valor de defraudarle.

—¿Y entonces?

—Entonces, cuando supe bien el chino, tuve que ir a China, qué remedio. Me quedé allí veinte años, y durante ese tiempo aprendí el inglés.

—Y ahora está usted aquí…

—Así es. California es un lugar estupendo.

—Sí —dije—, un lugar muy bonito.

Un lugar muy bonito, donde te ofrecen cigarrillos con droga para hacerte sufrir tratamientos ignominiosos en sitios desconocidos. Si se lo contara todo, tendría sudores fríos. Sería peor que si todos los tranvías de Shanghai fueran a tocar el claxon debajo de su ventana a las cuatro de la mañana. No, más bien a las cuatro de la tarde porque él probablemente debía dormir durante el día.

No estábamos muy lejos. Me habían dejado en la carretera de San Pinto. Eso no quería decir nada. Habrían podido depositarme en cualquier parte en un radio de sesenta kilómetros a la redonda.

Andy Sigman dobló la esquina. Mi Buick seguía allí, y reconocí el viejo coche de Douglas.

—Vale —dije a Andy—. Déjeme aquí y gracias una vez más.

—Si alguna vez me necesita… —dijo, mirándome de un modo extraño.

Escribió su número de teléfono en mi agenda.

—¿Tiene teléfono? —me sorprendí.

—Sí, vivo bien. De hecho, me divierte ser chófer de taxi. Pero podría prescindir de ello.

Eso hizo que no me atreviera a darle una propina.

—Le llamaré uno de estos días para que tomemos una copa juntos —dije, estrechando su mano, dura y delgada.

—De acuerdo —respondió—. Hasta pronto.

Me quedé mirando su matrícula trasera mientras desaparecía.

Eran exactamente las seis y media. Cuando entré por segunda vez en el club de Lem vi, de espaldas, a Sunday Love que retrocedía gritando y tapándose la cara con las manos.

—¡Hay un hombre muerto!…, allí…, en la cabina telefónica.