Schutz se va de vacaciones

Intentamos abrir la primera puerta. Cedió al cabo de cuatro intentos. Hicimos el menor ruido posible, pero no nos quedaban muchas fuerzas y el no hacer ruido es muy fatigoso.

Después de la primera, naturalmente, había una segunda.

—Ya estoy harto —dije—. Yo grito. Voy a gritar. Voy a aullar… Voy a bramar… ¡Ouaouaoua…!

Di un alarido que avergonzaría a Tarzán y me sentí mucho mejor. La sala donde estábamos retumbó siniestramente.

—Estás loco, Bailey —dijo Mike—. ¿Para qué te sirve bramar así?

—Oh, me alivia —dije—. Inténtalo, es formidable.

Volví a empezar. Esta vez noté que me estaba poniendo azul y oí los vasos que tintineaban en la mesa.

—Eso no es nada —dijo Mike—. Yo lo hago mejor. Escucha.

Se plantó sobre las piernas, hizo bocina con las manos y lanzó la más bella sarta de berridos que jamás escuchara Jericó. No quise ser menos y le di la réplica lo mejor que pude. Estábamos allí, gritándonos a la cara, cuando recibí de golpe un cubo de agua helada en las nalgas. Había olvidado que estaba desnudo, pero lo recordé al segundo.

Mike se volvió. Había recibido el mismo tratamiento.

—¡Maldito seas, cerdo asqueroso! —grité—. ¿No puedes dejar que la gente se divierta tranquilamente?

Detrás de nosotros…, pero si era él…, el crápula… el zafio…

En una palabra, el tipo que me había metido electrodos en el trasero. ¡Amigo, eres hombre muerto! Salté en el aire y me precipité hacia él. Pero había presentido mi reacción y ya galopaba dos metros delante de mí. Mike siguió el movimiento y allá íbamos corriendo por la mansión de Schutz como canguros, es decir, con intermedios saltarines.

Nos sacaba ventaja por momentos, porque conocía el tinglado y esto le permitía abrir puertas y escapar a toda mecha. En una ocasión, casi lo alcancé. Mientras corría lo insultaba a gritos.

—¡Hijo de puta! ¡Retrasado…! ¡Cara de besugo! ¡Párate si eres hombre!

Esto era gratuito, porque yo pesaba al menos treinta kilos más que él… En el fondo, yo era un cobarde de campeonato. Estábamos nuevamente en un pasillo y yo casi tocaba mi nariz con mis rodillas de tanto ímpetu que ponía al correr; gané un metro…, dos metros… Sólo estaba a unos tres pasos de mí… Había una puerta al fondo del pasillo… No se detuvo…, arremetió… ¡Blam!…, estaba cerrada pero se abrió igual… Casi lo tenía… ¡Al aire libre! ¡Ay, Dios, estábamos fuera…! De pronto había perdido cuatro metros y Mike se me adelantó… Seguimos por un sendero arenoso… Este maldito enfermero llevaba zapatillas de tenis y a nosotros las piedras nos hacían polvo los pies…, pero era igual…, íbamos a atraparlo.

Bajó la pendiente en medio de los matojos de flores rojas y las matas… Una brisa fresca nos acarició el rostro y el rumor del océano no estaba lejos… Este condenado tipejo se sabía todos los trucos. Me despertó el pundonor de ganarle a Mike, cuya espalda miraba con pasión… Tenía hermosos músculos, el muy cerdo… El otro, delante, daba brincos de saltamonte y, en cada descenso, extendía los faldones de su bata de enfermero para conseguir un vuelo planeado. La pendiente era condenadamente empinada y aquel tipo corría como un dardo. Nunca hubiera pensado que un hombre tan pequeño pudiera correr tan aprisa. Claro que él no se había pasado veinticuatro horas seguidas fornicando. ¡Oh, después de todo, en casa de Schutz, vaya uno a saber…!

Al fin, se enredó los pies y rodó por el suelo…, pero no se detuvo por ello…, estábamos casi en la orilla. Había un acantilado de seis metros de altura… Consiguió levantarse y se tiró de cabeza…

¡Maldición! Nos había fastidiado… No quería echarme al agua…, luego no tendría fuerzas para volver a subir a la superficie, con lo bien que se debía de estar dentro del mar.

A la derecha se extendía una preciosa caleta arenosa, tentadora, bordeada de plantas frescas y rocas coloradas… Una embarcación anclada se balanceaba… Un pequeño yate a motor de una treintena de metros… Un verdadero barco de millonario…

—¿Hay un camino? —preguntó Mike.

—Sí —contesté, porque acababa de verlo.

—¿Lo dejamos estar?

El enfermero chapoteaba a cincuenta metros de nosotros; retrocedimos por la derecha y nos acercamos a la caleta… Se accedía a ella por una pendiente suave, bien asfaltada y bordeada de flores. Verdaderamente, el doctor Schutz había dispuesto su casa de campo con muy buen gusto.

Detrás resonaron unos pasos apresurados. Nos volvimos. Era él, Schutz.

—¿Qué tal? —nos dijo—. ¿Han pasado una buena noche?

Nos quedamos asombrados. Tenía en la mano un neceser de cocodrilo. Estaba descansado, ligero, más joven que nunca.

—¿Se marcha? —preguntó Mike.

—Sí —dijo Schutz—, es la fecha exacta de mis vacaciones anuales. Tendrán la bondad de disculparme…

—Pero ¿y sus experimentos? —preguntó Mike.

—Me llevo todo lo necesario —respondió Schutz—. Tranquilícese…

—¿Los sujetos…? —pregunté.

—Se quedan aquí —dijo Schutz—. Tienen la costumbre de desenvolverse solos… Tengo personas muy capaces en la serie W.

—¿Y Pottar y Kaplan?, ¿también son de la serie W? —preguntó Mike.

—Vaya, por lo visto, ese asunto le preocupa a usted —dijo Schutz—. Pues sepa que aparte de Pottar y Kaplan, están Count Gilbert y Lewison…, y algunos otros.

—Pero entonces… —dijo Mike.

—Entonces, su torpedero —explicó Schutz—, hará exactamente lo que Count le diga que haga… No llega uno a gran almirante de la flota para rascarse los sobacos…, si me permite utilizar esta manera vulgar de expresarme que, según creo, goza de sus preferencias…

—Y Lewison… Es el secretario de Truwoman[2] —dije.

—Sí —completó Schutz—. Nuestro querido presidente… Saben, poco a poco se va llegando… Esta vez, dejaremos que las cosas se calmen…, pero dentro de cinco años, los horrorosos habrán desaparecido…

—¡Diablos! —dijo Mike—. Es usted un fenómeno increíble.

—No, no —dijo Schutz—, me gustan los muchachos guapos y las chicas bonitas. Ustedes dos son simpáticos… Vendrán a trabajar conmigo a la Casa Blanca… Ahora les dejo, ya es la hora. Hasta pronto, Rocky… Hasta luego, Bokanski…

—¡Caray…! —dijo Mike—, me deja usted patitieso…

—Andy Sigman se va a ganar un ascenso… —dijo Schutz—. No se preocupe…

—En cuanto a las granadas… —dijo Mike—, lo lamento. Eran más para hacer ruido que otra cosa…

—Eso son minucias —dijo Schutz—. De veras, no se preocupe. Hasta pronto, muchachos…

Nos estrechó la mano y se alejó con paso despreocupado… Le miramos mientras se alejaba. Su larga silueta elegante recorrió la arena de la cala y se embarcó en una lancha motora que acababa de separarse del yate… Nos hizo señales…, y luego, la lancha rodeó el costado del yate y desapareció de nuestra vista. Casi al mismo tiempo, el pequeño navío comenzó a moverse y un remolino de espuma apareció en su parte trasera. Giró sobre su eje, lentamente, para encarar su proa hacia el océano, y se puso en movimiento; no tardaría en navegar a toda velocidad.

Desde el puente del barco, un tipo alto, vestido de blanco, nos saludó con la mano…, e hicimos lo mismo.

Mike posó su pezuña sobre mi hombro.

—Rock —me dijo—, realmente no sé en absoluto qué hacer…

—Siempre podemos tirar piedras contra el hocico del enfermero —dije.

—Oh —respondió Mike—, erraría el tiro cuatro veces de cada cinco. Dejémoslo en remojo, será devorado por los tiburones, los biscoufles y los monstruos marinos del Pacífico.

Melancólicamente, subimos el sendero asfaltado.

—¿Qué va a decir Andy? —murmuré.

—¿Qué puede decir? —respondió Mike en el mismo tono.

—¿Y los muchachos del torpedero?

—Si Schutz ha dicho la verdad y si Count Gilbert, gran almirante de la flota de los Estados Unidos, es uno de sus sujetos, harán rigurosamente lo que Schutz desee.

—Tendremos que contarle todo esto a Andy —dije.

—Y ponernos de nuevo un pantalón —respondió Mike—. Ya estoy harto de jugar a los nudistas. ¡Mira que es molesto para correr…!

—Y menos mal —concluí con un suspiro— que no nos hemos visto obligados a trepar a los árboles.