Ya está

Luego todo se desarrolló sin problemas. Pasamos por encima de la isla. Era una isla bastante grande… Tenía miedo de fallar mi puntería y caer al lado, pero me tranquilicé. Había un bonito y viejo volcán en el centro, apagado, por supuesto, con un pequeño lago encantador y redondo en la cima, que brillaba a través de los tupidos árboles. Saltamos uno a uno, y el último cerró la puerta tras de sí, ya que todos éramos muy bien educados… Descendimos, separados los unos de los otros por unos centenares de metros, con todos nuestros bártulos bamboleándose en la espalda de cada uno. Andy había saltado el primero y yo en cuarto lugar. No las tenía todas conmigo, pues de todas maneras uno se siente algo trastornado y se pregunta si aquello se abrirá como afirman. Yo estaba ya cincuenta metros más abajo que los demás; con mi peso no era sorprendente que cayera más aprisa. Los árboles se acercaban y se suponía que pasaríamos entre ellos… No había sido posible dejarnos caer en campo raso porque estaba demasiado cerca del lugar donde se suponía se encontraba estaba el escondite del doctor… Por ello, nos arriesgamos y cada uno de nosotros debía tratar por su cuenta de no partirse la crisma. Distinguí en seguida la cima de los primeros árboles y comencé a manipular mis tirantes y a balancearme para guiar el descenso si era posible, en el último momento, hacia el lado menos peligroso.

Cuanto más abajo se está, más aprisa transcurre todo. Me acurruqué, dispuesto a cogerme de la primera rama que viera… Hop, ahí estaba… Me arañé las manos y me di un arbolazo contra la cabeza… algo de mucho cuidado… Me derrumbé rodando en medio de un estrépito de ramas partidas y torciéndome las tibias, y terminé completamente bloqueado en una horcadura que ni puesta expresamente… Estaba por lo menos a diez metros del suelo. Cerca de mí, oí ruidos extraños y maldiciones. Alguno de mis camaradas debía de haber llegado… No era el momento de hacer el imbécil… Había bastante luz… Me orienté sin dificultad… Estaba cerca del tronco y, bajo mis pies, no había ninguna rama que pudiera alcanzar sin tres metros de caída libre… Bueno, Andy tenía razón, después de todo. Aseguré mi posición y solté el rollo de cuerda que llevaba atado alrededor de la cintura. Tenía en el extremo un gancho de acero que fijé en la madera; me puse los guantes que me colgaban del cuello antes de tocar la cuerda… Muy bien, me fui deslizando a pulso. Demonio, ¡qué pesado soy! Miré hacia abajo… Quedaban unos dos metros…, irá bien…, me dejé caer. Di un enorme grito al caer encaramado sobre un gran sapo que me esperaba desde hacía cinco minutos. Por lo visto sólo deseaba saludarme, porque sin pedir más explicaciones, salió pitando. Me tragué las ganas de poner pies en polvorosa yo también, y comencé a caminar en dirección al ruido que había oído antes. El punto de encuentro fijado era la orilla del pequeño lago, hacia el norte. ¿Brújula? ¡Presente!, en mi muñeca derecha.

Era Mike el que había caído cerca de mí. Estaba indemne él también, pero tenía algunos problemas para andar porque había ido a parar sobre una gruesa rama con las piernas abiertas. Mike, como hombre cuidadoso que era, ya había plegado su paracaídas, y recordé que había dejado el mío colgado en el árbol con la cuerda. Se lo dije.

—Vamos a ir a buscarlo —dijo—. Eso puede denunciarnos.

—¿Piensas que aún no se han dado cuenta?

—Eso espero…, pronto lo sabremos.

Volvimos a mi árbol y conseguimos recuperar la cuerda y el paracaídas, no sin dificultad por cierto. Entonces me enteré de la existencia de un juego de prestidigitación llamado recuperación tirolesa… Es muy ingenioso.

Luego nos pusimos en marcha hacia el lago. El bosque era tupido y estaba lleno de hierbas afiladas y duras. Por suerte, nuestros trajes nos protegían y esta isla había estado bastante concurrida. Había vestigios de antiguos senderos, transitables todavía. Un cuarto de hora nos bastó para llegar al lago. La ribera brillaba bajo la luna y grandes bloques de lava jalonaban los escarpados bordes del agua.

Una lucecita titiló no muy lejos. Mike se inmovilizó y miró…

—Es Sigman. Nos espera allí abajo —dijo.

Nos acercamos a él y constatamos que ya se le había unido Aubert. Poco a poco, todos fueron surgiendo del bosque y nos volvimos a encontrar los ocho. Carter tenía un esguince de muñeca, pero eso era todo. Gary se agitaba como un plato de saltamontes; el salto en paracaídas le había dejado más despierto que nunca. Aubert me dio un codazo.

—Es una pena que mi mujer no esté aquí —dijo—. Las orillas de un lago a la luz de la luna la inspirarían una barbaridad…; es húngara, figúrate.

No vi la relación entre ambas cosas y se lo dije, pero no se inmutó en absoluto.

—Es una romántica, ¿comprendes…? Eso lo explica todo.

Si se trataba de una romántica, no había nada que objetar. Andy comenzó a dar órdenes. Quedó convenido que dos de nosotros se quedarían allí. Fueron designados Carter y otro, un pelirrojo grandote con una cabeza de pájaro. Tenían que establecer una especie de campamento, que camuflarían lo mejor posible, donde depositaríamos todo el material. Los demás partiríamos al ataque del Fuerte Schutz… Algún edificio habría al que se pudiera aplicar ese término.

—¿Cuándo nos vamos? —preguntó Gary.

Llevaba una Leika en bandolera y se moría por entrar en liza. Al igual que un perro de caza husmea en pleno campo el olor a conejo guisado (un especialista amigo mío me había asegurado que el perro no puede imaginarse al conejo bajo otro aspecto, de ahí su afinidad con este animal y la obligación que se crea de acomodar la realidad a la consecución de este concepto previo).

—No tardaremos mucho —respondió Andy.

De hecho, diez minutos más tarde levantamos amarras. Andy tomó sus referencias y caminamos a buen paso a través de la espesura de los bosques insulares.

No conté el número de zancadas que dimos, pero debió oscilar entre tres mil cuatrocientas siete y tres mil cuatrocientas nueve, hasta que desembocamos en una planicie. Dejamos atrás el bosque y cortamos por unos campos llenos de hierba y de cascos japoneses, restos de la guerra que había hecho estragos allí, no hacía tanto tiempo.

Eran casi las tres de la madrugada.

Avanzábamos sin ruido, un poco inquietos de todas maneras. ¿Cómo se presentarían las cosas? El suelo era duro y seco bajo nuestros pasos, y las ramitas crujían rítmicamente a medida que nos abríamos camino en la dirección fijada por Andy.

Por algunas señales me pareció observar que nos acercábamos a lugares habitados. Aquí y allá se distinguían huellas de pasos y, de repente, topamos con una carretera que, ante nuestras narices y sin ningún pudor, se extendía bajo el amarillo rojo de la luna, que fingía mirar hacia otro lado.

—¡Alto! —ordenó Andy.

Nos detuvimos. Andy volvió a orientarse.

—Vamos.

Tomamos hacia la izquierda.

—Sin ruido —recomendó Andy—. No debemos de estar lejos…

Un cuarto de hora más…, y tropecé contra los talones de Jameson, que acababa de inmovilizarse delante de mí. Aubert tampoco frenó y chocó contra mí de lleno. En fin, no era demasiado pesado…, menos mal.

—No te aproximes tanto a mí, Aubert —dije—. Las húngaras son terriblemente celosas. Además, ¿de dónde has sacado ese nombre? ¿Eres canadiense? ¿O qué eres, si no?

—Mohicano —dijo—. Y no sé por qué diablos me llamo así.

—Callaos —dijo Andy a media voz—. ¡Mirad esto! Pues me parece que va a ser más difícil que intentar la pesca con arpón montado sobre patines de ruedas.

Ante nosotros se extendía una inmensa propiedad apenas escondida por una cortina de árboles… Una gran casa no muy alta, totalmente iluminada de arriba abajo; es decir, en toda su extensión, porque la parte alta estaba tan baja como la parte baja, como sucede siempre en las casas que constan de un solo piso.

Escuchamos ecos de una lejana música de jazz…, de buen jazz. Por las ventanas vimos pasar siluetas. Estábamos demasiado lejos para ver.

Andy se agazapó y seguimos el movimiento.

—Rock —llamó—, y tú, Mike…, venid a mi lado.

Me acerqué reptando y Mike se apresuró. Andy cogió unos prismáticos enormes y me los tendió. Yo me había dejado los míos en el campamento, naturalmente.

—Mirad eso…

Miré…, se veía borroso; giré la ruedecilla…

¡Vaya… eso sí que era divertido…!

Todos estaban vestidos con encantadores collares de perlas o brazaletes de flores… no, exagero… Había uno que llevaba una guirnalda sobre el pecho y una diadema de color…

—Desnudaos —ordenó Andy—. Tú, Aubert, recoge flores con Jameson…, y trenzadlas en forma de corona.

—¡Pero si yo no sé hacer eso! —gimió el gran Jameson.

—No te preocupes —le dijo Aubert—, está tirado…, se ve que nunca has hecho teatro… Allí se aprende de todo.

Seguí la orden de Andy y pronto me quedé en cueros vivos. Los que no se ocupaban de las flores me rodearon en seguida.

—¡Caramba…! —dijo Nicholas—. Si es Míster Los Angeles del año pasado.

Me reí. Tengo un buen sastre y cuando estoy vestido no se puede sospechar la anatomía que me he fabricado (al comienzo, mis padres me ayudaron).

—Así es —dije—. Pero no es un título glorificante para mí… Todo el mundo me toma por idiota…

—Tampoco se equivocan tanto —comentó Gary.

Mientras tanto, Mike Bokanski se había quitado a su vez la ropa y, a decir verdad, no desmerecía en absoluto a mi lado. Estaba a mi altura el Mike ese…

Aubert terminó un bonito brazalete de flores de zinzillastrabis y me lo pasó. Me iba muy bien… Jameson se contentaba con coger las flores… Su primer intento había sido una espantosa cochinada y había desistido.

—Uníos a ésos —dijo Andy—. Y volved lo antes posible con información…

—¿Y si no nos enteramos de nada? —preguntó Mike.

—Lo dejo en vuestras manos —respondió Andy.

—Me joroba —dijo Mike—. Para empezar no tengo a mi perro y, por si fuera poco, no tengo granadas. Me siento absolutamente desarmado.

—Espabílate —dijo Sigman—. ¡Y déjanos en paz con tus granadas!

—De acuerdo, jefe —dijo Mike—. Vámonos.

Nos adornamos con las flores y nos largamos, cogidos del meñique, para bromear. Los otros se retorcían de risa en silencio.

Al principio, era un poco molesto sentirse completamente desnudo, pero hacía tan buen tiempo, y por la noche no es lo mismo. Por otra parte, en esta extraña isla a nadie parecía importarle un pimiento… Yo esperaba encontrar a un Schutz blindado, malvado, fabricando robots para invadir América o algo así… Y no, nada de eso… Pero eso sí… una encantadora recepción de sátiros.

Seguimos un sendero bordeado de flores… Ahora ya oíamos la música muy claramente…

En un recodo del camino vi que Mike, que iba delante, se estremecía de los pies a la cabeza.

Había un hombre crucificado al borde del camino… Un hombre también desnudo…, muy rubio, pálido… Con una amplia herida abierta en el pecho derecho… Estaba clavado al tronco del árbol por una clavija de metal que le había atravesado el corazón.

Alrededor de su cuello, un cartel:

ASPECTO DEFECTUOSO

Mike me aferró del brazo… No se dio cuenta de que me apretaba mucho. Yo tampoco me di cuenta. Dejó caer sus brazos.

—¿Qué quiere decir esto? —murmuró—. ¿Le ves algún defecto?

—Bueno —dije—, ahora no me cambiaría por él…, pero antes sí, con seguridad. Está muerto —añadí.

—Todo lo muerto que se puede estar —respondió Mike, frío como de costumbre aunque ahora un poco incómodo.

—¿Volvemos atrás o continuamos?

—Sigamos —dijo Mike—. Ya veremos.

De pronto, sentí que no hacía tanto calor para andar sin nada encima. ¿Qué clase de defecto era ése que no podía verse? Aunque también podía ser un pretexto.

Íbamos muy lentamente… Estábamos muy cerca de la fiesta. Apareció una pareja ante nosotros… Nos iban a cruzar…, nos cruzaron.

—Eh —dijo Mike mezzo voce—, si todos son como estos dos, ya entiendo por qué suprimieron al otro…

Jamás habíamos visto dos seres de una belleza semejante. Desafiaban toda descripción. Ni siquiera habían levantado la vista al cruzarnos. Habían pasado con la mayor indiferencia cogidos del brazo. Un hombre y una mujer, tan desnudos como nosotros…, algunas flores…

—Dime, Mike… ¿Crees realmente que tenemos alguna posibilidad de pasar inadvertidos…? Me siento lleno de defectos de aspecto. Y eso, allí dentro, será para mí una verdadera catástrofe…

—Tú, aún pasas —dijo Mike—, pero yo, no sé…

Lo miré bien… No había nada que reprocharle. Sistema piloso un poco demasiado desarrollado tal vez…

Le hice saber mis dudas.

—¡Qué puñeta! —dijo Mike—. Si sólo es eso tendrá que pasar… De todas maneras, no me voy a arrancar mis bonitos pelos para los ojitos del doctor Schutz. Mira a la izquierda —encadenó sin transición.

A mi izquierda, de rodillas, había un cuerpo pálido… Una larga estaca de hierro le atravesaba la garganta… Tenía la cabeza echada hacia atrás y la punta metálica lo clavaba al suelo… De su cuello pendía el cartel con las dos palabras fatídicas.

—Oh, ya está bien… —dije—. ¡Vaya extraña recepción…! ¿Será en nuestro honor que han puesto eso?

—No… Cállate —susurró Mike.

Habíamos desembocado en un espacio abierto. Doce o quince parejas bailaban un slow mientras otros caminaban, iban o venían, reían, bebían, fumaban.

Ahora debíamos actuar con cautela.