Me despertó la mano de Andy Sigman, que me sacudía enérgicamente. Estaba soñando que hacía el amor con una jirafa y Andy me sacó verdaderamente de una situación comprometida. Le di las gracias y comenzamos a disponer las cosas para el lanzamiento en paracaídas sobre la isla.
Era todavía de día, porque habíamos volado en el sentido del sol. Ésta era la razón por la que nuestra partida había sido atrasada varias horas. Mike ya estaba casi listo y sus hombres se estaban vistiendo. Aubert desapareció dentro de un traje acolchado cuatro veces más grande que él y comenzó a declamar a Shakespeare. Arreglaba la letra a su manera, y si lo que escribió Shakespeare ya tiene su miga, lo que le salió a Aubert no se podría repetir ni ante una comisión militar de sanidad, que es el lugar del mundo donde se oyen más desatinos. El buen humor, la vivacidad incluso, reinaban en el interior del B-29 tapizado con un maravilloso papel floreado por los hombres de la tripulación mientras dormíamos. Me sentí ansioso por llegar.
Andy Sigman depositó un montón de material inverosímil delante de mí y le pregunté:
—¿Qué debo hacer con todo esto?
—Tienes que bajar con ello —dijo—. De lo contrario, no caerías lo bastante rápido.
Había allí todas las cosas que uno pueda imaginar, salvo si uno va con mala fe, por supuesto. Había víveres, armas, ropa, municiones, cigarrillos, etc., como para maravillar a un pobre explorador perdido desde hace cinco lustros en la jungla birmana. Tenía cada vez menos ganas de cargar con tanto peso… ¿Por qué no bajar simplemente y acabar pronto? Incluso había prismáticos y una máquina de fotografiar, como para ponerse a chochear.
En fin, pronto entraríamos en acción. Mike, delante de mí, desaparecía bajo una masa de ropa y paquetitos. Parecía que regresaba de los establecimientos Macy. ¡Vaya oficio!