Un poco de física divertida

Me desperté en una habitación muy normal. Supuse que todavía era de noche, porque las cortinas estaban echadas y la luz encendida. Miré la hora. Cuando fumé aquel cigarrillo debía de ser cerca de la una y media… Lo recordaba todo muy bien salvo el rato entre el cigarrillo y mi llegada a esta cama en la que estaba echado… completamente desnudo…

Me volví y busqué mi ropa, sábanas, algo. No es nada agradable encontrarse en cueros en una habitación que no se conoce. Bonita habitación. Paredes de color beige anaranjado, luz indirecta. Extraño. Ningún mueble. La cama era baja, muy suave. Nada sobresalía por ninguna parte. Una puerta un poco más allá.

Me puse en pie. Fui hasta la ventana. Quise correr las cortinas. Ni cortinas ni ropas; las aparentes cortinas estaban pintadas y sólo había una pared maciza.

La puerta. Había que intentarlo todo. Si la puerta también era simulada me tendría que preguntar cómo me habían hecho entrar allí.

La puerta no se movía. Me pareció muy sólida. Era una puerta de verdad.

Mejor no preocuparme. Me eché sobre la cama y reflexioné un poco. No mucho tiempo…, me aburre reflexionar. Todavía me sentía incómodo por estar desnudo, pero total no podía hacer nada y con el tiempo uno se acostumbra; dicen que algunos tipos viven así toda su vida… En África o en Australia, creo. Que les aproveche. Yo no me veía bailando la samba con Sunday Love con aquel atuendo.

Sí. A la porra aquella tranquilidad. La puerta se abrió y luego se cerró…, y entre las dos operaciones hubo una ligera modificación en mi estado de ánimo.

Porque ahora, en la habitación, había una mujer con el mismo atuendo que yo.

¡Satanás, amigos, qué cacho de mujer! Me apresuré a rezar una plegaria, porque si yo le hacía a ella el mismo efecto que ella a mí mis buenos propósitos se irían al garete.

Era muy hermosa, pero de una belleza bastante sorprendente. Un poco demasiado perfecta, si puedo decirlo así. Se diría que la habían fabricado con los pechos de Jane Russell, las piernas de Betty Grable, los ojos de la Bacall y así lo demás. Me miró, yo la miré y creo que nos ruborizamos al mismo tiempo. Se acercó a mí. Recé una corta oración. Demonio, y eso que el rezar nunca ha sido mi estilo. Tal vez ella sólo quería hablarme. Me esforcé en permanecer correcto y lo conseguí, pero ¡Señor, cuánto me costó…! Pensé en mi padre y en sus gafas de oro, en mi madre con su vestido malva, en la hermanita que podría haber tenido, en un partido de béisbol y en una buena ducha fría. Pero he aquí que ella se sentó en la cama y me miró fijamente guiñando los ojos con suavidad. Tenía unas pestañas de cincuenta centímetros y una piel tan lisa…

¿Qué queríais que hiciera? Estaba allí, completamente desnudo, junto a una muchacha de mil pares de demonios con el mismo traje que yo, en medio de una habitación donde sólo había una cama y nada más. Desde luego, era un problema que no me habían enseñado a resolver en la universidad. Prefería los cursos de francés… y, sin embargo, ¡la de verbos irregulares que tienen esos picaros…!

Finalmente los verbos irregulares consiguieron darme aplomo. Me sentí más seguro de mí mismo. Maldita suerte, si había decidido permanecer virgen hasta los veinte años no era para echar al aire todo mi programa con la primera mujer que entrara en mi habitación. Y era mi habitación, puesto que yo estaba allí antes que ella. La falta de ropa no tenía nada que ver. Le demostraría que se podía ser digno incluso sin pantalones.

Me levanté, me crucé de brazos y dije:

—¿Qué es lo que quieres?

No me hizo esperar.

—A ti.

Me atraganté y tosí como una vieja cañería.

—No estamos de acuerdo —dije—. Mi entrenamiento exige una castidad absoluta.

Levantó las cejas, sonrió y se puso en pie. Avanzó. Iba a echarme los brazos al cuello. La atrapé por las muñecas y traté de mantenerla a distancia… Recordé a Sunday Love. De todos modos era mucho más fácil en un baile, en traje de noche.

Ya no sabía qué más podía hacer…, ella era fuerte como un caballo, y olía endemoniadamente bien. A fin de cuentas, aquello era una locura, y a mí me hubiera gustado comprender…

—¿Quién me ha traído aquí? —pregunté—. ¿Dónde estamos? ¿Qué significa toda esta historia? ¿A qué jugamos aquí? ¿Qué dirías tú si te drogaran, si te encerraran en una habitación que no has visto nunca, te desnudaran e hicieran entrar a un hombre con intenciones bien claras?

—No diría nada —respondió, dejando de moverse—. En circunstancias tan extrañas, las palabras son completamente inútiles… ¿No opinas lo mismo?

Sonrió. Aquella chica lo tenía todo. Incluso unos dientes como para engarzar en anillos.

—Ésta es quizá tu opinión porque ya sabes de qué va todo esto, pero no es mi caso.

Me di cuenta de la estupidez de esta conversación, yo en cueros, y ella también; rió y volvió a intentar acercarse a mí y, ¡maldita sea!, casi lo consigue; su pecho tocó el mío mientras me debatía cada vez más…, iba aflojando…, iba aflojando…, ella pareció considerarme como a un pobre idiota…, un tipo con principios; y estaba dispuesto a mantener mi punto de vista. Me puse a chillar como un condenado…

—¡Suéltame! ¡Vampiro! ¡Déjame tranquilo! ¡No quiero…! ¡Me estás fastidiando…! ¡Mamá…!

Esta vez se quedó completamente desconcertada. Me soltó, se separó de mí, se pegó a la pared y me miró. Amigos, si alguna vez habéis leído algo en alguna mirada, podéis decir ahora mismo que soy el mayor cretino del mundo. Había dado tantos alaridos que me dolía la garganta y tenía ganas de estar en cualquier otro lugar.

Luego se abrió la puerta y entraron dos tipos que no me ofrecían ninguna simpatía. Iban vestidos de blanco, como los enfermeros, pero su constitución tan ligera como el puente de San Francisco. Me daba igual, protesté a pesar de todo.

—Llévense a esta chiflada y entréguenme mis ropas —dije—. No me utilizarán para sus asquerosos vicios de mirones.

—¿Qué sucede? —preguntó el primero.

Era gordo y tonto, y tenía un bigotito.

—¿Acaso prefiere a los hombres? —preguntó el segundo.

Aquello, amigo, lo iba a lamentar. Tomé impulso y lancé mi puño contra su estómago con todas mis fuerzas. Aparentemente, le resultó desagradable, porque se dobló en dos con una mueca que sólo a medias mostraba satisfacción.

El gordo del bigotito me miró con reprobación.

—Hizo mal en decir eso, por supuesto —me dijo—, pero tú no deberías ser tan brutal. ¿De qué te sirve?

El otro se levantó. Tenía la boca rodeada de verde y con su gaznate hacía unos ruidos bastante originales.

—No quería ofenderle —consiguió decir—. No sea tan impulsivo.

No desconfié, y me equivoqué, porque me atizó sobre el cráneo uno de esos porrazos que te hacen ver todo el sistema solar. El gordo se adelantó y me recibió en sus brazos. Luché desesperadamente para no perder el conocimiento y conseguí ponerme en pie. Debía de tener en el occipucio algo así como el embrión de un huevo de avestruz y sentía que crecía a ojos vistas. Dentro de cinco minutos iba a romper el cascarón. Y estaría listo para comer porque, al mismo tiempo, se ponía caliente.

—Ahora estamos en paz —dije. O casi farfullé.

—Bueno, bueno —dijo el bigotudo—, ya sabía yo que ibas a ser razonable. Escucha. Tú no puedes ponernos fuera de combate a los dos. Así que déjate hacer. ¿Te niegas a quedarte a solas con la dama?

—Es encantadora —respondí—, pero tengo mis motivos.

—De acuerdo —gruñó el segundo—. Al fin y al cabo es cosa suya. Venga con nosotros.

Mi cabeza retumbaba como una campana vieja, pero él estaba lívido y caminaba encorvado. En cierto sentido, eso me reconfortó.

Sentí algo sobre mi pie. Era el zapato con suela claveteada del gordo con bigote. No apretaba.

—Escucha, pollito, ven con nosotros. Tardaremos cinco minutos y después, te lo aseguro, te dejaremos ir.

Uno se siente terriblemente desarmado cuando está descalzo y los demás llevan zapatos. Sobre todo, si tienen suelas de clavos. Mi cráneo no me permitía reflexionar con lucidez suficiente.

La chica se echó en la cama, indiferente. Casi me arrepentí, pero daba igual… Tal vez eran los prejuicios los que me hacían actuar así, pero bien hay que atenerse a algo, aunque sea a los prejuicios. Cumpliría veinte años dentro de seis meses y, si no podía aguantar seis meses más, me perdería el respeto a mí mismo. Seguí a los dos tipos por un pasillo desnudo y limpio, tipo hospital. Me vigilaban con el rabillo del ojo y el segundo no sacaba la mano de su bolsillo. Sabía que guardaba allí una cachiporra… Esperé que eso fuera todo lo que me tenía reservado. Tuve un sobresalto pensando de pronto en el Zooty Slammer y en mis amigos que me esperaban allí. Si me hubieran visto…

Me ruboricé de nuevo pensando en mi desnudez. Yo no sé lo que daría por no enrojecer así a cada momento. Resultaba un poco idiota.

Entramos en una habitación parecida a una sala de operaciones. Había unos cuantos aparatos. Una barra horizontal niquelada, a la altura de los hombros, sujeta al techo de una barra fija me intrigó. Me pusieron delante de ella.

—Levanta el brazo —dijo el segundo.

Lo levanté. En un abrir y cerrar de ojos me ataron a las dos extremidades de la barra. Di coces en el vacío.

—¡Soltadme de una vez, hatajo de cabrones!

Les dije muchas otras cosas, pero me falla la memoria para relatarlas. Mejor así. Me agarraron los pies y los ataron al suelo. ¿Qué querían? ¿Azotarme? Bramé más y mejor. Seguro que había caído en manos de una de esas bandas que hacen fotos especiales y procuran espectáculos selectos a los viejos y a las ricachonas aburridas de la vida.

—¡Dejadme en paz! ¡Banda de crápulas…! ¡Pandilla de piojosos…! Os juro que os despellejaré…

Ni caso. Como si hablara para las paredes. Se movían por la habitación. El primero colocó ante mí una especie de cubeta de porcelana sobre un pie, como un cenicero. El segundo manipuló no sé qué con una máquina eléctrica.

—Nosotros —dijo el bigotudo— hubiéramos preferido la primera solución…, pero tú no pareces tener interés y tendrás que disculparnos.

Me endosó sobre el vientre un aparatito conectado a la máquina con un cable fino; el segundo pasó detrás de mí con el segundo electrodo. ¡Madre mía! ¡El muy puerco! Me sentía más humillado que si me hubiera puesto un termómetro. Me trataban exactamente como un conejillo de Indias. Los gratifiqué con todos los insultos más selectos que acudían a mi mente.

—No te preocupes —dijo el gordo—. No es doloroso y, además, te dimos a elegir. No te muevas, que voy a conectar.

Lo puso una vez… dos veces… tres veces…; yo saltaba a cada descarga, y comprendí para qué servía el cacharro de porcelana. Sentía demasiada vergüenza para decir lo que fuera y aquellos dos imbéciles se morían de risa.

—No se preocupe —insistió el segundo—. Todo quedará entre nosotros.

Mentí, para salvar las apariencias.

—No me importa —dije con un gruñido—. Sois un par de marranos, pero volveremos a encontrarnos.

—Cuando quieras, nene —dijo el primero, y rió aún más fuerte.

También recuerdo que me dieron algo de beber…