Permanecimos mudos.
—Ya han empezado —insistió Jef—. Mejor sería que vinieran en seguida. En general, las operaciones no suelen durar mucho.
—Allá vamos —dijo Mike—. ¿Dónde está la sala ocho?
—Dos pisos más abajo —contestó Jef—. Tomaremos el ascensor. La puerta, ¿la han roto ustedes?
—Sí —dijo Mike—. Fue un error, no digas nada.
—No me des consejos de ese tipo —dijo Jef—. Ya le he dicho que repito todo lo que me piden que guarde para mí.
—Perdona —dijo Mike—. Y, por favor, saca la mano del bolsillo.
Jef dio media vuelta y nosotros le seguimos. No habíamos recorrido ni tres metros cuando el perro Noonoo se detuvo y galopó hacia nuestro punto de partida moviendo la cola. Oímos exclamaciones y nos dimos la vuelta para descubrir a Gary Kilian y Andy Sigman que examinaban con interés el estado de la puerta.
Me alegré de volver a verlos. Gary parecía algo recuperado de las peleas de la tarde. No describiré su cara porque al comienzo de esta historia expliqué que se trataba de un muchacho guapo y eso ya no correspondería ahora al retrato que debería hacer de su fisonomía.
No perdimos el tiempo charlando. Ya era bastante extraordinario que estuvieran allí. Mike les explicó en dos palabras lo que nos había sucedido desde nuestra separación ante el muro de ladrillos. Le presentamos el falso Jef Devay, que parecía encantado con ese suplemento de compañía, y nos pusimos todos de nuevo en marcha tras él. Su brazo derecho seguía agitándose con regularidad.
Por segunda vez, enfilamos el gran pasillo, pero en seguida torcimos a la derecha y, en unos pocos pasos, nos encontramos frente a una fila de ascensores, cada uno capaz de transportar un Packard y veintidós trombones de varas.
Jef Devay nos empujó hacia el tercer ascensor y la puerta se abrió con sólo rozarla con su dedo. Penetramos los cinco y la cabina se hundió en el suelo.
Se detuvo sin que hubiéramos sentido nada y nos encontramos en un pasillo idéntico al primero. La construcción de esa propiedad había debido de costar al amigo Markus Schutz un respetable montón de billetes.
Jef se dirigió hacia la derecha. Mike no le quitaba ojo a su perro, dispuesto a actuar a la menor señal de inquietud del enorme animal. Ese maldito Mike se obstinaba en caminar con las manos en los bolsillos, y yo temía verlo enviar de un momento a otro sus huevos de Pascua a las primeras de cambio… Aquello me molestaba mucho. Todos los porrazos que había recibido durante dos días comenzaban a cargarme, y pensé que, mejor que perseguir a un escapado del manicomio por esos corredores que apestaban a éter, a kilómetros de distancia de la ciudad más próxima, hubiese preferido tomar una copa con chicas de dieciocho años.
Jef se detuvo y abrió una puerta que yo apenas había notado.
—Entren —dijo—. Vamos a ponernos guapos.
Le dejamos pasar en primer lugar y se precipitó dentro de la habitación. Era cuadrada e impecable. Había puertas…, armarios metálicos lacados de blanco en todas las paredes. Jef abrió cinco de ellos e hizo los honores.
—Si tiene la bondad de ponerse estos bonitos atuendos —dijo—. Eso les permitirá entrar donde deseen.
—¿Están esterilizadas? —preguntó Gary.
—No —dijo Jef, con una sonrisa—, pero vamos a pasar todos por el esterilizador. No se preocupen. Está muy bien instalado. Conmigo se equivocaron, pero no se puede decir que fuera culpa de ellos. Fue un simple error de atención, y por aquel entonces los experimentos estaban en sus comienzos. Además, es muy agradable masturbarse todo el día.
Andy y Gary no estaban acostumbrados a la charla de Jef Devay y pareció producirles cierta impresión, pero el fantoche no les hizo caso y nos llevó hacia otra puerta flanqueada de armarios roperos. Pasó en primer lugar. Le seguimos y nos encontramos en una especie de celda, en una de cuyas paredes se hallaba una serie de esferas. Las puertas eran dobles y estaban tapizadas de goma-espuma y, cerca de cada esfera, unas manecillas indicaban señales y números.
—Cinco minutos más y va a empezar —dijo Jef.
Se colocó delante de los aparatos y empujó una primera manecilla, que cerró con violencia el panel que habíamos dejado abierto. Luego maniobró otros instrumentos y la habitación se llenó de una niebla tibia y perfumada, seguramente un desinfectante. A pesar de que había subido la temperatura y la niebla se hizo pronto más espesa, se respiraba muy fácilmente. Era, sin duda, un nuevo procedimiento. El doctor Schutz debía de ser un hombre de muchos recursos.
Al cabo de unos cinco minutos, sonó un gong con una nota pura y grave. Jef colocó las manecillas a cero. Esto hizo que se abriera un tercer pasadizo, en frente de aquél por el cual entramos, y seguimos por allí. El perro de Mike Bokanski parecía encantado con la esterilización y estornudó cinco o seis veces antes de seguir a su amo.
Habíamos llegado ante una nueva puerta.
Una presión sobre el botón de apertura y la puerta se deslizó sin ruido sobre sus ranuras. Vimos una pared circular, como la pared de fondo de un teatro, y nos encontramos en lo que en el teatro sería el pasillo circular que conduce a los palcos. Allí había solamente una serie de ventanillas de cristal grueso, de donde surgía, inexorable, una luz deslumbrante, tan potente que nos echamos hacia atrás deslumbrados.
Jef se dirigió hacia la derecha y Andy Sigman le siguió; Gary y yo nos unimos a ellos. Mike cerró la marcha, con el alano que parecía un poco perturbado por todo lo que veía. Debía de tener problemas para orientarse entre todos los perfumes que corrían por la sala.
Jef se detuvo. Hicimos lo mismo y, como nuestros ojos estaban ya habituados, pegamos ávidamente los rostros a las ventanillas.
Al principio veía mal. Poco a poco, lo fui distinguiendo todo a la perfección.
A dos metros de mí, una forma acostada, cubierta de paños blancos que dejaban al desnudo un campo operatorio de veinte centímetros por veinte. Tres hombres, con el mismo atuendo que nosotros, se movían alrededor del cuerpo.
Al lado, en la otra mesa, una mujer. Esta vez el campo operatorio era mucho más amplio, porque estaba atada a la mesa por los pies, los muslos y los tobillos, y una lámina de acero liso y brillante le ceñía el vientre. Aparte de esto, nada la disimulaba. No parecían ocuparse de ella por el momento.
Había una serie de aparatos complicados en la cabecera de cada una de las mesas. Quizá para la anestesia.
Intenté averiguar si se encontraban en la habitación otros ayudantes, pero la relativa oscuridad de cuanto no estaba debajo la luz cegadora de los dos gigantescos focos no me facilitó la tarea. Me pareció que sólo estaban esos tres hombres.
Se afanaban alrededor de la primera mesa. Traté de comprender lo que hacían, pero uno de los tres me daba la espalda. Un ligero movimiento me permitió comprender que estaban operando a un hombre. No pude mirar aquello…
No haría eso ni a mi peor enemigo. Volví la cabeza. Ya tenía bastante. Había comprendido de dónde procedían las fotos y no necesitaba mirar más. Me entraron ganas de marcharme. Darme un chapuzón en agua fría. Tomar un buen baño en el Pacífico. Apenas sería lo suficientemente grande.
Al volver la cabeza sentí movimiento a mi izquierda. Oí el gruñido de Noonoo y en un segundo lo vi pegarse al suelo y luego retroceder hacia el fondo del corredor circular. A partir de entonces, todo transcurrió muy rápido. Me encontré frente a un hombre que medía un buen palmo más que yo… No era posible, debía de estar loco. No llevaba máscara. Era completamente blanco.
—Mike… Gary…
Hallé fuerzas para gritar sus nombres con una voz estrangulada, pero ya las patas del monstruo se abatían sobre mí. Sus ojos azules, duros y fríos, me contemplaban como se mira a una chinche. Sentí sus dedos que me aplastaban los omoplatos como pinzas de acero.
Un disparo… dos… Grité… Me dolía… Me retorcí entre los dedos de la bestia… Su cara me miraba. ¡Por Satanás! No tenía expresión… Y un agujero rojo apareció en su frente, la sangre chorreaba sobre su rostro y seguía apretando…, apretaba cada vez más fuerte… Sentí que las lágrimas caían de mis ojos… Me iba a romper…
Dos disparos más…, caímos casi al mismo tiempo. Mike me desprendió del inmenso cadáver, que ni siquiera tuvo el menor temblor al derrumbarse…
Apenas tuve el tiempo de ponerme en pie, cuando Jef nos llamó con voz suave.
—Ahora creo que sería mejor marcharnos —dijo—. Al doctor Schutz no le va a gustar mucho que hayan matado a uno de los sujetos de la serie R.
Era Gary quien lo había rematado de dos balas en la espalda…, a la altura del corazón. Todo lo que sucedió después ocurrió demasiado deprisa para tener tiempo de pensar en mis hombros apretujados y lastimados por el puño de acero del monstruo. Trotábamos tras Jef Devay que nos llevó hacia las profundidades del corredor. Un pasadizo en el que nos precipitamos, torcimos a la derecha, otra vez a la derecha… Me sentía completamente perdido. El tío Sigman se lo pasaba en grande, y lo escuché reír ahogadamente tras su máscara, encantado con la aventura.
Yo…, a decir verdad, en fin, no sé si contarlo o no… ¡Demonio!, tenía veinte años, pesaba casi cien kilos, todo músculo…, y pocas cosas me daban miedo… ¡Diantre! Qué más da…, lo diré, pues bien al correr, me di cuenta de que…
¡Eso es! Como un niño de tres años. Había mojado mi pantalón del canguelo que me había hecho pasar ese bruto monstruoso.
¿Cuántos habría aún en aquel infernal tinglado…? Ahora comprendía por qué les daba lo mismo que la gente entrara o no…
Con estos elementos para jugar a los guardianes, no corrían ningún riesgo de ser molestados.
¿Pero qué nuevos horrores nos quedaban por ver? Estaba tan absorto en mis reflexiones que me encontré enredado contra Mike Bokanski, que acababa de detenerse delante de mí. Menos mal que estaba allí, si no, me hubiera dado un morrón contra la pared, pero temblé al pensar en sus granadas y di un brinco como picado por una tarántula. No se enfadó…, tenía un aspecto tan asustado como Gary y Andy. Solamente Jef permanecía impávido.
—No es nada —nos dijo—. Aquí no corremos peligro. Personalmente, estoy encantado de que hayan matado a R.62. Siempre se pitorreaba de mí porque quedé demasiado cocido. Él no tenía nada defectuoso, de acuerdo…, pero ahora está muerto; así aprenderá.
—Ya está bien —cortó Gary—. ¿Cómo podemos salir de aquí?
—¡Oh! —explicó Jef, en plan mundano—, sería ridículo y descortés abandonar la clínica de salud modelo del doctor Schutz sin haber visitado por lo menos las cámaras de incubación y envejecimiento acelerado de los embriones. De este modo, podré explicarles exactamente y en detalle el accidente que me sucedió, lo cual no puede dejar de resultarles sumamente interesante…
—¡Maldición! —dije yo—. ¡Estoy hasta el moño! Larguémonos y de prisa. Planto al doctor Schutz. Me gustaría más ir a estudiar el cultivo de la viña en San Bernoo. Y a ti, si quieres, te podemos llevar como recuerdo.
—Vamos —dijo Mike—. Tranquilizaos los dos. Reconoce que es una buena oportunidad para ver cosas muy interesantes.
—Por supuesto… —dijo Andy Sigman—. Rock, Gary, hijos míos, estáis fatigados y lo comprendo, después de todo lo que habéis hecho, pero debéis daros cuenta de que es ahora solamente cuando el asunto comienza a ponerse interesante. Pensad en el pobre Andy, un viejo que se aburre todo el día… No tengo a menudo la oportunidad de ver cosas de este tipo…
—Escucha —dije yo—. Ya tendremos unos buenos líos tras la pasadita de las granadas de Mike…, pero si además nos vemos obligados a matar a todos los tipos que encontremos aquí por la simple razón de que no son tratables, tendremos cada vez más problemas para explicar todo esto a la policía.
—Deja que lo arreglemos nosotros —dijo Mike—. Andy y yo sabremos cómo hacerlo.
Jef Devay, mientras tanto, se impacientaba.
—Apresúrense —dijo—. Hoy se han pasado todo el día trasladando cajas y vaciando salas enteras, y mañana se llevarán todo lo que queda. Si ustedes quieren ver algo, no pierdan tiempo.
Escuchamos con atención y le seguimos.
—¿Qué es lo que se están llevando? —preguntó Mike con displicencia.
Jef sonrió con malicia.
—¡Ah, ah! —dijo—. ¿Ven lo malvado que soy? Me habían hecho jurar que no diría nada, y desde que ustedes han llegado no he parado de contarlo todo.
Llegamos ante una nueva puerta, que se abrió ante Jef. Franqueamos una especie de compartimiento débilmente iluminado por un tubo fluorescente violeta. Después de la luz implacable del pasillo y el deslumbramiento de la sala de operaciones, fue un verdadero descanso, un poco siniestro, eso sí.
—¿No sabíais que el doctor Schutz iba a dejar San Pinto? —preguntó Jef.
Nos detuvimos frente a un panel de acero mate. El silencio era total. Allí reinaba una extraña atmósfera, un poco la que se puede encontrar en las grandes salas de los acuarios… húmeda…, tibia…, inquietante.
—No nos entretengamos —dijo Gary—. Otro día nos contarás las historias del doctor Schutz.
—¡Qué va! —dijo Mike—. Tenemos tiempo…, dejadle hablar.
—Además, yo no sé nada —dijo Jef—. Ayer vinieron unos camiones y durante todo el día de hoy se han ido llevando material, aparatos y series de sujetos. Todos los sujetos de la D a la P. Y el mismo doctor Schutz partió esta tarde. Mañana, se vaciará esta sala. Creo que ha vendido la clínica.
—¿A dónde va? —preguntó Mike con brusquedad.
—Pues, no lo sé —dijo Jef—. No me hable en ese tono, soy muy cobardica.
Maniobró la palanca de apertura del gran panel de acero, que se metió en el muro de la derecha, y pasamos. Había la misma luz suave y ya comenzábamos a tener los ojos acostumbrados.
La sala era muy grande, al menos treinta o cuarenta metros de largo. Era más bien una especie de galería. A intervalos regulares, había pedestales de porcelana blanca…, no, eran de acero esmaltado, que soportaban unas cajas de cristal grueso suavemente iluminadas desde abajo. Avanzamos unos pasos. Hacía mucho calor, mucho más que en el compartimiento, y respirábamos con dificultad a pesar de que nos habíamos quitado las máscaras hacía algunos minutos. Me incliné sobre una de esas cajas. No comprendí bien lo que veía. Cada espejo estaba recubierto con una capa de cristal grueso.
De pronto, retrocedí y lancé una exclamación de horror. La cabeza que me miraba desde el otro lado del vidrio, con sus horribles ojos globulosos y rojizos, era la de un feto humano. Lo de que me miraba es un decir…, ya que sus párpados delgados y tensos recubrían aún las órbitas. Se movía suavemente…, era espantoso verlo…, en un líquido turbio.
Mike, Andy y Gary se habían inclinado sobre otros objetos análogos…, y el espectáculo no parecía como para enloquecer de entusiasmo. Al lado de cada caja había un cuadro de control con indicaciones cuyo sentido no comprendía.
Me alejé algunos pasos, pero las había en toda la sala, y ahora que ya sabía lo que contenían las cajas de cristal, sólo tenía un deseo. Largarme de allí.
Cogí a Jef por el hombro.
—¿No tienes nada mejor que mostrarnos?
—No todos son así —dijo—. En el fondo de la sala hay otros que están más desarrollados.
—No, gracias. Me ha bastado con éstos.
—Pero los otros no tienen agua. Están…, esto…, están vivos, vamos… Están…, ya han nacido, por decirlo así.
—No te molestes por mí. No me interesa en absoluto.
—Ah —dijo Jef—. Ahora que estamos aquí comprenderán lo que me sucedió a mí. Mi regulador funcionó mal y estuve expuesto todo el tiempo a un calor excesivo.
—Tampoco te ha ido tan mal.
Me reuní con Gary, Andy y Mike.
—Qué horror —dijo Mike—. Pero de todos modos es interesante.
—Habría que saber cómo los fabrica —dijo Gary.
Jef intervino.
—Los coge muy jóvenes —dijo—. Existen varios métodos. A veces, hace fecundar normalmente a una mujer, seleccionada, por un hombre seleccionado; otras, fecunda directamente los óvulos que previamente se ha procurado mediante una operación quirúrgica; pero de todas maneras, en el primer caso el óvulo fecundado es extirpado de la mujer antes del final del primer mes. Hay otros procedimientos, pero no los conozco todos…
—Él deseaba emplearte para el primer procedimiento… —me comentó Gary.
—Sí —murmuré—. Todo esto me pone la piel de gallina.
—Vengan —dijo Jef—. Voy a mostrarles la próxima sala. Cuando cumplen un año, los pone en una incubadora especial y los envejece artificialmente con baños de oxígeno y un montón de otros sistemas. A partir de los tres años, están en condiciones de reproducirse; y en diez años, llega a provocar casi cuatro generaciones. Es imposible mostrarles los de tres años porque los mudaron ayer… pero la sala está detrás…
—Ya vale —dijo Mike—. Hemos visto suficiente.